—¿Eh? ¿Una carta?

—Sí, una carta con quejas que piensan enviar a Roma. Incluso es posible que ya la hayan enviado.

—Bueno, ¿y qué? ¡Que se quejen a quien quieran! ¡Como si llegan al mismísimo emperador! ¿Te crees que Decio les hará más caso que a mí? ¿No saben acaso de mi amistad personal con el emperador?

—Ten cuidado —insistió—. Es lo único que te digo.

Se me llenó de bilis la garganta y salí enfurecido del despacho del procónsul. Me indignaba que pudieran está tramando una maniobra sucia a mis espaldas y, sobre todo, lo de esa carta me sacó de quicio. No es que tuviera miedo a Roma, pues sabía que mi relación con Decio y Herenio me hacía invulnerable, pero no podía soportar que llegase una queja sobre mí a empañar mi carrera militar. Así que, dejándome llevar por la ira, me encaminé decidido hacia la magistratura.

Encontré a Larcius Surio en la escalinata del Foro y me saludó huraño.

—Sólo vengo a comunicarte una cosa, Larcius —le dije secamente—. Me importan un cuerno tus líos y tus sucias maniobras intrigantes; pero no consentiré que metas tus asquerosas narices en mi vida. Como llegue a enterarme de que una sola palabra tuya sobre mí va a Roma, tendrás que vértelas conmigo.

—¿Me estás amenazando? —preguntó adusto.

—Sí —contesté rotundo.

—Muy bien —dijo con una media sonrisa—, todos estos funcionarios han presenciado esta escenita y son testigos.

Miré a un lado y a otro. Sus habituales colaboradores estaban ahí; los mismos que tanto ahínco habían puesto para que se cumpliera el edicto, decretando los crueles castigos que se sucedieron durante semanas en el Pretorio. La soberbia de Larcius colmó

mi paciencia. Se creía el dueño de Cartago y muchos le alimentaban esa altiva actitud. En tres saltos me puse a su altura y le agarré por la pechera. Clavé mis encendidos ojos en él y le aseguré:

—Te he hablado en serio. Puedo acabar contigo sin pensármelo dos veces. ¡Ya lo sabes! Varios guardias corrieron hacia nosotros pero no se atrevieron a intervenir. Fue un momento muy tenso. El magistrado estaba aterrorizado y se cubrió el rostro con las manos, creyendo que iba a golpearle. Pero me di cuenta de que había ido demasiado lejos y le solté. Descendí los escalones procurando serenarme y salir de allí cuanto antes.

—¡Quién se ha creído que es éste! —oí decir a mis espaldas a alguno de los presentes.

—Un seguidor de Cipriano —dijo otro—. ¡Eso es lo que es!

—¡Lo habéis visto! —aullaba Larcius Surio—. ¡Todos lo habéis visto! ¡Con vuestros propios

ojos!

55

Cuando el otoño estaba muy avanzado y el año tocaba a su fin, la tensión en Cartago pareció cesar definitivamente. El edicto de Decio perdió su fuerza y muchos cristianos retornaron a sus ocupaciones y a su vida de antes. También Cipriano estuvo a punto de abandonar su exilio para regresar a las actividades de su Iglesia, pero Tertullus le convenció

de que aún no era conveniente. Si no hubiera sido porque Larcius Surio se encargaba de vez en cuando de remover a sus partidarios, el problema religioso se habría olvidado en poco tiempo. Y, por mi parte, creí oportuno incorporarme definitivamente a mi puesto y me traje a mi familia a nuestra casa de la ciudad, donde vivimos durante unos meses sin más preocupaciones que alimentar a la pequeña Felicitas y verla crecer. Aunque todavía tuve que soportar el rumor de que algunos magistrados estuvieron buscando la manera de implicarme en un pleito a causa de mi intempestiva actuación en la escalinata del Foro en octubre.

Antes de la primavera llegaron noticias de Roma. El emperador Decio y el augusto Herenio habían partido hacia las provincias danubianas para conducir a las legiones. Los godos, una vez más, invadían las regiones del Imperio y la guerra prometía ser más feroz que en ocasiones anteriores. Al parecer, la cosa venía de atrás. El rey Cniva una vez más había conseguido unir a gretungios y tervingios para invadir Mesia, aprovechando la guerra civil provocada por la caída de Filipo y la exaltación de Decio. Me tranquilizó saber que el propio emperador iba al frente de las tropas, lo cual suponía que se les iba a presentar batalla sin contemplaciones, que era la única manera de detener a las hordas bárbaras. Pues yo sabía bien que Decio no incurríría en los errores de los tiempos anteriores, como dar donativos a los jefes godos o incorporarlos al ejército romano, concediéndoles tierras y ciudades para su defensa. Todo lo que se dejaba a los bárbaros terminaba perdiéndose definitivamente.

Me analicé a mí mismo y me sorprendí al descubrir lo poco que en el fondo me importaban ahora esas guerras. Las veía lejanas, irreales casi. Era como si aquel mundo ya no fuera conmigo, a pesar de lo bien que lo conocía y de haber pertenecido a una parte de mi vida. No sólo mi cuerpo; mi alma estaba ahora en otro sitio. Eso me hizo darme cuenta de que algo en mí empezaba a alejarse de mi condición de militar. La tranquilidad del África proconsular y las escasas ocasiones que había tenido en dos años de acercarme al combate me enfrentaron a una pregunta: ¿Era esto lo que yo quería ser en este momento o sólo me dejaba llevar por la corriente? Se lo planteé a Fidelia y, con la mayor naturalidad, me sugirió:

—Licénciate. Deja el ejército. ¿Por qué tienes que hacer algo que no sientes?

—Soy aún muy joven —contesté.

—¿Y qué? Mejor para ti. Dedícate al comercio, a los negocios o a criar ganados...

—¡Ah, ja, ja, ja...! —reí—. ¿Me ves a mí engordando la barriga dedicado a hacer tratos?

—Me contaste que tu padre se retiró muy joven del ejército —me recordó—, y que se instaló como emérito en tu ciudad de origen para criar caballos. ¿No te parece eso una buena idea?

Fue como una sacudida, como si un vértigo repentino me turbara al asomarme al abismo del pasado. Supongo que es la sensación que embarga a todo hombre cuando de golpe se hace consciente de que ha alcanzado la edad de su padre, pues en ese momento reparé en que cuando nací mi padre tenía los mismos años que yo entonces. Intentaba no pensar en ello, pero después de aquella conversación era como si me acompañara constantemente una voz en mi interior que decía: «Es el momento de regresar.» Luché contra este sentimiento, hasta que un día me di cuenta de que el deseo de volver a mi tierra empezaba a ser más fuerte que yo.

Una mañana de principios de primavera, desperté más tarde que de ordinario. El sol estaba ya bastante alto y entraba en finos hilos de dorada luz por los agujeros de la persiana de esparto que tapaba la ventana de mi dormitorio. Afuera, un pájaro se desgañitaba parado en alguna cornisa. Salí al jardín y encontré a Fidelia muy concentrada, ocupándose de retirar florecillas de los jazmines. Me acerqué a ella por detrás y la abracé. Dio un pequeño respingo y dijo:

—No quería despertarte. ¿Has visto qué mañana tan maravillosa?

—Tendrías que ver salir el sol en Lusitania —contesté—. Los bosques se tornan dorados y el rocío brilla como un mar de perlas sobre la hierba. ¡Mi tierra es la más bella del mundo al amanecer!

Supuse que no sabía qué decirme, hasta que se me acercó más y murmuró

quedamente:

—Eso es maravilloso. ¿Y al atardecer?

—Es como el mismo paraíso —respondí emocionado—. Porque el astro se pierde precisamente en los horizontes de Lusitania y, después de haber bañado esas tierras, que son las últimas, se hunde en el mar Atlántico, gozoso de haber iluminado el orbe. El cielo allí es el más limpio, porque el viento de occidente viene puro desde el fin del mundo.

—¿El fin del mundo? —repitió.

—Sí, sí. Más allá de Lusitania no hay sino el océano.

—¿Y más allá del océano?

—Sólo Dios lo sabe.

—Aquello, entonces, estará más cerca de Dios...

—¿Vendrás conmigo a Lusitania? —le pregunté en un susurro.

—Iría contigo al fin del mundo —asintió rotunda, sonriente.

—Lo digo en serio —insistí—. Estoy hablando de marcharnos a mi tierra.

—Yo también lo he dicho en serio —contestó con un mohín de complicidad—. ¿No has dicho que Lusitania es el fin del mundo?

Me sentí conmovido y complacido, pues no esperaba aquella reacción tan inmediata de asentimiento por parte de Fidelia. Había supuesto que tendría que convencerla. Al fin y al cabo, África era su patria y todo lo que poseíamos estaba allí. Ella permanecía quieta observándome. Creo recordar que se me escapó alguna lágrima.

—En verano Felicitas cumplirá un año —observó seria—. Con esa edad, creo que podría soportar un viaje en barco. ¿Cuánto tiempo necesitarás para solicitar tus permisos y poner todo en orden?

Pensé que tendría que pedir que me fuera concedida la condición de emérito, lo cual podría hacerse en un par de meses, y también habría que vender la casa y las demás pertenencias de Cartago, cosa que podría empezar a gestionar enseguida.

—De aquí al verano tendré todo listo —dije pues.

—¡Maravilloso! —exclamó—. Dios nos dará una nueva vida en Lusitania.

—Tendremos más hijos. Con lo que me corresponderá de aguinaldo, podremos comprar allí tierras y edificar una villa a nuestro gusto. Nos llevaremos a los criados que quieran acompañarnos y adquiriremos otros al llegar. Nos espera una vida hermosa. ¡Ya lo verás!

—Y te bautizarás la próxima Pascua —me dijo.

—¿Es una condición? —le pregunté, confuso.

—Yo dejaré esta tierra por seguirte —respondió sin abandonar su expresión de alegría—. En las cosas del espíritu, tú debes seguirme a mí.

—Bien, bien —asentí—. Me arriesgaré.

Entusiasmado, al día siguiente comencé a hacer las gestiones. Redacté una larga carta dirigida al emperador en la que exponía los argumentos por los que solicitaba la condición de emérito. Hablé con el procónsul y le comuniqué detenidamente mi decisión de regresar a Hispania. Su rostro se fue ensombreciendo a medida que me escuchaba y, cuando terminé, me dijo paternalmente:

—Creo sinceramente, Félix, que estás obrando precipitadamente. No veo por qué

tienes que abandonar tu cargo precisamente ahora. No, desde luego, no lo has pensado bien.

—Aspasio —repuse—, un hombre no debe hacer lo que no siente.

—¿No te gusta ya el ejército? —replicó—. ¡Es absurdo! Te encuentras en lo más alto...

—Siento que mi vida no es esto. Creo que ha llegado el momento de regresar a Lusitania.

—En esa decisión ha influido el edicto de Decio y todo el problema religioso —observó

él—. Eso es lo que pienso, Félix; que te has visto afectado por la persecución y quieres huir de algo que en el fondo no entiendes ni aceptas. Pero esa retirada es absurda, puesto que, ya ves, las cosas han vuelto a su sitio. Nadie se preocupa ya del asunto de los cristianos.

—No —negué yo—. Estás muy equivocado en eso, Aspasio. Lo que me sucede es que siento que he dado demasiadas vueltas por ahí y creo llegado el momento de asentarme definitivamente.

—Aquí estás asentado. ¿Qué más necesitas? Tienes un buen cargo en el gobierno militar, una casa hecha a tu gusto, una familia... ¡No comprendo qué es asentarse para ti!

—Otra cosa, amigo. No sabría explicártelo... Una paz que ahora en Cartago no puedo hallar.

—Bueno, veo que estás decidido —dijo al fin—, y que no lograré nada intentando convencerte. Sólo te pido que lo pienses un poco más; que esperes un tiempo y madures esa idea... Me resulta difícil asimilar que te irás.

—Te agradezco el consejo, pues en él veo que me aprecias de verdad. Yo tampoco quisiera separarme de ti, puesto que has sido un buen amigo. Pero mañana mismo enviaré

mi solicitud a Roma. Es una decisión que ya no tiene vuelta atrás. La solicitud que envié en el correo militar con carácter de urgencia salió a finales de mayo. En julio me llegó una carta de Roma cuya fecha de salida en la curia era de mediados de junio. La abrí convencido de que era la concesión de mi condición de emérito, aunque me sorprendió la agilidad con que se había resuelto. Y me encontré con una citación para que compareciera en el alto mando militar inmediatamente. Se me ordenaba que dejara a un sustituto en mi puesto y que no me preocupara de otra cosa que no fuera salir en la galera del correo oficial lo antes posible hacia Roma. Corrí al palacio proconsular para comunicarle a Aspasio la noticia. Él miró la carta y, circunspecto, comentó:

—Es muy extraño. Me parece muy poco tiempo para un asunto tan delicado. Aceptar la renuncia de un praefectus legionis requiere algunos requisitos que, considerando el viaje de la misiva hacia la curia y el envío de ésta, en poco menos de una semana...

—Todo el mundo en la curia me conoce —dije—. Mi proximidad al emperador ha debido de aligerar las cosas.

—Sí, pero... ¿no has reparado en que el emperador está lejos de Roma?

Me quedé pensativo. La verdad es que a mí también me resultaba extraña aquella orden.

—¿Qué opinas pues? —le pregunté.

—No sé. Es una citación, simplemente, una citación urgente. Supongo que si se tratara de la aceptación de tu cese conllevaría otros documentos. ¿No lo crees así?

—Nunca he estado en un caso parecido —observé—. Pero, si no se trata de la contestación a mi solicitud, ¿qué puede ser?

—No se te ha ocurrido que... —hizo una pausa, pensativo—. ¿No puede tratarse de algo relacionado con la denuncia de Larcius Surio?

—¡Qué dices, hombre! —le espeté—. ¿Cómo comprendes que me iban a citar urgentemente por haber discutido con un simple magistrado de provincias?

—¿Discutido? —repitió—. He oído que Larcius preparó un buen manifiesto acompañado por los testimonios de muchos testigos. En fin, una denuncia en forma. Abrí la boca para replicar pero me quedé así, boquiabierto, sin poder articular palabra. Me había despreocupado tanto de los rumores que hablaban por ahí de esa denuncia, que hasta ese momento no reparé en que verdaderamente podía perjudicarme.

—Larcius conoce a mucha gente en la curia —prosiguió Aspasio—, ya te lo dije. No me extrañaría nada que haya removido allí buscando la manera de-dañarte para reparar su orgullo herido.

Continué mudo, parpadeando. La ira empezó a apoderarse de mí y supongo que mi rostro enrojeció. Apreté la carta con mi mano hasta convertirla en un gurruño. Con toda mi rabia contenida, susurré entre dientes.

—¡Esa maldita serpiente! ¡Le voy a...!

—¡Cuidado! —me advirtió Aspasio—. Procura eludirle. Si ahora te enfrentas otra vez con Larcius, puedes empeorar las cosas...

No quería preocupar a Fidelia. Ella estaba muy atareada empaquetando cosas y poniéndolo todo en orden, convencida de que de un momento a otro tendríamos que partir hacia Hispania. Con frecuencia me preguntaba acerca del clima y de las costumbres de allí, y si necesitaríamos esto o aquello. Para ella suponía una apasionante aventura, pues nunca se había movido de Cartago. Empezar una nueva vida lejos, en un lugar desconocido y diferente, le suponían como una renovación, un acercarse a los «tiempos nuevos» en que tanto creía. Y alejarse de Cartago era para Fidelia como dejar atrás recuerdos dolorosos y cicatrizar heridas del pasado.

Por mi parte, tenía todo preparado para partir hacia Roma lo antes posible. Sólo me detuvieron las fuertes tormentas estivales que encresparon la mar e hicieron peligrosa la navegación. El capitán de la galera me había asegurado que zarparíamos en cuanto reinara la calma, y esperé mientras tanto a encontrar un momento favorable para decírselo a Fidelia.

Una mañana cesó el viento y la lluvia. Fui a la puerta y miré el jardín mojado. Todavía seguían cayendo algunas gotas de agua que estaban prendidas en las hojas de los frutales, y brillaban a la luz del sol. Enseguida se puso Fidelia a mi lado y juntos vimos llegar un bando de azuladas palomas que picoteaban el suelo. A lo lejos, en el mar, las nubes oscuras se alejaban y el cielo comenzaba a ser límpido y luminoso.

—¡Ah, qué maravilla! —exclamó ella—. El mundo parece nuevo.

Los aromas de humedad y el frescor que llegaba de los suelos mojados hacían en verdad que el ambiente pareciera renovado, y hasta el sol parecía nuevo con su joven resplandor.

—Tienes razón —asentí—. Esta luz y estos colores no parecen los de siempre. Experimenté la sensación de estar soñando y que ya había pasado todo, que había vivido otra vez aquel momento. Quise pensar que estábamos ya en Hispania y que habían cesado los malos tragos y las angustias del presente. Pero enseguida regresé a la realidad y le dije a Fidelia:

—Tendrás que esperar todavía un poco antes de marcharnos.

Sin decir una palabra, se me quedó mirando y advertí en sus ojos un extraño temor, como si ella de algún modo presintiera algo malo.

Entonces le dije, buscando darle la menor importancia, que debía ir primero a Roma, porque se me reclamaba en la curia. Le expliqué que seguramente se trataba de meros requisitos formales y que pronto regresaría con la declaración de emérito y el aguinaldo que me correspondía. La vi quedarse conforme. Aunque sonrió, no pudo disimular su tristeza.

—Esperaré —dijo—. Siempre hay que esperar. Nuestra condición es esperar y confiar en que lo que aguardamos llega. Pero puedo asegurarte que esta vez me costará más que nunca.

Sus palabras me impresionaron. A mí también me costaba mucho esa separación, pero no debía contribuir a aumentar su tristeza. En tono alegre, dije:

—Tenlo todo preparado. En poco más de un mes estaré de vuelta y podremos al fin irnos de aquí.

Al día siguiente, zarpé rumbo a Roma con escala en Sicilia.

56

En Roma hacía un calor sofocante. Como en Cartago, se habían sucedido las tormentas durante más de una semana y el ambiente, caldeado por un pegajoso sol de julio, estaba bochornoso, saturado de humedad y aromas dulzones de los jardines empapados por la lluvia. El barco llegó a última hora de la tarde al puerto de Ostia y pernocté en una posada de las afueras. Por la mañana temprano, después de una breve parada en las termas, me encaminé hacia la curia.

