17

Eliza estaba leyendo la prensa de la mañana en la mesa de desayuno cuando Vanessa Chilcott apareció. Su hermanastra iba vestida con ropa del ama de llaves. La camisa de cuello alto le iba algo estrecha en el pecho y la falda un poco larga, pero se movía con innegable dignidad.

—Buenos días —la saludó Eliza, antes de volver a leer la información sobre el incendio del día anterior.

—Buenos días, señorita Martin.

A Eliza le llevó unos momentos darse cuenta de que la joven permanecía inmóvil. Frunciendo el ceño, miró por encima del periódico. Con un gesto, señaló la consola cubierta de bandejas y de fuentes tapadas.

—La comida está allí. Sírvase lo que quiera.

Como si hubiera estado esperando su permiso, Vanessa se puso en movimiento. Cuando hubo acabado de servirse, se sentó a la mesa.

—Felicidades por la boda.

Mordiéndose el labio inferior, Eliza dejó el periódico a un lado.

—¿Debí invitarla? Después de lo sucedido en la tienda y de descubrir nuestro auténtico parentesco, no estaba muy segura…

Vanessa parpadeó y se la quedó mirando como siempre la miraba la gente al darse cuenta de lo poco que sabía de etiqueta.

—Buenos días, señoras —saludó Jasper, entrando en la estancia con paso sensual y relajado, como si tuviera todo el tiempo del mundo—. Mi mujer ha sido agraciada con una naturaleza extraordinariamente pragmática, señorita Chilcott. Y no pretende ofender a nadie cuando observa, o como en este caso, deja de observar, ciertas costumbres sociales.

La joven asintió y lo observó recorrer la habitación hasta llegar al rincón donde Eliza se había sentado. Lo miraba disfrutando de lo que veía, muy consciente del tipo de hombre que tenía delante: implacable y peligrosamente sexual.

Eliza supuso que cualquier mujer con sangre en las venas se sentiría atraída por él. Al fin y al cabo, incluso ella, que hasta ese momento había sido inmune a los encantos masculinos, no los había podido pasar por alto.

—No importa —la tranquilizó Vanessa—. Me sentí muy agradecida por tener un techo sobre mi cabeza.

Eliza se encogió de hombros.

—Era lo más razonable. Usted perdió más que yo en el incendio.

Jasper apoyó una mano en la mesa y otra en el respaldo de la silla de Eliza.

—La he echado de menos esta mañana, señora Bond. Sugiero que en el futuro pida que le suban una bandeja a la habitación.

Eliza contuvo el aliento. Jasper se había mostrado insaciable a lo largo de la noche, despertándola varias veces para tomarla una y otra vez. De espaldas. Tumbada boca abajo. De lado. Con los pies levantados o los muslos entre los de él. Profundamente, superficialmente, con fuerza, con delicadeza, con rapidez o con desesperante lentitud… la había poseído de todas las maneras posibles. Su repertorio de delicias sensuales era extenso y sospechaba que sólo le había mostrado una pequeña parte.

Mientras enderezaba la espalda, Eliza volvió la cabeza impulsivamente y lo besó en los labios. Jasper se tensó un instante, sorprendido, pero en seguida se relajó y ronroneó satisfecho mientras ella lo besaba con dulzura. Su sonrisa le encogió el estómago. Con la punta del dedo, Jasper le recorrió la nariz antes de alejarse en busca de su desayuno.

Animada por su presencia, Eliza respiró hondo y se volvió hacia su hermanastra. Vanessa tenía la mirada clavada en el plato, como si quisiera demostrar que no se había dado cuenta del escandaloso comportamiento de la pareja al otro lado de la mesa.

Se aclaró la garganta.

—No sé si era o no lo más razonable acoger bajo su techo a una inquilina que había mentido sobre su identidad, pero sé que la mayoría de la gente no lo habría hecho.

—Pero tú no eres simplemente una inquilina —señaló Eliza, tuteándola—. Eres mi hermanastra.

La joven sonrió con ironía.

—Lo que hace que todo sea todavía más incómodo, ¿no?

Jasper se sentó a la derecha de su esposa, en la cabecera de la mesa.

No viendo ningún motivo para mentir, Eliza asintió con la cabeza.

