Roque Dalton

Nadie tan latinoamericano como Roque Dalton y nadie tan multitudinario. En vez de células, su cuerpo contenía a todas las muchedumbres de América Hispana, a los de a pie, a los hacelotodo. Por sus poros respiraban los bosques, las lianas, las montañas de su patria. En sus huesos, la médula era verde y en su linfa húmeda germinaban la yerbabuena y la santamaría. Muchacho flaco, ojeroso, sonámbulo, se comía las uñas y odiaba las inyecciones de vitamina B. Como San Tarcisio, estaba destinado a ser lapidado. San Tarcisio fue de los cristianos primitivos, de los escondidos en las catacumbas durante el imperio romano; a Roque lo patearon en las cárceles clandestinas, y las únicas hostias que se le metieron al corazón fueron los trozos de pan que él quiso repartir y le devolvieron como pedradas, las hostias de su martirologio, que de blancas pasaron a rojas, roja sangre de Cristo, el mismo Cristo en el que creyó de niño cuando lo llevaron como nos llevan a todos a hincarnos frente al altar.

Dice Roque que Juana de Arco era una tonta, pero él, Roque desvelado y santísimo Roque de San Salvador, encaramado en su nicho, la espada flamígera cercenadora de porcinas cabezas burguesas, Roque también fue tonto. Tonto, tontito Roquito, tonto, cien veces tonto, tú mismo lo dijiste, somos, somos antiguos panes vanidosos, tontito Roque, por crédulo, por cándido, por hacerte las ilusiones, por creer que el Partido-Dios salva a los hombres, por caminar confiado, audaz, simpatiquísimo, extraordinariamente creador y original, rudimentario a ratos y siempre desenfadado, creyente y culpable a la manera de José Revueltas:

A mí me expulsaron del Partido Comunista

mucho antes de que me excomulgaran

de la Iglesia Católica.

 

Eso no es nada:

a mí me excomulgaron en la Iglesia Católica

después que me expulsaron del Partido Comunista.

 

¡Puah!

A mí me expulsaron del Partido Comunista

porque me excomulgaron en la Iglesia Católica.[1]

Cuenta Roque que no siempre fue tan feo, con su fractura en la nariz y su pedrada en el ojo; su quijada rota y sus huesos demás. «Está uno y su cara, uno y su cara/ de santón farsante»[2]. Su madre, enfermera, ganaba muy buen dinero (en la medida en que las enfermeras pueden ganar muy buen dinero), de suerte que a Roque no le faltaba nada. Al contrario, la sirvienta salía tras de él con el vaso lleno en la mano:

—Roquito, Roque, tómate la leche.

El vaso seguía al niño berrinchudo.

—Roquito, tu leche, tu leche, por favor.

Cricrí hubiera podido ponerle música, como hizo con los que acusan a su niñera:

Ay mamá, mira esta María

siempre trae la leche muy fría.

 

Roque habría de escribir:

Se llamaba María y era amiga de Dios

Sin embargo recuérdola mejor por sus pechos

hiriendo mi mejilla en los amaneceres

tibios de los domingos.[3]

Recordaba a su madre, que murió a principios de este año.

 

Roquito hacía reír hasta a las piedras, como lo escribió Eduardo Galeano. Hacía reír porque rompía los lugares comunes. Nadie menos solemne que Roque Dalton, nadie más capaz de hacer reír hasta las horas negras, más dispuesto a aventarse apecho abierto contra el peligro, nadie más accidentado. «Vengan, ya llegó Roque», en la escuela Roque era el ombligo del recreo, Roque el corazón de la manzana, Roque la mirada en el centro. También en la universidad era el líder. Violento, purificador, Roque los echaba a andar, los expulsaba del tiempo, los sacaba de su envoltura humana, los aventaba al amor, a la profunda noche amorosa, a la poesía de todos, la que se dice en la calle, la que se canta, la de los trovadores.