Cuando le mostré la citación al funcionario del departamento correspondiente, buscó

entre sus documentos y aguzó la vista en una larga relación de asuntos.

—Ah, sí, aquí está —dijo—. Debes entrevistarte lo antes posible con el censor supremo.

—¿Con el censor supremo? ¿Tan grave es?

—Eso no lo sé, caballero. Sólo puedo advertirte que el censor es Publio Licinio Valeriano y que recibe en su residencia. Pregunta ahí al lado, frente al Palatino.

—¡Ah, claro! —exclamé—. ¡El general Valeriano!

Mientras me dirigía al Palatino, no dejaba de hacerme conjeturas. Supuse que la denuncia de Larcius Surio sería una exagerada y desmedida relación de acusaciones, cuya repercusión habría ido más allá de un simple pleito de provincias y que alguien, considerando mi amistad con el emperador, decidió elevar la causa a la más alta autoridad para exonerarse la responsabilidad de decidir. No me habría importado tanto hacer frente a una acción ante los tribunales ordinarios como tener que responder ante Valeriano. Aunque sabía que un pleito así no podría hacerme demasiado daño, mi orgullo se vio herido porque mi nombre apareciera mezclado en un turbio proceso de peregrinas contiendas provincianas.

La casa del censor supremo, blanca y cuadrada, se alzaba sobre la misma plaza donde comenzaban a ascender las prolongadas escalinatas que conducían al Palatino. Atravesé

la gran columnata que se abría delante del pórtico, llevado por mi rabia y mi impaciencia, y apenas reparé en los guardias que vigilaban la entrada, a pesar de ser numerosos y de espectacular corpulencia.

—¡Caballero! —me gritó un heraldo.

Cuando me presenté y enseñé mis credenciales, me llevaron a una sala cuadrangular que estaba llena de legados y políticos aguardando su turno. Un funcionario tomaba nota de cada petición en una tablilla y se la entregaba a un subalterno que la llevaba más allá

de unas cortinas rojas. Después aparecía un uniformado oficial de la guardia palatina que llamaba uno por uno a los que debían entrar. Supuse que me tocaría perder la mañana entera esperando, pero me sorprendí cuando me avisaron al momento de anotar mi nombre.

En su despacho, austero y en perfecto orden, Valeriano me recibió de pie y percibí

enseguida que se alegraba de verme.

—Bienvenido, Félix el Lusitano —dijo con una sonrisa franca—. Por fin estás aquí.

¿Cómo es que te demoraste en obedecer a la citación?

—Hubo tormentas y vientos desfavorables en Cartago —expliqué—. Pero puedes estar seguro de que deseaba venir cuanto antes. Yo soy el primero que quiere abordar inmediatamente este asunto...

—¡Ah, ya sabes de qué se trata! —exclamó, enarcando una ceja.

—Claro, y puedes estar seguro de que yo no he buscado ese pleito. Larcius Surio llevaba una buena temporada metiéndose en mis asuntos y...

—Un momento, un momento —me detuvo—. ¿Qué pleito? ¿De qué hablas?

—Me metieron en ese lío sin poner nada de mi parte —continué explicando—. Sí, ciertamente obré intempestivamente al enfrentarme al magistrado de esa manera, delante de un buen número de funcionarios provinciales, pero...

—No, no —dijo agitando las manos—, no sigas, Félix. Me parece que no estamos hablando de lo mismo.

—¿Eh? ¿Qué quieres decir?

—Aquí no se te ha llamado para ninguna cuestión referente a los tribunales —explicó, para sorpresa mía—. Tu citación es por motivos estrictamente militares. Es el propio emperador quien te reclama.

—¿A mí? ¿El emperador Decio? Pero...

—Vamos, siéntate y cálmate —me pidió. Por entonces Valeriano tenía ya los sesenta años cumplidos. De constitución robusta aunque nada obeso, estaba en buena forma para su edad. Tenía la barba gris, cejas abundantes y unos hundidos ojos de pupilas oscuras que se movían nerviosas, como escrutándolo todo a cada momento. Me pareció

captar que se había sentido algo contrariado al comprobar mi despiste. Como si quisiera ocultar esa sorpresa, añadió—: ¡Cómo íbamos a llamarte para un estúpido pleito de provincias! Lo que te ha traído aquí es un asunto de importancia suma. Yo estaba en ascuas, con toda mi atención puesta en él.

—Por favor, habla —le rogué—. No puedo ni siquiera imaginarme qué es lo que Decio quiere ahora de mí.

—Querido Félix —comenzó a explicar, pausadamente y con voz grave—, como sabrás, el emperador y el augusto Herenio Etrusco se encuentran en las regiones danubianas guiando a las legiones para hacer frente a las hordas bárbaras que una vez más han rebasado nuestros limes.

—Lo sé —asentí—. Son noticias que llegaron a Cartago en primavera.

—Pues bien —prosiguió—. El emperador está dispuesto a dar la batalla final, cueste lo que cueste, y librar definitivamente al Imperio de la pertinaz amenaza de esos bárbaros. Es una decisión muy meditada en la que Senado y princeps están totalmente de acuerdo. Si se quiere devolver a Roma su antiguo esplendor, lo primero es conseguir la paz romana para que las instituciones se encuentren seguras y puedan funcionar a pleno rendimiento. No se van a escatimar gastos y sacrificios. Decio resolvió que no se harían más chapuzas ni soluciones a medias. ¡Hay que aplastar a esos mugrientos bárbaros a costa de lo que sea!

—Es lo que tendría que haberse hecho hace mucho tiempo —comenté.

—Sí. Pero hasta ahora a ninguno de los gobernantes le ha interesado otra cosa que su propio beneficio. Trajano Decio es en sí mismo la salvación. Pertenece a esa varonil clase de grandes hombres que pueden llevar a cabo las hazañas más gloriosas. ¡Por fin alguien le ha devuelto a Roma algo de su confianza perdida!

—¿Y bien, cuáles son los planes?

—Guerra abierta y decidida. Guerra al más puro estilo romano —contestó entre dientes, con una fiera mirada—. ¡Los mejores hombres y las mejores armas! Por eso se te ha llamado. Durante meses, se ha ido reuniendo a los más destacados militares del Imperio, estuvieran donde estuviesen.

—Eso que dices me honra —le dije—. Pero, si he de serte sincero, no puedo ocultarte que no me siento muy motivado para una empresa así, precisamente en este momento.

—¡No me vengas con pamplinas! —gritó dando un fuerte puñetazo en la mesa—. ¿No te das cuenta de lo que te estoy diciendo? ¡Se trata de Roma! No se permitirá que nadie rehúse esta convocatoria.

Me quedé petrificado, confundido por aquella rotundidad de la propuesta de Valeriano que no admitía vacilación alguna. Pero, como esa tajante orden venía a trastocar todos mis planes, todavía intenté zafarme arguyendo:

—Comprendo la importancia de la campaña organizada por el emperador, Valeriano, pero mis circunstancias personales son ahora muy singulares. Precisamente, hace un mes y medio envié mi solicitud de retiro a la curia. Si tenía pensado dejar definitivamente el ejército, ¡cómo voy a meterme ahora en una empresa militar que nadie sabe cuánto puede durar!

—¿Es posible lo que estoy oyendo? —replicó irguiéndose sobre sí mismo, enfurecido—. ¿Es éste el Félix que conocí hace tres años? ¿Me dices que no quieres luchar por Roma y te quedas tan fresco? ¡Por todos los dioses! ¿En qué suerte de cobarde te has convertido en esa maldita Cartago?

—He expuesto mis razones. No es una cuestión de cobardía. Quiero hacer otra vida. Deseo regresar a Lusitania, a mi tierra. ¿Es eso tan difícil de comprender?

—¡Que Minerva te perjudique! —gritó fuera de sí—. ¡Ahora entiendo cómo dañan esos asquerosos cristianos nuestro Estado! ¡Has estado enredado con cristianos en Cartago y te han reblandecido!

—¿Por qué dices eso?

—Porque ha llegado más de una información de que andabas por ahí facilitándoles las cosas a esos estúpidos y piojosos cristianos. No les dimos crédito, pues pensábamos que eran fruto de las intrigas religiosas de Cartago. ¡Cómo íbamos a pensar que Félix se iba a meter en tales enredos!

—Valeriano, yo... —balbucí.

—¡Anda, quítate de mi presencia! —me espetó—. ¡Vete a tu Lusitania, al fin del mundo! Pero no pienses que vas a recibir indemnización alguna. ¡Roma no subvenciona a cobardes!

Salí de allí deshecho, sin decir palabra. ¿Para qué hablar más? Anduve por las calles vagabundeando un rato, con la mente casi en blanco. La ciudad me pareció extraña, como si en tan sólo tres años hubiera pasado una eternidad de tiempo. Las fiestas que saludaban al solsticio de verano estaban llegando a su fin y los últimos que salían a divertirse tenían los rostros demacrados ya por los excesos. Comí algo que compré a un vendedor ambulante y me senté en una plaza para pasar la tarde. El ruido aumentaba al caer el día. Fueron pasando riadas de muchachos y muchachas, comparsas de cómicos, músicos, vendedores de golosinas y vino, pandillas de crápulas, bandas de bulliciosos, prostitutas y efebos de ambigua apariencia. Pensé en las orgías que se estaban organizando en termas y palacios, y me pareció que aquella forma de pasar el tiempo no era sino un signo de decadencia. Roma se me antojó entonces una ciudad perdida que había perdido la fe y la esperanza. Ese desenfrenado deseo de placer pretendía ser el consuelo pobre y cretino de un mundo que se angustiaba ante la muerte. Y la exaltación del cuerpo y la sensualidad se había convertido en una inútil técnica que luchaba absurdamente contra la vejez y el fin de la vida.

Recordé a Fidelia. Me confortó descubrir que en el fondo de mi alma no había temor a la muerte. Me di cuenta de que mi relación con los cristianos me había dado la fuerza del hombre iniciado que puede ver más allá.

Regresé a mi aposento en la casa de huéspedes y pasé la noche reflexionando. Se presentaban a mi espíritu dos soluciones, endebles y poco satisfactorias, pero no veía otras. Si regresaba inmediatamente a Cartago lo perdería todo. Sería una forma de darle la razón a Larcius Surio y me caería encima el peso de sus calumnias. Perjudicaría además a mi familia y a mis amigos de forma irremediable. Pero era la única manera de tener alguna posibilidad de irme este mismo verano a Lusitania. Si, por el contrario, obedecía al emperador y me ofrecía para la guerra, podría regresar con gloria y una buena recompensa, aunque eso suponía jugarme la vida y dejar desamparadas a Fidelia y Felicitas por tiempo indefinido.

Lo que más me dolía era que, después de haber entregado unos buenos años de mi vida a la causa militar del Imperio, arriesgándolo todo y arrostrando todo tipo de peligros, ahora fuera a ser considerado un cobarde. Mi orgullo estaba demasiado entero como para pasar por eso. La preocupación no me dejó dormir, pero finalmente había tomado una decisión. Y fue precisamente mi orgullo el que dijo la última palabra. Con la primera luz, me levanté como un resorte y corrí de nuevo hacia el palacio del censor. Le dije a Valeriano que había sido un estúpido al vacilar ante mis obligaciones y que estaba dispuesto a ponerme al frente de las secciones del ejército que se me encomendaran mañana mismo. Demostré todo el ímpetu y la firmeza de carácter que pude y le aseguré que Decio se alegraría de haber contado conmigo. Se le dibujó una sonrisa de oreja a oreja y me apretujó los hombros emocionado, paternalmente. A punto estuvo de abrazarme y todo.

—¡Ya me extrañaba a mí! —exclamó—. ¡Debió de poseerte un espíritu funesto porque, desde luego, ayer no parecías tú! ¡Júpiter ha querido rescatarte para esta gran causa!

Me sentí halagado por sus palabras y contesté:

—¡Jamás me habría perdonado haber rehusado una encomienda tan honrosa!

—¡Así se habla, muchacho! —dijo, sin dejar de palmearme la espalda—. Y no se hable más de este asunto. Ordenaré hoy mismo que comiencen a prepararse los caballeros que estarán a tu cargo y dentro de un par de días podrás poner rumbo a Mesia. ¡Oh, cuánto se alegrará el emperador de contarte entre sus generales!

Tras unos comentarios más sobre lo que iba a necesitar, y después de exponerle yo algunas sugerencias, me invitó a cenar en su casa esa misma noche. Y cuando traté de excusarme, pues no me apetecía ir, su sonrisa se desvaneció y, con voz solemne, añadió:

—Nada de excusas. Tenemos que hablar más de todo esto. Además, no quiero que te encuentres solo en Roma. En mi casa cenarán esta noche un buen grupo de parientes y amigos de toda confianza. Te alegrarás de asistir. Ve a la puesta del sol, o un poco antes. Avanzada la tarde, deseé poder faltar a la cita, cuando llegó el momento de vestirme para acudir. Algo en mí se resistía a tener que soportar una reunión de sociedad en aquel momento. Pero mi voluntad estaba vencida como si me viera obligado a obedecer a unas fuerzas superiores sin posibilidad de decidir. Así que me puse una toga limpia de excelente manufactura de Lambesa, aunque sencilla, y me encaminé hacia la casa de Valeriano.

La puerta principal de la residencia no estaba muy lejos de la entrada del palacio del censor, y se abría al final de una plaza con árboles a los pies del Quirinal. Me recibió un esclavo que me condujo a través de un par de grandes estancias hasta unas lujosas escaleras de mármol rosado, que ascendían a un segundo piso. Nos detuvimos en una sala de ambiente cálido, con decoración de sabor egipcio y abundantes piezas de rica cerámica policroma. En una mesita de negra madera de ébano, había una jarra con vino y un plato de frutas secas especiadas, cuyo aroma fuerte y picante me llegó cuando el esclavo se llevó un puñado a la boca. Por su soltura y sus ademanes confiados, deduje enseguida que se trataba de alguien de mucha confianza.

—Sírvete —me dijo con la boca llena—. Eres el primero de los invitados. Iré a avisar a mi amo.

Desapareció por detrás de unas cortinas y me dejó allí solo. Me acerqué hasta una puerta que comunicaba con una terraza que atravesé para asomarme a la barandilla. Caía el crepúsculo y a un lado ardía una antorcha con llamas erguidas. Abajo se veía la plaza, con sus árboles de redondeadas copas, y un grupo de niños que llegaron y se pusieron a corretear, traviesos, haciendo que las tórtolas y los mirlos se alborotaran y alzaran el vuelo. A los lejos, los edificios brillaban con el último sol. Estaba casi extasiado, absorto y todavía algo confundido, como si hubiera dormido en Cartago para despertar al momento en Roma. De repente, una voz de mujer me llamó a mis espaldas:

—¡Félix! Eres Félix, ¿no?

Me volví y me encontré frente a mí a dos esbeltas y elegantes mujeres, vestidas con trajes de fiesta. Eran Salonina y Dionisia.

—¿Qué te pasa? —preguntó Salonina—. ¿No te alegras de vernos?

Yo estaba confuso y deslumhrado y, a la vez, me pareció que la sangre se me helaba en mis venas, ante este inesperado encuentro.

—No esperaba veros aquí —murmuré.

—Valeriano es mi suegro —explicó Salonina—. ¿No recuerdas que me casé con su hijo Licinio? Vivo en esta casa.

—¿Y tú, Dionisia? —pregunté por decir algo—. ¿Cómo te ha ido?

—Me divorcié —respondió, tan despreocupadamente que empecé a sospechar que aquello estaba preparado.

Mis sospechas se confirmaron cuando Salonina me empujó y me colocó delante de Dionisia, diciendo: .

—Bien, os dejo solos. Supongo que tenéis cosas que deciros.

Dionisia iba vestida con una especie de blusa sobre la túnica, recogida por dos cinturones dorados y llevaba la palla sobre la cabeza. Se ruborizó, pero no desvió su mirada de mis ojos y, sonriendo, se cubrió media cara con el abanico de plumas que sostenía en la mano, dejando al descubierto sus ojos intensamente azules.

—Félix, querido Félix —dijo—, ¡cuánto te he echado de menos!

—No sabes lo que dices —le contesté.

Se me acercó entonces, con aquella tierna y secreta sonrisa en los labios, y comenzó a alisarme la toga, cerca del cuello, con delicadas caricias.

—¡Ojalá me hubiera casado contigo y no con ese viejo estúpido! —exclamó—. ¡No sabes lo mal que lo he pasado!

Se aproximó tanto a mí que pude sentir el delicioso aroma del rico perfume que impregnaba su cuerpo. Recordé entonces cómo me encantaba el olor de su piel y me estremecí. Debió de notar que el calor había subido a mis mejillas y dijo:

—Sé que aún te gusto. Lo veo en tus ojos. Tú y yo podríamos empezar ahora una nueva vida.

Sacudí la cabeza con vehemencia y me retiré.

—¿Qué te pasa? —me preguntó—. ¿Hay otra mujer? ¡Oh, cariño, por favor, no pongas esa cara! Dime la verdad, ¿hay una mujer en Cartago?

Asentí con la cabeza; tenía reseca la garganta. Se encogió de hombros y exclamó en tono despectivo:

—¡Una cartaginesa! Mi adorable y bello Félix se ha enamorado de una cartaginesa. Al verme callar, sonrió de repente y continuó:

—Quizá Félix se ha casado y es un esposo amante y fiel.

—Sí, Dionisia —contesté—. Yo también me casé.

—¡Vaya! Me lo temía. ¡Oh, cuánto nos ha cambiado la vida a todos! Es una verdadera lástima llegar a la adultez. Pero aún hay tiempo. Siempre hay tiempo. ¿No crees, querido?

Hablaba con naturalidad y vivacidad e iba dando vueltas a mi alrededor, seguramente, para que viera su elegante vestido por todos lados. Y siguió sonriendo alegremente, como segura de sí al observar mi confusión. Pensé que había aprendido demasiado de su amiga Salonina y que le quedaba poco ya de ella misma.

Iba a decirle algo cuando Valeriano irrumpió en la terraza acompañado por los demás invitados.

—Me hubiera gustado que cenáramos aquí fuera, pero más tarde refrescará —les iba diciendo cuando advirtió mi presencia—. ¡Ah, Félix, ya estás aquí! Pasemos todos al peristilo. La cena debe de estar ya a punto.

