Capítulo 12

—¡Mira! Por ahí vienen —exclamó Linette saludándolos con la mano.

El carro de Matt ascendía la colina con su bulliciosa familia casi al completo, a falta de Albert, que cumpliendo con su obligación se había quedado a cargo del rancho. Los animales no entendían de días festivos y, pese a ser domingo, había tareas imposibles de eludir.

Matt redujo la marcha a las puertas de la casa e hizo un giro para colocarlo junto al granero. Los muchachos bajaron en tropel y se acercaron corriendo hasta donde se encontraban sus tíos. Tras ellos, venía Emma con el bebé apoyado en la cadera y una cesta en la mano. Matt desenganchó los caballos y los hizo entrar en el establo. Salió y cargó un par de cubos de agua para dar de beber a las caballerías.

—Tío Ethan, ¿asistirá mucha gente a la inauguración? Seguro que habrá música —preguntó Hanna entusiasmada con el viaje.

Sus hermanos continuaron preguntando a un tiempo, interrumpiéndose unos a otros sin dejar de discutir por ser el primero en saber qué iban a ver. Ninguno de ellos había estado antes en una celebración de ese tipo y durante un buen rato abrumaron a Ethan.

—No pensé que vendrías con nosotros —comentó Linette a Joseph.

El chico ya era demasiado mayor para excursiones con sus hermanos, y Linette creyó que preferiría pasar el día en su rancho o en compañía de Minnie antes que ir con ellos.

—Es preferible estar un día al cuidado de mis hermanos que recibiendo órdenes de Albert. Cuando mi padre no está, se cree que es mi capataz y me trata como un tirano. Y Minnie está insoportable —comentó con cara de enfado—. Desde que su padre ha comprado el almacén general, no piensa en otra cosa que en jugar a las tiendas.

Linette sonrió compadeciéndose del muchacho, que parecía muy ofendido por haber pasado a un segundo plano en el interés de la chica. En realidad, algo había de cierto. La última vez que fue a la tienda, comprendió que Minnie por fin había encontrado su vocación: tras el mostrador se la veía exultante, con una determinación y un don de gentes que sorprendía a todo el mundo. Su padre podía estar muy contento porque atendía a la clientela de una manera tan solícita y aduladora que a buen seguro el negocio sería el más próspero de todo Colorado.

—Toma un momento. Como no eche a andar pronto, va a acabar conmigo —se quejó Emma.

Le entregó el niño a Linette y dejó la cesta en el suelo. Hasta el pequeño Tommy estaba alegre ante la novedad de un viaje. Emma indicó a Joseph que fuera enganchando los caballos de su tío al carro nuevo e invitó a sus hermanas a ayudarle. Ethan se acercó al establo con ellos y paró a hablar con Matt, que ya salía sacudiéndose las manos en el pantalón. Desde allí, vieron a Emma y Linette cuchichear entre risas. Matt enarcó las cejas al ver que su mujer, de espaldas a ellos, se levantaba la falda y las enaguas con disimulo, gesto que las hizo reír a carcajadas.

—No sé qué traman, pero empiezo a inquietarme —comentó Matt—. Me siento como un conejo observado por un puma.

—¿Matthew Sutton asustado? No me lo creo. Te estás haciendo viejo —añadió Ethan sonriendo con el ceño fruncido.

No dejaban de observarlas, intrigados por saber qué se traían entre manos.

—Si hay una persona en este mundo capaz de meterme el miedo en el cuerpo, ésa es tu hermana —aseguró palmeando el hombro de Ethan—. Bueno, te dejo que Emma me reclama. No te he dado las gracias, pero me haces un gran favor llevándotelos a todos; ya no recuerdo lo que es un día entero de tranquilidad.

Ethan restó importancia al hecho, añadiendo que los chicos se merecían salir de Indian Creek de vez en cuando y que tanto Linette como él disfrutaban de su compañía.

Linette llegó hasta donde estaba su marido con Tommy en los brazos y le entregó al niño para tomar la cesta con las provisiones para el viaje y poder cerrar la puerta de la casa.

Al llegar al carro, oyó discutir a sus sobrinos mientras se acomodaban en la parte de atrás. Cuando estaban juntos parecían olvidar su edad porque, con su comportamiento inquieto y sus peleas, se asemejaban a niños pequeños. Sin hacerles mucho caso, se sentó en el pescante.

—Aún no hemos salido y ya me estoy arrepintiendo —comentó Ethan entre dientes mientras le tendía al pequeño.

Tommy se negaba a permanecer sentado y jugueteaba de pie en las rodillas de Linette.

—Vamos, cariño. Seguro que lo pasaremos muy bien. Míralo de este modo, esta excursión te servirá de experiencia para el día que tengas que viajar con tus propios hijos —añadió Linette palmeándole el dorso de la mano.

Por toda respuesta él dio un vistazo de soslayo a la concurrida parte trasera del carro, replanteándose durante una décima de segundo la idea de la paternidad. Con un suspiro de resignación, tiró de las riendas y emprendió la marcha.

—¿Has visto lo guapo que es? —comentó Linette contemplando embobada al pequeño.

—Es una versión diminuta de su padre —concluyó Ethan mirándolo de reojo.

—Es que su padre es un hombre muy apuesto.

—¿Más que yo? —preguntó sin mirarla.

—Tú tampoco estás mal.

—No sabes cómo me tranquilizas —replicó con sorna, estudiando su sonrisa maliciosa.

Por fin Linette consiguió sentar al pequeño Tommy en su regazo. El niño, muy entretenido con el encaje del escote de su tía, decidió averiguar qué se escondía detrás de las puntillas. Ethan observó con los ojos muy abiertos la audaz incursión del angelito en territorio prohibido.

