Poco más tarde se supo que había sido una pelea en la ciudadela, por lo que no le dimos mayor importancia.

26

Antes de romper el alba, nos despertó sobresaltados una atronadora fanfarria de tubas y tambores. Habíamos caído rendidos por el vino apenas unas horas antes y, en medio de la resaca, confundidos, nos levantamos y salimos fuera de los barracones para ver qué

sucedía. Reinaba aún la oscuridad, cuando vimos a otros tantos soldados y a los veteranos de Mursa uniformados, alineados y dispuestos como para ir al combate.

—¡Vamos, todo el mundo arriba! —gritaban las voces expertas en dar órdenes de los jefes—. ¡Vestíos y salid de los barracones!

Obedecimos, aturdidos, suponiendo que algo grave había sucedido. Cuando estuvimos todos fuera, nos concentramos en la explanada central del campamento. Empezaba a amanecer. Entonces apareció Marino a caballo, con sus oficiales de confianza. Los instrumentos callaron y se hizo repentinamente un gran silencio. El tribuno descabalgó y se subió a la tarima que servía para lanzar discursos, arengas o para dar instrucciones al ejército.

—¡Soldados de Roma! —gritó con una voz que delataba que había bebido mucho esa noche—. ¡El legado de Vindobona ya no está al frente de las tropas! ¡A partir de ahora daré yo las órdenes!

Un gran murmullo se alzó desde las diversas secciones, especialmente de los hombres de la Décima Legión. No hubo más explicaciones. Marino descendió de la tarima y se marchó por donde había venido, hacia el Pretorio. Entonces, un general nos ordenó que lo dispusiéramos todo inmediatamente para partir hacia Mesia esa misma mañana. Desconcertado, monté en mi caballo y le hice galopar en la dirección que había tomado Marino, con la intención de recibir alguna explicación acerca de aquel súbito cambio de planes. Pero, una vez en la puerta del Pretorio, se me impidió entrar, y el ayudante del tribuno me convenció con medias palabras de que regresara y cumpliera la orden que se había dado, asegurándome que más tarde serían aclaradas mis dudas. El viaje hacia Mesia fue a marchas forzadas, una vez más, monótono y sin incidentes. Al cabo de varios días, ya en la margen norte del Save y casi en su confluencia con el Danubio, avistamos a lo lejos las murallas de Singidunum.

Durante todo el camino había intentado en vano entrevistarme con Marino, pero una y otra vez sus subalternos me habían dado largas, por lo que empecé a sospechar que algo extraño se estaba tramando. Y mis sospechas aumentaron cuando, antes de llegar a la ciudad que servía de puerta de entrada a la región de Mesia, salieron a nuestro encuentro las tropas allí destinadas, junto a un buen número de legionarios que al parecer acababan de llegar desde Dalmacia.

Singidunum tiene la situación geográfica privilegiada propia de un cruce de caminos; está

situada como he dicho en la confluencia del Save con el Danubio y allí se han cruzado desde época muy antigua las grandes rutas del nordeste del Imperio: la ruta transversal desde los Alpes y desde el mar Adriático hacia el Danubio y el mar Negro y la vía meridional desde las llanuras panonias al golfo de Tesalónica. Esta situación le permite alcanzar una importancia, si no de gran ciudad, por lo menos de importante fortaleza y destacamento de legiones. Los dos ríos son navegables y el puerto tiene una gran actividad. Aquel lugar resultaba, por estas razones, ideal para concentrar a las tropas a la hora de realizar un movimiento militar de gran envergadura.

Montamos nuestro campamento donde nos indicaron, no muy lejos del río. En los días siguientes no pararon de llegar soldados procedentes de otros destacamentos: legionarios del norte, de Apulum, cuya guarnición al parecer había sido ya abandonada porque la presión de los godos era insoportable; también de otros lugares de Dacia, donde la inseguridad había pasado a ser un estado crónico. Definitivamente, se había perdido la región que Filipo pretendía haber reconquistado rechazando a los carpos —enemigos secundarios en comparación de los godos—, y que le había servido para ganar el sobrenombre de Carpíais. Ahora, con las tropas venían también las gentes acomodadas, comprometidas en sus bienes con la partida de las guarniciones, mientras que los pobres, colonos obscuros, antiguos soldados y semibárbaros, que tenían más problemas para partir, arriesgaban menos quedándose. ¡Qué lástima ver cómo se había perdido la provincia de Dacia, constituida después de los éxitos de Trajano!

Más tarde llegaron a Singidunum tropas procedentes del este, de la vecina Viminiacium, de Novi y hasta de Troesmis, ya en la Sitia Menor. Entonces no tardé en ver confirmadas las sospechas que había tenido desde que salimos de Panonia: todos los rumores apuntaban a que se estaba preparando una gran sublevación. Pero Marino, que según el parecer general, era el alma de aquel movimiento militar, no acababa de dar la cara. Una mañana vino a buscarme el ayudante del procónsul de Mesia superior, cuya residencia estaba en Viminiacium, pero que al parecer se había trasladado provisionalmente a Singidunum y, cosa rara, se alojaba en la casa de un comerciante rico de la ciudad. Me pareció muy extraño todo aquello, pero seguí al funcionario sin poder imaginar qué era lo que se necesitaba de mí en un momento así.

El procónsul se llamaba Fabio. Era un hombre maduro, de elevada estatura y rostro alargado, con recortada perilla canosa bajo unos labios finos. Me recibió en una salita interior de la casa del comerciante, en un segundo piso, y en ningún momento me invitó a sentarme. Después de presentarse, con cierto nerviosismo y mirando alrededor, me preguntó:

—Te extrañará que te haya mandado llamar, ¿no?

—Sí... La verdad —balbucí—. No sé quién ha podido darte mi nombre...

—Soy amigo personal de Decio —dijo mirándome fijamente a los ojos.

—¡Ah! Siendo así—respondí más tranquilo—. ¿Qué deseas de mí?

Él también pareció tranquilizarse. Despidió a su ayudante y avanzó hacia mí sin dejar de mirarme fijamente. Dijo:

—Debes confiar en mí... Félix. Te llamas Félix, ¿no?

—Sí, Félix.

—Bien. Debes confiar en mí y yo he de confiar plenamente en ti. ¿Estás de acuerdo en eso?

—Bueno... No sé de qué se trata.

—Bien, bien. Iré al grano, muchacho. Ya te he dicho que conozco a Decio; somos viejos amigos. Estuve a su servicio durante todo el tiempo que fue gobernador de Mesia y le debo mucho. Hace meses, antes de que tú y tus unidades de caballeros fuerais destinados a Panonia en la campaña contra los bárbaros, recibí una carta suya en la que me anunciaba que su hijo Herenio se incorporaba a las legiones que venían desde Roma como refuerzo. También me hablaba de ti en la carta. No me pedía nada, ¿comprendes?; era sólo una indicación... Por si pasaba algo. Ya sabes, los amigos estamos para eso...

—Entiendo —respondí tranquilizándome definitivamente—. Puedes confiar en mí, como si el mismo senador Decio estuviese presente.

—Te lo agradezco, sinceramente —dijo frotándose las manos—. Lo que tengo que tratar contigo es algo muy complicado y..., sin esa confianza...

—Vamos, ya te lo he dicho, puedes hablar sin rodeos —le apremié.

—¿Qué relación tienes con Marino? —me preguntó entonces directamente—. Quiero decir que si le conoces bien, aparte de la pura relación militar. ¿Has entablado amistad con él? O... por el contrario... En fin, ¿cómo te llevas con él, bien o mal?

—Es un hombre difícil.

—Sí, sí, eso ya lo sé. Pero... ¿has tenido oportunidad de tratarlo en profundidad?

—Bueno. Al principio no creo que yo le cayera bien. Es muy reticente con todo lo que viene de Roma. Y, recién llegados a Mursa, nos miraba con recelo. Pero después, tras las victorias de Scarbantia y Carnuntum, la cosa cambió. Es un militar valiente y decidido, aunque un poco..., digamos, brusco, intempestivo tal vez...

—¡Está loco! —repuso Fabio—. Es una persona realmente peligrosa.

—Hombre, si no hubiera sido por él, ¿hasta dónde habrían llegado los godos?

—No; no, no... —replicó con nerviosismo—. No me refiero a eso. Sin duda es un magnífico estratega, lo cual le ha servido para ganarse muchos partidarios entre los oficiales. Demasiados partidarios para ser un simple tribuno. ¿No has oído rumores acaso en el campamento?

—¿Rumores? ¿Qué clase de rumores?

—¡Vamos, Félix! Todo el mundo habla de ello. ¿Por qué crees que se encuentran concentrados aquí tantos soldados?

—¿Te refieres a eso que se habla sobre una rebelión?

—¡Claro! ¿A qué si no?

—Pero... ¿tienen algún fundamento esos rumores?

—Bien, sentémonos —dijo él entonces, señalándome un diván tapizado con ajada tela rojiza. Hasta ese momento, me pareció que toda la conversación discurriría de pie. Pero, cuando le vi andar hacia el asiento, observé que padecía una grave cojera que quizá

quiso disimular al principio. Una vez sentado, me fijé en que una de sus piernas permanecía demasiado recta, estirada, bajo la túnica; el pie que asomaba era de madera, aunque estaba muy bien tallado y coloreado. Se colocó bien la prótesis, con las dos manos, y suspiró como aliviado. Prosiguió—: Félix, todo lo que hayas podido oír acerca de esa rebelión es cierto. No es algo que esté por hacerse. Digamos que ya se ha producido. Marino, junto con un montón de generales de peso, ha resuelto romper con Roma y levantarse contra Filipo con todas las fuerzas de las regiones del Danubio.

—¿Qué? —exclamé sobresaltado— ¿Cómo sabes eso?

—Félix, soy el procónsul. Conozco a Marino desde hace años, mucho antes que a Decio; fui compañero suyo en múltiples campañas y nada de lo que él pueda planear en estas tierras se me escaparía. Además, él cuenta conmigo. Puede ser un loco, pero es leal a sus viejos camaradas. Hace tiempo que me comunicó sus propósitos.

—Entonces, ¿estás implicado?

—Sí y no. Participé en todas las reuniones y asentí como uno más cuando Marino expresó sus planes. ¿Cómo no hacerlo? ¿Crees que se detendría? Él odia a los árabes, como muchos otros en el ejército, y está plenamente decidido a hacer algo...

—¿Algo? —repliqué—. ¡Ésa no es la manera! Yo tampoco trago a los árabes, pues están haciendo mucho daño al Imperio; pero una guerra civil, ahora, sólo beneficiaría a los godos y a los persas. ¡Es una barbaridad!

—Sí, lo sé. ¿Por qué crees que te he llamado? Hay que hacer algo, antes de que sea demasiado tarde.

—Pero ¿qué se proponen con la rebelión? ¿Buscan acaso independizarse como las Galias? ¿Piensan hacer frente ellos solos a la invasión de los bárbaros desde aquí?

—Humm... Félix, me temo que es algo mucho peor. Quieren proclamar un nuevo emperador aquí y después marchar contra Roma para destronar a Filipo.

—¿Cómo? ¡Eso es terrible! ¿Un nuevo emperador? ¿Qué emperador?

—Marino.

—¿Marino? ¿Se han vuelto locos? ¿Marino emperador?

—Sí, Félix, ése es el problema. ¿Comprendes ahora que te haya mandado llamar?

—No, no lo comprendo. ¿Qué puedo hacer yo con dos mil hombres a mis órdenes? En ese campamento hay más de treinta mil legionarios, veteranos y experimentados, manejados firmemente por sus generales. ¿Qué podemos hacer?

—Nada de momento —respondió él removiéndose en el diván y volviendo a colocarse la pierna de madera—. Seguramente os ofrecerán uniros a la sedición, tal vez hoy mismo.

¡Oh, dioses, debería haberte advertido antes! Pero ha sido todo tan rápido...

—¡No podemos apoyar eso! ¡Es una locura!

—Shsss... Ahora hay que actuar de forma inteligente. ¿Confías en todos tus oficiales?

—Plenamente. Somos uña y carne.

—Entonces, Félix, sigue este consejo: reúnelos y ponlos al corriente de la situación; explícales todos los detalles del asunto y pídeles máxima discreción. Cuando Marino os ponga en la tesitura de apoyarle en su plan, decid inmediatamente que sí, que aprobáis la maniobra y que estáis plenamente decididos a marchar contra Roma para poner fin a la oligarquía de los árabes...

—Pero... —le interrumpí.

—¡Déjame terminar! Si no lo hacéis así, os ahorcarán sin más miramientos. Debéis al menos salvar vuestras vidas y ganar tiempo. Mientras tanto, enviaremos un mensajero bien escoltado a Roma, directamente al senador Decio, que es el único que podrá resolver esta situación tan desastrosa.

—¡Ah, comprendo!

—Hay que actuar con rapidez. Ya he pensado en los detalles: creo que lo más adecuado es enviar a Roma a Herenio, el hijo de Decio, puesto que a nadie como a él creerá el senador. ¿Qué te parece?

—Perfecto. Es un joven inteligente y decidido; ideal para una misión así. Además, por ser hijo del senador tendrá mayor facilidad para acceder a las autoridades. Ordenaré que le acompañen mis mejores hombres y puedes estar seguro de que harán el viaje velozmente.

—Confío en ello —aseguró el procónsul asiéndome con fuerza por la muñeca—.

¡Dioses, una vez más me arrepiento de no haber acudido a ti! Pero ahora... no hemos de perder tiempo. ¡Rápido, regresa al campamento y pon en marcha cuanto hemos acordado!

Regresé a toda prisa y, ya en la entrada, me percaté de que la situación no era del todo normal en el campamento. Había hombres que corrían en todas direcciones y los oficiales, pertrechados y escoltados por sus guardias, iban hacia el Pretorio apresuradamente, con gestos graves. Antes de llegar a nuestra área, me salió al paso Antiocus, muy agitado, y me dijo:

—¡Félix! ¿Dónde estabas? Te hemos buscado por todas partes. El tribuno Marino ha venido varias veces preguntando por ti.

—¿Por mí? ¡Zeus! ¡Llamad inmediatamente a Herenio!

Todavía me sorprendo al recordar cómo pude resolverlo todo en tan poco tiempo. Reuní

a los centuriones y les conté lo que pasaba. Gracias a Dios, no pidieron demasiadas explicaciones y estuvieron de acuerdo en hacer lo que yo mandara. Preparamos enseguida los caballos, elegí a los hombres y, poco después, Herenio partía hacia Roma con una veintena de los mejores caballeros. Menos mal que, al tratarse de él, no necesitaba redactar una carta para Decio, sino que bastaba con que memorizara bien la situación. Una vez allí, confiaba en que el senador sabría comprender el giro que estaban dando los acontecimientos y tomar las medidas oportunas. En cualquier caso, mejor era eso que enviar una misiva que podía ser interceptada por los seguidores de Marino. Aquella noche no pude pegar ojo. Pero no creo que nadie pudiera dormir siquiera un momento, con el ajetreo que hubo: lejanas órdenes, movimientos de hombres y caballos, llegada de más soldados de fuera... Pero yo no estaba sólo preocupado por el viaje de Herenio; además de eso, no dejaba de pensar en lo que Marino había podido querer de mí esa tarde. Después de organizar a mis hombres, había ido al Pretorio para presentarme a él, pero me encontré con que ya se había marchado a Viminiacium. Entonces me inquieté suponiendo que podía haber sospechado algo; el tribuno era muy sagaz. Al día siguiente, en torno a la hora sexta, vinieron a buscarme. Un centurión me condujo hasta la fortaleza y tuve que aguardar en el callejón que había entre murallas, junto a otros oficiales, a que me llamaran al interior. Cuando llegó mi turno, el centurión me hizo pasar al gran patio de armas donde debía presentarme ante los generales. Los jefes militares estaban sentados en toscos bancos de madera formando un amplio círculo, y detrás de cada uno estaba su respectiva escolta, en formación. No sólo había oficiales legionarios, sino también auxiliares y nobles bárbaros de las alas de federados. Al fondo, bajo la poderosa torre del Pretorio, habían puesto una tarima donde estaba Marino sentado en una especie de trono, con las águilas imperiales detrás y algunos otros signos y trofeos a los lados. También se encontraba dispuesta en un estrado contiguo la Tríada Capitolina y delante de ella se extendían los restos humeantes de un sacrificio. Un lictor me anunció y tuve que avanzar en medio del círculo que formaban los generales y sus guardias. Supuse entonces que aquello era algo parecido a un juicio o un juramento, algo así como el sacramentum que hacen los soldados. Pero me equivoqué, puesto que enseguida comprobé que nadie pretendía juzgarme ni tomarme juramento. Aquello era más bien una especie de asamblea que pretendía determinar quién estaba dispuesto a sumarse a la rebelión y quién no. Aunque el corazón me latía frenéticamente y la boca se me había quedado completamente seca, me tranquilicé cuando vi que Marino me sonreía desde la tarima. Me situé a un lado y, como uno más, me dispuse a escuchar cuanto se quería manifestar en aquel acto.

