2001
25 de enero
Hoy cumple diecinueve años. En cuanto me desperté cogí el móvil y el bip bip de las teclas resonó por mi habitación. Le mandé un mensaje de felicitación al que no sé si responderá con un gracias, o si se partirá de risa al leerlo. Ya no podrá contenerse cuando lea la última frase que le he escrito: «Te amo y es lo único que cuenta».
4 de marzo
7,30
horas
Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que he escrito y no ha cambiado casi nada. Durante estos meses me he arrastrado, cargando sobre mis hombros mi inadaptación al mundo. Alrededor sólo veo mediocridad y hasta la idea de salir me pone mal. ¿Para ir adonde? ¿Con quién?
En tanto, mis sentimientos por Daniele han aumentado y ahora siento estallar el deseo de que sea mío.
No nos vemos desde la mañana en que me fui llorando de su casa y tan sólo ayer por la tarde una llamada suya ha roto la monotonía que me ha acompañado durante todo este tiempo. Espero que no haya cambiado, que todo en él haya permanecido igual a aquella mañana en que conocí al Desconocido.
Oír su voz me ha despertado de un largo y pesado sueño. Me ha preguntado cómo me iba la vida, qué había hecho en estos meses; luego, riendo, si me habían crecido las tetas y yo le he respondido que sí, aunque no es cierto. Para nada. Después de haber gastado las últimas palabras de circunstancias, le he dicho lo mismo que aquella mañana: que tenía ganas de hacerlo. En estos meses el deseo ha sido lacerante. Me he tocado hasta la exasperación, provocándome miles de orgasmos. El deseo se adueñaba de mí incluso durante las horas de clase, horas en las cuales, segura de que nadie me miraba, apoyaba mi Secreto en el soporte de hierro del pupitre y hacía una ligera presión con el cuerpo.
Extrañamente, ayer no me puso en ridículo, es más, se quedó en silencio mientras le confiaba mis ganas y dijo que no había nada de extraño, que era lógico que tuviera ciertos deseos:
—Es más —dijo—, como te conozco desde hace algún tiempo, puedo echarte una mano para que los cumplas.
He suspirado y sacudido la cabeza: —En ocho meses una chica puede cambiar y entender ciertas cosas que antes no entendía. Daniele, di más bien que no tienes ningún coño a tu disposición y que repentinamente —y «¡al fin!», he pensado—, te has acordado de mí —le espeté.
—¡Estás zumbada! Es mejor que corte, no tengo por qué hablar con gente como tú.
Espantada ante este nuevo portazo en la cara, me rebajé a exclamar un «No» implorante y luego: —Está bien, está bien. Perdóname. —Veo que sabes entrar en razón... te haré una propuesta —dijo.
La curiosidad por lo que iba decirme me incitó de manera infantil a hablar y él dijo que lo haría conmigo sólo si entre nosotros no había nada más, sólo una historia de sexo en la cual nos buscaríamos cuando tuviéramos ganas. Pensé que a la larga también hasta una historia de sexo puro y duro puede transformarse en vina historia de amor y afecto; aunque no se presente en los primeros tiempos, se presentará con la costumbre. Me doblegué a su voluntad con tal de complacer mis caprichos: seré su pequeña amante con fecha de caducidad; cuando se haya cansado de mí me mandará a paseo sin demasiados remordimientos. Vista desde este prisma, mi primera vez podría parecer un contrato a plazo fijo al que sólo le faltara el documento escrito que lo sellara y certificara, un contrato entre alguien muy astuto y otro excesivamente curioso y deseoso, que ha aceptado el arreglo agachando la cabeza y con el corazón a punto de estallar.
No pierdo las esperanzas de que todo salga bien, porque quiero conservar el recuerdo para siempre y lo quiero hermoso, resplandeciente y poético.
15,18
Siento el cuerpo destruido y pesado, increíblemente pesado. Es como si algo muy grande me hubiera caído encima y me hubiera aplastado. No me refiero al dolor físico, sino a un dolor distinto, interior. Dolor físico no he sentido, apenas algo cuando estaba encima...
Esta mañana he cogido la moto del garaje y he ido a su casa en el centro. Era temprano; media ciudad aún dormía y las calles estaban casi vacías. De vez en cuando, algún camionero tocaba la bocina con estrépito y me lanzaba un piropo y yo sonreía un poco porque pensaba que los demás percibirían mi alegría, que me vuelve más guapa y luminosa.
Cuando estuve a la puerta de su casa, miré el reloj y me di cuenta de que había llegado muy temprano, como siempre. Entonces me senté en la moto, abrí la cartera y cogí el libro de griego para repasar la lección que habría debido repetir en clase esta misma mañana (¡si mis profes supieran que me he escaqueado para irme a la cama con un chico!). Sin embargo, estaba ansiosa y hojeaba y volvía a hojear el libro sin leer una palabra; el corazón me latía desbocado y la sangre corría rapidísima en mis venas, debajo de la piel. Dejé el libro y me reflejé en el espejito de la moto. Pensé que mis gafas rosadas en forma de gota le encantarían y que el poncho negro sobre mis hombros lo dejaría sin habla. Sonreí mordiéndome el labio y me sentí orgullosa de mí misma. Sólo faltaban cinco minutos para las nueve, no sería un drama que le tocara el timbre con anticipación.
En cuanto llamé por el telefonillo, entreví su espalda desnuda detrás de la ventana; levantó la persiana y me dijo, con un rostro duro y un tono irónico: «Faltan cinco minutos, espera allí, te llamaré a las nueve en punto». En aquel momento me reí estúpidamente, pero ahora que lo pienso creo que era un mensaje en el que dejaba bien claro quién ponía las reglas y quién debía respetarlas.
Se asomó por el balcón y dijo: «Puedes entrar».
La escalera olía a pis de gato y a flores marchitas; oí una puerta que se abría y subí los peldaños de dos en dos, porque no quería retrasarme. Él había dejado la puerta abierta y entré, llamándolo en voz baja. Oí ruidos en la cocina y me dirigí hacia la habitación, él vino a mi encuentro deteniéndome con un beso en los labios, rápido pero hermoso, que me hizo recordar su sabor a fresa.
—Ve hacia allá, en seguida vuelvo —dijo, señalándome la primera habitación a la derecha.
Entré en su cuarto desordenado; era evidente que acababa de despertarse. De la pared colgaban matrículas de coches americanos, pósters de dibujos animados manga y varias fotos de sus viajes. En la mesilla había una foto suya, de niño; la toqué despacio con un dedo, pero él apareció por detrás, la cogió y la puso boca abajo, diciéndome que no debía mirarla.
Me aferró por los hombros y me obligó a volverme, me estudió con atención y exclamó:
—¡¿Qué coño te has puesto?!
—Vete a la mierda, Daniele —respondí, herida una vez más.
Sonó el teléfono y salió de la habitación para responder. No oía bien lo que decía, sólo palabras amortiguadas y risas sofocadas. En un momento dado oí:
—No cortes. Voy a verla y te lo digo.
Entonces asomó la cabeza por la puerta y me miró, regresó al teléfono y dijo:
—Está de pie cerca de la cama, con las manos en los bolsillos. Ahora mismo me la tiro y después te digo. Chau.
Regresó con el rostro sonriente y yo respondí con una sonrisa nerviosa.
Sin decir nada, bajó la persiana y pasó llave a la puerta de su cuarto. Me miró por un instante, se bajó los pantalones y se quedó en calzoncillos.
—¿Y? ¿Qué haces vestida? Desnúdate, ¿no? —dijo, con una mueca burlona.
Se reía mientras yo me desvestía y, una vez completamente desnuda, , me dijo inclinando un poco la cabeza:
—Bueno... no estás tan mal. He llegado a un acuerdo con un buen coño.
Esta vez no sonreí, estaba nerviosa, miraba mis brazos blancos y cándidos que resplandecían por los rayos que apenas se filtraban por la ventana. Comenzó a besarme en el cuello y fue descendiendo poco a poco, a los senos y luego al Secreto, donde ya el Leteo había empezado a fluir.