—No. ¡No! —le reprendió ella en tono suave pero firme a la vez que le apartaba la manita.

—Tú eres una mezcla explosiva de Sutton y Gallagher —aseguró Ethan muy serio, dándole unos toquecitos con el índice en la frente—. Cuando crezcas serás un peligro.

El niño lo escuchaba con semblante candido, sin entender ni una palabra, mientras Linette trataba de contener la risa mirando hacia otro lado.

Al final, el carro parecía una fiesta y el trayecto se les hizo más corto que de costumbre.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Hanna.

Los chicos contemplaron boquiabiertos la llegada del tren, hecho que sin duda supuso el acontecimiento más extraordinario de sus cortas vidas. Engalanado con banderas y escarapelas tricolores, hizo su entrada triunfal en la nueva estación. Del primer vagón empezaron a descender autoridades y asociados de la Union Pacific que, desde Kansas, se habían desplazado para la inauguración del nuevo edificio. Pero lo que arrancó aplausos fue la irrupción de la banda de música, todos ataviados con uniformes claros rayados y canotiers de paja a la moda de París. Con pulcritud marcial, se agruparon atentos a las instrucciones del director que pronto dio la señal. Y la alegría que trajo la música hizo más llevadera una celebración con exceso de discursos.

Transcurrida una hora, que a Ethan se le hizo demasiado larga bajo el sol de agosto, decidió buscar el sitio adecuado para comer. Junto a la estación divisó un grupo de robles y apremió a Linette para agrupar a la familia. Al llegar, comprobaron con satisfacción que se trataba de un parque.

—Allí mismo —acordó Ethan señalando una zona sombreada de césped.

Los chicos corrieron con la cesta en la mano para coger sitio, ya que bastantes familias habían tenido la misma idea.

Linette dejó a Tommy en el suelo y extendió una manta fina a modo de mantel.

—Por fin —suspiró sentándose con la espalda en un árbol—. ¿Tenéis hambre ya? ¡Qué pregunta!

Sus caras hambrientas se lo dijeron todo. Con un gesto indicó a Hanna que hiciese los honores y la chica comenzó a sacar de la cesta huevos cocidos, pollo, emparedados, queso, manzanas y un plato con dulces. Amontonó las servilletas y todos esperaron a que Ethan diese la señal. En cuanto su tío tomó el primer emparedado, los chicos se dedicaron a devorar con apetito voraz.

—Dejadme alguno, que éste era para vuestra tía —protestó.

—¡Eh! Al menos que quede uno para vuestro hermano, que con tan pocos dientes no puede comer otra cosa —advirtió Linette.

Por suerte habían previsto comida de sobra. Hanna le tendió un emparedado y Linette se dedicó a cortar pellizquitos que iba metiendo en la boca de Tommy.

—Es como alimentar a un gorrión —comentó a Ethan.

Él la veía tan encantada con el pequeño que la rodeó por los hombros y la besó en el pelo. Pero mientras se ocupaba del niño, no comía; así que le ofreció su emparedado y ella mordió con ganas. Se miraron sin pestañear, pero ocho ojos curiosos los obligaron a desestimar los impulsos románticos.

Cuando estuvieron satisfechos, Joseph y Patty se tumbaron en el césped.

—Me comería otra manzana —comentó Ethan—. Bien, ¿qué os ha parecido la fiesta?

Hanna le lanzó una manzana y él la atrapó al vuelo.

—Ha sido fantástico. Linette, ¿te has fijado en los vestidos? No había visto nunca tantos sombreros juntos —comentó la chica encantada.

—El tren es tan rápido... ¡Parece que puede volar! —comentó Patty entusiasmada.

—Pero si iba muy lento, tonta. ¿No ves que estaba frenando para entrar en la estación? —aclaró Joseph burlón.

—No le hagas caso —dijo Ethan—. ¿Qué sabrá tu hermano? El tren viaja muy rápido, dicen que se puede ir de Nueva York hasta San Francisco en menos de siete días.

—Tío Ethan, ¿algún día viajaremos en tren? —preguntó la niña emocionada.

—Algún día. Estoy pensando —comentó mirando a Linette— que más adelante podríamos tomar el tren aquí en Kiowa y viajar hasta Denver.

Linette le sonrió al ver en qué fangal se acababa de meter él solo, porque los chicos comenzaron a aplaudir y a hacer planes sobre el futuro viaje, como si fuese una realidad a la vuelta de la esquina.

—¿Con los cuatro? —le susurró al oído.

—No era ésa la idea —reconoció por lo bajo—. Ya veremos. De momento, aún queda muy lejos.

Tommy empezó a corretear a gatas, pero las niñas protestaron cuando vieron que tenían que salir tras él en su afán exploratorio.

—Ethan, ¿tardaremos mucho en volver a casa? —preguntó Linette.

—En cuanto descanse. El carro no es un tren —bromeó—, nos quedan un par de horas de camino.

—Mientras tanto voy a dar una vuelta con el niño, a ver si consigo distraerlo.

—Voy contigo —se ofreció Joseph.

Linette entretuvo al pequeño con una galleta de soda y, con él en brazos, atravesaron el parque en dirección a la ciudad. Joseph comentaba con admiración la elegancia de las pequeñas mansiones que se alineaban en la calle más cercana. Continuaron calle arriba y Linette apreció una ciudad desconocida. En aquel momento, fue consciente de que durante su vida en Kiowa se limitó a pisar apenas medio acre de terreno. Pronto llegaron a una zona bastante concurrida, pues los comercios permanecían abiertos a fin de aprovechar la afluencia de visitantes. Joseph curioseaba a través del escaparate de un restaurante cuando una exclamación los sorprendió a ambos.

—¡Marion!