—Siempre sincera —dijo Vanessa—. A mi padre le gustaba mucho esa cualidad suya, señorita Martin. Le parecía liberadora. Decía que lo inspiraba para ser mejor persona.

—Tutéame, por favor. No quiero ser grosera, pero él a mí nunca me habló de ti.

Vanessa alzó una ceja rubia.

—¿Le diste la oportunidad?

Eliza abrió la boca, pero volvió a cerrarla sin decir nada.

—Exacto. —Vanessa cortó su porción de budín negro con cuidado—. No te culpo. Eres lista. Desde el principio debías de saber que se había casado con tu madre por la fortuna que le había dejado tu padre. Lo que se dice sobre los Chilcott es la pura verdad.

Desconcertada, Eliza se volvió hacia Jasper, cuya cara no revelaba ninguna emoción.

—¿Ves esto? —Vanessa dejó los cubiertos sobre la mesa y alargó el brazo, señalando una marca que tenía en el dorso de la muñeca—. Mi abuela me dijo una vez que los frutos podridos de nuestro árbol genealógico se podían distinguir por estas manchas.

—Ya veo —dijo Eliza.

—Lo que no ves, sin embargo, es que hasta la fruta podrida a veces tiene partes aprovechables. En el caso de mi padre era su corazón. Cortejó a tu madre por su dinero, pero se casó con ella porque la amaba.

Eliza juntó las manos sobre la mesa.

—Si la hubiera amado de verdad habría sido una buena influencia para ella.

—Eso suena razonable —admitió su hermanastra—, pero el amor no es razonable. El amor es querer ver a la otra persona lo más feliz posible lo más a menudo posible. Al menos así era como mi padre lo entendía. Como bien sabes, no era fácil lograr que lady Georgina fuera siempre feliz. Si no la hubiera querido, habría hecho que la internaran. O la habría llevado al campo y la hubiera dejado allí. O tal vez la habría enviado a Europa. O a América…

—Entiendo lo que quieres decir.

Jasper le cubrió las manos con una de las suyas.

—Creo que deberías saber —siguió diciendo Vanessa— que fuiste muy buena influencia para mi padre. Cada vez que venía a verme, me hablaba de las ventajas de llevar una vida virtuosa como la tuya. Me convenció de que podría ganarme la vida honradamente si lo intentaba.

Eliza no sabía cómo enfocar la conversación. ¿Qué podía decir que la joven no supiera?

—Siento los problemas que te ha causado el señor Reynolds.

Vanessa se encogió de hombros.

—En realidad, culpo a mi apellido de los actos del señor Reynolds, no a ti. Creo que me alquiló el local con la intención de sacarme el dinero que él pensaba que yo planeaba quitarte a ti. Cuando lo sorprendí prendiendo fuego a la parafina, me dijo: «No te preocupes. Me aseguraré de que te llegue parte del dinero». En ese momento lo golpeé en la cabeza.

—Dios del cielo —susurró Eliza.

—Debió de pensar que yo era un regalo de los dioses que había ido a parar directo a su regazo. Otro Chilcott para conseguir un trozo todavía más grande de tu fortuna.

Jasper se volvió hacia Eliza.

—Al distraerte con el incendio y quitándome a mí de en medio con una bala, probablemente pretendía que te costara más prescindir de sus servicios. Mientras tanto, se habría ocupado de hacer quedar mal al señor Bell y de levantar sospechas sobre Montague para que no buscaras la ayuda de ninguno de los dos en esos momentos difíciles.

—No se imaginó que renunciarías a una oportunidad de vengarte de Montague por quedarte conmigo —murmuró Eliza, con el corazón rebosante de amor y gratitud.

Él le apretó las manos.

Volviéndose hacia Vanessa, Eliza le preguntó:

—¿Y ahora qué harás?

—He pasado buena parte de mi existencia tomando decisiones basadas en mi apellido. Incluso cuando me decidí a darle un giro a mi vida, lo hice comparándola con mi vida anterior, lo que es una manera distinta de dejar que ese apellido lo domine todo. Pero no volveré a hacerlo. La tienda era un bonito sueño, pero no estoy segura de que fuera mi sueño.

