Capítulo 7

La enorme luna estriada como un melón apareció poco después del anochecer. Sus rayos brillantes rielaban sobre el casco del Gaviota y sobre los rostros pálidos congregados en el linde de la pradera. El padre John salió de la oscuridad de la selva. Se detuvo y preguntó:

—¿Qué sucede?

Tu se separó del grupo acurrucado y le señaló la nave; por la tronera principal, abierta, salía un torrente de luz.

El padre John contuvo el aliento.

—¿Él? ¿Ya?

La mayestática figura se alzaba, inmóvil, al pie de la escalerilla portátil, esperando como si pudiera permanecer allí pacientemente otros diez mil años.

La voz de Tu, aunque iracunda, delataba cierta inseguridad.

—¡El obispo nos ha traicionado! Le dijo a él que de acuerdo con la ley tenemos la obligación de aceptarlo y le dio dinero para el pasaje.

—¿Y qué piensa hacer al respecto? —preguntó Carmody, su voz pedregosa más áspera que de costumbre.

—¿Hacer? ¿Qué otra cosa puedo hacer sino llevarlo? Los reglamentos lo exigen. Si me niego… bueno, bueno, perdería mi grado de capitán. Usted lo sabe. Lo más que puedo hacer es demorar la partida hasta el amanecer. Puede que el obispo haya cambiado de idea para entonces.

—¿Dónde está Su Excelencia?

—No llame Excelencia a ese traidor. Se ha internado en la selva y se ha convertido en un nuevo Padre.

—¡Debemos hallarlo y salvarlo de sí mismo! —gritó Carmody.

—Lo acompañaré —dijo Tu—. Si fuera por mi lo dejaría seguir su propio camino hacia el infierno, pero los enemigos de nuestra Iglesia nos van a escarnecer. ¡Santo Dios, obispo, por añadidura!

Pocos minutos después, los dos hombres, armados de linternas, busca-naves y sonorrayos volvían a internarse en la selva. Tu llevaba también una pistola. Iban solos porque el padre no quería exponer a su obispo a la humillación que significaría para él verse enfrentado a una multitud de hombres enfurecidos. Además, suponía que si sólo sus viejos amigos estaban presentes, tendrían una mejor oportunidad de disuadirlo de su locura y hacerlo volver a sus cabales.

—¿Dónde demonios podemos encontrarlo? —gimió el capitán—. Dios. qué oscuro está esto. Y fíjese en esos ojos. Debe haber millares.

—Las bestias saben que ocurre algo extraordinario. Escuche, la selva entera está despierta.

—Celebrando el cambio de dinastía. El Rey ha muerto; viva el Rey. ¿Dónde podrá estar?

—Probablemente en el lago. Su lugar predilecto.

—¿Por qué no lo dijo? Podríamos haber estado allí en dos minutos con un cóptero.

—No tiene sentido utilizar un cóptero esta noche.

El padre John iluminó con su linterna el busca-nave.

—Fíjese cómo gira la aguja. Apuesto a que nuestras radiopulseras están muertas.

—Hola, Gaviota, Gaviota, adelante, adelante… Tiene razón. Está muerta. Cielos, cómo brillan esos ojos. Parece que se multiplicaran en los árboles. También nuestros sonos están kaput. ¿Por qué no se apagan las linternas?

—Me imagino que porque él sabe que les permiten a sus bestias localizarnos más rápidamente. Pruebe su automática. Su mecanismo se carga eléctricamente ¿verdad?

Tu volvió a gemir.

—No funciona. ¡Ojalá fuese de las antiguas!

—Si quiere volver, está a tiempo todavía —dijo Carmody—. Podríamos no salir con vida de la selva si llegamos a localizar al obispo.

—¿Qué le pasa a usted? ¿Cree que soy un cobarde? No permito que ningún hombre, sacerdote o no, me insulte de ese modo.

—No quise decir eso. Pero su deber primordial es para con la nave, usted lo sabe.

—Y para con mis pasajeros. Vamos.

—Creí que me había equivocado. Estuve a punto de cambiar de idea con respecto a Padre —dijo el sacerdote—. Quizás estuviera usando para el bien sus poderes, que no dependían totalmente de fuentes materiales. Pero no estaba seguro. Por eso lo seguí, y entonces, cuando presencié su muerte, supe que había estado en lo cierto y cualquier uso que pretendamos darle, sólo nos deparará el mal.

—¿Su muerte? Pero si estaba en el Gaviota hace un momento.

