12
—Lo siento.
Eliza, que había estado mirando el jardín trasero desde los ventanales, se volvió y vio a Jasper, que entraba con decisión en la sala de baile de Melville House. Aunque todavía los separaban unos treinta metros, sintió su presencia con fuerza.
—Cierra la puerta —le pidió ella.
Él se detuvo en seco. La gran sala sólo estaba iluminada por la luz de la mañana, que entraba de manera indirecta por los ventanales. Lo oyó inspirar hondo antes de volverse y hacer lo que le había pedido.
Cuando el clic de la cerradura resonó en la sala, Eliza preguntó:
—¿Has dormido bien?
—No. —Jasper retomó su camino hasta los ventanales, pasando junto a los numerosos murales sin mirarlos—. Pero no es raro. Nunca duermo bien. Hay demasiadas cosas que hacer y muy pocas horas en el día.
—Yo tampoco he dormido bien.
Trató de asimilar la oleada de sensaciones que siempre la inundaba al verlo. Intercalados entre los murales con escenas campestres había largos espejos con marcos de color crema. Como resultado, la imagen de Jasper se multiplicó, igual que la reacción de ella.
—Siento lo de anoche —repitió él, abrazándola y juntando sus bocas en un beso.
Pero no había ni rastro de remordimiento en ese beso apasionado, fiero y cargado de lujuria. Jasper la animó a separar los labios y le acarició el interior de la boca con la lengua. Su sabor desató una poderosa fiebre en los sentidos de Eliza, una gran necesidad de poseerlo.
Se aferró a él con desesperación, rodeándole los hombros con los brazos. Le hundió los dedos en el pelo, agarrándoselo. Los pechos se le hincharon y se olvidó de golpe de la irritación que aún notaba de vez en cuando entre las piernas. Quería desnudarlo, besarle el torso, acariciarlo con las manos y con su cuerpo.
Él interrumpió el beso con un gruñido de frustración.
—¿Jasper?
—Ayer actué mal —dijo él, apoyando la sien contra la de ella—. Sé que no consentirás que te imponga mi voluntad.
Eliza ya no tenía ganas de hablar, pero sabía que debían hacerlo. No podían arreglarlo todo recurriendo a la pasión.
—¿Có… cómo lo sabes?
—Porque te presto atención —respondió Jasper, dando un paso atrás—. Y no se me da mal juzgar a la gente.
—Ahí juegas con ventaja. Yo no sé nada de ti, aparte de cómo te ganas la vida y que quieres casarte conmigo.
—Sabes qué aspecto tengo cuando me quito la ropa. Y qué se siente al tenerme dentro de ti.
Eliza deseaba sentirlo en su interior en ese momento. Deseaba sentir la deliciosa fricción, la sensación de plenitud, la incendiaria avalancha del clímax y la maravillosa saciedad que venía después.
Con las manos a la espalda, Eliza comenzó a caminar a su alrededor. La amplia falda verde del vestido se movía a un lado y a otro.
—Cuando estoy tranquila y serena, eso no me basta. Cuando estoy contigo, actúo de un modo que me cuesta reconocer. Sé que eres el catalizador de esos cambios en mi persona y, sin embargo, sigues siendo un enigma. Ni te imaginas el esfuerzo que me supone experimentar todo esto sin poder achacarlo a ninguna base sólida.
Jasper volvió la cabeza para no perder el contacto visual.
—Sé que parece que yo no he cambiado tanto o no he tenido que sacrificar tantas cosas como tú.
—Tú no eres el único que siente lo que pasó anoche. Yo también dije cosas de las que me arrepentí en seguida. Estaba enfadada y reaccioné sin pensar.
—Las relaciones están llenas de este tipo de situaciones. Es del todo normal.
—Pues espero que no sea lo normal en la nuestra, o no quiero seguir adelante.
Jasper separó las piernas.
—¿Qué me estás diciendo?
Deteniéndose delante de él, Eliza lo miró de la cabeza a los pies. Iba vestido con traje de montar, con unos ajustados pantalones de ante y unas botas relucientes. Los músculos de los muslos y las pantorrillas quedaban perfectamente delineados. Al cruzar los brazos como si se estuviera preparando para una confrontación, los bíceps forzaron las costuras de la chaqueta, de color gris oscuro.
Era el hombre más guapo y con más atractivo sexual que había visto nunca.
