2000
6 de julio de 2000
15,25
Diario:
Escribo en la penumbra de mi cuarto tapizado por las estampas de Gustave Klimt y los pósters de Marlene Dietrich. Ella me atisba con su mirada lánguida y soberbia mientras garabateo la hoja blanca sobre la que se reflejan los rayos del sol, apenas filtrados por las rendijas de las persianas.
Hace calor, un calor tórrido, seco. Oigo el sonido de la televisión encendida en la otra habitación y me llega la vocecita de mi hermana, que entona la sintonía de un programa de dibujos animados americano; fuera un grillo chilla su despreocupación y todo es tranquilo y apacible dentro de esta casa. Parece que todo estuviera encerrado y protegido por una campana de cristal finísimo y el calor hace más pesados los movimientos. Pero dentro de mí no hay calma. Es como si un ratón me royera el alma de una manera tan imperceptible que incluso parece dulce. No estoy mal, ni bien; lo inquietante es que «no estoy». Pero sé dónde encontrarme: basta levantar la mirada y reflejarla en el espejo para que una calma y una felicidad benigna se apoderen de mí.
Me admiro ante el espejo y me quedo extasiada por los contornos que se van delineando poco a poco, por los músculos que toman una forma más modelada y segura, por los senos que comienzan a advertirse debajo de las camisetas y se mueven suavemente a cada paso. Desde pequeña, deambulando cándidamente desnuda por la casa, mi madre me ha habituado a observar el cuerpo femenino, por eso para mí no son un misterio las formas de una mujer adulta. Pero, como un bosque inextricable, el vello esconde el Secreto y lo oculta a los ojos. Muchas veces, siempre con mi imagen reflejada en el espejo, introduzco despacio un dedo y, mirándome a los ojos, me enfrento a un sentimiento de amor y de admiración por mí misma. El placer de mirarme es tan grande y tan fuerte que de pronto se vuelve un placer físico, que llega con un cosquilleo inicial y termina con un calor y un estremecimiento nuevos, que duran pocos instantes. Después viene la vergüenza. Al contrario que Alessandra, nunca me entrego a fantasías mientras me toco. Hace algún tiempo me confió que se tocaba y me dijo que en esos momentos le gusta pensar que un hombre la posee por la fuerza y con violencia, como para hacerle daño. A mí me asombró porque para excitarme me basta con observarme. Me preguntó si yo también me tocaba y le dije que no. No quiero destruir este mundo de algodones que me he construido, es un mundo mío, cuyos únicos habitantes son mi cuerpo y el espejo: responder que sí a su pregunta habría sido traicionarlo.
Lo único que me hace sentir verdaderamente bien es esa imagen que contemplo y que amo. El resto es ficción. Mis amistades son falsas, nacidas del azar y criadas en la mediocridad, nada intensas... Son falsos los besos que tímidamente le he regalado a algún chico de mi colegio: apenas apoyo los labios, me invade una especie de repulsión y saldría escapada, lejos, cuando siento que su lengua torpe trata de colarse en mi boca. Es falsa esta casa, tan distinta a mi estado de ánimo en este momento. Querría que todos los cuadros se desprendieran repentinamente de las paredes, que por las ventanas entrara un aire gélido y aterrador, que los aullidos de los perros remplazaran el canto de los grillos.
Quiero amor, diario. Quiero que mi corazón se libere y ver las estalactitas de mi hielo hechas pedazos que se van a pique en el río de la pasión, de la belleza.
8 de julio
8,30
de la tarde
Alboroto en la calle. Carcajadas que llenan este sofocante aire estival. Imagino los ojos de los chicos de mi edad antes de salir de casa: encendidos, vivos y ansiosos ante la perspectiva de una noche divertida. Pasarán la velada en la playa entonando canciones acompañados por una guitarra; unos se apartarán del grupo, allí donde la oscuridad lo cubra todo, y se susurrarán palabras infinitas al oído. Otros, mañana, nadarán en el mar calentado por el sol matutino, misterioso, guardián de una vida marina desconocida. Vivirán y sabrán cómo administrar su vida. OK, de acuerdo, también yo respiro, biológicamente todo está en orden... Pero tengo miedo. Tengo miedo de salir de casa y encontrarme con miradas desconocidas. Lo sé, estoy en perenne conflicto conmigo misma: hay días en que estar con los demás me ayuda, lo necesito de manera imperiosa. Otros días lo único que puede satisfacerme es estar sola, completamente sola. Entonces echo desganadamente a mi gato de la cama, me tiendo boca arriba y pienso... Quizá hago sonar algún CD, casi siempre música clásica. Y me siento bien con la complicidad de la música y no necesito nada.
