FÉLIX DE LUSITANIA

Jesús Sánchez Adalid

A mis hermanos

Cuando mengua la luz en el alma humana y ésta no está ya

nutrida por el alimento natural que le es propio, las tinieblas lo poseen todo: por doquier se instauran tristeza y desgracia, y se produce un encuentro de potencias enemigas del alma.

Entonces esas potencias operan tenebrosamente en los

corazones de los hombres, instigando a una nación contra otra, a un reino contra otro.

ORÍGENES, año 249

Comentariorum series in Matthaeum, 37.

Prefacio

Mi nombre es Félix y nací en Lusitania. Mi tierra es famosa por ser la última de Occidente. Más allá de Oisipo sólo está el océano en el que no se adentran mucho los navegantes por temor a llegar al final y caer en el vacío. Y el sol, cuando va a perderse por donde se acaba el mundo, baña de una luz singular nuestros cielos, los más limpios del orbe. Los bosques son inmensos, poblados de encinas y alcornoques, salvo en las orillas del caudaloso río Anas donde crecen alamedas de robustos chopos, fresnos y olmos. La primavera brota de repente, como por arte de encantamiento, y una nevada de pétalos blancos cubre las verdes jaras; las adelfas de las riberas se visten de flores rosadas y en las praderas se despliega un colorido tapiz de entrelazados amarillos y morados, salpicados de rojas amapolas.

Emérita, mi ciudad, es la capital de Lusitania. Fue fundada en tiempos de Augusto y se precia de ser romana, al genuino estilo. En los foros provinciales se venera a los dioses de siempre con sacrificios y ceremonias que siguen inalterados el ritual de los tiempos de la fundación. Se honra al genio protector de la colonia en el lugar que le corresponde y las divinidades capitolinas ocupan pedestales preeminentes. Las procesiones de los colegios sacerdotales y las comitivas de ciudadanos, así como los coros de jóvenes, recorren las principales vías donde se alzan edificios de grandeza y suntuosidad comparable a los de las renombradas ciudades del Imperio, henchidos de orgullo romano. Pero debió de ser a causa de mi origen, en el extremo del mundo, que nací con una pregunta en mi interior, como un acicate. Mi despertar a la vida, sin embargo, fue como el de cualquier muchacho; aunque pronto me acosaron las dificultades, y yo y mi pregunta nos vimos obligados a ponernos en camino hacia levante, donde nace el sol de la sabiduría.

Aun habiendo abandonado mi provincia tan joven, guardo nítidos recuerdos de mi adolescencia en la preciosa villa de mi padre, en la vega del Anas. Durante un corto periodo de mi vida fui auriga en el circo de Emérita, el más grande y famoso después del circo Máximo. Pero fama y prestigio a tan corta edad no tardaron en causarme graves problemas. Así que, obedeciendo a los consejos de mi abuelo Quirino, me fui a Gades para embarcarme, pues seguir los vientos y las corrientes era siempre más favorable que el largo y tortuoso camino por tierra.

Fui a Roma persuadido de que era el centro del universo, como cualquier ciudadano del Imperio. Y comprobé que todos los caminos parten de allí. Son esas mismas vías las que hacen fluir a los hombres de los más recónditos y apartados lugares para traer sus rarezas; de manera que la Urbe jamás volverá a ser ella misma, sino el desasosegado hervidero de las más extrañas creencias e ideas. Esa Roma rebosaba de todo, sin satisfacer con nada. Sólo hallé consuelo en brazos de una hermosa joven consagrada al templo de la Salud. Aquellos misterios cautivaron pronto mi espíritu, pero mi cuerpo traicionaba a mi ánimo, porque no llegaba a comprender que ella era sólo el reflejo, la sombra de algo eterno. Y no voy a decir que sufriera un desencanto, pero de repente empecé a sentir todo aquello como algo ajeno y pasé del dulce sopor a la repugnancia y el rechazo.

Por eso me fui a Siria alistado en el regimiento de carros que preparó el prefecto Timesiteo para hacer frente a los persas. Se decía por entonces que el verdadero centro no estaba en Roma, sino en Siria, concretamente en Antioquía, por ser una ciudad entre dos mundos: puerta al Oriente más genuino y puerto del Mediterráneo griego, origen de nuestra cultura. Pero, precisamente por ser ciudad libre y de paso, allí se reunía una abigarrada población, frivola y turbulenta, mezcla de fanáticos adeptos a los misterios, mercaderes, soldados y ardorosos y violentos buscadores de placer y dinero. En poco tiempo tuve cerca el combate. A lo lejos se veía la polvareda y se escuchaba, como un rugido, el clamor de la batalla. Fue mucho más rápido de lo que pensaba que sería una guerra. Caballeros y carros nos lanzamos hacia una apretada maraña humana donde sobresalían camellos y elefantes. Nos sorprendió la noche todavía en el campo de batalla, donde el olor a sangre y a tierra quemada se mezclaba como salido del propio infierno.

Aunque ganamos algunas batallas, los persas terminaron venciéndonos. Desde las colinas veíamos las celebraciones del enemigo, abajo en su campamento, junto al gran río: los fuegos sagrados y las multitudinarias danzas al atardecer; los estrados con el trono del rey de reyes y las procesiones majestuosas de los nobles, vestidos con largas túnicas de vivos colores y tocados con elevados gorros iranios; las brillantes esferas que representaban el Sol y la Luna y los sacrificios de imponentes carneros, cuya sangre corría río abajo, enrojeciendo las aguas.

Nuestros soldados, extenuados y confundidos, terminaron asesinando al emperador Gordiano, instigados por los nabateos cuyo jefe era Filipo el Árabe, que pronto se erigió

augusto. Y supo acallar las conciencias con carretas repletas de sacas de monedas que repartió con largueza entre los hombres, especialmente entre los mercenarios y auxiliares bárbaros.

Fue el propio Filipo el que se fijó en mí y me propuso como embajador para ir a contentar al rey Sapor de los persas, buscando una paz vergonzosa que permitiera a Roma celebrar con la pompa y el boato suficiente el milenio de su fundación. En otoño, cuando los vientos comenzaron a soplar, marché con mi comitiva por el viejo camino real, adentrándonos en los arrasados campos de Mesopotamia, sembrados de pelados huesos de guerreros tendidos al sol. Los henchidos buitres levantaban el vuelo a nuestro paso e iban a posarse en las quemadas ramas de los cedros. Había niños hambrientos en los caminos y mermados rebaños de escuálidas cabras arañando la tierra con los dientes para buscar raíces bajo la capa cenicienta que cubría los suelos. En Ctesifonte cruzamos la majestuosa puerta y, ya en el interior de los muros, nos encontramos con la resplandeciente ciudad que era un reflejo de la sociedad sasánida, que quería retornar a las viejas tradiciones iranias, con el rey de reyes y su corte ocupando el centro.

Todo se desenvolvía allí con gran lentitud, entre fastuosas recepciones y complejas reglas palatinas.

Desde las terrazas se contemplaba la inmensidad de los campos cultivados. Luego, las estepas y, tras ellas, los páramos yermos que se extienden hasta las mismas laderas de azuladas hileras de montañas. Yo pensaba en lo que habría más allá, el misterio de los santuarios encaramados en lo alto de las colinas más elevadas del mundo, donde seres entregados desde niños a los dioses de la nada, meditaban en soledad y profundo silencio. Desde esos lugares trajo Maní sus ideas sofisticadas sobre la separación entre el bien y el mal, la luz y la tiniebla. Me consolaba pensar en un dios cuya victoria final aniquilaría definitivamente cuanto de torcido y oscuro hay en este mundo. Pero, mientras no llegara ese momento, lo bueno y lo malo se sucederían, como si se ganaran batallas en una alternativa de sufrimiento y felicidad.

En Persia me enamoré locamente de Néfele, una hermosa joven que puso en mis brazos el propio rey Sapor; su cabellera era larga, brillante y oscura, su figura elegante y delicada como no he visto otra igual. Pero en la corte no me encontraba seguro. Había intrigas, como serpientes a ras de suelo cargadas de veneno. Alguien decretó mi muerte. Incendiaron mi casa y Néfele pereció entre las llamas.

Tuve que huir, más muerto que vivo. Después de una agotadora travesía por los desiertos de Hira, me vi convertido en un manojo de huesos. No puedo precisar en qué

momento sentí que no iba a ninguna parte. Pero conseguí llegar a Bostra, donde experimentados médicos y las aguas medicinales de sus termas me devolvieron la salud. No hay nada como ver que tu propio cuerpo se restablece: es como un milagro. La carne inexistente brota de la nada bajo la piel; vuelven los músculos y el vigor a los miembros vacilantes, el brillo al rostro y la luz a los ojos.

Permanecí casi un año en Bostra, abusando de la hospitalidad de su gobernador y aproximándome cada vez más al círculo de los cristianos, que eran allí numerosos. No voy a decir que por aquel tiempo perteneciera a la Iglesia, pero estaba fascinado por la figura de Jesús y me dediqué en cuerpo y alma a descubrir cómo fue su existencia. De manera que, aprovechando la proximidad de Palestina, recorrí los lugares que guardaban algún recuerdo del galileo. En una peregrinación organizada y dirigida por el obispo Berilo emprendí la calzada que cruzaba las regiones de Traconítide y Gaulanítide, hasta llegar a la orilla misma del lago de Genesaret, también llamado de Tiberíades, en los límites de Galilea.

En Cafarnaún conocí al maestro Orígenes. Algo se escondía en aquel hombre, algo puramente interior. Si no fuera así, no habrían acudido a él hombres de todo el mundo para sacar agua del pozo de sus conocimientos. Agua que se repartía en su escuela, llamada de Alejandría, a pesar de que llevaba ya largo tiempo ubicada en Cesarea de Palestina. Sabía que había sido invitado por la propia Julia Mamea, la madre del emperador Alejandro Severo, que tenía su corte en Antioquía de Siria, para que instruyese en la religión cristiana a personas de su séquito. Orígenes había entrado en diálogo con todos: paganos, judíos, herejes, obispos... Y fue él quien despertó por primera vez algo en mi interior.

En muchos de aquellos lugares se recordaban hechos milagrosos de Jesús, aunque hacía más de doscientos años que habían muerto los últimos testigos de su presencia. Pero eran los relatos de la Resurrección los que con mayor fuerza permanecían en el ambiente, como si ese hecho hubiera acontecido ayer mismo. Orígenes lo explicaba con estremecedoras palabras.

Al escuchar aquellas cosas, entró como una luz dentro de mí, como si una lámpara encendida penetrase en el fondo de una gruta. Ese Jesús me hizo sentir que ningún hecho de nuestra vida está aislado de los demás, ni carece de significado; y que hasta la misma muerte era como una llamada a la pregunta de lo imposible, oculta en nosotros, como una respuesta divina a nuestro deseo de paz y felicidad.

Pero al final de la peregrinación, en Jerusalén, esa luz se desvaneció otra vez, porque me topé de frente con el misterio más incomprensible de la fe de los cristianos: la cruz. Para mí, que era romano, como para los griegos, significaba necedad. La muerte del crucificado no tiene nada de la fuerza ni de las cualidades del dios. Tampoco se puede comparar con la muerte del sabio que fue Sócrates, que murió con nobleza y calma, decidido. Mi idea de lo divino, como la de los hombres de mi tiempo, era sublimidad, fuerza y potencia; lo cual era incompatible con la oscuridad y el dramático sobresalto de la cruz.

En Jerusalén esperaba encontrarme con el gran misterio de la Resurrección, pues la imagen del sepulcro vacío que íbamos a visitar con ardiente deseo estaba viva y presente en el ser cristiano. Y os contaré lo que sucedió allí y cómo proseguí mi fatigoso peregrinar detrás de la verdad.

1

Por aquel tiempo, la antigua Jerusalén, llamada ahora Aelia Capitolina, era una especie de ciudad prohibida. Después de la sublevación judía de Bar Kokheba («Hijo de la Estrella»), ocurrida hacía cien años, el emperador Adriano ordenó su destrucción y la expulsión de toda la población judía. Sobre las ruinas se construyó la nueva colonia, según el clásico plano romano con decumano y cardo. El Capitolio se había construido en alto, al nivel de lo que fue el Gólgota; también se habían levantado el foro, templos, termas, teatro y estadio a la moda romana. La nueva ciudad, pues, apenas tenía cien años, y sus habitantes eran colonos llegados de todo el Imperio, excepto judíos, los cuales tenían vetado el paso según las leyes de la fundación, para evitar los conflictos que habían causado en otras épocas. Ya no se encontraban vestigios de la gran ciudad Santa que hubo allí en otro tiempo; si no que Aelia no pasaba de ser un núcleo secundario, sometido en todo a Cesarea, y en la cual se hablaba tan sólo el griego.

Llegamos frente a las puertas de la ciudad hacia la media tarde, después de un incómodo viaje soportando un fuerte viento contrario que levantaba espesas nubes de polvo. Al abrigo de las murallas cesó por fin el azote de las molestas arenas, pero un oscuro horizonte de tormenta se aproximaba enviando el aire frío y húmedo del aguacero. Alguien sugirió entonces que sería mejor visitar cuanto antes lo que llamaban los «lugares santos». La fila de peregrinos se encaminó por el adarve, bordeando la contramuralla que guardaba el núcleo de la ciudadela, para buscar la zona norte. Pasamos por dos grandes puertas custodiadas por guardias y, finalmente, atravesamos un elevado arco que nos condujo a una irregular superficie que se extendía delante del pronaos de un templo, junto a cuyas columnas nos detuvimos.

Sería a causa de la tormenta, pero aquel sitio me pareció extraño y sombrío. Era una especie de vieja cantera que había comido terreno a la ladera de la montaña sobre la que se alzaba la ciudad. El templo estaba asentado junto a un abrupto terraplén cubierto de matorrales espinosos, donde se abrían cuevas, selladas algunas con grandes losas, mientras que otras mostraban sus oscuras fauces. Por todas partes había tumbas derruidas, estelas mortuorias y túmulos funerarios desparramados, entre pedruscos y montones de escombros. Sobre un promontorio próximo, una enorme estatua de Venus en mármol miraba hacia los campos, dando la espalda a los edificios que asomaban desde la muralla interior y desafiando al sol que se abría paso, ahora sí ahora no, entre los nubarrones negros. Todo el conjunto, a esa hora, entre dorados destellos de luz y repentinos nublados, resultaba inquietante.