Linette giró la cabeza y se quedó impresionada al ver que la desconocida que salía del restaurante se refería a ella. Hizo ademán de continuar con el paseo, pero la mujer la retuvo del brazo.

—¡Oh, Señor! ¡No puede ser!

—Disculpe —sonrió incómoda—, me confunde con otra persona.

—Es usted quien debe disculparme. Por un momento he creído... Clifford...

La mujer, de cierta edad, se dirigió con la cara demudada hacia su marido que, desde la puerta, contemplaba la escena quieto como una estatua de sal. El hombre reaccionó. La cara de Linette reflejaba que la situación le resultaba muy embarazosa.

—Señorita, le ruego que nos disculpe.

—Señora —aclaró.

El hombre pensó que era una obviedad, a la vista del bebé que portaba al brazo.

—Claro, ¡qué torpeza! Por un momento a mi esposa y a mí nos ha recordado a mi difunta cuñada. El parecido es asombroso y... permita que me presente, soy Clifford Watts y ésta es mi esposa Rachel. Hemos venido desde Denver a la inauguración, invitados por la compañía —comentó tratando de evitar que se alejase—. Precisamente, mi hermano trabajó como ingeniero antes de..., en fin, antes de morir. Y, por ese motivo, me invitaron a mí. ¿No le dice nada el apellido Watts?

—Lo cierto es que no —se disculpó sin entender—. No he conocido a nadie con ese apellido.

—Verá, llevamos años buscando a la hija de mi hermano, mi sobrina. Desapareció siendo una niña y... ¡se parece usted tanto a su madre! Al verla, hemos pensado que tal vez pudiera tratarse de usted.

Joseph decidió intervenir, la mujer no quitaba ojo de la mano izquierda de Linette, oculta en ese momento porque con ese brazo sostenía a Tommy. El chico advirtió que ella también había reparado en el escrutinio de la mujer, porque hacía lo posible por no mostrar la palma de la mano.

—¿Vamos, tía Linette? —apremió tomándola del brazo.

—Tendrán que disculparme —balbució—, pero llevamos bastante prisa. Tenemos que regresar a casa y se nos hace tarde.

—Le ruego...

—Estoy segura de que se confunden de persona —concluyó nerviosa.

Linette necesitaba alejarse de aquel matrimonio cuanto antes. Por alguna extraña razón, se le había formado un nudo en el estómago. ¿A qué venía aquel encuentro? Y el descaro con que aquella mujer le miraba la mano. No, otra vez no. Nada iba a cambiar ahora.

Sonrió a Joseph, que caminaba a su lado sin atreverse a pronunciar palabra. Aquel incidente no había sido más que una tonta confusión.

* * *

El paseo dominical por el City Park se había convertido en una costumbre sagrada. De regreso, John acompañó a Elisabeth a casa.

—¿No quieres pasar? —preguntó abriendo la cancela.

—No sé si debo, en ausencia de tus padres.

—Está la señora Mimm, y no creo que mis padres tarden en regresar de Kiowa Crossing.

John aceptó de buena gana al ver cómo le rogaba con los ojos. También él necesitaba estar junto a Elisabeth cada minuto del día.

Al primer golpe de aldaba, los recibió la señora Mimm.

—¿Tan pronto en casa?

—Estaba cansada de caminar y estos zapatos me molestan —se excusó.

—Anda, sube a cambiarte mientras preparo un poco de té para el señor Collins.

—Preferiría café, si no es molestia.

—Claro que no es una molestia, pase al salón. No tardaré nada.

Elisabeth lo acompañó hasta la puerta del saloncito y se excusó para cambiarse de calzado.

John se acomodó en el sofá y, mientras esperaba, ojeó los retratos familiares.

—Tengo una familia muy pequeña —explicó Elisabeth sentándose a su lado—. Mi madre es hija única, como yo. Y el único hermano de mi padre murió..., ya conoces la historia.

La señora Mimm apareció con una bandeja provista de dos servicios de café, que dejó sobre una mesilla.

—Gracias, señora Mimm.

—Elisabeth, hoy estoy muy ocupada. He aprovechado que no está tu madre para hacer inventario de la despensa, así que si necesitas algo, allí me encontrarás —informó con una mirada cómplice—. Pero me temo que tendrás que entrar a avisarme, porque ya sabes que desde allí no se oye nada.

A John le entraron ganas de estamparle un beso en cada mejilla. Esa mujer era una joya. Y Elisabeth le agradeció con los ojos el detalle, tenía un gran valor dada la escasez de sus momentos de intimidad.

Cuando se encontraron a solas, John retomó la conversación.

—Supongo que algún día te gustaría tener una gran familia.

—Así es —sonrió mientras servía el café.

Bajó la vista porque empezó a ruborizarse, temía que se le notase en la cara que soñaba con esa familia. Y, en ese sueño, siempre aparecía él.

—A mí me pasa lo mismo.

John no dejaba de mirarla, mientras ella se concentraba en no derramar ni una gota. Le tomó la taza de las manos al ver que le temblaban y la devolvió a la bandeja.

—¿Estás nerviosa? —preguntó acariciándole la sien con la nariz.

Elisabeth negó y lo miró a los ojos. La atrajo hacia él y la besó despacio. Pero cuando ella se abrazó a su cuello, profundizó el beso con la intensidad que ambos deseaban.

La tumbó en el sofá y colocó las manos a ambos lados de su cabeza. Elisabeth le acarició los labios. Los ojos de John chispeaban de deseo. Cuando se inclinó de nuevo sobre ella, sintió todo su peso y se entregó a sus besos. John la atrajo por las caderas, levantó la falda y la acarició por encima de las medias. La mano le temblaba cuando la deslizó bajo el calzón y por fin se apoderó de su muslo. Con la boca recorrió el cuello de Elisabeth y se recreó en su escote. Ella le acarició la espalda por debajo de la chaqueta y arañó su camisa cuando él le moldeó los pechos por encima del vestido.

