Paul Anderson, actor
Yo trabajaba de extra en culebrones. Los de la CBS me llamaban, como a muchos otros jóvenes, cuando necesitaban un figurante, un tipo de cazadora en medio de la multitud, o un tío en segundo plano, con un cigarrillo en la boca. Yo era como todos los chicos de mi edad: albergaba sueños de gloria. La gloria nunca llegó. Me ahogué el verano siguiente en el Mississippi. Salté de un embarcadero para pavonearme, caí mal, perdí el conocimiento y cuando me sacaron a la superficie ya estaba muerto. Ya lo sé: es de lo más estúpido morirse a los diecinueve años.
Para la CBS, ese día yo era un gamberro pillado en una trifulca al que metían en un furgón de la policía. Jimmy tenía un papel más importante. Empezaba a ser conocido. Vi que me echaba el ojo, pero sin mostrar mucho interés. Pensé: debe de recordar que él era como yo, yendo de bolo en bolo, antes de que empezase a irle bien. Si le digo la verdad, creía que me miraba con complicidad. Era complicidad, ¡vaya si lo era!, pero no de la que yo imaginaba.
Al final de mi escena, se acercó a mí y me preguntó si estaba libre luego para beber un trago. Le contesté que sí, sin hacerme preguntas. Me pidió que lo esperase y regresó al set para rodar su escena. Recuerdo su aplomo, su tranquilidad. Cuando hubo terminado, volvió a buscarme, como si tal cosa, con naturalidad, como si fuéramos viejos amigos. Su comportamiento me pareció un poco extraño, pero, después de todo, teníamos casi la misma edad, no era tan raro que fuésemos juntos a tomar una copa.
Me llevó a un bar. Y, una vez allí, apenas habló conmigo. Bebía como una esponja. Pidió un whisky detrás de otro y los trasegó a palo seco. Tenía mucho aguante. De todas formas, el alcohol le hacía efecto y su mirada era extraña. No sabría decir si estaba contento o triste. Tal vez las dos cosas al mismo tiempo.
Y luego me propuso que fuese con él. Estaba a punto de trasladarse a un nuevo apartamento, pero todavía vivía en un hotel. Lo seguí. Mientras subía las escaleras que llevaban a su piso, comprendí que no me había elegido al azar, que desde el principio tenía una idea fija en la cabeza. Yo nunca lo había hecho con un tío. Pero no tenía nada en contra. Incluso me apetecía probar. Con las tías siempre era lo mismo.
Cuando entramos en su habitación, me arrinconó contra la puerta y me besó. Eran besos voraces, me dio la impresión de que quería comerme la cara. Lo dejé hacer, besaba bien.
Me fue quitando la ropa. Ahí reconozco que estaba un poco avergonzado. Ya me había quedado en pelotas delante de otros tíos, pero había sido en los vestuarios después de los partidos de béisbol, y no era lo mismo. Debió de adivinar que era mi primera vez. Se puso más tierno, más atento. Aquella dulzura repentina te desarmaba. Creo que él mismo estaba desarmado.
Me la puso dura con la mano y luego se arrodilló y la metió en su boca, y me acuerdo de su lengua en mi glande, nunca había experimentado nada parecido.
Más tarde nos metimos en la cama, yo estaba temblando de miedo; me aseguró que no me haría daño, y es cierto que no me lo hizo, volvió a acariciarme con gestos delicados, entró en mí lentamente y experimenté sensaciones que me eran totalmente desconocidas.
Esa noche dormidos juntos. A la mañana siguiente tenía muy mala cara, una expresión que daba miedo. Comprendí que lo mejor era largarse. Salí sin decir ni mu. Aún así, en la puerta, me retuvo un instante para darme un beso en los labios. Y quiero creer que no lo hacía con todo el mundo.