XVII

A la mañana siguiente emprendieron el regreso hacia Madrid. Gerda abrió la ventanilla. Oía los chasquidos de los neumáticos sobre la tierra seca durante todo el camino. Le gustaba la sensación del aire en la cara Por un momento le hacía olvidar la necesidad de darse una ducha.

Llegaron a Toledo al amanecer con los riñones doloridos por el traqueteo constante debido los baches. 18 de septiembre. Una luz blanquecina cubría los olivares y a lo lejos se veía recortada la silueta del Alcázar como una gran roca de albañilería ciega. Pararon a desayunar café y tostadas con aceite en una venta de carretera situada a menos de un kilómetro de la ciudad. Aprovecharon para estirar las piernas y fumar un cigarrillo. A Capa no le salían las palabras fácilmente. Se frotaba la mandíbula áspera por la barba de varios días, arrugaba la cara, fruncía el ceño para pensar y solo entonces soltaba algo, como si se forzara a sí mismo a desprenderse de sus pensamientos. Tampoco ella tenía buen aspecto. Le había venido la regla y notaba el estómago encogido con una puntada ardiente a la altura de las ingles. La camisa apelmazada por el polvo de varios días, el cabello desgreñado, la piel reseca, preparando la cámara, desmontando las lentes para limpiarlas una a una, el gesto concentrado, las ojeras violáceas más acentuadas por la claridad del amanecer.

Por la tarde llegó un nutrido grupo de fotógrafos, periodistas, operadores de noticiarios y funcionarios del gobierno. Todos esperaron la voladura del muro occidental del Alcázar desde un olivar cercano. A las seis y media se oyó una explosión tremenda. Cinco toneladas de dinamita. La humareda negra cubrió el sol como en un eclipse. A los pocos minutos la fortaleza empezó a entrar en erupción como un volcán, pero sus defensores se agruparon en el lado contrario y resistieron el embate. Las mujeres y los niños estaban apiñados bajo una pared de roca viva, entre ellos un bebé recién nacido, Restituto Valero, hijo de un teniente del bando nacional. El niño del Alcázar. Muchos años después, años de luchas, presos y muertos, ese niño convertido ya en joven capitán de estado mayor, de la brigada de paracaidistas, se jugaría la piel y la carrera junto a otros nueve compañeros de armas, por defender la democracia frente a la dictadura de aquel general Franco que un día lo sacó en pañales del Alcázar. Las paradojas tienen muchas aristas y por alguna de ellas a veces asoma la vida con sus nervaduras de carne viva. Pero entonces no, entonces el llanto del crío se oía entre las explosiones haciendo estremecer el corazón de los milicianos dispuestos a tomar de cualquier modo la fortaleza. Cada vez que los milicianos asomaban entre los escombros del muro eran rápidamente rechazados por los insurgentes. Gerda y Capa los veían subir la colina empinada y caer casi inmediatamente alcanzados por las balas. Los heridos eran bajados en andas hasta el olivar, chorreando sangre. Los dejaban allí, boca arriba. Gerda se arrodilló en la cuneta, tomó foco. El muerto era un muchacho rubio, guapo, con un lunar en la frente. Pensó que en alguna parte, sin duda, habría alguien esperándolo, una mujer, unos hijos quizá, los españoles se casaban pronto, unos chicos rubios y guapos como él que lo llamarían papá, sin saber que ya no era más que un trozo de carne inerte bajo los olivos plateados, a medio camino de ninguna parte, en la carretera vieja entre Toledo y Madrid. Le desató con cuidado el pañuelo que llevaba atado al cuello y espantó las moscas que revoloteaban por su cara.

No le gustaba tomar foco en cosas quietas, le daba aprensión. Pero era mejor mirar a los muertos a través del visor que hacerlo directamente. Resultaba más soportable. Mientras estaba agachada notaba en los tobillos el cosquilleo de la hierba. «No hay nada más solitario que un muerto», pensó mientras calculaba la profundidad de campo para la foto. Y era verdad. Recordó el libro de Job: … yacente en el camino, mientras otros en el suelo germinan. Vaciló ante la idea de tocarlo, de cerrarle los ojos. Pero no lo hizo.