—Me gustaría que te quedaras aquí mientras decides algo —dijo Eliza, sorprendiendo a todos los presentes, incluida ella misma.

—Una Martin invitando a una Chilcott a compartir casa. La historia se repite.

—No me había dado cuenta del paralelismo.

Era cierto. La había invitado porque le había salido del corazón.

Jasper le dirigió una sonrisa de ánimo.

—Cuando hayas acabado —le dijo Eliza—, me gustaría hablar contigo en privado.

—Por supuesto.

Robbins apareció en la puerta con una tarjeta de visita. Acercándose a los recién casados, dejó la bandeja entre los dos.

—El conde de Westfield ha venido de visita.

—Que pase —respondió Jasper.

Poco después, el conde entró en la sala del desayuno, despeinado por el viento y más atractivo que de costumbre gracias a ello.

—Buenos días —les dijo a todos en general, aunque con los ojos clavados en Vanessa—. Qué suerte. No he desayunado.

—Llegas tarde, milord —bromeó Jasper.

—No recuerdo la última vez que me levanté tan temprano. Si me he levantado a estas horas de la madrugada ha sido sólo por ti.

—Tal vez debería plantearse la necesidad de acostarse más temprano, milord —le aconsejó Vanessa.

—¿Y eso qué gracia tiene, señorita Chilcott?

Ella permaneció con la vista clavada en el plato.

—Depende de quien más esté en la cama —dijo Eliza.

Jasper la miró divertido.

—Mi mujer y yo tenemos que retirarnos, pero por favor, pasadlo bien.

Westfield sonrió.

—Eso es exactamente lo que pienso hacer.

—Me pregunto si debo avisar a la señorita Chilcott de que tenga cuidado con Westfield —comentó Jasper, mientras Eliza y él subían a las habitaciones de ésta.

—Qué casualidad. Yo me estaba preguntando si Westfield no necesitaría una advertencia similar. —La sonrisa que ella le dirigió era tan radiante que Jasper casi tropezó—. De todos modos, creo que hacen buena pareja. No creo que ninguno de los dos pueda aprovecharse mucho del otro… aunque está claro que el conde piensa intentarlo.

—Lo pierden las mujeres guapas.

Ella lo miró de reojo.

—Espero que a ti no te pase lo mismo.

—Lo siento, pero me temo que sí. Hay una mujer preciosa con la que comparto la vida. Y he perdido la cabeza por ella completamente.

Entraron en la salita privada. Jasper esperaba que se retiraran directamente al dormitorio, al fin y al cabo eran recién casados, pero Eliza se sentó en uno de los sofás y se arregló la falda del vestido a rayas como si se estuviera preparando para una larga conversación. Con la nariz y la barbilla levantadas, era la viva imagen de la firmeza y la decisión.

Reconociendo los signos, Jasper se quitó la chaqueta.

—Me ha impresionado mucho tu conversación con la señorita Chilcott.

—Entiendo perfectamente lo que dice cuando habla de permitir que fuerzas externas nos condicionen. Durante demasiado tiempo yo permití que la frustración que mi madre me provocaba dominara mis actos y elecciones. —Respiró hondo antes de añadir—: Incluso casarme contigo.

Jasper se sentó a su lado.

—No conozco exactamente tus preocupaciones. Supongo que debías de tener miedo de repetir los errores de tu madre, pero creo que lo has llevado todo muy bien. Si no, a estas horas no llevarías puesto mi anillo.

Eliza lo miró mientras él se llevaba a los labios la mano donde el día anterior le había puesto el anillo de rubí y diamantes.

—No lo sé. Había estado tan obsesionada con no casarme para no repetir sus errores que cuando cambié de idea seguí dejándome influenciar por ella. Al luchar para que mi madre no fuera la razón de mi rechazo, se convirtió en la razón por la que te acepté.

Jasper no estaba seguro de adónde quería llegar Eliza con sus palabras, pero sabía que no le gustaba nada oír que se había casado con él por cualquier razón que no fuera porque lo amaba.

—¿Qué pretendes decirme? —preguntó, sin soltarle la mano.