John creyó que estaba en el Cielo cuando ella lo acercó de nuevo a su boca. Al incorporarse en un intento por controlar la respiración, Elisabeth alzó el rostro buscando sus labios.

—John, no dejes de besarme —jadeó.

—Elisabeth —comentó desde el vestíbulo la señora Mimm en voz muy alta—, parece que tus padres ya llegan. Desde la cocina los he visto abrir la cancela. A ver qué nos cuentan sobre la inauguración.

El comentario pretendidamente desenfadado de la señora Mimm provocó que John se levantara como un resorte. Cogió a Elisabeth de las manos y de un tirón la puso de pie a su lado. Ella se llevó la mano al pecho: el corazón le latía como si acabase de correr diez millas. Miró a John, él se peinaba con las manos y a toda velocidad se enderezaba la corbata y estiraba la chaqueta. Ella, con cara de susto, se alisó el vuelo de la falda con cuatro manotazos y se recolocó los bucles.

Se sentaron como dos autómatas, pero se incorporaron de un salto al oír que se abría la puerta de la calle. Elisabeth carraspeó y se dirigió al vestíbulo para recibir a sus padres con su mejor sonrisa.

—¿Cómo lo habéis pasado? —preguntó besando a uno y a otro.

—Ah, Collins, está usted aquí —lo saludó Clifford tendiéndole la mano.

—¿Qué tal el viaje? —preguntó besando la mano de Rachel—. Elisabeth ha tenido la amabilidad de invitarme a café.

—Me molestaban los zapatos —explicó apresurada—. Hemos vuelto muy pronto del paseo. Y, en la fiesta, ¿había mucha gente?

—Muchísima —comentó su padre—. Aún estamos medio aturdidos, porque hemos visto a una mujer...

—En fin, yo ya me marchaba —interrumpió John—. Mañana debo presentar unos presupuestos... Celebro que se hayan divertido. Elisabeth —le besó la mano a toda prisa y salió por la puerta.

Elisabeth lo miró marchar con ojos anhelantes, no podían despedirse sin una palabra. Cuando la puerta se cerró, su mirada se cruzó con la de su madre y bajó la vista.

—Durante la cena tenéis que contármelo todo. Ahora tengo que ayudar a la señora Mimm, he prometido que le echaría una mano con el inventario.

Su padre ni reparó en su rubor ni en la prisa que se dio en escabullirse hacia la cocina. Pero Rachel, al entrar en el salón, sonrió al ver intactas las dos tazas de café.

* * *

En cuanto llegaron a tierras de los Gallagher, los muchachos empezaron a impacientarse, ansiosos por contar a sus padres todo lo que habían visto. Subiendo la colina, ya vieron que Matt y Emma los esperaban.

Una vez frenó el carro, los chicos bajaron en tropel y Matt, antes de hacer otra cosa, se dirigió al asiento de Linette.

—Buena chica —dijo en tono agradecido pellizcándole la mejilla.

De inmediato se giró y, abriendo los brazos, se dispuso a recibir a sus dos hijas que corrían dispuestas a colgarse de su cuello. Emma besaba a Joseph a la vez que le revolvía el pelo y tomaba de sus brazos al pequeñín, que se lanzó hacia ella como si no viera a su madre desde hacía un mes.

—¿A qué ha venido eso? —preguntó Ethan que había presenciado en silencio el recibimiento de Matt.

—Les hice un regalo.

—¿Qué tipo de regalo?

—No te gustará saberlo —concluyó Linette dando por zanjado el tema.

Ethan se fijó en Matt. Luego en Emma. Ambos tenían el pelo húmedo. Sospechó la naturaleza lujuriosa del regalo y con un estremecimiento hizo un gesto con ambas manos para que Linette no continuara.

—Joseph, ve a por los caballos —le indicó su padre.

Ethan dirigió el carro al establo. Desenganchó los animales y esperó a un lado a que Joseph sacase los suyos.

Estaba apilando heno en una de las cuadras, cuando el chico entró. Se quedó contemplándolo en silencio con un pie apoyado en el esparcidor de estiércol.

—Tu padre debe de estar esperándote —comentó Ethan a la vez que amontonaba heno en el pesebre.

—Quería comentarte algo —se encogió de hombros—, aunque puede que sea una tontería.

—¿Quieres que hable con tus padres de tu interés por la Medicina?

—No se trata de eso. Es algo que ha pasado hoy, en Kiowa.

—Suéltalo.

El chico le contó con todo detalle el encuentro con aquel matrimonio. Ethan lo escuchaba muy serio, no entendía por qué Linette no le había mencionado nada sobre el incidente.

—He pensado que era mi obligación decírtelo —dijo incómodo—. No creo que tenga ninguna importancia, pero no imaginas cómo se puso Linette. No quería ni oír hablar del asunto, insistió mucho en que me olvidara de ello.

—No te preocupes. ¿Watts has dicho que se llamaban?

—Sí, Clifford y Rachel Watts.

—Fuera te esperan hace rato —concluyó revolviéndole el pelo—. Y, Joseph..., de esto, ni una palabra a nadie.

—Descuida —aseguró el muchacho saliendo por la puerta.

Durante el resto de la tarde, Ethan estuvo inquieto. No hacía más que pensar en las palabras de Joseph. Si el parecido era tal que incluso pensaron que podía ser sobrina suya, puede que hubiese alguna relación de parentesco. Podía darse esa coincidencia, ya que Linette desconocía su verdadero origen. Y estaba el reloj; tal vez las iniciales... No, de ningún modo podía olvidar el asunto como si nada hubiese sucedido. Linette era muy intuitiva, si el encuentro con aquellas personas la había inquietado era por algún motivo. Tenía que hacer algo al respecto. Una buena ocasión sería aprovechar el viaje a Kiowa para la venta de reses.