Siempre dijo que era un pobrecito poeta, un niño perdido, pobre como el verano, como una gran maleta más, así como Jorge Portilla, el filosófo mexicano, cantaba: «Soy un pobre venadito perdido en la serranía» y todos teníamos la sensación de que se refería a sí mismo. Roque pobreaba también a El Salvador, su país encarcelado y encarcelador, su país penitenciario que lo envió a la Penitenciaría Central en octubre de 1960, y de allí a una miserable sucesión de prisiones y de palizas, su país que lo sacó al exilio, lejos del mundo, lejos del orden natural de las palabras, su país al que le escribió una carta de amor y de odio y otra y otra más:

Patria dispersa, caes

como una pastilla de veneno en mis horas.[4]

País mío no existes

sólo eres una mala silueta mía

una palabra que le creí al enemigo.[5]

(Quiero decir: por expatriado yo

tú eres ex-patria).[6]

¿A quién no tienes harto con tu diminutez?[7]

Su padre, Winnal Dalton, apuntó: «Ponga usted a una honorable familia inglesa a vivir dos años en El Salvador y tendrá cuervos ingleses para sacar los ojos a quienquiera»[8].

Y Roque, su sucesor, confirmó:

Supongo que (El Salvador) no existe sino en mi borrachera,

pues en Inglaterra nadie sabe de él.[9]

Y:

Todo es posible en un país como éste

que entre otras cosas, tiene el nombre más

risible del mundo:

cualquiera diría que se trata de un hospital o

de un remolcador.[10]

Insistía Roque:

El presidente de mi país

se llama hoy por hoy Coronel Fidel Sánchez Hernández

Pero el general Somoza, Presidente de Nicaragua,

también es Presidente de mi país

Y el general Stroessner, Presidente del Paraguay,

es también un poquito Presidente de mi país,

aunque menos

que el Presidente de Honduras

Y el presidente de los Estados Unidos es más

Presidente de mi país

que el Presidente de mi país.[11]

«Deberían dar premios de resistencia por ser salvadoreño», dijo Roque, el que nunca va a descansar en paz, porque «qué cosa más jodida es descansar en paz», en Un libro levemente odioso.[12] Sufría de amor por El Salvador, se moría de frío por El Salvador y de rabia y de risa. De Roque todos hablan a risa abierta, como si no hubiera muerto, como si no lo hubieran matado en El Salvador el mes en que cumplía cuarenta años, mayo de 1975, los mismos guerrilleros empeñados en su misma lucha. De Roque, todos los que lo conocieron dicen que era un personaje a todo dar, y resulta fácil imaginarlo haciendo del entusiasmo y de la sinceridad un mérito literario.

Al leerlo surge continuamente la figura del Jacques Prevert, su gran vaso de pernod en la mano, sorbiéndolo frente a una diminuta mesa de café, mientras en las aceras pasan los escolares y los enamorados que más tarde dirán y cantarán sus versos entre el humo de los bares y los acordes de un piano; surge también la figura de Efraín Huerta, la de Renato Leduc, la de Enrique González Rojo, la de los poetas de demonios y maravillas, hallazgos y ocurrencias. Roque es un continuo manadero, un chorro de agua cuya llave nadie puede cerrar y en la noche gotea, tac, tac, tac, tac. Roque irritante por mal cerrado. De tanto oír de él, deduje que era como un muchacho enfebrecido, empeñado en el asalto al cielo, porque ninguna presión más grande que la que Roque ejerció sobre sí mismo. Lo leí con deleite hasta que tropecé con un poema cuesta arriba que dice: No olvides nunca/ que los menos fascistas/ de entre los fascistas/ también son/ fascistas,[13] y pensé: no puede ser, no Roque, eso no es verdad. El que tenga el mínimo de locura no es loco, el que tenga el mínimo de cáncer no es canceroso. Prefiero a López Velarde que confiesa, sin más su íntima tristeza reaccionaria.