—Carmody le narró de prisa lo que había presenciado.

—Pero, pero… No comprendo. Padre no puede soportar el contacto de sus propias criaturas, y ejerce sobre ellas un perfecto control. ¿Por qué el motín? ¿Cómo es posible que haya vuelto a la vida tan rápidamente, sobre todo si, como dice, fue despedazado? Escuche, a lo mejor hay más de un Padre, gemelos, y nos está haciendo jugarretas. Quizá sólo pueda controlar a sus bestias entrenadas cuando está cerca de nosotros. Y se topó con un grupo que no podía manejar.

—Tiene razón a medias. Primero, fue un motín, pero un motín que él provocó, un motín ritual. Yo mismo sentí su orden mental; estuve en un tris de saltar sobre él y despedazarlo, también yo. Segundo, me imagino que volvió a la vida con tanta rapidez porque el árbol blanco es más poderoso que los otros, de acción más acelerada. Tercero, nos está haciendo jugarretas, pero no de la clase que usted sugiere.

Aminorando el ritmo de la marcha, Carmody resopló y jadeó.

—Ahora estoy pagando por mis pecados. Con la ayuda de Dios, me voy a poner a dieta. Y haré gimnasia, además, cuando todo esto haya pasado. Detesto mi corpachón. Pero ¿qué será de mí cuando me encuentre, muerto de hambre, sentado a una mesa colmada de las cosas demasiado buenas de esta vida, creadas en el principio para ser disfrutadas? ¿Qué será de mi?

—Yo podría decirle qué será de usted, pero ahora no tenemos tiempo de hablar de estas cosas. No se vaya por las ramas —gruñó Tu. Su desprecio por las personas autocomplacientes era proverbial.

—Muy bien. Como le decía, era evidentemente un ritual de autoinmolación. Fue ese conocimiento el que me hizo escabullirme a todo correr en una infructuosa búsqueda del obispo. Quería decirle que Padre sólo mentía a medias cuando decía que recibía sus poderes de Dios y que adoraba a Dios.

«Es cierto. ¡Pero su dios es él mismo! En su inmenso egoísmo se asemeja a las antiguas deidades paganas de la Tierra, que supuestamente, se infligían la muerte y luego, una vez realizado el sacrificio supremo, se resucitaban. Odin, por ejemplo, que se ahorcó en un árbol».

—Pero no es posible que haya oído hablar de ellos. ¿Por qué habría de imitarlos?

—No es necesario que haya oído hablar de nuestros mitos terráqueos. Al fin y al cabo hay ciertos ritos y símbolos religiosos que son universales, que surgen espontáneamente en un centenar de planetas diferentes. Los sacrificios a un dios, la comunión al comer la carne del dios, las ceremonias de la siembra y la cosecha, el concepto de ser un pueblo elegido, los símbolos del círculo y de la cruz. Es posible, entonces, que Padre haya traído la idea de su mundo natal. O que la haya concebido como el acto supremo de que era capaz. El hombre necesita tener una religión, aunque ella consista en adorarse a si mismo.

»No se olvide, además, que su ritual, como la mayoría, combinaba la religión con la practicidad. Tiene diez milenios y ha preservado su longevidad recurriendo, de tanto en tanto, al árbol gelatinífero. Pensó que se marcharía con nosotros y que pasaría algún tiempo antes de que pudiera cultivar uno de sus árboles en un mundo extraño. Un tratamiento rejuvenecedor es parte de la re-creación, sabe. El depósito de calcio en el sistema vascular, la acumulación de grasas en las células cerebrales, las otras degeneraciones que constituyen la vejez, se excluyen del proceso. Uno emerge del árbol joven y vital».

—¿Las calaveras?

—Para la re-creación no hace falta el esqueleto entero, aunque la costumbre es introducirlo. Una astilla de hueso es suficiente, porque una sola célula contiene el modelo genético. Se me había escapado un detalle, se da cuenta. Era el problema de por qué ciertos animales podían estar condicionados para ser víctimas de los carnívoros. Si su carne se reconstituye alrededor de los huesos únicamente de acuerdo con las cintas genéticas, el animal no tendrá memoria de su vida anterior. Y por lo tanto, su sistema nervioso no contendrá reflejos condicionados. Pero los tiene. Por consiguiente, la gelatina debe reproducir el contenido del sistema neuronal. ¿Cómo? Supongo que en el momento mismo de morir, el depósito de gelatina más cercano registra todas las ondas emitidas por las células, incluso el complejo de ondas irradiadas por las moléculas «anudadas» de la memoria. Y luego lo reproduce.