—¿Por qué no te lo depilas? —susurró.
—No —dije con el mismo volumen de voz—, me gusta así.
Al bajar la cabeza noté su empalme y entonces le pregunté si quería empezar.
—¿Cómo te gustaría hacerlo? —preguntó, sin vacilaciones.
—No lo sé, dime tú... no lo he hecho nunca —respondí, con una pizca de vergüenza.
Me recosté sobre la cama desordenada y con las sábanas frías; Daniele se puso encima de mí, me miró a los ojos y me dijo:
—Tú, arriba.
—¿No me hará daño estando encima? —pregunté, con un tono que se parecía al reproche.
—No importa —exclamó, sin mirarme.
Trepé sobre él y dejé que su asta hiciera diana en el centro de mi cuerpo. Sentí un poco de dolor, pero nada terrible. Tenerlo dentro de mí no me provocó esa convulsión que esperaba, al contrario. Su sexo sólo me provocaba escozor y fastidio, pero me vi obligada a permanecer encastrada de aquella manera.
Ni un gemido de mis labios, tensos en una sonrisa.
Mostrarle mi dolor habría sido expresar esos sentimientos que él no quiere conocer. Quiere servirse de mi cuerpo, no quiere saber de mi luz.
—Venga, pequeña, que no te haré daño —dijo.
—No, tranquilo, no tengo miedo. Pero ¿no podrías ponerte tú encima? —pregunté, con una leve sonrisa. Consintió con un suspiro y se echó encima de mí.
—¿Sientes algo? —me preguntó, mientras comenzaba a moverse despacio.
—No —respondí, creyendo que se refería al dolor.
—¿Cómo que no? ¿Será el preservativo?
—No lo sé —continué—, no me hace ningún daño.
Me miró disgustado y dijo:
—¡Zorra, tú no eres virgen!
No respondí en seguida y lo miré estupefacta:
—¿Cómo que no? Perdona, ¿qué significa eso?
—¿Con quién lo has hecho, eh? —preguntó, mientras se levantaba a toda prisa de la cama y recogía sus ropas dispersas en el suelo.
—¡Con nadie, lo juro! —dije en voz alta.
—Por hoy hemos terminado.
El resto es inútil contarlo, diario. Me marché sin valor siquiera para el llanto o el grito, sólo con una tristeza infinita que me oprime el corazón y lo devora poco a poco.
6 de marzo
Hoy mi madre durante la comida me ha mirado con ojos indagadores y me ha preguntado con un tono solemne por qué estaba tan pensativa estos días.
—El colegio —respondí con un suspiro—, me están llenando de deberes.
Mi padre seguía cogiendo los espaguetis con el tenedor, levantando la mirada para ver mejor en el telediario las últimas noticias de la política italiana. Me sequé los labios con la servilleta y la manché de salsa. Me fui rápidamente de la cocina mientras mi madre seguía regañándome porque nunca tengo respeto por nada ni nadie, que ella a mi edad era responsable y limpiaba las servilletas en vez de ensuciarlas.
—¡Sí, sí! —gritaba yo, desde la otra habitación.
Deshice la cama y me acurruqué debajo de las mantas, mojando las sábanas con mis lágrimas.
El olor a suavizante se mezclaba con el extraño olor del moco que me goteaba de la nariz, lo sequé con la palma de la mano y sequé también mis lágrimas. Observé el retrato que colgaba de la pared y que un pintor brasileño me hizo en Taormina, ya hace bastante tiempo. Me había detenido mientras caminaba y me había dicho:
—Tienes un rostro tan hermoso, deja que lo dibuje. Lo hago gratis, de verdad.
Y mientras su lápiz trazaba líneas sobre la hoja sus ojos resplandecían y sonreían, aunque sus labios permanecían cerrados.
—¿Por qué piensa que tengo un rostro bonito? —le pregunté mientras posaba.
—Porque expresa belleza, candor, inocencia y espiritualidad —respondió con amplios gestos de las manos.
Bajo las mantas he vuelto a pensar en las palabras del pintor y luego en la mañana pasada, cuando perdí lo que el viejo brasileño había encontrado de raro en mí. Lo perdí entre unas sábanas demasiado frías y entre las manos de quien ha devorado su propio corazón, que ya no late. Muerto. Yo tengo un corazón, diario, aunque él no se dé cuenta, aunque quizá nunca nadie se dé cuenta. Y, antes de abrirlo, le daré mi cuerpo a cualquier hombre, por dos motivos: porque quizá saboreándome conocerá el sabor de la rabia y de la amargura y, por tanto, sentirá un mínimo de ternura; luego, porque se enamorará de mi pasión hasta ser incapaz de prescindir de ella. Sólo después me entregaré completamente, sin dilaciones ni constricciones, para que nada de lo que siempre he deseado se pierda. Lo mantendré apretado entre los brazos y lo haré crecer como una flor rara y delicada, atenta a que una bofetada del viento no la aje de repente. Lo prometo.
9 de abril
Los días son mejores; la primavera ha explotado este año sin medias tintas. Un día me despierto y me encuentro con las flores abiertas y el aire más tibio, mientras el mar recoge el reflejo del cielo transformándose en una masa de azul intenso. Como cada mañana, cojo la moto para ir al colegio. El frío todavía es punzante, pero el sol en el cielo promete que más tarde subirá la temperatura. Resaltan desde el mar los farallones que Polifemo le lanzó a Nadie, después de que éste lo hubiera cegado. Están clavados en el fondo marino, están allí desde quién sabe cuándo y ni las guerras, ni los terremotos, ni siquiera las violentas erupciones del Etna los han desmoronado nunca. Se yerguen imponentes sobre el agua y pienso en cuánta mediocridad, cuánta pequeñez hay en el mundo. Nosotros hablamos, nos movemos, comemos, realizamos todas las acciones que los seres humanos tenemos la obligación de llevar a cabo, pero, a diferencia de los farallones, no permanecemos siempre en el mismo sitio, del mismo modo. Nos deterioramos, diario, las guerras nos matan, los terremotos acaban con nosotros, la lava nos traga y el amor nos traiciona. Y ni siquiera somos inmortales. Pero quizá esto sea bueno, ¿no?
Ayer, las piedras de Polifemo se quedaron mirándonos mientras él se movía convulsamente sobre mi cuerpo, sin preocuparse por mis escalofríos ni por mis ojos que apuntaban hacia otra parte: al reflejo de la luna en el agua. Lo hicimos todo en silencio, como siempre, del mismo modo, cada vez. Su rostro se hundía detrás de mis hombros y sentía su aliento en el cuello: no era cálido, era frío. Su saliva bañaba cada centímetro de mi piel como si una babosa lenta y perezosa dejara su estela viscosa. Y su piel ya no me recordaba la piel dorada y sudada que había besado una mañana de verano. Sus labios ya no sabían a fresa, ya no tenían ningún sabor. En el momento de ofrecerme su poción secreta, emitió el habitual estertor de placer, cada vez más parecido a un gruñido. Se separó de mi cuerpo y se tendió sobre su toalla, al lado de la mía, suspirando como si se hubiera liberado de un peso agobiante. Apoyando el cuerpo sobre un costado observé y admiré las curvas de su espalda. Amagué un lento acercamiento de la mano, pero la retiré en seguida, atemorizada por su reacción. Me dediqué a mirar: a él y a los Farallones, durante mucho tiempo, un ojo en él y el otro en ellos. Luego, desplazando la mirada, descubrí la luna en medio y la observé, admirada, entornando los ojos para enfocar mejor su redondez y su color indefinible.
Me volví de pronto, como si hubiera comprendido algo, un misterio antes inalcanzable:
—No te quiero —susurré muy despacio, como para mí misma.
Ni siquiera tuve tiempo de pensarlo. Se volvió despacio, abrió los ojos y preguntó: —¿Qué coño has dicho?
Lo miré durante un momento con el rostro firme, inmóvil y levantando la voz dije: —No te quiero.