Cuando nos situamos en torno a la mesa, advertí la presencia de un invitado que me resultaba conocido. Tuve que pensarlo un rato y al final recordé quién era: Macriano, aquel fanático adivino amigo de Salonina de cuya sesión de magia tuvimos que escapar Herenio y yo a causa de la risa. Entonces concluí que Salonina había influido también en su suegro. Y durante la cena pude darme cuenta de que Valeriano estaba verdaderamente fascinado por el mago, ya que no dejaba de hacerle preguntas y solicitar sus opiniones en este o aquel asunto. Hasta el punto que Macriano era el verdadero centro de atención de la velada. Y las conversaciones fueron llevadas por él a los truculentos derroteros de los cultos secretos orientales y las creencias ocultas.

A medida que avanzaba la velada, fui descubriendo también que entre los invitados de Valeriano reinaba una especie de excitación. Algunos deseaban ver augurios en los vientos tormentosos que se habían sucedido sobre Roma en las últimas semanas o en las puestas de sol de color sangre. Una extraña mujer con atuendos egipcios contó que había visto sudar a la imagen de Isis y aseguró que por ahí se decía que algunas otras diosas vertían lágrimas abundantes. Al oír aquello, los presentes hicieron un expectante silencio, como aguardando a que alguien interpretara tan funestos signos. Valeriano, como en otros momentos de la cena, fijó sus ojos en Macriano. Pero fue un funcionario de pequeña estatura y prominente calva el que se incorporó en el triclinio apoyando las manos en la mesa, estiró el cuello y sacudió la cabeza diciendo:

—Son demasiados presagios... Algo va a pasar.

—¿Que algo va a pasar? —le preguntó Valeriano— ¿Qué algo?

—¡Qué sé yo! —contestó el funcionario bajito—. Bárbaros en el norte y en el este, persas en Oriente...

—¡Vamos, vamos, Teranius! —le replicó el censor—. No digas tonterías. La milenaria Roma no va a caer ante los planes de un rey de mugrientos godos. Y, Sapor, ya caerá...

¡Será el tiempo el que ponga a cada uno en su sitio!

Al oír estas palabras de su protector, el adivino Macriano se puso en pie y levantó la copa de plata que tenía en la mano hasta la altura de sus ojos, la removió y miró con los ojos entornados, como para concentrarse en una adivinación. Después, con un histriónico gesto, lanzó una libación hacia la estatua de un extraño dios que presidía la estancia. Sonrió y predijo solemnemente:

—Nada malo va a suceder. Por el contrario, las mejores estrellas brillan sobre Roma en los tiempos que nos han correspondido. Decio resplandece como un sol poderoso y devolverá al Imperio su antiguo esplendor; lo librará de los bárbaros y lo limpiará de enemigos. ¡Se aproxima una gran victoria en Mesia! ¡Todos los dioses son favorables!

Emocionado, Valeriano se puso en pie, lanzó su libación hacia la estatua del dios y exclamó:

—¡Brindemos por eso! ¡Por la eternidad de Roma!

Todo el mundo lanzó su libación, bebimos y después se prorrumpió en aplausos y vítores. Con un gesto, el anfitrión ordenó a los músicos que estaban a un lado que tocaran y comenzó a sonar la alegre melodía de un conocido canto que los presentes corearon exultantes.

Más tarde, cuando parte de los invitados se hubieron marchado, se sirvió el último vino en la terraza. No había refrescado. El aire estaba inmóvil y una especie de vaho caliente subía desde el Tiber. Roma brillaba con nocturnos reflejos azulados bajo la luna, y emitía ese rumor lejano de música y fiestas que brotaba cada noche de su pueblo enfermo de puro viejo, apático y excitable a la vez, que ora presentía augurios de felicidad, ora de muerte y desolación; como siempre, en su ser explosivo, vacilante, sembrado de dudas e indecisiones.

Pensé que algo de esa Roma había en mí mismo y una sombra de fatalidad comenzó a apoderarse de mi espíritu. Me alejé hacia la balaustrada y me detuve a contemplar el mar de edificios que se extendía más allá de la casa de Valeriano. Y Dionisia aprovechó mi retiro meditabundo para aproximarse a mí. Había estado silenciosa todo el tiempo, mientras duró la cena, pero no dejó de cruzar miradas conmigo, y su silencio me sugirió

reserva. Por su parte tampoco entonces habló, sino que suspiró profundamente y elevó el rostro hacia la luna. Con la cabeza un poco ladeada, miraba hacia el infinito con ojos soñadores. Parecía la visión luminosa de un ser de otro mundo. Se quitó la palla y le cayó

sobre los hombros desnudos una avalancha de rubios rizos. No sé lo que me ocurrió, pero el hecho es que, invadido por un fuerte deseo la besé en la mejilla. Al instante se abrazaba a mi cuello y apoyaba su cabeza en mi hombro. En ese instante de soledad y desconcierto era muy reconfortante para mí abrazarla y aspirar su dulce y natural olor. Sentí que sus labios acariciaban mi garganta y su pecho contra el mío, que ardía y se agitaba. Entonces ella murmuró palabras que no distinguí:

—¿Qué quieres decirme? —inquirí.

—Te amo, Félix, ¿puedes creerme? —dijo.

Hice una mueca de contrariedad. Y como una centella, cruzó un pensamiento por mi mente sugiriéndome rechazarla, pero no lo hice.

—Me gustas mucho —añadió—, porque te hallas inmerso en tu propia búsqueda. En el fondo eres igual que yo.

—¿Como tú?

—¡Oh, sí! Quieres parecer fuerte y seguro de ti, pero en el fondo te sientes desvalido y ese desamparo tuyo me atrae mucho, mucho...

La intensidad de su pasión me agitó hasta las mismas entrañas. Sus ojos claros me observaban gravemente y esperaban mi respuesta. No contesté con palabras, pero me entregué a ella con caricias vertiginosas. Entonces se separó de mí y me sujetó la mano. Desconcertado, me quedé impasible sin saber qué hacer. Pero al momento tiró de mí y me condujo por los silenciosos pasillos hasta una habitación donde terminó de adueñarse de toda mi voluntad, llevándome a un placer que absorbía mi razón y mi espíritu. 57

Durante las ceremonias que precedieron, a la partida de nuestras tropas me sentí

ausente. La excitación que reinaba en Roma comenzaba a asfixiarme. Por un lado había una especie de confianza ciega en la victoria, pero por otra parte parecía fluir un presentimiento diferente, como una especie de oscura e invisible energía que emanaba de cuantos empezaban a prever que algo iba a suceder inevitablemente. Los auspex oficiales, en cambio, interpretaban las señales celestes y los mensajes de las visceras sacrificadas con augurios inflamados de optimismo. Por todas partes se decía que el momento no podía ser más favorable.

Con tan animosas esperanzas, las tropas partieron de Roma dispuestas a participar en la victoria de su emperador contra los bárbaros. Me alegré de que las secciones que se me encomendaron fueran las primeras en ponerse en camino. Se trataba de llegar lo antes posible a Iliria, donde debían concentrarse con el resto de la caballería para ir a reforzar las legiones que combatían en Mesia y Tracia, bajo el mando del propio Decio y su hijo Herenio. Llegaron instrucciones precisas de que el rápido viaje se hiciera por mar, para evitar el largo y tortuoso recorrido por los Alpes. De manera que emprendimos la ruta que discurría por la península a través de Umbría hasta Rávena, para embarcarnos en el puerto militar que miraba al este y cruzar el Adriático.

Pensé que Decio habría conseguido ya poner en orden cuantos desatinos habían causado las nefastas gestiones de los gobernantes de las últimas décadas y la corrupción que había reinado sobre todo con los árabes. Pero aún persistían los errores, y tanto desastre producido por las guerras civiles era muy difícil de solucionar en tan breve espacio de tiempo. El puerto militar de Rávena estaba hecho una pena y la flota militar estaba en pésimas condiciones. Hubo que esperar a que fueran llegando desde Grecia embarcaciones suficientes para transportar tal cantidad de hombres, animales e impedimenta. Y debido a esta tardanza, para colmo, empezó a cambiar el tiempo. Se echó

encima el otoño, el mar se encrespó y algunas de las galeras fueron a estrellarse contra las rocas.

Cuando me correspondió embarcarme, los vientos estaban enfurecidos, pero las órdenes que teníamos no permitían ni un día de demora más en el viaje. Aquella travesía marítima hasta Dalmacia fue lo peor que hice en mi vida. Se levantaron imponentes olas y estuve convencido de que la nave se haría pedazos. Temí por mi vida como nunca antes y, cuando por fin me vi en tierra firme, me parecía mentira.

Si habíamos salido de Roma en agosto, nuestra llegada al escenario de los combates no fue hasta bien avanzado el mes de octubre. Así que, a medida que nos adentrábamos en Mesia, el cielo se iba oscureciendo con densos nubarrones y las lluvias comenzaron pronto. El viento frío arreciaba y el barro demoraba aún más los desplazamientos. Pero incluso con tales inconvenientes al aproximarnos al lugar donde debíamos reforzar a las legiones la seguridad de la victoria no decaía ni un ápice.

Por fin llegamos frente a los muros de la ciudad de Novi, junto al Danubio, donde estaba instalado el inmenso campamento desde el que se habían iniciado todas las operaciones. El aspecto de los alrededores era el de un barrizal que iba a perderse en los bosques. Nuestra entrada por la puerta que se abría en la empalizada fue a media tarde. Las lluvias habían cesado y se veían grandes espacios de cielo azul, del que trataban de apoderarse nubes plomizas. Pasaban bandadas de aves de todas clases, que sin duda venían del norte huyendo hacia los países del sol. A esa hora, los sacerdotes concluían los sacrificios vespertinos y los fuegos que devoraban las carnes de las víctimas se alzaban hacia el firmamento, enviando sus humos oscuros y densos. Reinaba un gran silencio, pues todos los soldados se encontraban concentrados en la plaza central participando de las ceremonias.

Todos los montes de alrededor se veían rojizos en las faldas por los helechos que se habían agostado. Los valles estaban cubiertos por cenicientos restos de incendios y ennegrecidas tierras pisoteadas por los ejércitos; los tejados brillaban por la humedad. El follaje de las alamedas de chopos, álamos y castaños era amarillo; los robles, en cambio, hojosos todavía, empezaban a enrojecer.

Cuando los guardias nos dieron paso, comenzamos a avanzar procurando hacer el menor ruido, para no interrumpir el culto. A medida que nos acercábamos a los altares, las plegarias de los sacerdotes iban oyéndose con mayor nitidez. El sol, pálido y sin brillo, se hundía en los bosques, como si no quisiera prestar atención a las invocaciones que exaltaban a la Roma sin ocaso, al emperador-dios y a las innumerables divinidades protectoras.

Al fondo, sobre un estrado cubierto de telas color púrpura y adornado con ramas de laurel, divisé a Decio, su armadura revestida de láminas de oro brillaba y su capa ondeaba suavemente movida por la brisa. Tenía los ojos fijos en el gran brasero, delante de él, donde un sacerdote echaba abundante incienso. El humo blanco se elevó agitado por el aire y la mirada del emperador lo siguió, como si pretendiera querer saber adónde se iría. El sonido fuerte y grave de las tubas rompió el silencio, le siguió la fanfarria de ceremoniosos tambores destemplados y el armonioso canto de los coros militares que despedían el día. Un estremecimiento me sacudió y sentí repentinamente retornar a mí el ánimo y el deseo de participar en aquella campaña.

Nos instalamos antes de que cayera por completo la oscuridad y esa misma noche nos fueron dadas las primeras órdenes. El legado de la provincia, Cayo Treboniano, nos reunió

y nos explicó el plan de operaciones. Según dijo, la gran masa humana de los godos, calculada en unos setenta mil hombres, había avanzado como una manga arrasando a su paso todo lo que encontraba, hasta detenerse frente a los muros de Nicópolis. Desde allí, a través de los pasos montañosos de los montes Emo, habían logrado penetrar en la fértil Tracia, donde destruyeron cuantas poblaciones atravesaron, hasta llegar a Filipópolis, donde el gobernador, Lucio Prisco, negoció con ellos prometiéndoles entregarles la ciudad si él era respetado. Concluyó el acuerdo y abrió las puertas. Filipópolis fue despiadadamente saqueada y nadie de su población, estimada en unos cien mil habitantes, se salvó.

Esta traición de Prisco enfureció a cuantos escuchábamos el relato. Pero nos alegramos al saber que los bárbaros tampoco lo habían respetado a él y que sus despojos pendían ahora de la más elevada torre de la muralla, devorados por los cuervos. A pesar de que se habían producido tal cantidad de desastres, en los ejércitos que habían estado luchando bajo las órdenes directas del emperador reinaba una euforia triunfalista. Desde que el emperador había llegado al escenario de la guerra, se habían sucedido las victorias, recuperándose numerosas ciudades y consiguiéndose dispersar a los godos que ahora andaban por ahí, aunque continuando con sus desmanes, perdidos y desmembrados en multitud de bandas que comenzaban a emprender el regreso hacia sus tierras. En cuanto a Filipópolis, acababa de llegar la feliz noticia de que Herenio Etrusco, que la venía asediando con grandes fuerzas, la había recuperado para el Imperio consiguiendo dar muerte a un innumerable número de enemigos.

Ahora sólo quedaba ir a dar la batalla definitiva al rey Cniva, que se encontraba al norte de Nicópolis intentando reunir a las tribus de los bárbaros. La seguridad que Decio tenía en esta victoria era total. Con la llegada de nuestros refuerzos, las legiones de Panonia y Mesia y la gran caballería que Herenio desplazaba desde Nicópolis, no podía esperarse otra cosa que aplastar definitivamente la amenaza bárbara y poner refuerzo a las fronteras para que nunca más volvieran a intentar penetrar en las tierras del Imperio. Pero el gran deseo del emperador era conseguir apresar a Cniva, y llevarlo a Roma cargado de cadenas para pasearlo por los Foros imperiales con el fin de devolverle a la ciudadanía algo del esplendor de las antiguas victorias.

Al día siguiente por la mañana, cuando fui llamado al edificio del Pretorio para entrevistarme con Decio, noté que se alegró de verme como si se encontrara con un familiar querido y cercano, pero su temperamento de frío ilirio le impidió un saludo efusivo más allá de una franca sonrisa y un leve movimiento de su cabeza.

—¿Tienes el mismo valor que hace dos años? —me preguntó lentamente, mientras iba a recoger una copa llena de vino para ofrecérmela como bienvenida.

—Creo que en eso no he cambiado —respondí.

—¿Qué tal en Cartago?

—Bien, muy bien. He procurado hacerlo lo mejor posible.

—Llegó una denuncia —dijo impasible mientras me alargaba la copa, sin que se alterara el gesto de su rostro.

Un frío sudor me recorrió la espalda y supongo que me puse lívido. No por temor, sino porque él me imponía mucho y yo seguía admirándole. No fui capaz de contestar.

—Bueno, bueno, querido Félix—añadió él, sin dejar de sonreír—. Supongo que un hombre de tu valía genera envidias donde quiera que vaya.

—Créeme, he procurado ser leal, pero...

—¡Déjalo! —me pidió—. Ahora lo único que importa es esta guerra. Antes de que acabe el año habremos librado a Roma definitivamente de la repugnante plaga de los bárbaros. Se avecinan tiempos felices para todo el mundo. ¡Gracias a los dioses!

—Sí —asentí—. Estoy seguro de eso.

—¡Claro! —exclamó exultante—. ¡Alegra esa cara, hombre! Cuando termine esta guerra vendrás a instalarte en Roma. Tengo planes para ti.

—Bueno, estoy bien en Cartago.

—No, no, nada de eso. Cartago está en paz, pero la vida allí es muy complicada. Un hombre como tú necesitará otra cosa.

—Tengo mujer y una hija allí.

—Bien, ¿y qué? Las traes a Roma y listos. Todo va a cambiar a partir de ahora, Félix

—aseguró con un gesto de aplomo en su cuadrado rostro—. Con nuestra civilización libre de amenazas exteriores y limpia interiormente de infectos cultos orientales, una gloria nueva y una esperanza se abre en el horizonte. ¡Brindemos!

—¡Brindemos! —repetí.

Una semana después emprendimos la marcha hasta Nicópolis. Los territorios que atravesamos estaban devastados. Por todas partes había ruinas y gentes famélicas desplazándose de un lugar a otro, desorientadas, empapadas por las lluvias y con ojos asustados y perdidos. No había rebaños, ni cosechas, ni casas en pie. Los cadáveres se corrompían en los campos por cientos y los que se amontonaban en las piras no se quemaban, pues la humedad ahogaba las llamas. Un insoportable hedor a podredumbre impregnaba el aire. A nuestro paso encontramos las más horribles escenas: hombres mutilados, cuerpos despedazados, gentes convertidas en antropófagas, devorando a los muertos por no tener otra cosa que llevarse a la boca.

Verdaderamente, deseé la paz romana con un deseo superior a ningún otro experimentado en mi vida. Odiaba aquella guerra, pero dentro de mí se despertaba una fuerza, como una furia incontenible, el ansia de que estuviésemos cuanto antes frente a los bárbaros. Contemplando sus crueldades y los demoledores efectos de su paso, comprendí que la vocación de ese salvaje pueblo era devorar como una fiera incontrolada cuanto de Roma encontrara y, si se les dejaba, terminar con nuestra civilización. 58

El punto de encuentro para los ejércitos había sido discutido detenida y concienzudamente; tantos soldados necesitaban mucho espacio y visibilidad en una batalla tan extensa como se prometía. Nicópolis, al sur del Danubio, parecía ser el lugar más adecuado, pues los valles se ensanchaban en cuencas muy fértiles donde se encuentran poblaciones de mediana importancia. Las llanuras bajas y la navegación del río animaron a Cniva a poner allí sus campamentos estables. Parecía que todo se ponía de nuestra parte. Los observadores constantemente llegaban informando de que los godos seguían muy dispersos y que les sería imposible reunirse antes de que las legiones que guiaba Herenio desde Filipópolis les cortasen el paso al pie de los montes Emo. A pesar del temporal de agua que se nos echó encima, emprendimos la marcha sin demora buscando la calzada que llevaba directamente a Nicópolis. Era ya noviembre e inevitablemente nos veríamos pronto combatiendo en invierno. Pero aun sabiendo esto, la confianza en el triunfo seguía sin decaer.