—¡Eh, vosotros!, ¿adónde vais? —nos gritó un hombre vestido con una larga túnica que guardaba la puerta junto a otros dos ataviados de forma similar. El maestro Orígenes se acercó entonces a mí y me dijo al oído:

—Son los sacerdotes de Júpiter. Cuidan el templo y la imagen de la diosa que hay más allá, sobre aquella roca. No hagas caso. Siempre que hay cristianos por aquí se ponen furiosos. Lo mejor es seguir a lo nuestro y no hacer caso de su presencia.

—¿Cómo? —me extrañé—. Creí que visitaríamos el lugar de la muerte y resurrección del Cristo...

—Bueno, más tarde te explicaré —respondió el maestro—. Ahora hemos de hacer la oración.

El grupo de peregrinos cristianos actuaba con una visible ansiedad. El obispo Berilo y algunos más se arrodillaron frente al pronaos del templo, mientras dos de las mujeres descargaban de un camello los libros de oraciones y las lámparas que habían transportado envueltas en mantas durante todo el viaje. Orígenes se dirigió a ellas y les ordenó:

—¡Allí, junto a la roca! ¡Haremos la oración allí!

Yo me encontraba confuso, pues no comprendía nada de lo que estaba sucediendo; pero mi estupor llegó al colmo cuando vi que las mujeres iban con los objetos hacia la estatua de Venus que coronaba la roca, a unos cincuenta metros de allí. Los sacerdotes del santuario también lo vieron y comenzaron a agitar los brazos y a gritar:

—¡Eh, vosotras! ¿Qué hacéis? ¿Adónde vais con eso? ¡Fuera! ¡Fuera de ahí! ¡Locas!

¡Quitad eso de ahí!

—¡Vamos, vamos! ¡A lo nuestro! —ordenó a su vez Orígenes—. Demos comienzo a la celebración.

Me aparté hacia un lado, pues me sentía ajeno a todo aquello. La escena que vi a continuación terminó de desconcertarme. Los peregrinos se arrodillaron, unos junto a los candelabros que sostenían las mujeres y otros frente a las columnas del pórtico. Entonces el diácono comenzó a leer el pasaje del Evangelio que narra la crucifixión de Jesús:

«Llegados al lugar llamado Gólgota, le crucificaron. Y con él a dos ladrones. Así se cumplió la Escritura que dice: "Y fue contado entre malhechores." Sobre la cruz estaba escrito: "Jesús el Nazareno, el rey de los judíos." Muchos judíos leyeron este título, porque el sitio donde le crucificaron estaba cerca de la ciudad. Jesús decía: "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen." Después que lo crucificaron se repartieron sus vestiduras echando suertes sobre la túnica, para que se cumpliese la Escritura, que dice: "Se repartieron sus vestidos y sobre su túnica echaron suertes."»

Los sacerdotes del templo de Júpiter seguían indignados, increpando al grupo de cristianos cada vez con más fuerza.

—¡Fuera! ¡Malditos! ¡Estúpidos cristianos!

El lector prosiguió con voz más potente para hacerse oír por encima de los insultos:

«El pueblo estaba mirando, y los que pasaban le insultaban y movían la cabeza diciendo: "Tú que destruyes el templo y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo si eres hijo de Dios y baja de la cruz."»

Al oír el alboroto, la gente de las viviendas cercanas empezó a concentrarse en los alrededores de la explanada. Los sacerdotes comenzaron a recoger piedras del suelo y a arrojárselas a los peregrinos sin dejar de insultarles. El diácono, con voz entrecortada y atemorizado por los proyectiles, que iban dirigidos en su mayor parte hacia él, prosiguió:

«Igualmente..., los escribas y los ancianos se burlaban y decían: "A otros ha salvado y no puede... salvarse a sí mismo... El rey de Israel..., que baje ahora de la cruz y creeremos en él..."»

Una piedra le dio en la frente y un hilo de sangre brotó enseguida. Aterrado, se llevó la mano a la herida y le gritó a Orígenes:

—¡Maestro, vayámonos! ¡Éstos van en serio!

—¡Sí! ¡Es suficiente! —dijo Orígenes—. ¡Vámonos!

Los peregrinos empezaron entonces a entonar un cántico en griego, mientras recogían los libros, los candelabros y las lámparas, y se apresuraron a huir de allí en dirección al arco de la muralla. Pero la gente que se había concentrado en la plaza para ver el espectáculo se animó con los sacerdotes y comenzaron también a increparles y a lanzar piedras. En ese momento, retumbó un gran trueno y pronto empezó a llover con gruesas gotas.

—¡Hasta Júpiter se enoja! —gritó uno de los sacerdotes paganos—. ¡Fuera! ¡Fuera de aquí! ¡Insensatos! ¡Impíos!

Me sentí humillado y ridículo, cuando tuve que escapar de allí entre el grupo de peregrinos, como uno más, soportando los insultos, las pedradas, las burlas y las risas del gentío que se había propuesto expulsarnos de la explanada del templo. Apresuradamente, bajo un intenso aguacero, enfilamos el adarve de la muralla, tirando de los animales que resbalaban sobre el enlosado. El vocerío no cesaba a nuestras espaldas y hasta el fulgor de los relámpagos parecía querer echarnos de aquel lugar. Salimos de la ciudad por la que llamaban Puerta del Mar, por abrirse hacia el oeste, y fuimos siguiendo la parte exterior de la muralla, ascendiendo en dirección al Monte Sión, que era la colina alta en la parte occidental, fuera de la ciudad, llamada así por los cristianos que habitaban mayoritariamente en ella. La lluvia no cesaba, y el sendero se había convertido en un barrizal que discurría entre olivares y campos cultivados, vallados con tapias de piedras o con setos espinosos.

Llegamos finalmente a un conjunto de edificaciones de entre las cuales sobresalía una pequeña y redondeada cúpula. Era la última hora de la tarde y la oscuridad reinaba ya acentuada por la tormenta. Varios hombres con antorchas encendidas salieron a recibirnos y no ocultaron su alegría al encontrarse con el maestro Orígenes y con otros peregrinos que debían de ser buenos conocidos suyos. Nos condujeron al interior de una amplia estancia y encendieron un gran fuego en la chimenea, junto al cual pudimos secarnos y entrar en calor. Más tarde, sirvieron un caldo caliente, panecillos y vino sobre un largo tablero extendido a modo de mesa. Orígenes presentó al que parecía ser el anfitrión, un grueso y alto hombre de cabello y barba canosos.

—Éste es Gordio, el obispo de la comunidad de cristianos de Jerusalén.

—Bienvenidos a la iglesia de Sión, hermanos —dijo Gordio—. Que el Señor esté con vosotros.

Todo el mundo empezó entonces a cenar, conversando a la vez animadamente. Me sentí

como un extraño en aquel lugar, pues cuanto hablaban entre ellos me resultaba desconocido. Pero presté atención cuando Orígenes le contó a Gordio lo que había sucedido esa misma tarde frente al templo de Júpiter. Después de escucharlo, Gordio dijo:

—Pero, Orígenes, ¿cómo se te ha ocurrido ir allí directamente? Deberías haber venido primero aquí, a preguntarme. Ya has visto la actitud que tienen esos sacerdotes paganos. Hace tiempo que no se puede ir allí; no soportan ver a cristianos por los alrededores.

—Ah, querido Gordio, ¿íbamos a estar en Jerusalén y no visitar el lugar santo de la muerte y resurrección del Señor?

—Pero si me hubieras preguntado, te habría aconsejado que solicitaras primero un permiso especial del procónsul de Aelia Capitolina. Hace ya tiempo que, cuando queremos ir a rezar al Gólgota, acudimos a las autoridades. Así nos evitamos muchos problemas.

—¿Eh? —se extrañó el obispo Berilo—. ¿A las autoridades? ¿Consiente el procónsul que acudáis frente a sus templos paganos?

—¡Claro! —respondió Gordio—. El actual gobernador, el procónsul Tercio, es muy condescendiente. Nos autoriza mediante un escrito. Aunque no siempre; sólo una vez al año, cuando celebramos los misterios de la pasión, muerte y resurrección, por la Pascua.

—¡Vaya! Me dejas asombrado —exclamó Orígenes—. ¿Y los sacerdotes de Venus lo permiten?

—Tienen que aguantarse —respondió Gordio—. Pero, naturalmente, no entramos en el templo. Hacemos la celebración más allá, junto a los terraplenes donde están los sepulcros.

Escuché aquella conversación sin comprender todavía nada. Hasta que Orígenes, que reparó en ese momento en mi presencia, me dijo:

—¡Oh, Félix! Perdóname; con tantas emociones me había olvidado de ti. Te debo una explicación de todo lo que ha sucedido.

—Ya era hora —observé—. Desde que llegamos a Aelia Capitolina, no he comprendido nada de lo que ha sucedido.

—Bien, ahora es el momento —respondió él—. Ya te dije que cuando llegáramos a Jerusalén visitaríamos los santos lugares de la muerte y resurrección del Señor: donde fue crucificado, lo que nosotros llamamos Gólgota, y el sitio donde estuvo sepultado. Pues bien, esta tarde, cuando esos sacerdotes nos apedrearon e insultaron, estábamos allí.

—¿Allí? —exclamé sorprendido— ¡Pero si eso era un templo dedicado al divino Júpiter! No comprendo...

—Bueno, bueno —dijo Orígenes—, déjame terminar de explicarte. Nosotros sabemos, por una venerable tradición transmitida de generación en generación, que el Señor murió

allí, justo encima de la roca donde hoy se encuentra la estatua de Venus; allí pusieron su cruz. Y su sepulcro, donde resucitó, estaba en el lugar que actualmente ocupa ese santuario pagano. Han pasado doscientos años desde entonces, pero el lugar es el mismo sobre la faz de la Tierra. Lo sabemos y creemos en ello.

—Entonces —pregunté lleno de curiosidad—, ese templo y esa estatua de Venus,

¿quién los puso allí?

—¡Son obra del demonio! —exclamó Gordio enardecido—. Los poderes diabólicos de este mundo han querido borrar esos recuerdos de nuestra fe y poner ahí los signos del paganismo. ¡Se creían que así desistiríamos!

—Está bien, no nos alteremos —pidió Berilo—. Dejemos que el maestro Orígenes prosiga con sus explicaciones.

—Como te decía —prosiguió Orígenes—, nuestros antecesores, los primeros cristianos, entre los que estaban aún los discípulos del Señor, guardaron puntual memoria de los lugares donde tuvieron lugar los acontecimientos más significativos de la presencia entre nosotros del Cristo. Pero la vida entonces se puso muy difícil. Hubo persecuciones, revueltas y toda clase de conflictos. Cuarenta años después de la resurrección y ascensión del Señor a los cielos, toda Jerusalén fue destruida por los romanos. No quedó

una piedra sobre otra...

—Como el Señor había profetizado —observó Berilo.

—Exacto —asintió Orígenes—. Entonces muchos judíos tuvieron que marchar a la Diáspora. Pero eso no fue nada en comparación con lo que sucedió más tarde, en los tiempos del emperador Adriano. Los judíos se rebelaron contra Roma una vez más y entonces la represión fue terrible. Adriano mandó destruir la ciudad e hizo una nueva sobre las ruinas. Por eso dejó de llamarse Jerusalén y pasó a ser conocida como Aelia Capitolina, su nombre actual. Todos los judíos fueron expulsados con la prohibición de regresar bajo pena de muerte. El templo y las sinagogas desaparecieron. Y los cristianos de entonces, por ser considerados judíos, también tuvieron que marcharse. Y esos lugares, Gólgota y sepulcro, quedaron definitivamente en manos de los gentiles, que construyeron el templo, con la imagen de Júpiter en su interior, y pusieron la estatua de Venus donde estuvo la cruz del Señor. Como comprenderás, al cabo de cien años de aquello, los lugares son considerados paganos por entero, y los sacerdotes y fieles de la religión de Roma se cuidan mucho de que sean respetados. Por eso, cada vez que acudimos allí tenemos problemas.

—¿Y cómo estáis tan seguros de que fue ahí? Ha pasado mucho tiempo —objeté.

—Sólo han pasado tres generaciones —respondió el maestro—, de abuelos a nietos, desde que los lugares fueron sepultados bajo los signos paganos. Pero siempre hubo alguien, fuera de las murallas de Aelia, que recibió la información precisa para transmitirla a su vez a otros. Más tarde, como suele suceder, el tiempo fue suavizando las cosas, y los cristianos empezamos a volver a entrar en la ciudad y no hemos dejado de sentir aquellos lugares como algo propio. Aunque para creer no es necesario este o aquel sitio, basta con saber que todo aquello sucedió de verdad.

—Algo parecido tuvo lugar con esta casa donde ahora nos encontramos —añadió

Gordio—. Aquí, en lo que llamamos Monte Sión, se encontraba la casa en la que Jesús cenó por última vez con sus discípulos; el mismo lugar donde se les apareció después, cuando resucitó. Siempre hemos sabido que fue en el edificio contiguo, que ahora es nuestra iglesia. Cuando los judíos tuvieron que huir, hace cien años, los cristianos adquirimos todo esto y ya no nos hemos movido de aquí.

—¡Ah! —dije—. Entonces, aquí se encuentra el Cenáculo.