Arrugó la frente y las cejas se acercaron, luego exclamó bien alto:
—¿Y quién coño te lo ha pedido? Nos quedamos callados y él se echó de nuevo de espaldas. A lo lejos oí que se cerraba la puerta de un coche y luego las risitas de una pareja. Daniele se volvió hacia ellos y dijo, fastidiado:
—¿Qué coño quieren éstos... por qué no se van a follar a otra parte y nos dejan descansar en paz?
—También ellos tienen derecho a follar donde les dé la gana, ¿no? —dije, la vista clavada en el brillo del esmalte transparente de mis uñas.
—Oye, chata... tú no eres quien para decirme qué deben o no deben hacer los demás. Lo decido yo, siempre yo, también sobre ti siempre he decidido y siempre decidiré yo.
Mientras hablaba me volví, fastidiada, recostándome sobre la toalla húmeda. Él me sacudió con rabia los hombros mientras emitía sonidos indescifrables con los dientes apretados. No me moví, cada uno de los músculos de mi cuerpo estaba tenso.
—¡No puedes tratarme así! —chillaba—. No puedes pasar de mí... cuando hablo debes escucharme y nunca más te permitas darte la vuelta, ¿has entendido?
Entonces me volví de golpe, le aferré las muñecas y las sentí débiles bajo mis manos. Tuve piedad por él, se me oprimió el corazón.
—Estaría escuchándote durante horas y horas si al menos me hablases, si me dieras la oportunidad de escucharte —dije, modulando suavemente.
Vi que su cuerpo se relajaba, lo sentí. Cerró los párpados y volvió sus ojos a su interior.
Estalló en lágrimas y se cubrió el rostro con las manos de vergüenza. Luego se acurrucó de nuevo sobre la toalla. Con las piernas dobladas parecía aún más un niño indefenso e inocente.
Le di un beso en la mejilla, doblé mi toalla en silenció y con cautela, recogí todas mis cosas y me dirigí lentamente hacia la pareja. Estaban abrazados, se llenaban del olor del otro olisqueándose los cuellos. Me detuve un instante para mirarlos y entre el ligero rumor de las olas del mar oí susurrar un «te quiero».
Me llevaron de vuelta a casa; se lo agradecí disculpándome por haberlos interrumpido, pero ellos me tranquilizaron diciéndome que estaban contentos de haberme ayudado.
Ahora, diario, mientras te escribo me siento en falta. Lo dejé en la playa húmeda llorando lágrimas de sangre, me fui como una cobarde y lo dejé haciéndose daño. Pero lo hice por él, y también por mí. Tantas veces me dejó llorar y en vez de abrazarme me mandó a paseo, mofándose. No será un drama para él quedarse solo. Y tampoco lo será para mí.
30 de abril
¡Estoy feliz, feliz, feliz! No ha sucedido nada por lo que deba estarlo y, sin embargo, lo estoy. Nadie me llama nunca, nadie me busca y, sin embargo, reboso de alegría por todos los poros, estoy contenta hasta lo inverosímil. He desterrado todas las paranoias, ya no espero con angustia su llamada, ya no tengo la angustia de sentirlo bombear encima de mí, burlándose de mi cuerpo y de mí. Ya no tengo que contarle mentiras a mi madre, cuando, de vuelta de quién sabe dónde, me preguntaba dónde había estado. Y yo puntualmente le respondía cualquier tontería: en el centro tomando una cerveza, en el cine o en el teatro. Y antes de dormirme fantaseaba y pensaba qué habría hecho si de verdad hubiera estado a esos sitios. Me habría divertido, desde luego, habría conocido gente, habría tenido una vida que no fuera sólo el colegio, la casa y el sexo con Daniele. Y ahora quiero esta otra vida, no importa cuánto tarde, ahora quiero a alguien al que le interese Melissa. Quizá la soledad me esté destruyendo, pero no me da miedo. Soy mi mejor amiga, nunca podría traicionarme, nunca abandonarme. Pero quizá podría hacerme daño, quizá sí hacerme daño. Y no porque disfrute, sino porque quiero castigarme de alguna manera. Pero ¿cómo hace alguien como yo para amarse y castigarse al mismo tiempo? Es una contradicción, diario, ya lo sé. Pero nunca amor y odio han estado tan cerca, han sido tan cómplices, han estado tan dentro de mí.
7 de julio
12,38 de la noche
Hoy he vuelto a verlo, ha abusado una vez más de mis sentimientos y espero que sea la última. Todo ha empezado como siempre y todo ha terminado del mismo modo. Soy una estúpida, diario, no habría debido permitirle que se acercara todavía.
5 de agosto
Ha terminado, para siempre. Y me complace decir que yo no estoy terminada, es más, estoy volviendo a vivir.
11 de septiembre
15,25
Quizá Daniele esté mirando las mismas imágenes de la tele, las mismas que veo yo.
28 de septiembre
9,10
El colegio ha empezado hace poco y ya se respira un clima de huelgas, manifestaciones y asambleas, siempre con los mismos argumentos. Ya imagino los rostros enrojecidos de los del «colectivo» que se enfrentan con los de la «acción». Dentro de unas horas comenzará la primera asamblea del año, cuyo tema será la globalización. En este momento estoy en el aula, con el profesor suplente; detrás de mí, algunas de mis compañeras hablan del invitado que vendrá a la asamblea de hoy. Dicen que es guapo, que tiene un rostro angelical y una inteligencia perspicaz; se ríen groseramente cuando una de ellas dice que la inteligencia perspicaz le tiene sin cuidado, que le interesa más el rostro angelical. Las que hablan son las mismas que hace algunos meses fueron enmerdándome por ahí, diciendo que me había ido a la cama con uno que no era mi novio. Había confiado en una de ellas, le había contado todo sobre Daniele y ella me había abrazado, pronunciando un «lo siento» burdamente hipócrita.
—¿Por qué, no te dejarías follar por alguien así? —preguntó la que traicionó mi confianza a otra.
—No, lo violaría contra su voluntad —respondió, riendo.
—¿Y tú, Melissa? —me preguntó. —¿Tú, qué harías?
Me volví y le dije que no lo conozco y que no tengo ganas de hacer nada. Ahora las oigo reír, y sus carcajadas se confunden con el sonido metálico y retumbante de la campana que indica el final de la hora.
16,35
En la tarima montada para la asamblea, no presté atención a los precintos desbordados ni a los McDonald's incendiados, aunque había sido elegida para redactar el acta del encuentro. Estaba en el centro del largo escritorio, con los invitados de las facciones enfrentadas a cada lado. El chico del rostro angelical se había sentado junto a mí, con un boli en la boca, que roía sin decoro. Y mientras el derechista convencido se enfrentaba al izquierdista encarnizado, mis ojos estaban absortos en el boli azul encajado entre sus dientes.
—Apunta mi nombre entre los oradores —dijo, con el rostro vuelto sobre su hoja de apuntes.
—¿Cuál es tu nombre? —pregunté con discreción.
—Roberto —dijo, esta vez mirándome, sorprendido de que no lo supiera.
Se levantó para hablar; su discurso era vigoroso y exaltante. Lo observaba mientras se movía con ademán desenvuelto manteniendo en la mano el micrófono y el boli; la platea, en vilo, le reía sus ocurrencias irónicas que golpeaban en el momento justo. Es estudiante de derecho, pensaba, es lógico que tenga ciertas habilidades oratorias. Me di cuenta de que, de vez en cuando, se volvía para mirarme y, con cierta malicia pero con absoluta normalidad, me abrí la camisa descubriendo el cuello hasta el nacimiento de los senos blancos. Quizá se percató de mi gesto porque empezó a volverse más a menudo e, incómodo y curioso a la vez, me lanzaba miradas significativas. Al menos así me pareció. Terminado el discurso, se sentó y volvió a meterse el boli en la boca sin hacer caso de los aplausos que le dedicaban. Luego se volvió hacia mí, que estaba redactando las actas, y dijo: —No recuerdo tu nombre. Tenía ganas de jugar: —Aún no te lo he dicho —respondí. Levantó ligeramente la cabeza y dijo: —¡Claro!