Días más tarde el ejército de Franco entró en Toledo y rescató el Alcázar, dejando para los fascistas el camino libre hacia Madrid. La moral de los combatientes republicanos cayó por los suelos.

Para entonces Gerda Y Capa se habían unido a la Brigada Internacional, integrada por comunistas alemanes y polacos de la centuria Thälmann con los que ya habían coincidido en Leciñena, en el frente de Aragón. El batallón se hallaba bajo el mando del escritor Mate Zalka, un húngaro muy apuesto con cazadora de piel, gran estratega, un tipo tenaz con un sentido del humor rudo y radical, más conocido como el general Lukacz. La brigada tenía que llegar al río Manzanares para unirse a otros regimientos que se dirigían también a Madrid ante el primer gran ataque importante de Franco a la capital.

Lo que no esperaban ninguno de los dos era encontrarse allí a Chim. Los tres habían salido de París al mismo tiempo, pero el polaco iba por libre. Le gustaba cazar solo. Estaba sentado sobre un pedrusco, revisando el equipo con la expresión concentrada de talmudista erudito, cuando los vio aparecer a lo lejos por el extremo de la carretera. Se subió el puente de las gafas con el índice como si necesitase ajustar bien la mirada. Tampoco él contaba con encontrarlos allí.

Hay abrazos que no necesitan palabras. Una palmada honda en la espalda en la que caben todas las cosas que no hace maldita falta decir. Un contacto estrecho, recio, de hombres rudos. El abrazo entre Capa y Chim era de esos. Sin embargo Gerda se colgó del cuello de su amigo, besándolo en la frente, en los ojos, sin dejar de repetir su nombre. Él se dejaba querer un poco avergonzado y bromeaba como si le molestase un poco tanta efusividad.

—Deja, deja, deja, anda… —decía apartándose con aquella timidez de judío ermitaño, pero en el fondo se sentía feliz.

Fue uno de esos momentos de extrema plenitud que hay a veces en medio de una guerra. Dos hombres y una mujer caminando por un sendero con árboles, las cámaras al hombro, la luz del atardecer, un cigarrillo… Entonces cada cual tenía ya el reloj puesto en su hora, que era la de morir y quizá los tres de algún modo lo sabían.

Hay imágenes que se quedan en suspenso en la memoria, esperando que el tiempo las coloque en su lugar, y aunque nadie lo sepa de antemano, siempre queda una punta de presentimiento, un presagio, algo que no se sabe muy bien qué es, pero que está ahí. Aquella sería la última imagen que recordaría David Seymour, Chim para los amigos, mucho tiempo después, ante un pelotón de fusilamiento formado por varios soldados egipcios. Fue el 10 de noviembre de 1956 en un cruce fronterizo al que había llegado en compañía de otro fotógrafo francés para hacer un reportaje sobre un intercambio de presos en el Canal de Suez cuando ya habían empezado a negociarse los acuerdos de paz. Morir siempre es un hecho trágico, más incomprensible aún si se hace en el tiempo de descuento, cuando la guerra ya ha terminado. De pronto todo se derrumbó a su alrededor con una descarga de fusilería y se vio en el suelo, vomitando sangre. Pero antes de cerrar los ojos por completo, volvió durante una décima de segundo a aquel punto blanco del recuerdo: Capa, Gerda y él, los tres muy jóvenes regresando juntos por un sendero de tierra. Sonriendo.

Nadie elige sus recuerdos y Chim tampoco podía saber que aquel encuentro iba a ser lo último que él olvidaría. La 12.ª Brigada iba abriéndose paso con dificultad entre la maleza a través de una tierra de nadie. Las explosiones sacudían los árboles.

