IX
Maria Eisner era una antigua conocida de André. Dirigía Alliance Photo, una de las agencias más prestigiosas del momento por sus trabajos de arte y viajes, pero sobre todo por sus reportajes fotográficos. Era una mujer eficiente, resolutiva, alemana hasta la médula, con sentido empresarial y un olfato privilegiado para detectar quién tenía condiciones para el negocio. Fue eso precisamente lo que le hizo reparar en Gerta cuando André se la presentó una tarde de septiembre bajo el toldo de la terraza del Capoulade. Acababan de llegar de la isla y estaban los dos radiantes, enlazados por los hombros, con la piel bronceada y el futuro por delante, pero sin blanca. A Maria le bastaron un par de comentarios de Gerta sobre el último reportaje de la agencia publicado en la revista Europe, para darse cuenta de que la chica tenía aptitudes. No le importó que careciera de conocimientos técnicos. Esas cosas se aprenden. Lo que le interesaba era el punto de vista. Alliance Photo había surgido con una clara vocación artística, buscaban una perspectiva nueva, moderna, en la línea de las vanguardias arquitectónicas nacidas en el sexto piso de la rue de Sévres donde Le Corbusier establecía sus cánones con la frialdad de un relojero suizo. Buscaban lo raro, romper líneas y volúmenes, mostrar la realidad con un enfoque poco habitual y Gerta lo tenía, además contaba con la ventaja de saber idiomas y un sexto sentido para las ventas. En menos de un mes aprendió a presentar el material y a negociar siempre al alza, con las técnicas comerciales más agresivas. Ley de la oferta y la demanda. Era un lince para las cuentas y eso resultaba esencial para una empresa que vivía de suministrar material a las principales revistas francesas, suizas y norteamericanas. Fue su gran oportunidad.
André y ella se hallaban en ese punto en el que dos náufragos encuentran al fin un barco al que subirse, y sienten la vibración de las máquinas bajo cubierta y el estremecimiento de la travesía que les espera en el mar abierto, con el aroma del café mezclado con la brisa salada, mientras se inclinan sobre una carta náutica recién desplegada sobre la mesa, con todo el tiempo por delante para decidir con entusiasmo y precisión y suerte el rumbo exacto que, a partir de entonces, iban a tomar sus vidas.
Se trasladaron juntos a un estudio pequeño de la rue Varenne en el que apenas cabía un laboratorio, una cama y un hornillo de cocina, pero por la noche, cuando abrían la ventana para cenar, veían las luces de la torre Eiffel y todo el aire de París se les metía dentro del cuarto con su madeja de calles y puentes y placitas de otoño.
Se había ido apagando la tarde y una tonalidad azul marino de noche americana iluminaba a lo lejos las cornisas encabalgadas de los edificios entre nubes y tejados de buhardilla, con los reflejos anaranjados de los faroles llenando la habitación, una mesa redonda y un periódico abierto, un sofá cubierto con una tela gris, el perfil de Gerta recortado con todas sus aristas bajo la lámpara de pie, callada, pensativa.
A André no le gustaba verla así, le parecía que se le escapaba a un mundo anterior donde él no podía complacerla, como si en el fondo de su escepticismo de judía polaca no se acabara de creer del todo aquella felicidad. Había algo extraño en su forma de mirar, algo evasivo, como si con un ojo mirara hacia atrás y con otro, el camino que estaba pensando tomar. Él sabía que había habido otros hombres en su vida, claro que lo sabía. La había oído hablar de Georg cientos de veces cuando no eran más que amigos, había visto incluso una foto suya que ella guardaba en una cajita de dulce de membrillo. Rubio y bastante más alto que él, con una apostura de aviador o campeón de polo que a André le rompía los nervios. También él había tenido otras mujeres. Pero ahora no soportaba la idea de que ella se acordara del ruso ni siquiera por un segundo. Como si la vida pudiera partirse en trozos con un cuchillo como un queso Camembert. Antes y ahora. Por supuesto se libraba mucho de expresar sus celos. Tal vez ni siquiera fueran celos, sino puro sentimiento animal de posesión, necesidad de borrarle el pasado, orgullo absurdo de macho, instinto milenario de cuando el hombre aullaba a la luna en la medianoche de la horda, junto a la fogata de la tribu, y elegía a su hembra y la separaba del resto de la manada para hacerla exclusivamente suya y llevársela a las grandes praderas de cereal y clavarle un hijo en el fondo de las entrañas.
—¿No te gustaría tener un bebito gitano? —preguntó suave para sacarla de su abstracción—. ¿Un niño gritón y malcriado, así como yo? —Sonreía a medias, con un punto de socarronería en la comisura de los labios, pero sus ojos estaban serios y leales como los de un perro spaniel.
