Leonard Rosenman, compositor
Al comienzo de nuestra amistad, pensé que prefería a los hombres. Y no me habría chocado especialmente. Descubrí que la realidad era más sutil. Para entender a Jimmy, había que admitir que no tenía ningún problema con su propia sensibilidad y, para ser aún más explícito, con su propia feminidad.
Desde su infancia se había interesado por las disciplinas artísticas a las que los niños habitualmente renunciaban y con frecuencia despreciaban. Él había perseverado en esa dirección a pesar de las burlas, y contra los que lo animaban a seguir por otros derroteros. Nada lo habría hecho desviarse de su camino, de sus más profundos deses; y es más, esa transgresión de la regla común le divertía mucho. Estaba encantado de jugar a la ambigüedad.
Probablemente por eso decidió tomar clases de danza con la bailarina Eartha Kitt. Hay que reconocer que un joven en mallas dando saltitos en medio de vaporosos tutús no era muy viril. Pero él se había propuesto practicar todas las disciplinas. Y aseguraba que la danza le enseñaría a utilizar mejor su cuerpo en el escenario o ante una cámara.
En esa época también descubrió la fotografía. Enseguida se convirtió en una auténtica pasión. Se compró una Leica y no paraba de sacar fotos. Si se fija en las fotografías que hizo entonces, casi siempre muestran hombres o calles. Nunca mujeres. Llama la atención. ¡No sé cuántas veces le pidió a Martin Landau que posase para él! Supongo que estaba enamorado de su modelo.
Yo le di clases de piano. Por desgracia, no era muy constante; aun así, nos pasamos un montón de horas sentados uno al lado del otro. Le encantaba el movimiento de nuestras manos en el teclado. La ceniza de su cigarrillo caía sobre las teclas y eso le hacía reír. Al final de los ejercicios, me abrazaba para darme las gracias. Sí, a pesar de su baja estatura, me cogía en brazos y me levantaba del suelo. Acabamos retozando en un sofá.
Creo que su verdadera vida, su vida interior, estaba de este lado, el del arte y los hombres.