«Así, las calaveras de Padre quedan afuera, y cuando él se levanta, es lo primero que ve, una visión estimulante para él. Recuerde, las besó durante el sacrificio. ¡Mostró su amor hacia sí mismo! La vida besando a la muerte, sabiendo que él había vencido a la muerte».

—¡Ah!

—Sí, y eso es lo que le sucederá a la Galaxia si Padre se marcha de aquí. La anarquía, una batalla cruenta hasta que sólo sobreviva una persona en cada planeta, estancamiento, el fin de la vida inteligente tal como la conocemos, ninguna meta… ¡Mire, ya está el lago a la vista!

Carmody se detuvo detrás de un árbol. André estaba de pie junto a la orilla, de espaldas a ellos. La cabeza gacha como en plegaria o en meditación. O abrumado por el dolor.

—Su Excelencia —dijo el padre suavemente, saliendo de detrás del árbol.

André se sobresaltó. Sus manos, que debían de estar unidas sobre su pecho, cayeron bruscamente a sus costados. Pero no se dio vuelta. Aspiró profundamente, dobló las rodillas y se zambulló en el lago.

Carmody gritó:

—¡No! —Y tomando impulso, se zambulló, tratando de ganar distancia. Tu llegó poco después pero se detuvo en la orilla. Se agazapó, mientras las pequeñas olas provocadas por la desaparición de los dos se ensanchaban, para diluirse en círculos diminutos, nimbados por la luz de la luna sobre la tersa superficie oscura. Se quitó la chaqueta y los zapatos pero todavía no se zambulló. En ese momento una cabeza afloró a la superficie y se oyó un fuerte resoplido cuando el hombre volvió a llenar sus pulmones de aire.

Tu llamó:

—¿Carmody? ¿Obispo?

El otro se hundió nuevamente. Tu saltó al agua y desapareció. Transcurrió un minuto. Luego tres cabezas emergieron simultáneamente. Un instante después, el capitán y el pequeño sacerdote se inclinaban, jadeantes, sobre el cuerpo exánime de André.

—Luchó conmigo —dijo Carmody con voz ronca, respirando entrecortadamente—. Me empujó. Entonces… le puse los pulgares detrás de las orejas… donde se juntan las quijadas… apreté… cedió pero no sé si había tragado agua… o si yo lo había desmayado… o ambas cosas… no es momento de hablar…

El sacerdote dio vuelta al obispo para ponerlo de cara al suelo, le giró la cabeza hacia un lado y montó a horcajadas sobre su espalda. Con las manos apoyadas en el tórax del otro, inició el bombeo rítmico que esperaba expulsaría el agua y permitiría entrar aire a sus pulmones.

—¿Cómo pudo hacer semejante cosa? —dijo Tu—. ¿Cómo él, nacido y criado en la fe, un obispo consagrado y respetado, pudo traicionarnos? ¿Quién lo hubiera pensado? Recuerde lo que hizo por la Iglesia en Lazy Fair; era un gran hombre. ¿Y cómo pudo él, sabiendo todo lo que eso significa, tratar de matarse?

—Cierre su maldita boca —dijo Carmody con dureza—. ¿Estuvo usted expuesto a su tentación? ¿Qué sabe usted de sus angustias? Deje de juzgarlo. Haga algo útil. Márqueme el ritmo con su reloj a ver si puedo regular mi bombeo. Pronto. Uno… dos… tres…

Quince minutos más tarde el obispo pudo sentarse y sostener su cabeza entre las manos. Tu se había alejado unos pasos y seguía allí, de espaldas a ellos. Carmody se arrodilló y dijo.

—¿Cree que ya puede caminar, Su Excelencia? Debemos salir de esta selva lo más pronto posible. Huelo peligro en el aire.

—Hay algo más que peligro. ¡Hay perdición! —dijo André con voz débil…

Se levantó, se tambaleó y fue sostenido por la recia mano del otro.

—Gracias. En marcha. Ah, viejo amigo, ¿por qué no me dejó hundirme hasta el fondo y morir allí donde él no habría encontrado mis huesos ni hombre alguno conocido mi desgracia?

—Nunca es demasiado tarde, Su Excelencia. El hecho de que usted se haya arrepentido de su pacto y se dejara llevar por el remordimiento…

—Apresurémonos antes de que sea en verdad demasiado tarde. Ah, siento la chispa de otra vida que nace. Usted sabe cómo es, John. Brilla y crece y se expande hasta que llena todo el cuerpo y uno se siente a punto de estallar de fuego y de luz. Ésta es poderosa. Debe estar en un árbol cercano. Sujéteme, John. Si caigo en otro trance, sáqueme de aquí a rastras, por más que me resista.

