XVIII

LA CAPITAL CRUCIFICADA. Regards anunciaba en portada el reportaje fotográfico de Capa. Gerda se echó una chaqueta gruesa de lana por los hombros y se sentó al lado de Ruth en el sofá del apartamento, como en los viejos tiempos, las dos solas. Al otro lado de la ventana el día era gris con esa punta de niebla que a veces cubre de tristeza los tejados de París. Su amiga era la roca madre a la que todos regresaban tarde o temprano después de la batalla. Capa, Chim, ella… Ruth Cerf escuchaba a unos y a otros con esa actitud entregada que solo poseen las personas muy maternales, los ojos atentos, la frente comprensiva, con la insistencia protectora que tenían antes las mujeres, cuando abrochaban bien el abrigo y enrollaban las bufandas de sus hijos en las mañanas glaciales. La revista estaba abierta encima de una mesita moruna con la imagen de un bombardeo aéreo al lado de una bandeja con dos tazas de té y un platito de galletas bretonas. Gerda miró aquellos rostros de mujeres del barrio obrero de Vallecas, captados apenas unos minutos después de que hubieran regresado a sus casas y se encontraran sus hogares ardiendo y a los vecinos sepultados bajo los escombros. Una calle empinada con árboles esqueléticos y dos milicianos compartiendo el mismo fusil, esperando el momento oportuno para disparar al enemigo. Una madre joven refugiada con tres chiquillos en un andén de la estación del metro. Campos grises y establos ardiendo al otro lado de la carretera. Varios brigadistas caminando en fila, un paso tras otro con el macuto a la espalda y la cabeza baja, mirando las huellas que iban dejando en la tierra mojada, concentrados, como guerreros antes el combate. El primer plano de una miliciana casi adolescente, agachada, apuntando con un Mauser desde una barricada en la Facultad de Medicina. Gerda pasaba de un plano a otro y regresaba mentalmente a Madrid, al pozo de recuerdos en el que no había cesado de sumergirse desde su regreso. La vida parisina le parecía insoportablemente rutinaria después de la intensidad que había conocido en España.

Bebió un sorbo corto de té y la añoranza le abrasó los labios. Lo echaba de menos. Recordaba la Gran Vía los últimos días de septiembre, antes de su viaje de vuelta, con los obuses lloviendo día y noche y el cielo traspasado por los reflectores entrecruzándose en ángulos giratorios, sobre las fachadas de los edificios: los tejados del Madrid de los Austrias; la Telefónica, donde estaba la oficina de prensa del gobierno y desde donde muchas veces había tenido que enviar alguna crónica por conferencia, agachada mientras los proyectiles pasaban por encima de su cabeza; la calle Alcalá; los altos ventanales del Círculo de Bellas Artes. Intersecciones azules, juegos geométricos en el techo de la habitación del hotel donde ahora la llevaban los recuerdos.

—Tenemos que bajar al refugio —había dicho ella al oír crecer el zumbido de los motores, seguido del traqueteo seco y apretado del fuego de la defensa antiaérea, el día en que los fascistas lanzaron el segundo ataque mortífero sobre la ciudad.

Estaban en el hotel Florida. Acababan de regresar de la Casa de Campo, al oeste de la ciudad, donde los republicanos se habían atrincherado y construido barricadas con colchones, puertas y hasta maletas sacadas de las consignas de la estación del Norte. Tenían buenas imágenes. Capa comprobaba el material, al trasluz de la lámpara, marcando las mejores imágenes de sus negativos con una cruz, el ojo pegado a la lupa del cuentahílos. Gerda sintió una ternura incontrolable mientras lo observaba desde el quicio de la puerta. Parecía al mismo tiempo un crío entretenido con su juguete favorito y un hombre hecho y derecho comprometido por entero en una tarea extremadamente dura, misteriosa y precisa en la que acaso le iba la vida.

Lo besó de improviso cuando se dio la vuelta y él mantuvo los brazos abiertos unos segundos, mas sorprendido que indeciso antes de empujarla suavemente hacia la cama al mismo tiempo que se desabrochaba el cinturón y ella notaba la presión de su miembro endurecido en el vientre. Abrió las piernas, aprisionándolo dentro, mientras besaba su cuello y su barbilla áspera sin afeitar, con un sabor a sudor acre y masculino.

