8
Martes, 19 de septiembre de 1989
El martes por la tarde cerré el despacho a las cinco. Había acarreado mi Smith Corona portátil hasta la puerta y estaba a punto de teclear el código de la alarma cuando sonó el teléfono. Tuve la tentación de dejar que saltara el contestador, pero mi conciencia me lo impidió. Deposité el bolso junto a la máquina de escribir, volví al escritorio y descolgué el auricular al tercer timbrazo.
—Kinsey, soy Lauren. No sabía si te iba a encontrar.
—Estaba a punto de salir.
—Procuraré no entretenerte. Tenemos un problema.
—¿Habéis recibido noticias del extorsionista?
—No es eso, se trata de Fritz. Ayer por la noche le contamos lo que pasaba y se ha enfadado con nosotros.
—¿Se ha enfadado con vosotros? ¿Por qué?
—Porque no estamos dispuestos a acceder a lo que nos piden. Se lo hemos explicado infinidad de veces, pero no ha servido de nada. Hemos pensado que sería mejor que se lo explicaras tú. ¿Podrías pasar por aquí esta noche?
—Sí, claro, aunque no estoy segura de que vaya a servir. No conozco a Fritz, y no veo qué peso puede tener mi opinión.
—Dice que se irá si no lo ayudamos.
—¿Te refieres a que se irá de casa?
—Dice que no podrá soportar otra batalla legal.
—A ti tampoco te entusiasma la idea.
—Ya lo sé, pero no somos nosotros los que acabaremos en la cárcel. Fritz nos ha dado una explicación poco verosímil sobre la cinta, pero no tiene sentido discutírselo ahora. Puede que tú consigas hacerle entrar en razón. Merece la pena intentarlo, ¿no?
Puse los ojos en blanco. Me imaginé enzarzándome en un forcejeo verbal con el chico, y eso sería una auténtica pérdida de tiempo. Por otra parte, Lauren me había extendido un cheque de dos mil quinientos pavos y, de momento, no creía habérmelos ganado.
—¿A qué hora?
—A las siete, si te va bien.
—Perfecto. Ya que voy, os devolveré la cinta. Nos vemos entonces.
Le di vueltas al asunto mientras conducía camino de casa. Me daba la impresión de que Fritz había asumido el control y estaba imponiendo su punto de vista pese a las objeciones de sus padres, los cuales parecían a punto de tirar la toalla. ¿Acaso carecían de autoridad? Vale, el chico tenía veinticinco años y en justicia ya tendría que haberse ido de casa, pero los años que pasó en la cárcel le habían impedido independizarse. Sin trabajo ni perspectivas de futuro, se veía obligado a vivir de nuevo con mamá y papá, y probablemente le fastidiaba depender de ellos.
Encontré un sitio para aparcar bastante decente, saqué la máquina de escribir del asiento trasero y me detuve frente al buzón al cruzar la verja. Cogí un montón de facturas, catálogos y correo basura, y fui separando mis cartas de las de Henry mientras rodeaba el edificio en dirección al jardín posterior.
Esta es la escena que apareció ante mis ojos:
Pearl iba descalza, y se había envuelto en una sábana a modo de toga que le dejaba los hombros y los brazos al descubierto. Las tetas amenazaban con salírsele de la sábana a la que se descuidara. Al parecer, había puesto una lavadora y estaba tendiendo la ropa mojada en un tendedero improvisado que había colgado entre dos de los frutales de Henry. Iba y venía con las muletas desde el tendedero hasta el cesto de la colada, donde se agachaba para coger las prendas. O bien era capaz de realizar estas maniobras con suma habilidad, o no estaba tan impedida como había dado a entender. Sus vaqueros tenían el tamaño de velas de tela tejana, y el sujetador que colgaba del tendedero era lo bastante grande para almacenar sandías. Las dos camisas que había tendido en la cuerda parecían demasiado pequeñas para ella, pero tampoco es que yo estuviera muy al tanto de su vestuario.