Pero este alboroto me está destrozando, sé que esta noche alguien vivirá más que yo. Mientras, yo permaneceré en este cuarto escuchando el sonido de la vida; lo escucharé hasta que me abrace el sueño.
10 de julio
10,30
¿Sabes qué pienso? Pienso que quizá fue una pésima idea empezar un diario... Sé cómo estoy hecha, me conozco. Dentro de algunos días olvidaré la llave en alguna parte, o tal vez dejaré voluntariamente de escribir, demasiado celosa de mis pensamientos. O quizá (no es inverosímil) mi indiscreta madre mirará a hurtadillas entre las hojas y entonces me sentiré estúpida y dejaré de contar.
No sé si me hace bien desahogarme, pero al menos me distraigo.
13 de julio
mañana
Diario:
¡Estoy contenta! Ayer estuve en una fiesta con Alessandra, altísima y delgada, como siempre encaramada en sus tacones, hermosa como siempre y, como siempre, un poco tosca en sus modales y movimientos. Pero afectuosa y dulce. Al principio no quería ir, en parte porque las fiestas me aburren y en parte porque ayer el calor era tan sofocante que me impedía hacer nada. Pero entonces me rogó que la acompañara y la seguí. Llegamos a las afueras cantando en la moto, rumbo a las colinas que fueron verdes y exuberantes y que la sequía estival ha vuelto secas y mustias. Nicolosi celebraba su fiesta grande en la plaza y, en el asfalto tibio de la tarde, había muchos puestos de caramelos y frutas secas. El chalet estaba al final de una callejuela mal iluminada. Una vez llegadas delante de la cancela, ella se puso a gesticular con las manos como si quisiera saludar a alguien y llamó a voz en cuello: «¡Daniele, Daniele!».
Él se acercó con pasos muy lentos y la saludó. Parecía bastante guapo, aunque la oscuridad apenas permitía distinguirlo. Alessandra nos presentó y él me estrechó la mano débilmente. Susurró bajísimo su nombre y yo le sonreí, pensando que era un poco tímido. Entonces hubo como un resplandor muy claro en la oscuridad: eran sus dientes, de una blancura y un brillo asombrosos. Entonces, apretándole la mano con más fuerza, dije en voz demasiado alta: «Melissa». Quizá no haya advertido mis dientes, no son tan blancos como los suyos, pero quizá haya visto que mis ojos se iluminaban y brillaban. Una vez dentro, me di cuenta de que a la luz era todavía más guapo. Iba detrás y podía ver los músculos de los hombros que se le movían a cada paso. Me sentía pequeñísima con mi metro sesenta y también me sentí fea comparada con él.
Cuando por fin nos sentamos en los sillones de la sala, él estaba frente a mí y sorbía despacio la cerveza con los ojos clavados en los míos: en aquel momento me avergoncé de los granitos que me han salido en la frente y de mi piel demasiado clara comparada con la suya. Tiene la nariz recta y proporcionada, y eso lo hacía parecer a algunas estatuas griegas, y las venas marcadas de las manos le daban un vigor fuera de lo común. Los ojos, grandes y de un azul oscuro, me miraban altivos y soberbios. Me hizo muchas preguntas, aunque siempre subrayando su indiferencia por mis respuestas. Y esto, en vez de desalentarme, me hizo más fuerte.
No le gusta bailar, y a mí tampoco. Así que nos quedamos solos mientras los demás se desenfrenaban, bebían y bromeaban.