—Exacto —asintió Orígenes—. Ahora es ya muy tarde, pero mañana podrás verlo. Como ha dicho Gordio, es la iglesia que está aquí al lado. Y ahora, vayamos a descansar; mañana hemos de ir a solicitar ese permiso al procónsul para hacer nuestra oración. En aquel mismo salón, tendimos nuestros jergones y nos dispusimos a dormir. En un rincón permanecía encendida la débil llama de una lamparilla, y tardé en conciliar el sueño a causa del resplandor en la pared. Pero, más tarde, en el silencio de la noche, desperté

de una terrible pesadilla: Júpiter y Venus me asían por los brazos y me llevaban en volandas por los oscuros y tenebrosos cielos. Yo intentaba ver sus rostros para suplicarles, pero estaban vacíos de expresión. Al abrir los ojos a la penumbra de aquel salón, medité

sobre aquello y concluí que los dioses me reprochaban la infidelidad de acudir con los cristianos en busca de ese Jesús.

2

De madrugada, muy temprano, y antes de que los demás despertaran, me levanté y salí

con mucho sigilo de la casa. No llovía, pero un intenso olor a humedad permanecía en el ambiente recordando la tormenta de la noche. Desaté mi caballo y monté en él para dirigirme hacia la ciudad. No sabía por qué, pero el deseo de alejarme del grupo de cristianos y vagar solo por ahí durante un rato era más fuerte que yo.

Amanecía sobre las murallas de Jerusalén. El rojo resplandor del horizonte ascendía haciéndose morado donde se recortaban las altas murallas. Una fría brisa de tierras mojadas me heló el rostro y terminó de despejarme. El caballo anduvo, a paso quedo, pisando los charcos, mientras yo aspiraba profundamente, queriendo limpiar mi mente de tantas preguntas a la vez que aquel aire puro penetraba en mi cuerpo. No quería pensar, deseaba solamente pasear mi mirada por los pardos campos, por las rocas o por las desnudas piedras ensambladas que componían muros y torres.

Tampoco sabría decir por qué, pero conduje al caballo hacia la puerta por la que abandonamos la ciudad la tarde anterior. Anduve solitario por el adarve, en dirección al norte, y llegué a los extraños lugares que los cristianos consideraban santos. Descabalgué y recorrí a pie la pequeña explanada. La gran estatua de Venus reinaba, hermosa, bañada por la primera luz, sobre su roca, a cierta distancia del templo que seguía pareciéndome sombrío, tal vez por encontrarse recostado en el destartalado terraplén de la vieja cantera. No había amanecido del todo —era aún esa luz incierta— y un resplandor salía del interior del santuario hacia las columnas del pronaos. Subí las gradas y vi que las puertas de bronce estaban abiertas. Crucé el pórtico. Me encontré de frente con la imagen del dios, que me miró con brillantes y rojos ojos hechos de rubí. Era un Júpiter Serapis barbado, musculoso, sentado con actitud firme y lanzando dorados reflejos a causa de las ascuas que ardían sobre el ara que había delante de él. Sostuve su fulminante mirada durante un rato, y cuando bajé los ojos reparé en que a sus pies los sacerdotes daban comienzo a un sacrificio. Uno de ellos sostenía a un carnero por los cuernos y el otro hendía su garganta con una afilada daga. El animal se soltó y cabeceó violentamente, elevándose sobre las patas traseras, de manera que aspergió sangre sobre los sacerdotes y sobre las columnas laterales. Después se desplomó y convulsionó en el suelo hasta que se le fue la vida. Entonces, el sacerdote extrajo sus visceras y las quemó sobre el ara, a la vez que echaba sal chisporroteante en las llamas produciendo un relampagueo de blancos destellos. En ese momento, reparé en que a un lado de la cella una familia presenciaba el holocausto; seguramente quienes lo habían sufragado. Se trataba de un militar cincuentón, de anchos hombros, calvo y de morena piel, junto a su esposa y cuatro hijos, además de unos esclavos que se encontraban a un nivel secundario, recostados en las paredes del fondo. Por la plegaria del sacerdote supe que el oferente era el tribuno Racilio, uno de los jefes superiores de la Décima Legión Fretense, el cual solicitaba la acción benevolente del dios en su favor.

Cuando el sacerdote le ofreció la copa, arrojó la libación, bebió, la pasó a sus familiares y, reparando en mi presencia, avanzó hacia donde yo estaba para hacerme participar. Bebí

el vino mezclado con sangre y llevé yo mismo la copa a los pies del dios. El sacrificio finalizó. La luz del día penetraba ya dentro del templo iluminándolo todo. Los sacerdotes recogieron los despojos y se marcharon con la parte que les correspondía, después de despedirse respetuosamente del tribuno. El militar, su esposa, hijos y criados también se marcharon. Sólo quedamos allí el muchacho que vigilaba el templo y yo, que me había situado discretamente en un rincón.

El muchacho fue a por un escobón y comenzó a barrer las cenizas silbando. Me acerqué a él y le pedí que me mostrara el templo.

—Bueno, pero deprisa —dijo—. Tengo que barrer y después limpiar todas esas manchas de sangre.

Le alargué una moneda. Sin pensárselo, la cogió y comenzó a relatar, mecánicamente y de corrido, la retahila de explicaciones que se sabía de memoria:

—Este templo que ves, ciudadano, lo mandó construir el divino emperador Adriano, después de vencer con la ayuda del dios a los rebeldes y perversos judíos que se negaban a acatar la autoridad de nuestra madre Roma. El propio divino emperador solicitó los auspicios, como supremo auspex, en este mismo lugar, donde ya se hablaba desde hacía siglos de la existencia de un dios. Hasta los impíos judíos acudían aquí, aunque atraídos por sus repugnantes supersticiones, a venerar a los dioses; convencidos en su necedad de que habían de resucitar después de su muerte por orar junto a las grutas que había. Y por eso mandó poner la imagen de la diosa ahí afuera, sobre esa roca, donde celebraban los judíos seguidores de ese Jesús, el Cristo, la muerte de su dios, el viernes, el día de Venus.

Yo seguía al muchacho, atento a sus explicaciones, mientras avanzábamos por la nave central hacia el fondo del santuario. Bordeamos la estatua de Júpiter y llegamos a la pared trasera de la cella, donde había una puerta que permanecía cerrada.

—¿Y esa puerta? —pregunté.

—Es la cámara de la Vida —respondió él con tono misterioso.

—¿De la vida? ¿Qué quiere decir eso?

—Humm... Es el sanctasantórum de este templo; un lugar prohibido donde sólo puede penetrar el sumo sacerdote del sagrado culto de Júpiter Serapis.

—¿No puedes abrir, aunque sea para que yo mire desde fuera? —le pregunté lleno de curiosidad.

—¡Oh, no, no! —contestó el muchacho dando un paso hacia atrás—. Si se enteraran los sacerdotes me desollarían vivo.

—Vamos, abre. Nadie lo sabrá. Te lo juro por el dios. Le vi vacilar y adiviné que más de una vez se había asomado allí. Aproveché para palparme la bolsa y hacer sonar el tintineo de la plata. Él sonrió.

—Un argentus y te abro —dijo con picardía en los ojos.

Le di la moneda. Miró a un lado y otro, y descorrió el cerrojo de la puerta con apresuradas y temblorosas manos.

—Entra y mira rápidamente —dijo con voz que no le salía del cuerpo. Estaba muy oscuro. Descendí unos escalones y me situé en la penumbra de una antesala pequeña y vacía, a cuyos lados se extendían sendos bancos de piedra adosados a las paredes. En el fondo, en la roca viva, se abría una especie de gruta que penetraba en la montaña contra la que se apoyaba el templo.

—¡Está muy oscuro! —le grité al muchacho—. ¿No puedes acercarme una lámpara?

—¡Shsss...! —pidió asomando la cabeza y sin atreverse a entrar—. Te costará otro argentus.

Le arrojé la moneda y al momento apareció con una lucerna de aceite de las que se amontonaban a los pies del dios.

—Por favor —suplicó—, mira y sal cuanto antes. Me estoy arriesgando mucho. Penetré con la lámpara en la cueva. No era muy profunda. Sólo había una losa de mármol desnudo, a un lado. Un intenso escalofrío me recorrió de pies a cabeza al reparar en que se trataba de un sepulcro vacío. Salí a la antecámara y le dije al muchacho:

—Esto es una tumba, sólo eso. La cama de piedra del muerto está ahí, pero no hay nadie sobre ella. ¿Por qué es tan importante este lugar?

—¡Yo qué sé! ¡Por favor sal de ahí!

Una vez fuera, desilusionado, le reproché:

—Dos argentus por eso. ¡Bah! Deberías haberme advertido. ¿Ése es el lugar tan santo y misterioso que decías? ¿No me has tomado el pelo?

—¡Oh, no, señor! ¡Que la diosa me perjudique si te he mentido! Lo que te dije es verdad. Todos los años, en la primera luna de la primavera, los sacerdotes hacen sacrificios; y, en la medianoche, después de haberse purificado, el pontífice se introduce ahí bañado en la sangre del carnero degollado. Se cierra la puerta y permanece dentro hasta la primera luz del día.

—¿Para qué?

—¡Ah, eso no lo sé! ¡Ojalá lo supiera! Pero... veo que eres militar, señor. Pregúntaselo al tribuno que asistió esta mañana al sacrificio. Él es quien sostiene el culto de este templo y nunca falta aquí ese día. Quizás él pueda decirte algo.

Salí de allí dispuesto a ir al campamento militar. Los misterios me obsesionaban, no voy a negarlo; pero en aquella ocasión mi curiosidad por conocer el fondo de aquel culto se despertó de una forma especial. Sería porque se juntaban allí los intereses de los cristianos y las representaciones de los dioses de siempre. Sabía que tendría que haber forzosamente una razón misteriosa, pero llena de sentido, para que el sabio emperador Adriano hubiera escogido aquel lugar para instaurar ese rito. Él, que había sido iniciado en los viejos secretos Eleusis y que conocía bien las ocultas tradiciones de los pueblos, tuvo que descubrir algo especial en el Gólgota.

La Décima Legión estaba instalada en un enorme campamento, en la parte occidental, al pie de la ladera del gran monte sobre el que se asentaba la ciudad. Los guardias de la puerta se mostraron recelosos y tuve que presentar el documento que me acreditaba ante un centurión. Enseguida me condujeron al edificio donde residía el tribuno. Y, para mi sorpresa, cuando supo quién era yo, exclamó:

—¡Claro, Félix! ¡Félix el Lusitano! Esta mañana, en la penumbra, no te reconocí. Pero tu cara me resultaba familiar.

—¿Cómo...? ¿Me conoces?

—¡Naturalmente! Aunque estás algo desmejorado y has perdido ya ese aspecto aniñado que tenías... ¿No me recuerdas? Soy Racilio. Sí, hombre, sí, de la campaña de Mesopotamia. Yo era entonces centurión en el regimiento de los orientales. ¡Haz memoria!

¡No pongas esa cara! Combatimos juntos en las vegas del gran río. Pero... ¿no me recuerdas?

En ese momento le recordé. Se trataba del centurión de caballería que comandaba el destacamento que protegía las alas laterales del cuerpo de carros. Era uno de los oficiales que pertenecían al grupo de los árabes; es decir, a los hombres de Filipo. Lo cual explicaba que hubiera ascendido tan rápidamente a un cargo tan elevado. No es que yo tratara mucho con él en Mesopotamia; pero por mi proximidad de entonces al círculo del actual emperador, podría decirse que algo nos unía. Me alegré verdaderamente por ello.

—¡El centurión Racilio! ¡Te recuerdo perfectamente! —exclamé.

Él se aproximó hacia mí, manifestando efusivamente lo grato que le resultaba el encuentro. Echó su pesado brazo por encima de mis hombros y propuso:

—Vamos ahora mismo a la taberna; esto hay que celebrarlo.

Recorrimos la vía principal del acuartelamiento y fuimos a parar a un edificio de toscos ladrillos, en cuyo interior había mesas donde los oficiales jugaban a los dados y bebían vino. Cuando el cantinero nos hubo provisto de un par de copas, Racilio dijo:

—Brindemos por el emperador. ¡Que los dioses le den larga vida!

Bebimos y ambos hicimos un breve relato del recorrido de nuestros pasos hasta aquel momento. Como había supuesto, Racilio pertenecía al grupo de los incondicionales de Filipo, lo cual le había facilitado las cosas hasta el punto de convertirle en el importante militar que ahora era, con toda una cohorte bajo su mando.

—Ya no es como antes —me dijo—. Ahora un centurión, si es fiel y ha demostrado servir con inteligencia, puede aspirar a lo más alto. Ya me ves a mí. Filipo nos ha premiado con creces lo que hicimos por él en la campaña contra los persas. Es muy agradecido. ¡Que los dioses le protejan!

Volvimos a arrojar una libación y bebimos a su salud. Después le pregunté:

—Dime, Racilio, ¿cómo fue la llegada a Roma? Yo estaba entonces en Persia, ya lo sabes, y apenas he tenido noticias de lo que sucedió.

—¿Te refieres a lo que pasó cuando Filipo se presentó en la Urbe? ¿Cómo fue el recibimiento?

—Eso mismo. Como recordarás, había cierto temor a que parte del Pretorio no aceptara a Filipo. Aunque los mercenarios godos mataron a Gordiano, muchos pensaban que el Árabe estaba detrás del magnicidio. Tú estuviste allí y, al igual que yo, lo viste con tus propios ojos.

—¡Oh, nada de nada! —exclamó él—. ¡No pasó nada! Fue muy fácil. Ya sabes que el gran cuerpo de mercenarios apoyaba a Filipo. Lo más fiero del ejército estaba con él. Los senadores parecían encantados. Incluso Decio, el jefe de la legión de las Galias, que es el más temido, se acercó enseguida al Capitolio para ponerse a disposición del nuevo emperador.

—¿Y Roma? El pueblo, quiero decir.

—¡Ah, Roma ya no es lo que era! Los ciudadanos son de todas partes del Imperio. Para ellos un emperador nabateo no puede resultar exótico. Hubo juegos y fiestas. Lo de siempre. Cuando empezó a correr la abundancia por la ciudad, nadie se acordaba ya de Gordiano.