Deposité la máquina de escribir en el peldaño de la entrada para poder hablar con Pearl más cómodamente.
Me vio enseguida, pero no pareció pensar que su semidesnudez exigiera disculpa ni comentario alguno.
—No sé por qué Henry no planta hierba. Mira toda esta tierra, tengo los pies destrozados.
—Lo hace para ahorrar agua. O al menos lo intenta.
—Me dijo que podía lavar mis cosas, así que no me mires de esa manera.
—Te lo estaba explicando, no te criticaba —dije—. ¿Está en casa?
—Ha ido al súper.
En aquel momento, la pequeña tienda de campaña de Pearl dio una sacudida y un hombre salió a gatas por entre los faldones. Pearl debía de haber lavado la ropa de aquel tipo junto a la suya, o eso supuse porque el hombre sólo llevaba puestos unos vaqueros. Gracias a mis considerables habilidades detectivescas, deduje que las camisas que colgaban del tendedero eran suyas. El desconocido se levantó tambaleándose, lo que indicaba que había bebido alguna copa de más.
Aparté la mirada del hombre y la dirigí hacia Pearl.
—¿Quién es?
—Se llama Lucky. Es un buen amigo mío.
—¿Qué está haciendo aquí?
—¿Y a ti qué te parece? Está pasando el rato.
Le eché un vistazo rápido, procurando no mirarlo fijamente. Era un tipo flacucho, pero supuse que habría sido musculoso tiempo atrás, antes de que los años hicieran mella en él. Estaba tan lleno de tatuajes que parecía que se hubiera envuelto con la hoja empapada de un tebeo. Debieron de hacerle los tatuajes en la adolescencia, porque durante la madurez le había crecido en el pecho una densa mata de pelo que tapaba parte de los dibujos. La piel se le había descolgado con la edad y ahora los pliegues desdibujaban los tatuajes, estropeando el efecto.
Lucky se acomodó en una de las hamacas de madera de Henry y estiró las piernas. A su lado había una nevera portátil de porexpán llena de hielo y latas de cerveza de marca blanca. Sacó una, la abrió y se la bebió de un trago. Esperé un eructo poco ceremonioso, pero prevalecieron sus modales exquisitos.
Me volví hacia Pearl.
—¿Lo sabe Henry?
—¿Y a él qué más le da? Este chico está sin blanca y no tiene donde dormir, así que le he hecho sitio en mi tienda. A Henry no le costará ni una perra, y, además, no ha dicho que no.
—¿Se lo has preguntado?
—Lo haré en cuanto vuelva a casa.
—¿Lucky no estaba aquí cuando Henry se fue?
—Estaba durmiendo en la tienda, y supongo que Henry no lo vio. De todos modos, no es asunto tuyo si invito a mis amigos. Tengo los mismos derechos que tú.
—¿Y ahora me hablas de tus derechos? —pregunté con tono incrédulo.
—Venga, chicas, no os peleéis. Sólo dormiré aquí esta noche porque el tío de Harbor House me echó a patadas. Y antes de que me lo preguntes, te lo diré abiertamente: estaba borracho y bastante alterado, y el albergue no tolera ese tipo de conductas. Ya volveré mañana.
—Al menos eres sincero. ¿Qué te hace pensar que te aceptarán de nuevo?
—¿Por qué no iban a aceptarme? Cuando estoy sobrio soy tan dulce como un corderito, pero después de ocho o nueve cervezas me vuelvo gruñón y antipático.
Al sonreír aparecieron hoyuelos en sus mejillas y vi varios espacios oscuros donde antes hubo dientes.
—No me habría bebido esas cervezas si mi perro no hubiera desaparecido. Lleva doce años conmigo y ahora no sé dónde está.
—Vaya, qué lástima —dije—. ¿Has llamado al refugio de animales?