Horas después, en la cama, continuaba absorto ideando la manera de averiguar más cosas sobre el matrimonio Watts de Denver.

Linette, abrazada a él, guardaba silencio. Trató de apartar de su mente el encuentro con aquella pareja. Era feliz al lado de Ethan y no iba a permitir que nada interfiriese en su vida.

—¿En qué piensas? —preguntó acariciándole vello del pecho.

—Pensaba que la felicidad consiste en estar tumbado boca arriba, con los brazos bajo la cabeza —aseguró en voz baja—, y tenerte enroscada a mí como una serpiente.

Linette emitió una risa dulce y se aferró aún más a él.

Ethan la besó en la cabeza y cerró los ojos. De todos modos, no había de qué preocuparse. Quizá no fuese más que una simple coincidencia.

Linette se levantó a apagar el farol y volvió a la cama. Ethan la atrajo con fuerza. No había tardado ni medio minuto y ya echaba de menos sentirla pegada a él. Por nada del mundo pensaba renunciar a la felicidad que la vida le había regalado, porque su felicidad era Linette.

Esa noche, a los dos les costó conciliar el sueño.

* * *

—Hemos repasado lo que tienes que decir cientos de veces —advirtió Jason Smith—. ¿Seguro que lo recuerdas todo?

—Palabra por palabra —afirmó Harriet muy seria.

Al cerrar la mano, tuvo que disimular una mueca de dolor. La quemadura era superficial y casi estaba curada. Aun así, no olvidaría nunca el trato que le estaba deparando Jason Smith. Sus caricias no compensaban el daño que era capaz de causarle.

Él le tomó la barbilla y, ante su resistencia, la sujetó con fuerza.

—Ya ni se nota —confirmó observando su pómulo—. Tienes que perdonarme, preciosa, pero el golpe fue inevitable. Gritabas mucho.

Cuando doblaron la esquina de la calle Quince, aminoraron el paso antes de llegar a la mansión de los Watts.

—Ese hombre está deseando abrazarte. Cuando me presenté en su despacho el otro día, faltó muy poco para que se echase a llorar como una damisela —rio con sorna.

—¿Te habló del dinero?

—Al saber que estabas sola en el mundo, aseguró que no tenías de qué preocuparte porque hace años que custodia un dinero que es tuyo. Debemos seguir la historia de McNabb tal como él me la contó. No olvides que pueden indagar en tu pasado.

—McNabb está muerto y la hermana también.

—Pueden hacer averiguaciones. Si nos ceñimos a la vida de esa Linette, no habrá problemas. Si preguntan, la gente les hablará de la hija adoptiva. Y ésa, ahora eres tú.

A las puertas de la casa, Jason empujó la cancela.

—Recuerda todo lo que hemos hablado. Yo desaparezco, pero no olvides que te estaré vigilando, ¿está claro?

—En cuanto me haga con el dinero, volveré a buscarte al hotel —repasó el plan.

—Nos casaremos en cuanto salgamos de aquí —murmuró con deseo.

—Ya podríamos estar casados —argumentó suspicaz.

—Cariño —sonrió acariciándole la garganta con el pulgar—, muéstrate feliz. Tu familia te espera.

Jason Smith respiró hondo antes de golpear la puerta. Si mantenían la calma, todo iría bien.

La familia Watts los recibió con sincera alegría. El señor Watts las había puesto al corriente de la visita del señor Smith, y los tres esperaban impacientes el momento desde hacía una semana.

El más emocionado era sin duda Clifford, que se abrazó a Harriet en cuanto la vio. Rachel y Elisabeth se mostraron encantadas de tenerla con ellos. La señora Mimm, por su parte, se secaba el rabillo del ojo al verlos tan emocionados.

Durante más de una hora, conversaron sobre todas las etapas de su vida. Clifford y Rachel preguntaban preocupados por saber si había llevado una vida dichosa. Y Elisabeth se conmovió al conocer los tumbos que había dado, de una tribu sioux hasta que fue acogida por aquella viuda caritativa. Por fin ya no estaba sola, al menos los tenía a ellos. Harriet incluso derramó unas lágrimas sin soltar la mano de su supuesto prometido, que presenciaba admirado su excelente actuación.

—Es terrible, querida. Permite que te llame Arabella, no me acostumbro a tu nuevo nombre —confesó Rachel tomándole la mano entre las suyas.

—Ese nombre me lo puso mi querida madre adoptiva, ¡fue un ángel conmigo! Ella se encargó de hacerme olvidar las costumbres de aquellos salvajes. Pero es hora de que asuma mi verdadera identidad ahora que por fin sé que soy Arabella Watts.

—Gracias al Cielo que llegó a mis manos aquel anuncio —aseguró muy serio Smith.

Harriet dejó escapar una lágrima con la mirada perdida. Los Watts no se atrevieron a romper el silencio en un momento tan conmovedor.

—Y ¿esas heridas? Precisamente en la mano izquierda —preguntó Clifford preocupado.

—Sufrió un percance muy aparatoso —se apresuró a responder Smith—. Sin duda culpa mía, debí suponer que no montabas a caballo.

La miró con pesar y Harriet le sonrió con ternura.

—Resbalé de la silla y me golpeé en la cara. En la mano no sufrí más que una escoriación que reabrió la cicatriz —explicó—. No es nada grave. En Colorado Springs me atendió un doctor. Pronto podré quitarme el vendaje.

Harriet exhibió la palma de la mano dejando a la vista parte de la quemadura enrojecida que sobresalía del vendaje.