—Me alegro, de verdad —dije satisfecho—. Cuando yo dejé Roma, hace cinco años, el caos y el desorden eran dueños de todo.

—Ahora que dices eso —preguntó—, ¿no piensas volver a Roma? ¿Se puede saber qué

haces todavía aquí, en el Oriente?

—Bueno. Escribí al emperador el año pasado, comunicándole lo que había pasado y diciéndole dónde me encontraba. Me contestó enseguida y me envió una subvención. Pero no he vuelto a recibir noticias.

—Y no las recibirás —dijo frunciendo el ceño en un serio gesto—. Ha habido muchos cambios. Los altos cargos del gobierno han sido sustituidos en su mayoría. Créeme, si no te haces valer se olvidarán de ti. Es necesario que regreses a Roma cuanto antes para hacerte un sitio. Tú colaboraste con Filipo y tienes derecho a recibir tu parte. ¿Es que piensas quedarte aquí de por vida? Eres muy joven; puedes llegar alto con tu preparación. Me quedé pensativo. Racilio tenía razón: hacía tiempo que debía haber pensado en solucionar mi situación. En ese momento maldije mi temperamento poco decidido, que como otras veces me había hecho evadirme por derroteros espirituales y olvidarme de que mis pies estaban sobre la tierra.

—Y... ¿qué crees que puedo hacer? —balbucí.

—¿Qué? ¡Puedes regresar a Roma, naturalmente! ¿Es que no me has comprendido?

Mira, haremos una cosa: la semana que viene tengo que enviar el correo oficial a la Urbe; aprovecharemos para mandar una carta con carácter oficial. Diremos que te encuentras en Aelia, que no puedes regresar a Persia y que aguardas instrucciones. Ya verás como te envían contestación. Mientras tanto, quédate aquí, en el campamento. Aelia Capitolina es una ciudad muy interesante. Te presentaré a mis amigos y... a mis amigas. Precisamente, mañana tengo una cena en el palacio del procónsul a la que acudirán los caballeros y las damas más distinguidos. Estarán encantados de conocer al famoso embajador.

Esa misma tarde, después de compartir la comida en la residencia de Racilio, regresé al Monte Sión. Cuando llegué a la casa de los cristianos, sentí alivio al no tener que enfrentarme a sus rostros, puesto que, según me dijo la mujer que atendía la puerta, habían ido hasta la cercana aldea de Belén para hacer sus oraciones. Le expliqué a la mujer lo que tenía que decirles de mi parte cuando regresaran: que me había surgido un imprevisto y que sentía tener que dejarles, que estaba muy agradecido y que me despedía con el deseo de volverlos a encontrar algún día. Le di unas cuantas monedas para contribuir de alguna forma a los gastos, entré a recoger mis cosas y salí aprisa de la casa. Al emprender la pendiente que me alejó del monte, a pesar de que estaba absolutamente decidido, no pude evitar una cierta sensación de tristeza. 3

En el palacio del procónsul de Aelia Capitolina me aguardaba aún una sorpresa más. Nada más entrar en el atrio, donde los invitados eran recibidos por los esclavos, rociados con agua perfumada y conducidos cada uno a su triclinio, se abalanzó hacia mí un joven elegantemente vestido y con la sorpresa grabada en el rostro.

—¡Félix! ¡No es posible! —gritó.

Se trataba de Elintos, un compañero de la división de carros al que también había conocido en la guerra.

—¡Elintos! —exclamé—. ¡Tú aquí!

—¡Claro! —respondió—. Ésta es mi tierra. Soy de Cesarea. ¿No lo recuerdas? ¡Pero qué sorpresa! ¿Cómo has venido tú a parar aquí?

Fue uno de mis mejores amigos entonces. En Antioquía nos habíamos divertido juntos en más de una ocasión; pero no sólo fue un compañero de juergas, sino que era profundo y había recibido una buena formación en la escuela de Alejandría. Él me acercó al filósofo Plotino en las llanuras de Coele, cuando estuvimos acampados durante meses aguardando al comienzo de los combates.

Antes de que sirvieran la cena, estuvimos hablando un largo rato, atropelladamente, llevados por el impulso impaciente de querer contarnos todo lo que nos había sucedido en este tiempo. Elintos, como muchos otros, había prosperado.

La división de carros fue disuelta, pues ya no resultaba operativa; pero los que habían pertenecido a ella fueron premiados con suculentos aguinaldos o con la posibilidad de obtener un buen puesto como oficiales de la caballería.

—¡Ah, Félix, qué tiempos aquellos! —me dijo—. Jamás olvidaremos lo de Mesopotamia. ¡Ojalá pudiera regresar mañana mismo! ¿A ti no te gustaría?

—No, Elintos —respondí sin dudar—. Cada cosa tiene su tiempo. Yo no volvería a aquella guerra.

—¿Y a Persia? Me has dicho que fuiste feliz allí.

—No, tampoco regresaría a Persia. Allí no tengo nada.

—Y, pues, ¿qué te gustaría hacer?

—No lo sé, Elintos, sinceramente. Me encuentro en un momento raro. Es como una encrucijada.

—¿Irás a tu tierra? ¿Regresarás a Hispania?

—¡Oh, no! De momento no. Aunque no lo descarto para más adelante. Ahora creo que lo mejor para mí será ir a Roma y presentarme ante Filipo. Hoy mismo he enviado una carta, con el sello de la legión y la firma del legado. En ella pido que me den las órdenes oportunas.

—Te irá bien —dijo Elintos—. Estoy seguro. A nadie se le escapaba que Filipo te tenía en muy alta consideración. ¿Crees que, después de haberte confiado lo de Persia, no podrá encontrar un buen cargo para ti?

—Que sea lo que los dioses quieran.

—Bien —dijo él—. Ahora estamos aquí, en la fiesta del procónsul, y eso es lo que importa. ¡Disfrutemos del momento!

Cuando comenzaron a servir la cena, fui a sentarme junto a Racilio, pues él me había presentado al procónsul. Conocí además a los altos cargos de la administración de la ciudad y a otros funcionarios de la provincia, así como a un buen número de militares, comerciantes e importantes hombres de negocios. Calculo que habían acudido unos cincuenta invitados.

El gran atrio del palacio era espléndido. Las paredes estaban pintadas en cálidos tonos de fondo, sobre los que resaltaban exquisitas filigranas de vivos colores. Había también estatuas y bustos de mármol bajo una galería, entre jardineras repletas de plantas salpicadas de flores. Las mesas se llenaron de manjares y el vino empezó a ser escanciado a cada momento. En un extremo, bajo los arcos, unos músicos entonaban una canción oriental, sin impedir con ello que fluyera la conversación entre los comensales. Me fijé en la muchacha que cantaba. Era esbelta y su rostro era extraño, delgado, de rasgos alargados, pero armoniosos y con un rictus melancólico.

Racilio y yo charlamos acerca de muchas cosas. Aunque era un hombre poco instruido, se apreciaba que su curiosidad le había llevado ya en la madurez a interesarse por el conocimiento, tal vez para darle lustre a su nuevo e importante cargo. Pero no se las daba de nada, sino de haber sido siempre un buen soldado, algo de lo que se sentía orgulloso. Me habló de sus orígenes modestos, de los servicios que había prestado desde su adolescencia, cuidando primero los caballos, limpiando establos, segando forraje, y de cómo fue subiendo, de palafrenero de un centurión a montar su propio corcel guerrero y después a jefe de ala. Me contó los peligros que había arrostrado, las hambres, los miedos y las heridas que sufrió. Y, mientras dejaba escapar la retahila de sus hazañas, apuraba una copa y otra, las cuales iban soltando aún más su lengua. Y yo aguanté pacientemente, e incluso fingí un interés y una satisfacción al escucharle que no eran otra cosa sino aguardar el momento oportuno para preguntarle acerca del templo de Júpiter Serapis, que era lo que verdaderamente me importaba. Y el momento llegó, justo cuando el vino había hecho que el tono de voz de los invitados perdiera su inicial recato y se alzara ya entre carcajadas arrancadas por los chistes y discusiones sobre asuntos de los juegos circenses. A esas alturas, el rostro de Racilio había enrojecido, congestionado por el buen número de vasos apurados, y era la ocasión más oportuna para introducirle en el tema de los dioses.

—Ahora comprendo, Racilio —le dije—, que seas tan devoto del Dius Pater. Te ha protegido de veras.

Una sonrisa tontorrona se le dibujó de oreja a oreja, y cerró los ojos satisfecho. Puso su mano grande y encallecida en mi antebrazo y me dijo:

—Oh, sí, sí. No voy a negarlo. Le debo mucho a Júpiter Stator. Y se lo agradezco como se merece. Cada semana acudo a ofrecer un sacrificio.

—Sí, ya te vi en el templo, con tu familia. Pero dime, ¿por qué precisamente a la imagen del templo ese tan alejado? Aquí, en el centro de Aelia, tienes un magnífico santuario dedicado a Júpiter Anmon que preside el Foro.

—Humm... Allí, en la muralla norte, hay algo —dijo aguzando uno de los ojos bajo la ceja enarcada.

—¿Algo? ¿Qué quieres decir?

—¿No has oído hablar del sepulcro? —me preguntó aparentemente conforme con entrar en el tema.

—¿Del Sepulcro? ¿Te refieres al sepulcro del Jesús de los cristianos?

—¡Sí, sí, eso mismo! Veo que estás bien enterado. Pues bien, en ese templo, en el de Júpiter Serapis, se conserva ese sepulcro. Y parece ser cierto, según aseguraron muchos que lo vieron, que ese judío fue resucitado por el dios. ¿Te das cuenta? ¡Un muerto vuelto a la vida! ¿No es impresionante?

—¡Ah, se trata de eso! —exclamé echándome hacia atrás con fingido escepticismo—. Eso es lo que dicen los cristianos. He oído contar esa historia y, no voy a negártelo, me ha parecido fascinante... Pero... ¿vamos a creerlo a pies juntillas? ¡Seamos sensatos!

—¡Ah! ¿Y por qué no? ¿Adriano era acaso un insensato? Él estuvo ahí, e interrogó a los más viejos de las comunidades de cristianos, algunos de ellos con casi cien años. Al parecer, los testimonios no ofrecían dudas y el propio emperador empezó a creer que en ese sitio había tenido lugar un suceso extraordinario por obra de los dioses. Pero no permitió que fueran los judíos quienes celebraran a su manera el culto en el sepulcro y mandó edificar el templo.

—¿Crees entonces en lo que dicen los cristianos?

—Los dioses son caprichosos y obran según sus misteriosos designios. Una cosa es creer en el poder del dios en ese sepulcro y otra muy distinta hacerse cristiano.

—¿Y cuál es el poder del dios en ese sepulcro? ¿En qué es, concretamente, en lo que crees?

Acercándose a mí, bajó la voz y dijo como con temor a ser oído:

—Los misterios de Júpiter Serapis en esa tumba consisten en creer que se puede retornar a la vida después de cruzar al Más Allá.

—¿Resucitar?

—¡Shsss...! Dejemos ahora esto. No es el momento adecuado para hablar de tales cosas. Si quieres saber más, mañana puedo presentarte al sacerdote. No era muy tarde cuando el procónsul dio por terminada la cena. Educadamente, nos despidió con la excusa de que al día siguiente tenía que emprender un fatigoso viaje. Los criados repartieron entre los invitados algunas golosinas y nos acompañaron hasta la salida. Los músicos también recogieron sus instrumentos y todos emprendimos resignados el camino que atravesaba el gran jardín que se extendía delante de la villa. Una vez fuera, unos y otros subieron a sus literas o a sus caballos. Pero Elintos se acercó a mí, cuando ya tenía el pie en el estribo, y me dijo:

—¿No te apetece seguir la fiesta? Estos banquetes del procónsul están chapados a la antigua: no pasan de medianoche. Los hace por cumplir con la sociedad de Aelia, pero nunca ha estado dispuesto a dar más de lo estrictamente imprescindible.

—¿Seguir la fiesta? ¿Dónde? —pregunté sin mucho entusiasmo.

—Conozco un sitio estupendo. ¡Vamos, anímate! ¡Por los viejos tiempos!

—No sé... —dije—. He venido con el tribuno Racilio y no me parece bien dejarle regresar solo.

—¡Eh, Racilio! —le gritó Elintos al tribuno que estaba ya sobre su caballo y comenzaba a alejarse— ¿Quieres continuar la fiesta? ¡Félix y yo nos vamos al Pozo de Sisinia!

—¿Al Pozo de Sisinia? ¡Ah, ja, ja, ja...! —rió Racilio—. No, no voy; no es sitio para un cincuentón que tiene que prestar servicio mañana. ¡Id vosotros y aprovechaos ahora que sois jóvenes!

—Ya ves —dijo Elintos—. No tienes excusa. ¡Sube al caballo y vamos!

Algunos de los más jóvenes se unieron, y arrastramos también con nosotros a los músicos. Alegremente, cruzamos la ciudad en dirección a los barrios de las afueras de la muralla, donde se encontraba el lugar propuesto por Elintos y que por lo visto era conocido por todos.

Al llegar comprendí que el Pozo de Sisinia fuera tan popular, y el porqué de aquel nombre. Se trataba de un huerto vallado con piedras, algo alejado de las murallas, situado en la ladera del monte y por ello de superficie irregular, dispuesto en terrazas ganadas al desnivel o rellenadas con tierra. Nada más entrar, había un gran pozo con poleas y una noria vieja y destartalada. El ambiente era agradable, propiciado por los arbustos aromáticos y las plantas regadas por la lluvia del día anterior. Había hombres y mujeres, aquí y allí, bajo la luz de múltiples candiles, conversando, riendo y sin mucho recato en sus manifestaciones amorosas.

Entramos y nos situamos junto al pozo. Al fondo había una casilla de adobe, con el tejado de cañas y ramas. Elintos se aproximó a la puerta y gritó:

—¡Sisinia! ¡Sisinia!

Salió una mujer fuerte y madura, con bozo sobre el labio, que era visible incluso a la luz del débil resplandor de las velas.