Una mañana, cuando se iba a dar la orden de marcha, vino corriendo un centinela que estaba en un puente próximo a una de aquellas ciudades semiabandonadas, a decir que un campesino había visto bárbaros muy cerca, adentrándose en un bosque. Enseguida supimos que era una horda compuesta por numerosísimos bárbaros que huían a toda prisa perseguidos por la Decimotercera Legión.

Vi a Decio subir a su caballo y ponerse al frente de una columna para ir en persona a encontrarse con ellos. Un general gritó a mi lado:

—¡No debería ir él!

Pero alguien se apresuró a contestar.

—¡Es su momento!

Lo vimos todo a la perfección desde una loma cercana. La caballería más selecta, compuesta por cincuenta unidades de quinientos hombres cada una, galopó en dirección a unos prados despejados, mientras una rápida maniobra de los auxiliares penetraba en el bosque barriéndolo con ensordecedor estruendo de tambores. Enseguida aparecieron a lo lejos los godos, a pie la mayoría de ellos, escapando como podían por los campos anegados de agua. Inmediatamente eran embestidos por los caballeros. No sé cuántos bárbaros podían componer la horda que se batía en retirada, pero no pasó una hora antes de que miles de cadáveres quedaran tendidos en el suelo. A los que sobrevivieron se los torturó atrozmente, sin piedad para ninguno de ellos, mientras los soldados de nuestro ejército prorrumpían en alaridos victoriosos. Más que una batalla, aquello me pareció una carnicería.

Durante casi una semana se repitieron escenas semejantes. Unas veces los bárbaros eran sorprendidos descansando en alguna aldea, otras se les daba alcance en la misma calzada, próximos a los caminos o junto a los ríos imposibles de vadear a causa de las crecidas ocasionadas por las lluvias. Muchos, extenuados por la persecución, se rendían y venían a ofrecerse para incorporarse traidoramente a nuestras tropas. En el mismo lugar donde se presentaban para hacer pactos se les daba muerte sin contemplaciones. A estos mismos se les arrancaba toda la información posible antes de pasarlos a cuchillo. Por ellos supimos que Cniva tenía ya decidido retirarse hacia Sarmatia, convencido de que el ejército romano con Decio al frente iba dispuesto a exterminarlos y que su capacidad era más que suficiente para tal menester.

Pero no tenía escapatoria el enemigo, puesto que el hábil estratega que era el tribuno Aurelio Claudio tenía confiada la defensa de Tracia para subir a la costa del mar Negro cerrándoles la retirada en la Scytia Minor, mientras Treboniano Galo iba guardando las orillas del Danubio impidiéndoles también esta posibilidad de escape. No creo que se hubiera planteado un plan de guerra más elaborado desde los tiempos gloriosos de Trajano o Alejandro Severo.

Una de aquellas noches henchidas de sabor a victoria, el cielo se despejó

completamente y una lluvia de estrellas cruzó el oscuro firmamento, lo cual fue interpretado como un augurio indiscutiblemente favorable para Roma. Nuestras tropas estaban eufóricas y el avance de nuestro éxito parecía imparable ya. Llegamos a Nicópolis al fin. Encontramos la ciudad desierta y ni un bárbaro en varias leguas a la redonda. Parecía que la guerra había llegado a su término. Pero los emisarios de las legiones que guiaba Herenio se presentaron anunciando que el coaugusto estaba frente por frente con el grueso de los godos en Forum Trebonii, y que reclamaba urgentemente nuestro refuerzo para dar la batalla final. Tras una carrera agotadora, sin apenas detenernos el tiempo imprescindible para el descanso, nos plantamos allí seguros ya de que, aprovechando la tregua que nos daba el cielo sin asomo de nubes, desharíamos las últimas fuerzas de los bárbaros y, con su rey vivo o muerto, regresaríamos pronto a Roma.

El campamento de la Decimotercera Legión Gémina estaba instalado de forma provisional en un área muy húmeda, cerca de unas zonas pantanosas cubiertas de juncos. Impresionado por su gran victoria en Filipópolis, Herenio había cruzado los montes Emo a marchas forzadas en pos del enemigo y había rechazado el descanso que debía seguir a la gran batalla que habían sostenido. El lugar donde ahora reposaban sus tropas, más que un campamento romano, parecía la transitoria parada de una caravana de nómadas. Los soldados se extendían en la llanura, echados junto a sus caballos sin más resguardo que mantas; las tiendas y el resto de la impedimenta lo dejaron atrás, para verse más ligeros.

Nada más llegar adonde ellos se encontraban pregunté por Herenio, y me indicaron que había ascendido a un promontorio cercano para observar directamente las posiciones de los godos, que estaban a un par de leguas, detenidos delante de una ciudad fortificada llamada Siscia. Fui hacia allí por una vereda que ascendía cruzando riachuelos que fluían y brincaban entre los guijarros. En lo alto de la loma crecían algunos bosquecillos, una mancha verde tras otra, hasta un brusco cortado que ofrecía una vista inmejorable sobre la inmensidad de la llanura. En el borde mismo donde comenzaba a descender la escarpada pendiente, Herenio oteaba el horizonte junto a sus generales. Eché pie a tierra y fui hacia él llevando de las riendas al caballo. Cuando estuve a su altura, le llamé por su nombre a la espalda. Se volvió. Tenía el rostro enrojecido, a causa del sol y el viento de los largos días pasados a la intemperie, y los ojos le brillaban de una manera extraña. Se le veía fatigado y sus rasgos se habían hecho más duros. Con la cabeza casi rapada y un asomo de perilla pelirroja, no parecía el mismo que vi por última vez dos años atrás.

—¡Félix! —exclamó.

Fui hacia él y le saludé con la reverencia que le correspondía como augusto. Como si ayer mismo hubiéramos estado en la misma sección del ejército me agarró por el brazo y me situó a su lado. Mirando hacia la llanura que escrutaba desde el promontorio, dijo:

—Mira allí. ¿Ves a los inmundos godos?

Me fijé. A lo lejos negreaba una ingente masa de hombres y caballos, extendiéndose por los campos pardos, como si avanzara hacia nosotros lentamente un mar oscuro.

—¡Zeus! —exclamé—. ¡Son una inmensidad!

—Calculamos que más de cien mil —explicó un general.

—Mañana serán más de cien mil cadáveres —añadió Herenio.

—¿Cuándo se dará la batalla? —pregunté.

—Les dejaremos que se aproximen —respondió Herenio—. Cniva ha conseguido reunir refuerzos que acaban de llegar desde Sarmatia y está muy confiado. Ayer mismo huía hacia más allá del muro que edificó Adriano; hoy, después de que millares de hombres se le hayan unido en Dacia, se atreve a plantarnos cara.

—¿Podremos con tal inmensidad de enemigos? —quise saber.

—¿Lo dudas? —respondió impasible, sin dejar de mirar hacia el horizonte—. Tenemos aquí concentradas a las mejores fuerzas del Imperio y, además, entre hoy y mañana esperamos que vayan llegando el resto. Treboniano Galo avanza por el Danubio para cortarles el paso y Aurelio Claudio los envolverá por detrás, atacándolos en la retaguardia desde la Scytia Minor. Esta vez no tienen escapatoria.

Esa misma noche, cené con él y con los viejos camaradas de la guerra de Panonia. Alguien dijo que el agua de las llanuras era veneno, así que bebimos vino en cantidad. Antes de retirarnos a dormir, hablé con Herenio en la puerta de la tienda. Apenas había llamas encendidas en el campamento y todo estaba bañado por la luz azulada de la luna. Un frío intenso y un aire cargado de humedad llegaban desde el norte y helaban los huesos, de manera que decidimos echar el último trago allí mismo, a la intemperie. Conocía bien a Herenio. Era frío como un pedazo de mármol, pero algunas veces se inflamaba su espíritu con el vino, algo que jamás había apreciado en su padre. Entonces se desvanecía esa especie de cortina de impasividad que le cubría, y aparecía el hombre de corazón ardiente cuya imaginación parecía desplegar las alas. Aprovechando ese momento, quise saber si verdaderamente se consideraba el dios en que le había convertido el destino. Para sorpresa mía, se echó hacia atrás y, sonriendo hieráticamente, contestó:

—¿Dios? ¡Vamos, Félix, no me vengas con eso! ¿De verdad supones que he llegado a creerme que soy un dios? ¡Qué tontería!

—Roma lo cree —dije—. La adoración de César es el centro de la religión romana. Su creencia es que el emperador romano reinante, encarnando el espíritu de Roma, es divino. El emperador Decio, tu padre, y tú, como coaugusto, sois divinos para Roma.

—Decio no se considera divino —contestó—. Y tampoco yo. Mi propio padre me dijo, cuando me entregó la púrpura, que ni siquiera Augusto quiso aceptar el título de dios. Y

no creo que ningún emperador de los que nos han precedido, excepto algún descentrado o loco, como Caligula o Heliogábalo, se hayan creído eso de la divinidad... No salía de mi asombro escuchándole decir todo aquello. Quería hurgar en su interior y seguir ahondando en esa veta de espontánea sabiduría que se le había despertado con el vino. Deseando continuar con el tema, le pregunté:

—Entonces, ¿quién se inventó todo eso?

—Los hombres inventan dioses para llenar de gloria sus propias acciones o para explicar la confusión que en el fondo les hace sentir este mundo complicado. Mi padre, Decio, me dijo un día muy en serio que la divinidad del emperador la inventó el Senado romano, que es lo verdaderamente inteligente que supo crear nuestra civilización. Cuando un emperador moría y había sido honesto, recto, justo y valeroso, el Senado le reconocía el tributo, proclamándolo dios. Así impulsaba a los princeps a comportarse de forma más valiosa para nuestro Imperio. Era como un acicate, para beneficiar al poder supremo. A partir de Tiberio, este proceso se desvirtuó. Entonces los emperadores comenzaron a proclamarse dioses antes de haber muerto, pero supongo que ni el Senado ni ellos mismos se creyeron nunca que lo fueran en vida. De hecho, ya sabes lo que se cuenta por ahí de Vespasiano; que cuando estaba gravemente enfermo en el lecho de muerte y el médico le preguntó cómo se sentía, respondió: «Muy mal; siento que me estoy convirtiendo en dios.»

Los dos reímos por aquella historia tan graciosa y después bebimos. Permanecimos en silencio un rato. Herenio me parecía mucho más maduro. Su aspecto noble y sus rasgos tan perfectos le daban el aire de lo que era. En aquel momento pensé que ninguna de las estatuas que hicieran de él le haría justicia. Tal vez para animarle, comenté:

—El pueblo sí que se cree todo eso. Creo que la adoración del César es en el fondo un arrebato espontáneo de gratitud a Roma. Nuestra civilización ha sabido reemplazar la opresión caprichosa y titánica de los reyes del mundo. La seguridad ocupa el lugar de la inseguridad; es la pax romana lo más grande que le ha pasado jamás al mundo. Los caminos abarcan las tierras del Imperio, puentes, hermosas ciudades... ¡Ojalá todo eso esté siempre a salvo!

—Eso es —observó él—. Roma representa todo el poder fuerte y benévolo de nuestro Imperio. ¡Es a ella a quien hay que adorar! A la civilización, pero nunca a los hombres. Los hombres no somos nada. Claudio, por ejemplo, que sucedió a Caligula y que era muy sabio, desaprobó que los sacerdotes le rindieran culto y le edificaran un templo. «A Roma y a los dioses eternos hay que adorar, no a los notables», les dijo en una carta.

—¿Ningún hombre, pues, es dios para ti?

—No, ninguno.

—¿Ni siquiera Alejandro Magno?

—Ni siquiera él —respondió convencido—. En un libro de Marco Aurelio leí que

«Alejandro de Macedonia y su mulero una vez muertos se convirtieron en lo mismo. O

bien regresaron a las mismas razones seminales del Universo o se dispersaron de igual manera en los átomos».

—La muerte nos hace iguales —observé—. Ciertamente, eso es una gran verdad. Pero no todas las muertes son iguales.

—No, desde luego que no. Por eso debemos luchar valientemente por Roma. En ese momento, en el que uno entrega lo máximo de sí mismo, la vida, es cuando nos acercamos más a lo divino.

—¡Qué curioso! —exclamé—. Eso que has dicho va a parecerse, aunque por un cauce diferente, a lo que dicen los cristianos. Ellos valoran más que nada el hecho de entregar la vida por los demás. A Jesús le llaman «Señor» por eso, porque entregó su vida. Él rió y después me dijo, muy en serio:

—¡Bah! Desde luego, no es lo mismo. Si por los cristianos fuera, todo lo grande de nuestra civilización sería trastocado. Ellos desdeñan el poder de Roma, porque creen en otra vida, en otro mundo que han inventado, y esperan nada menos que la destrucción total de Roma.

—¿Quiere decir eso que perseguirás tú también a los cristianos?

—Sí. Si siguen empeñados en querer crear un mundo aparte. Que digan «César es Señor» y después adoren al dios o diosa que quieran, en tanto y cuando esa adoración no infrinja la decencia o el orden. Roma es así. Es a causa de nuestro Imperio vasto y heterogéneo, con muchas lenguas, razas y tradiciones, que necesitamos una fuerza Unificadora. Es la religión romana y el emperador la única fuerza capaz de soldar tal variedad y extensión.

—Esa pretensión es demasiado exigente —repuse—. También Marco Aurelio dijo que

«Es cruel no permitir a los hombres que se muevan hacia las cosas que resultan apropiadas y convenientes para ellos». Y Virgilio que «Roma siente que su destino es tener piedad de los caídos y derribar a los orgullosos».

Cuando dije aquello, vino a mi mente un himno que le había escuchado cantar a Fidelia y que decía algo así como: «Dios enaltece a los humildes y derriba del trono a los poderosos.» Herenio me miraba con sus ojos grises, heladores. Me preguntaba de dónde vendría un alma tan extraña: ardiente hasta consumirse por un lado y frío como un carámbano por otro. Así era aquella raza nacida en la misteriosa Iliria, montañosa y accidentada, que daba los más duros guerreros del orbe.

Al día siguiente aparecieron en Forum Trebonii más bárbaros que nunca. ¿De dónde habían salido? Parecían brotar de la misma tierra, como el pasto en la pradera. Decio se reunió con los generales y decidió dar la batalla sin esperar un solo día más. Se ofrecieron los sacrificios y todos los ejércitos se aprestaron al combate. Antes de que nos diera tiempo a pensarlo, estábamos atravesando la llanura en formación. Me correspondió ir al lado derecho del emperador, muy próximo a Herenio, comandando la caballería más selecta, que debía maniobrar obedeciendo las órdenes directas de los augustos y protegerlos en todo momento. Era una gran responsabilidad.

El día estaba frío, húmedo y triste. Comenzaban a verse oscuras nubes hacia el norte y la bruma cubría los pastos que chorreaban agua. Mientras avanzábamos, todo el mundo iba en un absoluto silencio, donde el fragor de los hierros, las pisadas y el jadeo de tantos miles de hombres y caballos recordaba el murmullo de un mar embravecido. Pronto empezó a llover intensamente.

Al poco rato empezaron a verse grupos de bárbaros en los cerros y bandas a caballo recorriendo el vasto horizonte que teníamos delante. De repente, una extensísima línea oscura formada por una multitud inmensa de hombres apareció muy lejos dirigiéndose hacia nosotros. Las trompetas de nuestro ejército sonaron por doquier dando los primeros avisos.

Yo no perdía de vista a Decio, que iba hierático sobre su montura, con el cetro en la mano que sostenía las riendas y un gran escudo revestido de oro en el otro brazo. Le vi estirarse para otear la lejanía cuando uno de los generales le hizo señas agitando las manos y le señaló hacia el este. Entonces oí, como él acababa de hacer, el fragor de un combate en alguna parte.

—¡Es la Decimotercera Legión Gémina! —gritó alguien.

En efecto, hacia oriente las tropas mandadas por el tribuno Aurelio Claudio habían entrado ya en el escenario de la batalla y se apreciaba claramente que empujaban aplastándolas a las hordas bárbaras en todo el lateral izquierdo. El estruendo no dejó de crecer mientras nos acercábamos. Vi a Decio levantar la mano y tirar de las riendas de su montura. Se detuvo y dio las órdenes oportunas a los heraldos. Sonaron las trompetas dando la orden de ataque. La excitación y el ciego entusiasmo de la batalla se apoderó de nuestros hombres. El atronador rugido de los cascos de los miles de caballos brotó de repente. Las voces expertas gritaron:

—¡Por Roma! ¡Por el emperador!

Luego vi la escena más salvaje y excitante que jamás había visto en una batalla. En un instante, caballos y hombres estaban envueltos en un indescriptible combate. Y nos animamos al notar que los godos habían agotado todos sus proyectiles para hacer frente al primer ataque recibido. Y descubrimos que, a pesar de su superioridad numérica, iban en desorden, con armas poco manejables, y sus caballos, pequeños y de pelos desgreñados, parecían insignificantes frente a nuestras corpulentas monturas, con expertos lanceros dé

relucientes armaduras. Nuestras altivas banderas y el orden del ataque terminó de desconcertarlos y se pusieron a darse la vuelta para huir despavoridos. No se les dio esa oportunidad. Empezaron a caer como moscas a nuestros pies y casi desaparecían en el barrizal que se estaba formando.

Pero enseguida apareció por detrás otra línea de bárbaros más grande si cabe que la anterior. Las trompetas ordenaron reagruparse a nuestro ejército y, sin darnos descanso, nos lanzamos a un segundo encuentro. Esta vez las flechas, como un granizo, volaron sobre nosotros y causaron bajas. Pero también ahora conseguimos poner en fuga a los godos. Vi las espaldas del enemigo en una desenfrenada huida y muchos de los nuestros empezaron a gritar victoria.

—¡Esto es pan comido! ¡Son nuestros! —se oía por todas partes.

Avanzamos de nuevo. Al mirar al frente, vi a lo lejos lo mejor de la caballería goda: miles de guerreros gigantescos y cubiertos de recias pieles, con cascos puntiagudos, lanzas largas y pesadas mazas. Sobre un altozano, un nutrido pelotón rodeaba al que debía ser el rey Cniva, que estaba impasible, sobre un enorme y poderoso caballo, como esperando a que llegásemos a él. Me invadió una sensación extraña, como una impaciencia y un raro sentimiento de irrealidad.

—¡Es él! ¡Sin duda es él! —oí gritar a mi lado.

Miré y vi a Herenio, como un dorado dios atronador, alzando la jabalina, encabritando a su caballo y haciéndolo levantarse sobre sus patas traseras. La vanguardia de la tropa le rodeó.

