III

RENDICIÓN

La historia de Louise Bentley, que se convirtió en la señora de John Hardy y vivió con su marido en una casa de ladrillo de Elm Street, en Winesburg, es una historia de malentendidos.

Todavía falta mucho por hacer antes de que las mujeres como Louise sean comprendidas y puedan tener una vida llevadera. Habrá que escribir sesudos libros y las personas que convivan con ellas tendrán que pensar muy bien lo que hacen.

Nacida de una madre delicada y quebrantada por el trabajo y de un padre impulsivo, inflexible y carente de imaginación, que no veía con buenos ojos su llegada a este mundo, Louise fue, desde su más tierna infancia, una neurótica, una de esas mujeres hipersensibles que, en épocas posteriores, la industrialización arrojaría en gran número al mundo.

Pasó sus primeros años en la granja Bentley, fue una niña silenciosa y taciturna, más necesitada de amor que de ninguna otra cosa del mundo, aunque no lo conseguía. Cuando tenía quince años fue a vivir a Winesburg con la familia de Albert Hardy, que poseía un almacén dedicado a la venta de carretas y carricoches y formaba parte del consejo educativo del Ayuntamiento.

Louise fue al pueblo para asistir a clases en la escuela secundaria de Winesburg y fue a vivir a casa de los Hardy porque Albert Hardy y su padre eran amigos.

Hardy, el vendedor de carruajes de Winesburg, igual que otros miles de hombres en aquella época, era un entusiasta de la causa de la educación. Se había abierto camino en la vida sin abrir nunca un libro, pero estaba convencido de que le habría ido mucho mejor de haber tenido una educación. A todos los que pasaban por su tienda les hablaba del asunto y en su propia casa tenía a todos locos a fuerza de insistir en lo mismo una y otra vez.

Tenía dos hijas y un hijo, John Hardy, y en más de una ocasión las hijas lo habían amenazado con dejar la escuela. Por una cuestión de principios, hacían sólo lo justo en clase para evitar que las castigaran. «Odio los libros y a cualquiera a quien le gusten», declaraba apasionadamente Harriet, la más joven las dos.

En Winesburg, Louise fue tan infeliz como lo había sido en la granja. Se había pasado años soñando con la época en que podría salir al mundo y consideró su traslado a casa de los Hardy un gran paso hacia la libertad. Siempre había pensado que en el pueblo todo debía de ser alegría y vitalidad, que allí los hombres y las mujeres debían de vivir felices y libres, dando y ofreciendo su afecto y su amistad, igual que se siente la caricia del viento en las mejillas. Después del silencio y la tristeza de la vida en la casa Bentley, soñaba con trasladarse a un ambiente que fuese más acogedor y latiese de vida y realidad. Y, en casa de los Hardy, Louise podría haber conseguido parte de aquello que tanto ansiaba, de no ser por un error que cometió nada más llegar al pueblo.

Louise se atrajo la antipatía de Mary y de Harriet, las dos hijas de los Hardy, por su aplicación en los estudios. No llegó a la casa hasta el día en que empezaban las clases y desconocía por completo lo que ellas opinaban al respecto. Era tímida y durante el primer mes no hizo amistades. Cada viernes por la tarde, uno de los peones de la granja iba a Winesburg y la llevaba a casa a pasar el fin de semana, por lo que los sábados no se relacionaba con la gente del pueblo. Se sentía tan sola y avergonzada que se pasaba el día estudiando. A Mary y a Harriet les dio la impresión de que estaba tratando de dejarlas en evidencia. En su ansiedad por quedar bien con ellas, Louise respondía a todas las preguntas que hacía el profesor en clase. Saltaba arriba y abajo y los ojos le brillaban. Luego, cuando había contestado a alguna pregunta que los demás no habían sabido responder, sonreía contenta. «¿Lo veis? —Parecían decir sus ojos—, he respondido por vosotras. No tenéis de qué preocuparos. Responderé a todas las preguntas que haga falta. Mientras yo esté aquí, podéis estar tranquilas».

Por la noche, después de la cena en casa de los Hardy, Albert Hardy empezaba a alabar a Louise. Uno de los maestros le había dicho maravillas de ella y estaba encantado.

—Bueno, otra vez han vuelto a decírmelo —empezaba, mirando con dureza a sus hijas y dedicándole luego una sonrisa a Louise—. Otro de vuestros profesores me ha contado lo bien que va Louise. Todo el mundo en Winesburg me habla de lo inteligente que es. Me avergüenza que no digan lo mismo de mis propias hijas.