—¡Elintos! —exclamó sonriendo y mostrando una ennegrecida dentadura—. ¡El guapo de Elintos! ¡Cuánto tiempo sin verte!

—¡Anda, no exageres! —dijo él—. Estuve aquí la semana pasada. Tráenos vino y unas mantas!

Sisinia desapareció tras la puerta de la casa y al momento regresó con una gran ánfora en una mano y varios vasos en la otra, seguida de una muchacha que portaba un abultado montón de mantas dobladas.

—Aquí tenéis —dijo Sisinia—. Y si queréis algo, ya sabéis.

Recogimos todo aquello y fuimos detrás de Elintos, que ejercía como de maestro de ceremonias, ya que se veía que era el más experimentado en los asuntos de aquel lugar. Por fin, se detuvo bajo una palmera, casi al final del huerto. Extendimos las mantas y nos echamos esperando a que él escanciara el vino. La noche estaba algo fresca, pero al abrigo del muro se hizo cálida cuando hubimos bebido un par de vasos.

—¡Pero bueno! —le reprochó Elintos a los músicos—. ¿No tocáis? ¡Vamos, ganaos el vino que os estáis bebiendo!

Los dos músicos refunfuñaron un poco, pero los demás jóvenes los animaron y se incorporaron para coger sus instrumentos. La cantante permanecía en las sombras semioculta, recostada en la pared de piedras. Durante un rato sonaron solas la cítara y el pandero, en una alegre melodía con son de danza que atrajo a un grupo de muchachos que estaban junto a otra palmera cercana. Después fueron acudiendo los demás clientes del huerto, hasta que toda la fiesta se hubo reunido bajo nuestra palmera. Elintos se arrancó a bailar en medio de dos muchachas y al momento se formó un corro en torno a ellos. La música aquella invitaba a mover los pies, pero yo siempre fui muy tímido para esas cosas. Me recosté en la pared y apuré un par de vasos más. Al cabo de un rato, sin saber por qué, volví la cara hacia un lado y me encontré con los ojos de la cantante, que estaba junto a mí, mirándome. Sonrió y yo le devolví la sonrisa. Entonces me fijé en ella. No era el suyo un rostro bello, en el sentido clásico, puesto que sus facciones eran angulosas y duras, pero sus cejas alargadas, sus grandes ojos de oscuro iris y su cabello negro, lacio y brillante, le daban un aire exótico que se acentuaba por sus vestidos y sus joyas extravagantes. Así, sentada y con la espalda contra las oscuras piedras, no parecía tan alta, y el juego de luces y sombras realzaba su presencia.

—¿No cantas? —le pregunté.

—Nadie me lo ha pedido —respondió.

Vi que su vaso estaba vacío y le alargué el ánfora de vino. Bebimos los dos. De nuevo nos sonreímos. Volví a fijarme en los que bailaban, como si el encuentro no hubiera significado nada para mí; pero al momento mis ojos giraron hacia donde ella estaba y la sorprendieron mirándome todavía.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté para escapar de mi turbación.

—Trivia.

—Es un nombre bonito —observé por decir algo—. Yo Félix.

—Ya lo sabía —dijo—. Oí cómo te nombraba Elintos al salir de la casa del procónsul.

—¡Trivia, canta! —gritó en ese momento alguien desde donde estaban los músicos con los demás.

Ella negó con la cabeza y se adentró en lo oscuro para ocultarse.

—¡Vamos, no te hagas de rogar! —insistieron.

—Anda, canta —le pedí yo.

Se puso en pie y se acercó hasta los músicos. Intercambiaron algunas palabras para ponerse de acuerdo. Al fin, uno de ellos se acercó una flauta a los labios y empezó a entonar una música dulce; el otro le acompañó con la lira. Trivia se echó los cabellos hacia atrás y alargó el cuello, elevando el rostro hacia el cielo, como para cantarle a la noche. Su voz sonó profunda, quebrada y llena de ternura. Era una canción muy triste, con una letra típica de amantes separados que no logran volver a encontrarse. Algo se derrumbó en el fondo de mi alma al escuchar aquello y un montón de recuerdos me llenaron de nostalgia. Vi cómo unos cuerpos se acercaban a los otros, buscando el calor, huyendo del dolor que causaban aquellas palabras, o aprovechando la emoción que suscitaban. Elintos rodeó la cintura de una muchacha y a poco se perdió con ella por detrás de un seto. Entonces me di cuenta de que yo era el que estaba más apartado, y más solo. Bebí a largos tragos para hundirme en el espíritu mágico del vino, pero la tristeza no quiso dejarme.

Trivia cantó un par de canciones más; las suficientes para que las lágrimas se escaparan por algunos de los rostros. Hasta que alguien alzó la voz y dijo:

—¡Bueno, Trivia, basta! Esto es muy bonito, pero nos vas a aguar la fiesta entre lágrimas.

Ella agitó entonces los negros cabellos, orgullosa, y regresó junto a mí. Los músicos volvieron a las danzas de la cítara y el pandero.

—Querían que cantara, ¿no? —me dijo ella como para justificarse.

—Ha sido muy hermoso —observé.

Sin decir nada más, se acercó y se apoyó en mí. Mi piel sintió su contacto suave y noté un agradable estremecimiento. Pasé un brazo por encima de sus hombros y la atraje un poco más. Entonces posó sus labios en mi cuello y los apretó, ardientes. Aspiré su perfume y algo me resultó familiar. La abracé, con pasión, con furia casi. Sería por el engaño del vino, o porque la nostalgia anidaba ya en mi alma, pero pensé: «Es Néfele.»

—Néfele, Néfele —le susurré.

Un violento llanto, extraño, nacido de las ansias acumuladas y del dolor contenido, me brotó entonces.

—¡Eh, cariño! —dijo ella—, ¿qué te sucede?

—¡Oh... nada! —balbucí sin poder contener las lágrimas—. Nada...

—Bueno —dijo ella—, será mejor que nos alejemos un poco de aquí. ¿No querrás que te vean así tus compañeros militares ? Se reirían.

Tiró de mí y ambos nos pusimos en pie. Quise coger el ánfora, pero ella me retuvo.

—No, no. Has bebido ya demasiado.

Anduvimos unos metros con pasos vacilantes, hasta un lugar donde la valla era más baja y nos sentamos en ella. Los campos estaban oscuros, pues no era noche de luna, pero las estrellas poblaban la bóveda celeste de una forma especial, como si estuvieran ahí

mismo, suspendidas sobre nosotros. Trivia me cogió las manos y me preguntó con dulzura:

—¿Qué te ha sucedido, cariño? ¿Ha sido por causa de mi canción?

—Me asaltaron tristes recuerdos —respondí.

—¿Cómo decías? Néfe... ¿Era a ella a quien recordabas?

—Néfele. Sí, era a ella.

—¿Qué sucedió?

—La perdí en Persia. Pero... no quiero ahora hablar de ello. Es muy triste.

—No hay nada como desahogarse. Has hecho bien en llorar. Es una estupidez aguantarse.

Sacó su pañuelo y enjugó mis lágrimas. La abracé de nuevo. La cabeza me daba vueltas y su cuerpo me ofrecía seguridad. Era como agarrarse a un madero en mitad de un oscuro y embravecido mar que quisiera engullirme.

4

Si quisiera explicaros cómo me sentía en aquel tiempo, no encontraría la manera de hacerlo. ¿Qué me estaba sucediendo? Yo mismo era incapaz de comprenderlo. Pero aún me pregunto por qué hay ocasiones en la vida que la luz despliega todo su fulgor sobre el alma y se ve el mundo claro y transparente, pareciéndonos que esa iluminación va a permanecer ya para siempre. Sin embargo, esa luz, por brillante que sea, no permanece, sino que se retira cuando ella quiere y no puedes retenerla. Es como si hubieras ascendido a una alta montaña y hubieras contemplado el horizonte, con su final lejano, infinito, aunque hospitalario y accesible por la red de sus caminos, sorteando las suaves irregularidades de sus montes y valles; pero al descender de la altura al pie de la montaña, el horizonte desaparece detrás de innumerables obstáculos que se yerguen y los senderos se pierden entre arduas pendientes, ásperos pedregales y agrestes derroteros. A pesar de que llegué dolido y confuso, después de huir de Persia y atravesar el ardoroso desierto, en Bostra había encontrado el sosiego. Y después, en el viaje con los cristianos por Palestina, tuve la sensación de que todo se volvía meridiano, puro, y que desaparecían los oscuros rincones de la duda y el miedo. Especialmente en lo alto del Monte Tabor, el mundo, la vida y la muerte habían cobrado sentido. Pero en Jerusalén esa claridad se desvaneció. ¿Adónde se había ido la luz?

Durante mi estancia en el campamento militar de Aelia Capitolina, acudí varias veces con Racilio al culto a Júpiter Serapis, en el templo situado en el extremo norte de la muralla, donde se encontraba el famoso sepulcro de Jesús el Nazareno. El rito era siempre el mismo: se sacrificaba una víctima y se hacía la plegaria invocando al dios para que acudiese desplegando los rayos de su brillante sol y disipara las sombras de la muerte. Júpiter se identificaba aquí con Serapis, el Osiris de los egipcios. Y como el acto tenía lugar antes del amanecer, la primera luz de la mañana coincidía con el final de las invocaciones y el efecto no podía ser más ilustrativo.

Con frecuencia me preguntaba qué sentirían los cristianos al saber que delante de su venerado sepulcro tenía lugar cada mañana el culto al Dim Pater de los que ellos llamaban gentiles. Y me hubiera sentido incómodo si el obispo Berilo y Orígenes me hubieran visto allí participando de las celebraciones. Pero supuse que el maestro habría regresado a Cesarea y los demás a la provincia de Arabia.

Retorné pues a los dioses y procuré olvidarme de momento de cuanto había conocido de la fe de los cristianos. Al principio fue como un alivio, pero pronto me di cuenta de que no estaba tranquilo del todo.

Me desilusioné después de acudir varias semanas al templo de Júpiter Serapis. Era lo de siempre. Y Racilio, que era un inculto, no creía en otra cosa que en el poder de la sangre de los carneros y el humo de la grasa quemada para inclinar al dios a su favor. Pero tampoco el sumo sacerdote guardaba el secreto de un misterio singular, como en un principio me había parecido. Todo era una extraña y forzada mezcla entre la religión tradicional, los ritos del Más Allá de los egipcios y la confusa intuición de que en aquel lugar había resucitado un semidiós.

Elintos era otra cosa. A diferencia de Racilio, él había recibido una buena instrucción en Alejandría, nada menos que en la escuela del afamado filósofo Plotino. Al menos se podía hablar de todo con él, aunque tampoco fuera capaz de comprenderme. Pero fue estupendo tener a alguien con quien divertirse y poder desahogarse de vez en cuando. Al vivir su familia en un apartado pueblo de la costa, era libre en Aelia y se desenvolvía como un soltero, no desaprovechando cualquier oportunidad que le saliera al paso. «Ya tendré tiempo de cargar con hijos y nietos», solía decir para justificarse. Una de las veces que fuimos a beber vino al Pozo de Sisinia, le conté mi experiencia con los cristianos, la peregrinación por Galilea y todo lo demás.

—Pero... ¿te has vuelto majareta? —exclamó dando un respingo—. ¡Anda, no me tomes el pelo!

—Que sí, hombre, que es verdad. ¿Por qué crees que terminé viniendo aquí, a Aelia?

Ya sabes que ésta es la ciudad Santa de los judíos y los cristianos. La peregrinación que emprendí con ellos terminaba aquí en Jerusalén.

—¡Oh, Félix! —dijo sin salir de su asombro—. ¡Pobre Félix! ¡Cómo has podido caer en manos de esa gente! ¡Con lo sensato que tú eras!

—Bueno, bueno —repuse—. No me malentiendas. Yo no he dicho que me haya hecho cristiano. Solamente te he contado que leí algunos de sus libros y que seguí a sus maestros en un viaje por Palestina.

—¡Ah! ¿Te parece poco? ¿Es que no has comprobado por ti mismo la palabrería que tienen y lo habilidosos que son para captar adeptos?

—Nadie me forzó a nada. No soy un niño... ni un tonto —repliqué enojado.

—Ya, ya... No te enfades, hombre. Pero me ha sorprendido tanto...

—¿Sabes una cosa, Elintos?, no son tan estúpidos como nos habían dicho.

—¿Ah, no? ¿Y puedes decirme qué tiene de bueno esa doctrina? ¿Qué has visto de nuevo en ella que te haya seducido?

—Ese... —balbuceé tímidamente—. Ese Jesús. Él es la novedad.

—¡Ah, ja, ja, ja...! —rió a mandíbula batiente—. ¡Pero bueno! ¿Se puede saber qué

cuento te han contado?

—No, Elintos —repliqué con nerviosismo—, no me entiendes. Te repito que yo no me he hecho cristiano. Pero... no voy a negarte que ese Jesús me fascinó. Es algo... distinto.

¡Créeme! Su... su visión de la vida... Su fuerza... Era inútil. Me sentía incapaz de explicárselo. Algo había sucedido. Aquella imagen, o mejor, presencia, con toda su fuerza, se había desvanecido.

—No sé explicártelo —proseguí—. Pero hay algo en él... ¿Cómo decirlo? ¡Su vida! ¡Sí, eso, su vida! Es diferente... Hizo milagros, ¿sabes, Elintos?

—Milagros, milagros... ¿Qué milagros? —replicó él—. ¿No vendrás a decirme que te has creído todo eso que cuentan?

—Hubo testigos —repuse—. La gente lo vio y lo contó a sus hijos y a sus nietos.

—¡Idiota! ¡Cómo has podido dejarte embaucar! Yo te diré quién era ese Jesús. ¿No te han contado cómo vino al mundo?

—De una virgen, me dijeron.

—Sí, claro, de una virgen. Nació del adulterio de un soldado con una virgen seducida, trabajó de jornalero en Egipto, donde aprendió artes mágicas y curanderismo, con cuyos trucos logró más adelante en su tierra proclamarse dios o hijo de dios.