—¡Vamos a por él! —seguía exclamando el coaugusto con la voz ahogada por el clamor—. ¡Seguidme! ¡A por Cniva! ¡Acabemos con ese perro de una vez!

La lluvia nos azotaba. Estábamos empapados, pero no sentíamos el frío a causa de la excitación y el esfuerzo del combate. Sin dudarlo, me fui hacia delante para ponerme al lado de Herenio, pero noté que mi caballo se hundía en el barro.

—¡El suelo está anegado! —le grité—. ¡Con tanto barro esto se está poniendo imposible!

Pero, en aquel mismo instante, algunos impacientes cabalgaron hacia el frente, poniéndose delante de nosotros. Entonces el ataque se desató súbitamente, sin que ninguna trompeta lo ordenase, y nos vimos de repente lanzados hacia donde estaba Cniva.

Otra lluvia de flechas, lanzas y piedras cayó sobre nosotros. Sentí los impactos por todas partes, pero no reparé de momento en que una punta me había entrado por un lado, entre la coraza y el costado derecho. Miré a Herenio y le vi con el escudo lleno de flechas rotas y clavadas y el peto de la armadura abollado. Pero estaba entero y continuaba su alocada carrera seguido por un desordenado grupo de poco más de un centenar de caballeros.

De repente, aparecieron a lo lejos incontables arqueros que descargaron una nueva oleada de proyectiles sobre nosotros. Cubrí mi cara con el escudo y, cuando lo bajé, vi a Herenio llevarse las manos al cuello. Una saeta le había atravesado de parte a parte. Soltó

un horrible grito de dolor y se desplomó. Aprovechando que gran parte de nuestros caballeros nos rebasaban, descabalgué y me dispuse a asistirle. Saqué el yelmo de su cabeza y vi sus ojos quedarse en blanco. Le manaba sangre abundante de la herida que corría por el oro de la coraza y bajaba mezclada con agua para caer sobre el barro. En un momento, me pareció que todo fue silencio a mi alrededor. Después alcé los ojos al cielo, tal vez llevado por la sensación de que esa muerte era irremediable. A pocos pasos, delante de nosotros, Decio se acercaba sobre su caballo. Miró a su hijo caído y vio la flecha atravesando la garganta y el cuerpo vaciándose de sangre. Se llevó un puño apretado a la frente e hizo un gesto de rabia y dolor a la vez.

—¡Déjalo! —ordenó—. ¡No os detengáis! ¡Sigamos adelante! ¡Es un soldado más!

Y en violenta carrera se lanzó de nuevo hacia el lugar donde resistían los bárbaros rodeando a Cniva. Yo obedecí y me fui hacia el caballo. Pero, a causa del tiempo que tardé en volver a montar y colocarme las armas, me quedé rezagado con respecto a los caballeros que le seguían enfurecidos con ensordecedores gritos. Detrás de nosotros, todo el ejército se precipitaba en pos de nuestro emperador sediento de venganza. Aún me estremezco al recordar lo que sucedió a continuación. Los caballos empezaron a frenarse cuando sus patas se clavaban en una extensa zona anegada. Los que venían detrás se echaban sobre los de delante, en una confusión que batía la tierra reblandeciéndola más y haciendo que brotara agua, como si el suelo desapareciera bajo lo más granado de la caballería romana. Decio destacaba delante, luchando contra este inesperado contratiempo. Se le cayeron las armas y forcejeaba tirando de las riendas. No tardó en desaparecer su gran caballo debajo suyo y finalmente comenzó a hundirse él. Su dorada armadura y su capa purpúrea no eran sino una maraña de oscuro lodo, juncos y plantas del humedal. Alzó las manos crispadas, como clamando al plomizo cielo que no dejaba de enviar lluvia, y lanzó un alarido de rabia.

Los godos, desde el altozano, brincaban de alegría y aullaban de placer contemplando la escena. Cniva agitaba su poderoso brazo blandiendo la maza, orgulloso, henchido de satisfacción. Y nadie de nuestro ejército podía hacer nada, puesto que nuestros proyectiles no alcanzaban a tal distancia y entre ellos y nosotros se abría un abismo de barro que se tragaba a cuantos intentaban atravesarlo. Transido de impotencia y de dolor, corrí a un lado y otro, buscando la manera de encontrar alguna solución; pero veía que el desenlace era inevitable.

Decio desapareció delante de nuestros ojos, junto a sus mejores generales. La tierra se los tragó. Fue una visión apocalíptica.

No pudimos ni siquiera rescatar su cadáver, porque enseguida cayó la noche y no dejaba de llover. Tampoco encontré el cuerpo de Herenio. Pisoteado por los caballos debió de hundirse también cuando la masa de nuestras tropas comenzó a retroceder desorientada, aterrada y sumida en una angustiosa y descontrolada sensación de fatalidad.

Era imposible encender antorchas, puesto que todo estaba mojado. La noche era tenebrosa, sin visibilidad alguna, y un frío atroz comenzó a dominarlo todo. Perdidos, acosados por las bandas de los bárbaros que conocían a la perfección los pasos, y sin saber hacia dónde dirigirnos, emprendimos una retirada sin orden ni concierto. 59

Durante días nos batimos en retirada, con terribles encuentros con los bárbaros en los que combatían la desesperación contra la pena y la rabia. Muchos de nuestros hombres habían perdido sus caballos en el barro, y los que los conservábamos los veíamos agotados. Las armas se llenaron de herrumbre, pues la implacable lluvia no cesaba para colmo de nuestras desdichas. Fueron batallas sangrientas, a ciegas muchas de ellas, difíciles, azarosas, que teníamos que reanudar incesantemente. Nuestra fortuna se había cambiado y todo parecía volverse en nuestra contra: el terreno se hundía bajo los pies y nos impedía permanecer firmes; los que avanzaban resbalaban y nuestras pesadas armaduras parecían hacerse inservibles, deslucidas y llenas de óxido. En tan incómodas condiciones, los bárbaros nos acosaban sin tregua, acostumbrados como estaban a los terrenos pantanosos. Nos herían desde la distancia con sus flechas, desplazándose de un lado a otro con rapidez, por los pasos que conocían a la perfección; secos ellos, gracias a sus pieles que les protegían del agua y del frío, mientras que nosotros no conseguíamos dejar de estar empapados.

Caídos el emperador y el coaugusto sin que ni siquiera pudiéramos recuperar sus cuerpos, la desolación reinaba en el ejército. Era como si el sol se hubiera eclipsado permanentemente y no recibiéramos luz por parte alguna. Estremecía ver a los soldados llorar y arrojar sus ídolos y amuletos con rabia contra el barro. Se había malogrado la victoria de la que todo el mundo estaba seguro y en la que pusimos lo mejor de nosotros mismos. El choque brusco del zarpazo recibido y la variación inevitable del curso de nuestra suerte nos hacía incapaces de defendernos frente al sentimiento más terrible de fracaso. Muchos se quedaron estancados, paralizados, inmóviles, en aquel instante crucial de abatimiento que conllevaba tal frustración, y renunciaron a cualquier intento de lucha. Se les vio dejarse matar, no por cobardía, sino por incapacidad de remontar su abatimiento.

En nuestra desesperada huida hacia las regiones seguras del suroeste, perdimos millares de soldados. Y menos mal que a los godos no les dio por perseguirnos, tal vez temerosos de que pudieran llegarnos refuerzos, pues, si verdaderamente se hubieran hecho conscientes del desorden y terror que nos acuciaba, habrían exterminado el grueso de las tropas romanas. Pero en la Mesia inferior por fin nos dejaron en paz. Aunque Cniva trató a los prisioneros con una crueldad implacable que vino a aumentar la angustiosa sensación de exterminio y devastación.

Para colmo de todos los males, la facción de todas las tropas que guiaba Treboniano Galo por el Danubio no daba señales de vida. Ni llegaron a tiempo para frenar a los bárbaros, ni fueron en nuestra busca para socorrernos. Entonces empezó a circular por el ejército la voz de que el culpable de la muerte de Decio era Galo, que previamente se había puesto de acuerdo con los godos. Jamás creí ese rumor, porque de los comandantes romanos presentes en el combate él era el más meritorio y el más cercano al emperador. La noticia de la derrota sufrida corrió como el fuego por todas partes generando una angustia en las gentes como jamás se había sentido. Grandes masas de población comenzaron a desplazarse y vinieron a incrementar el caos en las provincias danubianas. La gente se hacinaba junto a las orillas de los ríos, junto a las ciudades, a la intemperie, por temor a que las hordas regresasen aprovechando la falta de defensa. Entonces el frío y las enfermedades empezaron a hacer estragos. Miles de cadáveres se extendían por doquier.

Por mi parte, todo aquello me afectó mucho. Nunca me había sentido más solo. Era como si me viera apartado de la vida, arrojado al margen y despojado incluso de mí

mismo. Mi corazón estaba seco, como un pedazo de corteza de encina, y mi alma era un abismo oscuro. Me preguntaba quién era yo y el porqué de vivir, con un desgarro que en ninguna otra ocasión había experimentado. Caminaba errante, hacia donde aquella masa deshecha y moribunda se dirigiera.

Estaba herido en el hombro y apenas me preocupé de la herida, porque el mal físico no me importaba, era mi espíritu el que sufría el quebranto, barruntando que ya jamás hallaría cura. Todo se había hundido. Roma también me era indiferente. Acudió a mí una especie de compasión propia, como un lamento de existir. Y muy adentro me brotó incluso un sentimiento de culpa.

Me remordía el daño que podía haber causado en mi vida y creía que la presencia de tantos males se debía a cuanto pudiera haber hecho sufrir a quienes de una forma u otra me amaron o estuvieron pendientes de mí alguna vez. Más que un razonamiento, esta experiencia era una pasión del ánimo, originada por no haber caído en la cuenta de que no había hecho nada a favor de nadie, ni había sabido valorar el amor gratuito recibido en mi vida. «De cuanto me ofrecieron tomé lo que quise —me decía mi interna voz—, pero

¿cuánto he dado?» Es cuando todo se ha perdido, cuando se empieza a valorar lo que se tuvo.

Mientras caminaba hacia el sur, siguiendo al ejército que se movía cabizbajo y con gran lentitud por las tierras de Dalmacia, vi la sombra de la muerte en las personas que fuimos encontrando a nuestro paso. Era enero y había cesado la lluvia. Un tímido sol invernal parecía querer enviarnos algo de aliento. Pero la sombra del terror estaba en los rostros de los campesinos, de las mujeres y de los niños que salían a ver el paso de los soldados. En Aquilea recibimos al fin noticias. El Senado confirió por decreto el título imperial a Hostiliano, el único hijo superviviente de Decio. Era una justa muestra de consideración a la memoria del hombre valeroso y honesto que fue. Aunque pronto se supo que se dio rango similar a Treboniano Galo. No se podía encontrar otra solución más favorable para intentar poner en orden al afligido Imperio. Hostiliano era joven e inmaduro para una responsabilidad tan alta, y se necesitaba a alguien con experiencia y autoridad sobre las tropas para solucionar la grave crisis desencadenada en el Danubio. Galo consiguió

reconducir las cosas en un par de meses, dando gruesas sumas de oro y suministrando todo tipo de víveres a los godos para facilitarles su deseada marcha hacia sus tierras del este. También les prometió el pago de fuertes tributos anuales si no regresaban, concluyendo con ellos una paz no muy honrosa. Pero ¿qué otra cosa se podía hacer?

Tuvimos que permanecer en el norte a la espera de que cesasen las nieves en los pasos de las montañas. El invierno fue muy duro ese año. El viento frío llegó bramando y millares de olivos se quemaron helados.

En aquellas noches oscuras, tiritando en mi barracón, me pasaba veladas enteras meditando delante del escaso fuego que podíamos encender, pues hasta la leña fue escasa. Me quedaba con la mente en blanco, con la mirada inmóvil, fija en las llamas y en las brasas palpitantes. Era ése el único momento en que me sentía algo iluminado por dentro. Entonces venía a mí la nostalgia. Era un deseo, un anhelo, provocado por el sentimiento de aridez de mi corazón, de vaciedad, de hambre de cosas que, dolorosamente, nos hacen falta: de tranquilidad, de paz, de descanso, de bondad, amparo y amor. Recordaba a Fidelia y a la pequeña Felicitas. Me preguntaba qué harían, tan lejos como estaban, y buscaba imaginarlas bajo el sol, arropadas por la luz meridional, sonrientes de calor y felicidad. Deseaba estar junto a ellas, rodearlas con mis brazos y fundirnos en amor. «¡Oh, si volase este tiempo! —me decía—. ¡Oh, si las horas corrieran con más prisa, para que llegara la hora deseada!»

Cuando por fin empezó el buen tiempo, hacia mediados de marzo, unos temblores de tierra, acompañados de fuertes mareas, sacudieron la región mediterránea contribuyendo a que el terror no terminara de alejarse. Pero lo peor aún no había llegado. Obedeciendo a la orden del Senado, emprendimos la vía Flaminia en dirección a Roma. En pleno camino, ya en Spoletium, nos llegó una ligera brisa que trajo a nuestro olfato un repugnante tufo. La peste había llegado al corazón del Imperio. La gente huía de las ciudades y se moría en cualquier parte. Los zorros y las alimañas devoraban los cadáveres junto a los caminos y a las puertas de Roma se podía sentir el aliento de la muerte. Con el húmedo y asfixiante calor de mayo de aquel año lluvioso, nos vimos de repente frente a la muralla, a cuyo pie se alzaban inmensas piras donde los cuerpos eran consumidos por las llamas que lanzaban oscuras y pestilentes humaredas a los cielos. Alrededor de la ciudad flotaba el olor del agua putrefacta de las lagunas y de los canales, y una fila humana cargada con pesados fardos y enseres de todo tipo la abandonaba en dirección a los campos, aun sabiendo que llevaban consigo el pavoroso mal.

Muchos soldados desertaron y escaparon hacia sus provincias de origen. Habían sido valientes frente a los bárbaros, pero eran irracionalmente cobardes ante un enemigo invisible capaz de devastar por la mañana, a mediodía o, como un ladrón, por la noche. Las tiendas se habían cerrado y faltaba lo más esencial para vivir. Las muertes se sucedieron durante días, entre la gente pobre al principio, después entre la acomodada e incluso entre la nobleza patricia.

Estaba prohibido entrar en Roma, salir no. ¡Qué cosa tan absurda! Si el ponzoñoso mal había llegado ya al mismo centro de la Capital, como al resto de la Península. Hube de solicitar un permiso especial al Senado, que me fue concedido gracias a la intervención de Valeriano, pues a muy pocos se les permitía el paso, por importante que fuese su posición o cargo.

Entré por la puerta Colina, que era la única que permanecía abierta para visar el acceso restringidísimo. Me encontré la ciudad desierta, y las negras ratas cruzando las calles y las plazas a plena luz del día. La poca gente que había estaba en las casas, donde permanecía encerrada. El hedor dulzón de la muerte lo llenaba todo y supuse que no habría ya quien se encargase de retirar a los muertos. Al principio caminé desorientado, errando en la busca de las zonas que conocía, hasta que vi al fin en la Alta Semitia, la gradería del Quirinal que daba comienzo en las inmediaciones del Foro de Trajano. Pronto estuve en la plaza con árboles que se extendían delante de la residencia del Senador. En la puerta dormitaba un guardia de aspecto demacrado que avisó al mayordomo. El esclavo me reconoció

enseguida y me dijo:

—Mi amo no está en casa, pero te esperaba. Lo encontrarás en el palacio imperial. Le avisaron y hubo de acudir allí con urgencia.

Supe que algo grave había sucedido. Corrí hacia el Palatino y me extrañó que la guardia me franqueara el paso sin ninguna formalidad. Expliqué a un ordenanza que buscaba a Valeriano y se ofreció a conducirme hacia los salones interiores. Una gran agitación reinaba en las estancias que fuimos atravesando y en un momento me di cuenta de que senadores, oficiales y cargos preeminentes iban en la misma dirección que nosotros, con gesto grave, preocupados. Pero supuse que se debía a las desdichas que asolaban Roma.

En el gran peristilo del palacio interior, me topé de frente con la dura realidad de lo que sucedía: el césar Hostiliano había muerto a causa de la peste. Los senadores y la escasa nobleza que quedaban en Roma, arremolinados en torno al lecho de marfil donde descansaba el cuerpo inerte del pobre muchacho, se lamentaban y discutían entre ellos. Me di cuenta de que la autoridad se sentía inerme ante el cúmulo de infortunios. Distinguí a Valeriano entre los presentes y me dirigí a él. Su rostro estaba ensombrecido y como ausente. Abatido, fatigado y con temblorosas palabras, me pidió

que le acompañara a su casa. Así que regresé con él a su residencia. Atravesamos de nuevo las nobles vías de la más fastuosa parte de Roma. Los sacerdotes corrían de un lado a otro, aullando e invocando a los dioses. Una indescriptible sensación de abandono y desolación dominaba todo. El aire caliente se arremolinaba y levantaba el polvo acumulado durante semanas frente a las fachadas. El cielo estaba amarillento y el ambiente bochornoso. ¡Y ese olor a putrefacción, asfixiante!

En el interior del palacio del senador mi angustia llegó a su colmo. Los sacerdotes egipcios, con Macriano a la cabeza, se encontraban realizando una ceremonia de rito muy extraño: habían esparcido sangre por las paredes, las columnas y los suelos y quemaban sustancias resinosas que hacían irrespirable el aire. En el centro del peristilo habían entronizado a sus ídolos y por todas partes se veían visceras de animales sacrificados y despojos sobre los que zumbaban nubes de moscardones atraídos por la carne podrida. A un lado, estaba Salonina, ojerosa, con el pelo desgreñado y una profunda expresión de dolor en el rostro. Al verme se arrojó a mí y me abrazó.

—¡Félix! ¡Estás vivo! —exclamó.

No supe qué contestarle. Me miró entonces desde un abismo de tristeza y me cogió la mano. Tiró de mí y me llevó por los corredores hacia una alcoba. En una cama, sobre pétalos marchitos de rosas, había un cuerpo cubierto con un velo oscuro. Ella lo retiró y descubrió ante mis ojos una horrible visión: Dionisia muerta, con la piel pegada a los pómulos y los párpados hundidos en las oscuras cuencas, desnuda, comida por las llagas y los abscesos de la peste, sin color, sólo reconocible por su cabello dorado, ondulado y revuelto sobre los hombros.

