Billar francés con Malaquías
Malaquías ha conducido a Curro a través de un laberinto tachonado de grilletes que sujetan restos de esqueletos presididos por un cuervo disecado que arroja sombra a una serpiente esculpida en piedra que custodia instrumentos de tortura colgados en las paredes como panoplias innobles. Las escaleras cada vez son más empinadas y resbaladizas, alcanzan a un túnel por el que se pueden distinguir mazmorras infames a cada lado. Al fondo del pasillo una puerta de solemne porte los lleva hasta un exclusivo salón de aspecto inglés donde una mesa de billar rebota la luz que recibe de una lámpara de tres plafones. Rodeando la mesa apreciamos la magnífica bodega que Malaquías atesora en estanterías de perfumado roble.
—Curro, ¿te apetece un whisky?
—Bueno, vamos a probarlo. Mira que he oído hablar de ese mejunje pero nunca lo he catado. Yo sé de dónde vengo y a lo que puedo aspirar en esta vida y tengo entendido que beber esa cosa extranjera puede confundirme el rumbo.
—Juiciosas palabras. Te serviré un chato de vino que tengo por aquí. —Malaquías sirve de una garrafa de corte italiano un buche de color teja sobre un vaso de cerámica—. Yo tengo muy bien marcados mis pasos en este planeta infecto —remarca arqueando una ceja y retirando de la estantería una botella pespunteada en oro—, y no les tengo miedo a los espíritus que habitan en este otro líquido ambarino.
Curro observa como Malaquías vierte en un vaso de culo ancho el dorado néctar de los bosques de Escocia.
—Parece oro líquido —añade Curro mirando de reojo su vaso y comparándolo con el suyo.
—Oro. Todo el mundo piensa en el oro. Oro, bienes, riqueza, tener más que el de al lado es la meta de la carne de putrefacción humana. La soberbia campa a sus anchas y deja a las conciencias siempre orbitando en lo mismo: la posesión de los despojos de la tierra. Nadie piensa en los bienes celestiales. Nadie. Las personas son un atajo de bestias sin paladar.
Malaquías se echa al coleto el contenido completo de su vaso y vuelve a buscar la botella.
—¿Echamos una partida al billar? Me encanta el billar. Pero el francés. El americano me parece poco sofisticado. Donde esté una carambola que se quite esa manía de meter bolas en esas ruidosas troneras.
Curro bebe un sorbo de lo suyo y responde por decir algo.
—Nadie se acuerda de que es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los Cielos.
—Y no será porque yo no me harte de repetirlo desde el púlpito.
Tras servirse otro pelotazo de whisky en su vaso, Malaquías descuelga un taco de la pared y empieza a darle tiza.
—A ver, Curro, me estabas diciendo no sé qué de una idea para llenarnos las alforjas.
—Sí, a ver…, la idea necesita…, usted y yo necesitamos una pequeña inversión.
—No hay mayor inversión que la que se realiza para la dicha de vivir la vida eterna, millones y millones y mil millones de años disfrutando.
—Por supuesto, eso por descontado, pero… volviendo al tema de la inversión… ¿No gasta la Iglesia dinero en fabricar peanas y santos para ya de paso colocar un cepillo? ¿No cuesta dinero esa cesta para recoger los donativos? Pues esto es lo mismo. Inversión logística, sembrar para recoger. Tenemos que fabricar la escena para que la lluvia del maná riegue esta tierra.
Malaquías está mirando a lo largo del taco la bola a la que va a atacar. Interrumpe su concentración y mira a Curro.
—No es lo mismo. No me seas irreverente o te crujo. La Iglesia sabe gastar el dinero con sabiduría. En cambio, el dinero en poder de un necio debería volverse hierro fundido que le abrasara las palmas de las manos.
Malaquías lanza el taco y la bola choca contra otra saliendo despedida desarrollando unos giros beodos.
Curro adopta un tono beatífico.
—Jesús dijo: vende tus propiedades y repártelas entre los pobres. Esto es un poco igual.
Un apunte de sonrisa se dibuja en los fríos labios de Malaquías.
—Sí, pero no dijo vende las propiedades de la Iglesia y dáselas a los pobres. Y no sigas por ahí —advierte señalándole con el taco—, que esto que tengo en la mano puede acabar metiéndose en algún sitio que no te gustaría.
Curro se defiende.
—¡Pero si yo no le estoy diciendo que venda nada!
—¿Entonces qué estás diciendo? Estás difuso. ¡Explícate!
—Présteme algo de oro, oro, no quiero dinero, necesito algo de oro, oro de verdad, y conseguiremos repartir riqueza entre los pobres.
—Creo que estás subestimando mi inteligencia, Curro.
—Necesito oro para crear una fiebre del oro. Necesito oro para decir que hay oro en esta tierra. Necesitamos oro para que la gente venga a esta tierra a dejarse su dinero y usted pueda gozar de una iglesia llena de gente necesitada del inmejorable tesoro de la vida eterna.
Malaquías se vuelve a beber de un trago el contenido de su vaso. Lo que está oyendo es música para sus oídos, pero prefiere mantener la marmórea imagen de la rectitud.
—Yo no puedo permitir que mi oro se utilice para esparcir la cizaña de la mentira.
—Se trata de una mentira piadosa. Una mentira buena. Vendrá gente que gastará su dinero y no conseguirá nada, con lo cual habrá más pobres. Cuantos más pobres haya, más gente con probabilidades de ir al Cielo habrá. ¿No es así?
Malaquías se ha quedado mudo. Como un autómata ciego descorcha la botella de escocés y rellena su vaso. Sus ojos están quitándole el envoltorio de regalo al futuro. Curro se explica como una voz interior de dentro del cura.
—Cuantos más pobres haya y vayan al Cielo más posibilidades habrá, a través de su intercesión, de que el Imperio de Dios vuelva a gobernar el Universo.
Malaquías vacía su vaso ensimismado y una flema alcohólica le irradia un humor de azufre al rostro espectral.
—Cuéntame qué harás con el oro que yo te daría en préstamo.