Comenzaron la ceremonia dos lictores que solicitaron los auspicios de los dioses y la intervención de los genios protectores de las legiones. Después presentaron a Marino en primer lugar, como elegido, guía y héroe, y después a los demás jefes militares. Los discursos de los generales se sucedieron después, interminables, repetitivos, y todos con un tono inflamado. Se acusó al emperador Filipo, como impostor, advenedizo, codicioso y pernicioso para la causa del Imperio. Asimismo, se condenaron los abusos de la administración propiciada por él, los desmanes de los funcionarios árabes, la usurpación, el despilfarro de los bienes públicos y la decadencia de la Urbe en los últimos tiempos; sin dejar de poner de manifiesto la fatal connivencia del Senado en todo ello. Desde luego, aunque todo estaba muy exagerado, ninguna de esas afirmaciones andaba falta de razón, y por ello los ánimos se fueron enardeciendo y finalmente se concluyó entre vítores y gritos pidiendo justicia, orden y deposición de todos los árabes. Después, un instruido y viejo general pidió a gritos desde la tarima un mando único capaz de solucionar tantos desatinos, sin dejar de mirar a Marino ni de implorar la ayuda de los dioses. Entonces todo el mundo empezó a corear el nombre del tribuno, seguido del título «Imperator».

Marino se puso en pie y pidió silencio. Con tono de arenga de cuartel, en su pobre retórica, abogó también por el nombramiento de un mando unificado y se ofreció a sí

mismo para tal menester, proponiendo que tres generales participaran con él. Al fin, fueron elegidos sus colaboradores entre los jefes que habían hablado con anterioridad y todo el mundo estuvo de acuerdo. Marino se juramentó entonces delante de los dioses y pidió la lealtad de todos los presentes. Una explosión de vítores volvió a corear su nombre y a pedir para él el título de emperador. Pero el tribuno, extendiendo su espada y con una expresión delirante, gritó:

—¡Primero a Roma! ¡Preparad a vuestros hombres y emprendamos la marcha!

¡Mañana a Roma!

27

A medida que avanzábamos hacia Roma, lo que al principio parecía una absurda y pretenciosa revuelta de suboficiales fue cobrando entidad al unirse algunos generales. En ningún sitio se nos opusieron, sino que, muy al contrario, la rebelión iba engrosando sus filas con soldados que se nos sumaban desde las guarniciones que íbamos atravesando y desde otros lugares más lejanos. Por el camino supe que habían sido asesinados los legados de Filipópolis, en Tracia, y de Macedonia; y entonces me enteré de que el propio Marino había degollado al gobernador de Vindobona, aquella noche en Carnuntum, después de la batalla, cuando tuvo lugar el extraño revuelo que entonces no supimos a qué se debía. Por otra parte, en el enorme ejército que se encaminaba hacia la Urbe no se apreciaba ninguna disensión, por leve que fuera, hacia la rebelión que pretendía derrocar al emperador. Todo el mundo estaba convencido de que hacíamos lo correcto. En Aquilea se nos unió la legión de Venecia, hombres llegados desde los Alpes e incluso desde la Galia Transpadana, y se supo que Retia había comunicado su conformidad con el levantamiento. Era comprensible una respuesta así, puesto que siempre hubo descontento en las regiones del nordeste. Además de Marino y sus colaboradores se habían preocupado con anterioridad de enviar mensajeros portando libelos que exponían sus intenciones.

Con soldados llegados desde tantos lugares del Imperio, te enterabas de un montón de cosas, aunque uno no sabía cuáles de aquellas noticias eran verdaderas y cuáles eran sólo fruto de la invención de los sectores militares que querían justificar la insurrección. Por ejemplo, se supo que en Oriente también había estallado la guerra civil, provocada por la disconformidad general con los métodos de gobierno de Prisco, especialmente por su rígida exacción de impuestos. Ahí fue proclamado emperador un tal Jotapiano. No me extrañó nada, conociendo la codicia y la prepotencia del hermano de Filipo. Yo sentí una gran sensación de angustia al ver cómo todo se desmoronaba a un tiempo: hacía años que las Galias funcionaban independientes de Roma, nombrando gobernadores a su aire; se hablaba ya de un emperador oriental; y las otrora fieles y valerosas legiones de Mesia marchaban contra Roma, engrosadas por mercenarios germanos, y gobernadas por un suboficial bebedor y medio loco que no rechazaba la absurda pretensión de los que se proponían proclamarle emperador. ¿Quién sería capaz de poner freno a tales desmanes?

Hasta Aquilea habíamos avanzado con gran rapidez, sin oposición alguna de las guarniciones que atravesábamos y sin apenas detenernos. Pero, frente a Concordia, tuvimos que detenernos por primera vez. Había sido ésta una vieja colonia mimada por Roma desde antiguo; situada en el cruce de la vía Postumia y de la vía Amia, en un terreno fértil y de hermosos paisajes, gozó siempre de paz y bienestar, y en ese momento se encontraba allí establecida una importante guarnición compuesta por legionarios romanos en su totalidad y un destacamento especializado en la producción de arsenal militar, saetas principalmente. Advertidos desde la Urbe de nuestra llegada y con ingentes refuerzos de otras guarniciones, se negaron a sumarse a la rebelión y prepararon una impresionante barrera con máquinas de guerra, trincheras y empalizadas que frenó implacablemente los ataques de mercenarios que Marino les envió. Entonces nos vimos obligados a prepararnos para una verdadera batalla y este contratiempo que nadie se esperaba sembró el primer desconcierto entre los rebeldes.

Acampamos en una extensa llanura y permanecimos varios días sin hacer ningún movimiento, tal vez esperando a que las gestiones de los emisarios de Marino convencieran a las autoridades de Concordia de que nos dejaran pasar. Pero no os aburriré con detalles, puesto que lo verdaderamente interesante sucedió coincidiendo justamente con el comienzo del verano, cuando se tenía ya la impresión de que, de un momento a otro, se iba a realizar el ataque definitivo.

Una madrugada, en la que dormía en mi tienda de manera pocoprofunda, me sobresalté al notar que alguien entraba súbitamente, arrastrándose por debajo de los faldones de la lona. Alargué la mano para coger la espada, puesto que se producían muchos asesinatos a traición aquellos días, y pensé que venían a por mí.

—¡Quieto, soy Antiocus! —me susurró una voz en la oscuridad.

—¿Antiocus? —reaccioné sumido aún en mi estupor—. ¿El centurión?

—Sí, soy yo. Baja la voz.

Suponía que Herenio y Antiocus, si todo había salido bien, habrían llegado ya a Roma para ponerse en contacto con Decio; pero de ninguna manera se me habría ocurrido pensar que pudieran estar de regreso tan pronto.

—¿Conseguisteis llevar el mensaje que os encomendé?

—Sí. Decio viene hacia aquí con un gran ejército enviado desde Roma para hacer frente a la rebelión. Él me ordenó que viniera a comunicártelo.

—¡Júpiter! —exclamé—. ¡Se avecina una guerra civil! ¿Se me pide actuar?

—Sí —asintió él—. Tienes que tomar una decisión, cuanto antes. Nuestros hombres están en el frente rebelde y, como es natural, debéis pasaros al lugar que os corresponde, el de los leales. Por eso me envía Decio; para advertirte de que, con la barrera de Concordia, lo que se pretende es ganar tiempo mientras el ejército de Roma se acerca a toda prisa. He galopado día y noche para llegar hasta aquí y ponerme en contacto contigo. Anoche burlé a los centinelas y me colé en el campamento...

—¡Te has arriesgado demasiado! Hay órdenes para que nadie pase desde el otro lado. Marino es muy astuto y puso especial cuidado en eso para evitar que entraran espías. Todavía no comprendo cómo lo has logrado, Antiocus.

—Mira —me respondió acercándose la lámpara y mostrándome los brazos y las piernas. Su ropa era de color negro y toda su piel visible estaba teñida de oscuro—. Me pinté con carbón. Ya sabes que soy buen corredor. Nadie pudo verme en la oscuridad.

—¡Increíble! Pero, dime, ¿qué es concretamente lo que Decio me pide?

—Que aguantes mientras puedas y que, en el último momento, una de dos: o hagas daño desde la retaguardia a los rebeldes o cruces la línea en un rápido movimiento con toda la caballería. Aunque esto último, teniendo en cuenta la barrera de arqueros de Concordia, puede ser lo más peligroso.

—Bien. ¿Y cuánto tiempo crees que tardará en llegar Decio con ese ejército?

—Tres días.

—Mientras tanto, ¿qué harás tú?

—Debo permanecer aquí, escondido, al menos hasta mañana, porque Decio me ha pedido algo más.

—¿Algo más? ¿Qué?

—Bueno, Decio te pide que indagues. Herenio y yo le dijimos al senador que no te sería difícil sonsacar a Marino, que incluso en alguna ocasión habías bebido con él. Eso le pareció una circunstancia muy favorable y consideró que sería fundamental conocer sus intenciones y sus planes inmediatos.

—Comprendo —dije—. He de hablar con Marino lo antes posible; hoy mismo, si puedo, para averiguar todo eso y después tú pasarás al otro lado con la información.

—¡Exacto!

—Bien, veré qué puedo hacer. Pero la situación es complicada. Hace tiempo que no he tenido ocasión de estar a solas con Marino. Últimamente está siempre rodeado por los generales conspiradores que se empeñaron en proclamarle emperador. No se me ocultaba la gran dificultad que entrañaba lo que se me pedía, pero deseaba intentarlo a toda costa, sobre todo por no defraudar a Decio. Así que oculté a Antiocus en mi tienda y me encaminé hacia el Pretorio.

El oficial de guardia me permitió el acceso al interior de la empalizada que protegía la gran tienda del alto mando y las otras tiendas más pequeñas donde cada general vivía con sus criados y ayudantes. En ningún momento me dejaron solo mientras me dirigía hacia donde se encontraba el secretario, por lo que se confirmó mi suposición de que había un especial cuidado para evitar cualquier conspiración. Una vez en el Pretorio, me informaron de que Marino se encontraba fuera sin que pudieran decirme cuánto iba a tardar. Decidí esperar. Sería cerca de la hora nona cuando me senté en un banco de madera y permanecí soportando mis nervios y temores hasta que el sol empezó a declinar.

Por fin, apareció Marino rodeado de los demás generales rebeldes. Venía por el callejón que se formaba entre las dos hileras de las tiendas principales, con paso firme y rápido, con el ímpetu que le caracterizaba y dejando que su voz potente se oyera desde lejos, mientras comentaba con tono enojado algún suceso de la jornada que terminaba. Me pareció más corpulento que de ordinario, con la armadura que se había agenciado para su nuevo cargo, en la que relucían los adornos dorados de la coraza y las grebas brillantes que jamás antes había usado.

Varios oficiales y algunos funcionarios aguardaban también y se apresuraron a rodearle antes de que llegara a la tienda. Entonces tuve la sensación de que me sería más difícil tratar con él de lo que había supuesto; máxime cuando le oí gritarles intempestivamente:

—¡Hasta mañana no quiero saber nada! ¡Dejadme ahora! ¡Dejadme descansar!

Los demás se retiraron, pero yo le seguí a cierta distancia hasta la puerta de su tienda.

—¿No has oído al emperador? —me espetó uno de sus ayudantes—. Hoy no atenderá

a nadie más.

«Emperador»; aquello sonó extraño a mis oídos, pero no me arredré y me atreví a gritarle:

—¡Marino!

—¡Eh, tú! —replicó el ayudante dándome un fuerte empujón en el pecho—. ¿Quién te crees que eres?

Marino se volvió entonces y me miró por encima de los guardias.

—¿Qué pasa ahí? —dijo con autoridad.

—Señor, este oficial... —balbució el ayudante.

—¡Félix! —exclamó entonces Marino—. ¿Qué es lo que quieres?

—¿Puedo hablar un momento a solas contigo? —le dije—. Necesito algo importante.

—¡Por los dioses! —protestó él—. ¿No me has oído? Estoy cansado.

—¡Es muy importante! —insistí—. ¡Tengo noticias de Roma!

—¿De Roma...? —murmuró con gesto de perplejidad, alargando la desagradable cicatriz de la comisura de sus labios—. ¡Vamos, no me vengas con...!

—¡De Decio! —proseguí con energía.

Me miró con mayor interés y me indicó con un movimiento de la mano que le siguiera al interior de la tienda.

—Vamos, dejadle pasar —le ordenó a los guardias.

Entramos en la tienda, y la cortina de la puerta se cerró detrás de nosotros. Un esclavo se apresuró a encender las lámparas, pues atardecía ya. La decoración interior era una mezcla extraña: armas, entre austeros muebles de tosca madera panonia que debían de haberle acompañado durante años en las campañas; pieles y, como contraste, objetos dorados y lujosos, repartidos aquí y allá, sin que todavía hubieran encontrado su acomodo en la estancia del rudo militar convertido ahora en augusto; como si alguien hubiera pretendido que el nuevo título requiriera que algo recordara a un palacio. En el centro, una gran mesa estaba ya dispuesta con diversos platos de humeantes viandas, copas de plata y jarras con diversos vinos.

—Anda, acomódate —me pidió con tono más acogedor.

Con un gesto instintivo, miré a los ayudantes que estaban junto a mí, firmemente decididos a permanecer allí mientras no se les ordenara otra cosa. Marino pareció

comprender mis pensamientos y les gritó:

—¿A qué esperáis vosotros? ¡Fuera!

Me sentí mejor, pero los nervios me oprimían el estómago y la garganta. Avancé hacia el triclinio y me senté simplemente, sin dejar de mirar a Marino. Un esclavo se acercó

entonces y estuvo desabrochando cuidadosamente las correas de la armadura. Le quitó

la capa, la coraza, grebas y túnica interior, cuyo olor a sudor se desplegó por la tienda al airearse. El pretendido emperador apareció entonces desnudo, con su grosero cuerpo de veterano suboficial surcado por cicatrices, como un odre viejo remendado con costurones. Los esclavos acercaron un barreño lleno de agua caliente y se pusieron a frotarle la piel con una áspera toalla y a ungirle con esencias de romero, hasta que él se hartó y con un gesto les dio a entender que ya era suficiente. Entonces se vistió una amplia túnica y se acercó a la mesa.

—¿Eh? ¿No tomas nada? —me preguntó extrañado.

Sonreí y llené una de las copas. El pulso me temblaba y lo notó.

—¿Qué te pasa, muchacho? —dijo—. ¿Tiemblas? ¿Te asusto? ¡Vamos! Te he visto firme en la batalla. ¿Te doy acaso más miedo que Cniva, al que perseguías con ahínco por los bosques? ¡Ja, ja, ja...!

Aquello que dijo me tranquilizó. Me llevé la copa a los labios y bebí a grandes tragos, buscando serenarme aún más.

—Así me gusta —dijo él, sonriendo. Bebió, miró lo que había sobre la mesa y se decidió

por un asado de aspecto apetitoso; arrancó un trozo de carne con los dedos y, antes de llevárselo a la boca, me preguntó—: ¿Has cenado?

—Llevo aguardándote ahí fuera desde la hora nona.

—¡Vaya! —exclamó con ironía—. ¡Qué importante debe de ser eso que tienes que decirme!

—Créeme, es muy importante —repuse con tono grave.

—Vamos, come algo y... ¡tranquilízate de una vez, hombre!

Alargué la mano hacia el mismo asado que él había elegido y pellizqué un pedazo. Comí y, no sé por qué, vino a mi mente el recuerdo de aquella primera noche en Mursa, cuando me emborraché con él; entonces me sentí más tranquilo. Y, como si él leyera mi pensamiento, me dijo:

—¿Te acuerdas del vino de Mursa? Al menos en eso he ganado con lo de ser emperador. ¡Ja, ja, ja...!

Reí con él. Sentí que mis músculos se distendían y respiré más a gusto. Marino volvía a ser el veterano amante de la mesa y el vino que se transformaba, cuando dejaba las armas, en un ansioso glotón y bebedor. Se me ocurrió en ese momento que él era algo similar a esos actores de teatro que parecen temibles representando a Aquiles o a Heracles en la escena, pero que después en la taberna, cuando se han quitado la máscara, no llevan nada en sí mismos del personaje que sólo un momento antes les hacía hablar con gravedad y pasión. Entonces decidí ir de lleno al asunto.

—Marino, escúchame con atención, antes de que ambos bebamos demasiado —le pedí.

Me miró fijamente, aguzando los ojos bajo las revueltas cejas, grisáceas y pobladas. Se pasó la mano por la barba y después se introdujo los dedos en la boca para arrancarse una fibra de carne de entre las muelas.

—Anda, habla, ¿de qué se trata? —dijo al fin, sin demasiado interés.

—Decio viene hacia aquí desde Roma —respondí con tono grave.

Sonrió ampliamente. Parecía que la cicatriz le llegaría hasta la oreja.

—¿Y...? —preguntó sin inmutarse.

—¡Marino! ¿Me has escuchado? —repliqué fingiendo gran preocupación—. Decio viene con un gran ejército para ponernos freno. ¡Ese maldito Filipo le envía contra nosotros!

—¿Ah, sí? —me preguntó entonces sin dejar de sonreír—. Y tú, ¿cómo sabes eso?

—Decio es nuestro superior. Él nos envió a Panonia para luchar contra los bárbaros. Me creí en la obligación de mandarle un emisario...

—A su hijito Herenio, ¿no? —repuso poniéndose más serio—. ¿Creías que yo no sabía eso? ¿Piensas que se me escapa algo de lo que pasa en mi campamento?