Lo único bueno del combate a corta distancia era que cualquier angustia metafísica desaparecía ante el fuego de las armas ligeras. Kierkegaard, y Nietzsche y Schopenhauer se iban directamente a tomar por el saco. La filosofía se situaba al nivel de los genitales y entonces todo el problema residía en salvar el pellejo, llegar a un muro, alcanzar lo más pronto posible una cresta, una iglesia, una casa en ruinas… y si volvían a sonar las ametralladoras, tirarse al suelo hasta incrustarse en él para poder pasar debajo de las balas, aprovechar los desniveles del terreno, un bache, un hueco en el suelo, un embudo de mina, un charco, un lodazal donde chapalear con el fango hasta las orejas como búfalos, tratando de avanzar. Era una sensación contradictoria, pero extrañamente adictiva por la brutal descarga de adrenalina, como sacarse los músculos fuera del cuerpo y tensarlos bien tensados en una cuerda. Transformar la convicción en acción. Reavivar los instintos dormidos. Afinar la puntería. Un vértigo parecido al que deben de sentir los atletas antes de la carrera. Reflejos. Fuerza. Concentración. Todos los corresponsales de guerra lo han sentido alguna vez, como los guerreros de Troya, aunque la guerra cantada por Homero fue hecha por hombres que jamás soñaron ser protagonistas de La Ilíada. No es que le estuvieran cogiendo gusto a aquello, es que nunca se habían sentido más vivos. El síndrome de Aquiles. Gerda, Capa y Chim empezaban a experimentarlo sin saber muy bien qué les estaba pasando. Era su primer conflicto.

El camino lleno de escombros, un burro despanzurrado en la cuneta, Chim se adelantó unos pasos y preparó mentalmente la fotografía. Lukacz hablando y gesticulando mucho con las manos, Bob a su lado con la cámara al hombro, discutiendo, con cara de pocos amigos. Gerda dos pasos más atrás fumando y riendo bajito. Clic.

Compartían la misma actitud ante el peligro, una especie de reto. Algo difícil de explicar que quizá tenía que ver con el coraje y la pasión de los veinte años, con la manera de devorar una botella de vino y un plato de arroz antes de subir al frente, con las ganas de amarse en cualquier esquina, con la rabia y la lealtad, y las ideas. Y con la vida. O una cierta manera de vivirla.

Estaban convencidos de que en España se jugaba el futuro de Europa y se habían comprometido por entero, tomando partido, abandonando la distancia profesional, peleando cada cual como podía, con las armas que tenía más a mano, cada vez más implicados. Mitad reporteros, mitad combatientes. La cámara en una mano y la pistola en la otra.

Capa se sentía a sus anchas con Lukacz conversando todo el día en húngaro, salvo las palabrotas que prefería decir en español. Ella sin embargo no hablaba mucho. Le gustaba escuchar. Lo hacía siempre con mucha atención, la cabeza un poco inclinada, el aire cómplice, sin perder detalle, la mirada altiva, marcando la distancia obligada para convivir con hombres. Chim ponía el sentido común, un criterio fundado de judío culto y serio, demasiado flaco tal vez para aquella clase de vida, pero tan poco adulador, tan cauto, tan fiable como un marinero viejo.

Los tres aprendieron mucho con el general. Conocer el calibre de los proyectiles, distinguir un tiro de entrada de otro de salida, prepararse la retirada antes de entrar en una zona de riesgo, avanzar a ciegas en la neblina, con el agua a la cintura como fantasmas, mirando las ondas que se diluyen conforme avanzan, las manos en alto, sosteniendo las cámaras o los fusiles, adiestrando al máximo el oído para orientarse y no ir a dar por error a las líneas enemigas. Pero cuando por fin llegaron a la divisoria del río se encontraron las trincheras desiertas. No había nadie de los suyos esperándolos allí. Estaban solos.

Madrid a lo lejos era una liebre blanca a merced de las jaurías de perros de caza.