II

David Hardy, de Winesburg, Ohio, era el nieto de Jesse Bentley, el propietario de la granja Bentley. Cuando tenía doce años, lo llevaron a vivir a la vieja granja Bentley. Su madre, Louise Bentley, la niña que llegó al mundo la noche que Jesse echó a correr por los campos clamando a Dios para que le concediera un hijo, había crecido en la granja y se había casado con el joven John Hardy de Winesburg, que se hizo banquero. Louise y su marido no eran felices y todos coincidían en que la culpable era ella. Era una mujer pequeña, de ojos grises y penetrantes y cabello negro. Desde la niñez había tenido propensión a sufrir arrebatos de furia y, cuando no estaba enfadada, era esquiva y silenciosa. En Winesburg se decía que bebía. Su marido, el banquero, que era un hombre cauto y astuto, se esforzó por hacerla feliz. Cuando empezó a ganar dinero, le compró una gran casa de ladrillo en Elm Street, en Winesburg, y fue el primer hombre del pueblo que tuvo un cochero para conducir el carruaje de su mujer.

Pero hacer feliz a Louise era una tarea imposible. Sufría incontrolables ataques de ira durante los cuales se volvía taciturna o se ponía agresiva y desafiante. Blasfemaba y gritaba furiosa. Cogía un cuchillo de la cocina y amenazaba con matar a su marido. Una vez le pegó fuego a la casa, y con frecuencia se recluía días enteros en su habitación y se negaba a ver a nadie. Su vida transcurría casi como la de una prisionera y dio pie a toda suerte de habladurías. Se decía que consumía drogas y que se escondía de la gente porque pasaba tanto tiempo borracha que era imposible disimular su estado. A veces, las tardes de verano, salía de la casa y subía a su carruaje. Despedía al cochero, empuñaba ella misma las riendas y salía a toda velocidad por las calles. Si algún peatón se cruzaba en su camino, ella no se apartaba y el asustado ciudadano tenía que escapar como mejor pudiera. La gente del pueblo tenía la impresión de que quería atropellarlos. Después de recorrer varias calles rozando las esquinas y fustigando a los caballos con el látigo, se dirigía al campo. En los caminos, lejos de las casas del pueblo, ponía los caballos al paso hasta que cedía aquel humor impulsivo y alocado. Se quedaba pensativa y murmuraba para sí. A veces se le llenaban los ojos de lágrimas y, cuando volvía al pueblo, recorría de nuevo a toda velocidad las calles tranquilas. De no ser por la influencia de su marido y por el respeto que éste inspiraba a todo el mundo, el policía del pueblo la habría arrestado más de una vez.

El joven David Hardy creció en la casa junto a aquella mujer y, como cualquiera puede imaginar, la suya no fue una infancia muy alegre. Era demasiado joven para opinar de los demás por cuenta propia, pero a veces le resultaba difícil no formarse opiniones muy claras sobre su madre. David fue siempre un muchacho callado y cabal y durante mucho tiempo la gente de Winesburg pensó que era un poco obtuso. Tenía los ojos castaños y de niño adquirió la costumbre de mirar largo rato las cosas y a las personas como si no viera nada en realidad. Cuando oía hablar mal de su madre o cuando ella regañaba a su padre, se asustaba y corría a esconderse. A veces no encontraba dónde hacerlo y eso lo dejaba muy confundido. Volvía la cara hacia un árbol, o hacia la pared si estaba dentro de casa, cerraba los ojos y trataba de no pensar en nada. Tenía la costumbre de hablar solo en voz alta y desde muy pronto lo dominó una callada tristeza.

Siempre que David iba a la granja Bentley a visitar a su abuelo, se sentía feliz y contento. A menudo deseaba no tener que regresar al pueblo y una vez que volvió de la granja tras una larga visita ocurrió algo que tuvo un efecto muy duradero en su imaginación.