Me aterroricé. Un gran calor, como un fuego, empezó a subirme desde el estómago; sentí que vomitaría el vino que había bebido. Marino se aproximó hasta poner su cara junto a la mía, frente a frente, como esperando a ver mi reacción. Una gran confusión se adueñó entonces de mi mente, pero de nuevo un impulso de lucidez me llevó a tratar de controlar la situación.

—Sí, claro —respondí inventando sobre la marcha—. ¿Te parece acaso eso extraño?

¡Decio siempre ha estado en contra de Filipo! —exclamé enardeciéndome—. ¡Ahora puedo decirlo con tranquilidad! Pensé que ésta era la oportunidad para acabar por fin con esos árabes y así quise comunicárselo al senador. Me pareció que lo más indicado era enviar a su propio hijo, pues sería la mejor forma de expresarle nuestras verdaderas intenciones.

—¿Crees que soy tonto? —me gritó dando un fuerte golpe con el puño en la mesa—.

¡Te he tenido vigilado! ¡Tú y tus hombres no habéis estado cómodos desde que decidí

rebelarme! ¿Crees que no se os nota?

En ese momento me di cuenta de que era mucho más astuto de lo que yo pensaba. Desde luego, no se había tragado que estuviera allí sólo para decirle aquello; pero me hice consciente de que tal vez quería desconcertarme, aunque, si hubiera desconfiado totalmente de mí, habría llamado a la guardia y me habría mandado ahorcar sin más contemplaciones. En cierto modo, algo me decía que me tenía cierta simpatía. Decidí jugar con ello. Me eché hacia atrás en el triclinio, convencido de que me estaba jugando la vida y decidí hacerme la víctima. Como si estuviera muy afectado, le dije:

—No confías en mí, ¿verdad, Marino? Nunca has confiado en mí, ni siquiera en el campo de batalla. Mis hombres y yo hemos luchado a tus órdenes contra los bárbaros, arriesgándonos al máximo, buscando siempre tu aprobación... Y ¿qué hemos cosechado?

Sólo tus desprecios y tu desconfianza. Y ahora, que una vez más me he arriesgado por ti, sin otra intención que buscarte partidarios entre los militares de Roma, me lo pagas con más desconfianza.

Le vi aflojar perceptiblemente, pero seguía aún mirándome fijamente, con unos duros ojos, agudos como los de un zorro, que parecían penetrar dentro de mí para escrutar mis verdaderas intenciones; unos ojos hechos a reconocer la lealtad o la traición durante años de trato con bárbaros jefes mercenarios, sagaces líderes yácigas y embusteros bandidos, y a vigilar de cerca los inestables pactos que se hacían constantemente en las amenazadas fronteras. Aproveché para llenar las copas y darme un respiro mientras mi mente buscaba lo que diría a continuación. Los dos bebimos con avidez. Proseguí:

—¿Qué piensas de mí, Marino? Dime la verdad. ¿Crees que yo no detesto como tú a Filipo? ¡Ya te conté cómo me trató su hermano Prisco. ¡Daría lo que fuera por verlos en el patíbulo!

—¿Y Decio? —replicó furiosamente—. ¿Puedo fiarme acaso de Decio? ¡Cómo se te ha ocurrido mandarle un emisario! ¡Ha sido una estupidez! ¡Una chiquillada! Un hombre como Decio jamás se sublevaría contra el emperador.

—Te equivocas —repuse—. Debes creerme. ¡Por Júpiter! En numerosas ocasiones hablé con Decio de esto, y con el general Valeriano. ¿No te das cuenta de que no he tardado ni un momento en venir a decirte lo que he sabido hoy mismo? ¿No ves que yo puedo servirte de enlace para dialogar con Decio y solucionar esto sin una guerra civil? El senador se fiará de mí...

—Bien, bien, bien... En cierto modo yo ya había pensado en eso.

Lo tengo todo programado... ¿Por qué crees que no te corté la cabeza hace tiempo, en Viminiacium?

—¡Por favor! Confía en mí —insistí con vehemencia— y en mis hombres. Podemos serte muy útiles. ¿No hemos demostrado suficientemente nuestro valor?

—Sí, muchacho —respondió al fin con un tono más amable—. Nunca he dicho que no sirváis en combate. Al principio... Bueno, al principio no estuve muy seguro; pero he visto que sois valientes. Yo sé reconocer las cosas. Lo hicisteis muy bien en Scarbantia y en Carnuntum. Con una caballería así se puede estar tranquilo.

—Entonces, ¿cuentas con nosotros?

—Humm... Eso se verá. No pierdo nada enviándote a parlamentar con Decio. Pero mañana hablaremos de eso, más tranquilos. Ahora, muchacho, bebamos. —Llenó una vez más las copas y después de beber le vi ya totalmente distendido. Esbozando una complaciente sonrisa, añadió—: Sí, es una buena idea; si ese ejército se une a nosotros, Roma será pan comido.

Por fin pude relajarme. Sabía lo que venía a continuación: una copa detrás de otra y escuchar las hazañas de Marino, como ya me había sucedido con él otras veces. Empezó

pues a hablar como solía cuando se disponía a emborracharse, pero advertí que me trataba de manera diferente a las primeras veces en que me uní a beber con él; pareció

que me tenía en más alta consideración. Recordó las últimas batallas; volvió a repasar las victorias de Scarbantia y Carnuntum; se pavoneó de tener en el bote todas las guarniciones del Danubio y noté que de verdad se estaba empezando a creer lo de ser emperador, o que al menos hacía esfuerzos para creérselo. Finalmente se le aflojó la boca y su monólogo se hizo monótono, monocorde y casi incomprensible a veces. A cada momento llenaba las copas y, aunque mi preocupación me mantenía sereno, llegué a notar cierto mareo, a pesar de que luché contra aquel vino, derramando de vez en cuando el contenido de mi copa o cambiándola disimuladamente por otras vacías.

Los criados estaban sentados al fondo de la tienda, casi aburridos, y me angustié al darme cuenta de que la noche avanzaba sin que hubiera podido sonsacar a Marino, como me proponía. Aunque ahora parecía acercarse el momento más oportuno.

—¡Eh, Marino! —le susurré—. Si vamos a seguir bebiendo, deberías despedir a los criados. Ya sabes, luego hay murmuraciones...

—¿Murmuraciones...?

—Sí, si vas a ser emperador de Roma, deberías empezar a cuidar tu imagen. Los emperadores no se emborrachan delante de la gente.

Se irguió con gesto interesante y volvió la cabeza hacia donde dormitaban los esclavos.

—¡Vosotros, fuera de aquí! —les gritó—. ¡Pero, antes, traed más vino!

—Oh, no, ya lo traigo yo —me apresuré a decir—. Llevo demasiado tiempo en el triclinio y no me vendrá mal estirarme un poco.

—Estírate lo que quieras —otorgó.

Acompañé a los criados fuera de la tienda, hasta una especie de almacén que había en una cabaña contigua. El esclavo que me dio la botella de vino era el grueso cocinero que en otras ocasiones se había encargado de acostar a Marino cuando estaba muy borracho. Los demás esclavos se retiraron, pero él me siguió hasta la puerta.

—Puedes irte —le dije—. Yo acostaré a tu señor; me ha pedido que pase la noche aquí.

Pude adivinar la suspicacia en sus ojos, a pesar de la oscuridad.

—¿No me has oído? —insistí— ¡Marino y yo deseamos estar a solas!

Se retiró con pasos rápidos. Un poco más allá, los guardias parloteaban a media voz junto a un fuego. Por lo demás, reinaba un gran silencio dominado por el canto de los grillos. Regresé a la tienda y cerré con cuidado las trabillas de la lona. Marino se volvió y extendió la copa hacia mí. Brindamos y volvimos a beber, aunque procuré apenas mojarme los labios.

—¿Eh! —exclamó él—, ¿no te gusta?

—Oh, claro —respondí volviendo a llevarme la copa a la boca y apurando todo el contenido, mientras permanecía de pie.

—¿No te echas en el triclinio? —me preguntó.

—Estaba fijándome en tu armadura —respondí improvisando—. ¡Es preciosa!

—Me la merezco. Me he pasado la vida con una de cuero. Ha llegado el momento de lucir una de ésas. ¿O no?

—¡Claro! Para entrar triunfante en Roma es perfecta.

—¡Ja, ja, ja...! —rió él—. ¡Entrar triunfante en Roma! ¡Qué cosas dices, muchacho!

Me acerqué hasta la armadura e hice como si la estuviera admirando. De reojo, me fijé

en que Marino se inclinaba una vez más hacia la mesa, de espaldas a mí. Hablaba algo acerca de la armadura, algo que le hacía gracia y yo también reí. Vi su espada a un lado y la cogí en mis manos.

—Y la espada es soberbia —comenté.

—Pues mira —dijo—, precisamente es hispana, de tu tierra.

La desenvainé y admiré su brillo y su hoja pulida y afilada.

—Es un genuino gladium de factura cántabra —explicó Marino—. Me lo proporcionó un centurión galo. Dicen que son las mejores armas.

—¡Oh, es verdaderamente fabulosa! —exclamé.

Le vi alargar de nuevo la mano hacia la jarra de vino, a dos pasos de mí. El corazón me empezó entonces a palpitar frenéticamente y la sangre subió hasta mis sienes. Me sacudió un pensamiento que fue como un relámpago. Di un salto y alcé el brazo con la espada fuertemente sujeta. La nuca de Marino estaba ahí, con sus rollizos pliegues en la piel tostada, curtida. Descargué un tajo, otro más, y al golpear la tercera vez, sentí el hueso duro que crujía y vi brotar un gran chorro de brillante sangre. No hubo ningún grito; sólo una especie de ronquido y después un gorjeo. No me di descanso; busqué sus costillas y hundí la espada entre ellas, a la altura del corazón. La túnica clara se teñía de rojo y Marino sólo agitaba las piernas, con estertores violentos que hicieron temblar toda la vajilla. Entonces temí que alguien pudiera oír algo extraño y me eché sobre él, cubriéndolo con mi cuerpo, mientras buscaba su cuello con la espada y le cortaba a la altura de la nuez. Espesa y caliente sangre me bañó y sentí que su vida se escapaba, hasta que quedó

inerte.

Como pude, llevé su enorme cuerpo hasta el lecho, lo acosté y lo cubrí con las mantas y pieles. A un lado, estaba el barreño de agua y las toallas con que los criados le estuvieron aseando. Limpié la sangre del triclinio y procuré dejar todo en orden. Apagué las lámparas y salí al exterior.

Los guardias ni siquiera me miraron. Atravesé el recinto del Pretorio y pasé por delante de los centinelas de la puerta a los que saludé como si tal cosa. Después corrí como un loco por el prado, buscando el campamento. Cuando llegué a mi tienda, me encontré con Antiocus que estaba despierto, aguardando mi regreso. A la débil luz de la única lucerna que había encendida, vio la sangre en mis ropas y exclamó:

—¡Félix! ¡Qué te ha sucedido!

—Nada, nada, estoy bien —respondí con nerviosismo.

—¿Y esa sangre?

—¡He matado a Marino!

—¡Dioses! ¡Cómo es posible!

—Vamos, no hay tiempo que perder —dije mientras me cambiaba la ropa—. Tendrás que correr y pasar a Concordia cuanto antes. Entretanto, despertaré a todos nuestros hombres y les ordenaré que se preparen. Tú advertirás a las autoridades del otro lado de que pasaremos a toda prisa cuando nos deis la señal. Tenemos el tiempo justo para huir antes de que amanezca y descubran que Marino está muerto.

Antiocus, con sus ropas negras y la piel oscurecida con carbón, desapareció como una veloz sombra en dirección a los bosques. Desperté a los centuriones y les comuniqué mis planes.

De madrugada, cuando una tenue luz despuntaba hacia Oriente, estábamos al límite de nuestra impaciencia, esperando la señal, en completo silencio junto a los caballos escrutando la silueta de las murallas de Concordia en el horizonte.

—¡Allí! —gritó entonces uno de los oficiales.

Sobre una torre, tres antorchas se agitaban; era la señal acordada.

—¡Ahora! —ordené.

Sonó nuestra trompeta y subimos a los caballos. Al momento estábamos galopando frenéticamente con nuestras lanzas en ristre en dirección a Concordia. Nadie en el campamento rebelde tuvo ocasión de reaccionar y pronto escapábamos como un solo hombre, aunque éramos casi dos mil. Los soldados de la guarnición del otro lado tenían ya preparado un paso entre sus empalizadas y un montón de legionarios leales agitaban los brazos y celebraban con gran alborozo nuestra llegada.

28

—¡Es increíble! ¡Me aseguras que has matado a ese rebelde! —me repetía Decio una y otra vez—¡Tu solo! ¡¿Cómo es posible?! ¡Increíble!

—Sí, Decio, créeme... Ni yo mismo puedo explicarme todavía cómo pudo ser... ¡Los dioses me ayudaron!

El senador acababa de llegar a Concordia y el ejército que venía con él estaba aún en formación de marcha, detenido frente a la muralla, con los jinetes sobre los caballos y los hombres de a pie con la impedimenta a la espalda. Antiocus y yo salimos a recibirle y le contamos, todavía en el camino, todo lo que había sucedido el día anterior. Decio se había quedado perplejo, no comprendiendo al principio muy bien lo que ambos le decíamos atropelladamente, sin que hubiéramos salido aún de nuestro propio estupor. Descabalgó, vino hacia nosotros y nos llevó a un lugar aparte.

—A ver —nos pidió una vez más—, repetidme todo despacio. Resulta que, después de llegar Antiocus con mi mensaje, tú, Félix, fuiste a hablar con Marino y... le mataste,

¡Júpiter, es increíble!

Él quería oírlo otra vez, aunque parecía que ya se había enterado bien, por asombroso que le resultase, y yo lo repetí todo, más despacio, al tiempo que Antiocus iba corroborando cada una de mis palabras.

—Os creo, os creo... —dijo circunspecto, como para sí—. Jamás me mentiríais en una cosa así; os conozco bien. ¡Júpiter! Esto lo cambia todo. Sin Marino, tendrán que replantearse la rebelión. Es posible que pronto cunda el desorden entre ellos. Me sentí extraño en aquel momento, como ajeno a lo que estaba sucediendo, a pesar de ser un protagonista tan directo. Es muy difícil explicarlo. Todavía recuerdo aquello como algo misterioso y aún no puedo comprender cómo pude hacerlo, qué fuerza me impulsó a asesinar a Marino de esa forma, con su propia espada, fríamente y sin una pelea, sin ni siquiera una disputa. Había matado a muchos hombres en combate, pero eso es muy distinto; eres tú o ellos, no hay tiempo para pensárselo. En la guerra es diferente. Durante mucho tiempo pensé que esa noche fui poseído por un genio, tal vez por un dios, que me dio la fuerza y el coraje suficiente para hacerlo.

Al ver frente a mí a Decio estupefacto, sorprendido por lo que él consideró una audacia sin par, empecé a darme cuenta del verdadero alcance de mi acción, y que era en ese momento, al contárselo, cuando Marino había muerto de verdad para mí. En el campamento rebelde, observado desde lejos, parecía que aún estaba vivo. No se veía ningún movimiento extraño, todo estaba en calma, demasiado quieto. Desde la torre de Concordia se podía contemplar en toda su extensión. Decio me pidió que subiera con él y le explicara con qué efectivos tendríamos que enfrentarnos en el caso de un eventual ataque. Con detenimiento, le fui describiendo las fuerzas que había aglutinado Marino: veteranos de Mursa, Carnuntum, Viminiacium; arqueros dálmatas; caballería tracia; dárdanos; dacios; federados germanos, bárbaros auxiliares, carpos, cuados y sármatas.

—¿Hay algún líder que pueda ocupar de alguna manera el lugar de Marino? —me preguntó.

—Lo dudo mucho —respondí—. Marino se cuidó de quitar de en medio a cualquier jefe militar que pudiese hacerle sombra.

—Y, aparte de los hombres que abandonasteis el campamento, ¿puede haber alguien allí que disienta de la rebelión? Quiero decir, alguien que no estuviera de acuerdo totalmente con ellos y que temiera manifestarlo.

—Sólo hablé con una persona: Fabio, el procónsul de Mesia superior.

—¿Fabio...? ¡Ah, sí! Fabio el Cojo.

—Exacto, fue él quien me animó a enviar a tu hijo para ponerte en conocimiento de lo que estaba sucediendo.

—¡Claro! Conociendo a Fabio, no me extraña que no estuviera de acuerdo con Marino.

¿Está en el campamento?

—Me temo que no. Ya sabes, por su defecto físico, un viaje así debió de resultarle demasiado fatigoso. Supongo que se quedó en Singidunum. El caso es que no volví a verlo una vez que emprendimos la marcha hacia Roma.

—Le enviaré inmediatamente mensajeros. Si conseguimos poner a nuestro favor las guarniciones que han quedado atrás, aislaremos a los rebeldes y todo resultará más fácil. Los emisarios partieron por barco, con destino al puerto de Salonae y buscando distribuirse desde allí por Dalmacia, Mesia e incluso Tracia. En sus mensajes, Decio anunciaba a los gobernadores la muerte de Marino y les proponía una solución pacífica al conflicto, prometiendo que haría lo posible para que el emperador y el Senado fueran indulgentes con los insurrectos. En el caso de que se obstinaran en su postura, el senador les advertía de que el ejército imperial actuaría contundentemente y sin usar clemencia. Las respuestas llegaron cuando el verano estaba ya avanzado. Los gobernadores y los militares rebeldes no se arredraron ante las amenazas, sino que, muy al contrario, daba la sensación de que se afianzaban en su postura. Después de conocer la muerte de Marino, aunque ningún líder despuntaba entre ellos, seguían decididos a no volver a aceptar a Filipo el Árabe. Era una situación muy complicada, puesto que, por importante que fuera el ejército que comandaba Decio, las tropas danubianas constituían lo más veterano y selecto del Imperio; algo que no podía olvidarse.