«Usted ha sentido lo que yo sentí, usted parece tener la fuerza suficiente para luchar contra eso, pero yo he luchado contra algo semejante durante toda mi vida y nunca se lo he revelado a nadie, hasta lo he negado en mis oraciones, lo peor que pude haber hecho, hasta que el cuerpo, castigado durante demasiado tiempo, se rebeló y se manifestó a través de mi enfermedad. Ahora temo que… ¡De prisa, de prisa!».

Tu asió a André por el codo y ayudó a Carmody a conducirlo a través de la oscuridad, iluminada tan sólo por el haz de la linterna del sacerdote. Sobre sus cabezas tendíase un espeso manto de ramas entrelazadas.

Alguien tosió. Se detuvieron paralizados.

—¿Padre? —murmuró Tu.

—No. Su representante, me temo.

Veinte metros más allá, cerrándoles el paso, acechaba una leoparda, manchada de cuerpo y con una mata de pelo en la cabeza, doscientos cincuenta kilos listos para saltar. Sus ojos verdes parpadearon, contrayéndose a la luz de la linterna, sus orejas redondas estaban alertas. Se levantó bruscamente y avanzó majestuosa, en dirección a ellos con una cómica mezcla de gracia felina y pesado bamboleo. En otras circunstancias quizá se hubieran reído de esa criatura, de la grasa que envolvía sus elásticos músculos de acero y su enorme vientre colgante. No ahora, pues podría —y quizás esa era su intención— despedazarlos.

De pronto, la cola, que se había estado meneando suavemente de un lado a otro, se puso rígida. Rugió una vez, y saltó sobre el padre John, quien se había puesto delante de Tu y André.

El padre John lanzó un grito. Su linterna voló por el aire y cayó entre los matorrales. La gran gata aulló y brincó hacia un costado. Se oyeron dos ruidos: el de un inmenso cuerpo que caía entre la maleza y las jocundas maldiciones del padre John, no con intención blasfema sino nacidas del profundo sentimiento de alivio.

—¿Qué pasó? —dijo Tu—. ¿Y qué hace allí de rodillas?

—No estoy rezando. Dejo eso para más tarde. Esta condenada linterna se apagó y no la puedo encontrar. Agáchese y ayúdeme y sirva para algo. Ensúciese las manos por una vez; no estamos en su maldita nave, sabe.

—¿Qué sucedió?

—Luché —gimió Carmody— como una rata acorralada. De puro desesperado solté un puñetazo y accidentalmente le di en el hocico. No me habría salido mejor si lo hubiese planeado. Estas bestias depredadoras están gordas y son perezosas y cobardes al cabo de diez mil años de vida fácil cazando víctimas ya condicionadas. No tienen valor. La resistencia las asusta. Ésta no habría atacado si no hubiera sido incitada por Padre. Estoy seguro. ¿No es así, Su Excelencia?

—Sí. El me enseñó cómo dominar a cualquier animal de Abatos dondequiera que se encuentre. No estoy aún lo bastante adelantado como para reconocerla cuando no está al alcance de mi vista ni puedo transmitirle órdenes mentales, pero sí lo puedo hacer a corta distancia.

—Ah, he encontrado esta linterna dos veces maldita.

Carmody encendió la linterna y se levantó.

—¿Entonces me equivoqué al pensar que mi puñito había hecho huir al monstruo? ¿Usted le infundió miedo?

—No. Neutralicé las longitudes de onda de Padre y dejé a la gata librada a sus propios medios. Demasiado tarde, por supuesto; una vez iniciado su ataque, su instinto la urgía a continuar. Debemos la huida a su coraje.

—Si mi corazón dejara de martillear con tanta fuerza, creería más en mi coraje. Bueno, sigamos. ¿Su Excelencia se siente más fuerte?

—Podré seguir el paso que usted decida. Y no utilice el título. Mi acto de desafío a la decisión del Concilio constituye una renuncia automática. Usted lo sabe.

—Sólo sé lo que Tu me dijo que Padre le dijo.

Prosiguieron la marcha. De vez en cuando Carmody dirigía la luz hacia atrás. Al hacerlo, reparó en que la leoparda o una de sus hermanas los seguían a unos cuarenta metros.

—No estamos solos —dijo.