Con mucho de lo que decía Roque puedo identificarme. Como él, me siento culpable y la culpabilidad nos tortura a todos los que en América Hispana nacimos pecadores, católicos de confesionario, persignados y educados en el pecado mortal por monjas y jesuitas, privilegiados en un mar de pobreza. Nosotros, quienes pasamos de las obras de caridad al partido político. No conocí a Roque pero sí lo conozco. Por ahí, regados entre las neuronas, están sus versos y su cuerpo despedazado diciéndolo todo, su cara marcada. Roque, quien acusó a la propiedad privada de privamos de todo y le pidió perdón a la poesía por hacerlo comprender que no estaba hecha sólo de palabras.[14] Roque y sus dos ojos confianzudos, Roque siempre desvelado, Roque incendiado e incendiario, Roque peligro público, Roque quien arriesgó la vida de los suyos, Roque quien pensaba que no hay nada mejor que dar la vida y en cierto modo tenía razón, porque ¿puede uno visualizar a Roque, encorvado, tomándose un tecito, canoso en una poltrona, él, quien prometió nunca llegar a viejo?


Cuenta Aída su mujer que una vez escaparon a la sierra entre las ramas y los tallos. Los soldados fueron a campo traviesa a sacarlos de su chocita. Roque iba esposado por delante, bajo la gran noche del mundo, al paso de cuatro fusiles. Aída detrás, custodiada. De vez en cuando el grito de Roque partía la oscuridad:

—Aída, ¿vas bien?


No conozco El Salvador y tampoco conocí a Roque. Pero muchos han hablado de él con verdadero júbilo, relatando sus pulgarciteadas, sus cárceles, las palizas, los ojos moros, las últimas mujeres que lo amaron convertidas ahora en ánimas del purgatorio. En el homenaje que se le rindió en mayo de 1983 en el Teatro de la Ciudad (México), donde se hace el festival de los poetas, Eraclio Zepeda contó cómo un terremoto había derrumbado las paredes de la cárcel y Roque pasó por encima de los escombros y quedó libre. El teatro entero tembló de risa. En México, muchos se quedaron con el hueco atroz de su ausencia: Carlos Jurado y otros muchachos universitarios que lo conocieron durante su exilio en 1963 y leyeron su libro de ese año, La ventana en el rostro. No conozco El Salvador, sé de él a través de Lorena, que cuenta que tiene unas playas de arenas negras y que en media hora se va de la playa a la cima volcánica de Izalco. Su país bien apretadito, su país que lleva en su cadera como dos cántaros a Guatemala y a Honduras, su país donde las tormentas empapan instantáneamente de verdor los mangos y los maquilishuats rosas, su país del que ha traído hamacas blancas en las que se entrelazan los ríos, su país que se recorre en cinco horas a lo largo y en dos a lo ancho; su país donde la guerrilla está allá lejos porque en San Salvador, por donde yo vivo no creas que se siente, su país arma mortal de doble filo en el que Roque gritó: Tómese una ametralladora de cualquier tipo/ luego de ocho años o más de creer en la justicia.[15] O: Uno tiene en las manos un pequeño país.[16] País mío vení, papaíto país a solas con tu sol.[17]

A Roque puedo verlo cabalgar, por la ancha llanura del continente hispanoamericano, cuya unión es sólo retórica. Hombres inquietantes como él, son hombres puente. Echan su propia voz que va de un lado al otro, y sus ideas son lazos que nos integran a pesar de estar tan bestialmente desintegrados. Porque la unidad hispanoamericana aún no existe y somos países que no nos importamos. Allí va Roque a quien le importa poco morir, a quien le importa mucho ver, y galopa con su corazón de plátano dorado de El Salvador a Nicaragua a Cuba a México a Honduras y repite como cuando era niño y aún no sabía del dolor de Centroamérica, tierra verde y sufrida:

Yo tenía un caballo

más hermoso y más ágil que la luz.

Una ola de sangre parecía piafando.

Una pequeña tempestad con ojos.

Una montaña indócil de bien labradas patas.

Un día nació muerto mi caballo

y los vientos huyeron de mi asombro y mi cara.[18]

No, los vientos no huyeron de su asombro y su cara. Roque Dalton asesinado a los cuarenta años fue siempre, hasta el último momento, un sorprendido, un cielo tomado por asalto, una risa interrumpida. Y de la cara de Centroamérica no huirá tampoco el viento, porque sabrá levantarse y en el último momento disparar contra el asesino.

 

Elena Poniatowska.

México, julio de 1988.

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