Durante días, vi a Decio nervioso, intentando una y otra vez evitar la guerra. Él conocía mejor que nadie a lo que se enfrentaba, pues había sido gobernador de Mesia y gran parte de su vida militar se había desenvuelto en esos territorios. Además, muchos de los militares rebeldes fueron sus compañeros de armas, aquellos con los que luchó codo a codo en el periodo más intenso de su carrera.

La tensión se agudizó cuando Filipo y el Senado empezaron a impacientarse en Roma. Decio enviaba carta tras carta a la Urbe, explicando la situación y justificando su postura de intentar una solución pacífica hasta el último momento. Pero el partido de los árabes veía peligrar su preponderancia y exigía que se tomaran medidas drásticas cuanto antes. Una mañana se presentó en Concordia un legado del emperador, a modo de inspector, que pidió explicaciones a Decio con malas maneras, asegurando que Filipo había llegado al límite de su paciencia y ordenaba actuar de inmediato.

Se reunió a todos los jefes militares y se les comunicó la orden del emperador. Como Decio, muchos de aquellos veteranos tenían antiguos compañeros en el otro frente y sus mentes no asimilaban enfrentarse a ellos, máxime cuando sentían que defendían a un emperador que en el fondo detestaban. La reunión se convirtió en una discusión que se fue enfervorizando. Finalmente, se acordó enviar a un nuevo emisario para parlamentar con los rebeldes, como último intento. Decio escogió al general Valeriano, que era el que tenía mayor número de conocidos entre los militares rebeldes.

Valeriano estuvo dos días completos en el campamento contrario. Aquel tiempo pareció

una eternidad, con el legado de Filipo en actitud cada vez más impertinente y una tensión creciente que, hora a hora, se iba transformando en una especie de fluido de energías que se filtraban desde el otro lado, creando una creciente actitud de simpatía hacia los rebeldes.

Cuando regresó, se produjo algo insólito. Nos reunieron a los oficiales en el salón principal de la fortaleza. Al fondo sobre un estrado, estaba Decio con el legado de Filipo y los demás generales. Valeriano avanzó, saludó y esperó a que el senador le pidiera las nuevas.

—¿Qué novedad traes? —le preguntó Decio.

El general miró en derredor, con gesto extraño y, con voz potente, anunció

directamente:

—¡Los rebeldes han proclamado emperador a Decio!

Primero se hizo un espeso silencio, pero al momento estalló un gran murmullo mezcla de sorpresa y jolgorio. A mí me sacudió una sensación de eufórica satisfacción y supongo que la sonrisa se dibujó en mi rostro, como en el de la mayoría de los hombres que estábamos en aquella sala. Miré de frente a Decio. Se había puesto lívido, aunque se esforzaba en mantenerse muy serio.

El legado de Filipo empezó a ponerse muy nervioso, adivinando tal vez que aquella respuesta de los rebeldes iba a crear más problemas todavía. Se puso frente al senador, como esperando a ver su reacción. Todos mirábamos a Decio. Él recogió el yelmo y se lo colocó sobre la cabeza, apretó la correa bajo la barbilla y con gesto firme, ordenó:

—¡Preparaos para la batalla!

De nuevo se hizo el silencio. Los generales empezaron a mirarse unos a otros sin que nadie diera un paso.

—¿No habéis oído? —insistió Decio—. ¡Hay que atacar!

El murmullo brotó de nuevo, con un rumor de quejas y gestos de descontento. Nadie quería obedecer aquella orden, aunque viniera del propio Decio. El legado lo advirtió y se revolvió furioso, mirando con un gesto de rabia a la concurrencia.

—¡Vamos! —gritó—. ¿A qué esperáis? ¡El nombre de vuestro emperador ha sido ultrajado por esos bárbaros! ¡Todo el mundo al combate!

En ese momento, en la confusión creada por las órdenes cruzadas y el murmullo que aumentaba, se oyó por detrás una voz:

—¡Decio emperador!

Entonces estalló un gran aplauso y un griterío espontáneo que secundó aquel atrevimiento.

—¡Decio augusto! ¡Emperador! ¡Viva Decio!

Aquel sentimiento era unánime y ya nadie podía pararlo. El legado de Filipo, demudado y con gesto de no poder creer lo que oía, salió airado del salón seguido de sus ayudantes. Entonces arreció el clamor, a pesar de que Decio hacía expresivos gestos con las manos pidiendo calma. Vi a Valeriano y a otros generales ir hacia él y suplicarle a voz en cuello que aceptara, mientras una especie de locura colectiva se había apoderado de todos los que estábamos allí. Finalmente, el senador, harto de pedir silencio inútilmente, sacó su espada y golpeó con toda su fuerza con la hoja plana en el tablero de la mesa; logrando que por un momento cesara el escándalo.

—¿Os habéis vuelto locos? —gritó con energía—. ¿A qué viene esto?

—¡Decio, acepta la propuesta de los rebeldes! —le pidió Valeriano—. ¡Evitemos la guerra y salvemos Roma!

El senador se volvió hacia él, enarcando las cejas en un gesto de estupor.

—Pero..., Valeriano, ¿qué dices? —balbució.

—¡Es la oportunidad de salvar Roma! —insistió el general— ¡O ahora o nunca! ¡Los dioses han dispuesto este momento! ¿No lo ves? Rebeldes y leales estamos en eso de acuerdo. ¡Decio, acepta!

—¡Decio emperador! ¡Augusto! ¡Viva Decio! —secundaron las voces.

—¡No, no, no! —contestó Decio—. ¡De ninguna manera!

Dicho esto, saltó de la tarima y se abrió paso, buscando la puerta, mientras un gran griterío volvía a aclamarle y a insistir en que aceptara.

29

Pasado el tiempo, he oído decir a algunos que fue el propio Decio quien con habilidad y de forma solapada buscó desde el principio encumbrarse para alcanzar la púrpura. Pero yo que estuve allí puedo aseguraros que de ninguna manera fue así; sino que, por el contrario, él trató siempre el tema con desprecio, como si se tratara de un tumulto precipitado e irreflexivo. Estoy seguro de que habría sido incapaz de hacer una comedia en esto, ni de ninguna otra cosa. Era un romano rígido y de antiguo temple, fiel a las tradiciones y al emperador. Lo que sucedía es que nadie como él conocía desde dentro el ejército, y por eso se dio cuenta de que una guerra civil podría resultar fatal en aquellos momentos, ya que las fuerzas estaban muy divididas y la sangría habría sido terrible. También se ha dicho que Decio fue obligado por la fuerza a aceptar la dignidad imperial, bajo amenazas de muerte, después de que se negara categóricamente a traicionar a su soberano; lo cual tampoco es cierto. Es más acertado decir que, en realidad, se vio en una dificilísima tesitura, con medio ejército en estado de rebeldía y el otro medio dispuesto a rebelarse si él no aceptaba la púrpura. En esta situación, la conducta de Decio resultó

inevitable. Intentó calmar a todo el mundo, aceptando en principio ponerse al frente de unos y otros, tal vez con la intención de ganar tiempo, esperando instrucciones de Roma. Pero lo que sucedió después le forzó definitivamente a asumir lo que pareció ser el único designio de los dioses.

El legado de Filipo se presentó en Roma, escandalizando y excediéndose en sus apreciaciones, sacando el asunto de madre, hasta el punto que todo el mundo allí pensó

inmediatamente que Decio se había unido a los rebeldes para ser proclamado emperador. Pero yo soy testigo de que envió mensajes a Filipo asegurando su inocencia y lealtad y afirmando que en cuanto llegara a Roma renunciaría a los títulos que se había visto obligado a aceptar. Pero nadie ya quiso creerle, y mucho menos los árabes. A finales del verano, se supo que Filipo venía a nuestro encuentro, en pie de guerra, con todas las fuerzas que había podido reunir. La guerra civil que Decio había intentado eludir por todos los medios se hacía ahora inevitable. Aún así, todavía intentó una y otra vez parlamentar, enviando como mensajeros a oficiales de su confianza, pero Filipo, encolerizado y fuera de sí, los mandó ahorcar. Entonces fue cuando Decio se unió

definitivamente al ejército rebelde y, con nuevos refuerzos llegados de Panonia y Mesia, ordenó emprender la marcha para hacerle frente sin más contemplaciones. La batalla se dio junto a Verona, un triste y nublado día de principios de otoño. Nuestro ejército se detuvo en un llano cuyos campos habían sido recientemente hendidos por los arados para preparar las nuevas siembras. De madrugada llovió y un denso olor a tierra húmeda impregnó el aire cálido aún por el pasado estío. Más tarde surcaron el cielo bandadas de aves que volaban hacia el sur y los auspicis interpretaron aquel signo como un augurio favorable a Decio, así como un viento ululante que sopló esa misma tarde desde el septentrión. Por la noche, se hicieron sacrificios a los dioses. Me impresionó un magno taurobolio que se ofreció bajo la luz de una luna llena que se asomó, ora sí, ora no, entre las nubes que corrían veloces empujadas por los vientos. Un centenar de toros fueron degollados al tiempo que un ejército de sacerdotes entonaban un trepidante canto a Júpiter. Decio prohibió expresamente que se hicieran otros ritos que no fueran los de la religión oficial y especialmente las imágenes, ceremonias y amuletos dedicados a dioses orientales. Supongo que la inmensa llama que se alzó en el cielo consumiendo a las víctimas debió de verse desde una gran distancia. Yo, como otros muchos soldados, me aproximé al lugar del sacrificio, y me estremecí cuando el fuego lamió con reflejos rojos la égida de bronce de mi escudo.

Poco antes de que amaneciera, las trompetas anunciaron que el enemigo se acercaba y las fanfarrias prorrumpieron en un ensordecedor estruendo para caldear los ánimos y hacer vibrar la ferocidad guerrera de los espíritus de nuestros hombres. Decio sabía hacer bien las cosas: era la guerra al viejo estilo; como en los tiempos de Trajano, al que tanto admiraba. Enseguida se dieron las órdenes y nuestras tropas se alinearon a la manera tradicional, con la legión danubiana y las cohortes, llegadas desde el Rin, en el centro. Lo que en definitiva venía a constituir lo más numeroso y preparado del ejército desde la época de los Antoninos; aunque, desgraciadamente, hubiera sufrido también con los reclutamientos regionales, pues, en su parte este, en Mesia, había recibido en sus filas a helenos y asiáticos, de débil resistencia. Destacaban sobre todo las unidades de caballería que llevaban nombres antiguos (alae) o nuevos (cunei, equites, vexillationes) como la nuestra. Y a los lados se situaron, como siempre, los auxilia: cohortes de infantería de quinientos hombres aproximadamente y más unidades de caballería. Y como una masa sin orden, envolviéndolo todo, las decenas de miles de federados bárbaros, mercenarios germanos que Marino había reclutado.

Cuando apareció a lo lejos el ejército que traía Filipo, nos dimos cuenta enseguida de que aquello era pan comido. Estaban, eso sí, los feroces pretorianos y los legionarios que protegían Roma, pero lo demás era fruto de un improvisado reclutamiento, a base de ilusorias promesas, y abundaban los provincianos reunidos aprisa, con armas hechas en casa y con pobres armaduras de cuero; en fin, una inmensidad de hombres poco preparados que tenían que enfrentarse a lo más experto del ejército romano. La batalla duró poco, y nuestra caballería ni siquiera llegó a entrar en combate; lo cual agradecí, pues no me resultaba nada agradable verme frente a adversarios que enarbolaban los estandartes y los símbolos del Imperio. Desde lejos, en las inmensidades de aquella llanura veronesa, vi los movimientos de los diversos destacamentos y las evoluciones de la refriega, con fluctuaciones en ambos ejércitos que se agitaban como un mar de hombres y animales, hasta que pronto se vio quién llevaba las de perder. A gran distancia, hacía tiempo que habíamos distinguido perfectamente dónde se encontraba Filipo, rodeado por sus incondicionales seguidores árabes y custodiado por una ingente cantidad de pretorianos. Cuando sus fuerzas empezaron a replegarse, empujadas por nuestra legión, se los vio ir a toda prisa en dirección a Verona. Poco después se produjo la estampida: muchos de aquellos hombres corrieron despavoridos para ponerse a salvo dejando al descubierto a los legionarios romanos. Estos últimos no tardaron en rendirse. La batalla estaba ganada a nuestro favor.

Vi a Herenio venir hacia mí desde el altozano donde Decio había estado dirigiendo a las tropas.

—Mi padre dice que le acompañemos —me dijo al llegar a mi altura. Galopamos en dirección a Verona y por el camino intuí que Decio pretendía a toda costa encontrarse cuanto antes con Filipo; buscando tal vez una confrontación personal con él para darle las explicaciones oportunas, o porque verdaderamente temía por la vida del emperador. Así era de leal. Cuando llegamos a la ciudad, nos encontramos las puertas cerradas y las murallas bien guarnecidas con arqueros y pretorianos pertrechados.

—¡Mandad a por los arietes! —se oyó gritar a uno de nuestros generales.

—¡No! —replicó Decio—. No forzaremos las defensas. Aguardaremos a que entren en razón.

—¿Vas a darle otra oportunidad? —protestó Valeriano—. ¡Vamos, desencajemos esas puertas y terminemos de una vez con esto!

—¡He dicho que no! —le contestó Decio—. Mientras Filipo esté ahí dentro, la ciudad será respetada.

Él no quería de ninguna manera cargar con la responsabilidad de una acción violenta contra el emperador. Todavía no había aceptado definitivamente la púrpura y supongo que quería hacer bien las cosas. Aunque es imposible saber lo que pretendía salvando la vida de Filipo. Decio era muy reservado en sus intenciones.

Se puso sitio a Verona y se levantó un gran campamento en los alrededores, con la finalidad de detener la marcha hacia Roma, mientras Filipo no se decidiera a parlamentar. En los días siguientes se rindieron con todos sus seguidores y muchos de los que habían huido se presentaron a cumplimentar a Decio y a reconocerlo como único soberano. Todos fueron perdonados y restablecidos en sus puestos.

Nada ya podía oponerse a que él fuera el único emperador, salvo el grupo de los árabes y el regimiento de pretorianos que permanecían acuartelados en Verona. Una mañana, cuando muchos de nuestros generales estaban ya a punto de perder la paciencia porque Decio no se decidía a ordenar el asalto, apareció una bandera blanca sobre la muralla.

—¡Por fin se deciden a parlamentar! —exclamó el senador con satisfacción, cuando vino a anunciárselo un centinela.

Fuimos hacia las puertas de la ciudad, confiando en que estaba cerca la resolución definitiva del problema. A cierta distancia, comprobamos con sorpresa que los pretorianos nos saludaban con grandes gestos desde la muralla. Pero no se veía al prefecto, que era un conocido árabe de la confianza de Filipo, ni a ninguno de los altos cargos que solían acompañar al emperador. Un suboficial y algunos heraldos honorarios eran los que parecían llevar la voz cantante.

—Es Mario Priscilio —le explicó Valeriano a Decio señalando a la torre—. Es uno de los jefes de la guardia del Palatino.

—¿Qué sucede? ¿Qué queréis? —le gritó Decio a los pretorianos que estaban en la torre—. ¿Dónde está Filipo?

—¡Queremos parlamentar! —respondió el tal Mario Priscilio.

—¡Sólo hablaré con Filipo! —contestó Decio—. ¡Que se asome él en persona y podremos entonces parlamentar!

Se vio cómo los oficiales pretorianos hablaban entre ellos, sin que pudiera oírse lo que decían. Después se retiraron al interior.

—Seguramente van en busca de Filipo —comentó Valeriano.

—No sé... —repuso Decio—. El Árabe es demasiado orgulloso como para comparecer personalmente.

Tardaron un rato, mientras se creaba una gran expectación al pie de la muralla, con la gran cantidad de oficiales, équites, jefes auxiliares y mercenarios que se iban concentrando allí llevados por su curiosidad, para ver cómo se resolvía finalmente el asunto.

Los oficiales pretorianos asomaron de nuevo entre las almenas de la torre. Mario Priscilio otra vez tomó la palabra y gritó:

—¡Enseguida tendréis abajo a Filipo!

—¿Eh? —le dijo extrañado Valeriano a Decio—. ¿Se va a entregar?

Decio estaba firme, hierático, con gesto serio y su heladora mirada fija en la torre. De repente, un grupo de aquellos enormes pretorianos comenzaron a levantar algo por encima de las almenas. Era el cuerpo de un hombre. Con un impulso lo lanzaron desde la torre. En el trayecto desde la gran altura, se vio hondear la capa púrpura y brillar la coraza dorada mientras caía. Se oyó un estrepitoso impacto y la exclamación de asombro de cuantos lo contemplaron.