—No puedo negar lo mucho que te deseo —respondió ella con voz ronca—. Quiero meterme en tu cama ahora mismo, aunque estemos en pleno día. Te deseo tanto que estoy ardiendo por dentro.
—Eliza…
—¿Ves cómo me has cambiado? Yo antes habría sido incapaz de decir estas cosas en voz alta. Pero no me casaré contigo sólo por deseo. Si fuera así, insistiría en que nos limitáramos a ser amantes. —Volvió a dar una vuelta a su alrededor—. Si acepté tu proposición fue porque fuiste honesto conmigo. Aunque no me has contado muchas cosas de tu vida, en lo que me has dicho hasta ahora has sido sincero.
Él la agarró del brazo para obligarla a detenerse.
—Yo también estoy teniendo que hacer ajustes. Yo también he cambiado desde que estoy contigo. Nos acostumbraremos.
—No, a no ser que aprendas a contarme las cosas. Un día me dijiste que el pasado y el futuro eran irrelevantes, pero desde entonces todo ha cambiado, ya que me has pedido que una mi futuro con el tuyo. Que creemos un futuro en común. Nuestro futuro. Pero para que eso sea posible, tienes que mostrarme por qué camino discurre tu vida. No puedo seguirte a ciegas. Si no te comprometes a compartir tu vida conmigo, esta relación habrá muerto antes de nacer.
—El pasado influye en el futuro —admitió él, tragando saliva con esfuerzo—. Temo que mi pasado cambie la opinión que tienes de mí. El riesgo de que te alejes de mí es demasiado grande.
Eliza le acarició la mejilla. Cada vez que respiraba, inhalaba el amado aroma de su piel.
—¿Qué clase de vida llevaríamos si seguimos diciendo y haciendo cosas que lamentamos? Es la peor clase de falsedad. La he vivido de cerca y sé que acaba en dolor y arrepentimiento. No quiero un futuro así para ti ni para mí. No quiero que vivamos de ese modo.
Jasper le cogió la mano y le besó la palma.
—¿Te refieres a tus padres?
—Había muchos secretos entre ellos. Se enamoraron y se casaron, pero la atracción que los unía no superó la fachada tras la que se ocultaban. Discutían a menudo y se decían cosas que les hacían daño. Con el tiempo, las disculpas dejaron de ser suficiente. La grieta que los separaba era cada vez más grande. Era imposible de reparar porque, aunque se pidieran perdón, volvían a cometer el mismo error. —Eliza le acarició los firmes labios con los dedos—. Nunca fueron sinceros sobre lo que deseaban el uno del otro. Tal vez podrían haber sido felices juntos.
—En cuanto te alejaste de mí anoche, me arrepentí de haberte hablado así. Pensé en escalar la pared hasta tu dormitorio para asegurarme de que me recibirías hoy.
—¿Me habrías contado la verdad entonces?
Jasper sonrió con tristeza.
—Lo dudo. Probablemente, al verte en la cama me habría olvidado de todo.
—Qué poco te cuesta ser sincero cuando el tema no está relacionado con el pasado.
Él la atrajo hacia sí y le dio un beso en la frente. Luego se volvió, diciéndole por encima del hombro:
—Quítate las horquillas del pelo. Hablaré durante el tiempo que te lleve acabar de quitártelas todas.
—¿Qué juego es éste?
—Voy a aprender a bailar contigo. No podemos permitir que los acontecimientos se interpongan en las lecciones, por muy urgentes que éstas sean. Necesitamos un sistema para calcular el tiempo que le quitamos a la clase de baile.
—¿Y no podríamos usar tu reloj de bolsillo?
—No sería tan divertido.
Levantando los brazos, Eliza hizo lo que él había sugerido. Lentamente, se quitó una horquilla y la dejó caer al suelo.
Jasper asintió con aprobación y empezó a caminar resiguiendo la pared.
—Hay personas que no sienten ningún tipo de empatía por los demás. Son incapaces de crear o mantener conexiones emocionales y su visión del mundo se limita a su punto de vista. Para ellos no hay ningún otro.
—Mi padrastro era así. Chilcott sólo pensaba en él.
Jasper alzó la voz para compensar la creciente distancia entre ellos.
—Aparte de ese defecto, Montague tiene un apetito sexual aberrante.
Eliza, que estaba a punto de quitarse otra horquilla, se detuvo en seco.
—¿Cómo lo sabes?