—Pero la gente le seguía —repuse—. Tuvo muchos discípulos. No es fácil tener engañada a la gente mucho tiempo.

—¡Bah! Una panda de pescadores y alcabaleros, con los que anduvo por ahí errante mendigando ignominiosamente el sustento.

—¿Y los milagros?

—¡Ya te lo he dicho! Magia, taumaturgia barata, curanderismo... Y mucha imaginación. A la gente le gusta creer que ha visto lo que en realidad deseaba ver. Pero ¿hay alguna prueba? ¿Tenemos algo de aquello? Es muy fácil inventar lo que pasó hace más de doscientos años. ¡Como no queda nadie vivo para contarlo...!

—Re... sucitó —dije casi sin fuerzas.

—¡Cuento puro! —me espetó a la cara con unos ojos inyectados de seguridad—.

¡Cómo no iban a hablar de resurrección si querían ganarse a la gente después de que su maestro les había fallado!

—¿Fallado? Él no pretendía nada...

—Fue un fanfarrón y, en todo caso, un puro hombre que pretendió ser superior a los demás, como tantos otros que lo han intentado y han fracasado. ¿A quién no le gusta ser adorado?

—Pero, Elintos, él no sacó nada bueno de todo aquello. Se lo cargaron, y él lo aceptó.

¿No es eso algo diferente?

—¡Pues ése es el mayor escándalo! La prueba patente de que nada divino había en él. Si era Dios, ¿por qué se dejó humillar de aquella manera? ¿Por qué se dejó clavar en la cruz y no desapareció súbitamente de ella? ¿Por qué no aniquiló a los que lo fueron a prender? Lo lógico hubiera sido hacer un prodigio en ese momento. Hacer temblar los cielos, llamar a los ejércitos de seres celestes, descender triunfante... Entonces todos le hubiéramos creído y se acabó el problema.

Pero... ¿a qué tanto misterio? ¿No es vergonzosa una fe que adora a un fracasado?

—Pero, si resucitó —repliqué—, todo eso tiene sentido. Es el triunfo final de la vida y la verdad.

—¿Y si no? Porque son ellos los únicos que dicen haberle visto... Félix, querido amigo, dejémonos de tonterías. ¿A qué viene esa resurrección extraña, casi en secreto? ¿No es como tantas y tantas otras resurrecciones de que nos habla la literatura griega? Pero

¿quién ha visto jamás a un muerto vuelto a la vida?

Me quedé mudo. ¿Qué podía contestarle más a Elintos, cuando yo mismo estaba convencido de cuanto me decía? Sus razonamientos eran fulminantes, irreductiblemente lógicos.

—Sólo una cosa, Elintos —le dije desde mi frustración—. ¿De dónde has extraído toda esa información? ¿Qué maestro te habló así acerca de los cristianos?

—Fue en Alejandría. Allí hace tiempo que se enfrentan a esa plaga. Los maestros saben muy bien argumentar en su contra. Pero sobre todo fue en un libro donde aprendí

la verdad acerca de ese Jesús.

—¿De qué libro se trata?

—El Discurso de la verdad de Celso. Es absolutamente genial, decisivo. Deberías leerlo cuanto antes. No hay mejor revulsivo para vomitar las mentiras cristianas que uno se ha tragado.

—Quiero leerlo. ¿Lo tienes?

—¡Naturalmente! Yo también estuve a punto de picar en el anzuelo de esos necios. Mañana mismo, en el campamento, te daré el libro.

Me lo leí de un tirón y ¡vaya si vomité! Se me llenó de bilis la garganta y de amargura toda el alma. El libro de Celso no me gustó: era negativo, hiriente, ácido e insultante; pero no voy a negar que resultaba lógico en sus planteamientos. El misterio del cristianismo quedaba disuelto en sus razonamientos. La conclusión del Discurso de la verdad era ésta: que el cristianismo era la suprema necedad, y que con él, siglos de conocimiento y sabiduría intelectual quedaban descalificados y anulados. La necedad se proclamaba un bien, y la ciencia un mal. Religiosamente, el cristianismo y su tronco o raíz, el judaismo, eran un amasijo de absurdos en pugna con la razón y la filosofía. Desde luego, una vez terminada su lectura, se me hizo dentro un gran vacío y la tristeza se adueño de mí. Cuando fui a devolverle el libro a Elintos, debió de adivinarlo al ver mi semblante. Estaba echado en su jergón con los codos apuntando al techo y las manos detrás de la nuca, canturreando. Me miró y, como si me estuviera esperando, me dijo esbozando una maliciosa sonrisa:

-¿Qué?

—Ahí tienes tu libro —respondí, dejándolo caer sobre la mesa.

—Estás hecho polvo, no lo niegues. Se te ha derrumbado tu sombrajo cristiano y estás a la intemperie. ¡Ánimo, hombre!

Saltó de la cama y me rodeó del cuello cariñosamente con el brazo. Me dijo al oído:

—Pobre Félix. ¿Creías haber encontrado la panacea? Mira, querido amigo, eres muy joven, y muy apuesto; no debes permitirte el lujo de ponerte triste. El mundo está ahí

afuera, aguardándonos. Ya viste cómo se derretían las mujeres cuando nos vieron entrar aquella noche en el local de Sisinia. ¡Anda, no te dejes decaer! Vayamos a los baños, recibamos un buen masaje, pasemos por las manos del tonsor y descubramos el mejor vino esta noche. Créeme, la filosofía más dulce es el placer, y la religión más verdadera, vivir el presente. ¡Disfruta como si las viejas parcas no existieran!

5

Ya he dicho que Trivia no era muy bella, aunque a mí me resultaba atractiva por su aspecto exótico. Tampoco era una mujer especialmente cultivada ni de inteligencia deslumbrante. Aparte de su voz y su forma de cantar, no podría decir que despuntaran en ella otras cualidades. Pero, sinceramente, prefería estar con ella antes que con las presumidas mujeres que conocí en Aelia, por hermosas que fueran. Y a Elintos eso le extrañaba y se burlaba de mí.

—No lo comprendo —decía—. ¿Qué le has visto a esa cantante? ¿No te das cuenta de que tienes un montón de admiradoras? ¿Por qué pierdes el tiempo con esa delgaducha?

—No lo sé, Elintos. Ya te lo he tratado de explicar. Me siento a gusto con ella y basta.

—Bueno, bueno. Allá tú. Si te diviertes, eso es lo que importa. Pero ¿no te parece excesivamente extravagante?

En eso Elintos tenía razón. En un lugar como el Pozo de Sisinia, alguien como Trivia podía pasar desapercibida, puesto que había ordinariamente abundantes mujeres de aspecto llamativo, busconas y provocativas que iban allí para sacar tajada; pero por las calles de Aelia, especialmente en el centro, la gente se quedaba mirando. Por eso procurábamos siempre eludir el cardo máximo y el foro y atravesábamos la ciudad por las calles secundarias, buscando las tabernas del extrarradio, cuyo ambiente era variopinto e incluso sórdido a veces.

Uno de aquellos días nos dio por salir a media mañana. A Elintos se le había antojado ir a un sitio donde servían brochetas de carne especiada a la manera nabatea, con la idea de continuar después la fiesta, todo el día, y terminar en el Pozo de Sisinia como siempre. La taberna estaba adosada a la muralla y tenía en el exterior una parrilla con brasas humeantes, donde una muchacha de rostro ennegrecido asaba los pedazos de carne insertados en frías varillas. El aroma a grasa de cordero y especias que se desprendía impregnaba el aire del callejón. El interior era oscuro y mugriento, por lo que decidimos sacar una mesa fuera y nos sentamos el uno frente al otro para compartir la primera jarra de vino.

El cielo, azul y limpio, era surcado por oscuros vencejos que se descolgaban desde sus nidos hechos en los salientes de la muralla. Y pronto acudieron varios gatos para solicitar las sobras restregándose por nuestras piernas y maullando lastimeramente. Como era una zona de paso, constantemente había sonido de esquilas del ganado y chirridos de oxidados ejes de carros que pasaban, pregoneros y asnos cargados de vuelta del mercado. Al ser viernes, una intensa actividad se había adueñado de la ciudad desde las primeras horas, pues era el día especialmente dedicado al comercio.

En torno a mediodía empezó a reinar la calma, cuando casi todo el mundo había regresado a sus hogares o se distribuía ya por las tabernas para celebrar los negocios realizados. A esa hora llevábamos ya nosotros unas cuantas jarras en el cuerpo y todo empezaba a ser alegre y despreocupado, vestido por las tonalidades de la hora más luminosa.

—¡ Ah, qué bien se está! —comentó Elintos, echándose hacia atrás con gesto de gran satisfacción, mientras sostenía la jarra en una mano y la brocheta de jugosa carne asada en la otra—. Esto está exquisito y no creo que el propio Dionisio haya probado un vino como éste.

Elintos era pura ansia. Quería vivirlo y apurarlo todo como si el mundo fuera a terminar mañana. Era como un fuego encendido dispuesto a consumir la vida. Eso era lo que a mí

me parecía, un fuego; con su cabello rojo vivo, su rostro rosáceo salpicado de vivas pecas y sus chisporroteantes ojos de anaranjado iris. A menudo me preguntaba cómo era posible que estuviera tan delgado si se pasaba la vida comiendo y bebiendo. Él mismo se consumía llevado por su pasión. Supongo que era ese tipo de personas que jamás se dan un respiro en el placer, hasta que un día se detienen de repente, como fulminados, en una calle o en una taberna, y se desploman para siempre.

Pero a mí empezaba a fatigarme aquel género de vida. Siempre me había pasado. Cuando llevaba más de tres días dedicado al placer, la mente se me llenaba de tinieblas. Entonces me venían extrañas ideas de muerte y una especie de angustia. Nunca he comprendido a la gente que, como Elintos, podía seguir un día y otro sin cansarse.

—Se está muy bien, Elintos —le dije—, pero deberíamos parar.

—¿Parar? ¿Por qué? ¿No lo estamos pasando bien?

—Sí, muy bien. Pero ¿no te das cuenta de que nos pasamos la vida subiendo y bajando? Ahora euforia, mañana resaca. Y, la verdad, si descansáramos unos días, pienso que disfrutaríamos más de las cosas. Hemos estado ya en todos los establecimientos de Aelia, hemos probado todos los vinos, ¿no empiezas a estar un poco hastiado?

—¿Eh? ¿Hastiado? ¡Anda! ¿Te estás haciendo un viejo? En Antioquía aguantabas más. ¿Qué te sucede?

—No lo sé —respondí, aun sabiendo que se reiría de mí—. Sinceramente, no pienso que la vida sea sólo esto; comer, beber y morir mañana...

—¡Bah! ¡Siempre igual! —se enojó—. ¡Sigues obsesionado con la muerte! Ahora me doy cuenta de que esos cristianos te han perjudicado mucho más de lo que yo pensaba.

¿Cuándo vas a sacarte esas estúpidas preguntas? ¿No ves que no conducen a parte alguna? ¡Vamos, disfruta! La vida es maravillosa.

«Sí, maravillosa —pensaba yo—, porque ahora no tenemos ningún sufrimiento que nos atenaza; pero ya llegará.» Era inútil discutir con Elintos acerca de esas cosas, así que decidí dejar el tema y, al menos ese día, seguir divirtiéndome.

Habíamos quedado allí mismo con Trivia para más tarde, puesto que durante la mañana despachaba baratijas en un tenderete del mercado y no podría acercarse hasta después de cerrar. Ella se comprometió a llevar consigo a una amiga para que Elintos no se encontrara solo. Pero mi amigo no estaba muy convencido de que la desconocida pudiera llegar a gustarle. Por eso no hacía nada más que decir con mucho retintín:

—Veremos cómo es esa amiguita. ¡Te aseguro que si no me gusta me voy!

Las vi venir por el final del callejón y no pude aguantarme la risa. La amiga de Trivia era pelirroja, tanto como Elintos o incluso más. Su cabellera parecía una llamarada, resaltando a lo lejos contra las oscuras piedras, suelta al viento y agitándose pues venían casi corriendo. Por lo demás, la muchacha era guapa y de buen tipo, ideal para acompañar a Elintos, aunque éste estuvo un poco huraño al principio, para no reconocer que al final el plan había resultado.

Y Trivia, como de costumbre, llegó muy llamativa: con una larga trenza enrollada con cintas de colores y grandes aros de oro pendiendo de los lóbulos de sus orejas, escotada al máximo y con la cintura demasiado ceñida. Presentó a su amiga, que se llamaba Laris, y ambas se sentaron a la mesa.

En torno a la hora sexta, reinaba ya una gran calma en las calles. Hacía calor y sólo pasaba algún borracho dispuesto a terminar de destrozar el salario de la semana, o pandillas de niños de camino a los campos. La muchacha de la parrilla se había sentado en el umbral de la puerta de la taberna y cabeceaba somnolienta. Hablábamos de una cosa y otra, como si el paso de las horas no fuera con nosotros, y las risas de las dos muchachas rompían de vez en cuando la suave quietud del momento.

De repente, el rostro de Elintos cambió frente a mí cuando vio algo a mi espalda.

—¡Oh, no! —exclamó— ¡Ya están ésos ahí!

—¿Quiénes? —pregunté sin mirar.

—Los cristianos —respondió con desdén—. Es su hora. Cada viernes pasan por aquí

siguiendo el recorrido que ese Jesús hizo antes de ser crucificado. Me volví para verlos y se me heló la sangre. Por el final de la calle venían el grupo de peregrinos que acompañé hasta Jerusalén. Al frente iban el maestro Orígenes y el obispo Gordio, y detrás Ambrosio con gran parte de los cristianos que conocía del viaje.

—¡Deberían prohibírselo! —protestó enojado Elintos—. Pero pagan un estipendio y el procónsul les permite esto.

Yo no sabía si levantarme y escapar de allí, hacerme el desentendido o acercarme y saludarlos como si tal cosa. Finalmente, la indecisión me paralizó y fueron ellos los que me vieron y se acercaron.