—¡Ahí tenéis a Filipo! —gritó desde la torre el jefe de los pretorianos. En efecto, quien yacía estrellado contra las piedras era el mismísimo emperador. Después fueron cayendo, uno a uno, los demás miembros del grupo de árabes: el prefecto del Pretorio, generales, cónsules, senadores y demás altos cargos que habían acompañado a Filipo.

—¡Por Júpiter, yo no pedía esto! —exclamó con rabia Decio.

Pero cuantos estaban concentrados a los pies de la fortaleza acogieron la acción de los pretorianos con júbilo, jaleándolos desde abajo y vitoreando a quien desde ese momento era el único emperador.

—¡Viva Decio! ¡Decio emperador! ¡Viva Roma! ¡Decio augusto!

En ese instante vino a mi memoria como un relámpago, el momento en que Filipo el Árabe, en Edesa, zarandeó a su antecesor, el joven emperador Gordiano, y lo lanzó

desde la tarima del trono a las manos de los feroces mercenarios bárbaros que lo hicieron pedazos con el fin de proclamarse él en su lugar. Era inevitable pensar: «Quien a hierro mata, a hierro muere.»

30

Decio ordenó encarcelar a los pretorianos que habían participado en el asesinato de Filipo. Fueron juzgados enseguida, todavía en Verona, y condenados a morir entre horribles tormentos, como correspondía a los culpables de magnicidio. No habían expirado aún los últimos de ellos en el patíbulo cuando llegaron noticias de que otros pretorianos en Roma se habían encargado por su cuenta de dar muerte al joven César Filipo, el heredero, en su residencia. Debieron de hacerlo para congraciarse con el nuevo emperador, creyendo que matando al hijo de su rival le hacían un gran favor; sin saber la suerte que habían corrido los asesinos del padre. Se pasaron de listos. También a éstos los mandó

encarcelar Decio y fueron juzgados más tarde en Roma, siendo condenados en idénticos términos que los primeros.

Los detractores de Decio han dicho después que vengó la muerte de Filipo para darle viso de legitimidad a su proclamación. Pero él no necesitaba eso, porque, aunque no creo que hubiera una total unanimidad, los viejos aseguraban que desde los tiempos de Séptimo Severo hasta entonces no se había sentido en Roma la presencia de un genuino emperador. Es más, parte de la nobleza romana y los antiguos senadores depuestos por el Árabe quisieron borrar a Filipo de la genealogía imperial; pero Decio no lo consintió de ninguna manera y quiso que a su antecesor se le concediera la consecratio y se prepararon sus funerales de la forma más grandiosa. Supongo que con ello quería advertir a todo el mundo, y en especial a los pretorianos, de que tenía que terminarse de una vez para siempre la sucesión violenta de deposiciones y los magnicidios que venían desde hacía tiempo ensombreciendo la historia de Roma.

¡Con cuánta claridad recuerdo los acontecimientos que tuvieron lugar en la Urbe! Los restos mortales de Filipo, según las costumbres, se enterraron de una manera espléndida. Decio ordenó que fueran trasladados a Roma en una carreta, sobre un lecho de marfil, vestido de púrpura y adornado con sus atavíos más ricos; una vez que expertos físicos reconstruyeron su rostro desfigurado. Por mi condición de oficial de los équites me correspondió tomar parte de la comitiva fúnebre en la gran escolta de jinetes que acompañaban al difunto y tuve que adelantarme por ello con un buen número de mis hombres.

Cuando llegamos a Roma, la ciudad salió a nuestro encuentro sin demasiado entusiasmo —nunca tragó del todo al Árabe, aunque le regaló los juegos del Milenio—; pero se apreciaba enseguida que estaba ansiosa por recibir a Decio. Siguiendo instrucciones estrictas, el cadáver fue enterrado provisionalmente en un lugar secreto, para evitar la profanación por parte de sus muchos enemigos; pero la imagen de cera del emperador muerto se colocó en el lecho de marfil dispuesto sobre alfombras bordadas con oro enfrente del palacio. Allí permaneció durante siete días, custodiado a su lado izquierdo por los miembros del Senado y a la derecha por las damas con los habituales trajes de luto blancos, sencillos, sin adornos ni joyas.

El séptimo día estaba prevista la llegada de Decio a Roma. Las calles y plazas por las que iba a pasar la procesión se adornaron festivamente. Los templos fueron abiertos y en todos los altares humeaba abundante incienso. Había puestos improvisados con coronas de fiesta que exclamaban en su centro con grandes letras «Io triumphe!». El nuevo emperador estaba mientras tanto reunido con sus tropas cerca de los templos de Apolo y Belona, fuera de la ciudad. Cuando el sol se encontraba en su punto más alto, el Senado salió a recibirle a la porta Triumphalis, con los magistrados y numerosos ciudadanos importantes, quienes se pusieron a la cabeza de la procesión, mientras los lictores abrían paso entre la multitud. Después de los dignatarios seguían los tibicines (tocadores de flauta), detrás de ellos los trofeos, armaduras y estandartes; también cuadros de batallas y tablas con las hazañas de las tropas en Panonia y una gran estatua que personificaba al Danubio; además, cientos de soldados coronados portaban tesoros de arte, platos y vasos valiosos, monedas de plata y oro, y ámbar procedente de Carnuntum y Aquincum. Detrás iban encadenados los jefes yácigas y los cautivos godos que apresamos en nuestras victorias anteriores a la rebelión de Marino. En esto Decio estuvo muy acertado, ya que disimuló los turbios sucesos acaecidos bajo la apariencia de una gran victoria en el Danubio y el pueblo se lo creyó, o hizo como si se lo creyera. El caso es que en Roma sólo había ojos para contemplar la llegada de su nuevo augusto. Y el Senado no había escatimado en gastos para hacer un recibimiento al viejo estilo. Eso se vio cuando apareció

la inmensa fila de bueyes sacrificatorios con cuernos de oro, acompañados de sacerdotes, y la gran cantidad de cantantes, músicos y bufones enviados para preceder al homenajeado.

Como me había tocado custodiar la comitiva fúnebre, no pude formar parte de la procesión triunfal acompañando a Decio, entre los miembros del ejército que le seguían desde el Campo de Marte a través del circo de Flaminio hasta la porta Carmentalis, y desde allí al Capitolio por el Velebro y el circo Máximo, la vía Sacra y el Foro. Pero pude contemplar desde un lugar privilegiado toda la ceremonia, desde una tarima elevada, próxima al estrado que había de ocupar el nuevo emperador. Y vibré de emoción cuando le vi aparecer en el carro triunfal tirado por cuatro caballos, vestido con la toga picta y la túnica palmada, tomadas provisionalmente de la estatua del Júpiter Capitolino, y llevando en la mano el cetro de marfil con el águila, mientras el servus publicus que iba detrás de él sostenía sobre su cabeza la corona hecha con una rama del laurel plantado por Augusto en la vía Flaminia. Entonces recordé cuando el propio Decio me había dicho, allí mismo, junto al Capitolio, que la grandeza de Roma descansaba en el culto a su emperador. Esa misma tarde, antes de que anocheciera, los caballeros y los senadores más jóvenes transportaron el féretro de Filipo a través de la vía Sacra hasta el antiguo Foro, y allí fue depositado en un gran andamio con forma de terraza. Los patricios jóvenes a un lado y las damas nobles al otro entonaron himnos de alabanza a favor del difunto con tono solemne y triste. Después el féretro fue llevado al Campo de Marte. Se colocó dentro de una gran estructura de madera cuyo exterior estaba adornado con alfombras bordadas con oro, estatuas de marfil y varias esculturas. En la parte más alta, que era más estrecha, como una pirámide, se quemaba incienso. Fueron pasando carros con personas que llevaban máscaras y vestidos que representaban a emperadores y generales famosos, a modo de último homenaje, mientras el féretro se cubría con incienso, especias, hierbas y frutas olorosas. Después, cuando el sol se ocultó tras las colinas, Decio avanzó y arrojó una antorcha a la estructura. Inmediatamente, se lanzaron llamas desde todos los lados y comenzó a arder el edificio. En ese momento, desde algún lugar soltaron el águila que según la tradición se lleva el alma del emperador al cielo.

Vi arder la gigantesca pira, enviando llamaradas al oscuro firmamento, y pasó por mi mente en un instante lo que Filipo había sido para mí y para Roma. Entonces, tuve que hacer un gran esfuerzo para creer que su alma compartiera desde ese momento los honores de los dioses.

Con el nombre de Gayo Mesio Quinto Trajano Decio, el nuevo emperador fue proclamado con la mayor solemnidad, apoyado por el Senado, libre ya del partido de los árabes, y en medio de la satisfacción de todo el pueblo de Roma que acogió con júbilo los ciento setenta días de juegos decretados con tal motivo. Decio asoció a su hijo como coemperador y el joven princeps fue proclamado también con el nombre de Etrusco Herenio Decio.

Aunque la mayor parte de los ritos tuvieron lugar ante la Tríada Capitolina y los sacrificios en los templos del Foro, Decio escogió el Panteón para ofrecerse especialmente a Júpiter Vengador en la presencia de todos los dioses romanos. Sin duda fue ésta la ceremonia más sugestiva.

Nos concentramos frente al pronaos del templo a media mañana y las horas transcurrieron mientras crecía la expectación y corría de boca en boca la noticia de que el nuevo emperador acudiría allí de un momento a otro, aunque el acontecimiento, por expreso deseo de Decio, sólo se había hecho público entre los altos cargos del ejército y su círculo de amigos y colaboradores. Éste era su momento íntimo y privado con los dioses, su particular acción de gracias, y quiso evitar que se convirtiera en un espectáculo más de la apoteósica sucesión de presentaciones públicas, procesiones y ritos en que había llegado a convertirse el ritual palatino de la proclamación en las últimas décadas. Tal exageración había sido fruto de la voluntad de cada emperador de manifestar la conformidad de su elección con la voluntad divina, e impresionar a todos con unos fastos que le realzaran frente al anterior (cuando no de un verdadero temor por la inestabilidad del solio imperial). Decio pretendió remontarse más atrás, a los tiempos de Agripa y Adriano al menos, cuando todavía la divinidad del emperador era un asunto exclusivo entre él y los dioses.

Cuando el sol estaba a punto de llegar a su cénit, Decio y Herenio llegaron revestidos de Pontifex Maximus de Júpiter, con las cabezas veladas, y acompañados por un gran número de militares y senadores. El cortejo atravesó los jardines que se extendían delante del pórtico y frente a ellos se abrieron las grandes hojas de bronce de la puerta del Panteón. Entonces apareció el sumo sacerdote y los invitó a entrar con un solemne saludo. Quienes pudimos, accedimos al interior detrás de ellos y nos sumergimos en el ambiente inquietante que reinaba bajo la inmensa cúpula revestida de bronce dorado y resplandeciente. El padre de los dioses resaltaba majestuoso, al fondo, en la hornacina principal, presidiendo a las otras seis oquedades que contenían estatuas de otras tantas deidades; entre las que destacaban Marte y Venus, y el divino César. Las paredes del gran círculo interior estaban adornadas con gaillo autico (una clase de mármol amarillo jaspeado de forma hermosa, pulido y brillante); las columnas estaban hechas con mármoles de colores ingeniosamente intercalados. Pero llamaba la atención sobre todo la cúpula, enorme, en cuya parte superior, en el centro, hay una abertura de cuarenta pies de diámetro, a través de la cual entraba desde el cielo limpio un gran rayo de luz. Los esclavos del templo acercaron el buey, la oveja y el cerdo de la suovetaurilia, inmaculadamente blancos, perfectos, coronados de flores y adornados con cintas. Decio alzó los brazos al cielo y el victimario descargó su hacha sobre las víctimas, que se desplomaron y convulsionaron durante un momento en el suelo, cubriéndose de rojo con su propia sangre. Un camillas presentó la caja con el incienso al emperador y éste arrojó

una buena cantidad sobre las brasas del altar en llamas, mientras el sumo sacerdote rociaba los animales con la libación del vino. Resultó sobrecogedor ver alzarse el humo blanco tiñendo el chorro de luz y buscando el firmamento por la abertura de la cúpula. En ese momento, el ejército de sacerdotes que estaban dispuestos alrededor, en el círculo interior de la soberbia nave, inició un canto ritual con voces guturales y profundas, que retumbaron y parecieron provenir de un lugar ultraterrenal.

Cuando los intestinos de las víctimas fueron examinados por los auspicis, sin que detectaran ningún presagio desfavorable, fueron rociados con vino y quemados en el altar entre oraciones. Entonces los sacerdotes despojaron a Decio y Herenio de las togas pictas y ambos lucieron las armaduras doradas que traían debajo, que brillaron iluminadas por el rayo del sol que penetró por la abertura; recibieron la corona de oro y el cetro. «Son dioses», pensé, estupefacto, abrumado por tanta grandeza.

Al día siguiente, el emperador recibió en el Capitolio, uno por uno, a todos los oficiales que habían colaborado con él y le habían sido fieles. Era un hombre magnánimo y agradecido que quería hacer partícipes de su triunfo a quienes le apoyaron en su encumbramiento. Repartió oro y regalos en abundancia, y situó en importantes cargos a los principales generales.

A mí me trató como a un hijo. Me abrazó, emocionado, a pesar de lo frío que solía ser en el trato, y me dedicó un buen rato de su precioso tiempo, agradeciéndome mi valor en Concordia y, especialmente, que hubiera librado a Roma de Marino (algo que quedó

siempre en secreto entre él y los pocos que lo sabían). Después, me comunicó que había pensado en un importante puesto para mí: legado de la legión de Mesia; el mismo cargo que él ocupó en su feliz y añorada juventud. Lo cual me enorgulleció y me dijo mucho acerca de la alta estima en que me tenía.

31

Después de ser proclamado su padre emperador y su hermano augusto, Dionisia se hizo consciente de que era una principalísima dama en la cúspide de la corte y se convirtió

en centro de todas las miradas. Ya antes había sido caprichosa y voluble; ahora además se envaneció, convencida de que podía tener al alcance de su mano cualquier cosa que se le antojara. Y encima estaba mucho más bella, o al menos eso me pareció a mí cuando me encontré con ella por primera vez tras los largos meses de separación. Ahora era ya una mujer completamente hecha, sus formas se habían afianzado y los peinados, joyas y vestidos propios de su rango realzaban su hermosura, dándole el aire de una verdadera princesa. Y como tal se comportó conmigo cuando coincidimos en la fiesta celebrada con motivo de la proclamación de Herenio; marcó la distancia y se hizo la indiferente, mirándome con arrogancia desde su nueva condición y segura de su flamante y espectacular aspecto. Incluso me pareció más alta y más esbelta; sería por el tocado y la reluciente tiara de oro y piedras preciosas que la coronaban. Pero a mí no podía engañarme, porque un ligero rubor en sus mejillas y una tenue vibración en sus labios delataban que sintió alguna emoción al volver a verme. Aunque en aquel momento intercambiamos sólo algunas palabras de saludo y después se disculpó con el pretexto de tener que atender a los invitados junto a las demás damas de palacio. Mientras duró la fiesta, no pude dejar de observarla en todos sus movimientos, y noté decepcionado que sólo me crucé con su mirada en un par de ocasiones. Me temí que algo había cambiado. Como no la perdí de vista ni un momento, no tardé en comprobar que como sospechaba había otra persona de por medio. Un hombre maduro togado con los signos propios de la clase senatorial la seguía constantemente, visiblemente preocupado por que ella le hiciera caso sólo a él. Decidí no preocuparme demasiado por ello, pero, como suele suceder en estos casos, los celos se removieron dentro de mí y mi interés por Dionisia aumento aún más. Aunque quise consolarme pensando: «¡Bah! Ella lo hace para llamar mi atención.»

Un poco más tarde llegó Salonina acompañada por un joven al que yo conocía bien: Licinio, el hijo mayor del general Valeriano, que había realizado su formación militar en mi campamento, aunque no participó en la campaña del Danubio por ser aún menor de edad. De momento me extrañé por aquella mutua compañía, ya que desde luego no pegaban nada el uno con la otra; pero mi sorpresa llegó al máximo cuando supe que se habían casado recientemente. Ambos me saludaron y, cuando me dieron la noticia, me reí

ingenuamente creyendo que se trataba de una de las bromas de Salonina. Ella entonces se puso muy seria y con irónica crueldad me espetó:

—Sí, ya ves, Félix, la gente se casa. Pero, claro, tú eres hombre de mundo... ¿O es que nadie quiere casarse contigo?

—No he querido ofenderos —balbucí—. Me ha sorprendido; sólo se trata de eso.

—¿Has visto ya a Dionisia? —me preguntó cambiando el gesto.

—Sí —respondí—. Está muy ocupada atendiendo a los invitados.

—Ah, entonces te habrá anunciado que también ella se casa —dijo con una media sonrisa llena de malicia. Y al comprobar con placer que yo me quedaba estupefacto, añadió

llevándose la mano a la boca—: ¡Oh, creo que ya he metido la pata! Por un momento olvidé que todavía es un secreto. Pero... ¡al fin y al cabo, tú eres como de la familia! Y en el fondo te alegrarás. El senador Basiano es apuesto y rico; alguien ideal para Dionisia. La habría estrangulado allí mismo. Creo que no he conocido a alguien más capaz que ella para usar palabras cargadas de malas intenciones, agudas como flechas. Deseaba mostrarme indiferente, manejar alguna contestación ocurrente y devolverle su veneno; pero quedé como paralizado y seguramente con cara de tonto.