David volvió al pueblo en compañía de uno de los jornaleros. El hombre tenía prisa por atender sus propios asuntos y dejó al chico al principio de la calle donde estaba la casa de los Hardy. Era una tarde de otoño, empezaba a atardecer y el cielo estaba cubierto de nubes. Algo le sucedió a David. No soportaba la idea de entrar en la casa donde vivían su padre y su madre, y sintió el impulso de escaparse. Su intención era volver a la granja con su abuelo, pero se perdió y pasó horas vagando lloroso y asustado por los caminos. Empezó a llover y los relámpagos iluminaron el cielo. La imaginación del muchacho se exaltó y creyó ver y oír cosas extrañas en la oscuridad. Tuvo la impresión de estar andando y corriendo por algún terrible vacío donde nadie había estado nunca antes. La oscuridad que lo rodeaba le pareció ilimitada. El sonido del viento silbando entre los árboles era aterrador. Cuando un grupo de caballos se acercó al camino donde él estaba, se asustó y saltó una cerca. Corrió por un campo hasta llegar a otro camino donde se hincó de rodillas y tanteó el suelo con los dedos. De no ser por su abuelo, a quien temió no poder encontrar jamás en aquella oscuridad, pensó que el mundo debía de estar vacío. Cuando un granjero que volvía del pueblo oyó sus gritos y lo llevó a casa de su padre, estaba tan cansado y alterado que no supo lo que pasaba.

El padre de David se enteró por casualidad de que se había perdido. Se topó con el peón de la granja por la calle y supo que su hijo había llegado. Cuando vieron que el chico no estaba en casa, dieron la alarma y John Hardy salió a buscarlo al campo, acompañado de varios hombres del pueblo. El rumor de que David había sido secuestrado corrió por las calles de Winesburg. Cuando llegó a casa, todas las luces estaban apagadas, pero su madre salió y lo estrechó ansiosamente entre sus brazos. David pensó que se había transformado de pronto en otra mujer. Apenas podía creer que hubiese ocurrido algo tan maravilloso. Louise Hardy bañó su fatigado cuerpo y le preparó la cena con sus propias manos. No lo dejó acostarse, sino que, después de ponerle la camisa de dormir, apagó las luces y se sentó en una silla a abrazarlo. La mujer pasó una hora en la oscuridad abrazando a su hijo. Todo ese rato estuvo hablando en voz baja. David no comprendía qué era lo que la había cambiado. Su rostro, habitualmente disgustado, se había convertido en la cosa más tranquila y encantadora que había visto nunca. Cuando se echó a llorar, ella lo apretó más y más. Su voz siguió hablando y hablando. Ya no era áspera y chillona, como cuando le hablaba a su marido, sino suave como la lluvia que cae sobre los árboles. Luego empezaron a llamar hombres a la puerta para decirle que no lo habían encontrado, pero ella lo instó a ocultarse y guardar silencio hasta que se hubiesen ido. El niño pensó que debía de tratarse de un juego que su madre y los hombres del pueblo estaban jugando con él y rompió a reír de alegría. De pronto pensó que haberse perdido y asustado en la oscuridad carecía de importancia. Decidió que no le importaría pasar mil veces por aquella aterradora experiencia con tal de encontrar al final del camino a un ser tan maravilloso como aquel en el que de pronto se había convertido su madre.

Durante los últimos años de su infancia, el joven David vio muy poco a su madre, que llegó a convertirse tan sólo en una mujer con la que había vivido. Sin embargo, no lograba quitarse su imagen de la cabeza y, a medida que se fue haciendo mayor, se volvió más definida. Cuando tenía doce años, se fue a vivir a la granja Bentley. El viejo Jesse se presentó en el pueblo y exigió que le dejasen hacerse cargo del chico. El anciano estaba decidido a salirse con la suya. Habló con John Hardy en su despacho del Winesburg Savings Bank y luego fueron los dos a la casa de Elm Street para hablar con Louise. Ambos pensaban que organizaría un escándalo, pero se equivocaban. Los recibió muy tranquila y, después de que Jesse le explicara lo que le había llevado allí y se extendiera un rato sobre las ventajas de que el crío creciera al aire libre en el ambiente tranquilo de la vieja granja, movió la cabeza con aprobación.