Volvió a sus apuntes, mientras yo me sonreía un poco, contenta de que estuviera esperando que le dijera mi nombre.
—¿Y no quieres decirlo? —preguntó, escrutándome atentamente el rostro.
Sonreí cándidamente:
—Melissa —dije.
—Mmm... tienes nombre de abeja. ¿Te gusta la miel?
—Demasiado dulce —respondí—, prefiero los sabores más fuertes.
Sacudió la cabeza, sonrió y seguimos escribiendo cada uno por su lado. Después de un rato se levantó para fumar un cigarrillo y lo veía reír y gesticular animadamente con otro chico, también muy guapo, y a veces me miraba y sonreía llevándose el cigarrillo a la boca. Desde lejos parecía más delgado y esbelto y su cabello parecía suave y perfumado, con pequeños bucles de color bronce que le caían delicadamente sobre el rostro. Se apoyaba en el poste de la luz con todo el peso descargado sobre una cadera, que parecía levantada por la mano que tenía en el bolsillo de los pantalones: la camisa de grandes cuadros verdes salía por fuera, desaliñada, y las gafas redondas completaban su aspecto de intelectual. A su amigo lo había visto varias veces fuera del colegio distribuyendo octavillas. Siempre llevaba un purito en la boca, encendido o apagado.
Acabada la asamblea, estaba recogiendo los folios dispersos por el escritorio que debían adjuntarse a las actas, cuando llegó Roberto, me estrechó la mano y me saludó con una amplia sonrisa.
—¡Hasta pronto, compañera!
Me dio risa y le confesé que me gusta que me llamen compañera, es divertido.
—¡Venga, venga! ¿Qué haces ahí charlando? ¿No ves que la asamblea ha terminado? —dijo el vicedirector dando palmas.
Hoy estoy contenta, he conocido a una persona agradable y espero que no acabe aquí. Ya lo sabes, diario, yo persevero mucho si quiero conseguir algo. Ahora quiero su número y estoy segura de que lo obtendré. Después de su número querré lo que ya sabes, o sea ocupar un espacio en sus pensamientos. Pero antes de eso ya sabes qué debo dar...
10 de octubre
17,15
Hoy es un día húmedo y triste, el cielo está gris y el sol es una mancha pálida y fuera de foco. Esta mañana ha caído una llovizna, mientras que ahora los relámpagos amenazan con hacer saltar la corriente. Pero no me importa el tiempo, yo soy muy feliz.
A la salida del colegio los buitres habituales, que quieren venderte algún libro o convencerte con alguna octavilla, indiferentes incluso a la lluvia. Protegido con un impermeable verde y con el punto en la boca, estaba el amigo de Roberto, distribuyendo unas hojas rojas con la sonrisa estampada en el rostro. Cuando se acercó para dármela también a mí lo miré, pasmada, porque no sabía qué hacer, cómo comportarme. Susurré un tímido «gracias» y seguí caminando muy lentamente pensando que no volvería a tener una ocasión tan propicia. Escribí mi número sobre la hoja y, volviendo sobre mis pasos, se la restituí.
—¿Qué haces, me la devuelves en vez de tirarla como hacen los demás? —me preguntó, sonriente.
—No, quiero que se la des a Roberto —dije.
Asombrado, exclamó:
—Pero Roberto tiene centenares de estas hojas.
Me mordí los labios y dije:
—A Roberto le interesará lo que está escrito detrás...
—Ah... entiendo... —dijo aún más asombrado—, tranquila, lo veré más tarde y se la daré.
—¡Muchas gracias! —le habría dado un sonoro beso en la mejilla.
Cuando me marchaba oí que me llamaban, me volví y era él, que venía corriendo.
—Me llamo Pino, es un placer. Tú eres Melissa, ¿verdad? —dijo, jadeando.
—Sí, Melissa... veo que no has tardado en leer el envés de la hoja.
—Eh... qué quieres... —dijo sonriendo—, la curiosidad es propia de la inteligencia. ¿Tú eres curiosa?
Cerré los ojos y dije:
—Muchísimo.
—¿Ves? Entonces eres inteligente.
Con mi ego satisfecho y desbordante de alegría, lo saludé y fui hacia la plazoleta de encuentro frente al colegio, medio vacía por culpa del día desapacible. Tardé un poco en coger la moto, el tráfico en la hora punta es horrible incluso para quien conduce un scooter. Unos minutos después, suena el móvil.
—Hola.
—Ehm... hola, soy Roberto.
—Hey, hola.
—¿Me has sorprendido, sabes?
—Soy atrevida. Habrías podido no llamarme, he corrido el riesgo de recibir un portazo en la cara.
—Has hecho muy bien. En cualquier ocasión habría ido a pedírtelo yo. Sólo que, sabes... mi chica va a tu mismo colegio.
—Ah, tienes novia...
—Sí, pero... no importa.
—...tampoco a mí me importa.
—Pero dime, ¿por qué me has buscado?
—¿Y tú, por qué me habrías buscado?
—Bien... yo te lo he preguntado primero.
—Porque quiero conocerte mejor y pasar algún tiempo contigo...
Silencio.
—Ahora te toca a ti.
—Idem. Aunque sabes las condiciones: ya estoy comprometido.
—No creo en los compromisos, dejan de serlo en cuanto se termina de creer en ellos.
—¿Te va bien que nos encontremos mañana por la mañana?
—No, mañana no, tengo clase. Quedemos el viernes, hay huelga. ¿Dónde?
—Delante del comedor universitario a las diez y media.
—De acuerdo.
—Chau, entonces, hasta el viernes.
—Hasta el viernes, un beso.
14 de octubre
17,30
Como de costumbre, llegué con una anticipación increíble; el tiempo no ha mejorado en cuatro días, una monotonía increíble.
El comedor exhalaba un fuerte olor a ajo y, desde donde estaba, podía oír a las cocineras metiendo ruido con las cacerolas y chismorreando sobre alguna compañera. Un estudiante que otro pasaba y me miraba, guiñándome el ojo y yo fingía no verlo. Estaba más atenta a las cocineras y a sus conversaciones que a mis pensamientos. Estaba tranquila, nada de nervios, y me dejé llevar por el mundo exterior y no me preocupé demasiado de mí.
Llegó en su coche amarillo, demasiado abrigado, con una enorme bufanda que le cubría la mitad del rostro y sólo dejaba las gafas al aire.
—Es para que no me reconozcan, ya sabes cómo es... mi novia. Iremos por calles poco concurridas, tardaremos un poco más pero al menos no correremos ningún riesgo —dijo, una vez que subí.
La lluvia golpeaba con fuerza contra los cristales del coche, como si quisiera romperlos. El sitio al que nos dirigíamos era su casa de verano, en las pendientes del Etna, fuera de la ciudad. Las ramas secas y oscuras de los árboles rasgaban unas pequeñas hendiduras en el cielo nublado; las bandadas de pájaros volaban con dificultad a través de la lluvia densa, ansiosos por llegar a un lugar más cálido. Y también yo habría querido emprender el vuelo para llegar a un lugar más cálido. No tenía ninguna ansiedad: fue como salir de casa para ir a un nuevo trabajo, nada emocionante, al contrario. Un trabajo obligado y fatigoso.
—Abre el salpicadero, debería haber algunos CD.
Cogí un par, elegí uno de Carlos Santana.
Hablamos del colegio, de la universidad y luego de nosotros.
—No quiero que me juzgues mal —dije.
—¿Bromeas? Sería como juzgarme mal a mí mismo... en definitiva, estamos haciendo lo mismo, del mismo modo. Es más, quizá sea más deshonroso para mí, que estoy comprometido. Pero mira, ella...
—No lo hace —lo interrumpí con una sonrisa.
—Exacto —dijo él, con la misma sonrisa.
Entró por una callejuela en mal estado y se detuvo delante de un portón verde. Bajó del coche y lo abrió. Cuando subió de nuevo al coche advertí que el rostro del Che Guevara estampado en su camiseta estaba completamente empapado.