Se hizo un silencio al que quise poner remedio.
—Bonita casa, ¿verdad? —dije, simulando seguridad.
Se encogió de hombros y, como no quise ser indiscreta, me quedé callada.
Entonces llegó el momento de las preguntas íntimas. Cuando todos estaban entretenidos en bailar, se acercó aún más a mi sillón y comenzó a mirarme con una sonrisa. Yo estaba sorprendida y encantada, esperando algún gesto suyo. Estábamos solos, en la oscuridad, a una distancia muy favorable. Entonces, la pregunta:
—¿Eres virgen?
Se me subieron los colores, sentí un nudo en la garganta y un ejército de alfileres pinchándome la cabeza.
Respondí con un «sí» tímido y enseguida desvié la mirada hacia otro lado para rechazar esa inmensa vergüenza. Se mordió los labios para reprimir una carcajada y se limitó a toser un poco, sin pronunciar ni una sílaba. En mi fuero interno, los reproches eran enérgicos y violentos: «¡Ahora ya no te tendrá en cuenta! ¡Idiota!». Pero en el fondo, qué más podía decir, ésa es la verdad, soy virgen. Nunca me ha tocado nadie, aparte de mí misma, y eso me enorgullece. Pero tengo curiosidad, mucha curiosidad. Sobre todo, de conocer el cuerpo masculino desnudo, porque nunca me han permitido verlo: cuando en la televisión transmiten escenas de desnudo, mi padre se apresura a coger el mando a distancia y cambia de canal. Y, cuando este verano me quedé toda la noche con un chico florentino que estaba de vacaciones aquí, no me atreví a poner la mano en el mismo sitio en que él ya había puesto la suya.
Y tal vez, el deseo de sentir un placer provocado por alguien que no sea yo, de sentir su piel contra la mía. Y en último término, el privilegio de ser, entre las chicas de mi edad que conozco, la primera en tener relaciones sexuales. ¿Por qué me ha hecho esa pregunta? Aún no he pensado en cómo será mi primera vez y muy probablemente no lo pensaré nunca, sólo quiero vivirla y, si puedo, tener para siempre un recuerdo hermoso, que me acompañe en los momentos más tristes de mi vida. Pienso que podría ser él, Daniele; lo he intuido por algunas cosas.
Ayer nos intercambiamos los números de teléfono y durante la noche, mientras dormía, me ha mandado un mensaje que he leído esta mañana: «Lo he pasado muy bien, eres muy mona y quiero volver a verte. Ven mañana a casa, nos bañaremos en la piscina».
19,10
Estoy perpleja y desconcertada. El impacto de lo que hace unas horas me era desconocido ha sido bastante brusco, aunque no del todo desagradable.
Su finca de verano es preciosa, rodeada por un jardín verde y por innumerables macizos de flores coloridas y frescas. En la piscina azul brillaba el reflejo del sol y el agua invitaba a zambullirse, pero yo precisamente hoy no he podido porque la regla me lo ha impedido. Debajo del sauce llorón miraba a los demás, que se zambullían y jugaban, mientras yo estaba sentada a la mesita de bambú con un vaso de té frío en la mano. Él me miraba sonriente de vez en cuando y yo hacía otro tanto, contenta. Luego lo vi trepar por la escalerilla y venir hacia mí con las gotas de agua deslizándose, lentas, por su torso reluciente, mientras con una mano se arreglaba el pelo mojado y salpicaba de gotitas todos los rincones.
—Qué pena que no puedas divertirte —dijo, con una expresión ligeramente irónica.
—No hay problema —respondí—, tomaré un poco el sol.
Sin decir nada, me aferró una mano mientras con la otra cogía el vaso frío y lo apoyaba sobre la mesa.
—¿Adónde vamos? —pregunté riendo, pero un poco recelosa.
No respondió y me condujo por una escalerilla de diez peldaños hasta una puerta, cogió unas llaves de debajo del felpudo e introdujo una en la cerradura, mientras me miraba con ojos socarrones y brillantes.
—Pero ¿adónde me llevas? —pregunté; el mismo recelo en mí, pero ahora bien escondido.