—No, pero es muy buena idea. ¿Te importa que llame desde tu casa?
—Sí que me importa.
—Dice una que lleva un palo metido en el culo —observó Pearl.
Aproveché el momento para escapar.
Entré en mi estudio, dejé las cartas sobre el escritorio y metí la máquina de escribir debajo. El gato se coló como una exhalación y pasó por delante de mí. Podría haberlo echado, pero me hacía compañía y me puso de mejor humor. Cerré la puerta y lo tomé en brazos. Luego me encaramé a un taburete de la cocina y me lo coloqué en el regazo. Ed era un minino muy parlanchín, y parecía contento de tener público. Después de ronronear a placer, apoyó la barbilla en las patas y se durmió. Lo trasladé al sofá y lo dejé allí.
Me puse el chándal y me encaminé al carril bici. Correr cinco kilómetros es una forma maravillosa de combatir el estrés. No siempre me apetece, pero me obligo a hacerlo por el alivio que me proporciona. Acabé el enfriamiento y volví al estudio, donde me duché y me vestí.
A las siete menos cuarto, tras haber saboreado un sándwich de mantequilla de cacahuete con pepinillos y haber echado el trozo de papel de cocina a la papelera, cogí el bolso y las llaves y cerré con llave al salir. Llevé a Ed a casa de Henry y lo dejé en la cocina. Pearl y Lucky charlaban con Henry en el salón mientras el televisor emitía las noticias a todo volumen. Percibí el aroma a estofado de ternera y pan casero y sentí un poco de lástima de mí misma por la comida que me había perdido. Como no tengo hermanos y he crecido sola, el verbo «compartir» no forma parte de mi vocabulario.
Los días se iban acortando a medida que avanzaba el otoño, pero en la calle aún había luz y hacía una temperatura muy agradable. No tardé casi nada en llegar al centro, y pude aparcar sin problemas detrás del edificio. Atajé a través del vestíbulo cubierto y salí por State Street, donde torcí rápidamente a la izquierda para llegar a la puerta de madera que daba a las escaleras. Subí al trote hasta la primera planta y llamé al timbre.
Hollis me abrió la puerta.
—Debes de ser Kinsey. Yo soy Hollis McCabe. Te agradecemos que hayas venido.
Me tendió la mano al presentarse e intercambiamos las cortesías de rigor mientras me hacía pasar. Su pelo otrora castaño estaba salpicado de canas, y parecía al menos diez años mayor que su mujer. Alto, hombros caídos, vestido de forma informal con un chándal de velvetón marrón. Percibí el olor del puro que se había fumado, pero no me resultó desagradable.
Hollis me condujo hasta el salón. Me senté en el sofá mientras él se dirigía a un pequeño bar con fregadero, anexo al comedor, y se servía un bourbon con hielo.
—¿Te apetece beber algo? Probablemente te hará falta.
—Sí, gracias. Chardonnay, si tienes.
—Desde luego.
Vi una botella de vino blanco abierta, que reposaba en una cubitera escarchada por la condensación. Lauren apareció por el pasillo que conducía a la biblioteca y a los dormitorios. Vestía una casaca bordada, larga hasta las caderas, y unos vaqueros ajustados. Llevaba una copa vacía en la mano, que Hollis le llenó al tiempo que me servía otra a mí. Lauren fue hasta el sofá y se sentó en el otro extremo.
—Te agradezco que hayas venido.
—No vivo lejos. Unos quince minutos como máximo.
Rebusqué en el bolso, saqué la cinta y se la entregué.
—Gracias. No estoy segura de lo que haré con ella, pero probablemente es mejor que la guarde yo —dijo mientras la depositaba sobre la mesita auxiliar contigua al sofá.
Hollis fue hasta una butaca y se sentó tras dejar el vaso de bourbon en la mesa auxiliar.
—¿Quieres poner a Kinsey al día antes de que llamemos a Fritz?