—Deberíamos bajar —volvió a decir balbuceante, sin convicción, mientras las sirenas aullaban afuera y él se adentraba, firme, serio, sin dejar de mirarla como si quisiera fijarla para siempre en la cámara oscura de su memoria tal como era en aquel momento, el ceño un poco fruncido, la boca ávida, entreabierta, moviendo un poco la cabeza hacia los lados, como siempre que estaba a punto de correrse y entonces la sujetó fuerte por las caderas y entró hasta el fondo, despacio, clavándola bien adentro, para vaciarse lenta y largamente, hasta que también a él le llegó el gemido y dejó caer la cabeza de golpe contra el hombro de ella. Las luces de los reflectores girando azules en el techo. Ella le había enseñado a manifestarse así, ruidosamente. Le gustaba oírlo expresar su placer con ese sonido casi animal, pero él era reacio a hacerlo, por intimidad o por pudor, por timidez de hombre. Nunca había gritado en el orgasmo de ese modo como aquel día con el vuelo ensordecedor de los aviones pasando cerca y los estampidos en serie de la defensa antiaérea retumbando al otro lado de la calle. Se quedaron un rato tendidos en silencio en medio de aquella penumbra azulada que giraba en círculos sobre el techo, mientras Gerda le acariciaba la espalda y Madrid respiraba por sus heridas y él la miraba en silencio como desde otra orilla con aquellos ojos de gitano guapo.

Dejó la taza sobre la bandeja con la mirada todavía ensoñada.

—Voy a volver a España —le dijo a Ruth.

Capa llevaba en Madrid desde noviembre. Había conseguido un nuevo encargo gracias al éxito de sus reportajes, especialmente por Muerte de un miliciano. Todos los editores franceses habían descubierto hacía tiempo que el famoso Robert Capa no era otro que el húngaro André Friedmann, pero sus imágenes habían mejorado mucho y se arriesgaba tanto para conseguirlas, que aceptaron su juego. Se sentían obligados a pagar sus tarifas. El nombre de guerra había devorado por completo al muchacho desarrapado y un poco ingenuo, criado en un barrio obrero de Pest. Ahora era Capa, Robert, Bobby, Bob… Ya no necesitaba ningún disfraz, el mundo periodístico lo había aceptado así y él por su parte había asumido el papel, creyéndose el personaje a pies juntillas y siéndole fiel hasta las últimas consecuencias. Creía en sí mismo y en su trabajo más que nunca. Pensaba que sus fotografías podían conseguir la intervención de las potencias occidentales en apoyo del gobierno republicano, había renunciado a la pretendida imparcialidad periodística, metido hasta las cejas en aquella guerra que acabaría por romperle la vida.

En sus cartas le contaba a Gerda cómo los madrileños se jugaban la piel delante de los tanques, atacándolos con cargas de dinamita y botellas de gasolina que encendían con la punta de sus cigarrillos porque escaseaban las cerillas. Respondían al fuego de las modernas ametralladoras alemanas con viejos fusiles Mauser. David contra Goliat. La caída de la ciudad parecía inevitable, sin embargo Madrid resistía los embates con un coraje que adquiría tintes míticos en los reportajes de Regards, Vu, Zürcher Illustrierte, Life, el semanario británico Weekly Illustrated y los principales periódicos del mundo con tiradas de cientos de miles de ejemplares. La guerra española estaba siendo el primer conflicto retransmitido y fotografiado día a día. «Una causa sin imágenes, no es solo una causa olvidada. Es también una causa perdida», le escribiría a Gerda en una carta fechada el 18 de noviembre, el mismo día en que Hitler y Mussolini habían reconocido a Franco como jefe de Estado.

Estaba orgullosa de él, claro que lo estaba. Al fin y al cabo la invención de Robert Capa había sido idea suya. Pero le creaba cierta desazón el hecho de que muchas de las mejores fotos que ella había realizado en España, aparecieran publicadas sin su firma, atribuidas a él. Tal vez se había equivocado o quizá había llegado el momento de replantearse su relación profesional bajo otros presupuestos más equitativos. El sello «Capa & Taro» no sonaba mal.

Pero la guerra era territorio de hombres. Las mujeres no contaban.

«No soy nada, no soy nadie», recordaba que le había dicho él una vez a la orilla del Sena, cuando su primer reportaje sobre el Sarre apareció publicado sin su firma. Le parecía que habían pasado mil años desde entonces y ahora era ella la que se sentía ninguneada. No existía. A veces se miraba en el espejo del baño, observando con detenimiento y extrañeza cada arruga nueva, como si temiera que el tiempo, la vida o ella misma acabaran por destruir lo que quedaba de sus ilusiones. Una mujer en el ángulo ciego.

—¿Estás bien? —le había preguntado él horas después de aquella alarma antiaérea en la habitación del hotel Florida, en medio de la penumbra rayada del alba. Ella se incorporó violentamente. Se había despertado sudando, con el pelo húmedo, desmadejado sobre la frente y el corazón galopándole en el pecho como un caballo desbocado.

—Ha sido una pesadilla —consiguió decir, cuando al fin recuperó el ritmo de la respiración.

—Joder, Gerda, parece que hayas salido de la cueva del moro. —De golpe parecía que tuviera diez años más, la cara afilada, las ojeras violáceas, la mirada envejecida—. ¿Te traigo un vaso de agua?

—Sí.