El comerciante se ponía en pie y daba vueltas por la habitación mientras encendía su cigarro vespertino. Las dos chicas se miraban y movían la cabeza fatigadas. Al reparar en su indiferencia, el padre se indignaba.

—Os digo que debería daros mucho que pensar —gritaba dedicándoles una mirada encendida—. Se está produciendo un gran cambio en Norteamérica y la única esperanza de las generaciones venideras radica en la instrucción. Louise es hija de un hombre rico, pero no se le caen los anillos por estudiar. Debería daros vergüenza verla.

El comerciante cogía su sombrero del perchero que había junto a la puerta y se disponía a salir para pasar la tarde fuera. Antes de salir, se daba la vuelta y volvía a dedicarles una mirada furiosa. Tan fiero era su aspecto, que Louise se asustaba y corría escaleras arriba a su habitación. Las hijas empezaban a hablar de sus cosas.

—¡Escuchadme! —Rugía el comerciante—. Sois unas perezosas. Vuestra indiferencia por la educación está afectando a vuestro carácter. Nunca seréis nada en la vida. Fijaos en lo que os digo: Louise estará siempre tan por encima de vosotras que no lograréis alcanzarla jamás.

El hombre salía de la casa furioso y temblando de ira. Iba por ahí jurando y murmurando, hasta que llegaba a la calle Mayor y se le pasaba el enfado. Se paraba a hablar del tiempo o de las cosechas con otros comerciantes o con algún granjero que hubiese ido al pueblo y se olvidaba por completo de sus hijas o, si se acordaba de ellas, se limitaba a encogerse de hombros. «¡Qué se le va a hacer!, así son las mujeres», murmuraba filosóficamente.

En la casa, cuando Louise bajaba a la habitación donde estaban las dos chicas, éstas no querían saber nada de ella. Una tarde, cuando llevaba allí más de seis semanas y estaba descorazonada por el aire de frialdad con que la saludaban, estalló en lágrimas.

—¡Deja ya de lloriquear y vuelve a tu cuarto con tus libros! —le espetó secamente Mary Hardy.

La habitación que ocupaba Louise estaba en el segundo piso de la casa de los Hardy, y su ventana daba a un jardín. Había una estufa en la habitación y todas las tardes el joven John Hardy le subía una brazada de leña y la dejaba en una caja que había junto a la pared. Al segundo mes de su llegada a la casa, Louise abandonó toda esperanza de llevarse bien con las hermanas Hardy y adoptó la costumbre de marcharse a su habitación en cuanto acababa de comer.

Empezó a acariciar la idea de hacerse amiga de John Hardy. Siempre que el joven entraba en la habitación cargado con la leña, ella fingía estar muy ocupada en sus estudios, pero lo observaba con ansiedad. Cuando dejaba la leña en la caja y se volvía para marcharse, Louise bajaba la cabeza y se ruborizaba. Trataba de entablar conversación, pero no se le ocurría nada que decir y, cuando el chico se iba, se enfadaba consigo mismo por ser tan estúpida.

La joven campesina se obsesionó con la idea de acercarse a aquel muchacho. Pensó que en él encontraría esa cualidad que toda su vida había buscado en la gente. Tenía la impresión de que entre ella y los demás había un muro y creía estar viviendo al margen de un círculo privado que debía de resultar claro y comprensible para los demás. Le obsesionaba pensar que bastaría con un acto de valentía por su parte para que sus relaciones con los demás fuesen muy distintas y que, mediante dicho acto, podría acceder a una nueva vida como cuando se abre una puerta y se entra en una habitación. Pensaba en ello día y noche, pero pese a que lo que anhelaba tan desesperadamente era muy cálido e íntimo, todavía no tenía una conexión consciente con el sexo. No se había vuelto tan definido, y si fijó su atención sobre John Hardy fue sólo porque era quien estaba más a mano y, al contrario que sus hermanas, no había sido antipático con ella.