—Debería escuchar la versión de Fritz directamente. Nos evitará las repeticiones.
—Como quieras —dijo Hollis.
Lauren dejó la copa en la mesita y se metió por el pasillo. Se detuvo frente a la primera puerta de la izquierda y llamó.
—¿Fritz? Kinsey ya está aquí.
Se oyó una respuesta ininteligible, con entonación insolente.
—Cinco minutos, por favor, ya que Kinsey ha tenido la amabilidad de venir —dijo Lauren.
—¡He dicho que saldré dentro de un momento!
—Ya te he oído la primera vez. No seas tan antipático.
Se hizo un silencio. Pensé que Lauren se pondría a contar, como suelen hacer algunas madres cuando sus hijos se portan mal. «Uno, dos…, te lo advierto, te voy a dar un azote… Tres, cuatro…». Es una estrategia muy mala, a menos que el objetivo consista en enseñar a los niños a contar.
Fritz abrió la puerta de golpe y salió de la habitación.
—Vale.
No sé cómo consiguió concentrar tanta rebeldía y tanto mal humor en una sola palabra. Ya no era el chico esbelto que aparecía en el vídeo. Había engordado, probablemente por culpa de las féculas que le dieron en el correccional. Era la primera vez que lo veía en persona. No pude evitar asociarlo al descaro con el que meneaba el pito en la cinta, imagen que me esforcé en reprimir.
—¿Por qué no le cuentas a Kinsey lo que nos has contado a nosotros? —sugirió Lauren.
Fritz se dejó caer en una butaca y cruzó los brazos.
—Jo, mamá. ¿Quieres que se lo suelte todo de golpe cuando ni siquiera nos has presentado?
—Kinsey, este es Fritz. Fritz, esta es Kinsey. No la hagamos perder más tiempo.
—No parece que te importe mucho hacérmelo perder a mí —repuso Fritz.
Lauren cerró los ojos.
—Fritz.
—¡Qué coñazo de tía! Si tú no me crees, ¿cómo va a creerme ella?
Hollis se acercó a ellos en dos zancadas y amenazó a su hijo con el puño.
—Te hincharé la cara a hostias si le hablas así a tu madre. Vuelve a emplear ese tono y tendrás que recoger los dientes del suelo.
El estallido me pilló desprevenida. Había dado por sentado que Hollis era un hombre afable de mediana edad, partidario de técnicas educativas tan ineficaces como las que empleaba su esposa. El método de Lauren consistía en engatusar, regañar, persuadir y expresar aprecio ante la más mínima muestra de obediencia. No podía creer que Hollis hubiera amenazado con tumbar de un puñetazo a su propio hijo delante de una visita. La amenaza me dejó con los nervios a flor de piel, y el vello de los brazos se me erizó como si hubiera electricidad estática en el ambiente. El corazón me dio un vuelco por si yo era la siguiente.
Al parecer, Hollis le habría propinado más de un golpe a su hijo en el pasado, porque Fritz abandonó el tono chulesco. Su actitud seguía siendo huraña, pero ya no se hacía el gallito. La escena me horrorizó y permanecí inmóvil como una piedra, esperando a que se disipara la tensión. Lauren ni se inmutó. Entretanto, Hollis bajó el puño y agarró de nuevo el vaso al sentarse. La conversación continuó sin nuevas amenazas de abusos paternos.
Lauren se volvió hacia mí.
—Fritz nos ha contado que fue una gansada. Dice que grabaron la cinta para divertirse.
—Ayer hablé con Iris y me dijo algo parecido —observé.
—¡Porque es verdad! Sólo estábamos haciendo el imbécil y echándonos unas risas. Fue idea de Austin, pero Iris se apuntó enseguida al plan. Le encantó la idea de grabar una peli porno, pensó que sería un puntazo. Lo fingió todo, se hizo la desmayada pero sabía que era una broma, ¿no? —preguntó Fritz mirándome en busca de apoyo.