Un poco después fui donde estaba Herenio y aguardé a que los últimos invitados le presentaran sus respetos antes de pasar al triclinio.

Todavía no estaba convencido del todo de que fuera cierto lo que me había dicho Salonina, así que, mientras íbamos hacia donde se iba a servir el banquete, le pregunté:

—Herenio, ¿Dionisia se casa?

—Sí, claro —respondió como distraído—. ¿No te lo había dicho? ¡Con tanto acontecimiento he debido de olvidarlo! El senador Basiano se la pidió a mi padre hace ya tiempo, antes de la primavera. Ella le conoció y, bueno, parece encantada. —Me miró

entonces a los ojos y, como adivinando lo que había en mi interior, añadió—: Pobre senador; no sabe lo que le espera. Mi hermana es capaz de amargar la vida a cualquiera...

—No sé... —comenté—. La verdad es que no me lo esperaba.

—¡Vamos, no pongas esa cara! Ahí hay un montón de mujeres.

Nunca me había sentido más ridículo. Me dolió profundamente que Herenio adivinara mis celos y mi contrariedad, y que fuera él ahora quien me daba consejos, cuando yo había aparecido siempre como el que se las sabía todas en estos asuntos. Si hubiera sido otro quien estuviera en mi lugar, habría sabido enseguida qué decirle. Pero ahora estaba en conflicto conmigo mismo. ¿Sería que estaba de verdad profundamente enamorado? El caso es que sentí un gran desgarrón en mi alma al experimentar que un viejo adinerado me arrancaba la belleza risueña y la dorada lozanía de Dionisia. . No disfruté de la situación privilegiada que me daba ser amigo del nuevo augusto, ni de los exquisitos manjares que se sirvieron; ni siquiera de los deliciosos vinos escogidos para la ocasión, que bebí en amargos tragos de rabia, buscando perderme cuanto antes en la abulia de la embriaguez. Dionisia me había robado la alegría de mis habituales placeres. Entonces me sentí peor aún, al recordar las veces que había pensado en ella en las soledades guerreras pasadas, suponiendo que me aguardaba, que me echaba de menos, e imaginando cómo sería el reencuentro.

—¡Eh!, ¡qué te pasa, hombre! —me sacó de repente Herenio de mis cavilaciones—.

¿No te diviertes? ¿No estarás así por lo de mi hermana?

—Oh, no, no es nada, pensaba en mi futuro —dije para salir del paso.

—¿Ahora? ¿En tu futuro? ¿Qué quieres decir?

—No lo sé... Supongo que tendré que pensar ya en establecerme en algún sitio. Pronto cumpliré veintiocho años y... en fin, he de tener hijos; fundar una familia. Es lo normal,

¿no?

—¡Ah, claro! —contestó él con tono burlón— ¡Ya eres un viejo!

Aquella fiesta pasó para mí con más pena que gloria. Pero creo que fue a partir de aquel momento cuando comencé a presentir que algo había cambiado en mi vida. Aunque sus palabras habían sido dichas en broma, Herenio tenía parte de razón: yo no era un viejo, pero ya no era un joven. Empecé a plantearme entonces, como nunca antes lo había hecho, una serie de cosas que suelen pasar por la cabeza del que se siente madurar: tener mujer, hijos, parientes con los que disfrutar y perpetuar mi existencia. También comprendía que, aunque esas cosas generalmente vienen solas, requieren unas condiciones previas: estabilidad y posesiones que garanticen el futuro. Lo cual, en mi nuevo cargo de legado y con la movilidad que exigían las nuevas unidades del ejército, no me iba a resultar nada fácil.

Lo de ir a Mesia como gobernador me parecía interesante (allí se habían forjado muchos de los nombres insignes del Imperio), pero me suponía regresar a la vida inestable de las campañas, con desplazamientos constantes y cambios de residencia. ¿Eso era lo que quería para mí en ese momento? Sentía claramente que no. De ninguna manera me apetecía regresar a la guerra, aunque fuera en aquel elevado cargo. Pero ¿cómo decirle a Decio que no deseaba aceptarlo?, después de la gran confianza que depositaba en mí asegurándome la región que le había valido a él para alcanzar el sobrenombre glorioso de Mesio en su augusto título.

Sin embargo, cuando fui llamado a hablar con él para tratar acerca de las obligaciones de mi cargo, bastó con que le insinuara con medias palabras mi poco entusiasmo para que, rápidamente, se adelantara a decirme:

—¿Qué te pasa, Félix? Tengo la sensación de que no quieres regresar al Danubio.

¿Temes algo?

—No tengo ningún miedo a los bárbaros —me apresuré a responder.

—Oh, no he querido decir eso. Te portaste allí como un valiente. No me refiero a la guerra. Pero tengo la sensación de que te preocupa algo. ¿No te ves con fuerzas para gobernar a aquellos veteranos soldados? ¿Se trata de eso? ¡Vamos, Félix, eres muy capaz para eso y mucho más!

—No sé... Había pensado en algo más tranquilo. Ya sabes, llevo años de aquí para allá. No es que quiera dejar el ejército, pero...

—¡Ah, comprendo! Quieres permanecer aquí, en Roma.

—No, no, tampoco es eso.

—¿Quieres regresar a Hispania? ¿Te gustaría asentarte en Lusitania?

—Sí, eso es, asentarme. Pero no en Lusitania. La verdad es que me da igual. El caso es que quisiera cambiar de vida.

—¡Hombre, haber empezado por ahí! ¡Claro! Lo que quieres es fundar una familia. Has encontrado a una mujer que te gusta y deseas casarte con ella. Lo comprendo. ¿Cómo no iba a comprenderte? ¡Quién es ella? ¿La conozco?

—Bueno, la verdad es que aún no he dado con la mujer adecuada, aunque...

—Ya entiendo, no sigas. Bien, creo que lo que necesitas es un lugar tranquilo, en provincias, donde puedas hacer una vida social desde un puesto relevante. Aquí, en la Urbe, todo está muy revuelto. No te preocupes; veré lo que puedo hacer por ti.

—Pero, por favor, Decio, no quisiera cambiar tus planes...

—¡Qué dices, hombre! Lo importante es tu felicidad. Mira, has sido muy leal a mí y, ante todo, yo he de premiar eso. Lo que necesito ahora son hombres como tú; he de hacer muchas reformas en el Imperio. Enseguida encontraré un puesto adecuado para ti, en un lugar donde puedas desenvolverte y prosperar.

A los pocos días supe que Decio había nombrado como legado de Mesia a Treboniano, un oficial galo mayor que yo que también había participado directamente al lado del nuevo emperador en los acontecimientos de Verona que culminaron con su proclamación. Entonces me sentí muy aliviado, al comprobar que mi nombre no era hecho público en ninguno de los cargos nombrados para las regiones danubianas. Y pasadas algunas semanas más me impacienté, viendo que se iban rellenando los huecos dejados por los árabes expulsados de la administración provincial sin que yo fuera llamado. Entonces tuvo lugar la boda de Dionisia. La ceremonia se celebró casi en privado al estilo más tradicional: la novia, con el rubio cabello recogido desde la noche anterior en una redecilla roja de seda, vestida con la túnica lisa ceñida por un cinturón de lana con doble nudo, cubierta con el manto color azafrán y coronada con una guirnalda trenzada con mirto y flores de naranjo. Las novias suelen estar hermosas, pero ella parecía una diosa descendida de la hornacina de algún templo. Habían acudido sólo los amigos más cercanos y la familia del emperador; contado entre ellos me sentí honrado, aunque deshecho por dentro. Y me encontré fuera de lugar cuando tuve que unirme al cortejo que acompañó a la novia hasta el santuario de la casa de Decio, para recibir allí al novio con su familia y amigos. Cerca de ese sitio había pasado momentos muy felices con ella. El auspex hizo el sacrificio y transmitió los buenos auspicios a la pareja. Se intercambió

el mutuo consentimiento y culminó el rito con las exclamaciones de los asistentes deseándoles buenos augurios. Después estuvimos de fiesta todo el día, hasta que, caída la noche, llegó el cortejo de flautistas y los amigos del marido con antorchas para arrancar a la recién casada de su madre y arrastrarla a la casa de su esposo. Cuando era transportada en brazos por el padrino de honor hacia la carroza que había de llevársela, lanzó una última mirada al grupo de sus amigos y parientes, entre los que yo estaba, y me pareció

adivinar un fondo triste en sus ojos que se detuvieron en los míos mientras se alejaba. Pasados algunos días, en los que anduve vagabundeando por los rincones de Roma que me traían recuerdos, lleno de abulia y robadas mis energías por una extraña nostalgia, me mandaron llamar a palacio. Decio había resuelto por fin mi nombramiento: Praefectus legionis en la Tercera Legión de África, con lo que mi destino era Cartago. 32

Dicen que las ciudades del Imperio desean parecerse a Roma, y que no hay ciudadano que no sueñe con vivir algún día en la Urbe. Será por ello que a la Capital no dejan de afluir hombres de las diversas razas y pueblos, y que pertenece a todo el mundo menos a ella misma; porque, ya se sabe, lo que es de todos pasa a ser de nadie. Pues bien, debía de ser yo de los pocos que preferían vivir en cualquier sitio menos en Roma. Y

eso no significa que no me pareciera una ciudad hermosa; pero demasiada proximidad a la belleza termina por cansar. Por eso —y no puedo ser más sincero al decirlo—, algo dentro de mí se alegraba al dejar allí a Dionisia y a la perfecta ordenación de las piedras que llamaban eternas.

De nuevo la cubierta del barco y una vez más el ancho mar, ahora hacia el sur, eran el tránsito hacia otra tierra y otras gentes, desconocidas para mí, que aguardaban en algún lugar para configurarme una nueva vida. Iba ilusionado, pero sereno y nada impaciente, a mi encuentro con la vieja y renombrada Cartago.

El tiempo fue apacible —demasiado apacible—, por lo que el barco tuvo que surcar el mar en calma a golpes de remo. Generalmente se tardaba menos de una semana en llegar a la costa de África, pero el piloto de la nave se empeñó en rodear Sicilia buscando vientos favorables y al final tuvimos una avería en la cubierta que nos hizo retrasar tres días más. No me importó, pues disfruté de la parada en Lilybea como si hubiera perdido el sentido del tiempo. Me sentaba en la terraza de una vieja taberna al atardecer y contemplaba el cielo con su color rojo pálido sobre un horizonte azul, hasta que aparecían las estrellas y la brisa se hacía fresca. No sé lo que pasó por mi mente, pero aquella serenidad parecía borrar las imágenes de la guerra. Por primera vez desde mi juventud no tenía prisa por llegar a mi destino y era como si desease que el viaje no terminara nunca. Lo que más sorprende al llegar a Cartago es que el puerto no se ve desde el mar, gracias a un astuto dispositivo que a modo de canal se introduce en la dársena de repente, de manera que el piloto debe conocer bien la entrada. Una vez dentro, se atraviesa un gran lago cuyo centro está ocupado por una isla sobre la que hay un templo y un faro. No creo que haya otro puerto como ése en el mundo. A lo largo de la escollera había postes colocados en haz para fondear las embarcaciones. Un entendido comentó a mi lado que había allí espacio para unas trescientas galeras. Y eso solamente en el puerto militar, porque al sur y separado de éste por altos muros se hallaba el puerto comercial, casi tan grande como el anterior, pero con la dársena rectangular y con astilleros donde los barcos eran sacados en seco. Sorprendían también los enormes terraplenes artificiales y los pasillos de fortificaciones que protegían el este por la orilla del mar. La ciudad baja comienza en la misma zona portuaria, como un apretadísimo barrio de edificaciones menudas que se extienden desde el pie de las construcciones militares apiladas unas sobre otras durante siglos. Es un conjunto que mira hacia los mares como esperando la guerra. Aunque en los nuevos tiempos tanta precaución resulta innecesaria, por lo que da la impresión de que la ruina se cierne sobre torres y almenas que ahora sólo albergan a gritonas aves de la costa. Pero el faro y el templo dedicado a Neptuno siguen siendo majestuosos, irguiéndose como gigantes sobre la infinidad de casitas bajas de pescadores que se desparraman por todo el litoral, de manera que no puede saberse dónde empieza de verdad la legendaria Cartago de los tiempos púnicos. Nada más descender del barco, me rodeó una avalancha de oportunistas para ofrecerme todo tipo de servicios: transporte, posada, comida, vestuario, prostitutas o todo a la vez. Llevaba asignados desde Roma dos ayudantes que se ocuparon de mi caballo y mi equipaje, pero, aun así, me decidí a valerme de un hombre casi anciano que me pareció serio y que tiraba de un borrico. Cuando le pedí que me condujera al palacio del procónsul, puso cara de haber llegado su ocasión del día y, después de cargar mis cosas en su bestia, me abrió paso con decisión por entre los mozalbetes que arreciaban con sus ofertas. El latín de aquella gente era el más incomprensible que había oído hasta entonces. El procónsul vivía en el centro de la ciudad; algo inaudito en unos tiempos en que los magnates buscaban la comodidad e intimidad de apartadas y lujosas villas de las afueras. Pero todo en Cartago hacía recordar siempre a otras épocas gloriosas. Había quienes decían que era como la Roma de hacía cien años o, los más exagerados, como la Atenas de hacía quinientos. En todo caso, era sin duda la segunda ciudad del Imperio, seguida por Alejandría y Antioquía, a las que superaba ampliamente en riquezas y número de habitantes. Desde los emperadores Flavios y Severos, el África proconsular había alcanzado el máximo de su esplendor cuando varias de sus regiones se dedicaron a enviar trigo y aceite a Roma, favoreciendo el nacimiento de numerosas ciudades, puertos y mercados. La misma Cartago era el mayor centro de aprovisionamiento de víveres y la influencia de sus formas de decoración y sus mosaicos alcanzaba desde hacía tiempo a otras importantes ciudades.

El anciano guía señaló con el dedo la ciudadela, sin dejar de sonreír y, en su acento difícil de entender, explicó:

—¡Birsa! ¡Allí está Birsa!

Entonces lo comprendí. Se trataba de la legendaria colina que Escipión había conquistado con sus hombres en la tercera guerra púnica, en la victoria romana que terminó con la total destrucción de la ciudad, cuyas vicisitudes eran narradas en la historia del griego Apiano y que yo había estudiado en mi adolescencia.

Ascendimos lentamente hacia el norte del puerto, por las calles empedradas, estrechas y malolientes. Franqueamos la puerta interna que daba sobre la meseta de la ciudadela, rodeada de elevadas casas de hasta seis pisos, y llegamos donde se erguía el palacio. Lucía un intenso sol oblicuo de media tarde que iluminaba los anchos escalones y las columnas pintadas de rojo del pórtico de entrada. Allí se paseaban los centinelas, que acudieron enseguida. Cuando me presenté, se llevaron mi caballo y me condujeron a través de un gran patio donde crecían poderosos árboles, pinos y cipreses, alrededor de un estanque profundo con verdosa agua donde nadaban peces de color anaranjado. Yo creía haber visto aposentos suntuosos; pero eran pobres comparados con los del interior de ese palacio. Las cosas estaban muy cuidadas, las pinturas de las paredes retocadas y frescas y los mosaicos con un color como yo no recordaba de ningún otro sitio. Había columnas de cedro talladas y frisos con escenas de gran movimiento y expresividad. El guardia me puso en manos de un elegante criado que me llevó por un peristilo, sobre un piso con losas y teselas intercaladas formando olas, y por fin llegamos a un pasadizo que terminaba en una gran puerta, con incrustaciones de clavos de bronce. El esclavo dio un golpecito con el pie; otro sirviente la abrió y me hizo entrar y esperar en un recibidor que estaba separado por una cortina de lo que parecía ser un gran salón, donde se oían voces que arrancaban ecos en los majestuosos y elevados techos.

A poco, apareció un tercer criado que descorrió la cortina y despidió a un grueso hombre lujosamente vestido.

Después se dirigió a mí y me dijo con perfecto acento romano y cuidada entonación:

—Bienvenido a la casa del procónsul, señor caballero. ¿A quién debo anunciar a mi amo?

—Turno Quintilio Félix, el prefecto del emperador para la Tercera Legión.

—¡Ah, por fin! —oí exclamar desde el fondo.

Miré y vi el gran salón, cuyo techo sostenían columnas de madera oscura finamente tallada; la luz llegaba desde altas ventanas situadas bajo los aleros; las paredes estaban estucadas y decoradas con luminosas pinturas y, una vez más, destacaba el impresionante mosaico que se extendía en una sola composición hasta el extremo. Un hombre alto de unos cincuenta años de edad venía hacia mí; era robusto, de cabellos oscuros, encanecidos, y su barba ocultaba el mentón, aunque tenía la piel afeitada alrededor de la boca. Enseguida supuse que se trataba del procónsul, y él lo confirmó

presentándose como tal.

—Me llamo Aspasio Paterno —explicó—. Hasta ahora he sido yo el legado de la Tercera Legión; bueno, quiero decir, hasta que Decio fue proclamado emperador. Como comprenderás, el anterior procónsul fue depuesto de su cargo por una orden que llegó

pronto desde Roma. En fin, ya te lo explicaré todo más detenidamente... El caso es que en Roma decidieron que yo me hiciera cargo del gobierno proconsular. Y, ya ves, estoy recién llegado al palacio. ¡Hay tanto por hacer!