Creo que lancé un desgarrado grito y salí de allí. Corrí por las estancias. Quería escapar de todo; de aquella visión, de la misma vida. Deseaba morir en ese momento, terminar, dejar de existir y desaparecer. Salí al exterior y la luz casi me cegó. El polvo azotaba, arrancado de los jardines por el aire, y se entraba en la nariz, ojos y boca... La vida me parecía cruel, desconsoladora y carente de sentido.

Fui por las calles, sin rumbo. Estaba sediento, famélico, extenuado, consumido por ver tanta desolación. Un irresistible impulso me llevó a través de la ciudad hasta los Foros. Los templos permanecían abiertos y los dioses estaban impasibles en sus doradas facciones. Experimenté la sensación de alejarme infinitamente de ellos en mi espíritu. «No existen —me dije—. En vano los han buscado, y no existen.»

Luego me quedé como vacío. Me derrumbé y caí sobre las gradas que ascendían a una de las cellas.

Ésa fue la primera vez que oré. Algo en mí se rebeló contra los pensamientos negativos y me brotó dentro un anhelo, el doloroso y desesperado deseo de que el sino del ser humano fuera algo más que únicamente esto.

Busqué a Dios en mi interior. A ese Dios. Al Dios de Fidelia, de Cipriano, de los cristianos..., de Jesús. No experimenté nada especial: ni consuelo ni esperanza. Sólo sentí

que ese Dios no se apodera del hombre contra su voluntad en un éxtasis que lo privara de la conciencia y de la libertad, pues sólo los espíritus del mal actúan de esa forma. Yo debía adherirme a Él, con toda mi voluntad y mis sentidos; a ese espíritu de suma bondad. Lamenté las veces que había sido energúmeno y esclavo de mis pasiones. Ahora no debía ser así. Debían desaparecer también las luces de mi razón, como de hecho me sucedía. Entonces brotó esa súplica profunda de la que me habían hablado. Era un sentimiento puro, auténtico. Era la experiencia de impotencia, de sentirme perdido, la que abría mi alma y me hacía clamar al único que podía redimirme, ayudarme, salvarme...

—¡Ven! —grité—. ¡Ven, Señor, a socorrerme!

Le llamé «Señor», pues le deseé dueño de mi alma y de toda mi vida. Supliqué por los míos, por el mundo, por la salud, por la paz... pedí vida, porque la vida es Él. Y le rogué

que me alzara del polvo.

Epílogo

Os escribo desde Lusitania, en las calendas de abril. Una deslumbrante luz primaveral inunda la mañana y el intenso aroma de la vegetación lo envuelve todo. Es Pascua. Anoche celebramos la nox sancta y en mi alma permanece la impresión dejada por la extasiada alegría de la resurrección del Señor. Frente a mi villa campestre, junto al río Anas, el paso calmado del agua, sin sobresaltos, libera mi alma. Un ligero rumor de la corriente se funde con el de la brisa, jugando con las tempranas hojas en las arboledas, donde van a perderse los cantos de los pájaros. Este estado puro y luminoso me hace sentir leve, insignificante en el gran espacio de la tierra. Pero no me encuentro solo. Dentro de la casa, en alguna parte, canturrea mi esposa Fidelia. Nuestros hijos y nietos se han ido a los campos para participar en el ágape primaveral con sus amigos. No andan muy lejos de aquí. También de vez en cuando oigo sus voces y sus risas. Es un buen momento para meditar.

Me hundo en los recuerdos y mi voz interior me habla. No siento amargura. Estoy en paz. Aunque... En mi espíritu persiste la nostalgia de una dicha sin fin, de una felicidad inmensa, inacabable. Es un anhelo indescriptible que me habla de otro lugar, de otra vida, donde quede plenamente saciado el deseo infinito. Sé que, aunque mi existencia sea mucho más larga, no lo será tanto como para colmar esa sed. En este mundo nada se remata del todo; ningún viaje puede darse por concluido; ninguna obra llega a finalizar definitivamente; ningún amor llena plenamente... Pero eso no significa de alguna manera que la alegría que ahora siento sea ficticia o artificial. Muy al contrario, recibo con inmenso agradecimiento la revivificación del corazón que experimento en este día. Es como ser capaz de percibir cómo unas cosas se relacionan con otras; capaz, por tanto, de disfrutar de ese reposo y esa confianza que me fueron arrebatados por acontecimientos pasados, inesperados o contrarios a las expectativas que me había hecho. Porque vivir es así: apenas un problema se resuelve, surge otro con él relacionado. Y es en medio de esas dificultades cuando uno descubre quién es, adónde va, quién le llama... Y son esas tribulaciones las que, iluminadas misteriosamente, terminan despertando la confianza incondicional, sin límites. Una confianza que no se debe al hecho de que veamos más o menos, aquí o allá, cómo salir airosos de los peligros; sino una confianza que se mantiene igual incluso frente a la muerte, o sea, frente a todo lo que puede llegar a faltarnos. Es una confianza total.

Hoy, envuelto en esta radiante luz, siento que todo permanece, que todo es eterno delante de Él. La primavera recién brotada es un símbolo maravilloso del éxtasis de vivir.

¡Qué definidas están las estaciones en Lusitania! Supongo que para cada uno los campos y los ambientes de su tierra expresan mejor que nada el ciclo vital. Creo que esto es cierto, porque en todo camino espiritual existe, indudablemente, un tiempo de penitencia, un tiempo de sufrimiento y de cruz y un tiempo de resurrección.

En Roma me sentí muerto. Incluso llegué a creer que la peste estaba en mí, ante tanta desolación y tanta muerte. Pero experimentaba al mismo tiempo una capacidad de resistencia que me resultaba verdaderamente insospechada y hasta milagrosa; una capacidad que me proporcionaba el hecho de creer en el único Señor que nos hace justicia. No era algo que provenía del entendimiento natural, sino del fondo de mi alma. Como si alguien hubiera depositado esa fuerza en mí antes de mi existir, y ahora se despertaba y clamaba desde dentro.

Él escuchó ese clamor, mi propio clamor. Mi esperanza se reanimó y me ayudó a ponerme una vez más en camino. Conseguí llegar al África proconsular, donde aún tuve que soportar la tensión que me producía la incertidumbre, pues no sabía si mis seres amados vivían o estaban muertos a causa de la peste. Muchas de las personas que conocía en Cartago habían muerto, algunas de ellas eran entrañables y queridos amigos. Pero, gracias a Dios, mi esposa y mi hija estaban vivas, sanas y salvas. Con ellas regresé a Lusitania, a mi ciudad. Ahora vuelvo a alegrarme al contemplar esta naturaleza que me parece sagrada, en la hermosura de sus paisajes, en su aire limpio y en la profundidad azul de su cielo; que me habla de Él. Porque abro los ojos, los ojos de la fe, que me hacen ver más allá, con una sabiduría más alta y un entender más sereno. Y

comprendo que sólo hay una tierra y una ciudad, adonde todos queremos regresar. Él vive en ella, en el silencio de sus santuarios y en el bullicio de sus plazas. Este pensamiento alegra mi vida y me reconcilia con la existencia, con sus males y sus bienes, durante mi permanencia en este mundo.

Nota histórica

En el siglo III el Imperio romano comenzó a vivir una aguda crisis que se arrastró

durante casi cincuenta años y que ha sido llamada «La anarquía militar», por ser una época de pronunciamientos militares en los que los emperadores salían del ejército para efímeros reinados que se sucedieron unos a otros. Todos murieron de muerte violenta, en combates o asesinados por motines o complots. Pareció entonces que todo se coaligaba para arrojar al mundo occidental en el terror y el desorden. La situación en el confín oriental se volvió muy peligrosa, pues el rey persa Sapor I, que desde los tiempos de Maximino había conquistado la Mesopotamia, amenazaba Antioquía, capital de Siria. Por otra parte, avalanchas de bárbaros penetraban en el interior del Imperio a lo largo de la frontera rinodanubiana dando lugar a constantes guerras. La paz romana estaba herida y ello conllevaba violentas consecuencias en el orden económico y social. Disminuyeron las rentas y la producción de víveres decreció rápidamente, escaseando cosechas y ganados. Muchas ciudades fueron arrasadas y el comercio se restringió. A estas desgracias vinieron a sumarse, a mediados de siglo, unos temblores de tierra, acompañados de fuertes mareas, y seguidos muy pronto por la peste que devastó la región mediterránea, especialmente Italia y África.

Como consecuencia de esta aterradora crisis, la sociedad romana empezó a ir a la deriva y perdió el sentido de la vida. Daba cada vez más la impresión de haber agotado sus energías vitales y no avanzar ya sino por el impulso del pasado. Y aquel hombre, decepcionado por lo que veía sobre la tierra, empezó a mirar hacia Oriente para buscar otros consuelos. Los cultos orientales arrojaron entonces una oleada de divinidades y de potencias sobrenaturales que hallaban todos ellos sus adoradores, poniendo en peligro la religión del Estado. La magia y la astrología se difundieron por doquier; y bullían los ocultismos y esoterismos. El fondo de estas creencias era el fatalismo, que veía en las determinaciones del hado o del destino los sucesos desdichados; lo cual era un reflejo del estado de ánimo de una sociedad que decaía irremediablemente.

Jerusalén en el siglo III

Quien visitara Jerusalén en el año 248 encontraría allí una ciudad bien distinta de la que conoció Jesucristo. Después de la sublevación judía de Bar Kokheba entre los años 132-134, fue arrasada completamente por Adriano, quien reconstruyó sobre su emplazamiento la Aelia Capitolina, con el clásico plano romano con decumano y cardo. Se prohibió el paso a los judíos para evitar conflictos y desaparecieron todos los vestigios de la antigua capital de Judea. Aunque los cristianos no podían acercarse a los lugares considerados santos por ellos, no perdieron la memoria de dónde se hallaban las preciadas reliquias en los sitios exactos donde sucedieron los hechos de la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Una prueba es el testimonio del obispo Melitón de Sardes, que peregrinó a Jerusalén durante este periodo de Aelia Capitolina. Más tarde, san Jerónimo, recogiendo esta tradición escribió: «Desde la época de Adriano hasta el reino de Constantino, por espacio de unos ciento ochenta años, en el lugar de la resurrección se daba culto a una imagen de Júpiter, y en la roca de la Cruz a una estatua en mármol de Venus. Se imaginaban los autores de la persecución que nos quitarían la fe en la resurrección y en la cruz si contaminaban los lugares sagrados con sus ídolos.»

La investigación arqueológica ha revelado la existencia de lugares de culto anteriores al siglo IV. Algunos sondeos practicados en la zona del Gólgota y del Calvario han hallado restos que confirman la confiscación de la zona por orden de Adriano para sustituir con cultos paganos los cultos cristianos. Se trata de auténticos vestigios de estructuras cultuales, y entre otros un pequeño altar. Bagatti-Testa en sus trabajos de excavación, que detallan en su obra Gólgota, hicieron estos descubrimientos. Además, es evidente que la antigua comunidad cristiana conocía este lugar. Y la presencia ininterrumpida de cristianos en Jerusalén desde Santiago el Menor hasta la época de Constantino (325 d. C), es una garantía de la conservación de esta tradición. Sabemos, por otra parte, que la cuidadosa indagación de santa Elena, madre del emperador Constantino y peregrina a Jerusalén en el año 326 d. C., le hizo llegar a la certeza de que la tumba de Jesús y el Calvario estaban donde se erigían el templo de Júpiter y la estatua de Venus. El propio Constantino ordenó la destrucción de tales monumentos paganos y la construcción en el mismo lugar de una gran basílica cristiana (según reza una carta enviada por el obispo Macario, patriarca de Jerusalén, que se conserva en los Archivos Vaticanos). Esta basílica fue visitada cincuenta años después por la peregrina hispana Egeria, y de su grandiosidad y belleza dejó constancia Eusebio de Cesarea.

En relación al Monte Sión, tenemos abundantes testimonios que nos hablan de que allí

existió un lugar de reunión y culto de las primeras comunidades cristianas. La arqueología ha encontrado restos de una edificación del siglo III y algunos grafitos que parecen ser de carácter cristiano. Los primeros historiadores de la Iglesia, Egesipo (s. II) y Eusebio de Cesarea (s. III-IV), nos hablan de las originarias comunidades de Jerusalén, como fieles guardianes de las tradiciones apostólicas. Eusebio escribe que en el Monte Sión se encontraba la sede del discípulo Santiago y san Epifanio da noticias de la existencia de una «pequeña Iglesia de Dios». Lo cual concuerda con los testimonios de un peregrino de Burdeos que visitó el lugar el año 333 y vio en el Monte Sión una «sinagoga», que es como los judeocristianos llamaban a sus iglesias.

Se asignan también a la comunidad primitiva tumbas escarbadas en las faldas del monte de los Olivos en los siglos I y II. Algunas capillas funerarias tienen pisos con mosaicos de escenas de la vida cotidiana y una tiene cruces y pájaros pintados en las paredes que por su estilo cabe ser asignada al siglo III (Finegan, Arqueology of the N. T.). Todo esto nos demuestra que en el tiempo que Jerusalén fue Aelia Capitolina los cristianos continuaron habitando en sus alrededores y peregrinando ininterrumpidamente.

El Discurso de la Verdad de Celso y su refutación por parte de Orígenes

Poco sabemos de Celso, excepto que fue un filósofo, posiblemente neoplatónico, que escribió a finales del siglo II el primer tratado científico en contra del cristianismo con el título de Discurso de la Verdad. El original de esta obra se ha perdido, pero puede ser reconstruido en parte gracias a los fragmentos reproducidos por Orígenes en su refutación. La tesis fundamental del Discurso de la Verdad es que la doctrina cristiana es una mezcla de errores surgidos de las prescripciones éticas fundamentales de los griegos y las locuras judaicas. El cristianismo constituye una gran necedad y un absurdo inventado por un

«atajo de tontos, necios, ignorantes, bobalicones e incultos (apaidentoi), hez de la peor sociedad, cardadores, zapateros y bataneros, que se infiltran por las casas para embaucar a gentes de su laya —niños y mujerzuelas insensatas— y tienen la altivez de proclamar que sólo ellos conocen el misterio de la vida feliz aquí y en la eternidad». En síntesis, para Celso la muerte en cruz es un escándalo que muestra que nada divino había en Jesús; y su resurrección, pura invención posterior. Considera que los seguidores del cristianismo son gentes sediciosas que se separan del resto de la sociedad en que viven. Exclusivismo este que daña al Imperio, al rechazar la religión oficial, que es indispensable para la unidad romana.

En el siglo III Orígenes refutó el Discurso de la Verdad, punto por punto, en su obra Contra Celso. Al parecer, fue su amigo Ambrosio quien le rogó que contestase al tratado de Celso, ya que causaba gran impresión a los creyentes, especialmente a los que estaban en vías de conversión, y era motivo de grandes dudas entre los fieles. Orígenes consideró primeramente que no era necesario responder a los ataques del filósofo pagano, puesto que las acusaciones no tenían fundamento y la mejor defensa debía ser el silencio. Pero posteriormente se creyó en el deber de obedecer a los ruegos de su amigo, pensando en los débiles en la fe, temiendo que hubiera quienes se conmovieran o hasta cayeran derribados por los escritos de Celso.

El historiador Karl Baus se hace eco de estos temores de los cristianos del siglo III con estas palabras: «Un pagano culto que, sin conocimiento personal del cristianismo, leyera el libro de Celso, en el que, con pretensiones de extensa erudición, se pintaba la amenaza a los bienes sagrados de la helenidad, difícilmente podía mostrar interés positivo alguno por religión de tan baja estofa. En muchos tuvo que afianzarse más fuertemente la convicción de la necesidad de que el Estado interviniera duramente contra un movimiento tan peligroso...» Me pareció que la viva polémica causada por la obra de Celso y sus repercusiones en la sociedad cristiana y pagana del siglo III debían aparecer en la novela Félix de Lusitania, pues me sorprendió que fuera precisamente en el año 248 cuando se escribiera la refutación de Orígenes. Es interesante la manera en que contesta a los ataques del pagano, considerando que la fe no es producto de la razón y que, por tanto, no puede ser destruida por la razón.

El Milenio de la fundación de Roma

En el año 244 de nuestra era vino a sentarse en el trono de los césares un árabe romanizado: Marco Julio Filipo, hijo de un jefe nabateo. Apoyándose en los elementos orientales del ejército consiguió eliminar a Gordiano III y ocupar su lugar. Concluyó con el rey Sapor de los persas una paz desfavorable para el Imperio, enviando embajadores a Ctesifonte con obsequios e intenciones halagadoras; contentó a los militares con donativos cuantiosos y marchó a Roma para proclamarse vencedor de la guerra contra los sasánidas. Puso en los puestos más importantes del Estado a sus parientes: dio a su hermano Prisco el mando de las tropas sirias, hizo de su hijo el co-reinante (augusto) y nombró a su suegro gobernador de Mesia y Macedonia. Después fue a Dacia para combatir a los carpios. Cuando creyó pacificado el país, más en apariencia que en realidad, regresó a Roma para proclamarse una vez más glorioso vencedor y recibir el título de Carpicus Maximus. En aquel año, el 248, los romanos consideraban que Roma cumplía, según la cronología de Varron, el milésimo año de su fundación. Para honrar esta gran efeméride, se desplegaron unas magnificentes celebraciones, con gran entusiasmo del pueblo, ceremonias, fiestas, juegos y alborozo general. Los sumos pontífices y sacerdotes celebraron sacrificios durante tres días y tres noches ante el emperador, a orillas del Tiber, y en las semanas siguientes se sucedieron los divertimentos ofrecidos gratuitamente por las autoridades.

Las guerras de las provincias danubianas

La situación interior y exterior del Imperio no justificaba la alegría con que se celebró el milenio de la fundación. El descontento general crecía a causa de la corrupción y el método de gobierno de los árabes, parientes y amigos del emperador que no hacían sino amontonar dinero. No tardó en estallar una rebelión en Oriente contra la rígida exacción de impuestos de Prisco.