—¡Joder! —exclamó—. Todavía es otoño y el tiempo ya da asco —luego se volvió y preguntó—: Pero tú ¿no estás un poco emocionada?
Cerré los labios, torcí el gesto y sacudí la cabeza; después de un rato, dije:
—No, para nada.
Para llegar hasta la puerta me cubrí la cabeza con el bolso y, corriendo bajo aquella lluvia nos reímos mucho, como dos imbéciles.
La casa estaba a oscuras. Luego, cuando entré, sentí un frío gélido. Me movía a duras penas en la oscuridad; él evidentemente estaba habituado, conocía todos los rincones y por eso caminaba con una cierta desenvoltura. Permanecí quieta en un sitio donde parecía que había más luz y vi un sofá sobre el que dejé mi bolso.
Roberto llegó por detrás, me rodeó y me besó con toda la lengua. Su beso me dio un poco de asco, no se parecía en nada al de Daniele. Me empapaba con su saliva, dejándola fluir un poco por los labios. Lo aparté cortésmente, sin darle a entender nada, y me sequé con la palma de la mano. Me cogió esa misma mano y me condujo al dormitorio, siempre en la misma oscuridad y en el mismo frío.
—¿No puedes encender la luz? —pregunté, mientras me besaba el cuello.
—No, lo confieso.
Me dejó sobre la gran cama, se arrodilló delante de mi y me quitó los zapatos. No estaba excitada ni impasible. Me parecía que aceptaba todo aquello sólo porque a él le daba placer.
Me desnudó como si fuera un maniquí en un escaparate, como un dependiente rápido e indiferente que desviste al muñeco sin volver a vestirlo.
Cuando vio mis medias preguntó, asombrado:
—Pero ¿usas medias autoadherentes?
—Sí, siempre —respondí.
—¡Menuda furcia! —exclamó.
Su comentario fuera de lugar me dio vergüenza, pero aún más me impresionó su cambio de chico educado a hombre rudo y vulgar. Tenía los ojos encendidos y famélicos, las manos hurgaban debajo de mi camiseta, debajo de la braguita.
—¿Quieres que me deje puestas las medias? —pregunté, para secundar su deseo.
—Desde luego, déjatelas, así eres más puerca.
Otra vez se me encendieron las mejillas, pero luego sentí que mi hogar se calentaba poco a poco y la realidad se alejaba gradualmente. La Pasión tomaba la delantera.
Bajé de la cama y sentí el suelo increíblemente frío y liso bajo los pies. Esperaba que él me cogiera e hiciera conmigo lo que le viniera en gana.
—Chúpamela, zorra —susurró.
La vergüenza no me lo impidió; la eché fuera de mí en seguida e hice lo que me pedía. Cuando su miembro se volvió duro y grande, me cogió por las axilas y me llevó en volandas hacia la cama.
Como una muñeca inerme, me colocó encima de él y dirigió su larga asta hacia mi sexo, tan poco abierto y tan poco húmedo.
—Quiero hacerte sentir dolor. Venga, aúlla, hazme ceer que te estoy haciendo daño.
En efecto, me hizo daño, las paredes de la vagina me escocían y la dilatación se produjo con desgana.
Gritaba mientras la habitación vacía daba vueltas a mi alrededor. La vergüenza había desaparecido y en su lugar sólo quedaba el deseo de hacerlo mío.
«Si grito —pensé—, estará contento, me lo ha pedido. Haré todo lo que me diga.»Gritaba y sentía dolor, ningún filamento de placer me atravesaba. Él, en cambio, estalló, su voz se transformó y sus palabras se volvieron obscenas y vulgares.
Las lanzó contra mí y me entraban con tal violencia que incluso superaban la penetración de su sexo.
Luego, todo volvió a ser como antes. Cogió las gafas que había dejado en la mesilla, tiró el preservativo cogiéndolo con un pañuelo, se vistió con calma y me acarició la cabeza. En el coche hablamos de Bin Laden y de Bush, como si nada hubiera sucedido...
25 de octubre
Roberto me llama a menudo, dice que oírme lo llena de alegría y le da ganas de hacer el amor. Esto último lo dice en voz baja, no quiere que lo oigan y, además, se avergüenza un poco de admitirlo. Le digo que a mí me pasa lo mismo y que a menudo, mientras me toco, pienso en él. No es verdad, diario. Lo digo sólo para adularlo; él, engreído, siempre dice: «Ya sé que soy bueno en la cama. Las mujeres se vuelven locas.»Es un ángel presuntuoso, es irresistible. Su imagen me persigue durante el día, pero cuando pienso en él aparece como el chico educado y no como el amante apasionado. Y cuando se transforma me provoca una sonrisa, pienso que sabe mantener el equilibrio y ser personas distintas en momentos distintos. Al contrario de mí, que soy siempre la misma, siempre igual. Mi pasión está por todas partes, como mi malicia.
1 de diciembre
Le dije que pasado mañana será mi cumpleaños y exclamó:
—Bien, entonces lo festejaremos de la manera apropiada.
Sonreí y le dije:
—Roby, ayer ya lo festejamos bastante bien. ¿No estás satisfecho?
—Eh, no... dije que el día de tu cumpleaños será especial. Conoces a Pino, ¿verdad?
—Sí, desde luego —respondí.
—¿Te gusta?
Temerosa de responder algo que lo hiciera alejarse, vacilé un poco, luego decidí decir la verdad:
—Sí, mucho.
—Muy bien. Entonces vengo a recogerte pasado mañana.
—Está bien... —colgué.
Me picaba la curiosidad por esta extraña iniciativa suya. Confio en él.
3 de diciembre
4,30
de la mañana
Mi decimosexto cumpleaños. Quiero detenerme ahora y no seguir adelante. A los dieciséis años soy dueña de mis actos, pero también víctima del azar y la imprudencia.
Cuando salí a la puerta de casa advertí que, en el coche amarillo, Roberto no estaba solo. Vi el cigarro oscuro confundiéndose con las sombras y en seguida lo entendí todo.
—Podrías quedarte al menos por el día de tu cumpleaños —me había dicho mi madre antes de salir y no le había hecho caso, cerrando la puerta de entrada sin responderle.
El ángel presuntuoso me miró sonriente y yo subí fingiendo no haberme percatado de que Pino estaba detrás.
—Entonces —preguntó Roberto—, ¿no dices nada? —señalándome con la cabeza los asientos traseros.
Me volví y vi a Pino repantingado detrás, con los ojos rojos y las pupilas dilatadas. Le sonreí y le pregunté:
—¿Has fumado?
Él dijo que sí con la cabeza y Roberto agregó:
—También se ha bebido una botella entera de aguardiente.
—Todo en orden —dije—, está bien colocado.
Las luces de la ciudad se reflejaban en las ventanillas del coche: las tiendas aún estaban abiertas y los propietarios esperan con ansia la Navidad. Parejas y familias caminaban por las aceras inconscientes de que dentro del coche estaba yo con dos hombres que me llevarían quién sabe dónde.
Atravesamos la Via Etna y vi el Duomo iluminado por las luces blancas y rodeado por las imponentes palmeras. Por debajo de esta calle corre un río, oculto por la piedra pómez. Es silencioso, imperceptible. Como mis pensamientos silenciosos y apacibles, escondidos sabiamente bajo mi coraza. Corren. Me desgarran.
Por la mañana, aquí cerca, está la lonja de pescado; se siente el olor del mar desprendido de las manos de los pescadores que, con las uñas ennegrecidas por las entrañas de los pescados, cogen el agua del cubo y la rocían sobre los cuerpos fríos y centelleantes de los animales aún vivos y escurridizos. Nos dirigíamos precisamente allí, aunque de noche la atmósfera cambia. Al bajarme del coche me di cuenta de que el olor del mar se transforma en olor a humo y hachís, los chicos con piercing sustituyen a los viejos pescadores bronceados y la vida sigue siendo vida, siempre y de cualquier modo.