—La verdad es que eso no lo admitió, pero dijo que estabais «haciendo el tonto».
—Eso mismo. Pura comedia.
—¿Y por qué no lo dijiste antes? —preguntó Hollis.
—Porque sabía que responderías así. Os estoy diciendo la verdad y me llamáis mentiroso.
—Tu padre te ha preguntado que por qué has tardado tanto en dar una explicación —dijo Lauren.
—Porque no me contasteis lo del chantaje hasta ayer.
—Me refiero a hace diez años, cuando la cinta salió a la luz.
—Dijiste que no la habías visto, así que ¿cómo iba a explicártelo? Me juraste que no la viste.
—Porque tú me acusaste de haberla cogido —respondió Lauren—. Tuve que alegar desconocimiento. ¿Qué otra cosa iba a hacer? No iba a revelar los detalles sórdidos en pleno juicio. Intentaba protegerte, no empeorar las cosas.
—Retrocedamos un poco —sugirió Hollis. No vimos ningún indicio de que Iris estuviera «haciendo el imbécil», y lo que tú y Troy hicisteis no puede calificarse de broma precisamente.
—La cinta estaba editada. Paramos cinco o seis veces para decidir lo que haríamos a continuación. Esas escenas están cortadas. No había guion, improvisábamos sobre la marcha.
—Mira, Fritz, estamos dispuestos a concederte el beneficio de la duda, pero ¿dónde están todas esas tomas eliminadas? O supuestas tomas eliminadas —rectificó Hollis.
—Ya vuelves con lo mismo. «Supuestas tomas eliminadas» —repitió Fritz con tono sarcástico, lanzándole una mirada hostil a su padre.
—Limítate a responder.
—¿Y yo cómo voy a saberlo? Bayard se encargó del montaje, y luego le pasó la cinta a Austin para que la revisara. Cuando me la dieron a mí, esas escenas habían desaparecido. Podéis ver los saltos en la cinta, debe de haber tres o cuatro. Austin debió de quedarse con las tomas eliminadas.
—Por fin vamos avanzando. ¿Te lo dijo Austin?
—No con esas palabras. Supuse que se las habría quedado él, porque era el director y tenía la última palabra. Así es como se hace en Hollywood, según dijo.
—Sí, claro. Una producción de Hollywood. Ya veo —dijo Hollis.
—Otra vez igual, ya vuelves a ponerte en plan borde. ¿Por qué no se lo preguntas a Bayard? Te dirá lo mismo que yo.
—Ya me lo imagino. Si no, se trataría de una agresión brutal a una niña. ¿Qué edad tenía entonces, catorce?
—Nosotros no la forzamos. Fue consentido, y ni siquiera era sexo auténtico. Fue un juego, y ella lo aceptó. No estaba borracha, y tampoco había perdido el conocimiento. Se partía de risa entre toma y toma.
—Hijo, no sabes lo que nos gustaría creerte, pero tal y como están las cosas, si esa cinta cae en manos del fiscal del distrito la habrás cagado a lo grande.
—¡Ya lo sé! ¡No hace falta que te repitas, hostia! Estamos metidos en un buen lío, ya lo capto. ¿Qué queréis que haga?
—Para empezar, conseguirnos pruebas de lo que dices —contestó Lauren—. De momento, no parece haberlas.
—¡No tengo ninguna prueba!
—Lo que nos pone en una situación muy difícil, ¿no te parece?
—Joder, mamá. Si pagarais a ese tío, el problema desaparecería. ¿Por qué no hablamos de eso?
—Tu madre ya te lo ha dicho antes. No pensamos pagar.
—¿Por qué no? Veinticinco mil pavos no son nada para vosotros. ¿Por qué no hacéis lo que dice?
—Porque no tenemos ninguna garantía de que pagar ponga fin a este asunto. Si pagamos, ¿quién nos asegura que ese sinvergüenza no va a volver? Podríamos vivir el resto de nuestra vida pendientes de esa amenaza.