—Pero, Félix, ¿dónde te has metido toda la semana? —preguntó Orígenes—. Hemos estado muy preocupados.

—Bueno... tuve que solucionar unos asuntos —balbucí.

Miré a Elintos sin poder ocultar mi azoramiento. Sus ojos me traspasaban. Hubo un momento de extraño y espeso silencio. Suplicaba a la tierra que me tragara en aquel instante. Y, para colmo, la pelirroja dijo con su voz chillona:

—¡Anda, Félix, resulta que eres cristiano!

Di un respingo y me puse de pie.

—Orígenes, ¿podemos hablar un momento aparte? —Le pedí al maestro.

—Sí, ¿cómo no? ¡Seguid vosotros! —les mandó a los demás.

Los peregrinos siguieron por la calle, volviéndose extrañados de vez en cuando, y Orígenes y yo nos fuimos por un callejón paralelo que partía junto a la muralla, casi desde la misma taberna. Salimos por una de las puertas secundarias, anduvimos un poco por un descampado, junto a la ladera que descendía hasta donde comenzaba el valle de la Gehenna que era una gran necrópolis.

—Félix, Félix, ¿qué te ha sucedido? —me preguntó el maestro cuando nos detuvimos junto a unas rocas.

Me fijé en él y sentí lástima. Estaba frente a mí, mirándome desde su estatura muy inferior a la mía; su túnica era raída y descolorida, jadeaba por el esfuerzo del camino y parecía caído de un lado; en su frente amplia y en su calva brotaban gotitas de sudor. Volví

a preguntarme cómo era posible que los dioses hubieran concedido un cuerpo tan menudo a un espíritu tan grande como el suyo.

Me venían a la cabeza montones de ideas; todo lo que quería decirle en un momento: mi rabia y mi impotencia ante el desengaño que había sufrido y mi deseo de no volver a saber nada de los cristianos. Finalmente, abrí la boca y solté un torrente de frases inconexas, mezcla de lo que Elintos me había dicho, lo que había leído en el Discurso de la verdad de Celso y lo que yo mismo pensaba.

Me escuchó con atención. Primero pareció desconcertado, pero después me miró con dulzura e incluso esbozó una sonrisa.

—¡Bah! Son calumnias —dijo—. Veo que todavía se le siguen levantando a Jesús falsos testimonios, y mientras exista la maldad entre los hombres no habrá momento en que no se le acuse.

—¿No decís que es el mismo Dios? ¿Por qué calla y se aguanta entonces?

—Nuestro Señor y Salvador Jesucristo calló cuando se le levantaban falsos testimonios y nada respondió cuando era acusado, pues estaba persuadido que su vida entera y cuanto hiciera entre los hombres era más fuerte que toda palabra para refutar el falso testimonio, más eficaz que todo discurso para defenderse de las acusaciones. Y, por lo que a él atañe, también ahora calla y no responde con su voz; pero es defendido por la vida de sus genuinos discípulos, que es el más fuerte clamor, más poderoso que todo falso testimonio para refutar y echar por tierra las calumnias y acusaciones.

—La gente dice que sois un atajo de tontos, necios, ignorantes e incultos —añadí, aun sabiendo que le dañaría.

—Ah, ¿eso piensa la gente? —respondió sin perder su firmeza—. ¿Y tú? ¿Qué piensas tú que has estado entre nosotros? ¿Qué mal te hemos hecho? ¿A qué te hemos obligado?

Bajé la cabeza. Dije:

—No os defendéis. ¿Es que no tenéis argumentos?

—Tú, Félix —prosiguió—, eres un hombre culto. ¿No recuerdas lo que le sucedió a Sócrates? Jenofonte cuenta en su Apología de Sócrates que, viéndolo su amigo Hermógenes cómo hablaba de todo menos del juicio que le esperaba, le dijo que pensara en su defensa. A lo que contestó Sócrates: «¿No te parece que he estado toda mi vida estudiando mi defensa?» «¿Cómo?», insistió Hermógenes. «Porque jamás en mi vida he cometido acción injusta, y ésta me parece ser mi mejor defensa...», contestó él. Los atenienses, sin embargo, le condenaron a muerte, aunque era un anciano ya, con lo que le quitaron unos años de vida y le dieron la inmortalidad.

Yo recordaba perfectamente aquel pasaje, y entendí rápidamente lo que Orígenes quería decirme al citarlo. Supe entonces que no se defendería con largos y complicados argumentos. Me miraba fijamente, como queriendo encontrarse con mi espíritu.

—Crees en Él, Félix, lo leo en tus ojos —añadió—. Pude verte vibrar emocionado en el Monte Tabor cuando la luz entraba en tu alma para iluminarla. ¿Qué te pasa pues? ¿A qué temes? ¿Qué te ha sucedido? Sinceramente, no creo que ese libro lleno de calumnias haya podido causarte ese efecto.

—Tienes razón al decir que Jesús me impresionó. Ciertamente, para mí fue algo distinto a todo lo que hasta ahora había aprendido acerca de los dioses. Sus palabras, sus hechos... Todo él es diferente.

—¿Entonces?

—Tengo dudas, muchas dudas. Estuve allí, ¿sabes?, en el sepulcro que se encuentra dentro del templo de Júpiter Serapis, donde decís que resucitó el Nazareno. Participé en un sacrificio ritual al Dius Pater y pude entrar en la cueva...

—¡Oh, Dios! —exclamó—. ¿Qué viste allí?

—Estaba vacío —proseguí—. No sentí nada especial. Era sólo eso, nada más que un sepulcro vacío.

—¿Y qué pensabas encontrar? ¿Creías que por entrar en esa cueva verías a Jesús?

—Pensé que si ahí tuvo lugar ese acontecimiento grandioso... No sé... Que los ángeles u otros seres celestiales lo custodiarían. Pero, ya ves, parece ser que a vuestro Dios no le interesa proteger el lugar donde resucitó a su Hijo, puesto que consiente que los paganos tengan en él un templo dedicado a un ídolo. ¡Qué ironía! Eso dice muy poco a favor de vuestro Dios. Allí hay constantemente sacerdotes del culto a los dioses que llamáis paganos, ¿por qué ellos no han visto a esos ángeles ni a vuestro Dios?

—Sólo quien tenga el corazón puro, y como tal se muestre digno de mirar, verá a Dios

—respondió con voz serena—. Aun cuando esté sucio, en el mismo lugar, quien es puro de corazón y quien todavía está sucio, el lugar como tal no podrá ni perjudicarles ni aprovecharles, pues el puro de corazón verá a Dios, y quien no lo es no verá lo que otros avistan. Aquello que viste es sólo un sitio en la tierra, digno de respeto para nosotros, pero sólo eso. Tú mismo lo has dicho: un sepulcro vacío; la prueba evidente de que Él no está

ahí. Pero eso no quita ni pone nada a nuestra fe. Los ojos de la carne no pueden ver el misterio, pues está velado, y sólo los ojos de un corazón puro pueden acercarse a él.

—¿Quieres decir con eso que sólo vosotros sois lo suficientemente puros para poder ver a Dios? ¿No es eso una gran soberbia?

—Oh, no, no... No me has comprendido. También yo, aun cuando pueda haber vencido al demonio, rechazando los pensamientos malvados que él me sugiere o, si se me insinúa dentro, acabando con ellos para impedirles hacer daño; aun cuando haya podido «pisar la cabeza de la serpiente», ese mismo hecho, sin embargo, me ensucia, porque he tenido contacto con aquel que es inmundicia e impureza; y aun cuando esté

contento de haberlo podido vencer, estoy impuro y sucio por haber tocado al ser impuro, tengo necesidad de purificación. Por eso precisamente dice la Escritura: «Ninguno está

limpio de mancha», todos tenemos necesidad de purificación, mejor dicho, de muchas purificaciones. Y muchas purificaciones de diverso tipo nos esperan; pero éstas son cosas misteriosas e inefables...

—Pues entonces, si ni siquiera vosotros que decís haberlo encontrado podéis verlo,

¿quién puede ver a ese Dios? ¿Qué es capaz de purificaros? ¿Cómo se alcanza ese estado? ¿Quién puede hallar ese estado de paz?

—¡Oh, cómo podría explicártelo! —se lamentó.

La luz de la hora sexta se derramaba sobre la ciudad, haciendo doradas sus piedras. La visión era hermosa. Él se volvió para mirarla y ambos permanecimos en silencio un momento. Después dijo:

—Mira Jerusalén. Ya te dije repetidamente que significa «visión de paz». Sin embargo,

¿habrá paz alguna vez aquí? Es en nuestro corazón donde debe estar edificada Jerusalén, es decir, si está fundada la visión de paz en nuestro corazón, también vemos y servimos siempre en el corazón de Cristo, que es nuestra paz; si estamos tan fijos y estables en esta visión de paz, que ningún pensamiento malo ni sugestión de pecado alguno sube nunca a nuestro corazón, podremos decir que estamos en Jerusalén. No obstante, aun cuando saquemos gran provecho cultivándonos con sumo cuidado, no creo, sin embargo, que nadie pueda alcanzar un grado de pureza de corazón tal que no esté manchado por algún pensamiento adverso... Pero Dios, con su gran poder, es capaz de alcanzarnos la verdadera paz.

Al oírle decir estas cosas volví a removerme por dentro. Pero era un sentimiento contradictorio.

—Desengáñate, querido Félix—prosiguió—. Darás mil vueltas por este mundo y no encontrarás esa paz. Vivirás en desasosiego, como todo el mundo pagano, donde reina la soledad entre los placeres, entre amantes, entre amigos, entre todos los hombres. Y cada vez que afrontes la muerte verás sólo el vacío de su frío, oscuro e insondable misterio.

—¿Es que acaso vosotros no moriréis? —repliqué—. ¡Los cristianos moriréis como todo el mundo!

—Dios no nos eximirá de morir, puesto que ha inscrito a la muerte en su plan creador. Pero el cristiano conoce esa muerte tan misteriosa, desconocida hasta que no se ha pasado por su experiencia, porque conoce a Cristo en el que la muerte ha encontrado su verdad.

—¡Un momento! ¿Crees que yo no conozco la muerte? He sufrido la pérdida de seres muy queridos y he estado en la guerra... Cientos de hombres han muerto ante mis ojos.

—La has visto con los ojos de carne, Félix; y crees que la conoces porque has asistido a la muerte de otros. Pero con tus ojos de carne no puedes descifrar el sentido divino de la muerte. Se puede tener cogido de la mano a alguien que camina hacia ella, pero no se acompaña a nadie en la muerte. Sin embargo, nosotros morimos compartiendo realmente la muerte de Cristo, porque estamos seguros de que resucitaremos con él.

—¡Bah! ¿Le habéis visto acaso? ¿Has visto tú a ese Jesús resucitado? Si me lo dijeras te creería; pero ni siquiera vosotros que creéis tanto en él lo habéis visto. Sólo tenéis ese sepulcro vacío y el testimonio de unos hombres muertos hace doscientos años.

—Eso yo no podría explicártelo ahora; y aunque lo hiciera no me comprenderías. Sería necesario que te unieras a nosotros y fueras iniciado a través del bautismo.

—Lo siento, Orígenes. Ahora no me encuentro con ánimos para iniciarme. Primero he de poner en claro mi vida. Pronto regresaré a Roma y no sé lo que el destino me tiene reservado. Pero, si te sirve de algo, no quiero despedirme de ti sin que sepas que estoy muy agradecido a cuanto aprendí de vosotros en el viaje a lo largo de Palestina. Al menos, algo de luz entró en mi alma en un momento de gran oscuridad.

—Me alegro de ello, aunque era una luz provisional. Dios quiera que un día encuentres la luz perpetua. Regresemos ahora, pues, cada uno con lo suyo.

Nos encaminamos silenciosos hacia la muralla. La tarde empezaba a extenderse. Alcé

mis ojos y vi la ciudad asomándose. Los templos destacaban contra el cielo azul todavía. Orígenes me tocó el brazo y dijo:

—No olvides nunca una cosa, Félix: detrás de todo lo que existe hay un sentido. Nada es porque sí y mucho menos el capricho de algún dios. No dejes de buscar, pues el mismo Jesús prometió que quien busca halla.

—Así lo haré, te lo prometo.

Allí mismo nos despedimos y nos separamos, él para ir junto a los fieles cristianos y yo con mis amigos. Después intenté seguir como si tal cosa, bebiendo y tratando de divertirme, pero ni el vino ni Trivia consiguieron que dejara de estar como ausente. A principios del verano, llegó la contestación a mi carta desde Roma. Se me ordenaba que me presentara en la capital lo antes posible y se me enviaba una asignación monetaria para cubrir gastos. En el primer barco que partía desde Cesarea, Racilio me consiguió una plaza y por fin me vi en la cubierta, dejando atrás la costa de Palestina. El tiempo era apacible y el trirreme surcaba el mar en calma a golpe de remo. El cielo azul del Mediterráneo palidecía en la costa que se hacía lejana lentamente, mientras que el interminable canturreo de los remeros dirigía el ritmo de las paladas. Se hizo de noche cuando aún se veía la tierra. Luego, desapareció todo menos las estrellas bajas en medio de la negrura y el gran faro, que permaneció, con vigorosa luz anaranjada, misteriosamente suspendido en el horizonte.

Acodado en la barandilla de popa, contemplando cómo se hacía pequeña aquella lumbrera, recordé las palabras de Plotino: «... lo que arde es la luz del Uno, pero a medida que te alejas crece la oscuridad, lejana y fría».