—He hablado con mujeres que han tenido la mala suerte de cruzarse en su camino. Prefiere acostarse con las que oponen resistencia y disfruta causándoles dolor. Por lo que tengo entendido, si no es así, es incapaz de… funcionar en la cama.
—Que oponen resistencia… —A Eliza se le encogió el estómago al pensar en ser obligada a realizar los actos propios de la intimidad sexual con alguien cruel y despiadado—. ¿Cómo puede nadie disfrutar con algo así?
—Tal vez sea un problema hereditario. O un defecto del alma. —Se encogió de hombros—. ¿Quién sabe?
Ella bajó los brazos y se acercó a él con el pelo a punto de soltársele sobre los hombros en cualquier momento.
—¿Por qué no me lo contaste antes? ¿Cómo has podido ocultarme algo así?
—¿Cuándo querías que te lo contara?
—¡No me vengas con evasivas!
Jasper cambió de rumbo para reunirse con ella a mitad de camino. Aunque él llevaba botas y ella zapatillas de baile, los pasos de él eran más sigilosos que los de Eliza.
—Daría cualquier cosa por ahorrarte la sordidez del mundo. Sabía que eras contraria a la idea del matrimonio, lo que hacía que fuera poco probable que tuvieras que sufrir a manos del conde.
—Pero ¡si lo hubiera sabido, no habría salido con él! —Al llegar junto a Jasper, puso los brazos en jarras—: Y tú y yo no habríamos discutido.
—Tenía miedo de la reacción de Montague si se daba cuenta de que estabas al corriente de su naturaleza. ¡Tu cara es tan expresiva, Eliza! No habrías sido capaz de disimular la condena en tu mirada, y él es un hombre desesperado. Su buen nombre es lo único que le queda. No puede permitirse el lujo de perderlo, por mucho que se defendiera diciendo que eran rumores.
Aunque no le gustaban sus métodos, Eliza no se vio capaz de discutir con él sobre ese asunto. Sabía que quería protegerla por encima de todo.
—¿Crees que Montague es quien está detrás de los ataques?
—No me extrañaría. —Jasper la atrajo hacia sí doblando un dedo—. Está al borde de la ruina total. Ha vendido o perdido a las cartas todas las propiedades que no van ligadas al título y no tiene recursos económicos para mantener las que le quedan. Tiene tantas deudas que ya no le conceden créditos. Pronto no tendrá a quién acudir.
—Y a pesar de todo, te estás planteando invertir con él. —Entró en el círculo de sus brazos—. ¿Qué pretendes?
Jasper apoyó la barbilla en su cabeza.
—Arruinarlo. No puedo permitir que encuentre una solución a sus problemas. Si fingir interés me permite conseguir la información que necesito para boicotear sus planes, me parece un precio barato.
Su voz estaba tan llena de odio que a ella le costó reconocerla. Se echó hacia atrás para mirarlo.
—¿Por qué?
—Por venganza por… una amiga.
—¿Una amante?
—No. —Jasper le acarició la espalda—. Antes de ti sólo había tenido sexo. Tú has sido mi única amante.
Eliza le enderezó el nudo del pañuelo con fuerza.
—¿Y seguiré siéndolo?
—¿Me estás preguntando si te seré fiel? Por supuesto.
—¿Cómo puedes responder con tanta seguridad?
Jasper sonrió, divertido. Tenía una boca preciosa.
—¿Sospechas que es una respuesta ensayada? Y yo que pensaba que creías que siempre era honesto contigo…
Ella bajó la vista con timidez.
—La idea de que otra mujer te disfrute como te he disfrutado yo me resulta muy molesta.
—¿Molesta? —repitió él, sonriendo.
—Intolerable —se corrigió Eliza.
—Eso no podemos consentirlo. Por lo tanto, tendré que serte fiel.
No muy satisfecha con su respuesta, lo provocó:
—Seguiré tus pasos al respecto, igual que los he seguido en los demás aspectos de nuestra relación.
—Pero bueno, señorita Martin. Si no te conociera mejor, juraría que me estás amenazando.
Eliza se miró los dedos, apoyados en la blanca tela de la camisa.
—Sólo si me engañas.
Echándose a reír, él la agarró por la cintura y dio unas vueltas con ella.
—¡Jasper! —Eliza lo miró con los ojos muy abiertos. Mientras lo hacía, su expresión cambió y se ruborizó.
—Me encantas —dijo él con voz ronca.
—Tú me confundes. Y me hechizas.