—Es un ambiente que no está corrompido por mi presencia —dijo con sequedad. La estremeció un escalofrío, como si estuviese a punto de sufrir uno de sus ataques de cólera—. Es un lugar para un niño, aunque nunca fue sitio para mí —prosiguió—. Usted nunca me quiso allí y por supuesto el aire de su casa no me sentó bien. Era como si me envenenase la sangre, pero con él será diferente.

Louise dio media vuelta, salió de la habitación y dejó a los dos hombres sumidos en un silencio embarazoso. Luego, como hacía con frecuencia, pasó varios días sin salir de su habitación. Ni siquiera asomó cuando empaquetaron las cosas del niño y se lo llevaron. La pérdida de su hijo supuso un brusco cambio en su vida y a partir de entonces pareció menos dispuesta a discutir con su marido. John Hardy decidió que las cosas habían salido muy bien después de todo.

Y así el joven David fue a vivir con Jesse a la granja Bentley. Dos hermanas del anciano granjero seguían con vida y habitaban todavía en la casa. Ambas temían a Jesse y rara vez hablaban cuando él estaba presente. Una de las mujeres, que de joven había sido famosa por su mata de pelo rojo, tenía instintos maternales y tomó al niño a su cuidado. Todas las noches, cuando se metía en la cama, ella iba a su habitación y se sentaba en el suelo hasta que se quedaba dormido. Cuando se adormilaba, ella cobraba ánimos y le susurraba cosas que luego el niño creía haber soñado.

Su voz dulce y suave le murmuraba nombres cariñosos y él soñaba que su madre había ido a verlo y había cambiado tanto que ahora era siempre igual que en aquella ocasión en que se escapó de casa. David también se volvía más osado y le acariciaba la cara a la mujer que estaba sentada en el suelo de un modo que la sumía en un éxtasis de felicidad. Todo el mundo en la vieja casa se alegró mucho con la llegada del muchacho. Aquella rudeza característica de Jesse Bentley, que tenía sojuzgados y acobardados a todos los de la casa, y que la presencia de Louise no había logrado aplacar, desapareció aparentemente con la llegada del chico. Era como si Dios se hubiese apiadado de él y le hubiese enviado un hijo.

El hombre que se había proclamado el único siervo verdadero de Dios en todo el valle del arroyo Wine y que le había pedido al Señor que le enviase una señal de aprobación concediéndole un hijo nacido del seno de Katherine, empezó a pensar que por fin sus plegarias habían sido escuchadas. A pesar de que en esa época tenía sólo cincuenta y cinco años, aparentaba casi setenta y estaba exhausto de tanto pensar y maquinar. Sus esfuerzos por extender sus dominios habían tenido éxito y quedaban muy pocas granjas en el valle que no le pertenecieran, pero hasta la llegada de David fue un hombre amargado y decepcionado.