Mary y Harriet, las dos hermanas Hardy, eran mayores que Louise. Sobre todo en determinados aspectos. Vivían como todas las jóvenes de los pueblos del Medio Oeste. En aquellos tiempos las jóvenes no asistían a las universidades del este y las ideas relativas a las clases sociales apenas habían empezado a existir. La hija de un obrero pertenecía en cierto modo a la misma clase social que la hija de un granjero o un comerciante, y no había clases ociosas. Una chica era «correcta» o «no correcta». Si era lo primero, nunca faltaba un joven que fuese a visitarla a su casa los miércoles y los domingos por la tarde. A veces, ella asistía con su joven amigo a algún baile o algún evento social en la iglesia. Otras veces lo recibía en la casa y disponía del salón para ello. Nadie se entrometía. Ambos pasaban horas encerrados tras aquellas puertas. En ocasiones, las luces se ponían a medio gas y los dos jóvenes se besaban. Las mejillas se ruborizaban y los peinados se desordenaban. Tras un año o dos, si aquel impulso se volvía lo bastante fuerte e insistente, se casaban.

Una noche, durante su primer invierno en Winesburg, Louise vivió una aventura que proporcionó nuevos ímpetus a su deseo de echar abajo el muro que, según ella, había entre ella y John Hardy. Era miércoles y, justo después de cenar, Albert Hardy se puso el sombrero y se marchó. El joven John subió con la leña y la colocó en la caja del cuarto de Louise.

—Siempre trabajando, ¿eh? —dijo con torpeza, y se fue antes de que ella pudiera decir nada.

Louise le oyó salir de la casa y sintió el loco deseo de correr tras él. Abrió la ventana, se asomó y le gritó:

—John, querido, vuelve, no te vayas.

Era una noche nublada y no pudo ver mucho en la oscuridad, pero mientras esperaba le pareció oír un suave ruidito, como si alguien anduviera de puntillas entre los árboles del jardín. Se asustó y cerró corriendo la ventana. Estuvo casi una hora paseando nerviosa y agitada por su cuarto, y, cuando la espera se le hizo insoportable, se asomó al pasillo y bajó las escaleras hasta llegar a una habitación que comunicaba con el salón.

Louise había decidido llevar a cabo aquel acto de valentía que le rondaba desde hacía semanas por la cabeza. Estaba convencida de que John Hardy se había escondido en el jardín que había al pie de su ventana y se propuso ir a buscarlo y decirle que quería tenerlo más cerca, que la estrechara entre sus brazos, que le contara sus sueños y le escuchara mientras ella le contaba los suyos. «En la oscuridad será más fácil decirle esas cosas», se dijo a sí misma mientras avanzaba a tientas por la habitación en dirección a la puerta.

Y, en ese momento, Louise reparó en que no estaba sola en la casa. En el salón, al otro lado de la puerta, se oyó la voz de un hombre que hablaba en voz baja y la puerta se abrió. Louise tuvo el tiempo justo de ocultarse en el hueco que había debajo de las escaleras antes de que Mary Hardy, acompañada de su joven pretendiente, entrara en la habitación oscura.

Louise pasó una hora escuchando sentada en el suelo. Sin decir una palabra, Mary Hardy, con la ayuda del joven que había ido a pasar la tarde con ella, le dio toda una lección sobre lo que eran los hombres y las mujeres. Louise agachó la cabeza hasta acurrucarse como una bola y se quedó muy quieta. Le pareció que, por algún extraño capricho, los dioses le habían concedido un inmenso favor a Mary Hardy y no pudo comprender sus decididas protestas.

El joven tomó a Mary Hardy entre sus brazos y la besó. Cuanto más reía y se debatía ella, más fuerte la sujetaba él. Aquel forcejeo duró casi una hora y luego volvieron al salón y Louise escapó escaleras arriba. «Espero que hayas sido discreta ahí abajo. No debemos molestar a esa rata de biblioteca», oyó que le decía Harriet a su hermana junto a la puerta de su habitación, en el pasillo de arriba.

Louise le escribió una nota a John Hardy y en plena noche, cuando todos dormían, se escabulló abajo y la deslizó por debajo de su puerta. Tenía miedo de que le faltara el valor si no lo hacía cuanto antes. En la nota trató de ser lo más clara posible respecto a lo que quería. «Quiero amar a alguien y también alguien que me quiera —escribió—. Si eres la persona indicada, quiero que vayas de noche al jardín y hagas ruido debajo de mi ventana. Me será fácil descolgarme hasta el cobertizo y reunirme contigo. No puedo pensar en otra cosa, de modo que, si vas a venir, debes hacerlo pronto».

