Capítulo 1
El primer oficial del Gaviota alzó la vista de la mesa de navegación y señaló las cifras magnificadas que la microbobina proyectaba sobre la pantalla de información.
—Si esto es correcto, señor, estamos a cien mil kilómetros del segundo planeta. Hay diez planetas en este sistema. Por fortuna, uno es habitable: el segundo.
Hizo una pausa. El capitán Tu lo miró con curiosidad, porque el hombre estaba muy pálido y había acentuado irónicamente el por fortuna.
—El segundo planeta debe ser Abatos, señor.
La tez curtida del capitán palideció hasta igualar a la del piloto. Su boca se abrió como si fuese a proferir un juramento y se cerró bruscamente. Al mismo tiempo su mano derecha amagó un gesto hacia su frente, como si fuese a tocarla. También la mano cayó, inerte.
—Está bien, señor Gibens. Haremos la tentativa de aterrizar. Es todo cuando podemos hacer. Manténgase alerta, a la espera de nuevas órdenes.
Dio media vuelta para que nadie pudiera verle la cara.
—Abatos, Abatos —murmuró. Se lamió los labios secos y entrelazó ambas manos por detrás de la espalda.
Se oyeron dos breves zumbidos. El alférez Nkrumah pasó la mano por encima de una placa activante y dijo: «Puente» a una placa que cobró vida y color en la pared. Apareció la cara de un camarero.
—Señor, sírvase informar al capitán que el obispo André y el padre Carmody lo esperan en la cabina 7.
El capitán Tu miró de soslayo el reloj del puente y tironeó del crucifijo de plata que pendía de su oreja derecha. Gibens, Nkrumah y Merkalov lo observaban ansiosamente, pero desviaron la mirada cuando sus ojos encontraron los suyos. Sonrió torvamente al ver sus expresiones, se soltó las manos y enderezó la espalda. Era como si supiera que sus hombres dependían de él para conservar una calma capaz de inspirarles confianza en su habilidad para llevarlos a puerto seguro. Durante medio minuto posó, pues, monolítico, en su uniforme azul celeste que no había variado desde el siglo XXL Aunque nadie ignoraba que se sentía un poco ridículo cuando lo usaba en planeta, cuando estaba en su nave lo lucia como quien viste una armadura. Y si bien la casaca y los pantalones eran arcaicos y sólo se veían en bailes de disfraz o en estéreos históricos o en los oficiales de naves interestelares, le conferían la prestancia y la lejanía necesarias para imponer disciplina. El capitán debió sentir que necesitaba hasta el más mínimo vestigio de confianza y respeto que pudiese inspirar. De ahí la consciente majestuosidad de la pose; la imagen del capitán escrupuloso y sereno que estaba tan seguro de sí mismo que podía tomarse el tiempo necesario para atender sus obligaciones sociales.
—Dígale al obispo que iré a verlo dentro de un momento —ordenó al alférez.
Se alejó del puente a grandes trancos, cruzó varios corredores y entró en el pequeño salón. Se detuvo junto a la puerta para observar a los pasajeros. Todos se encontraban allí con excepción de los dos sacerdotes. Ninguno de ellos sabía aún que el Gaviota no estaba pasando simplemente por una de las muchas transiciones del espacio normal al espacio perpendicular. La joven pareja de enamorados, Kate Lejeune y Pete Masters, estaban sentados en un rincón, en un sofá, tomados de las manos y hablando en un susurro y se lanzaban de tanto en tanto ardorosas miradas de contenida pasión. La señora Recka, sentada a una mesa, jugaba un doble solitario con Chandra Blake, el médico de a bordo. Era una rubia alta y voluptuosa cuya belleza aparecía deteriorada por un incipiente doble mentón y oscuras ojeras en forma de medialuna. La botella semivacía de bourbon que se encontraba sobre la mesa revelaba el origen de su aire disoluto: quienes sabían algo de su historia personal sabían que también era responsable de que se encontrase ahora a bordo del Gaviota. Separada de su marido en Wildenwooly, volvía ahora al hogar paterno en el distante mundo de Diveboard, en el confín de la Galaxia. Ante la alternativa de tener que elegir entre marido y botella, había preferido el más simple y manuable de los dos. Como le estaba diciendo al doctor cuando entró el capitán, el licor nunca la criticaba a una ni la trataba de mujerzuela borracha.