—En la cara apenas se aprecia el golpe, pero quiero que te vean esa mano en el hospital —insistió Clifford solícito.

—En mi equipaje llevo un antiséptico. Eres muy amable por preocuparte, tío Clifford, pero no será necesario. Y ahora —lo miró con un suspiro, a fin de desviar la conversación—, háblame de mis padres.

Clifford le contó con lágrimas en los ojos la violenta muerte de su madre y el tesón con que la buscó su padre durante el resto de su vida. Harriet escuchó la historia entre sollozos abrazada a Rachel. Cuando Elisabeth le mostró el daguerrotipo en el que aparecía con sus padres, cerró los ojos y lo apretó contra su pecho con ambas manos.

—¿Qué harás ahora, querida? Ha sido todo tan repentino —dijo Clifford—. ¿Piensas instalarte definitivamente en Colorado Springs?

—La decisión la tiene mi futuro esposo —confesó bajando la vista.

Jason Smith tuvo que morderse la lengua para no reír a carcajadas ante tal demostración de candor.

—¿Hace mucho que estáis prometidos?

—Tres meses —confesó feliz—. Tras el entierro, tío Rice se instaló conmigo. Yo no podía vivir con un hombre sin estar casada. Por tanto, le cedí la casa a mi tío. Acepté la invitación de unas primas lejanas de mi madre y me mudé con ellas a Colorado Springs.

—En realidad, yo estaba de paso en esa ciudad, camino de San Francisco. Aún no he decidido dónde invertir mi fortuna —intervino Smith, dirigiéndose al señor Watts.

Para tranquilidad de la familia, explicó que era veterano de guerra y que, al morir su madre, había decidido vender la casa familiar y trasladarse desde Maryland a Colorado. Sus argumentos resultaron tan convincentes que incluso el señor Watts se ofreció como consejero, si decidía invertir en minas.

—California es un territorio rico en oro. Aunque no descarto invertir en minas de plata —aclaró demostrando estar al corriente en asuntos financieros—, y la plata ya se sabe que está en estas montañas.

—Ya hablaremos con más calma —concluyó Clifford Watts.

—Fue una suerte que me acogiesen las primas O'Gradie —comentó Harriet—. De no ser por ellas, no te habría conocido.

—El destino, amor mío —aseguró besándole los nudillos.

Una semana después de su llegada, Harriet Keller ejercía su reinado en casa de los Watts. Aún se sorprendía al comprobar cómo aquel trío de incautos se desvivía en atenciones hacia su recién recobrada «sobrina».

No había vuelto a ver a Jason desde que se esfumó con la excusa de no dejar ningún asunto pendiente en Colorado Springs. Lo imaginó nervioso al ver que los días pasaban, pero no convenía mostrar excesivo interés a fin de no levantar sospechas.

Abrió el armario del dormitorio de invitados y suspiró gozosa. Aquello sí era el vestuario de una dama. «Tía Rachel» se había empeñado en costearle todos aquellos vestidos y sombreros. Vivir en Denver era una delicia. Tal vez pudieran quedarse allí, porque la posibilidad de que se descubriese el engaño resultaba remota, por no decir imposible.

Abrió el cajón del comodín y acarició encantada su nueva ropa interior. Lástima que el señor Collins se mostrara tan frío. Rio con malicia imaginando la cara de la «primita» si al final John entrase por la puerta convertido en sobrino político. No le duraría mucho el disgusto. A fin de cuentas, no era más que una chiquilla y por suerte hombres había en abundancia en la ciudad.

Miró hacia la calle apartando los visillos y se preguntó dónde estaría Jason en ese momento. Seguro que conocía cada uno de sus movimientos. Lo más sensato era obedecer sus instrucciones, pero en lo tocante a la boda, lo pensaría con más calma.

A cuatro calles de allí, Rachel Watts salía de la sombrerería acompañada de Elisabeth.

—Hija, ¿piensas contarme qué te preocupa? —preguntó tomándola del brazo—. Estabas tan distraída que no has prestado atención ni a la mitad de los modelos que nos han enseñado.

—Ayer me disgusté con papá, eso es todo. Cree que estoy celosa de Arabella y no es cierto.

Rachel recordó que Clifford le había comentado algo de pasada.

—Sabes que no vamos a dejar de quererte.

—¡Mamá! —protestó—, ¿tú también vas a empezar con eso? Es sólo que no me gusta la actitud de Arabella. Si le pregunto algo, se muestra esquiva; y sólo piensa en compras y más compras.

—Tenemos que ser pacientes, seguro que actúa así a causa de la vida que ha llevado.

—¿Y qué hay de la señora Mimm? Se pasa el día dándole órdenes como si fuera su doncella.

—De eso me he dado cuenta y no me gusta nada. Hablaré con ella.

—Creo que papá se precipitó al meterla en casa.

—Cariño, cuando tu padre recibió la visita del señor Smith hace un par de semanas, le encargó a Tom Coleman que hiciese algunas averiguaciones.

—¿El nuevo empleado de su despacho?

—Sí, ese joven. Y en Kiowa Crossing confirmaron palabra por palabra todo lo que nos contó tu prima. Cierto es que algunas personas le comentaron que la creían casada, pero su partida fue tan repentina que no se atrevieron a asegurarlo.

Rachel decidió callar sus propias dudas. Aquella recién llegada a la que Clifford adoraba, no hacía más que levantar sospechas. Era imposible que una quemadura mostrase ese aspecto después de dieciocho años. En cuanto a su carácter, ya empezaba a estar un poco harta de tanto capricho, por no hablar de su actitud con John Collins.

—Hay algo más —comentó Elisabeth con visible enojo.