Había dos influencias en la vida de Jesse Bentley y su imaginación había sido siempre el campo de batalla para ambas. En primer lugar estaba su vieja vocación. Quería ser un hombre de Dios y ponerse al frente de los hombres de Dios. Sus paseos nocturnos por los campos y los bosques lo habían acercado a la naturaleza y había fuerzas en aquel hombre apasionadamente religioso que conectaban con las fuerzas naturales. La decepción que había sufrido cuando Katherine dio a luz una hija en lugar de un hijo se había abatido sobre él como un golpe propinado por una mano invisible y aquel golpe había disminuido en parte su orgullo. Seguía creyendo que Dios podría manifestarse en cualquier momento mediante las nubes o el viento, pero ya no exigía que lo hiciera, ahora rezaba por ello. En ocasiones lo acometían las dudas y pensaba que Dios había abandonado el mundo a su suerte. Lamentaba que su destino no hubiese sido vivir en unos tiempos más sencillos y amables en los que, al ver la señal de una nube extraña en el cielo, los hombres abandonaban sus casas y sus tierras para internarse en el desierto y engendrar nuevas razas. Mientras trabajaba noche y día para hacer que sus granjas fuesen más productivas y conseguir nuevas tierras, lamentaba no poder dedicar aquella energía inagotable a la construcción de templos, a la aniquilación de los infieles y a glorificar el nombre de Dios sobre la tierra.

Eso es lo que ansiaba hacer Jesse, aunque también anhelaba otra cosa. Había llegado a la madurez en Norteamérica, en los años posteriores a la Guerra Civil y, como a todos los hombres de su tiempo, le habían afectado las poderosas influencias que obraron sobre el país en los años en que nació el industrialismo moderno. Empezó a comprar máquinas que le permitieran hacer el trabajo de las granjas sin tener que contratar a tantos hombres y en ocasiones pensaba que, si hubiese sido más joven, habría abandonado la granja y habría fundado una fábrica en Winesburg para construir maquinaria. Jesse adquirió la costumbre de leer periódicos y revistas. Inventó una máquina para construir cercas de alambre de espino. Poco a poco, se fue dando cuenta de que la atmósfera de los viejos tiempos y lugares que siempre había cultivado en su imaginación era ajena y distinta del modo en que pensaban otros. El inicio de la era más materialista de la historia, en la que se librarían guerras sin patriotismo y los hombres olvidarían a Dios y prestarían sólo atención a los cánones morales, en la que la voluntad de poder reemplazaría a la voluntad de servir y la belleza sería olvidada en la terrible carrera de la humanidad por adquirir posesiones, ejerció su influencia en Jesse, el hombre de Dios, igual que en sus semejantes. Su faceta más codiciosa lo impulsaba a hacer dinero de un modo más rápido del que permitía el cultivo de las tierras. Más de una vez fue a Winesburg a hablar del asunto con su yerno.

—Tú eres banquero, y dispondrás de oportunidades que yo nunca tuve —decía con los ojos encendidos—. No paro de pensarlo. En este país se van a hacer grandes cosas y se podrá ganar más dinero del que jamás soñé. No malgastes la ocasión. Ojalá fuese más joven y tuviese tus oportunidades.

Jesse Bentley iba y venía por el despacho del banquero y se exaltaba a medida que hablaba. En cierta ocasión, había sufrido un ataque de parálisis que le había dejado debilitado el lado izquierdo. Mientras hablaba, guiñaba el ojo izquierdo. Luego, de regreso a casa, cuando se hacía de noche y aparecían las estrellas, se le hacía difícil recuperar la vieja sensación de que había un Dios cercano y personal que vivía en el cielo y que en cualquier momento podría extender la mano, tocarle en el hombro y escogerlo para realizar alguna heroica tarea. Jesse estaba obsesionado con lo que leía en los periódicos y las revistas, con las fortunas que hombres astutos amasaban casi sin esfuerzo a base de comprar y vender. La llegada de David le ayudó a recuperar su antigua fe con fuerzas renovadas y a tener la impresión de que Dios había vuelto por fin su mirada hacia él.