Bajé. A mi lado pasó una vieja apestosa, vestida de almagre, con un gato de pelo bermejo en los brazos, flaco y tuerto. Cantaba una cantilena:
Passiannu 'pa via Etnea
Chi sfarzu di luci,
Chi fudda 'ca c'è.
Vim tantipicciotti 'che jeans
Si mettunu 'nmostra
davanti 'e cafe.
Com'èbella Catania di sira,
sutta i raggi splinnenti di luna
a muntagna ca è russa di focu,
All'innamurati l'arduri cí runa.[1]
Iba como un fantasma, lenta, con los ojos pasmados, y la miré con curiosidad mientras esperaba que ellos bajaran del coche. La mujer me rozó la manga del abrigo y sentí un extraño escalofrío. Cruzamos nuestras miradas durante un instante brevísimo, pero tan intenso y elocuente que tuve miedo, un miedo verdadero, insensato.
Su mirada torcida y vivaz, en absoluto huera, decía: «Ahí dentro encontrarás la muerte. Ya no podrás recobrar el corazón, niña, morirás y alguien echará tierra sobre tu tumba. Ni siquiera una flor, ni siquiera una».
Se me puso la piel de gallina, esa bruja me había hechizado. Pero no le hice caso, les sonreí a los dos chicos que venían hacia mí, guapos y peligrosos.
Pino se mantenía en pie a duras penas, permaneció en silencio todo el tiempo y tampoco Roberto y yo hablamos demasiado, como hacíamos otras veces.
Roberto sacó un gran manojo de llaves del bolsillo de los pantalones e introdujo una en la cerradura. El portón chirrió, empujó con fuerza para abrirlo y al fin se cerró ruidosamente a nuestras espaldas.
Yo no hablaba, no tenía nada que preguntar, sabía muy bien qué nos disponíamos a hacer. Subimos por las escaleras gastadas por los años; las paredes del palacete parecían tan frágiles que me dio miedo de que, de pronto, algo cediera y nos matara. Las grietas eran numerosas y las luces pálidas daban un aspecto translúcido a las paredes azules. Nos detuvimos ante una puerta de la que provenía una música.
—Pero ¿hay alguien más? —pregunté.
—No, nos hemos olvidado la radio encendida antes de salir —me respondió Roberto.
Pino fue en seguida al cuarto de baño, dejando la puerta abierta. Lo veía mear: se sostenía en la mano el miembro blando y arrugado. Roberto fue a la otra habitación a bajar el volumen de la música y yo me quedé en el pasillo observando con curiosidad todos los cuartos que podía mirar de soslayo desde allí.
El ángel presuntuoso regresó sonriendo, me besó en la boca y, señalándome una habitación, me dijo:
—Espéranos en la celda de los deseos, en seguida volvemos.
Me reí. Celda de los deseos... ¡qué nombre raro para llamar a la habitación de follar!
Entré en el cuarto, bastante estrecho. En la pared había centenares de fotos de modelos desnudas, recortes de periódicos porno, pósters hentai y posiciones del kamasutra. Imprescindible, en el cielo raso, la bandera roja con el rostro del Che.
«Pero adonde he venido a parar —pensé—, una especie de museo del sexo... ¿de quién será esta casa?»Roberto llegó con un paño negro en la mano. Me dio la vuelta y me vendó los ojos, volvió a girarme hacia él y exclamó, riendo:
—Pareces la diosa fortuna.
Oí que el interruptor de la luz emitía un clic y luego ya no pude ver nada.
Advertí pasos y susurros, luego dos manos me bajaron los vaqueros, me quitaron el jersey de cuello alto y el sujetador. Me quedé en tanga, medias y botas con tacones de aguja. Me imaginaba vendada y desnuda y, de mi rostro, sólo veía los labios rojos que muy pronto tendrían que probar algo de ellos.
De pronto, las manos eran más, eran cuatro. Era fácil distinguirlas porque dos estaban arriba palpándome el pecho y dos abajo, rozándome el sexo a través de la tanga y acariciándome el trasero. No distinguía el olor a alcohol de Pino, quizá se había lavado los dientes en el baño. Mientras me imaginaba cada vez más a merced de sus manos y comenzaba a excitarme, sentí, detrás, el contacto con un objeto helado, un vaso. Las manos seguían tocándome, pero el vaso presionaba con más fuerza contra la piel. Espantada, pregunté:
—¿Qué coño es esto?
Una risita de fondo y luego una voz desconocida:
—Tu barman, tesoro. No te asustes, sólo te he traído una copa.
Me acercó el vaso a la boca y sorbí despacio una crema de whisky. Me lamí los labios y otra boca me los comió mientras las manos seguían acariciándome y el barman volvía a apurarme un trago. Me besaba un cuarto hombre.
—¡Qué culo tienes! —decía la voz desconocida—, suave, blanco y firme. ¿Puedo darte un mordisco?
Sonreí por la curiosa pregunta y le respondí:
—Hazlo y basta, no preguntes. Pero hay algo que quiero saber: ¿cuántos?
—Tranquila, chiquilla —dijo otra voz a mis espaldas.
Sentí que una lengua me lamía las vértebras. Ahora la imagen que tenía de mí misma era más seductora: vendada, medio desnuda, cinco hombres que me lamen, me acarician y ansían mi cuerpo. Era el centro de la atención y ellos hacían de mí aquello que estaba permitido hacer dentro de la celda de los deseos. No oía ni una voz, sólo suspiros y caricias.
Cuando un dedo se metió despacio en mi Secreto sentí un calor imprevisto y entendí que la razón me estaba abandonando. Estaba abandonada al roce de aquellas manos y se apoderaba de mí la curiosidad de saber quiénes eran, cómo eran. ¿Y si el placer hubiera sido fruto del trabajo de un hombre feísimo y baboso? En ese momento no me importó. Y ahora me avergüenzo de ello, diario, pero sé que lamentarse tarde no sirve de nada.
—Bien —dijo al fin Roberto—, ahora pasaremos a la fase siguiente.
—¿Qué? —pregunté.
—No te preocupes. Puedes quitarte la venda, ahora el juego es otro.
Vacilé un instante antes de quitarme la venda, pero luego me la saqué despacio y vi que en el cuarto sólo estábamos Roberto y yo.
—Pero ¿adónde han ido? —pregunté, sorprendida.
—Nos esperan en la próxima habitación.
—¿Que se llama...? —pregunté, divertida.
—Mmm... salón de fumadores. Liémonos un porro.
Deseaba marcharme con todas mis fuerzas y dejarlos allí. Aquella pausa me había enfriado y la realidad se presentó en toda su crudeza. Pero no podía, ahora había empezado y debía acabar a toda costa. Lo hice por ellos.
Vislumbré las molduras que resaltaban en la habitación oscura, apenas alumbrada por tres velas apoyadas en el suelo. Por lo poco que se veía, las facciones de los chicos presentes en la sala no eran feas y eso me consoló.
En la habitación había una mesa redonda, rodeada de algunas sillas. El ángel presuntuoso se sentó.
—¿Una calada? —me preguntó Pino.
—No, gracias, nunca fumo.
—Te equivocas... desde esta noche fumarás tú también —dijo el barman, del que podía advertir el cuerpo torneado y esbelto, la piel oscura y el cabello crespo, largo hasta los hombros.
—No, siento desilusionarte. Cuando digo no es no. Nunca he fumado, no fumaré ahora y no sé si fumaré en el futuro. Encuentro inútil hacerlo y por eso dejo que lo hagáis vosotros.
—Pero al menos no nos escatimarás un bonito panorama —dijo Roberto, golpeando la mano sobre la tabla de la mesa—, siéntate aquí.
Me senté sobre la mesa con las piernas abiertas, los tacones de las botas clavados en la madera y el sexo expuesto a la vista de todos. Roberto acercó la silla, apuntó la vela encendida hacia mi pubis para iluminarlo. Liaba su canuto dirigiendo la mirada primero hacia la hierba olorosa y luego hacia mi Secreto. Le brillaban los ojos.
—Tócate —me ordenó.