—Tan peludo? —se burló ella, arrugando la nariz. Y negó con la cabeza, riéndose alto como si acabara de oír la mayor locura. Pero enseguida la risa se le fue amortiguando en una expresión casi triste mientras miraba a lo lejos las luces de la torre Eiffel, brillantes y prometedoras para otros. Parecía que en algún lugar de sus ojos verdes con ascuas amarillas habitara el presentimiento de que no le iba a quedar mucho tiempo para eso y sintiera de verdad perderse el placer sereno de criar a un niño moreno con ojos de húngaro y deditos sonrosados, y de poner a secar sus pañales blancos en una terraza de cualquier lugar del mundo y contarle la historia de un pirata con un loro en el hombro, un auténtico loro real de las Guayanas que en su versión de la novela silbaría la Marcha turca, en honor del Capitán Flint. Y verlo dormir tranquilo cada noche con el chupete, arrullado en su cunita. Un sueño.
Lo miró de frente como si regresara de otro mundo, y lo vio allí, a su lado, tan próximo, devolviéndole la mirada con una mezcla de tenacidad y desconcierto que la enternecía profundamente y entonces pensó que tal vez se estaba enamorando de aquel hombre de veras y tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para contenerse y no abrazarlo fuerte y besarlo muchas veces en los ojos, en la frente, en el cuello, detrás de las orejas… porque entendió que un día, tal vez antes de lo que pensaba, aquel amor la haría débil y vulnerable. Pero entonces aún no lo podía saber. No podía imaginar siquiera, que en muy pocos meses iba a acordarse de aquella conversación, palabra por palabra, gesto por gesto, mientras contemplaba a lo lejos, no el elegante armazón de la torre Eiffel con sus bombillitas encendidas, sino el cielo de Madrid traspasado por las luces de los reflectores entrecruzándose en ángulos giratorios y oía muy cerca el ulular ensordecedor de las sirenas y el rugido de los motores de la aviación enemiga al tiempo que se iba abriendo en seco, con apretada percusión, el fuego de las defensas antiaéreas. ¿Cómo demonios iba a dormir a un crío bajo el estrépito de una guerra?
Hacía apenas un mes, mientras Gerta y André acampaban en la isla de Santa Margarita y recorrían descalzos las playas descubriendo calas nuevas con su amor recién estrenado, en París se había consolidado definitivamente el Frente Popular con el apoyo de los principales partidos de izquierda, los sindicatos, y todas las asociaciones del Comité Nacional de la Reunión Popular. En la última manifestación de conmemoración del 14 de julio, miles de obreros habían cantado a pleno pulmón la Marsellesa bajo los retratos paralelos de Marx y Robespierre. Radio París retransmitió para todo el mundo la reconciliación de la bandera tricolor de la República con la bandera roja de la esperanza. La unidad de acción contra el fascismo se había convertido en la prioridad número uno.
La Asociación de Escritores y Artistas Revolucionarios fue uno de los principales apoyos del Frente entre los intelectuales desde la celebración del Congreso. Algunos surrealistas cansados de perseguir fantasmas interiores habían vuelto a poner los pies en la tierra para encararse con la realidad apremiante de un mundo que estaba a punto de saltar por los aires. Incluso los poetas más líricos empezaban a preguntarse seriamente si no había llegado la hora de ingresar en el Partido Comunista. Gerta no era comunista, pero comprendía bien sus planteamientos. Al fin y al cabo los había aprendido de primera mano con un auténtico bolchevique ruso. Fue Georg el primero que la instruyó en los misterios del marxismo-leninismo, cuando todavía era una adolescente que soñaba con ser Greta Garbo. André sin embargo se inclinaba más hacia las posiciones trotskistas o claramente anarquistas, mucho más ajustadas a su carácter independiente, propenso siempre a caminar por los bordes, adicto al riesgo de las noches puras.
Los viejos cafés se habían convertido más que nunca en tribunas incendiarias. Todos estaban dispuestos a arrimar el hombro. Pintores, escritores, refugiados, fotógrafos… Picasso con sus ojos de miura a punto de embestir y la insinuante Dora Maar en permanente luna de miel; Man Ray, bajito, enigmático adicto al trabajo junto a Lee Miller, la americana más bella de París, altísima, rubia y voluble, la mujer que le partió el alma; Matisse y su esposa muy seria con una cara larga de caballo; Buñuel con su cabeza de pedernal aragonés escuchando jazz en el Mac-Mahon y conociendo a Jean Rucar, con la que se casaría después de obligarle a tirar al Sena una crucecita de oro que llevaba colgada al cuello; Hemingway y Martha Gellhorn, siempre al límite de la destrucción, competitivos, capaces de batirse uno contra otro o los dos juntos contra el mundo en su particular guerra de guerrillas. Parejas difíciles, muy distintas a los matrimonios tradicionales en los que mujeres de caderas anchas continuaban prisioneras dentro de la jaula de alambre de sus corsés, planchando pacientemente las camisas de sus esposos. A la orilla izquierda del Sena estaba naciendo un concepto nuevo del amor, conflictivo, peligroso, como andar descalzo por la selva. Gerta y André se sentían arropados en ese ambiente. Eran como una gran familia excéntrica.