—El señor Reynolds vino a traerme información que te dejaba en mal lugar, tratando de convencerme de que no me casara contigo. Y lo que yo hice fue acallar mis preocupaciones diciéndome que si no me casaba contigo estaría concediéndole a mi madre una nueva victoria sobre mi vida. ¿Lo comprendes? —preguntó Eliza, apretándole la mano.

—Creo que sí. ¿Sigues teniendo dudas? —Él se acarició el pecho, tratando de librarse de la opresión que lo atenazaba.

Eliza sonrió.

—No.

Dándose cuenta de que había estado apretando los dientes, Jasper relajó la mandíbula para preguntar:

—¿Has creído alguna vez, aunque fuera por un momento, que al casarme contigo mi intención era impedir que Montague tuviera acceso a tu herencia? ¿Pensaste que te usaría para asegurarme de que él no salía del agujero que ha cavado con sus propias manos?

—Quiero que uses todo lo que necesites para lograr tus objetivos —respondió ella en voz baja—. El dinero y lo que haga falta.

Él se la quedó mirando; se había quedado sin palabras.

—Lo que estuvo a punto de pasar ayer —siguió diciendo Eliza—, lo de Anne Reynolds y la emboscada fallida… fue tu pasado influyendo en tu vida, definiéndote como persona. Yo no podía entregarme totalmente a ti hasta liberarme de la influencia de mi madre. Lo mismo puede aplicarse a ti.

Él se puso en pie de un salto.

—Mi madre vino a Londres para ser presentada en sociedad. Era una mujer de una gran belleza. Podía haber elegido al marido que quisiera.

—Pero cayó en las redes del difunto conde de Montague.

El tono dulce y amable de Eliza fue su perdición. Tenía que controlarse. Nunca le había contado esa parte de su vida a nadie. Lynd la conocía porque había sido testigo directo.

—Sí —respondió Jasper, pasándose la mano por el pelo—. A diferencia de la joven que oímos el otro día en el jardín de los Cranmore, mi madre se acostó con Montague voluntariamente.

—Jane Rothschild. —Eliza le recordó el nombre de la desafortunada muchacha.

—Y al igual que Jane Rothschild, mi madre se quedó embarazada. —Jasper empezó a andar arriba y abajo—. Cuando el conde se negó a casarse con ella, ella se lo contó a su hermano. La respuesta de lord Gresham fue desheredarla.

—Su propio hermano… ¿Por eso no usas su nombre?

—Me lo cambié legalmente. Él la abandonó en Londres y se volvió a Irlanda. Mi madre no tenía a quién acudir.

—No me lo puedo ni imaginar —susurró Eliza—. Qué horrible indefensión.

—Y a pesar de todo —replicó él con más dureza de la que pretendía—, ¿me ofreces libremente los medios económicos que te permiten no depender de nadie?

Ella lo miró sorprendida.

—¿Te enfadas conmigo por apoyarte?

—¡No! ¡Maldita sea! Estoy enfadado con Montague por haber ensuciado nuestra relación con dinero. —Al llegar a la pared, se volvió y siguió andando—. Mi madre le pidió ayuda. Le suplicó. Entonces, él la convirtió en su amante y presumió ante todos sus conocidos de haber convertido en su querida a la estrella más brillante de la temporada. Cuando la suerte lo abandonó y perdió una fortuna a las cartas, alguien le propuso pasar la noche con mi madre como pago. Él aceptó.

—Oh, Jasper —susurró ella—. ¿Y tú dónde estabas mientras…?

—Durante el día iba a clase y por las noches no me dejaba salir de mi habitación. Algunos de los hombres que Montague enviaba a casa le traían regalos a mi madre. La recordaban de cuando era una jovencita con un futuro prometedor y les daba lástima. Ella lo empeñaba todo para pagar mis estudios… y su creciente dependencia del opio.

No se atrevía a mirar a Eliza a los ojos, consciente de que, si veía lástima en ellos, sería incapaz de continuar.

—A medida que la situación financiera de Montague empeoraba, también lo hacía la calidad de la vivienda de mi madre, la de los hombres que iban a verla y la de los regalos que le llevaban. Pero ella no estaba dispuesta a que mi educación se resintiera, así que siguió rebajándose cada vez más para ganar dinero.