Chandra Blake, un hombre bajo de pómulos prominentes y grandes ojos castaños, la escuchaba con una sonrisa estereotipada. Su conversación estrepitosa e indiscreta lo molestaba profundamente, pero era demasiado educado para dejarla con la palabra en la boca.
El capitán Tu se tocó la gorra al pasar junto a los cuatro y respondió a sus saludos con una sonrisa, ignorando la invitación de la señora Recka a compartir su mesa. Atravesó un largo corredor y apretó un botón junto a la puerta de la cabina 7.
La puerta se abrió y el capitán entró, un hombre alto, rígido y cenceño que parecía estar hecho de algún metal oscuro e inflexible. Se detuvo de golpe y obró el aparente milagro de inclinarse hacia adelante para besar la mano que le extendía el obispo con tal falta de gracia y tan a desgana que privó al gesto de todo significado. Cuando se irguió, dio casi la impresión de contener un suspiro de alivio. Era evidente que al capitán no le gustaba inclinarse ante ningún hombre.
Abrió la boca como si fuese a darles sin más demora la triste nueva, pero el padre John Carmody le puso un vaso en la mano.
—Un brindis, capitán, por un rápido viaje a Ygdrasil —dijo el padre John con voz grave y pedregosa—. Nos encanta estar a bordo, pero tenemos motivos para desear llegar cuanto antes a nuestro destino.
—Beberé por su salud y por la de Su Excelencia —dijo Tu con voz áspera y cortante—. En cuanto al viaje rápido, me temo que necesitemos una pequeña oración. Acaso más que pequeña.
El padre Carmody alzó sus cejas extraordinariamente espesas y enmarañadas pero no hizo comentario alguno. Esta actitud de silencio expresaba a las claras sus reacciones internas, pues era un hombre que necesitaba hablar constantemente. Era bajo y gordo, de unos cuarenta años, pesados carrillos, una espesa mata de pelo azulnegro ligeramente ondulado, ojos azul claro un poco saltones y el párpado izquierdo caído, boca grande y carnosa y una larga nariz afilada en forma de cohete. Temblaba, se meneaba y sacudía con energía; necesitaba estar en perpetua actividad para no explotar; mover las manos de una cosa a otra, meter la nariz aquí y allá, reírse y parlotear; necesitaba dar la impresión de vibrar por dentro como un gran diapasón.
El obispo André, de pie a su lado, era tan alto y quieto y macizo que parecía un roble trocado en hombre con Carmody, la ardilla, correteando a sus pies. Sus hombros soberbios, su pecho curvo, su vientre plano, sus pantorrillas musculosas hablaban de una gran fuerza rigurosamente controlada y siempre tan en forma como la de un campeón. Sus facciones hacían justicia a su físico; tenía una cabeza imponente de pómulos altos coronada por una amarilla melena leonina. Los ojos eran de un verde dorado y luminoso, la nariz recta y clásica de perfil pero demasiado estrecha y respingada vista de frente; la boca fuerte, de labios muy rojos y marcadas comisuras. El obispo, al igual que el padre John, era el niño mimado de las damas de la diócesis de Wildenwooly, pero por distinto motivo. El padre John era divertido. Bromeaba con ellas, las hacía reírse a carcajadas y hasta lograba que sus problemas más graves no les parecieran insuperables. Pero el obispo André les hacía flaquear las rodillas cuando las miraba a los ojos. Era la clase de sacerdote que las llevaba a lamentar que no fuese candidato para el matrimonio. Lo peor era que Su Excelencia sabía el efecto que causaba y lo detestaba. Algunas veces había sido brusco y era siempre un poquito altivo. Pero ninguna mujer podía sentirse ofendida con él durante mucho tiempo. En realidad, y como todo el mundo sabía, el obispo debía parte de su meteórico ascenso a los esfuerzos entre bambalinas de sus admiradoras. No porque le faltase capacidad, que la tenía y de sobra; sino simplemente porque había alcanzado su rango más rápido de lo que se hubiera podido esperar.
El padre John escanció vino de una botella, luego llenó dos vasos de limonada.