Me pareció un hombre nervioso, algo abrumado por el cargo que le acababa de caer encima. Aún no sabía desenvolverse bien en aquel suntuoso edificio, entre funcionarios provinciales y magistrados. Al fin y al cabo, era un militar de carrera, llegado de repente a un puesto civil de primer orden, y todavía había dado pocos pasos propios en su nueva situación.

—Bueno —contesté con tono solidario—, yo vengo casi directamente de la guerra del Danubio. A mí también me ha cambiado la vida el nuevo emperador.

—¡Anda, eres hispano como yo! —exclamó al oír mi acento.

—¿Eh? ¿Hispano? ¿De dónde? —le pregunté a mi vez.

—De la Bética; de Itálica, para más señas.

—Pero... no se te nota.

—¡Ah, amigo! ¡Cómo se me va a notar! Salí de Hispania con tan sólo diecinueve años alistado en los équites de Mauritania. He servido en los destacamentos de Numidia entre asiáticos, bretones, corsos, dálmatas, españoles, galos, sardos, tracios... Llevo treinta años en África. ¡Cómo se me va a notar, si ya casi no recuerdo cómo era mi tierra!

—Yo soy de Lusitania —observé—, de Emérita Augusta.

—¡Ah, renombrada ciudad! —Y dicho esto me miró de arriba abajo—. ¿No eres demasiado joven para un cargo tan elevado? ¿Cuántos años tienes?

—Veintiocho —contesté, aunque aún no los había cumplido.

—¡Humm...! Hubiera jurado que no pasabas de los veintitrés. ¡Claro, estás tan delgadito! —dijo sujetándose un amplio anillo de grasa que le rodeaba la cintura—. Aquí

engordarás. ¡No sabes cómo se come en Cartago! Bueno, ya lo averiguarás. ¡Ja, ja, ja...!

Aspasio Paterno era un hombre locuaz y divertido que derrochaba expansiva vivacidad. No paraba de hablar intercalando chistes y frases ocurrentes constantemente. Me alegré de verdad al presentir que mi primer conocido en Cartago me iba a facilitar la vida. Al ser mi predecesor en el cargo de prefecto podía instruirme mejor que nadie en mis nuevas obligaciones y, lejos de ser alguien distante y encumbrado en su posición, no podría encontrar a nadie mejor para introducirme en la sociedad de la provincia. Esa misma noche me invitó a cenar a su casa. Después de tomar un buen baño y presentarme en el Pretorio, me dirigí de nuevo al palacio, aunque estaba cansado por el viaje; pero no quise desairar al procónsul.

La cena se sirvió en una de las terrazas, con inigualables vistas sobre la ciudad: las monumentales termas de Antonio allá abajo, casi en la misma orilla del mar, y el constante tránsito de embarcaciones hacia el gran puerto y los pequeños muelles de pescadores diseminados por la costa. También podía verse el teatro, el Foro, la basílica judicial y los colosales templos de Júpiter Anmon y Juno Caelestis, pero destacaba sobre todo el de Esculapio, que dominaba por encima del resto de los edificios. El sol, teñido de púrpura, se hundía en las lustrosas aguas del horizonte.

Me alegré de que Aspasio no hubiera invitado a nadie más aparte de mí, pues no tenía ganas de presentaciones ni de comprometidas situaciones de sociedad y mi mente estaba aún espesa por los días de navegación a los que no estaba acostumbrado. Además, así

tuve ocasión de acortar las distancias con mi anfitrión en un ambiente más íntimo y relajado. Me di cuenta de que él también deseaba que nos conociéramos bien desde el principio, por lo que se comportó conmigo de la forma más natural, familiarmente, como si ya hiciera tiempo que nos tratábamos. Primeramente hablamos de comida y de vinos, su tema favorito, expresando cada uno nuestros gustos y los conocimientos que teníamos en esta materia.

—Vaya, vaya —comentó paternalmente—, veo que has conocido mundo a pesar de tu juventud.

—Salí de mi casa con pocos años —observé.

—Yo también. Y me alegro de ello. Nada como destetarse pronto para conocer bien todas las caras de la vida. Hoy día los jóvenes son unos mimados. No saben desenvolverse fuera de casa. Quizá los padres tenemos la culpa.

—¿Tienes hijos? —le pregunté, reparando en que había dicho «tenemos».

—Oh, sí; dos hijos varones en el ejército y una hija casada en Thugga. Precisamente, mi mujer se encuentra allí ahora, en la villa que poseo en dicha ciudad. Por cierto, tú eres soltero, ¿no?

—Sí. Hasta ahora he andado de acá para allá y no ha habido ocasión.

—Claro, claro. Tienes tiempo; no hay por qué tener prisa para eso. Si un padre de familia quiere ejercer su paternidad como manda la ley, debe renunciar a otras cosas. Aquí te sentirás bien, ya lo verás. Cartago es un buen lugar para echar raíces. Y en lo que a mujeres se refiere no podemos quejarnos; dicen que las cartaginesas son las mujeres más hermosas del Imperio.

—¿Tu esposa es de aquí? —pregunté inocentemente.

—¡Oh, no! Es siciliana, de Mesina. Cuando estuve destinado en Sicilia, alguien me dijo que las sicilianas eran las hembras más hermosas del Imperio. ¡Ja, ja, ja...! Ya sabes, no hay provincia del Mare Nostrum que no presuma de sus mujeres o su vino.

—Bueno —observé—, este vino no está nada mal, pero aún no conozco las mujeres de Cartago.

—Todo a su tiempo, Félix. Primero has de conocer el África proconsular. Es posible que tu destino aquí vaya para largo y no te sentirás verdaderamente a gusto mientras no asimiles la forma de ser de la provincia. Cartago es compleja, diferente al resto del Imperio. Para ser feliz aquí, es necesario olvidarse de la prisa; todo es lento en Cartago. Aspasio tenía razón. Llevaba allí apenas unas horas y ya había percibido que la vida africana era distinta; densa y vaporosa, como su aire impregnado de olores a cueros y especias, o como el vuelo de sus aves que se dirigían lenta y pesadamente hacia el sur. 33

Entre el Pretorio de Cartago y la fortaleza militar que se ocupaba de defender el puerto, sumaban apenas quinientos soldados distribuidos en cinco centurias que eran las más antiguas y emblemáticas del África proconsular. El resto de la Tercera Legión Augusta, con su efectivo medio de cinco mil hombres reforzados por gran número de auxiliares, se distribuían entre diversas guarniciones desde Numidia a Byzacena, principalmente en la parte sur. Por eso, para tomar verdadera posesión del mando del ejército que tenía encomendado, debía visitar al menos cada una de las principales cohortes acantonadas en las otras ciudades de la provincia. Aspasio Paterno, recién nombrado también en su cargo, debía a su vez recorrer la extensa área de su gobierno; por lo que nos pareció que lo más oportuno era que ambos hiciésemos juntos el viaje. Así que, después de dedicar un par de semanas a poner en orden algunas cosas y a disponer los preparativos, nos pusimos en camino con la intención de aprovechar la primavera y parte del verano para conocer aquel territorio.

Sería fastidioso que yo enumerase aquí las ciudades de África, dada su abundancia. Baste decir que sólo en el valle del Medjerda y sus afluentes no se encuentran menos de treinta y cinco colonias o municipios, y catorce en el valle del Miliana, sin contar el hormiguero de casitas agrícolas y pequeñas poblaciones indígenas que poco tenían de romanas. Nuestro itinerario lo iniciamos, pues, por estos valles, siguiendo las antiguas y cómodas calzadas que ya desde los Severos habían sido ensanchadas y acondicionadas con puentes, instalaciones para postas, fuentes y demás facilidades. Visitamos Thuburbo Minus, Thubursicum Bure y Thibaris; lugares en los que fuimos agasajados y tratados con las máximas consideraciones por parte de los magistrados, senadores y aristocracia local; pero no me detendré en describir estas bellas ciudades levantadas a orillas del río. Aunque no puedo dejar de recordar el nymphaeum; el templo de las Aguas al que se llega entre árboles centenarios, pasando por huertos cobijados por las tupidas hayas, por pasajes de un verde singular al pie de umbríos montes. Sorprende el templo, en forma de hemiciclo, donde dos grandes colectores recogen las aguas que brotan allí misteriosamente y que un inmenso acueducto lleva a Cartago.

Cuando dejamos las orillas del río, algo de aquello me devolvía a Hispania; serían los bosques bajos de lentisco y romero, el canto de la abubilla o el planeo majestuoso de las águilas en el cielo.

Pero África es otro mundo. Los contrastes son tan vivos y tan frecuentes, que la mente te engaña y te parece llevar viajando semanas cuando sólo ha transcurrido una jornada. Las tierras negras del bosque de las laderas en su vertiente norte, arbolado por pinos de Alepo, algarrobos y acebuches, se desvanecen al final de las dulces pendientes y se convierten en rojizas arcillas en las bajas llanuras, blanquecinas rocas en los profundos cañones o arenas limpias, como polvo de oro, en los desiertos. En las cimas arraigan los cerezos, entre alcornoques y chaparros de los que brotan extraños pájaros como flechas coloreadas que se pierden en la espesura. Hay antílopes y gacelas en las regiones meridionales, abundantes en manadas como grandes rebaños; enormes gatos montaraces y grandes fieras ocultas en sus guaridas, venenosísimas víboras y, en las aguas costeras, sedosos flamencos rosados que se reúnen en bandos de tal inmensidad que te hacen estremecer cuando levantan el vuelo sobre las suaves olas de las playas. Después de dejar los valles, proseguimos hacia el este, adentrándonos en Numidia. Nos detuvimos en Cirta algún tiempo. Es un centro considerable a orillas del río Ampsagar, atribuido durante las guerras civiles al aventurero Sicio y a su familia y que constituyó una colonia desde César. Augusto la englobó con Rusicade, Chullu y Mileu en una «confederación de las cuatro colonias», en la que Cirta conservaba la preeminencia, aunque la dependencia de las demás estaba a punto de disolverse por los conflictos que no cesaban entre los municipios de las cuatro ciudades. Por ello Aspasio se vio obligado a permanecer allí hasta que hubiera orden.

La residencia del gobernador y la capital de Numidia estaban en el cuartel general de la legión. Y las tropas acantonadas parte en Tebesa y parte en Lambesa. Tuve que reorganizar sus vexillationes reagrupando las ciudades que se habían dispersado a su antojo por los diversos puntos del limes, hasta Tripolitana. Y nuestra estancia allí fue la más trabajosa, ya que tuvimos que meter en cintura a un montón de jefes civiles y militares que se habían acostumbrado en los últimos tiempos a hacer lo que les daba la gana, atribuyéndose poderes y prerrogativas fuera del gobierno central de la región. Restablecimos en su puesto al gobernador de Cirta, la antigua capital de los reyes númidas, y nos vimos obligados a juzgar y encarcelar a un montón de aprovechados que se creían ya que la autoridad de Roma era cosa de tiempos pasados.

Por lo demás, no tuvimos mayores preocupaciones que disfrutar de las magníficas recepciones que nos fueron preparando en cada uno de los municipios que fuimos inspeccionando, y cargar con los montones de presentes que nos entregaban para obsequiar al nuevo césar reinante. Aunque recibimos noticias de que un poco más allá, en la llamada Mauritania Sitifiense, las cosas no iban del todo bien; pues el vasto territorio romanizado por Adriano iba volviendo poco a poco a las manos de los nómadas rebeldes de la cadena de los Bibanes y de Cabilia, haciéndose dudosa la seguridad hasta en los mismos castella, torres y murallas de la gran cadena defensiva que no había vuelto a ser reforzada desde hacía veinte años. Pero eso ya se salía de nuestra competencia, aunque elaboramos un amplio informe con los datos que nos dieron las autoridades de la colonia de Sitifi.

De todo lo que vi en las provincias de África, fue el sur lo que más me impresionó. Cuando atraviesas la cordillera de los montes de Tipasa, el relieve disminuye en altitud, desmembrándose en ondulantes cerros y pequeñas depresiones; desaparecen el monte y el chaparral y dan lugar a las estepas habitadas por nómadas dedicados a sus rebaños de cabras y ovejas. Pero más al sur se abre una amplia llanura que se pierde en el desierto, fascinante por sus dunas y sus extensiones rocosas, aunque desolado y sin otras gentes que las que se agrupan en torno a los pozos artesianos excavados por sus antepasados. La verdadera puerta del desierto es Capsa, el oasis más septentrional del país, que según dicen fundó el dios Hércules y fue siempre la etapa principal de la estratégica vía que conectaba el campamento de la Tercera Legión de Augusto (situado en Ammaedara) con los confines del Imperio en la unión de la estepa y el desierto, que marca las tierras de recorrido de los nómadas. Durante el verano el aire allí quema y, si se levanta el viento ardiente, grandes nubes de arena fina envuelven a los hombres, los animales y las cosas. El agua es tan cara como el vino y en todas partes se lucha contra el sol por un pedazo de sombra. No creo que exista otro lugar en el mundo donde la vida llegue a hacerse tan difícil. Por eso no permanecimos mucho tiempo, temiendo que la primavera avanzara y se echase encima el rigor del verano. Aunque he de recordar el inmenso placer de nadar en los grandes estanques de recogida del agua de las fuentes, que el gobernador nos ofreció

como obsequio, en una dorada tarde en la que el contraste del calor y el fresco de la transparente agua se hacía delicioso.

Desde Capsa nos dirigimos directamente al norte, con una única parada larga en Ammaedara para reorganizar la legión acantonada. Después Aspasio decidió que la inspección finalizara en Thugga, donde él tenía su segunda residencia y sus rentables negocios particulares.

Ante nosotros, en la llanura de donde sacaba su riqueza, la calzada llevaba a las murallas de la ciudad, que se veía suspendida en una meseta inclinada, a cuyos pies se extendían los campos que alternaban el olivar verde y los trigos que comenzaban a dorarse. Remontando la pendiente de la ladera de la colina, las vistas no podían ser más bellas sobre el valle del río y sobre los relieves que lo rodean. Una vez superada la pared rocosa, flanqueada protectoramente por un gran paredón, pasamos entre las primeras casas y algunos poderosos árboles, pinos y cipreses, plantados como defensa contra el viento y para obtener sombra; y enseguida aparecieron las antiguas construcciones, apiñadas para aprovechar el terreno, pero en orden, entre limpias y enlosadas calles. Antes de franquear la gran puerta que daba a la ciudadela, nos aguardaban ya un buen número de funcionarios municipales con la guardia y una fanfarria de tambores y flautas; nos ofrecieron el vino de bienvenida y se hizo un sacrificio delante del templo de Caelestis. Pero declinamos la invitación a una recepción preparada para esa misma tarde, pues estábamos cansados y sucios. Así que fuimos bordeando el Foro, el mercado y las grandes termas Licinianas, para ir a parar a la residencia propiedad de Aspasio en un lugar verdaderamente envidiable, a un paso del centro de la ciudad, pero rodeada de espaciosos y frescos jardines.

La esposa de Aspasio nos recibió en la puerta principal, avisada a voces por una esclava que se encontraba en ese momento cortando flores en el jardín para confeccionar un ramillete. Me dio la sensación de que la mujer del procónsul estaba hecha expresamente para él: gruesa y saludable, lustrosa, sonriente, gesticuladora y parlanchína; era el complemento ideal para el hombre vitalista, comilón y alegre que era Aspasio. Nada más vernos, Vitunia —que era su nombre, aunque él la llamaba Tunia—

corrió hacia su esposo con tembloroso movimiento de carnes bajo las sedas coloreadas que la envolvían, resuelta a pesar de su gordura, y gritando incomprensibles palabras en el raro dialecto de Cartago. Aspasio la apretó contra su prominente barriga y ambos se fundieron en un abrazo. Después, sujetándola por uno de los rollizos brazos, la atrajo hacia mí y dijo:

—Mira, Tunia, éste es Félix, el nuevo prefecto.

—¡Anda, qué jovencito! —exclamó ella sonriente—. ¡Y qué apuesto!

Al ver la impresionante domus que el procónsul se había construido en Thugga, comprendí que en realidad era en esta ciudad donde él quería vivir. El palacio proconsular de Cartago resultaba antiguo, desolado y demasiado incómodo para organizarse una vida a la manera que le gustaba a Aspasio. Sin embargo, en Thugga tenía sus negocios, sus amigos y la espectacular residencia que él se había hecho a su gusto con las ganancias obtenidas en la gestión de productivos terrenos de cereal y la explotación de una docena de molinos aceiteros repartidos por la orilla del río.

Sólo en África he visto grandes casas como aquélla, alzadas en las proximidades del Foro y disponiendo de una superficie como para que sus piezas se hallen distribuidas en torno a un peristilo. También es cierto que en estas provincias, lo mismo si la vivienda es rica que si no lo es apenas, se cuida mucho la decoración, con vivos colores que recubren los suelos, los muros y los techos de mosaicos, de estucos y de pinturas; y hay además fantásticas arquitecturas pintadas que abren sobre las paredes espacios imaginarios. Aunque también me encontré ejemplos de un mal gusto estentóreo: paredes recubiertas de conchas, caparazones de tortugas o piedras de diferentes tonos; pinturas estridentes alternándose en infantilonas escenas de fábulas y guirnaldas de horrorosas flores de colores.