—Haremos una cosa. Ya casi hemos llegado a la calle Lawrence. Nos detendremos un rato en el restaurante Cook's a tomar una crema helada de esas que tanto te gustan.

—No me estás escuchando.

Su madre sólo quería distraerla porque sospechaba el verdadero motivo de preocupación de Elisabeth.

—Dime, te escucho —dijo apretándole el brazo.

—No me gusta como se comporta con John.

—No estarás celosa...

—¿Es que no se puede hablar con vosotros? —se quejó exasperada—. Cada vez que abro la boca me echáis en cara que todos mis problemas son celos infundados.

—¿Te ha dado algún motivo para que te preocupes?

—¡Claro que me ha dado motivos!

—¿Y él?

—¡Por supuesto que no! John es todo un caballero. Parece mentira que me preguntes eso —dijo al borde de las lágrimas.

—Lo sé, cariño —aseguró con intención de arreglarlo—. No debería ni haberlo sugerido. Anda, no te enfades conmigo y cuéntamelo todo.

—Anteayer, John nos llevó a presenciar el espectáculo de Mademoiselle Carolista.

—Ah, ya sé, esa acróbata que anda sobre la cuerda floja. Tu padre me comentó que la exhibición tuvo lugar cerca de su oficina.

—Arabella aprovechaba cualquier excusa para colgarse del brazo de John. Hasta a él se le veía incómodo por su proximidad. Estoy harta de tener que llevarla conmigo a todas partes.

Su madre la entendió. Para la pareja resultaba un fastidio tener que soportar una compañía impuesta.

—Y en cuanto John entra en casa —continuó—, no hace más que acribillarlo con miraditas y mohines provocativos.

—Lo siento por tu padre, pero no pienso callar más —se dijo a sí misma en voz alta—. Elisabeth, tengo que darte la razón. Yo también he notado el descaro con que se muestra ante el señor Collins y no me gusta nada.

—Me alegro de que reconozcas que no son imaginaciones mías —confesó aliviada.

—No quería decirte nada para no preocuparte. Sólo espero que su prometido vuelva pronto a por ella. No me gusta su actitud, ni cómo trata a la señora Mimm, ni cómo derrocha nuestro dinero, ni sus continuas quejas, ni cómo con cuatro arrumacos es capaz de hacer lo que quiere con tu padre. Ya está dicho —concluyó respirando hondo—. Y ahora, vamos a por esa crema helada.

* * *

Ethan, aún medio despierto, se frotó los ojos con la mano derecha porque el brazo izquierdo lo tenía atrapado debajo de Linette. Miró hacia ese lado y la vio dormida, tan serena que infundía paz. Con la cabeza apoyada en su hombro, el cabello se le desparramaba por la espalda y una de sus hermosas piernas descansaba sobre la suya.

La primera luz del día se filtraba entre los encajes, iluminando su cuerpo con arabescos de luces y sombras que resaltaban la belleza de su piel satinada. Ethan recorrió la longitud del brazo de Linette con la mirada. Al comprobar qué parte de su anatomía agarraba con tanta firmeza la mano de ella, entendió a qué se debía esa conocida sensación que empezaba a subirle hasta la boca del estómago. Rio entre dientes ante tan primaria muestra de posesión; la fiera marcaba su territorio.

La visión de su cuerpo desnudo con los pechos presionando su costado y la firme opresión de su mano en lo más íntimo, le excitaron de inmediato. Le apartó la mano, con cuidado de no despertarla, y ella se removió sobre las sábanas elevando los brazos por encima de la cabeza.

Ethan se mordió el labio de satisfacción al ver cómo se erguían sus pechos con ese movimiento. Se inclinó y con la boca recorrió delicadamente su pubis, su estómago, sus senos. Con la lengua jugó a rodear su ombligo y, cuando internó apenas las yemas de los dedos en ella, se excitó aún más al comprobar que estaba preparada para acogerlo. El deseo pudo con él y se colocó entre sus muslos. Apoyado en los antebrazos la miró y ella, aún medio dormida, esbozó una sonrisa mimosa. Resultaba tan seductora que cerró los ojos y respiró hondo.

Entró en ella con cuidado. Linette entreabrió los ojos y los labios al tiempo que se colgaba de su cuello y sus piernas lo rodeaban en una silenciosa aceptación. No hubo palabras, sólo miles de besos. Y los jadeos de ambos con cada lenta y profunda embestida acompañaron el balanceo acompasado de las caderas de ella. Juntos se adueñaron del placer entre gemidos, y sus cuerpos exhaustos quedaron laxos sobre las sábanas.

Pasados unos deliciosos minutos, Ethan se incorporó todavía dentro de ella. Odiaba tener que abandonar tan cálido refugio.

—Buenos días —susurró besándola con dulzura.

—Buenos días —sonrió—. ¿Qué ha pasado...?

—¿Qué parte de lo que acaba de pasar es la que no has entendido? Lo digo porque... ¡Ay!

El pellizco que recibió de Linette en la nalga le recordó que las bromas de buena mañana no siempre son bien recibidas. Ella intentó adoptar una actitud de seriedad con escaso resultado.

—Debemos levantarnos —dijo con un beso rápido, al tiempo que lo apartaba.

Ethan se tumbó boca arriba con los brazos bajo la cabeza para observar cómo se colocaba el camisón y se anudaba la bata mientras hablaba sobre el desayuno y las provisiones para el viaje. Sonrió sorprendido al comprobar que con un gesto tan cotidiano, la dulce y sensual Linette se acababa de convertir en la práctica y activa señora Gallagher.

Mientras se vestía, oyó las voces de Grace y Aaron en la cocina. No había acabado de asearse cuando fueron llegando los cinco peones, preparados para el transporte del ganado hasta Kiowa Crossing.