—Y te excito.
—Con demasiada facilidad —admitió ella, acariciándole el pelo, incapaz de resistirse a la tentación.
—Yo te deseo hasta cuando estamos separados. ¿Puedes decir tú lo mismo?
—Sí, te deseo siempre, menos cuando estoy reprendiéndome por haber tomado una decisión tan importante con los ojos cerrados.
Dejándola en el suelo, Jasper le acarició el cabello con reverencia.
—Tu mente quiere comprender lo que sientes. Yo he renunciado a hacerlo, pero tú te resistes. Es una de las cosas que más admiro de ti. Pero te pediría que si tienes dudas o preocupaciones, las consultes directamente conmigo. Dime lo que necesitas y encontraré una manera de proporcionártelo.
Eliza creyó en su sinceridad. Le hacía sentir que era importante para él. Necesaria. Nunca antes se había sentido necesaria para nadie. Era una sensación nueva y aún le costaba asimilarla.
—Lo que necesito —replicó, cogiéndole una mano y colocándole la otra sobre el hombro— es que aprendas a bailar el vals. Quiero bailar contigo.
Jasper le puso la mano en la cintura.
—Es justo. Saber bailar siempre ha estado en tu lista de requisitos para pretendientes.
—Pero sé que con ninguno de ellos disfrutaré tanto como contigo —reconoció ella con una sonrisa—. Tienes un aura de peligro y un modo de moverte muy seductor, que encaja a la perfección con la sensualidad del vals.
La sonrisa de Jasper hizo que se le acelerara el corazón.
—Quiero encargar un vestido nuevo para ti, para que lo estrenes el día que bailemos el vals en público por primera vez. ¿Te lo pondrías?
Encantada de que quisiera hacerle un regalo, asintió. Hacía mucho tiempo que no recibía un regalo de un ser querido. Su tío no solía saber ni qué día de la semana era; era imposible que recordara las fechas especiales.
—No sé si podré esperar hasta entonces —susurró él, enderezando la espalda—. Enséñame rápido.
—Será un placer. —El tono de voz de Eliza cambió. Con frases cortas y directas, empezó a darle instrucciones—: En el vals alemán hay nueve posiciones. Y no puedes olvidarte de la regla básica en ningún momento. Debemos mantener siempre esta distancia entre nosotros.
—Estás demasiado lejos —se quejó Jasper, mirando el espacio que los separaba.
—Tonterías. Durante el vals, las parejas se alejan del grupo y se centran el uno en el otro. Es imposible un mayor grado de intimidad.
—Fuera de la cama.
Eliza reprimió una sonrisa. No debía alentar sus inclinaciones canallas, por mucho que le gustaran. Él era distinto de los demás hombres que conocía. Era un demonio, en el mejor de los sentidos.
—Con cuidado —lo reprendió Eliza, con cierta severidad—. Cuando apoyes el pie en el suelo, tienes que volver las puntas hacia fuera. —Se lo mostró—. Y debes levantar la pierna.
Ella no perdía la concentración a pesar de sus continuos comentarios provocativos. Le enseñó cada una de las posiciones y los pasos. Al principio parecía que le diera miedo moverse. Cuando Eliza se lo hizo notar, él refunfuñó:
—No quiero pisarte, maldita sea.
Pero pronto fue adquiriendo confianza. Ella respondía con facilidad a sus movimientos. Los pasos cada vez le iban saliendo de manera más natural, y colocaba los brazos con más elegancia. Cuando su postura era perfecta, Eliza lo alababa y, cuando no lo era, se burlaba de él.
A medida que fue pasando el rato, el aire a su alrededor se impregnó de su aroma a especias y bergamota. Los movimientos hacia delante y hacia atrás del baile se convirtieron en una especie de preliminares para Eliza. Los giros le calentaban los músculos, mientras que los breves instantes en que sus cuerpos entraban en contacto despertaban sus sentidos. Al notar los poderosos hombros de él flexionándose bajo sus dedos, era casi imposible no recordar lo deliciosos que eran esos hombros cuando estaba desnudo y excitado.
La respiración se le agitó.
Jasper le dirigió una enigmática sonrisa.
—Me gusta.
—¿El baile?
—Cómo me sigues al bailar. Me gusta notar que tu cuerpo se mueve como yo le ordeno que se mueva, con sólo una ligera sugerencia por mi parte.
—Te gusta tener el control.
