Capítulo 4

Siempre suspendido en el aire, Eddie sintió que lo hacían girar en redondo. No podía estar seguro, claro está, pero tuvo la sensación de que ahora lo llevaban en dirección diametralmente opuesta. Al mismo tiempo, los tentáculos que le sujetaban los brazos y las piernas lo soltaron. Sólo la cintura seguía aprisionada, atenazada con tanta fuerza que lo hacía gritar de dolor.

Luego, las punteras de sus botas rebotaron contra una superficie elástica y se sintió empujado hacia adelante. Claudicante, enfrentado a quién sabe qué horrible monstruo, se sintió de pronto asaltado —no por un pico voraz ni por dientes ni por un cuchillo u otro mutilador instrumento cortante— sino por una oleada de aquel mismo olor a monos.

En otras circunstancias sin duda habría vomitado. Esta vez su estómago no tuvo tiempo de considerar si debía o no limpiar la casa. El tentáculo lo levantó a mayor altura y lo lanzó contra algo blando y elástico —algo carnoso y femenino— casi parecido a un pecho por su textura, suavidad y tibieza y por la delicada curva levemente insinuada.

Eddie sacó manos y pies para defenderse, pensando por un momento que iba a hundirse y quedar engullido, atrapado. La idea de una suerte de ameba gargantuesca escondida en una roca hueca —o en una concha de aspecto rocoso— lo hizo forcejear y gritar y empujar a aquella sustancia protoplasmática.

Pero no le aconteció nada de eso. No lo sumergieron en una gelatina asfixiante y legamosa que, luego de arrancarle la piel y la carne, disolviera sus huesos. Una y otra vez, lo hicieron rebotar contra la suave superficie turgente. Y cada vez que chocaba contra ella, la empujaba, le asestaba puntapiés o puñetazos. Al cabo de una docena de estos actos aparentemente incoherentes, lo levantaron como para observarlo, como si la criatura o la cosa que así lo sacudía estuviera intrigada por su comportamiento.

Había cesado de gritar. Ahora los únicos sonidos audibles eran su bronca respiración y los chistidos y silbidos del panrad. En el momento mismo en que empezó a escucharlos, los chistidos cambiaron de ritmo para estabilizarse en una serie identificable de pulsaciones —tres unidades que se repetían una y otra vez.

—¿Quién eres tú? ¿Quién eres tú?

Naturalmente, también hubiera podido ser: «¿Qué eres tú?» o «¡Qué demonios!» o «¿Nor smoz ka pop?». O nada, semánticamente hablando.

Pero Eddie no creía que fuera esto último. Y cuando lo depositaron delicadamente en el piso, y el tentáculo desapareció en la oscuridad, sólo Dios sabe dónde, tuvo la certeza de que la criatura estaba comunicándose, o tratando de comunicarse con él.

Fue ese pensamiento el que lo disuadió de gritar y echar a correr por aquella cámara tenebrosa y fétida, buscando locamente una salida. Dominando su pánico, abrió un pequeño obturador del cilindro del panrad e introdujo en él el dedo índice de su mano derecha. Lo apoyó en el interruptor sin llegar a oprimirlo, y en el preciso momento en que el aparato cesó de transmitir, él emitió a su vez, lo mejor que pudo, las pulsaciones que había recibido. No tuvo necesidad de encender la luz y hacer girar el dial para sintonizar la banda de los mil kilociclos. El instrumento sintonizaría automáticamente esa frecuencia con la que acababa de recibir.

Lo más curioso era que el cuerpo le temblaba de los pies a la cabeza en forma casi incontrolable, con la sola excepción de una parte: su dedo índice, la única unidad que, le pareció, tenía una función claramente definida en esta situación por lo demás confusa. Era la parte de sí mismo que lo estaba ayudando a sobrevivir, la única parte que, por el momento, sabía lo que tenía que hacer. Hasta su cerebro parecía estar totalmente desvinculado de su dedo. Ese dígito era él mismo, y el resto sólo estaba unido a él por puro azar.

Cuando se interrumpió, comenzó otra vez el transmisor. Esta vez las unidades eran irreconocibles. Tenían cierto ritmo, pero no pudo darse cuenta qué significaban. Entre tanto, el DR emitía breves silbidos secos y entrecortados. Algo, un haz, en algún lugar de aquella oscura caverna, no le perdía pisada.

Apretó un botón de la tapa del panrad y la linterna empotrada en el aparato alumbró el área que tenía frente a él. Vio una pared de una sustancia gomosa de color gris rojizo. En la pared se destacaba una ligera turgencia gris de forma vagamente circular, de poco más o menos un metro veinte de diámetro. A su alrededor, confiriéndole cierta semejanza con una medusa, había enroscados doce tentáculos muy largos y muy delgados.

Pese al temor de que si les daba la espalda los tentáculos pudieran asirlo de nuevo, su curiosidad lo instó a darse vuelta y examinar los alrededores a la luz de su linterna. Se encontraba en una cámara ovoide de unos diez metros de largo, cuatro de ancho y dos y medio a tres de altura en el centro. Estaba constituida por una sustancia gris rojiza de textura uniforme con excepción de conductos azules y rojos, a intervalos irregulares. ¿Venas y arterias?