Pero fue en la frontera del Danubio donde la situación se hizo cada vez más peligrosa. En Panonia el peligro no venía ya de los marcó-manos, como en los tiempos de Trajano; sobre la orilla izquierda del Danubio, desde su recodo hacia el sur, el terrible pueblo de los yácigas se agitaba en los alrededores de Tisia infundiendo gran inquietud. Cerca de la confluencia entre el río con el Drave estaba la guarnición de Aquincum, que cubría la colonia romana de Mursa y la capital de Panonia inferior, Sirmium, que había alcanzado fama en esta época por las manufacturas de armas y el ámbar que allí se vendía. Todos estos enclaves empezaron a estar constantemente amenazados por los bárbaros. Por otra parte, en Mesia, el siglo III fue desastroso para las colonias romanas. En el 235, la ola de bárbaros arrancó al Imperio las posesiones transdanubianas de Mesia inferior, y aún al sur del río aparecían constantemente hordas bárbaras que arrasaban ciudades, destruían fortificaciones o simplemente incordiaban e impedían una vida pacífica. También en Dacia cuados y marcómanos habían llevado la inseguridad a un estado crónico desde la época de Caracalla.

La reforma del ejército imperial del siglo III

Ya en tiempos de los Severos se habían producido importantes reformas en la organización militar. El sistema defensivo y la propia institución militar, creados por Augusto y desarrollados a lo largo de los dos primeros siglos, manifestaban a finales del siglo II síntomas claros de una grave crisis: la insuficiencia de un sistema de defensa estático frente a las presiones de pueblos exteriores cada vez más duras y, sobre todo, el deficiente grado de competencia de un ejército con serios problemas de reclutamiento, sin calidad, moral y disciplina suficientes, precisamente cuando más necesario era para el Imperio. Las más importantes e inmediatas reformas habían consistido en un aumento de la paga y el permiso del matrimonio legal para los soldados en servicio. Después se añadieron otras ventajas que convirtieron al ejército en el único medio de superación de los abismos sociales que eran inaccesibles por la extracción de origen. Al hacerse más atractiva la vida del ejército, la sociedad se militarizó. Entonces soldados y suboficiales empezaron a llenar las oficinas de la administración civil.

Ya en pleno siglo III, aunque no podemos determinar con exactitud el momento concreto, cambió la forma de guerrear. La legión tradicional pasó a la historia, por ser demasiado pesada y demasiado numerosa, no pudiendo actuar si no era rodeándose de cuerpos auxiliares más reducidos y variados. El nombre de «legiones» subsiste, pero es raro que el efectivo rebase en los destacamentos la cifra del millar de hombres. Se trata ahora de un ejército móvil, estacionado al lado del emperador o en lugares neurálgicos de las provincias, articulado en tropas de infantería de mil hombres, y unidades de caballería de quinientos jinetes (vexillatores). El armamento se modifica a la moda bárbara. La infantería abandona las armas tradicionales, el pilum, el gladium, la coraza metálica y el gran escudo; para adoptar ahora la lanza, la espada (spata), y la coraza de cuero. Los efectivos de caballería aumentan mucho y este crecimiento continuará en tiempos sucesivos, pues el ejército tiene necesidad de una gran movilidad. Se ha producido en esta época una oscilación de la vida militar que alcanzará su imagen definitiva con Diocleciano, tal y como sabemos a través de fuentes como la Notitia dignitatem o historiadores contemporáneos como Amiano Marcelino.

El emperador Decio

El año 248, en la frontera del Danubio la situación se hacía cada vez más insostenible. Los carpos emprendieron nuevas agresiones y los yácigas entraban en el territorio del Imperio cruzando una y otra vez el Danubio gracias a su habilidad batelera. Pero mucho más peligrosos se mostraban los godos que, aunque habían aparecido hacía ya tiempo en las costas septentrionales del Ponto, ahora se movían a lo largo del Danubio en un número y una actividad que empezaba a constituir una amenaza seria. Hasta este momento se les había detenido con grandes sumas anuales, pero Filipo se negó a pagar y se pusieron en peligroso movimiento. La ciudad de Marvanápolis opuso una encarnizada resistencia y se les consiguió detener en su vanguardia. Hubo batallas constantes, negociaciones, victorias y derrotas para las legiones. Hasta que los soldados, tal vez cansados por el escaso apoyo de Roma, se rebelaron y proclamaron emperador a un simple legado, Marino Pacaciano. El emperador Filipo el Árabe no se atrevió a ir en persona contra los rebeldes y envió al senador Decio al frente del ejército, con la orden de castigar severamente la osada sedición.

Decio era un ilirio de Bubalia, junto al Sirmio, y procedía de una familia romana al viejo estilo. Era un idealista cuyo objetivo era restaurar la antigua Roma, llegó a ser uno de los senadores más autorizados de su tiempo y su lealtad al Imperio estaba libre de toda sospecha. Fue un oficial abnegado que conservaba en sí las virtudes del espíritu militar y el amor a las leyes. Había triunfado por sus propios méritos y era ciertamente un hombre de gran valor, osado y decidido, lleno de buen sentido y honradez, que quiso educar a sus hijos en las tradiciones nacionales.

Por estas virtudes, el Senado y el emperador decidieron enviarle en el 248 a la frontera danubiana, a un área que él conocía bien y que estaba profundamente alterada a causa de la presión de los bárbaros y el amotinamiento de las legiones de Mesia y Panonia. Por haber sido en el pasado gobernador de estas regiones, tanto la población local como el ejército lo conocían.

Cuando los rebeldes supieron que se acercaba el ejército de Roma con Decio al frente, asesinaron a Marino e inmediatamente ofrecieron a Decio la púrpura. Las fuentes dicen que el senador fue obligado por la fuerza a aceptar la dignidad imperial, pues él se negaba categóricamente a traicionar a su emperador, y que, por temor a los peligros de una negativa, aceptó, aunque escribiendo a Filipo que apenas llegase a Roma depondría la púrpura. El emperador no le creyó y envió el ejército contra él. Decio no tuvo más remedio que defenderse. Las fortalezas de Aquilea y Concordia le abrieron las puertas y los ejércitos se le sumaron por doquier. Filipo fue finalmente asesinado por los pretorianos de Verona y el senador proclamado emperador por la unánime aclamación de las tropas.

La religión oficial del Imperio y el culto al emperador

A partir de las reformas introducidas por Augusto, la religión romana se convirtió en uno de los apoyos más sólidos del régimen imperial. Recogiendo en cierta medida la tradición anterior, religión y política estaban intrínsicamente unidas, perdurando esta situación a lo largo de los tres primeros siglos del Imperio. En líneas generales, salvo en casos aislados como Nerón, Caligula o Heliogábalo, los emperadores apenas se alejaron de las pautas marcadas por Augusto, presentándose como máximos protectores de la religión tradicional. En el siglo II, bajo los Antoninos, los cultos romanos alcanzaron su máxima difusión, al coincidir con una etapa de florecimiento económico y urbanístico. Siempre se deseó regresar a esta época desde los sectores más genuinamente romanos. Porque, paradójicamente, comenzó a imponerse la presencia de dioses orientales. Especialmente, en el siglo III, los viejos cultos romanos evolucionaron hacia la astrología e incluso hacia un politeísmo jerarquizado. Debido a la progresiva influencia del mundo oriental, la religión surgida en este período difería ya sustancialmente de la ideada por Augusto.

El marco idóneo para la propagación de los cultos romanos era la ciudad, donde se desarrollaban las prácticas ceremoniales destinadas a obtener la protección de los dioses. Cada colonia debía construir un Capitolio (templo erigido en honor de la Tríada Capitolina: Júpiter, Juno y Minerva), a imitación del existente en Roma. En definitiva, se pretendía que los fieles romanos ofrecieran a través de los cultos muestras de lealtad a los dioses oficiales del Imperio, al emperador y a la diosa Roma, y con ellos al orden establecido. La estrecha dependencia de la religión romana con el poder político se manifestaba sobre todo en su panteón, fuertemente jerarquizado, donde las divinidades oficiales ocupaban el lugar preeminente. Los sectores dirigentes impulsaron en los países conquistados la propagación de estos cultos como símbolo del Estado, intentando aglutinar en torno a las ceremonias oficiales a todos los individuos por encima de su origen étnico o su adscripción social.

En determinados momentos, especialmente en las épocas de crisis, el culto al emperador fue patrocinado especialmente por el Estado. Se trataba de que las ciudades proclamasen «César es Señor» y que después adorasen al dios o diosa que quisieran, en tanto en cuanto esa adoración no infiriera la decencia o el orden. Decio pensó que era necesaria una fuerza Unificadora que cohesionara el vasto y heterogéneo imperio que iba a la deriva. Y vio en la religión romana la única fuerza capaz de soldar tal variedad y extensión.

Esto no significaba que la divinización del emperador fuera aceptada por todos. Tampoco se les pedía que creyeran en ella. Simplemente, que la aceptasen pacíficamente y cumpliesen con el Estado. De hecho, se observa cómo en determinadas capas sociales resulta difícil aceptar plenamente la divinidad del emperador, sobre todo en el caso de los personajes próximos a la familia imperial o en la propia Roma; las preferencias en estos sectores se dirigían hacia los dioses capitolinos, que podían asumir más claramente los atributos de divinidad: grandeza, inmortalidad, poder... Otros grupos de la sociedad, en cambio, preferían el culto al emperador, sobre todo las aristocracias urbanas de provincias, que en múltiples ocasiones habían recibido especiales favores de la familia imperial. Unos y otros, a través de los cauces religiosos, trataban de ofrecer testimonios de fidelidad y adulación al poder establecido.

Sin embargo, en algunas religiones, Dios es demasiado grande y majestuoso para que el hombre pueda considerar divinizados a otros seres. En el cristianismo, por ejemplo, el título Kirios (Señor) sólo pertenece a Dios y a Él corresponde la suprema adoración y veneración, la humillación y la sumisión. Por esto, los cristianos eran incapaces de dar culto al emperador, ofreciéndole incienso o elevándole plegarias que sólo corresponden al único Dios.

El edicto de Decio

Decio quiso mantenerse en la línea de Trajano, su modelo; como él, veía síntomas peligrosos en la sociedad que amenazaban la antigua y tradicional forma de vida romana. En el campo de la vida espiritual se venía abajo la religión oficial que durante mucho tiempo cimentó la comunidad romana. En su lugar aparecieron nuevas concepciones religiosas, traídas sobre todo de Oriente, como el culto egipcio de Osiris e Isis, el persa Mitra, el germano Thonar, el sirio dios Sol y, finalmente, el cristianismo. Particularmente peligroso se presenta este último ante los círculos dirigentes, pues exigía de sus fieles negarse a dar culto a los emperadores y repudiaba a todos los dioses romanos. La paz que los cristianos habían disfrutado en los últimos cuarenta años, no sólo había aumentado mucho su número, sino fortificado también su organización social. El cristianismo echaba ya hondas raíces en el Imperio, en Roma y hasta en la misma corte. Muchos romanos estaban convencidos de que el mayor enemigo del Estado era el cristianismo. Y Decio, que no era por naturaleza un hombre cruel, decidió solucionar este problema mediante una sofisticada ley que no buscaba tanto castigar duramente el crimen de ser cristiano como hacerlo cesar. El año 250 se publicó un edicto que no quería martirios sino apostasías. Su contenido no se ha conservado, pero lo conocemos sustancialmente por las historias contemporáneas. Y así, hubo instrucciones enviadas a los magistrados para aplicar el edicto. Por él, los procónsules o gobernadores provinciales debían pedir a los súbditos el reconocimiento de la religión del Estado, sea ofreciendo sacrificios, participando en los banquetes sagrados o quemando incienso en los altares dedicados al emperador y a los dioses romanos. Los que cumplieran con este requisito, recibirían un billete de confirmación: el libelli o testimonio de adhesión a la religión oficial. En el Museo de Berlín se guardan papiros perfectamente conservados que son ejemplos de estos certificados. Lo importante, según se deduce de tales documentos, era que se diera una muestra externa de adhesión al culto pagano para ser incluido en las listas oficiales; después, en la intimidad, el ciudadano podía creer en lo que quisiere. Si no se cumplía con esta obligación, eran aplicadas las penas de cárcel, tormentos y confiscación de bienes.

El efecto del edicto fue terrible. Fueron numerosas las defecciones entre los cristianos. Algunos cumplieron totalmente el sacrificio pedido, otros se limitaron a quemar algunos granos de incienso, otros consiguieron con dinero el libellus y otros, finalmente, cedieron frente a las amenazas o bajo el tormento de las torturas. También muchos se mantuvieron fieles, firmes en la fe, y murieron; entre ellos el obispo de Roma, Fabiano, el obispo de Jerusalén, Alejandro, y el obispo de Antioquía, Babila. Orígenes fue arrestado en Cesarea de Palestina donde enseñaba entonces, fue sometido a torturas y murió poco después tras quedar enfermo y quebrantado a causa de tales sufrimientos.

De todo ello nos hablan los historiadores de su tiempo. Eusebio de Cesarea da abundantes detalles sobre esta persecución; pero son sobre todo las cartas de Cipriano de Cartago y el tratado De Lapsi los que nos presentan una amplia panorámica de aquellos acontecimientos.

Cipriano de Cartago

A mediados del siglo III el cristianismo se hallaba en un estado de verdadero florecimiento. A ello había contribuido el período de varias décadas en las que los cristianos habían gozado de relativa paz. Con todo esto, comenzaron a surgir templos, primero más humildes y sencillos, después más esbeltos y amplios. La Iglesia latina se desarrollaba principalmente en torno a Roma y a Cartago, pero la Iglesia de África manifestaba una personalidad más acusada al ser más homogénea y menos cosmopolita. En ella se dieron figuras singulares, como el escritor Tertuliano y treinta años más tarde la gran personalidad de Cipriano, obispo de Cartago.

Había nacido Cipriano hacia el 210, en la aristocracia romana de África, rico, muy culto, no sabemos a ciencia cierta si se inició en la vida como retórico o como abogado. Pero él mismo contó en su Carta a Donato que, cuando ya contaba cuarenta años, influido por el sacerdote Cecilio, se convirtió al cristianismo. Poco tiempo después fue ordenado sacerdote y, a fines del 248 o principios del 249, fue nombrado obispo de Cartago. Esta rápida promoción y sus características humanas e intelectuales le crearon enemistades entre los hombres de su tiempo. Se reveló hasta su muerte, en todas las circunstancias, como hombre de gran personalidad y autoridad que se imponía por la sola fuerza de su prestigio, sin constreñir a nadie. Le llamaban Papa Cyprianus, y la abundante correspondencia que conservamos de él nos habla del carisma que tuvo en la Iglesia de su tiempo. Pero lo que más alabaron de él sus contemporáneos fue la rectitud de pensamiento, la firmeza en la enseñanza, la nobleza de carácter, la generosidad y disponibilidad con los demás, y la fidelidad a sus deberes.

Todavía no hacía un año que ocupaba la sede episcopal, cuando se desencadenó la persecución de Decio. Huyendo de la amenaza que pesaba de manera especial sobre los obispos, Cipriano abandonó Cartago y se escondió en el monte con el objetivo de poder continuar dirigiendo desde allí su Iglesia. Esta actitud de prudente ocultamiento no fue bien vista por todos. En una carta que dirigió a Roma justificó su decisión de retirada y fuga de Cartago: «Reservarse para Dios, retirándose de la persecución con cauta prudencia.» El clero de Roma que estaba impresionado y edificado por el martirio del Papa Fabiano, se enteró del proceder del obispo de Cartago y le censuraron más o menos veladamente el haber abandonado su puesto en dos cartas llevadas a África por un tal Clemencio.

Las persecuciones contra los cristianos no cesaron hasta finales del año 250 debido a las invasión de los godos, pero dejará en el seno de la Iglesia muchas secuelas. Las numerosas apostasías plantearon el problema de la reinserción de los lapsos, es decir, de los que apostataron y, una vez desaparecido el peligro, quisieron retornar a la comunidad. La actitud de Cipriano fue dura al principio, pero después pasó a una postura más condescendiente, readmitiendo a los que presentaban sincero arrepentimiento. En el tiempo de calma que siguió a la muerte de Decio, Cipriano aprovechó para reorganizar su Iglesia que había quedado mermada y resentida por la gran crisis. Conservamos numerosas cartas suyas de este período que nos dan idea del temple y la fe de este gran hombre, cuyo final relataremos en un apartado de esta misma nota situado más adelante.

El final de Decio

En el año 250, los godos, guiados por su jefe Cniva, penetraron en las tierras del Imperio en una gran masa calculada en unos cien mil hombres. Fueron frente a Nicópolis y, por los pasos de los montes Balcánicos, penetraron en la fértil Tracia, invadiendo después Mesia. El gobernador de la provincia, Lucio Prisco, había reunido a las fuerzas romanas en la fortaleza de Filipópolis, y al parecer realizó negociaciones secretas con los bárbaros prometiéndoles entregar la ciudad si lo proclamaban emperador. Las localidades vecinas fueron destruidas y, finalmente, Filipópolis arrasada.

A finales de año, acudió el propio emperador Decio al teatro de la guerra guiando las legiones. Los godos fueron rodeados y perseguidos por las armas romanas; dispersos unos y agotados otros, emprendieron el regreso hacia sus países de origen llevándose el botín, descontrolados y sin organización.

El emperador decidió llevarlos a una situación extrema y prosiguió la persecución hacia una oscura región de Mesia, próxima a la ciudad de Forum Trebonii (la Abrito moderna). El hijo de Decio, Herenio Etrusco, atravesó las montañas del Emo (los actuales Balcanes) y les presentó batalla frente a unas zonas pantanosas. El ejército godo formó en tres hileras y, posiblemente de forma deliberada, dejó una amplia ciénaga ante la tercera línea. En uno de los primeros encuentros cayó el joven Herenio de un flechazo, ante los ojos del padre. Éste como genuino romano, gritó a sus soldados: «¡No es sino un soldado menos!» Y se lanzó

hacia los enemigos para vengarle; pero llegó a la zona pantanosa y se hundió en el cieno, ahogándose ante los ojos de sus soldados y sus enemigos.

Puede sorprender este escalofriante final, pero no existe duda alguna por parte de los historiadores en que tales hechos se sucedieron de esta manera.

La peste

Treboniano Galo era el más meritorio de los comandantes romanos y el más próximo al emperador. Tras la muerte de Decio, se llegó a una paz no muy honrosa con los godos y se proclamó César a Cayo Valente Hostiliano, el único hijo superviviente de Decio. Sin embargo, se concedió un rango similar con más poder real a Galo. Este reinado es recordado por un triste hecho: la peste que como temible epidemia vino a causar terribles estragos en el Imperio.