Tras el desayuno, Linette no dejó ni un momento los preparativos del viaje. Seria y enfrascada en el trabajo, no paraba de moverse por la cocina. Ethan la notó demasiado silenciosa. Se puso frente a ella y con un dedo le alzó la barbilla para que lo mirara a los ojos.

—Me gustaría tanto acompañarte —encogió los hombros—. Cabalgar junto a ti, dormir a tu lado bajo las estrellas, solos los dos en la misma manta.

—Solos los dos —señaló hacia la puerta con media sonrisa—, y todos los peones.

—Tardarás mucho —protestó con ojos tristes.

—Tardaré lo justo. Las largas travesías pasaron a la historia, Linette. Ahora tenemos el ferrocarril en Kiowa. —Impidió que lo interrumpiera con un gesto de la mano—. Sé que te parecen muchos días, pero las reses no pueden avanzar más de diez millas diarias.

—No veo por qué.

—Porque pierden peso —explicó con paciencia apoyando la frente en la suya—. No pienso hacerles recorrer más de seis millas al día. Cuanto más robustas las venda, más me pagarán por ellas, ¿lo entiendes?

—Eso supone menos de cuatro días —añadió muy seria—. Sí, lo sé. Tienes asuntos que resolver en Denver y ahora soy la esposa de un ranchero.

—No. Ahora eres una ranchera —la corrigió con una mirada cariñosa—. Tienes que cuidar de todo, incluso me temo que tendrás que salir con Aaron a vigilar el ganado que queda. Lo dejo todo en tus manos.

Linette se abrazó a él con fuerza. Con semblante animoso lo miró a los ojos, dispuesta a asumir su responsabilidad. Ethan sonrió, al verla tan en su papel de ganadera y le dio un beso largo y apasionado. ¡Dios, cómo iba a echarla de menos!

—Vamos, vamos —interrumpió Aaron con una carcajada—. Que no se va a la guerra.

Linette escondió la cara en el pecho de Ethan, él la estrechó entre sus brazos y miró a Aaron alzando los hombros con impotencia. Éste bufó y les dio la espalda. «Recién casados», pensó encogiéndose de hombros.

Pronto la cocina se convirtió en un revuelo de gente que entraba y salía; de alforjas cargadas, de voces y protestas de Grace ante las chanzas de los peones, y de carcajadas y chillidos de éstos al esquivar sus manotazos. Cuando al fin todo estuvo a punto, Aaron, Grace y Linette salieron al patio a despedir a los vaqueros.

Linette, a los pies del appaloosa, se resistía a soltar la mano de Ethan.

—Súbeme —rogó alzando los brazos.

—No, cariño —musitó inclinándose hacia ella—. Si te subo, no te voy a dejar bajar.

—Pues baja tú —exigió de brazos cruzados—. Tengo que contarte algo importante antes de que te vayas.

Ethan suspiró con impotencia y accedió a sus deseos bajando de un salto.

—¿Qué es eso tan importante? —preguntó rodeándola por la cintura.

—Anoche soñé que teníamos una niña.

—¿Una niña? —preguntó con extrañeza—. No había pensado en esa posibilidad.

—Pues es una posibilidad muy real —replicó—. ¿O crees que vas a poder elegir?

Ethan alzó las cejas y Linette negó con la cabeza.

—De momento no, todavía no puedo saberlo. —El chasqueó la lengua y Linette rio por lo bajo—. Soñé que teníamos una niñita de siete años que leía sentada a la sombra de un roble. La vi con sus bucles castaños, tenía los mismos ojos que tú y usaba unos pequeños lentes.

—Linette, no lo estropees —protestó frunciendo el ceño.

—No lo entiendes. La vi levantar la vista ante un desconocido y con la barbilla muy alta le explicó que sólo necesitaba los lentes para leer. —Sonrió soñadora—. Si la hubieses visto, tan pequeña y tan arrogante. Era igualita a ti.

—De todos modos, no es más que un sueño —argüyó.

La idea de ver a su niña con lentes no le seducía en absoluto. Linette se colgó de su cuello y a Ethan se le erizó el vello al oírla reír muy bajo.

—Sé que te morirías en cuanto esa niña te echase los brazos al cuello —susurró besándole el lóbulo de la oreja—. Ethan, nuestra hijita llevaba un pequeño cuchillo en la bota.

Ethan se estremeció al pensar en aquella niña valiente y decidida, mitad él y mitad Linette. La apretó con fuerza y le dio un beso rápido. Montó de nuevo y la acarició con la mirada desde lo alto del caballo.

Miró hacia su derecha, los peones ya se mostraban impacientes.

—Aaron —ordenó con tono bajo y autoritario—, cuida de ella.

Giró grupa y los peones al verlo iniciaron el trote camino de los pastos del Oeste. En el último momento, Ethan se giró hacia Linette.

—Una pequeña Gallagher, ¿eh? —preguntó con ojos entornados—. Me gusta la idea.

Ambos sonrieron y Linette le lanzó un beso en el aire antes de que emprendiera el trote. Ella lo contempló mientras se alejaba. Casi se sobresaltó cuando Aaron le pasó un brazo por los hombros.

—Los días pasan rápido, hija.

—Es la primera vez —argumentó—. Supongo que acabaré acostumbrándome.

—Eso seguro —añadió Grace acercándose a ellos—. Y llegará el día en que te alegres de perderlo de vista por unos días.

—Alégrate, mujer, porque vas a perderme de vista durante un buen rato —le espetó él con insolencia a la vez que le daba una palmada en el trasero—. Vamos, Linette, te contaré cómo celebrábamos cada San Patricio mientras vivió el viejo patrón. ¡Ésas sí que eran fiestas!

Con ella del brazo, caminó hacia la casa sin hacer ningún caso de las protestas de Grace.