—Yo beberé el vino —dijo—. Usted, Capitán, no tendrá más remedio que aguantarse este brebaje sin alcohol porque está en funciones. Su Excelencia, en cambio, rehúsa beber del cáliz de la alegría excepto como sacramento, por una cuestión de principio. En cuanto a mí, tomo un poco de vino por amor a mi estómago.
Se palmeó la gran panza redonda.
—Puesto que mi vientre constituye una parte tan grande de mi persona, todo cuanto tomo para él lo tomo asimismo para todo mi ser. De esta manera, no sólo se benefician mis entrañas, mi cuerpo todo resplandece de salud y alegría y pide más estimulante. Por desgracia, el obispo sienta un ejemplo tan insoportablemente virtuoso que debo restringirme a este único vaso. Y ello a pesar de que tengo dolor de muelas y podría aliviarlo con uno o dos traguitos extra.
Risueño, miró por encima del borde de su vaso al capitán Tu, quien no obstante la tensión que lo dominaba, esbozó una amarga sonrisa, y al obispo, cuyos rasgos severos y porte digno lo hacían semejarse a un león absorto en sus pensamientos.
—Ay, perdóneme usted, Su Excelencia —dijo el Padre—. No puedo dejar de sentir que es usted por demás inmoderado en su templanza, pero no debí haber insinuado tanto. En verdad, su ascetismo es un modelo que todos debemos admirar, aun cuando no tengamos la fortaleza de carácter para imitarlo.
—Está perdonado, John —dijo gravemente el Obispo—. Pero preferiría que reservara sus ironías, pues no puedo menos que pensar que de eso se trata, para los momentos en que estamos solos. No es conveniente que hable de esta forma en presencia de extraños, que acaso pensaran que usted abriga hacia su obispo un cierto desdén.
—¡Ah, Dios me perdone, no tuve tal intención! —exclamó Carmody—. Si a alguien van dirigidas mis pullas es a mí mismo, por disfrutar en exceso de las cosas demasiado buenas de esta vida y porque en vez de crecer yo en sabiduría y santidad, lo que crece es la circunferencia de mi cintura.
El capitán Tu se agitó, incómodo, y al instante reprimió esos gestos que lo delataban. Era evidente que la mención del nombre de Dios fuera de los muros de la iglesia lo perturbaba. Por lo demás, no había tiempo para charlar de cosas intrascendentes.
—Bebamos a nuestra salud —dijo, y apuró su limonada. Luego, depositando el vaso con gesto definitivo como si nunca más fuera a tener otra oportunidad de beber, dijo—: La noticia que tengo que darles es mala. Nuestro motor de traslación cesó de funcionar hace una hora, dejándonos varados en espacio normal. El ingeniero jefe dice que no pudo encontrarle ninguna falla, pero lo cierto es que no funciona. No tiene ninguna idea de cómo ponerlo en marcha nuevamente. Es un hombre sumamente idóneo, y si él se da por vencido es porque el problema no tiene solución.
Hubo un minuto de silencio. Luego el padre John preguntó:
—¿A qué distancia estamos de un planeta habitable?
—A unos cien mil kilómetros —respondió Tu, tironeando el crucifijo de plata que colgaba de su oreja. Bruscamente, comprendiendo que estaba delatando su ansiedad, dejó caer la mano al costado del cuerpo.
El padre se encogió de hombros.
—No estamos en caída libre, de modo que el impulso interplanetario no puede fallar. ¿Por qué no podemos aterrizar en ese planeta?
—Es lo que trataremos de hacer. Pero no confío en el éxito. El planeta es Abatos.
Carmody dejó escapar un silbido y se rascó el costado de su larga nariz. El bronceado rostro de André palideció.
El curita dejó su vaso e hizo una mueca de preocupación.
—Eso sí que es malo —miró al obispo—. ¿Puedo decirle al Capitán por qué estamos tan ansiosos por llegar cuanto antes a Ygdrasil?
André asintió, los ojos bajos como si estuviera pensando en algo que nada tenía que ver con los otros dos.
—Su Excelencia —dijo Carmody— viajaba de Wildenwooly a Ygdrasil porque creía haber contraído el mal del eremita.
El Capitán se sobresaltó pero no retrocedió un solo paso de su posición cercana al obispo. Carmody sonrió y dijo.