Él se detuvo en seco. Se estaban mirando fijamente. Sus labios casi se rozaban.
—Y a ti te gusta que yo tenga el control.
—Tal vez —admitió ella, bajando la vista hasta sus labios—. Aunque mi objetivo es perder el control.
La mano de Jasper le sujetó la cintura con más fuerza.
—¿Me está haciendo proposiciones deshonestas, señorita Martin?
—Y si fuera así, ¿qué harías?
—Lo que tú quisieras.
Jasper dio un paso al lado para que sus cuerpos quedaran frente a frente, totalmente alineados. Era tan alto y fuerte que, a su lado, Eliza se sentía pequeña y delicada, aunque nunca amenazada.
—Ya sabes lo que quiero —susurró ella, ruborizándose.
—¿Un beso? —preguntó él, quitándole una horquilla que se le había quedado en el pelo—. ¿Un abrazo?
—Más.
—¿Cuánto más?
Cuando Eliza se mordió el labio inferior, Jasper le levantó la barbilla con un dedo.
—La timidez no tiene cabida entre nosotros.
—No quiero ser… demasiado atrevida.
—Cariño —la tranquilizó él con su voz suave y cálida—, ¿aún no eres consciente de lo mucho que disfruto de tu estima y tu deseo? ¿No te he dicho todavía lo mucho que me complacen, el gran placer que obtengo de ellos?
—Como si yo fuera la única mujer que te admira —contestó ella con sarcasmo.
—Eres la única mujer cuya admiración me interesa.
—¿Por qué? No tengo nada especial. Acepto que poseo algunas características agradables, pero hay cien mujeres que me superan en todas ellas.
—Pero no las combinan como tú. —Deslizó la mano por su mandíbula hasta cubrirle un pecho y observó su reacción al acariciarle el pezón con el pulgar—. Me encanta que seas hermosa e inteligente y que me desees constantemente. Eres perfecta.
El cuerpo de Eliza reaccionó instantáneamente a su hábil caricia. Los pezones se le contrajeron hasta convertirse en dos guijarros doloridos y la carne entre sus piernas le empezó a palpitar.
—Dime qué deseas —la animó él, sujetándola con fuerza por las caderas. Con dos dedos, le retorció la punta del pezón, tirando de él, pero lo hizo con tanta delicadeza que Eliza no obtuvo ningún alivio.
Se sentía encendida, sin voluntad. Como embriagada. Llevaban a solas casi una hora, prácticamente pegados. Jasper se había estado moviendo todo ese tiempo. Ver cómo lo hacía era una provocación constante. No podía evitar desearlo. Y estaba demasiado enamorada para contenerse.
—Quiero verte desnudo —murmuró.
Él hizo un sonido que a ella le recordó al ronroneo de un gato.
—¿Por qué?
Eliza lo agarró por las solapas, sin poderse reprimir.
—Quítate la chaqueta.
La sonrisa traviesa de Jasper mientras se quitaba la costosa prenda y la dejaba caer al suelo le robó el aliento.
—¿Mejor así?
—No es suficiente. —Le acarició los brazos por encima de la camisa. En el espejo que quedaba detrás de ellos disfrutó de la visión de sus nalgas y sus muslos. La vista, el olfato, el tacto… todo le resultaba estimulante.
Él miró por encima del hombro.
—Sigues sorprendiéndome muy agradablemente. ¿Quieres que cuelgue un espejo encima de la cama?
—Jasper… —Un escalofrío de placer y vergüenza la recorrió—. No me atrevería a mirar.
—Pues yo creo que no podrías apartar la vista. ¿Quieres que te lo demuestre?
Eliza se quedó inmóvil.
—¿Aquí?
—¿Crees que tu tío nos interrumpirá?
Ella negó con la cabeza.
—Pero ¿cómo? —preguntó, con la cabeza llena de imágenes, tratando de imaginarse cómo copular sin una cama.
—Tienes unos pezones preciosos —murmuró Jasper, atrayendo la atención de ella hacia su corpiño. Estaba excitada, eso era innegable—. Tan pequeños y delicados.
Cuando trató de cubrirse con las manos, él se lo impidió.
—No es justo que te tapes cuando yo no puedo hacerlo.