André no dijo nada y Tu, equivocando el sentido de sus palabras, comenzó a rezar en voz muy baja. Carmody no se detuvo a aclarar pero los urgió a caminar más de prisa.

Repentinamente, la sombra de la selva se disipó al resplandor de la luna. Todavía había un grupo reunido en la pradera, pero lejos del linde, bajo la curva de la nave. No había rastros de Padre.

—¿Dónde está él? —gritó el padre John.

Un eco le respondió desde el otro lado de la pradera, seguido inmediatamente por la aparición del gigante en la tronera principal. Agachándose, Padre la franqueó y bajó los peldaños hasta llegar a tierra, para reanudar allí su inmóvil vigilancia.

André murmuró:

—Dame fuerzas.

Carmody le habló al capitán.

—Usted debe hacer la elección. Haga lo que su fe y su inteligencia le dicen que es mejor. U obedezca los reglamentos de Saxwell y de la Comunidad Interplanetaria. ¿Cuál de las dos será?

Tu estaba rígido y silencioso, sumido en sus pensamientos como una estatua de bronce.

Sin esperar respuesta, Carmody echó a andar hacia la nave. A mitad de camino, se detuvo, levantó los puños y gritó:

—¡De nada le servirá aterrorizarnos con sus tretas, Padre! ¡Sabemos lo que está haciendo y cómo, y podremos combatirlo, porque somos hombres!

Sus palabras no llegaron a oídos de la gente reunida alrededor de la nave. Se gritaban unos a otros y luchaban por obtener un lugar en la escalerilla para poder subir. Padre debió de poner en actividad todo un arsenal de ondas de los árboles vecinos, más poderoso que todo lo experimentado hasta ese momento. Llegó como una tromba arrastrando a todos a su paso. Excepto a Carmody y André. Hasta Tu se derrumbó y echó a correr hacia el Gaviota.

—John —se quejó el obispo—. Lo siento. Pero no puedo soportarlo. No las subsónicas. No. La traición. El reconocer contra qué he estado luchando desde mi juventud. No es cierto que cuando se ve por primera vez la cara del enemigo desconocido uno tiene la mitad de la batalla ganada. No lo puedo soportar. La necesidad que tenía de esta comunión sacrílega… Lo siento, créame. Pero debo…

Giró sobre sus talones y corrió hacia el bosque. Carmody salió en su persecución gritando, pero sus cortas piernas pronto le hicieron perder terreno. Delante de él, desde la oscuridad, se oyó un bronco rugido. Un grito. Silencio.

Sin vacilar, el sacerdote continuó la carrera, su luz horadando las tinieblas. Cuando vio a la gata agazapada sobre el cuerpo encogido, una peluda pata gris desgarrando la ingle de su víctima, gritó otra vez y cargó contra la bestia. Bufando, la leoparda arqueó su lomo, parecía pronta para pararse sobre sus patas traseras y atacar al hombre con sus garras ensangrentadas, luego rugió, dio media vuelta y se internó en la espesura.

Era demasiado tarde. Esta vez no podría revivir al obispo. No a menos que…

Carmody se estremeció y alzó en sus brazos el peso muerto y tambaleándose cruzó la pradera. Padre le salió al paso.

—Deme ese cuerpo —tronó la voz.

—¡No! No lo va a poner en su árbol. Lo voy a llevar de regreso a la nave. Cuando lleguemos a casa le haremos el entierro que se merece. Y ya puede dejar de trasmitir sus ondas de terror. Estoy furioso, no asustado. Y nos marchamos le guste o no, y nos lo llevaremos con nosotros. ¡Así que haga lo que se le antoje!

La voz de Padre se suavizó. Sonaba triste y perpleja.

—Usted no entiende, hombre. Subí a bordo de la nave y entré a la cabina del obispo e intenté sentarme en una silla que era demasiado pequeña para mí. Tuve que sentarme en el suelo duro y frío y mientras esperaba me puse a pensar en volver al vasto espacio vacío y a la multitud de mundos extraños, incómodos y repulsivamente primitivos. Me parecía que las paredes se aproximaban cada vez más y se desmoronaban sobre mí. Iban a aplastarme. De pronto, supe que no soportaría ni por un instante aquella estrechez y que, aunque nuestro viaje sería corto, no tardaría en encontrarme en otros recintos demasiado pequeños. Y habría una muchedumbre de pigmeos pululando a mi alrededor, aplastándose unos a otros y probablemente a mí también en su esfuerzo por acercarse para mirarme embobados y poder tocarme. Habrá millones, todos tratando de ponerme encima la patita peluda. Y pensé también en los planetas hormigueantes de hembras sucias prontas a parir sus crías en cualquier momento y toda la mugre que eso involucra. Y los machos enloquecidos por la lujuria de dejarlas preñadas. Y las horribles ciudades hediondas de desechos. Y los desiertos que son la lacra de esos mundos descuidados, el desorden, el caos, la incertidumbre. Tuve que salir un momento para respirar otra vez el aire limpio y seguro de Abatos. Fue entonces cuando apareció el obispo.

