Los personajes de la dramedia
Curro es bueno pero tiene matices que tienden al gris en conducta y a la tontez en razonamiento.
—La culpa es de las circunstancias y del equilibrismo de supervivencia.
Por él sentimos cierta misericordia, ya veremos por qué. Frente despoblada hasta la coronilla, cejas pobladas hasta el susto, mentón en retirada por melifluo, ojos saltones de pura búsqueda y manos en las que adivinamos la concavidad producida por el mango de una soleta o azada que marcó su surco en sus palmas para siempre. Camisa blanca de currante más que de poeta, chaleco de figurante de zarzuela, pantalones sufridos milrayas de impreciso destello y zapatos gastados de ir detrás de una zanahoria escurridiza nos dan unas pinceladas al cuadro de hombre de difícil observación pintado a brocha gorda.
Junto a él está el cura, don Malaquías. ¡Glups! Don Malaquías es el malo de la novela. Su voz es chillona pero lo disimula pronunciando sus sentencias con esa beatitud que han copiado tantos políticos de la post Transición. Don Malaquías —a partir de ahora, para este narrador, solo Malaquías— viste traje gris perla con alzacuellos y lleva una mariconera como alcancía portátil. De su cuello cuelga un crucifijo para dotarse de respeto y alejar al maligno. Algo, lo que sea, que no termina de conseguir por la evidente ecuación de que los extremos se tocan. Malaquías se peina con la raya a la derecha porque cree que así recuerda más a Cary Grant. A él le encantaría ver a hombres en la iglesia, un gusto que los parroquianos no le conceden.
—Curro, aquí…, ¿te acuerdas?, aquí tenía yo abierta la Charcutería del Cura, jamones, paletillas, lomo, lomito, morcilla, chorizo, salchichón, morcón, todo curado. Y vino, que no falte el vino en la mesa de un buen cristiano, y venga a vender, y venga a vender. Ay, señor, ¡cuánto abandono! ¿Por qué pagamos entre todos los pecados de codicia de unos cuantos?
Más adelante:
—Y aquí, Curro, vendía yo camisetas, gorras, gorros, gorrillas, postales, rotuladores, merchandising puro y duro, lo que le gustaba a la gente llevarse recuerdos de su visita a nuestro pueblo, que si un cenicero de cerámica, que si un porroncito para el aceite, y hasta hacía fotocopias. Fotocopias, ¡ay! Un pueblo sin un sitio para hacerse una fotocopia es un pueblo del que Dios no debería dejar piedra sobre piedra.
Curro lleva los pulgares dentro de su chaleco y tamborilea nervioso sobre su tripa un ritmo neurótico que aprendió en el servicio militar.
—Estoy preocupado, Curro, cuando la holganza se instala en el corazón de una comunidad el pecado campa a sus anchas y yo estoy solo. Maldito sea el tiempo libre. —Malaquías patea una piedra incauta que se cruza en su camino—. No te creas que estoy amargado por eso, pero sí triste. No lo notas. Estoy tristón. No sé… No sé si un día de estos voy a coger la metralleta del obispo y voy a poner un poco de orden. ¿Qué quieres que te diga? Yo a Dios lo siento ocioso, y para mí que eso es una señal de que la tengo que montar gorda.
Los pensamientos de Curro se balancean de una cuerda unida por un nudo gordiano a la campanilla de dentro de su garganta. Está buscando el momento idóneo para hablar. Sabe que ahora no está el horno para bollos pero el silencio le resulta asfixiante.
—Padre, yo quería hablarle de que…
Malaquías salta, ¡boing!
—¡¡No me irás a decir que no me vas a pagar el alquiler!!
—Pues…, sí, padre.
—Mira, mira…, para eso mejor que se abra el mar Egeo y nos trague de una vez por todas. ¿Te estoy contando la angustia que se me extiende por el cuerpo como el tifus y tú me vienes con una nueva plaga, la morosidad?
—Ya, yo no quería darle ese disgusto, pero es que…
—Es que, es que… ¡Es que las cuentas de la Tierra hay que llevarlas al día! ¡Mejor que las del Cielo! A esas siempre se les puede dar una mano de chapa y pintura en el último momento, pero las cuentas pendientes…, y siendo yo quien soy…
—Ya, padre, pero es que en todo el mes no hemos tenido ni un solo cliente. Como si hubiera habido una epidemia de lo contrario al turismo; desturismolitis, o como se llame eso.
—Curro, no me obligues a que te despoje de mi manto protector porque el daño te morderá las entrañas más a ti que a mí.
—Don Malaquías, desde que murió mi esposa, que el Señor guarde en su gloria, esa posada es nuestra vida y ahí nos la dejamos enterita. Mi hija, además de trabajar fuera, tiene las habitaciones como los chorros del oro.
—¿Tu hija…?
Al párroco se le ponen los ojos como las brasas del deseo, en el caso de que el deseo, a base de mundanidades tenga brasas, que yo creo que sí, o algo peor. Todavía peor.
—Pepita…