En cuanto al muchacho, la vida empezó a revelársele de mil maneras nuevas y deleitosas. La amabilidad que le mostraban todos lo volvió más expansivo y perdió aquel modo de ser entre tímido y apocado que había tenido cuando vivía con su familia. Por la noche, cuando se iba a la cama tras un largo día de aventuras en los establos, en los campos o yendo de granja en granja con su abuelo, quería besar a todos los de la casa. Si Shirley Bentley, la mujer que iba cada noche a sentarse en el suelo a su lado, no aparecía enseguida, se asomaba desde lo alto de la escalera y la llamaba a gritos, su voz infantil resonaba por los estrechos pasillos donde tanto tiempo había imperado una tradición de silencio. Por la mañana, cuando se despertaba y se quedaba en la cama, los sonidos que le llegaban a través de los cristales lo llenaban de alegría. Pensaba con un escalofrío en la vida en la casa de Winesburg y en la voz irritada de su madre, que siempre le hacía temblar. Allí, en el campo, todo eran sonidos agradables. Cuando despertaba al amanecer, despertaba también el corral que había junto al granero de detrás de la casa. Se oía a los habitantes de la granja que iban de acá para allá. Eliza Stoughton, la chica retrasada, se reía ruidosamente porque uno de los hombres le hacía cosquillas, las reses del establo respondían a una vaca que mugía en algún campo lejano y uno de los peones hablaba con aspereza al caballo al que estaba almohazando junto a la puerta del establo. David se levantaba de un salto de la cama y corría a la ventana. Todo aquel bullicio excitaba su imaginación, y se preguntaba qué estaría haciendo su madre en el pueblo.

Desde las ventanas de su habitación no se veía el corral donde se habían reunido todos los peones para hacer las tareas matutinas, pero se oían las voces de los hombres y el relinchar de los caballos. Cuando uno de los hombres se reía, él también lo hacía. Asomado a la ventana, contemplaba un pequeño huerto por donde merodeaba una enorme cerda con una camada de cerditos que corrían tras sus talones. Cada mañana contaba los cerdos. «Cuatro, cinco, seis, siete», decía muy despacio, mojándose el dedo y haciendo marcas verticales en el alféizar de la ventana. David corría a ponerse los pantalones y la camisa. Lo dominaba un deseo febril de estar al aire libre. Cada mañana hacía tanto ruido al bajar por las escaleras, que la tía Callie, el ama de llaves, afirmaba que iba a echar la casa abajo. Cruzaba la vieja casa, cerrando las puertas de un portazo, salía al corral y miraba en torno suyo lleno de sorpresa y expectación. Le daba la impresión de que en un lugar así debían de haber ocurrido cosas tremendas durante la noche. Los peones lo miraban y se reían. Henry Strader, un anciano que llevaba en la granja desde que Jesse la heredó, y a quien antes de que llegara David nadie había oído hacer una broma, repetía todas las mañanas el mismo chiste. A David le hacía tanta gracia que daba palmas y se reía carcajadas. «Ven a ver —gritaba el anciano—, la yegua blanca del abuelo Jesse se ha roto el calcetín negro de la pata».

Todos los días del verano, Jesse Bentley visitaba sus granjas del valle del arroyo Wine, y su nieto le acompañaba. Viajaban en un faetón cómodo y anticuado tirado por un caballo blanco. El anciano se rascaba la barba rala y cana y hablaba para sí de sus planes para incrementar la productividad de los campos por donde pasaban y del papel que desempeñaba Dios en los planes de los hombres. A veces miraba a David, sonreía beatíficamente y luego parecía olvidarse de la existencia del muchacho. Cada vez más sus pensamientos volvían a los sueños que habían poblado su imaginación cuando abandonó la ciudad para instalarse en el campo. Una tarde sorprendió a David al dejarse dominar totalmente por sus sueños. En presencia del niño, llevó a cabo una ceremonia que causó un incidente y a punto estuvo de destruir la camaradería que estaba formándose entre ellos.