Entonces introduje suavemente un dedo en mi herida y él dejó de fumar para entregarse a la vista de mi sexo.
Desde atrás llegó alguien que me besó los hombros, me cogió entre los brazos y me encajó a su cuerpo introduciendo su asta dentro de mí. Estaba inerme. Bajé los ojos apagados. Vacíos. No quise mirar.
—Eh, no, no... ya lo hemos hablado antes... nadie la penetrará esta noche —dijo Pino.
El barman se fue a la otra habitación y recuperó la venda que antes me había cubierto los ojos. Me vendaron de nuevo y una mano me obligó a arrodillarme.
—Ahora, Melissa, te pasaremos el gran porro —oí la voz de Roberto—, y cada vez que uno de nosotros lo tenga en la mano haremos chasquear los dedos y te tocaremos la cabeza, así sabrás que has llegado. Tú te acercarás a donde se te mande y te lo meterás en la boca hasta que nos corramos. Cinco veces, Melissa, cinco. De ahora en adelante ya no hablaremos. Buena suerte.
En mi paladar se mezclaron cinco gustos distintos, los cinco sabores de cinco hombres. Cada sabor, su historia; cada poción, mi vergüenza. Durante esos momentos tuve la sensación y la ilusión de que el placer no era sólo carnal, que era belleza, alegría y libertad. Y, desnuda en medio de ellos, sentí la pertenencia a otro mundo, desconocido. Pero luego, en cuanto salí por aquella puerta, sentí el corazón destrozado y una vergüenza indecible.
Después me abandoné sobre la cama y noté que mi cuerpo se entumecía. En el escritorio de la habitación estrecha veía relampaguear el display de mi móvil y sabía que me estaban llamando de casa, ya eran las dos y media de la mañana. Pero entonces alguien entró, se puso encima de mí y me folló. Otro lo siguió y apuntó el pene hacia mi boca. Y cuando uno había terminado, el otro descargaba sobre mí su líquido blancuzco. Y también los demás. Suspiros, lamentos, gruñidos. Y lágrimas silenciosas.
Regresé a casa llena de esperma y con el maquillaje babeado. Mi madre me esperaba dormida en el sofá.
—Aquí estoy —dije—, he vuelto.
Estaba demasiado amodorrada como para regañarme por la hora, así que asintió con la cabeza y se fue hacia el dormitorio.
Entré en el cuarto de baño, me miré al espejo y ya no vi la imagen de quien se observaba encantada hace algunos años. Vi unos ojos tristes, su expresión lastimera subrayada por la pintura negra que corría por las mejillas. Vi una boca violada varias veces esta noche y que ha perdido su frescura. Me sentí invadida, manchada por corpúsculos extraños.
Luego, cogí el cepillo del pelo y me di cien pasadas por la melena, cien golpes antes de irse a dormir, como hacían las princesas, dice siempre mi madre, pero aún ahora, mientras te escribo en el corazón de la noche, mi vagina huele a sexos.
4 de diciembre
12,45
—¿Te divertiste ayer? —me preguntó esta mañana mi madre, cubriendo con un bostezo el pitido de la cafetera.
Me encogí de hombros y respondí que había pasado una velada como todas.
—Tu ropa tenía un olor rarísimo —dijo, con la mirada característica de quien quiere saber y entender todo de los demás, con mayor razón si se trata de mí.
Espantada, me volví de golpe mordiéndome los labios, pensé que quizá había olido el esperma.
—¿A qué? —pregunté, fingiendo calma, observando distraídamente el sol a través de la ventana de la cocina.
—A humo... no sé... marihuana —dijo, disgustada.
Aliviada, me volví, sonreí levemente y exclamé:
—Bueno... ya sabes, ayer había gente que fumaba. No podía pedirles que lo apagaran.
Me observó con mirada torva y dijo:
—¡Vuelve a casa fumada y no sales ni para ir al colegio!
—Mmm, bueno —bromeé—, trataré de encontrar algún camello de confianza. Gracias, me has dado una excelente coartada para no ir a esas clases de mierda.
Como si lo que hiciera daño fuera sólo el hachís. Me fumaría gramos y gramos con tal de no experimentar esta extraña sensación de vacío, de nada. Es como si estuviera suspendida en el aire: observo con deleite desde lo alto lo que hice ayer. No, aquella no era yo. Aquella que se dejó tocar por las manos ávidas de los desconocidos es la que no se ama. Aquella que recibió el esperma de cinco hombres distintos es la que no se ama. La que dejó que le contaminaran el alma, donde hasta entonces no existía el dolor, es la que no se ama.
Yo, yo soy la que se ama, soy la que esta noche le ha devuelto el brillo a su pelo después de haberlo cepillado con esmero cien veces, la que ha recuperado la suavidad infantil de los labios. La que se ha besado, compartiendo consigo misma el amor que ayer le ha sido negado.
20 de diciembre
Tiempo de regalos y de sonrisas falsas, de moneditas echadas, con una dosis momentánea de buena conciencia, en las manos de los gitanos con niños en brazos en las esquinas. A mí no me gusta comprar regalos para los demás, los compro sólo para mí, quizá porque no tengo a nadie a quien dárselos. Esta tarde salí con Ernesto, un tío que conocí en un chat. En seguida me cayó simpático, intercambiamos los números y comenzamos a vernos como buenos amigos. Aunque es un poco distante, absorbido por la universidad y por sus misteriosas amistades.
Salimos a menudo a hacer compras y no me avergüenzo cuando entro con él en alguna tienda de lencería, es más, muchas veces también él compra.
—Para mi nueva novia —dice siempre.
Pero nunca me ha presentado a ninguna.
Da la impresión de tener una buena relación con las dependientas, se tutean y a menudo se ríen. Yo revuelvo entre los percheros buscando las prendas que deberé ponerme para él cuando llegue a amarme. Las tengo bien dobladas en el primer cajón de la cómoda, intactas.
En el segundo cajón tengo la ropa interior que llevo en los encuentros con Roberto y sus amigos. Medias destrozadas por sus uñas y bragas con el encaje un poco desgarrado, con pequeños hilos de algodón que cuelgan porque fueron tironeados por manos anhelantes. No les importa, les basta con que sea una cerda.
Al principio, siempre compraba ropa interior de encaje blanco y estaba atenta a conjuntarla bien.
—El negro te iría mejor —me dijo una vez Ernesto—, va bien con tu tez y el color de tu piel.
Seguí su consejo y desde entonces sólo compro encaje negro.
Lo veo interesado en las tangas de colores, dignas de una bailarina brasileña: rosa chicle, verde, azul eléctrico, y cuando quiere hacerse el serio elige el rojo.
—Tus amigas son muy especiales—le digo.
Él se ríe y dice:
—No tanto como tú —y mi ego vuelve a hincharse.
Los sujetadores que compra tienen casi todos relleno, nunca los combina con las braguitas, prefiere combinar colores inverosímiles.
Luego las medias: las mías son casi siempre auto adherentes y translúcidas, con la liga de encaje, rigurosamente negras, que chocan claramente con la blancura invernal de mi piel. Las suyas son de red, muy alejadas de mis gustos.
Cuando una chica le gusta más que las otras, Ernesto se zambulle en la muchedumbre de un gran almacén y compra para ella vestidos relucientes adornados con lentejuelas multicolores, con escotes vertiginosos y tajos audaces.
—¿Cuánto cobra por hora tu chica? —bromeo.
Él se pone serio y va a la caja sin responder. Entonces me siento culpable y dejo de hacerme la tonta.
Hoy, mientras paseábamos por las tiendas iluminadas y entre las dependientas mordaces y jóvenes, nos sorprendió la lluvia, que mojó los paquetes de cartulina gruesa que llevábamos en la mano.
—¡Bajo un pórtico! —dijo a voz en cuello, mientras me aferraba la mano.
—¡Ernesto! —dije a mitad de camino, entre intolerante y divertida.
—¡En Via Etnea no hay pórticos!
Me miró estupefacto, se encogió de hombros y exclamó:
—¡Entonces vamos a mi casa!