Transcurrió mucho tiempo antes de que Louise supiera cuál sería el resultado de su osado intento de conseguir un amante. En cierto sentido seguía sin estar segura de si quería o no que fuese a verla. A veces tenía la sensación de que todo el secreto de la existencia radicaba en que te abrazasen y te besasen, pero luego cambiaba de opinión y se sentía terriblemente asustada. El ancestral deseo femenino de que la poseyeran se había adueñado de ella, pero su conocimiento de la vida era tan vago que le parecía que sólo con que John Hardy rozara su mano con la suya sería suficiente. Se preguntaba si él sabría comprenderlo. En la mesa, al día siguiente, mientras Albert Hardy peroraba y las dos chicas susurraban y reían, ella no levantó la vista de la mesa ni miró a John y escapó en cuanto pudo. Por la tarde, salió de la casa hasta que estuvo segura de que él habría llevado la leña a su cuarto y de que se habría ido. Cuando, después de varias noches escuchando, no oyó ningún ruido en la oscuridad del jardín, creyó enloquecer de dolor y llegó a la conclusión de que nunca podría saltar el muro que la separaba del disfrute de la vida.

Y luego, un lunes por la noche, dos o tres semanas después de que escribiera la nota, John Hardy fue a buscarla. Louise había desesperado hasta tal punto de que fuese a verla que no oyó que la llamaban desde el jardín. La noche del viernes anterior, mientras regresaba a la granja en compañía de uno de los peones para pasar allí el fin de semana, había hecho por impulso algo que la había sorprendido mucho, y mientras John esperaba en la oscuridad y la llamaba con insistencia, ella daba vueltas por la habitación preguntándose qué nuevo impulso la había empujado a cometer un acto tan ridículo.

El peón de la granja, un joven de cabello negro y rizado, había pasado a recogerla un poco tarde ese viernes y ya había oscurecido. Louise, que no podía dejar de pensar en John Hardy, trató de entablar conversación, pero el campesino estaba avergonzado y no decía nada. A su memoria acudió la soledad en que había transcurrido su infancia y recordó con una punzada de dolor la soledad que se había abatido ahora sobre ella.

—Odio a todo el mundo —exclamó de pronto, y luego soltó una diatriba que asustó a su acompañante—. Odio a mi padre y también al viejo Hardy —afirmó con vehemencia—. Y también la escuela donde estudio.

Louise asustó al peón todavía más al volverse y apoyar la mejilla en su hombro. Tenía la vaga esperanza de que hiciera como el joven que había estado con Mary en la oscuridad y la tomara entre sus brazos y la besara, pero el campesino estaba muy asustado. Acicateó al caballo con el látigo y se puso a silbar.

—Que mal está el camino, ¿eh? —dijo en voz alta. Louise se enfadó tanto que le quitó el sombrero de la cabeza y lo tiró a la cuneta. Cuando el hombre se apeó para recogerlo, ella se marchó y dejó que recorriera a pie todo el camino hasta la granja.

Louise Bentley tomó a John Hardy como amante. No era lo que ella pretendía, pero fue lo que interpretó el joven al leer su carta, y ella estaba tan ansiosa por conseguir algo más, que no opuso resistencia. Cuando, pasados unos meses, los dos temieron que pudiera estar encinta, fueron una tarde a la capital y se casaron. Vivieron unos meses en casa de los Hardy y luego se instalaron en una casa propia. El primer año, Louise se esforzó en hacer comprender a su marido el ansia vaga e intangible que le había impulsado a escribir la nota y que todavía seguía sin satisfacer. Una y otra vez, se deslizó entre sus brazos y trató de hablarle de ello, pero siempre sin éxito. Dominado por sus propias ideas acerca del amor entre los hombres y las mujeres, él no le prestaba atención y empezaba a besarla en los labios. Eso la dejaba tan confundida que al final dejó de apetecerle que la besara. Ella misma no sabía a ciencia cierta lo que quería.

Cuando descubrieron que el susto que les había impulsado a casarse no tenía ningún fundamento, ella se enfadó mucho y dijo cosas amargas e hirientes. Luego, cuando nació su hijo David, no pudo criarlo y no sabía si lo quería o no. A veces se pasaba el día entero paseando por la habitación y, de vez en cuando, se acercaba a acariciarlo con mucha ternura, y en cambio otros días no quería saber nada ni acercarse a aquel diminuto ser humano que había llegado a su casa. Cuando John Hardy le reprochaba su crueldad, ella se reía.

—Es un niño y de todos modos conseguirá lo que se proponga —respondía con aspereza—. Si hubiese sido una niña, habría hecho cualquier cosa por ella.