El programa común de la izquierda se articulaba en torno a unos puntos mínimos: la amnistía para los presos, el derecho a sindicarse libremente, la reducción de la semana laboral, la disolución de las organizaciones paramilitares y la colaboración por la paz en el seno de la Sociedad de Naciones. Pero el 3 de octubre, un día como otros, sin previa declaración de guerra, cien mil soldados del ejército italiano, comandados por el mariscal De Bono, atacaron desde Eritrea a las tropas abisinias del emperador Haile Selassie. Tanques y gas mostaza contra arcos y flechas. La Liga de Naciones impuso pequeñas sanciones a Italia, pero Gran Bretaña y Francia siguieron vendiéndole petróleo incluso después de conocer los ataques a hospitales y ambulancias de la Cruz Roja.
—Europa está dormida. —André había golpeado la mesa con el puño. Tenía el ceño fruncido y la voz firme mientras hablaba desde la tarima del Capoulade. Gerta nunca lo había visto dar un mitin, pero decidió que le gustaba mucho más así, embroncado, con los ojos brillantes de indignación, carbón puro, carismático, casi violento, con una vena abultada latiéndole en el cuello mientras denunciaba los métodos usados por Mussolini contra la población civil para bajar la moral del pueblo etíope—. Están violando la Convención de Ginebra.
Sin embargo por extraño que parezca, las noticias del mundo no llegaron a estropear del todo el encantamiento de aquel otoño de 1935, con las calles llenas de hojas amarillas y muchachas como juncos fumando hasta la madrugada en los locales de jazz. Con cines y librerías y escaparates donde Gerta descubrió una tarde Le Temps du mépris, de André Malraux, un escritor entregado también en cuerpo y alma a la causa antifascista. Algunas noches, cuando André estaba dormido o después de haber estado leyendo un rato, se levantaba sigilosa hasta la ventana con la camisa de él echada sobre los hombros y fumaba el último cigarrillo apoyada en el alféizar. París y sus luces a lo lejos. Con aquel clima anhelante de octubre, le resultaba difícil dormir. De niña también le ocurría lo mismo. Justo antes de irse a la cama era cuando más viva se sentía. Le venían a la cabeza todos los acontecimientos de la jornada y los apuntaba a lápiz con caligrafía infantil en un cuaderno escolar, corrigiendo con la goma de borrar cuando se equivocaba en alguna palabra. Necesitaba ese orden. El día parecía no haber concluido hasta aquel momento. Cuando escribía, reposaba sus emociones. Trataba de entenderlas. Necesitaba volver atrás para orientarse. Era un instante absolutamente suyo, donde no podían entrar ni los amigos ni los amantes.
«Hay personas a las que no podemos por menos de abrazar —escribió— por menos de arañar o morder para conservar la salud mental en su compañía. A veces me gustaría agarrar a André del cabello y mantenerlo aferrado a mí como un náufrago, pero a menudo me sobresalta un sueño distinto. Es una pesadilla que transcurre a la luz de la luna. En el sueño voy caminando por una calle desconocida hacia él y cuando estoy a punto de alcanzarlo, sonriente, con la mano en alto para saludar, entonces ocurre algo, no sé muy bien qué, algo urgente e inexplicable que me obliga a correr con todas mis fuerzas hasta saltar la tapia que hay al fondo y desaparecer. No sé qué puede significar. La calle, la tapia, la luz tan blanca, como de astro frío… quizá debería preguntárselo a René. El amor tiene algo de cortocircuito como si tuviéramos que leer dos veces el mismo párrafo para encontrar la conexión entre las oraciones. Es un sentimiento salvaje que irrumpe como un vendaval en los hábitos del otro, haciendo saltar todo por los aires, igual que una casa aireada en plena tormenta. Todo quiere borrarlo, inventarlo de nuevo, como si antes de él no existiera el mundo».
Cerró el cuaderno y lo guardó en el cajón de la mesita de noche. Necesitaba desprenderse de sus pensamientos.