No quería ir, sabía que uno de sus compañeros de piso es Maurizio, un amigo de Roberto. No tenía ganas de verlo, y menos aun de que Ernesto descubriera mis actividades secretas.
Desde donde estábamos, su casa quedaba a apenas más de cien metros de distancia. Los recorrimos a paso ligero, cogidos de la mano. Fue agradable correr con alguien sin tener que pensar que después tenía que tenderme en una cama y soltarme con desenfreno. Me gustaría, por una vez, ser quien decide: cuándo y dónde hacerlo, durante cuánto tiempo, con cuánto deseo.
—¿Hay alguien en casa? —le susurré, mientras subíamos las escaleras.
Mi eco rebotaba.
—No —respondió, jadeando—, se han ido todos a casa por las vacaciones. Sólo se ha quedado Gianmaria, pero en este momento también está fuera.
Contenta, lo seguí, mirándome de reojo en el espejo de la pared.
Su casa está semivacía y la presencia de cuatro hombres es visible: hay mal olor (sí, ese opresivo olor a esperma) y el desorden tiende a reinar en las habitaciones.
Tiramos los paquetes por el suelo y nos quitamos los abrigos empapados.
—¿Quieres una camiseta mía? Mientras tu ropa se seca.
—Está bien, gracias —respondí.
Llegados a su cuarto, que era una biblioteca, entornó la puerta del armario con un cierto recelo y, antes de que estuviera completamente abierta, me pidió que fuera a buscar los paquetes.
Cuando volví cerró deprisa el armario y yo, divertida y empapada, exclamé:
—¿Qué tienes ahí? ¿A tus mujeres muertas?
Sonrió y respondió:
—Más o menos.
El tono despertó mi curiosidad y, para evitar que le hiciera más preguntas, dijo, arrancándome las bolsas de las manos:
—Venga, déjame ver. ¿Qué has comprado, pequeña?
Abrió con ambas manos la cartulina mojada y metió la cabeza como un niño que recibe su regalo de Navidad. Sus ojos brillaban y con la punta de los dedos extrajo un par de bragas negras.
—Oh, oh. ¿Y qué haces con éstas, eh? ¿Para quién te las pones? No creo que las uses para ir al colegio...
—Tenemos secretos, nosotros —dije, irónica, consciente de que despertaba sus sospechas.
Me miró sorprendido, inclinó un poco la cabeza a la izquierda y dijo, en voz baja:
—¿Quieres decir...? Oigámoslos, ¿qué secretos tienes?
Estoy cansada de guardármelos dentro, diario. Se los conté. Su rostro no cambió de expresión, siguió con la misma mirada atónita de antes.
—¿No dices nada? —pregunté, fastidiada.
—Son tus cosas, pequeña. Sólo puedo decirte que vayas con cuidado.
—Demasiado tarde —dije, con tono de falsa resignación.
Tratando de disimular mi incomodidad me reí fuerte y luego dije con voz alegre:
—Bueno, guapo, ahora es el turno de tu secreto.
Su palidez se encendió, los ojos se movían de prisa por toda la habitación, inseguros.
Se levantó del sofá—cama tapizado con una tela de flores pálidas y, a grandes pasos, se dirigió hacia el armario. Abrió una hoja con un gesto violento, señaló con un dedo las prendas colgadas y dijo:
—Éstos son los míos.
Reconocía aquellas ropas, las habíamos comprado juntos y estaban colgadas allí sin etiqueta y visiblemente usadas y arrugadas.
—¿Qué significa esto, Ernesto? —pregunté en voz baja.
Sus movimientos se hicieron más lentos, los músculos se relajaron y los ojos miraban al suelo.
—Estos vestidos los compro para mí. Me los pongo... para trabajar.
También yo evité cualquier comentario, en realidad no pensaba en nada. Pero, un instante después, en mi cabeza se amontonaban todas las preguntas: ¿para trabajar? ¿en qué trabajas? ¿dónde trabajas? ¿por qué?
Comenzó él, sin que yo le hubiera preguntado nada.
—Me gusta disfrazarme de mujer. Empecé hace algunos años. Me encierro en mi cuarto, coloco la telecámara sobre la mesa y me disfrazo. Me gusta, me siento bien. Después me observo en la pantalla y... bueno... me excito... Y a veces me dejo ver en cam por alguien que me lo pide.
Un rubor espontáneo y potente se lo estaba tragando.
Un silencio ubicuo, sólo el rumor de la lluvia que caía del cielo, formando sutiles hilos metálicos que nos enjaulaban.
—¿Te prostituyes? —pregunté, sin rodeos.
Asintió, cubriéndose en seguida el rostro con ambas manos.
—Meli, créeme, sólo hago servicios de boca, nada más. A veces alguno también me pide... darme por el culo, pero, te lo juro, no lo hago nunca... Es para pagarme los estudios, ya sabes que mis padres no pueden permitirse... —habría querido continuar, buscar alguna otra justificación.
Sé también que a él le gusta.
—No te lo reprocho, Ernesto —dije un momento después, concentrada en la ventana en cuyos cristales brillaban, nerviosas, las gotitas.
—Mira... cada uno elige su vida, lo dijiste tú mismo hace sólo unos minutos. A veces también los caminos tortuosos pueden ser intachables, y viceversa. Lo importante es que seamos fieles a nosotros mismos y a nuestros sueños, porque sólo así podremos decir que hemos elegido lo mejor. Dicho esto, ahora lo que quiero saber es por qué lo haces... de verdad.
Fui hipócrita, lo sé.
Me miró con ojos tiernos y desbocados de preguntas. Luego dijo:
—¿Y tú, por qué lo haces?
No respondí, pero mi silencio era elocuente. Mi conciencia aullaba a tales decibelios que, para tenerla a raya, le dije con toda espontaneidad, sin avergonzarme:
—¿Por qué no te disfrazas para mí?
—¿Y ahora por qué me pides eso?
Ni yo lo sabía.
Un poco cohibida le dije, en un susurro:
—Porque hay belleza en descubrir dos identidades en un cuerpo: hombre y mujer en la misma piel. Otro secreto: me excita. Incluso mucho. Y luego, perdona... pero es algo que nos apetece a los dos, nadie nos obliga. Un placer nunca puede ser un error, ¿no?
Veía su paquete hincharse bajo los pantalones, pero todavía trataba de esconderlo.
—Está bien —dijo, lacónico.
Cogió del armario un vestido y una camiseta, que me lanzó.
—Perdóname, me había olvidado. Póntela.
—Tendré que desvestirme —dije.
—¿Te da vergüenza?
—No, no, imagínate —respondí.
Me desvestí mientras su excitación crecía con mi desnudez. Me metí en la gran camiseta con un estampado que decía «Bye bye Baby» sobre una Marilyn que guiñaba un ojo y observaba trasvestirse a mi amigo en una especie de rito sublime y estático. Se había puesto de espaldas para cambiarse y sólo logré ver sus movimientos y la tira del tanga que le dividía las nalgas cuadradas. Se volvió: minifalda negra, medias autoadherentes de red, botas muy altas, top dorado y sujetador relleno. He aquí cómo se me presentaba el amigo al que siempre he visto en Lacoste y Levi's. Mi excitación no era visible, pero existía.
Su cosa asomaba sin restricciones del tanga ajustado. La sacó del todo y empezó a frotársela.
Como si fuera el público de un espectáculo, me recosté en el sofá-cama y lo miré con atención. Tenía ganas de tocarme, incluso de poseer aquel cuerpo. Me asombró la frialdad, casi masculina, con que lo observaba masturbarse. Su rostro estaba trastornado y rociado por pequeñas gotas de sudor, mientras que mi placer llegaba sin penetración, sin caricias, sólo de la mente, de mí.
El suyo, en cambio, llegó vigoroso y seguro, lo vi saltar fuera y sentí su estertor, interrumpido cuando abrió los ojos.
Se tendió conmigo en el diván, nos abrazamos y nos dormimos.
Marilyn se restregaba el ojo cerrado en un guiño contra el aljófar dorado del top de Ernesto.