6

Desembarqué en Ostia vestido con la indumentaria militar que me proporcionó el procónsul de Cesarea: dalmática guerrera de cuero claveteada con tachones de bronce, lacerna corta sobre el hombro, grebas de mallas tejidas con correas y un casco adornado con una anticuada cresta de cola de caballo. Todo ello era bien diferente de lo que se estilaba por entonces entre los pretorianos de la Urbe, pero no desentonaba con las armaduras y los distintivos de los soldados y oficiales que me acompañaban, cuyo aspecto de miembros de las tropas orientales saltaba a la vista. Por otra parte, en mi equipaje no llevaba otra cosa que una coloreada túnica siria y un sayo con ribetes demasiado llamativos. En Bostra o en Judea todo ello podía resultar normal, pero prefería identificarme con mis orígenes y optar por una vestimenta más clásica y austera, como la que solía caracterizar a los habitantes de las provincias más occidentales del Imperio. Por eso, ya que tendría que presentarme en breve ante la curia, lo primero que hice al cruzar las puertas de Roma fue dirigirme hacia una de las buenas sastrerías que se encontraban en las proximidades de la vía Nova, entre el Aventino y el Celio.

En el bullicio de las calles me topé de repente con la realidad de Roma: todas las razas y todos los lugares del Imperio estaban allí, envueltos en sus peculiaridades, en una multiforme masa en la que abundaban las coloridas prendas orientales, las sedas, los tejidos meridionales, los blancos linos de Egipto, las verdes clámides de Asia Menor e incluso los postizos y tocados persas. No voy a negar que se veían algunas togas, pero las más de ellas histriónicas, con profusión de pliegues artificiales y en tonos diferentes al inmaculado blanco de lana de los tiempos de mi abuelo Quirino.

El sastre estaba ocupado, de manera que tuve que aguardar un largo rato sentado en un banco del gran atrio de una antigua casa señorial convertida en taller, cuyas estancias estaban aprovechadas al máximo por decenas de costureros, trenzadores y planchadores que hacían su trabajo sin dejar de parlotear, canturrear o silbar, mientras otros esclavos iban y venían a los estantes que ocupaban hasta el último rincón de las lujosas paredes, abarrotados de rollos de tejidos que tapaban las bellas pinturas. Sobre el barboteo de los operarios y los ruidos de la calle que entraban por las ventanas abiertas, sobresalía la voz chillona del jefe del establecimiento, que posiblemente era el dueño, y que despachaba en un amplio salón separado del atrio por un biombo de tela. Al prestar atención a su acento, me di cuenta de que ni siquiera él era genuina-mente romano, sino liberto tal vez, originario de cualquier parte de Asia. Supe que había llegado mi turno cuando pasó por delante de mí para acompañar a dos historiadas matronas hasta la puerta, haciéndoles bromas y cumplidos con la solicitud de un buen comerciante. Después regresó al medio del atrio y dio algunas órdenes a sus subalternos, tras lo cual se detuvo un momento, suspiró y se fijó en mi presencia. Alto, delgado, extremadamente amanerado, con un ondulado y abrillantado cabello largo hasta los hombros, vestido de color azul cielo, con plateadas estrellas bordadas hasta los pies en la túnica; me pareció la persona menos indicada para aconsejarme sobre mis ropas en aquel momento, y maldije en mi interior al legionario que me recomendó esa sastrería y no otra.

El sastre sonrió y, como si me conociera de toda la vida, dijo con naturalidad:

—¡Uf! ¡Esto del Milenio nos trae locos! Los fastos están ya encima y todo el mundo quiere estrenar... ¿Tú no vendrás con prisa verdad?

No sé la cara que puse, pero chocó las palmas y añadió con resolución:

—Bueno, vamos adentro. ¿De qué se trata? Ya veo que eres militar. ¿Ropa de fiesta?

¿De calle?

—Quiero vestirme con prendas de buena calidad, pero que sea algo discreto.

—¿Discreto? ¿Solemne quieres decir? —preguntó, enarcando las cejas.

—He de acudir a la curia en breve —respondí.

—¡Ah, comprendo! —exclamó—. La toga, la toga romana...

—Lo más clásica posible —me apresuré a sugerir.

—Bien, bien, como desees —dijo mientras iba hacia uno de los armarios—. ¿Eres hispano? ¿Tarraconense tal vez?

Paseé la mirada por la lujosa estancia. Sobre el fondo ocre de las paredes resaltaban pinturas representando elegantes caballeros y damas, vestidos con ampulosos ropajes de vivos colores, entre fuentes, jardines, animales y sofisticados elementos arquitectónicos. La luz entraba por un amplio ventanal abierto de par en par a la bulliciosa calle. La pregunta del sastre seguía en el aire.

—Soy lusitano —respondí distraído—, de Emérita.

—¡Oh, qué maravilla! —exclamó—. No conozco tu provincia, pero me han hablado de ella. Dicen que es bella y extensa en sus bosques hasta donde termina el mundo. Dijo aquello con fingida emoción, siguiendo los dictados de su oficio, que le pedían complacer a la clientela, fuera de donde fuera, regalando sus oídos. Pero yo sentí como una sacudida de emoción; se avivó el recuerdo en mi mente y me vinieron imágenes de mi tierra, como si acudiera en ese momento desde la bastedad del mundo. Retornaron a mí las calzadas, abriéndose camino entre brezos, encinas y alcornoques, los dilatados cauces de los ríos, los puentes, las oscuras montañas y los valles cubiertos de mieses; la blancura de los edificios de Emérita entre los pardos campos, los reflejos plateados del Anas, las garcetas retornando al atardecer y los verdes viñedos de las vegas repletos de racimos al final del verano. Incluso eché de menos el ambiente provinciano de mi ciudad, sus fiestas, el circo y los ritos de sus dioses. Salí de Emérita con dieciocho años y ahora iba a cumplir veintiséis. Ocho años son pocos en toda una vida, pero a quien se ha sentido madurar en ese tiempo le puede parecer una eternidad. Eso me sucedía a mí. Una vida había pasado. Me preguntaba qué esperaba encontrar en Roma. ¿Qué podía darme ahora la Urbe? ¿No era quizás el momento de regresar a Hispania?

—¡Señor! ¡Eh, señor! —me sacó de mi cavilación el sastre—. ¿Ha sido un largo viaje?

Estás cansado y distraído. Deberías acudir a las termas.

Extendió sobre la mesa una suave toga confeccionada ya. Pasé la mano por el tejido y me pareció adecuado.

—La quiero así—dije—; pura, sin adornos.

—Bien. Si te sirve, me la pagas y es tuya. Pero, si quieres una túnica, tendré que tomarte medidas y tendrás que esperar al menos una semana.

Dejé mi dalmática guerrera en un perchero y, mientras él me tomaba las medidas, le pregunté:

—¿Eso del «Milenio» en qué consiste?

—Se trata de una fiesta grandiosa con motivo del cumplimiento de los mil años desde la fundación de Roma.

—Sí, sí. Eso ya lo sé. Pero ¿qué hay previsto? ¿En qué consisten los festejos?

—Habrá de todo, amigo —dijo interrumpiendo su tarea para gesticular—. Sobre todo juegos en el circo y en el anfiteatro, representaciones teatrales, procesiones y desfiles; grandes desfiles para conmemorar las victorias del emperador sobre los carpos y los persas.

—¿Sobre los persas? —exclamé sobresaltado.

—¡Claro, señor! ¿Por qué te sorprendes?

—Bueno —observé—. Lo de los persas no puede decirse que sea una victoria. Digamos que, más bien, se trata de un pacto. Los embajadores del emperador consiguieron la paz con sus gestiones en la corte de Sapor.

—Pero... ¿qué dices, señor? —respondió extrañado—. ¡En las provincias no os enteráis de nada! Todo el mundo sabe que, en Nísibis, Filipo derrotó a los persas. En los desfiles militares se exhibían los trofeos de la victoria.

Era inútil seguir la discusión. Aquel hombre no sabía quién era yo y, desde luego, no tenía intenciones de revelar que estaba tomándole medidas al embajador del emperador ante el rey de los persas. Al fin y al cabo, era lo que siempre me había temido: que Filipo se había presentado en Roma alardeando de su victoria en Mesopotamia, mientras yo me jugaba la vida en el oscuro mundo de las intrigas de Ctesifonte. Pero eso ahora me daba igual. Lo importante para mí era saber cómo estaría Filipo dispuesto a recompensar los peligros que yo había arrostrado por ser fiel a la misión que me encomendó. En todo caso, sabía que el Árabe era agradecido; al menos eso era lo que me había demostrado en la campaña de Oriente. Además, si me había llamado a Roma urgentemente debía de ser porque había pensado en alguna misión importante para mí. Pero eso no podría saberlo hasta pasadas algunas semanas, cuando el emperador regresara de Mesia. Mientras tanto, estaba en la Capital. ¿Qué mejor cosa podía hacer que divertirme? Tenía dinero, y el ambiente de euforia y de fiesta empezaba a correr como un fuego por toda la ciudad.

—Hazme caso, señor, ve a las termas —añadió con cierta exasperación, aguardando mi respuesta acerca de los tejidos que había extendido sobre la mesa—. Tu mirada perdida y tu mente ausente son las de un hombre que ha dormido poco últimamente. Ve a relajarte. Que te den un buen masaje y el vapor suelte la tensión de tus músculos. Y

después duerme. Ése es mi consejo. Un hombre apuesto y distinguido como tú puede ser muy feliz en Roma durante estos días, una vez que esté descansado.

—Oh, perdona —dije volviendo en mí—. Esa tela gris azulada creo que irá bien para la túnica.

—Hummm... Sigues empeñado en los tonos serios —objetó con disgusto—. Lástima. En Roma está de moda el Oriente, ¿sabes? Y Oriente es brillo, color y misterio.

—Sí, sí, ya lo sé. Pero ahora prefiero otra cosa.

Puse una moneda de plata en su mano y le rogué que tuviera terminada la túnica lo más pronto posible.

—Antes de la llegada del emperador la tendrás terminada —aseguró.

—¿Dónde están las termas más próximas? —le pregunté antes de salir.

—¡Oh, señor! Las mejores están justo ahí al lado; al final de la vía Nova. Se trata de las termas de Caracalla. Allí podrás encontrar los mejores servicios. Además sus tonsores son los más afamados.

Crucé de nuevo las angostas y tortuosas calles que me condujeron hasta la amplia vía trazada por Caracalla hacía treinta años, en el valle entre el Aventino y el Celio, en línea paralela a la vía Apia, para comunicar sus nuevas termas. Era la caída de la tarde y una envolvente luz hacía más hospitalarias las piedras de los edificios. Todo parecía dulce y espeso; sería por el cansancio que se acumulaba en mi cuerpo.

Pagué la entrada más cara, pues deseaba aprovechar al máximo los servicios que ofrecía; no tenía prisa alguna. Me dejé llevar por dos esclavos del tepidarium, donde sudé y me frotaron en seco el polvo que me traje desde Cesarea. Fue maravilloso estirarse y distender los músculos en el caldarium, evolucionando en suaves movimientos y flotando en el agua caliente del gran pilón de bronce que ocupaba el centro de la vaporosa y cálida sala, sobre el más moderno hipocausto. Era verdad, ninguno de los baños podía rivalizar con las termas Antoninas o de Caracalla. ¡Qué lugar tan espléndido! Además de los servicios comunes de baños de agua caliente, fría, de vapor, había salas para unciones de aceite y habitaciones privadas para que los esclavos dieran masajes a sus amos. Sus paredes, recubiertas de mármol y estucos, le daban un aire de elegancia y sosiego inigualables. Tenía amplios salones para conversar y una gran biblioteca. Los suelos eran de mosaico, las bóvedas artesonadas y en las paredes se abrían multitud de hornacinas con magníficas figuras heroicas.

El agua del frigidarium, extenso como un lago, era clara y fría. Me sumergí varias veces y sentí cómo el cuerpo se compactaba y abandonaba la flacidez; todo un placer, al sentir volver cada nervio y cada músculo a su sitio. Terminado el baño, fui frotado y ungido con aceites deliciosamente perfumados con rosa, azafrán, mirto, ciprés e ingredientes orientales. Mientras tanto, un esclavo puso en mi mano una copa de dulce y aromático vino de Siracusa y me acercó un plato de almendras fritas en miel. Al saborear el perfume del nardium oleum, hecho de nardos indios, mi mente voló hacia Persia. Tendido, envuelto en una suave toalla, me adormecí entre los recuerdos de Oriente, oyendo el débil tintineo de un sistro que acompañaba a un canto melifluo desde algún jardín próximo. Esa misma tarde me instalé en una fonda confortable del centro, próxima a las termas de Caracalla. Lo primero que hice, una vez que hube recogido mi nueva túnica, fue acercarme a la curia y presentarme. Me atendió un viejo funcionario llamado Licinio, que leyó mis credenciales y me miró de arriba abajo con cierto escepticismo en su semblante. Después, con frialdad, dijo:

—Tendrás que esperar.

—¿Esperar? ¿Esperar a qué?

—A que el emperador Filipo regrese a Roma.

—¿Eh? Entonces, ¿para qué me enviaron esa carta con tanta prisa?

—Bueno, bueno; no te pongas así. Se han enviado decenas de cartas como ésa. Hay muchos otros que están en tu situación. Todo se está reformando, ¿comprendes? Pero no te apures, ya te llegará tu momento.

Salí de allí desanimado. No me quedaba mucho dinero y nadie podía decirme cuánto iba a tardar en regresar el emperador. Era inevitable sentirse confuso, pues no era fácil la vida en Roma sin una seguridad. Eso yo lo sabía bien.

7

Acudía cada mañana a la curia con la esperanza de que alguien me indicara dónde debía ubicarme en Roma, y tardé poco en darme cuenta del caos que reinaba en la administración. Los viejos funcionarios, que eran quienes conocían los entresijos de la amplísima burocracia romana, no se atrevían a tomar ninguna determinación, por temor a dar un paso en falso que pudiera resultarles comprometido. Nadie se arriesgaba. Y por todas partes pululaban advenedizos, ascendidos a los altos cargos por el simple hecho de ser parientes o amigos de los miembros del partido de Filipo. Cuando intentaba que alguien solucionara mi problema o que al menos me orientase, los unos me remitían a los otros y los otros a los unos. Todo el mundo me daba largas en el Palatino. Pasaban los días y empezaba a estar harto de aquella situación.