Jesse y su nieto estaban atravesando un rincón apartado del valle a varios kilómetros de la granja. El bosque llegaba hasta el borde mismo del camino, y el arroyo Wine serpenteaba entre los árboles para ir al encuentro de un río lejano. Jesse había estado muy pensativo y de pronto empezó a hablar. Recordó la noche en que le había asustado la idea de que un gigante pudiera robarle y saquear sus posesiones e, igual que aquella noche corrió por los campos clamando por un hijo, esta vez se exaltó hasta el borde mismo de la locura. Detuvo el caballo, se apeó del carricoche y pidió a David que se bajara también. Los dos saltaron una cerca y anduvieron a lo largo de la orilla del arroyo. El niño no prestó atención a los murmullos de su abuelo, sino que corrió a su lado preguntándose qué ocurriría después. Cuando levantaron a un conejo, que salió corriendo entre los árboles, el chico aplaudió y dio saltos de alegría. Miró hacia la copa de los árboles y lamentó no ser un animalillo capaz de trepar a lo alto sin asustarse. Agachándose, cogió una piedrecita y la arrojó por encima de la cabeza de su abuelo contra unos arbustos.

—Despierta, animalito. Trepa a lo alto de los árboles —gritó con voz chillona.

Jesse Bentley siguió andando bajo los árboles con la cabeza gacha y el cerebro en ebullición. Su seriedad impresionó al muchacho, que se quedó en silencio un poco alarmado. Al anciano se le había ocurrido que ahora podría obtener una señal divina, que la presencia del niño y el hombre arrodillados en algún lugar solitario del bosque haría que el milagro que estaba esperando fuese casi inevitable.

—En un lugar como éste, fue donde el otro David cuidaba del ganado cuando su padre llegó y le ordenó que fuese a ayudar a Saúl —murmuró.

Cogió al muchacho con cierta brusquedad por el hombro, pasó por encima de un tronco caído y, al llegar a un claro del bosque, se hincó de rodillas y se puso a rezar en voz alta.

Un terror como el que no había sentido nunca se adueñó de David. Acurrucado detrás de un árbol, observó al hombre en el suelo y empezaron a temblarle las rodillas. Tuvo la impresión de estar en presencia no de su abuelo, sino de una persona distinta que podría hacerle daño, alguien que no era bondadoso, sino peligroso y brutal. Empezó a llorar y cogió un palo pequeño del suelo. Cuando Jesse Bentley, absorbido por su idea, se levantó de pronto y avanzó hacia él, su terror creció de tal modo que todo su cuerpo se estremeció. En los bosques reinaba un inmenso silencio y de repente se oyó la voz áspera e insistente del anciano. Cogió al niño del hombro, volvió la cara hacia el cielo y gritó. Todo su lado izquierdo estaba contraído y la mano que tenía sobre el hombro del chico también se contrajo.

—Señor, hazme una señal —gritó—. Heme aquí con el niño David. Desciende de los cielos y dame a conocer tu presencia.

Con un grito de terror, David se volvió y, liberándose de las manos que lo sujetaban, echó a correr por el bosque. No creía que el hombre que había vuelto el rostro hacia lo alto y gritado con voz áspera al cielo fuese su abuelo. Aquel hombre no se parecía en nada a su abuelo. Lo dominó la convicción de que había ocurrido algo extraño y terrible y de que, por alguna especie de milagro, una persona distinta y peligrosa se había metido en el cuerpo del bondadoso anciano. Corrió y corrió por la pendiente sin dejar de llorar. Cuando tropezó con las raíces de un árbol y se golpeó la cabeza al caer, se levantó y trató de seguir huyendo. Le dolía tanto la cabeza que acabó desmayándose y, hasta que despertó en el carricoche donde lo había llevado Jesse, y vio al anciano acariciándole la cabeza con ternura, no se le quitó el miedo del cuerpo.

—Vámonos de aquí, en el bosque hay un hombre horrible —dijo muy serio mientras Jesse miraba hacia los árboles y volvía a clamar a Dios.

—¿Qué es lo que he hecho que repruebas de este modo? —susurró, y repitió sus palabras una y otra vez, mientras iban a toda prisa por el camino y apoyaba tiernamente la cabeza ensangrentada del niño contra su hombro.