Siguiendo el gesto de su mano con la vista, se encontró con su descarada erección, que luchaba por abrirse camino entre sus pantalones. Se le escapó un gemido de deseo. Deseaba estar a solas con él; ver su poderoso cuerpo sobre el suyo, flexionándose, presionándose contra ella, y su largo y grueso pene hundiéndose en su interior. Aunque aún tenía alguna molestia, la atracción del orgasmo era demasiado grande como para resistirse.
Jasper se acarició descaradamente por encima de los pantalones.
—No puedo darte lo que deseas tan pronto.
—¿Por qué no? —preguntó ella, olvidándose de sus inhibiciones a causa del deseo.
—Aún estás dolorida y no llevo un condón encima.
Consciente de que a Jasper le costaba resistirse a sus deseos, se le acercó más. Con una mano lo sujetó por la nuca y con la otra le agarró posesivamente una nalga, mientras se frotaba contra él como un gato.
El pecho de él retumbó al echarse a reír, lo que estimuló aún más los pezones de Eliza.
—Descarada —le dijo al oído, antes de doblar las rodillas y apretar su erección contra el sexo hinchado de ella. Aprovechando su dureza, se frotó repetidamente justo donde Eliza más lo necesitaba.
—Sí —jadeó ella, clavándole las uñas—. Esto es lo que quiero.
Los labios de Jasper volvieron a buscarle la oreja.
—No puedes tenerlo todavía, ya te lo he dicho, pero puedo hacer que te corras. ¿Te gustaría?
—Por favor —respondió Eliza, febril.
—¿Estás lo bastante húmeda para mí?
—¡Jasper!
—Muéstramelo. —Se alejó dando un paso atrás—. Levántate las faldas y deja que te vea.
A pesar de la intensidad del deseo que sentía, le daba mucha vergüenza cumplir su petición. Una cosa era perder el control entre sus brazos y otra muy distinta estar sola y desnuda, exhibiéndose como una mujerzuela.
—No puedo.
—Te prometo que, si lo haces, recompensaré tu valor.
Eliza luchó contra años de educación y contra los recuerdos de la promiscuidad de su madre. Después de tanto tiempo creyendo que la intimidad se conseguía tras un largo período de convivencia, estaba descubriendo que también podía basarse en la confianza.
Se agarró las faldas con las manos.
—Supongo que has visto innumerables calzones antes.
A Jasper le temblaron los labios mientras luchaba por no echarse a reír.
—¿Innumerables? ¿Tan depravado crees que soy?
—Lo bastante depravado como para pedirme que haga esto.
—Es verdad —concedió él con una inclinación de cabeza—, aunque en realidad no te lo he pedido.
Eliza deseó reñirlo por ser tan arrogante, pero en ese momento su cerebro recordó algo que la distrajo. «Y muchos de esos hombres son tan hábiles en ese campo que las mujeres se olvidan de todo lo demás», había dicho Jasper el día que se conocieron.
Había conseguido que uno de esos hombres quisiera practicar sus habilidades con ella. Sería una idiota si no aprovechara la ocasión.
Antes de poder cambiar de idea, se levantó la falda del vestido.
La mirada de Jasper hizo que se le erizara el vello de la nuca.
—Qué valiente eres —la elogió.
Animada por sus palabras, se desató la cinta que le sujetaba los calzones a la cintura. La prenda, con adornos de encaje en la parte de abajo, cayó al suelo y quedó alrededor de sus tobillos.
—Eliza, dulce Eliza —murmuró Jasper. Con el pie, desplazó la chaqueta que había tirado al suelo, hasta que quedó delante de ella—. Eres más generosa de lo que merezco.
Se dejó caer de rodillas sobre la chaqueta.
Mientras observaba sus rizos de color rojo oscuro entre sus piernas, Eliza se excitó tanto que perdió el equilibrio y se tambaleó ligeramente. Él le sujetó la cadera con una mano. Con la otra, le cogió la cinturilla de los calzones y tiró de ellos para acabar de quitárselos.
Le separó las piernas y, cuando ella trató de cerrarlas, le colocó el pie donde él quiso y se lo mantuvo fijo en el suelo con fuerza. Deslizó una mano entre sus piernas, separándole los húmedos pliegues y acariciándoselos con delicadeza.
—Creo que fuiste hecha para mí —dijo con voz ronca—. Mira qué húmeda estás.
Ella movió las caderas sin poder evitarlo.
—Jasper…
Éste se inclinó hacia delante, hasta que su aliento alcanzó los rizos mojados. Eliza se tensó, expectante.
—Vamos a ver si puedes humedecerte aún más.