»Mientras tanto —prosiguió, con voz dura—, yo procuraba aprender todo lo que podía de mis tutores, con el objetivo de arruinar a Montague algún día, del mismo modo que él había arruinado la vida de mi madre. Cuando murió, antes de que yo pudiese vengarme, me puse furioso.

Durante unos momentos ambos guardaron silencio. Sólo se oía la respiración agitada de Eliza. Finalmente, fue ella la que habló.

—Lo que le pasó a tu madre es una crueldad tan grande que cuesta de concebir.

Levantándose, se acercó a él. Interceptándolo mientras caminaba, lo abrazó por la cintura, obligándolo a aceptar el consuelo que le ofrecía. Jasper permaneció inmóvil, muy rígido, respirando hondo mientras imágenes del pasado que deseaba desesperadamente olvidar cruzaban por su mente. Finalmente, el aroma del perfume de Eliza atravesó la niebla de los recuerdos y lo trajo de vuelta al presente. De vuelta a la esposa que nunca pensó tener, pero sin la que ya no se imaginaba la vida.

Le apoyó la mejilla en la coronilla.

—Sé lo que estás sacrificando con tu ofrecimiento. Si me dejara arrastrar por la sed de venganza, fácilmente podría dilapidar todo lo que tu padre y tú habéis trabajado tanto para conseguir. Eres consciente de ello y, a pesar de todo, me quieres lo suficiente como para poner mis necesidades por delante de las tuyas.

—Es verdad. Te quiero y quiero que seas feliz —admitió ella, abrazándolo con más fuerza.

—Yo también te quiero. Lo vi claro cuando envié a Lynd a ocuparse del caso de la señora Reynolds. Me di cuenta de que lo que más deseaba en la vida era estar a tu lado. Y también comprendí que Montague podía arrebatármelo si se lo permitía. —Echándose un poco hacia atrás, la miró a los ojos—. Si le permitía que condicionara quién soy y lo que hago.

Eliza tragó saliva.

—¿Qué harás ahora?

—Pienso pedirle a Westfield que le devuelva la escritura y olvidarme del asunto. Para eso ha venido el conde. He entendido que mi madre preferiría verme disfrutar de una vida de felicidad al lado de una mujer preciosa y unos hijos traviesos pero muy inteligentes. Ésa será su mayor victoria.

Eliza le sujetó la cara entre las manos. Los ojos le brillaban con un amor tan intenso que Jasper se sintió indigno de ella. Estaba a punto de hablar cuando alguien llamó a la puerta.

—No te muevas —dijo él.

Cuando Eliza sonrió y le vio los hoyuelos que se le formaron en las mejillas, estuvo a punto de decirle a quien fuera que los estaba molestando y que volviera más tarde. Horas más tarde. O mejor, días.

Pero abrió la puerta. Era Robbins.

—Discúlpeme, señor Bond. Ha llegado un agente de Bow Street. El señor Bell. Quiere verlos, a usted y a la señora Bond.

—De acuerdo, gracias. En seguida bajamos.

Se puso la chaqueta antes de ofrecerle el brazo a Eliza. Al pasar frente a la sala del desayuno, oyeron a Westfield hablando con la señorita Chilcott. Sonaba molesto y ofendido.

Se reunieron con el señor Bell en el despacho de Eliza.

El detective rechazó el asiento que ella le ofreció. Estaba muy serio.

—Ayer, la señora Reynolds mencionó el nombre de lord Montague varias veces.

Jasper logró mantener una expresión neutra, pero se volvió hacia Eliza, que asintió.

—Bueno —siguió diciendo Bell—. Aún no sé cuál es la conexión de lord Montague con los acontecimientos, pero he pensado que deberían saber que lo han matado hace una hora.

Eliza palideció, pero no dijo nada. Jasper también necesitó unos instantes para asimilar la noticia. Tras la sorpresa inicial, sintió un gran alivio al darse cuenta de que no estaba furioso como cuando había muerto su padre. La muerte del conde no le quitaba nada. Todo lo que necesitaba en la vida lo tenía justo al lado.

—¿Cómo? —preguntó finalmente.

—La señorita Jane Rothschild ha acabado con su vida de un disparo al corazón con la pistola de su padre.