Una porción de la pared que tenía las dimensiones de una puerta presentaba una ranura vertical que la recorría de arriba a abajo y estaba también flanqueada por tentáculos. Eddie supuso que debía ser una especie de iris, el cual se había abierto para arrastrarlo a él al interior. Tentáculos agrupados en forma de estrella de mar aparecían aquí y allá por las paredes o colgaban del techo. En la pared opuesta a la del iris había un tallo largo y flexible provisto, en su extremo libre, de una golilla cartilaginosa. Cada vez que Eddie hacía algún movimiento, el tallo se movía y su extremo ciego lo seguía como una antena de radar sigue el rastro del objeto que intenta situar. Eso era. Y a menos que estuviese muy equivocado, el tallo era al mismo tiempo un receptor-transmisor de onda continua.

Paseó en torno el haz de su linterna. Cuando llegó al extremo más distante, contuvo el aliento. ¡Amontonadas, de frente a él había diez criaturas! Del tamaño de cerdos a medio crecer, a nada se parecían tanto como a caracoles despojados de sus conchas; carecían de ojos y el tallo que crecía de la frente de cada uno era una réplica diminuta del de la pared. No parecían peligrosos. Sus bocas, abiertas, eran pequeñas y sin dientes y su ritmo de locomoción debía ser lento, pues se arrastraban como caracoles sobre un ancho basamento muscular… un pie de carne.

Empero, si se quedaba dormido, aquellos seres podrían dominarlo por su fuerza numérica y quizás esas bocas segregaran un ácido capaz de digerirlo, o tuvieran un secreto aguijón ponzoñoso.

Sus lucubraciones fueron interrumpidas en forma violenta. Se sintió aprisionado, alzado en vilo y pasado a otro grupo de tentáculos. Llevado hasta más allá del tallo-antena, en dirección a las criaturas caracolimorfas. Justo antes de llegar al sitio donde se encontraban, lo inmovilizaron, de cara a la pared. Un iris, invisible hasta ese momento, se abrió de pronto. Eddie lo iluminó con el haz de su linterna, pero sólo alcanzó a divisar circunvoluciones de carne.

Su panrad emitió una nueva serie de señales —pin-pon-pen-pan—. El iris se dilató hasta alcanzar el ancho suficiente para admitir su cuerpo si se lo introducía de cabeza. O por los pies. Lo mismo daba para el caso. Los repliegues se desenmarañaron y se convirtieron en un túnel. O en una garganta. De miles de hoyos diminutos emergieron miles de dientes pequeñísimos, afilados como navajas. Centellearon un instante y volvieron a hundirse, pero antes de que hubieran desaparecido, mil otras diminutas lanzas maléficas se precipitaron hacia afuera adelantándose a los colmillos que retrocedían.

Moledora de carne.

Más allá de aquella formación asesina, en el fondo de la garganta, había una enorme bolsa de agua. Exhalaba vapor, y con el vapor un aroma semejante al del guiso de mamá. Trocitos de algo oscuro, presumiblemente carne, y pedazos de legumbres flotaban en la hirviente superficie.

Luego el iris se cerró, y lo pusieron de frente a las babosas. Suave, pero inequívocamente, un tentáculo le azotó las nalgas. Y el panrad chistó una advertencia.

Eddie no era tonto. Ahora sabía que las diez criaturas no eran peligrosas a menos que él las molestase. En cuyo caso, acababa de ver adonde iría a parar si no se portaba bien.

Una vez más fue izado y transportado a lo largo de la pared hasta rebotar contra la mancha gris claro. El olor a jaula de monos, que se había atenuado, volvió a intensificarse. Eddie descubrió que provenía de un pequeño orificio que apareció en la pared.

Cuando no reaccionó —no tenía aún idea alguna de cómo se suponía que debía actuar— los tentáculos lo soltaron en forma tan sorpresiva que cayó de espaldas. Ileso al rebotar sobre la carne muelle, se levantó.

¿Cuál podría ser el próximo paso? Inventario de recursos. Recuento: el panrad. Un saco de dormir, que no iba a necesitar mientras persistiese la presente temperatura demasiado cálida. Un frasco de cápsulas Old Red Star. Un botella térmica con su correspondiente pezón. Una caja de raciones A-2-Z. Un hornillo plegadizo. Cartuchos para su arma de doble caño, que ahora yacía fuera de la concha rocosa de la criatura. Un rollo de papel higiénico. Cepillo de dientes. Dentífrico. Jabón. Toalla. Píldoras: Nodor, hormona, vitamina, longevidad, reflejo y somníferas. Y un alambre fino como un hilo, de treinta metros de longitud cuando estaba desenrollado, que aprisionaba en su estructura molecular cien sinfonías, ochenta óperas, mil tipos de piezas musicales diferentes y dos mil obras famosas de la literatura, que abarcaban de Sófocles a Dostoievsky y los best-sellers más recientes. Podía hacerlo funcionar en el interior del Panrad.

Lo insertó, apretó un botón y habló:

—Grabación de Eddie Fetts de Che Gélida Manina de Puccini, por favor.

Y mientras escuchaba complacido su magnífica voz, abrió una lata que había encontrado en el fondo de la mochila. Su madre había guardado en ella el resto del guiso de su última comida en la nave.

Sin saber lo que le sucedía, pero seguro, por alguna misteriosa razón, de que por el momento estaba a salvo, mascó lentamente la carne y las legumbres con genuina satisfacción. Tal transición de la repugnancia al apetito era frecuente en Eddie.

Limpió la lata y finalizó la merienda con un par de galletitas y una tableta de chocolate. El racionamiento quedaba excluido. Mientras le durasen los víveres, comería bien. Luego, si nada nuevo ocurría… Pero para entonces —se tranquilizó mientras se chupaba los dedos—, su madre, que estaba en libertad, encontraría algún medio de sacarlo del atolladero. Como siempre lo hiciera.