—Si nos pescan a Troy y a mí por esto, nos juzgarán como adultos. Si no pagáis, podríamos pasar años entre rejas. ¿Es eso lo que queréis? Porque a mí me parece una auténtica putada.
Lauren se volvió hacia mí.
—¿Por qué no escuchamos la opinión de Kinsey?
—¿Y a quién le importa su opinión? Vosotros corréis con los gastos, así que dirá lo que queráis que diga.
—Correremos con los gastos a pesar de todo. Al menos ten la cortesía de escucharla.
—¿Para qué? ¿Por qué no me apoyáis, aunque sea por una vez? Es mi vida la que está en juego.
—Fritz… —dijo Hollis.
Interrumpí la conversación con la esperanza de desviar un nuevo encontronazo verbal.
—Entiendo tu punto de vista, Fritz, pero la decisión de tus padres depende de cuestiones que quizá no hayas considerado —expliqué—. Cuando surgió este problema, lo primero que hicieron tus padres fue consultar a un abogado penalista. Les aconsejó encarecidamente que no pagaran, por las mismas razones que te han dado ellos. Es necesario plantarse, y este parece un buen momento para hacerlo. Si pagan, será como abrir la caja de los truenos.
—Pues yo no estoy de acuerdo y mi opinión debería contar para algo, ¿no le parece?
—Sólo si te sobran veinticinco mil dólares —interrumpió Hollis.
—Estupendo, cargadme a mí con toda la culpa. Ya me tienen cogido por los huevos, así que echadme aún más mierda encima.
—Cariño, ya que no respetas nuestro punto de vista, ¿tú qué sugieres?
—No perdáis más el tiempo. Dadle a ese tío lo que quiere, y decidle que ahí se acaba la historia. Decidle que no le pagaréis ni un centavo más, y que si no acepta el trato se puede ir a la mierda. No entiendo por qué os cuesta tanto verlo.
Lauren se inclinó hacia delante.
—¿Sabes cuánto hemos soltado ya para pagar a tus abogados? Medio millón de dólares. Tuvimos que vender la casa para conseguir esa cantidad.
—Entonces no os quejasteis por lo del dinero.
—Muy bien. Págalo tú, si te parece tan buena idea —dijo Lauren.
—¿De dónde voy a sacar una cantidad así? Por si no os habéis enterado, estoy en el paro y acabo de salir de la cárcel, así que nadie me va a contratar. Aunque tuviera trabajo, no podría ganar toda esa pasta ni en un millón de años.
—No nos parece que sea responsabilidad nuestra —dijo Hollis—. Tú nos has puesto en esta situación. Cabe señalar una vez más.
—Que os jodan.
Hollis cerró los ojos, haciendo un esfuerzo por controlarse.
—Sabes, hijo, esta es la actitud que te ha causado tantos problemas. Actúas sin pensar en las consecuencias.
—¡Ya me lo has dicho antes, papá! ¿Y qué quieres que te diga? El pasado, pasado está. Ya no hay nada que hacer, no puedo cambiarlo.
—Centrémonos en el aquí y ahora —dijo Lauren.
—No hay ningún aquí y ahora. Yo me largo —espetó Fritz. Se levantó de un salto y se dirigió a su dormitorio con la cara roja de ira. Se volvió una vez y luego dijo—: Haced lo que queráis, pero prefiero colgarme antes que regresar a la cárcel, así que tenedlo en cuenta.
Fritz cerró la puerta de su habitación de golpe y ya no volvió a salir.
Aquel portazo fue el colofón perfecto a una escena que ya me parecía exagerada de por sí. Hay que reconocer que el alboroto resulta útil para desviar la atención de las cuestiones que uno espera evitar.
Hollis me miró a los ojos.
—Ya ves con qué nos toca lidiar —dijo con tono extrañamente satisfecho.