Otra vez, la callada por respuesta y un esbozo de risotada. Abrió la puerta, me tironeó hacia dentro y la cerró a mis espaldas. La habitación era oscura, apenas iluminada por los rayos que se filtraban por las rendijas de las persianas, y calurosa. Me apoyó contra la puerta y me besó apasionadamente, haciéndome saborear sus labios de fresa, de un color muy parecido al fruto. Apoyaba las manos en la puerta y los músculos de sus brazos estaban tensos, podía sentirlos, vigorosos, en la palma de mis manos que los acariciaban y los recorrían del mismo modo en que los duendes recorrían mi cuerpo. Luego me cogió por las mejillas, se apartó de mi boca y me preguntó quedamente:
—¿Te apetecería hacerlo?
Me mordí los labios y le dije que no, porque mil miedos me invadieron de pronto, miedos sin rostro, abstractos. Hizo más presión con las manos sobre mis mejillas y con una fuerza que quizá él quería traducir, en vano, en dulzura me fue empujando cada vez más abajo, mostrándome bruscamente al Desconocido. Ahora lo tenía delante de los ojos, olía a hombre y cada vena que lo atravesaba expresaba tal potencia que me pareció obligatorio ajustar las cuentas con ella. Entró presuntuoso entre mis labios, haciendo desaparecer el sabor a fresa que aún los impregnaba.
Luego, de repente, hubo otra sorpresa y me encontré en la boca un líquido caliente y ácido, abundante y denso. Mi sobresalto ante este nuevo descubrimiento le provocó un ligero dolor, me aferró la cabeza con las manos y me empujó hacia él con más fuerza. Su respiración era afanosa y hubo un momento en que creí que el calor de su aliento llegaba hasta mí y me quemaba. Bebí ese líquido porque no sabía qué hacer con él, y mi esófago se quejó con un ligero rumor del que me avergoncé. Mientras aún estaba de rodillas, lo vi bajar las manos y, creyendo que quería alzarme el rostro sonreí; en cambio, se tiró hacia arriba el bañador y oí el ruido del elástico que golpeaba contra su piel mojada de sudor. Entonces me levanté sola y lo miré a los ojos en busca de alguna palabra que pudiera tranquilizarme y hacerme feliz.
—¿Quieres tomar algo? —preguntó.
Porque el sabor ácido del líquido seguía en mi boca respondí que sí, que un vaso de agua. Se alejó y regresó unos segundos después con el vaso en la mano. Yo aún estaba apoyada en la puerta, mirando con curiosidad la habitación después de que él hubiera encendido la luz. Observaba las cortinas de seda y las esculturas, y los libros y revistas abandonados sobre los elegantes divanes. Un acuario enorme proyectaba sus luces brillantes en las paredes. Oía los ruidos de la cocina y dentro de mí no había turbación ni vergüenza, sino una extraña satisfacción. Sólo después me asaltó la vergüenza, cuando me tendió el vaso con un gesto indiferente y le pregunté:
—Pero ¿de verdad se hace así?
—¡Claro! —me respondió, con una sonrisa burlona que dejaba expuestos todos sus bellísimos dientes. Entonces le sonreí y lo abracé y, mientras olía su nuca, sentí sus manos detrás de mí cogiendo la manilla y abriendo la puerta.
—Nos vemos mañana —dijo, y después de un beso que me resultó dulce, bajé los peldaños y me uní a los demás.
Alessandra me miró riéndose y yo esbocé una sonrisa que desapareció en seguida cuando bajé la cabeza: tenía los ojos llenos lágrimas.