Fue en Thugga donde vi por primera vez a Aspasio en su salsa, rodeado de su parentela y sus amigos, entregado a los placeres de la mesa. Y pude apreciar entonces que sin la capacidad de organización de Vitunia se encontraba perdido a la hora de divertirse. Podía resultar un buen gobernador y había sido un impecable legado al frente de su legión, pero dentro de su casa era su esposa la que tenía el mando. Me di cuenta de eso nada más atravesar la puerta principal y luego lo comprobé día a día, viéndola a ella dominar la situación durante la semana que siguió a nuestra llegada, mientras preparaban la gran fiesta con la que celebraban anualmente las cosechas con motivo del solsticio de verano, a la que vino a sumarse nuestro recibimiento. Creo que no he vuelto a ver un ejército de mayordomos, cocineros, criadas y esclavos como el que se movía entre aquella casa y el resto de las posesiones del procónsul. Y era Vitunia la que los manejaba a todos, con una soltura y una facilidad que ya quisieran para sí los mejores intendentes militares.

Verdaderamente era una de esas veces que yo tenía ganas de divertirme, no voy a ocultarlo. Aunque habíamos sido agasajados en las diferentes paradas en nuestro recorrido por la región, aquellas recepciones no fueron más allá de la excesiva solicitud de los gobernantes locales por congraciarse con nosotros. Lo cual resultaba más un fastidio que un entretenimiento. Ya se sabe lo que sucede en tales casos: la gente aprovecha la mínima ocasión para expresar sus peticiones o hacerse valer, suponiendo que el ambiente relajado de la fiesta y el vino son el mejor cauce para conseguir favores. Anduve con cuidado en esas circunstancias para no verme envuelto en ninguna situación comprometida.

Por otra parte, en África me sentía libre, no tenía que dar explicaciones a nadie y no necesitaba aferrarme a ninguna imagen preestablecida. Al contrario de lo que me había sucedido en Roma, donde mi excesivo contacto con los círculos estrictos y disciplinados de Decio me obligaron a no salirme del papel que tal grupo desempeñaba en el rígido y anquilosado sistema aristocrático de la vieja clase patricia. Si me hubiera comportado allí

de otra forma, siendo yo de provincias, rápidamente me habrían identificado con los sectores que empezaban a estar muy mal vistos en la nueva corte imperial, como los orientales y especialmente los árabes. En Thugga la cosa era diferente. La nobleza local parecía más abierta y actuaba de forma distendida, sin prejuicios ni vacilaciones a la hora de incorporar a los que venían de fuera. Máxime si ocupabas un cargo relevante. La fiesta fue maravillosa. O a mí al menos me lo pareció, pues me divertí en ella tanto que por fin conseguí relajarme y sentir plenamente que una nueva vida me abría sus puertas. Sucedieron además otras cosas que por sí solas harían que jamás olvidase aquella noche de junio.

La residencia de Aspasio tenía adosadas unas preciosas termas, donde acudí a media tarde para sacarme de encima el calor y el polvo de los caminos acumulado durante días de viaje por las ardientes tierras africanas. No he recibido masajes como los que saben dispensar los expertos esclavos númidas. A diferencia de otros lugares, ellos no aprenden el oficio por ser destinados a un establecimiento de baños, sino que son escogidos precisamente por poseer esa cualidad, heredada de padres a hijos en una antiquísima tradición que se pierde en la noche de los tiempos. Saben soltar cada músculo y cada nervio hendiendo sus hábiles y finos dedos entre fibras y coyunturas con una destreza singular. Ponerse en sus manos es abandonarse en una extraña mezcla de dolor y placer.

¡Y qué perfumes!, los de aquellos ungüentos resbalosos y balsámicos que corren por la piel en las rápidas pasadas de tan adiestradas manos. En fin, después de la alternancia de vapores calientes y frías aguas, ese colofón me dejó suelto, desmadejado y tendido sobre una suave toalla en una fresca sala de las termas, entre aromas de almizcle y saboreando una tisana a base de hierbas tonificantes. Después dejé que me rasuraran la barba y me arreglaran el pelo, y el propio tonsor comentó que me había descuidado bastante últimamente. Mientras sostenía el espejo delante de mí, dijo sin reparo alguno:

—Sácate partido ahora que aún eres joven, señor. Ya quisieran muchos cartagineses que van por ahí de bellos lucir una figura y un rostro como el tuyo. Me sonrojé. Pero tales halagos me daban seguridad y confianza en mí mismo de cara a la fiesta que tenía esa misma noche. En África, como en otras regiones meridionales, se valora mucho el aspecto físico y no dudan en celebrar a una persona hermosa diciéndoselo a la cara sin pudor.

Estrené para la fiesta una soberbia toga de lino crudo, con dorados bordados que me habían regalado en Lambesa, donde los tejedores tienen fama de preparar los mejores paños y las viejas técnicas egipcias han formado a inmejorables artesanos textiles. Y nada más acceder al peristilo donde el mayordomo iba recibiendo a los invitados, comprobé cuán importante era para aquella sociedad el aspecto exterior. Con razón se oía que en ninguna otra parte del mundo se vestía como en Cartago. Las togas no están sencillamente ribeteadas, sino que exhiben hasta dos o más cuartas de bordados, con finos hilos de seda de múltiples colores, oro y plata. Las mujeres se adornan con perlas y pedrería, y cuidan especialmente sus peinados, con tiaras y diademas resplandecientes que sujetan complicados tocados a base de postizos y largas trenzas enrolladas o sueltas hasta la cintura. Resulta un espectáculo que impacta al principio, hasta que vas acostumbrándote. La cena con que Aspasio nos obsequió fue digna del gran aficionado a la comida que era: fruslería de todo tipo, almejas, pececillos fritos, caracoles, olivas con diversas salsas, diferentes clases de garum y después aves doradas en las brasas, cabrito cocido en leche y deliciosas tiras de tierna carne de avestruz joven; todo ello abundantemente especiado, como a ellos les gusta. Detrás de los dulces escanciaron el vino macerado con laurel, clavo y frutas. En ese momento entraron los músicos y comenzó la parte más sugerente de la fiesta.

En total se habían juntado más de cien invitados; lo más granado de Thugga y un buen número llegado desde Cartago. Al principio me resultó un poco agobiante la interminable sucesión de saludos y presentaciones, pero más tarde pude estar a mis anchas, protegido en cierto modo por Aspasio y su círculo de íntimos. La noche avanzó y la música fue deliciosa, aunque no comprendía las letras de las canciones en la complicada lengua púnica, pero debían de ser preciosas odas de amor por su tono dulce y triste. Más tarde, cuando parecía que la cosa iba a languidecer, se arrancaron los músicos con alegres melodías y todo el mundo se animó a salir al medio. Los africanos son muy aficionados a moverse al ritmo de sus danzas, aunque, si no conoces los pasos, es inútil intentarlo sin hacer el ridículo. Entonces me aparté discretamente a un lado y me dispuse a disfrutar del espectáculo.

Era inevitable fijar la atención en Vitunia, que a pesar de su gordura se movía con una gracia increíble. Los de alrededor le dejaban espacio y ella evolucionaba a sus anchas, girando sobre sí misma y dando saltitos, ante la mirada complaciente y la sonrisa de su esposo. Aquello me pareció encantador, casi infantil, absolutamente alejado de la gravedad de la vida romana. Todo me empezó a resultar ligero, suave; sería a causa del vino. Veía a las muchachas danzar con naturalidad, entre risas y coqueteos, y corretear de un lado al otro del salón, llevadas por el ritmo de los cimbeles y panderos, como si hubieran nacido para no hacer otra cosa. Eran muy hermosas, de cuerpos prietos y piel atezada por el sol de África; sensuales en el contraste de su morenez con la blancura de las perlas que las adornaban. Mantuve largas miradas con algunas de ellas, percibiendo con gusto que yo no pasaba desapercibido para las que más me agradaban, y aguardé, siguiendo ese juego durante un rato, a que llegara un momento favorable para acercarme más a ellas. Pero entonces descubrí a una joven que también permanecía sin bailar al otro lado del salón, llevando el ritmo con las palmas, recostada en una de las columnas. No era muy llamativa, pero me pareció encantadora desde el primer momento, distinta a las demás. Su cuello era fino y sus hombros delicados, bronceados, asomando desde un vestido azul cielo de vaporosa seda que caía delicadamente sobre el resto de su cuerpo delgado. Su rostro era inteligente y sus ojos vivos, aunque miraban con dulzura, oscuros y bellos. El cabello negro, recogido en la nuca, no tenía otro adorno que unas cuantas pequeñas caracolas, encadenadas y resplandecientes. Estas cosas suceden así, de repente: el resto de la fiesta desapareció para mí y empecé a sentir esa extraña sensación hecha de agitación interior y misterioso deseo. Debí de mirar demasiado en aquella dirección, porque el resto de las muchachas repararon en ello y no tardaron en ir a avisarla. Una de ellas le cuchicheó algo al oído y la joven pareció salir del éxtasis con que contemplaba a los danzantes. Entonces buscó en derredor, con despistado gesto, hasta que se encontró con mis ojos. Le sonreí y ella me devolvió una sonrisa de blancos y perfectos dientes, pero enseguida bajó la cabeza y después se volvió hacia donde antes miraba. Aguardé un largo rato, confiando demasiado en que me encontraría de nuevo con sus ojos, pero siguió absorta, a lo suyo, como si tal cosa. Algo decepcionado, salí a la terraza que tenía detrás de mí. La noche era muy hermosa, cálida y envuelta en un cielo estrellado. Aspiré profundamente el aroma de los jazmines y, al cerrar los ojos, acudió inmediatamente la imagen de la joven a mi mente. Percibir el aire suave y perfumado, mientras me recreaba en el recuerdo inmediato de aquel rostro, fue como un éxtasis de placidez. «¿Quién será ella?», me pregunté. Tal vez la esposa de alguno de los nobles, me respondí al momento, o tal vez no. En todo caso, había en ella algo misterioso y sublime que me cautivó desde el momento en que la vi.

—¡Pero, hombre, qué haces aquí solo! —me sacó de mi cavilación la ruda voz de Aspasio.

—Es una noche hermosa —respondí.

—¿Una noche...? ¿Pero no has visto las mujeres que hay ahí dentro? ¿Es así como piensas encontrar a una para casarte? ¡Anda, regresemos al salón! —me pidió con autoritario cariño, echando su pesado brazo sobre mis hombros.

Al vernos entrar, Vitunia corrió alegremente hacia nosotros, me cogió de la mano y, tirando de mí, le ordenó a su esposo:

—Déjame un momento a Félix, Aspasio; quiero presentarle a una Jovencita. Mientras la seguía por entre la gente, me hice ilusiones imaginando que la joven fuera la que antes había llamado mi atención. Pero eso habría sido una casualidad demasiado feliz. Vitunia me llevó hacia un rincón donde conversaban animadamente varias muchachas de la fiesta y, con su impetuosidad característica, sacó del corro a una y la puso frente a mí.

—Mira, Félix —me dijo—, ésta es Licia.

La muchacha era muy joven, no mayor de dieciséis años, aunque iba muy adornada, vestida y peinada como una mujer madura. Era bella, pero me resultó simple. La llevé a la terraza y quise iniciar una conversación. «Sí», «no» y «bueno» fueron sus únicas palabras. No era lo que yo necesitaba en aquel momento, pero su cuerpo era hermoso y sus labios sensuales, así que la rodeé con mis brazos y la atraje hacia mí. Ella entonces se mostró suelta y dócil, por lo que supuse que ya conocía el juego del amor. 34

Después de la fiesta en casa de Aspasio, permanecí algún tiempo en Thugga disfrutando de su hospitalidad. Fueron días de tranquilidad, buena comida y descanso, en los que aprendí mucho acerca de la vida en el África proconsular. Resultaba allí absurdo vivir con prisas, y la impaciencia o la ansiedad por hacer cosas eran del todo desconocidas. Aunque nadie me reclamaba, decidí irme cuanto antes a Cartago para organizarme a mi manera en la ciudad donde debía ejercer mi cargo. Aunque seguí el consejo del procónsul y enseguida me puse a hacer negocios, pues no se comprendía el desempeño de una profesión relevante sin que estuviera unido a la posesión de bienes cuantiosos, haciendas y participación en el comercio. Comencé pues por adquirir unos terrenos y una villa, en una buena zona que le había sido expropiada a algunos funcionarios corruptos que se aprovecharon del pasado desorden en la administración. No es que fuera exactamente la casa de mis sueños, pero, como había estado recientemente ocupada, tuve que hacer pocas modificaciones y me instalé pronto, con media docena de criados que Vitunia me buscó amablemente. Ella me fue de gran utilidad a la hora de organizarme, conocer gente y empezar a moverme con soltura en aquella sociedad tan peculiar. Aunque de momento fracasó en una cosa; en su empeño en encontrarme a toda costa una mujer entre el círculo de sus conocidos. No estaba yo dispuesto a ceder a un matrimonio rápido y de compromiso con la única intención de llenar cuanto antes mi casa de hijos. No sé si era por las especiales relaciones que había tenido en mi vida, pero en el amor me había hecho de verdad exigente. Pasaron algunos meses y pude sentir que me encantaba vivir en Cartago. El verano avanzó y tiñó los paisajes con colores de estío; pero estaba el mar, que enviaba brisas frescas con aromas de algas y sal. Era maravilloso acudir a las playas y dejarse envolver por baños de espuma bajo aquel cielo tan limpio y azul. Y también estaban las termas de Antonio, el monumento más espectacular de Cartago, que no quedaban nada lejos de mi casa. Era un lugar ideal para hacer ejercicios gimnásticos en sus dos palestras y disfrutar con un agua dulce en el amplio frigidarium, concurridísimo cuando el calor llegaba a hacerse insoportable. Me gustaba sobre todo relajarme leyendo en su biblioteca octogonal, en las inigualables galerías concéntricas abovedadas, en cuyas paredes había bellas ménsulas con hojas de acanto, inscripciones y columnas adosadas con espectaculares esculturas de atlantes con caras de serpientes y cabezas de dragones. Durante aquel tiempo me vinculé al culto imperial. Era algo que le debía a Decio, que me pidió con especial empeño que colaborara en la provincia con las autoridades en el denodado esfuerzo por restablecer la religión tradicional romana, frente al maremagno de dioses que afloraban por todas partes. El procónsul, por su cargo, también obedeció la orden del emperador. Entonces nos dedicamos a rehabilitar una vieja schola de los tiempos de Adriano, donde tenían lugar las reuniones de una asociación fundada para dar esplendor y prevalencia a la Tríada Capitolina y al divino Augusto. La sala destinada a dichos fines resultaba muy especial, por la existencia de un peculiar mosaico en el ábside, representando a unos niños que bailaban bajo un tholos. Una vez adecentada y trasladada allí una estatua de Decio que se encargó a toda prisa a un escultor local, comenzaron las reuniones, en un ambiente de exaltación que pronto atrajo a un buen número de ciudadanos relevantes deseosos de congraciarse con las nuevas autoridades. De allí partió la idea de restaurar el culto público en el Foro, que había caído en desuso en los últimos tiempos, a causa del escaso empeño de los gobernantes decantados hacia las divinidades egipcias o hacia antiguos dioses púnicos que resurgían desde su olvido en aquellos tiempos de tanta confusión. También, cómo no, acudieron los militares, el prefecto de la guardia de la ciudad y los nuevos funcionarios que acababan de llegar de la Urbe, enviados por la curia recientemente reformada por Decio en su denodado esfuerzo por rehacer la gran Roma que había estado a punto de irse a la deriva. Organizamos procesiones, grandes sacrificios e hicimos fiestas con generosos banquetes para el pueblo. Pero saltaba a la vista que la gente acudía con el único fin de saciar su apetito y emborracharse con el vino gratis que se repartía; participando con escaso interés en las ceremonias. A la entronización de la imagen del emperador en el Foro, que con tanto ahínco habíamos preparado, fueron acudiendo tarde y con desgana, y faltaron muchos de los magnates de la ciudad. Cuando finalizó el acto, con más pena que gloria, le pregunté

desalentado a Aspasio:

—¿Se puede saber qué pasa? No vienen. ¿No les interesa la religión del Imperio?

—Ah, Félix, esto no es Roma —me explicó él—. Aquí la gente va a lo suyo. Hace ya años que se han desencantado con los cultos oficiales y prefieren sus propias religiones. La vieja diosa Tamis ha resurgido y reúne cada vez a más fieles; Isis y Osiris no se quedan cortos; pero, sobre todo, en Cartago proliferan cada vez más los cristianos.

—Pero eso pasa en todas partes... ¿Dónde no hay ya cristianos?

—Sí, pero aquí más. Los líderes cristianos son hombres inteligentes y muy preparados. Hay obispos que vienen de familias relevantes en África. Sin ir más lejos, el de Cartago, Cipriano, es un hombre de leyes que ejerció brillantemente la abogacía antes de convertirse a la secta judía. Tendrás ocasión de conocerlo. Es amigo mío y me encuentro con él con cierta frecuencia. Ya te lo presentaré.

—Oh, no, Aspasio, muchas gracias.

—¡Cómo! ¿Tienes algo en contra de los cristianos? Es gente normal y corriente. Profesan esa fe, sólo eso; pero aquí no causan mayor problema.