La producción de víveres y de materias primas decreció rápidamente y se hizo patente la escasez de cosechas. Muchas ciudades fueron asoladas y el comercio se restringió. El mar perdió seguridad y volvieron los piratas. La situación del Imperio era muy grave. La población decreció alarmantemente y hasta el joven César Hostiliano murió a causa de la peste. De ella y de sus estragos habla Dionisio de Alejandría y Cipriano en su tratado De mortalitate.

Qué sucedió en los años siguientes

Decio había sido uno de los mejores emperadores romanos. Durante su reinado se consagró por entero a la reconstrucción de la unidad social y a la defensa del Estado tradicional. Su muerte inesperada, como la de su hijo Herenio, en quien estaban puestas todas las esperanzas de la sucesión, sumió al Imperio en el desconcierto y en la tristeza. Los males continuaron con la llegada de la peste y el recrudecimiento de los desórdenes internos. Esto envalentonó a los enemigos de Roma y los godos volvieron una vez más a causar estragos en las regiones danubianas. Galo no pudo organizar la defensa y el gobernador de la Mesia inferior, Marco Emilio Emiliano, los derrotó por iniciativa propia y por esto fue proclamado emperador por las tropas. Galo murió poco después asesinado. Emiliano no logró sostenerse más de cuatro meses.

En tan difícil situación fue proclamado emperador Publio Licinio Valeriano, que había sido un importante militar, jefe del ejército del Rin y perteneciente a una noble familia senatorial. Fue uno de los hombres de confianza de Decio, hasta el punto de ser nombrado Censor Supremo por éste, un alto honor que conllevaba la tarea difícil de velar por las tradiciones del Estado.

El cambio de emperadores había adquirido un carácter vertiginoso últimamente y la sensación de inestabilidad había llevado a las administraciones provinciales a gobernarse por su cuenta. Trataban de luchar contra las invasiones exteriores de sus territorios sin esperar ayuda del poder central, en aquel tiempo casi totalmente ausente, organizaban la defensa con ciertos éxitos. Pero un importante cambio se había producido ya en la sociedad romana: en la lucha contra los bárbaros estaban interesados sobre todo los estratos poderosos, mientras que a las masas trabajadoras no les importaba mucho, pues tenían poco que perder. Además, muchos esclavos y colonos procedían precisamente de estos bárbaros que amenazaban el Imperio desde el exterior y no se sentían propensos a luchar contra una invasión que para ellos no \o era tanto. Gran parte de la población provenía ya de los pueblos invasores y, sencillamente, no veían una amenaza en la llegada de nuevos miembros de sus razas o países de origen. Esto puede explicar la facilidad con que los bárbaros pudieron penetrar profundamente en las décadas siguientes. Sin embargo, con el acceso al trono de Valeriano, la posición del poder central pareció

consolidarse. Se mantuvo en el poder durante quince años, hasta el 268, a pesar de que tenía cumplidos los setenta cuando obtuvo la púrpura. Gracias a sus brillantes dotes militares consiguió cierta estabilidad. Nombró correinante a su hijo Galieno y detuvo durante un tiempo a los usurpadores que pretendían acceder al trono desde las provincias. Aunque no consiguió detener del todo las guerras civiles. Pero en el año 258 el vendaval de la crisis se alzó de nuevo: francos y alamanes rompieron el limes asolando las regiones limítrofes; de nuevo sirvieron de acompañamiento a las invasiones la enfermedad, el hambre y la muerte.

En algunos sectores estas desgracias fueron sentidas como una venganza de los dioses por el abandono de las prácticas paganas y la expansión del cristianismo. El propio emperador Valeriano, a pesar de ser un romano al viejo estilo, se dejó influir por magos y adivinos orientales. Su nuera Salonina le había presentado al teúrgo Macriano, que llegó a convertirse en consejero imperial y ministro de finanzas. Este oscuro personaje egipcio terminó convenciendo al emperador de que los cristianos eran los causantes del mal romano. Ello le permitió a Valeriano desencadenar una de las más duras persecuciones religiosas, especialmente dirigida contra las elites sociales de la Iglesia.

El fin de Cipriano

Cipriano había regresado a Cartago después de su ocultamiento en la montaña durante la persecución de Decio. Entonces se encontró con la peste del 252, con su secuela de calamidades públicas, que motivó en él tres tratados: De mortalitate, De opere et eleemosynis, Ad Demetrianum. Este último tratado va dirigido a un magistrado, Demetriano, que posiblemente, como los paganos de su tiempo, acusaba a los cristianos de ser responsables de las calamidades y desastres públicos. Cipriano refuta esta imputación y ataca de manera frontal la esclavitud, considerada ya absolutamente inmoral por la Iglesia. Las palabras del obispo son tan directas y tan «modernas» que sobrecogen:

«En cuanto al hecho de que hay continuas guerras, que aumentan la angustia, la escasez y el hambre; que la salud se quebranta al arreciar las enfermedades, que la peste causa estragos en la humanidad [...]. Te quejas ahora de la falta de abundosas fuentes, de aires saludables, de la falta de lluvia y de la escasez de frutos en la tierra, y de que ya no se prestan sus elementos a tus conveniencias y comodidades. Ahora bien, ¿sirves tú a Dios, por el cual todas las cosas están a tu servicio? Tú mismo exiges a tus esclavos la sumisión y, siendo un mero hombre como ellos, obligas a otro hombre a que te obedezca y se te rinda, y con ser ambos de una misma condición en el nacer y el morir, compuestos de la misma materia vuestros cuerpos, siendo del mismo principio vuestras almas, pues con el mismo derecho y ley se entra en este mundo y se sale de él, sin embargo, si no te sirve a tu discreción, si no obedece a tus antojos, con riguroso y exigente imperio de esclavitud, le azotas, le despedazas, le maltratas, le atormentas a cada paso con hambre, sed, con desnudez, con cadenas, y el ergástulo [...]. Júzgate a ti mismo y examina tu conciencia, en vez de juzgar a otros [...]. Te quejas de que el cielo se cierre para las lluvias, cuando en la tierra están cerrados los graneros; te quejas de que hay poca producción de frutos, cuando los que se producen no se reparten entre los pobres y necesitados; te irritas por la peste, cuando esa peste misma ha descubierto los pecados, pues ni a los enfermos se presta socorro, y la avaricia y la rapiña se ejerce sobre los muertos.»

Como vemos, se trata de todo un tratado sobre la igualdad, la libertad y la justicia; algo que verdaderamente era necesario en el decadente mundo romano, sustentado sobre una sociedad esclavista y opresora. Y hay un toque «ecologista» sorprendentemente actual. Cipriano criticó también a la propia Iglesia, que en muchos lugares se hacía cómoda y se congraciaba con el poder dominante para obtener privilegios, dinero o seguridad; denunció a los presbíteros que vivían inmoralmente y a los fieles que practicaban una doble moral, contemporizando con las costumbres perniciosas de la sociedad romana y pretendiendo a la vez llamarse cristianos. Las amargas quejas que el personaje que le representa en mi novela lanza están extraídas fielmente de sus obras. Tuvo que soportar cismas y graves enfrentamientos dentro de su comunidad, manteniéndose siempre firme y defendiendo fervientemente los valores en que creía.

Cuando arreció una nueva persecución en tiempos de Valeriano, fue citado el 3 de agosto del 257 ante el procónsul Aspasio Paterno, con el que debió de tener una buena relación y tal vez amistad, según se deduce de las cartas y actas. El procónsul le informó

del rescripto imperial y le condena al destierro en Cúrubis, donde permanece un año y desde dónde escribe sus últimas cartas, las cuales se conservan.

Pero más adelante, en el 258, regresa a Cartago, donde el procónsul era ya otro, una tal Galerio Máximo, que le condenó a morir decapitado. A continuación, reproduzco el relato de su muerte compuesto por el catedrático de Filología Clásica Julio Campos en su tratado sobre las Obras de San Cipriano, que recoge fielmente las actas de los procesos y la ejecución:

Ya se cumplía el año del destierro en Cúrubis, cuando fue reclamado Cipriano por el procónsul Galerio Máximo. El 13 de septiembre dos oficiales del séquito del procónsul se presentaron con soldados y le hicieron subir a un carro, conduciéndole a Sexti, cerca de Cartago, donde se hallaba el procónsul para atender a su salud. Galerio dejó el asunto para el día siguiente y Cipriano tuvo que pasar la noche en casa de uno de los oficiales del barrio de Saturno, de los alrededores de Cartago, tratado con gran deferencia y tomando su última comida con algunos amigos, entre ellos el diácono Pontius. Al enterarse de la prisión de Tascio, los fieles de la ciudad acudieron allá y se quedaron delante de la puerta durante la noche. Al día siguiente, 14 de septiembre, partió para el Ager Sexti, del que distaba un estadio, siguiéndole la gente cristiana como haciéndole un cortejo. El gobernador le hizo sentar en el Atrium Sauciolum sobre un asiento cubierto de un lienzo blanco. Como estaba sudando, un soldado cristiano le ofreció vestidos secos, con la idea de guardarse los del mártir, pero Cipriano los rehusó, añadiendo benignamente: «Nosotros queremos curar los males que habrán desaparecido indudablemente antes de terminar el día.» En seguida se le hizo comparecer ante el tribunal del procónsul en el Atrio citado y empezó otro interrogatorio:

—Eres tú Tascio Cipriano —preguntó.

—Lo soy.

—¿Eres el papa de la secta sacrílega?

—Lo soy.

—Los sacratísimos emperadores te ordenan que sacrifiques.

—Yo no lo hago.

—Reflexiona. Haz lo que se te ordena.

—En cosa tan justa no hay lugar a reflexionar.

Galerio Máximo consultó con sus asesores y pronunció con pena su sentencia en estos términos:

—Hace mucho tiempo que vives en sacrilegio. Has conquistado mucha gente a tu conspiración criminal y te has convertido en el enemigo de los dioses y de la religión de Roma. Los piadosos y sacratísimos emperadores Valeriano y Galieno, Augustos, y el nobilísimo César Valeriano no han podido atraeros a su religión. Por tanto, quedas convicto de haber sido fautor y autor principal de grandes delitos y servirás de escarmiento a tus cómplices en el delito: tu sangre enseñará a los demás a respetar la ley. El gobernador leyó la sentencia escrita en una tablilla: «Thascius Cyprianus es condenado a morir decapitado.»

El obispo respondió entonces: «Bendito sea Dios.»

A continuación gritaban muchos cristianos: «Que nos decapiten también a nosotros.»

Sin tardar se puso en marcha escoltado por soldados hacia el lugar de la ejecución, un campo cercado de árboles, donde se había congregado un inmenso gentío para ver el espectáculo. Muchos curiosos se subían a los árboles para contemplarlo mejor. Cuando llegó Cipriano, se despojó de su manto, se arrodilló, hizo una oración. Se quitó su dalmática, que entregó a los diáconos, y se quedó con la sola túnica de lino en espera del verdugo. Al llegar éste, le hizo entregar 25 piezas de oro. Los cristianos extendieron ante él lienzos y paños para recoger la sangre. Se puso él mismo la venda sobre los ojos y un presbítero y subdiácono le ataron las puntas del pañuelo, no pudiendo hacerlo él mismo, y sin demora urgió al verdugo a descargar el golpe. Éste temblaba y no podía empuñar con seguridad la espada. Al fin hizo un esfuerzo y abatió a la ilustre víctima de un golpe mortal.

Los cristianos, por temor a los paganos, depositaron por el momento su cuerpo en las proximidades del lugar de ejecución y por la noche, en medio de una solemne procesión y con antorchas, lo enterraron en la heredad de Macrobio Cándido, en la vía Mappaliense, junto a las Piscinas (un depósito de aguas).

La insólita muerte del emperador Valeriano y la sensación de que el

mundo llega a su fin

Hemos comprobado, una y otra vez, a lo largo de este relato cómo el Imperio se ve sometido a la más feroz de las crisis, desconcertado, asolado por guerras y enfermedades y aterrado por la muerte de sus augustos en el barro de los pantanos de Dobrucha o por la peste el único heredero.

Para colmo de males, sobre los años 259-60 los persas de Sapor toman Antioquía sin que sus atónitos habitantes, absortos en una función de circo, tuvieran tiempo para sobreponerse a la sorprendente aparición de los intrusos.

Valeriano partió inmediatamente y trató de expulsar a los persas de Mesopotamia, pero frente a Emesa fue derrotado y obligado a aceptar negociaciones de paz. Sapor pidió

entonces un encuentro personal con el emperador. La entrevista se produjo y, ante la sorpresa de todo el ejército romano, Sapor hizo prisionero al emperador Valeriano que fue llevado en cautiverio a la corte de Ctesifonte. La leyenda dice que el soberano de Roma, en calidad de esclavo del rey persa, debía prestar su espalda cada vez que éste subía al caballo. Según la tradición, toleró su desgracia con la presencia de ánimo de un estoico. Pero, finalmente, Sapor le mandó desollar vivo, hizo teñir su piel de rojo y colgarla como trofeo en el Diwan del Gran Palacio. Así lo refiere Lactancio. Y parece ser cierto que la piel del emperador se conservó como trofeo durante muchos años (Eusebio, Vita Constantinus). Aurelio Víctor, Orosio y Pedro Patricio recogen esta tradición. De los edificios que Sapor hizo construir en Nischapur, en el Korassan y en Kazerium, en el Fars, todavía hoy se conservan ruinas que pueden visitarse, donde hay relieves esculpidos en las rocas, en los cuales Sapor solemniza su victoria sobre Valeriano. En una de esas escenas, Valeriano está postrado sobre su rostro, ante el caballo del vencedor, y en otra presta homenaje de rodillas ante el rey persa.

Este insólito acontecimiento marca el punto culminante de la crisis del Imperio, poniendo en evidencia la debilidad del legendario poderío romano y servirá de inspiración a los sentimientos apocalípticos que verán en estos hechos el presagio escatológico del fin de los tiempos.

Y verdaderamente era un final, aunque no el apocalipsis que algunos quisieron ver en este terrible golpe. En el Imperio romano algo terminaba y comenzaba a operarse un cambio. El viejo sistema se venía abajo, pero no era todavía la destrucción final, sino un nuevo Occidente que despuntaba ya en el horizonte y que necesitaba verse reflejado en una renovada civilización.

En sí mismo, Félix de Lusitania, espectador, indeciso, voluble e incluso obnubilado a veces por los acontecimientos, pretende ser la alegoría del hombre más occidental, nacido en el extremo del mundo, que ve atónito como todo cambia y evoluciona hacia algo diferente, aunque aún no puede determinar con claridad qué es.

Nota del autor

En el año 2000 fue publicada mi novela La Lux del Oriente, que por comenzar en la Lusitania romana y desenvolverse parte de la vida del protagonista en Emérita Augusta y en una villa rural a orillas del río Anas (Guadiana actual), tuvo gran repercusión en Extremadura. Don Mariano Gallego, alcalde de Don Benito, ciudad de la provincia de Badajoz, me comunicó que tenía un sorprendente hallazgo que mostrarme, por si pudiera tener interés para ser incluido en alguna de mis novelas como fuente de inspiración. Una mañana de primavera nos trasladamos a un lugar próximo a Don Benito en la ribera del Guadiana, donde se había producido un hallazgo arqueológico de primera magnitud: una espectacular villa romana del siglo III, provista de espléndidos mosaicos, elementos arquitectónicos, estanques, fuentes, etc... en perfecto estado de conservación. Admirado, estuve contemplando los restos y aún me aguardaba otra sorpresa: Mariano Gallego me comunicó que recientemente había aparecido en el lugar un busto que representaba a un romano de la época, con singular realismo.

En los trabajos de investigación realizados por los arqueólogos Anselmo Gutiérrez Moraga, Raquel Llanos Girón y Luis María Tirapo Canora, publicados en un detallado dossier, se especifican con detenimiento las circunstancias del hallazgo y se da una explicación científica bastante completa del mismo:

El lugar de aparición fue el interior de un estanque que conformaba parte del peristilo de la villa romana, asociado a un nivel de acumulación de materiales escultóricos y cerámicas del siglo III d. C. Resulta curioso que el busto aparezca en tan buenas condiciones, cuando los demás restos escultóricos están bastante fragmentados, lo que nos puede indicar que el busto fue puesto con cuidado por motivos de respeto, posiblemente.

El busto representa a un individuo togado, con pelo, barba y bigote al estilo militar. Su estado de conservación es excelente, poseyendo algunas manchas y oscurecimientos del mármol por concreciones, debajo de los cuales aparecen restos de policromía. Representa a un individuo con gran realismo, de mediana edad, presentado de frente con la cabeza levemente inclinada hacia el ángulo inferior derecho. Estéticamente plasma madurez, con una mirada serena y melancólica que refleja el espíritu del período. Teniendo en cuenta el tratamiento y las características formales del busto, tales como el peinado, la barba, el trepanado de los ojos, la cicatriz... se puede decir que probablemente esta escultura se corresponda con el período de anarquía militar datado a partir de mediados del siglo III d. C. Dato reforzado por la forma de representar la toga, contabulata, que se generaliza a partir del tercer cuarto del siglo III d. C. El período de anarquía militar en el Imperio romano se caracteriza por las continuas sucesiones de cambio de poder y una gran importancia del componente militar; por ello algunas de las representaciones escultóricas se muestran de manera austera y marcial, acentuando valores de tiempos pasados (republicanos) como forma de legitimación del poder. Por otra parte, la forma de vestir la toga y todo el conjunto, en sí mismo, nos puede dar a entender que el retrato es de un alto dignatario.

Como paralelo más próximo encontramos en el Museo Vaticano la escultura de Filipo el Árabe (244-249 d. C.) con similares características, tanto formales como estéticas, al busto encontrado en Majona, Don Benito (Badajoz).

Cuando escribí la novela La Luz del Oriente, yo no tenía ningún conocimiento de este sorprendente hallazgo arqueológico. Al escribir Félix de Lusitania, no he podido dejar de sentir cierta emoción al encontrarme de frente con la imagen de un hombre del pasado, que vivió en una sociedad turbulenta y en un período difícil de la historia, y que escogió la orilla de un río caudaloso y los arenales de unas vegas para vivir junto a su familia en un hermoso paraje de Lusitania. Los escritores que hemos optado por la novela histórica no pretendemos hacer Historia; sólo nos mueve un afán literario, pero son la Historia, la Arqueología y las Humanidades en general, nuestra fuente de inspiración. En mi caso desearía, eso sí, servir humildemente al lector para facilitarle un «viaje al pasado» en esta

«máquina del tiempo» de tan fácil manejo que es el libro.