29 de julio
Diario:
Hace más de dos semanas que frecuento la compañía de Daniele y ya me siento muy ligada a él. Es verdad que sus modales conmigo son bastante bruscos y nunca le sale de la boca un cumplido ni una palabra atenta: sólo indiferencia, insultos y carcajadas provocativas. Sin embargo, su manera de actuar hace que me entregue aún más. Estoy segura de que la pasión que tengo dentro conseguirá hacerlo completamente mío, pronto se dará cuenta. En las tardes calurosas y monótonas de este verano a menudo me encuentro pensando en su sabor, en la frescura de su boca de fresa, en sus músculos firmes y vibrantes como grandes peces vivos. Y entonces siempre me toco y tengo unos orgasmos estupendos, intensos y llenos de fantasías. Siento que una pasión enorme vive dentro de mí, la siento latir contra mi piel porque desea salir y desencadenar toda su potencia. Tengo unas ganas locas de hacer el amor, lo haría incluso ahora mismo y seguiría durante días y días, hasta que la pasión encontrara salida y se quedara fuera; al fin libre. Sé a priori que nunca tendré bastante; en un instante reabsorberé lo que he dispersado fuera para volver a abandonarlo a la intemperie, en un ciclo siempre igual, siempre emocionante.
1 de agosto
Me ha dicho que soy incapaz de hacerlo, que soy poco apasionada. Me lo ha dicho con su habitual sonrisa burlona y me marché deshecha en lágrimas, humillada por su respuesta. Estábamos en la hamaca de su jardín; apoyaba la cabeza en mis piernas y yo le acariciaba el pelo lentamente y miraba sus cejas cerradas de chico de dieciocho años. Le pasé un dedo por los labios y me mojé un poco la yema; él se despertó y me miró con aire interrogativo.
—Tengo ganas de hacer el amor, Daniele —le dije de pronto, con las mejillas ardientes.
Se rió con ganas, hasta quedarse sin aliento.
—¡Venga, nena! ¿De qué tienes ganas? ¡Si no eres capaz ni de hacerme una buena mamada!
Lo miré perpleja, humillada, quería hundirme en su jardín tan bien cuidado y pudrirme allí abajo, mientras sus pies seguirían pisándome por toda la eternidad. Huí hacia la calle y le grité «¡Cabrón!», llena de rabia, mientras cerraba de un golpe la cancela y arrancaba la moto para marcharme con el alma destruida y el orgullo herido.
Diario, ¿es tan difícil dejarse amar? Pensaba que no era necesario tragar su veneno para garantizarme su afecto, que lo que cabía era, simplemente, entregarme por completo y ahora que estaba a punto de hacerlo, ahora que tengo ganas, él me ridiculiza y me enseña la puerta de ese modo. ¿Qué puedo hacer? De revelarle mi amor, ni hablar. Pero aún puedo probarle que soy capaz de hacer lo que no se espera, soy muy terca y lo conseguiré.
3 de diciembre
22,50
Hoy cumplo quince años. Fuera hace frío y esta mañana ha llovido con ganas. Han venido a casa algunos parientes a los que no he acogido muy bien y mis padres, incómodos, me han reprendido en cuanto se han marchado. El problema es que mis padres sólo ven lo que les gusta ver. Cuando estoy más chispeante, participan de mi alegría y son afables y comprensivos. Cuando estoy triste, se mantienen apartados, me evitan como a xana apestada. Mi madre dice que soy una muerta, que escucho música de cementerio y que mi única diversión es encerrarme en la habitación a leer libros (esto no lo dice, pero está en su mirada...). Mi padre no tiene ni idea de cómo transcurren mis días, y yo no tengo ninguna intención de contárselo.
Lo que me falta es amor, lo que quiero es una caricia en el pelo, lo que deseo es tina mirada sincera.
Hasta en el colegio ha sido un día infernal: me han pescado en dos asignaturas que no había preparado (no tengo ganas de ponerme a estudiar) y he tenido examen de latín. Tengo a Daniele en la cabeza, de la mañana a la noche, ocupa incluso mis sueños. No puedo revelarle a nadie lo que siento por él, no lo entenderían, lo sé.
Durante las tareas, el aula estaba silenciosa y oscura, porque había saltado la luz. Dejé que Aníbal atravesara los Alpes y que los gansos del Capitolio lo esperaran aguerridos; dirigí la mirada hacia la ventana de cristales empañados y vi mi imagen opaca y desenfocada: sin amor un hombre no es nada, diario, no es nada... (ni yo soy una mujer...).