No sabía de qué cueva del sueño había salido, pero desde luego era muy oscura y profunda. Le costaba recuperarse. Capa le trajo el vaso, pero ni siquiera fue capaz de sostenerlo. Tenía las manos temblorosas, como si de pronto hubiera perdido el escudo protector del amor. Él se lo acercó solícito hacia la boca para que pudiera tragar el agua del grifo, pero parte del contenido le goteó por la barbilla, mojándole la camiseta y el embozo de la sábana. Si todo lo que había aprendido no quedaba inscrito en ninguna parte ¿de qué habría valido su vida? Volvió a tumbarse, pero fue incapaz de recobrar el sueño, mirando cómo la luz del alba iba filtrándose poco a poco en el techo del dormitorio, pensando que la muerte debía de ser muy parecida a la negrura de aquella pesadilla. Una frontera cercana a la no existencia.

Las cartas de él desde el frente la sumían en un estado de ánimo contradictorio cuando le contaba pormenorizadamente los combates cuerpo a cuerpo en la Casa de Campo y en la Ciudad Universitaria. Por un lado temía por su vida y por otro, envidiaba profundamente las sensaciones que él describía y ella conocía de sobra: estar tumbado contra el talud de una trinchera jurando en arameo contra los hijos de puta de los fascistas y la madre que los parió, el escalofriante silencio de después de los obuses, un silencio que no se parecía a ningún otro, el cercano olor de la tierra, esa certidumbre física de que solo importa el presente y luego, a menos de doscientos metros de la línea de frente, en los bares de la Gran Vía aquellos deliciosos cafés con nata, servidos en vaso largo, de tubo. Repostería para después de la batalla. Ya estaba envenenada por el virus de la guerra y no lo sabía.

No cesaba de tararear las canciones que había aprendido en España. Madrid qué bien resistes / Madrid qué bien resistes / Madrid qué bien resistes… / Mamita mía, los bombardeos / los bombardeos… Las cantaba en la ducha, mientras cocinaba, cuando se asomaba a la ventana y París se le quedaba pequeño, porque el único mundo que le importaba, empezaba al otro lado de los Pirineos. Al fin había encontrado una tierra firme que no le huía bajo sus pies. Por mucho menos que eso, otros se llamaban a sí mismos españoles.

Ruth la conocía bien, sabía que Gerda no estaba hecha para esperar tranquilamente como Penélope el regreso de su hombre, haciendo y deshaciendo el tapiz de los recuerdos. La escuchaba resignada, como una madre o una hermana mayor, enarcando las cejas, la melena recogida en una onda con una horquilla, a un lado de la frente, la bata cruzada sobre el pecho, interrumpiéndola solo lo necesario para intercalar algún consejo destinado a caer en saco roto de antemano. La veía fumar con aquella sonrisa aparentemente desprovista de intenciones y sabía que su decisión ya estaba tomada. La contratase Alliance Photo o no, con credenciales o sin ellas, se iba a España.

Siempre había sido así. Tomar el primer tren, decidir deprisa. O aquí o allá. O blanco o negro. Elegir.

—No, Ruth —respondió ella saliendo al paso del comentario que su amiga acababa de expresar en voz alta—. En realidad nunca pude elegir. No elegí lo que ocurrió en Leipzig, no elegí venir a París, no elegí abandonar a mi familia, a mis hermanos, no elegí enamorarme. Ni siquiera elegí hacer fotos. No elegí nada. Vino lo que vino y le hice frente como pude. —Se había puesto de pie y jugaba con una cuenta de ámbar pasándola de una mano a otra—. El guión me lo escribieron otros. Tengo la sensación de haber vivido siempre a la sombra de alguien, primero Georg, después Bob… Ya va siendo hora de que tome las riendas de mi vida. No quiero ser propiedad de nadie. Puede que no sea tan buena fotógrafa como él, pero tengo mi propia manera de hacer las cosas y cuando tomo foco y calculo la distancia y aprieto el disparador sé que es mi mirada la que estoy defendiendo, y nadie en el mundo, ni él, ni Chim, ni Fred Stein, ni Henri, ni nadie, podrá nunca fotografiar lo que yo veo como a mí me nace hacerlo.

—Hablas como si estuvieras un poco resentida con él. Gerda hundió las manos en los bolsillos del pantalón y se encogió de hombros, incómoda. Era verdad que se sentía traicionada cuando no aparecía su nombre en las fotos. El éxito de Capa la había relegado a un segundo plano. Pero no le resultaba fácil expresar la sensación que se había apoderado de ella durante las últimas semanas. Cuanto más enamorada estaba, más aumentaba el trecho que lo separaba de él. Empezaba a necesitar cierta distancia, que él le dejara el espacio que a su juicio le correspondía. La independencia profesional era la puerta de su amor propio. ¿Cómo amar y pelear al mismo tiempo contra lo que se ama?

—No estoy resentida —dijo—. Solo un poco cansada.

A pesar de que renegaba de sus creencias, no podía evitar ser judía. En su manera de concebir el mundo había una línea tangible que se remontaba a sus antepasados. Se había criado con las viejas historias del Antiguo Testamento. Abraham, Isaac, Sara, Jacob… Del mismo modo que amaba las tradiciones familiares, habría detestado morir sin un nombre.