—No tiene por qué temerle al contagio. El Obispo no tiene ese mal. Algunos de sus síntomas coincidían, pero los exámenes descartaron la presencia de microbios. Y no sólo eso; Su Excelencia no ha desarrollado una conducta antisocial típica. A pesar de todo, los médicos decidieron que fuera a Ygdrasil, donde cuentan con medios más adelantados que en Wildenwooly, planeta que, como usted sabe, es todavía bastante primitivo. Además, hay allí un médico, un tal doctor Ruedenbach, especialista en enfermedades epileptoides. Se consideró que lo mejor sería consultarlo, pues el estado de Su Excelencia no mejoraba.
Tu extendió las palmas en un ademán de impotencia.
—Créame, Su Excelencia, esta noticia me apena y me hace lamentar más aún este accidente. Pero no hay nada…
André despertó de su ensueño. Por primera vez sonrió, una sonrisa lenta, cálida, seductora.
—¿Qué son mis problemas comparados con los suyos? Usted tiene la responsabilidad de esta nave y de su valioso cargamento. Y, lo que es mucho más importante, del bienestar de veinticinco almas.
Empezó a caminar de un lado a otro, hablando con su voz vibrante.
—Todos nosotros hemos oído hablar de Abatos. Sabemos lo que puede significar si la traslación no vuelve a funcionar. O si nos está deparada la misma suerte que a aquellas otras naves que intentaron aterrizar en él. Estamos a unos ocho años luz de Ygdrasil y a seis de Wildenwooly, lo cual significa que no podemos llegar con impulsión normal a ninguno de los dos. O conseguimos poner en marcha la traslación o aterrizamos. O permaneceremos en el espacio hasta morir.
—E incluso en el caso de que pudiésemos aterrizar —dijo Tu— podríamos tener que pasar el resto de nuestras vidas en Abatos.
Un momento después se retiró de la cabina. Lo detuvo Carmody, que se había deslizado detrás de él.
—¿Cuándo piensa usted informar a los otros pasajeros?
Tu miró su reloj.
—Dentro de dos horas. Para entonces sabremos si Abatos nos dejará pasar o no. No puedo postergar por más tiempo la información porque se habrían dado cuenta de que algo anda mal. Ahora mismo deberíamos estar cayendo en Ygdrasil.
—El Obispo está orando por todos nosotros —dijo Carmody—. Yo concentraré mi plegaria en una inspiración para el ingeniero. La va a necesitar.
—No hay ninguna falla en la traslación —dijo Tu categóricamente— salvo que no quiere funcionar.
Carmody lo observó astutamente por debajo de la maraña de sus cejas y se frotó el costado de la nariz.
—¿Usted piensa que no es un accidente el que el motor haya dejado de funcionar?
—He pasado muchas veces por situaciones difíciles —replicó Tu— y tuve miedo. Sí, miedo. No se lo diría a ningún hombre, excepto a usted o quizás a otro sacerdote, pero he tenido mucho miedo. Sí, sé que es una debilidad, hasta un pecado tal vez.
A esta altura Carmody alzó las cejas en un gesto de asombro y acaso de algo así como respeto.
—… pero lo cierto es que me era imposible evitarlo, aunque juraba que nunca más volvería a sentirme así y que jamás permitiría que nadie lo advirtiera. Mi mujer siempre me decía que, si de tanto en tanto demostraba un poco de debilidad, no mucha, un poco, nada más… Bueno, quizá fue esa la razón por la cual me dejó, no lo sé, y en realidad ya no tiene importancia, salvo que…
Súbitamente, advirtiendo que estaba divagando, el capitán se interrumpió, se reprimió a ojos vista, cuadró los hombros y dijo:
—Sea como fuere, Padre, esta situación me asusta mucho más que cualquier otra que me haya tocado vivir. Por qué razón, no sabría decírselo con exactitud. Pero tengo la sensación de que algo provocó esta interrupción y con un propósito que no habrá de gustarnos, cuando lo averigüemos. Todo cuanto tengo para fundamentar mis temores es lo que sucedió a aquellas otras tres naves. Usted lo sabe, todo el mundo lo leyó; el Hoyle que aterrizó y del cual nunca se tuvo más noticias, el Priamo, que vino a investigar su desaparición y apenas pudo llegar a cincuenta kilómetros de distancia porque falló su mecanismo de desplazamiento en espacio normal, el crucero Tokyo que trató de abrirse paso con el motor apagado y sólo logró escapar porque tenía velocidad suficiente para pasar el límite de los cincuenta kilómetros. Aun así, estuvo a punto de incendiarse cuando atravesaba la estratosfera.