—Usted estaba aterrorizado por la idea del cambio. Lo compadecería si no fuera por lo que le hizo a él —dijo Carmody, indicando con un movimiento de cabeza el cuerpo que llevaba en sus brazos.

—No quiero su piedad. Al fin y al cabo, yo soy Padre. Usted es un hombre que volverá al polvo para siempre. Pero no me acuse a mí. Él está muerto por lo que fue, no por mi causa. Pregúntele a su padre verdadero por qué no le dio amor junto con los golpes, por qué lo avergonzó sin explicarle de qué tenía que avergonzarse, y por qué le enseñó a perdonar a otro y no a perdonarse a sí mismo.

«Basta de todo esto. Entréguemelo. Yo lo quería. Casi podía soportar su contacto. Lo educaré para que sea mi compañero. Hasta yo necesito alguien con quien hablar, alguien que sea capaz de comprenderme».

—Apártese de mi camino —le ordenó Carmody—. André hizo su elección. Confiaba en que yo lo cuidaría, lo sé. Yo lo amaba, aunque no siempre aprobaba lo que hacía o era. Era un gran hombre, aun con sus flaquezas. Ninguno de nosotros puede decir nada contra él. Apártese de mi camino, antes de obligarme a recurrir a esa violencia que usted tanto dice temer pero que no le impide enviar bestias salvajes a cumplir con sus designios. ¡Apártese de mi camino!

—Usted no comprende —murmuró el gigante, mesándose con fuerza la barba. Los ojos negros, tachonados de esquirlas de plata, miraban al sacerdote con dureza, pero no levantó su mano contra él. Un minuto después, Carmody había transportado su carga hasta el Gaviota. A sus espaldas, la tronera se cerró suave pero resueltamente.

Unas horas después, el capitán Tu, habiendo cumplido con las tareas principales relativas a la traslación de la nave, entró en la cabina del obispo. Carmody estaba allí, arrodillado junto al lecho en que reposaba el cuerpo.

—Me demoré porque le tuve que sacar la botella a la señora Recka y encerrarla por un rato —explicó. Hizo una pausa y luego dijo—: Le ruego que no piense mal de mí. Pero lo que es cierto es cierto. El obispo se mató y no merece ser enterrado en sagrado.

—¿Cómo lo sabe? —replicó Carmody, la cabeza siempre gacha, moviendo apenas los labios.

—Sin querer faltarle el respeto al muerto, debo decir que el obispo tenía el poder de dominar a las bestias, y ha de haber ordenado a la gata que lo matase. Fue suicidio.

—Se olvida usted que las ondas de terror que Padre provocó para obligarnos a usted y a mí a embarcarnos rápidamente, también afectaron a todos los animales de la región. La leoparda puede haber matado al obispo porque se interpuso en el camino de su fuga. ¿Cómo lo podemos saber?

»Además, Tu, no se olvide de esto. Quizás el obispo sea un mártir. Sabía que lo único que obligaría a Padre a permanecer en Abatos era su muerte. Padre no soportaría la idea de dejar huérfano a su planeta. André era el único entre todos nosotros que podía ocupar el lugar que Padre había dejado libre. En ese momento ignoraba, por supuesto, que Padre había cambiado de idea a causa de su ataque de claustrofobia.

»Todo cuanto el obispo sabía era que su muerte encadenaría a Padre a Abatos y nos liberaría a nosotros. Y si se inmoló por mediación de la leoparda, ¿es acaso menos mártir por eso? Hay mujeres que han elegido la muerte antes que la deshonra y han sido canonizadas.

»Nunca conoceremos los verdaderos motivos del obispo. Ese conocimiento lo dejaremos a Otro.

»En lo que respecta al amo de Abatos, mi rechazo era fundado. Nada de lo que decía era cierto, era tan cobarde como cualquiera de sus bestias gordas y perezosas. No era ningún dios. Era el Padre… de las Mentiras».