—Lo que no puedo comprender —dijo Carmody— es cómo un agente como el que usted sugiere pudo habernos afectado mientras estábamos en traslación. Teóricamente, en ese momento ni siquiera existimos en el espacio normal.
Tu tironeó de su crucifijo.
—Sí, lo sé. Y sin embargo, aquí estamos. Quienquiera que haya hecho esto, tiene un poder desconocido para el hombre. De lo contrario no hubiera podido, con tan exacta puntería, inmovilizarnos en traslación tan cerca de su planeta.
Carmody sonrió, animoso.
—¿Para qué preocuparnos, entonces? Si puede atraparnos como peces en una red, debe querer que aterricemos. Por lo tanto, no tenemos que angustiarnos por el aterrizaje.
Repentinamente hizo una mueca de dolor.
—Este maldito molar —explicó—, me lo iba a hacer arrancar para ponerme un postizo cuando llegara a Ygdrasil. Y había jurado no abusar de ese chocolate que tanto me tienta y que ya me ha costado la pérdida de varios dientes. Y ahora debo pagar por mis pecados; tenía tanta prisa que olvidé traer analgésicos, excepto el vino. ¿O habrá sido un acto fallido freudiano?
—El doctor Blake ha de tener analgésicos.
Carmody se echó a reír.
—¡Los tiene! ¡Otro descuido oportuno! Yo esperaba limitarme a la medicina natural de la uva e ignorar las insípidas y enervantes panaceas de laboratorio. Pero demasiada gente está pendiente de mi bienestar. Bueno, éste es el precio de la popularidad.
Palmeó a Tu en el hombro.
—La aventura nos espera, Bill. ¡Al ataque!
Al Capitán no pareció molestarle la familiaridad. Evidentemente, conocía a Carmody desde hacía mucho tiempo.
—Ojalá yo tuviera su coraje, Padre.
—¡Coraje! —dijo el cura con sorna—. Si bajo mi cilicio estoy temblando.
Pero debemos aceptar lo que Dios nos manda, y si nos gusta, tanto mejor.
Tu se permitió una sonrisa.
—Usted me es simpático porque puede decir una cosa como ésa sin que suene a falso o a presuntuoso o… a clerical. Sé que es sincero.
—Tiene toda la santa razón —respondió Carmody, pasando de su tono voluble a otro más grave—. Ahora, en serio, Bill, espero que pronto podamos seguir viaje. El Obispo está mal. Parece sano, pero puede tener un ataque en cualquier momento. Y en ese caso, voy a estar sumamente ocupado con él por una buena temporada. No puedo decirle mucho más acerca de su estado porque sé que a él no le gustaría que lo hiciera. Como usted, detesta confesar a nadie su debilidad; probablemente me reprenderá cuando vuelva a la cabina por haberle mencionado este asunto. Ésa es una de las razones por las cuales no le ha dicho nada el doctor Blake. Cuando le acomete uno de sus… accesos, no quiere que nadie más que yo cuide de él. Y esta pequeña dependencia lo humilla.
—¿Es grave, entonces? Cuesta creerlo. Parece un hombre tan saludable; a nadie le tentaría medir sus fuerzas con él en una pelea. Y es un buen hombre, además. Virtuoso si los hay. Recuerdo el sermón que pronunció para nosotros en la iglesia de San Pío, en Lazy Fair. Nos vapuleó sin misericordia y tanto me atemorizó que me indujo a llevar una vida casta durante tres semanas. Los santos mismos han de haber pensado en correrse para hacer sitio, y luego…
Viendo la expresión de los ojos de Carmody, Tu calló, echó una ojeada a su reloj y dijo:
—Bueno, me quedan unos pocos minutos libres, y no me he estado portando tan bien como debiera, aunque supongo que todos podríamos decir lo mismo ¿eh, Padre? ¿Podríamos ir a su cabina? Nadie sabe lo que habrá de ocurrir en las próximas horas y me gustaría estar preparado.
—Claro que sí. Sígueme, hijo mío.