Capítulo 3
Cuando despertó en aquella cama, Linette tardó en recordar dónde se encontraba y por qué. Con alivio comprobó que él ya no estaba. Tan deprisa como pudo, se aseó y vistió. Recalentó el café sobrante de la noche anterior y se obligó a acompañarlo con una galleta dura de la despensa.
Por un momento creyó haber sufrido un mal sueño, pero con amargura recordó que el miedo fue real.
Sin dilación se puso a trabajar, aliviada al estar sola. No quería pensar en el momento en que tuviera que enfrentarse de nuevo a él. Al vaciar los bolsillos de la ropa sucia, encontró la dama de tréboles. Guardó el naipe pensando que merecía la pena conservarlo, al menos como agradecimiento por haberla alejado de McNabb.
A media mañana, recibió la visita de Grace. Con paciencia, ella le enseñó a realizar las tareas más complicadas y le descubrió partes del rancho que desconocía. Linette no se amedrentó ante los animales, pese a ser su primer contacto con aves de corral, cerdos y una vaca lechera. También aprendió a realizar la colada ahorrando esfuerzos innecesarios.
—¿Tendré que cocinar también para los peones? —preguntó un tanto preocupada.
—No, comen en sus casas —la tranquilizó Grace—. Aaron y yo siempre hemos vivido en nuestra propia casa, en el pueblo. Y hace años que no viven peones en este rancho. Gideon y Bart están casados.
—Y los otros, Si no lo están..., ¿por qué no viven aquí?
—Da gracias, tendrás menos trabajo. Fred tiene alquilada una habitación en casa de los Robbin. Y los otros dos se alojan en casa de la viuda Lokehed. Por lo visto les ofrece algo más que alojamiento, pero... ¿quién la culpa? —Se preguntó con media sonrisa—. Los inviernos son muy fríos por aquí y qué mejor que un hombre para mantener el calor..., o dos. —Soltó una carcajada.
Linette escuchaba boquiabierta pensando en la cara que habría puesto Cordelia en caso de escuchar semejante conversación.
Grace se ofreció a ayudarla con la comida cuando llegó Emma. Nada más verla, Linette se obligó a sonreír y a mostrarse animosa. A la vista de la cara de preocupación de su cuñada, rehuyó su mirada enfrascándose en la preparación del guiso que tenía entre manos.
Emma sintió pena por aquella chica. Derrochaba buenas intenciones y un denodado empeño por hacer las cosas bien. Tal vez su silencio se debiera a un exceso de timidez, pero su mirada no la engañó. Linette sentía una profunda congoja. Supuso que el motivo se debía al cambio tan brusco. Emma había crecido allí, pero no debía resultar fácil para una dama de ciudad adaptarse al aislamiento y a la dura soledad de la vida en un rancho.
—Pensé que os veríamos en la iglesia —comentó—. Es domingo, Linette. Intenta realizar las tareas durante la semana, hoy es un día para descansar.
—Trataré de hacerlo —aseguró—, en cuanto me organice un poco.
No quería que sospechasen que no tenía la menor idea de dónde estaba su esposo. Hasta el momento, no reparó en que por el bien de ambos tendrían que hacer un esfuerzo por guardar las apariencias. Se armaría de valor y lo comentaría con él. Sabía por experiencia que la mejor actitud para vivir tranquila era tratar de pasar desapercibida, ya que las habladurías no harían sino complicar más su adaptación.
Grace y Emma se despidieron de ella. Al quedarse de nuevo a solas, reflexionó sobre su situación. Trabajo para estar entretenida no le iba a faltar. Tampoco lo consideró excesivo: solo requería de cierta organización y disciplina. Por suerte para ella, ésas eran dos virtudes que le habían inculcado hasta la saciedad.
Mientras ponía la mesa oyó el trote de unos cascos y las manos comenzaron a temblarle. Mantuvo la cabeza gacha cuando él abrió la puerta y entró en la cocina.
—Mírame —ordenó. Ella alzó la vista—. Vas a escucharme con atención. A partir de ahora, limítate a realizar tu trabajo y apártate de mí tanto como puedas.
Linette se retorcía las manos en un intento por disimular el temblor. Esa actitud irritó a Ethan de tal modo que tuvo que apretar los dientes para no sacudirla por lo hombros. Hubiera deseado encontrarse ante cualquier tipo de respuesta menos aquella dócil sumisión.
—Me equivoqué contigo. Creí que eras una mujer de verdad, pero me he encadenado a una maldita criatura temerosa y huidiza. Tendré que asumir la condena de soportarte.
Linette hundió los hombros y asintió en silencio. Ethan observó que ella se encerraba cada vez más y más en sí misma, levantando una coraza invisible por la que parecían deslizarse sus hirientes palabras como lo harían por una ladera helada.
—Y ahora siéntate y come —continuó mirándola con dureza—. Y así lo harás todos los días porque flaquear es un lujo que no te puedes permitir. Tu trabajo es duro y cumplirás con él cueste lo que cueste.
Obedeció sin rechistar y se sentó a la mesa. Él también lo hizo. Se sirvió y comió ajeno a su presencia. Linette se obligó a comer; hacerlo con el estómago cerrado era un suplicio, pero tenía razón, no podía debilitarse.
Ethan, sin siquiera tomar una taza de café, se levantó dispuesto a abandonar la casa de nuevo.
—El 4 de Julio habrá un baile y asistirás te apetezca o no —añadió de espaldas a ella.
—Nunca he ido a un baile, no sé bailar —murmuró Linette con un hilo de voz.
—¡Pues lo harás! No voy a exponerme a habladurías. Y trata de no avergonzarme delante de todo el mundo.
Linette aceptó la humillación con entereza, pero se sintió insignificante y notó cómo los ojos le escocían. Respiró hondo. Cuando levantó la cabeza, él ya se había marchado. Tenía trabajo que hacer y sabía por experiencia que lo mejor para no pensar era mantener las manos ocupadas.
Pasaron las horas y acabó con todas las tareas casi sin darse cuenta. Sin hacer nada no podía estar. Tomó su libro y subió al desván. Abrió la ventana y dejó que la luz y el aire inundasen la estancia. Allí se encontraba a gusto y decidió que lo limpiaría a fondo como el resto de la casa. Curioseó el interior de dos baúles y encontró vestidos que quizá pudiese recomponer. Al mover un viejo maniquí de costura lleno de polvo, descubrió una máquina de coser. Singer había construido un imperio vendiendo a plazos esa maravilla que liberaba a las mujeres de la esclavitud de coser a mano. Se alegró de contar con una porque, dada la situación, no podía asumir su coste.
Tras limpiar con un trapo viejo el banco de la ventana, se sentó con el libro en el regazo y contempló los pastos. Estaba muy cansada, no había parado de trabajar y durante la noche apenas había dormido. Apoyó la cabeza y cerró los ojos.
Ethan se aproximó a la casa y desde el caballo le pareció ver abierta la ventana del piso alto. Hacía años que nadie subía allí. Con rabia intuyó quién debía de andar explorando en las alturas. Al verla recostada se le calentó la sangre, por lo visto estaba ociosa.
Subió los escalones de dos en dos y abrió la puerta de golpe.
Linette se había quedado medio dormida y se sobresaltó con su llegada. De un salto se puso de pie, ocultando el libro detrás de ella.
—¿No tienes trabajo?
Ethan no levantó la voz, ni dio muestras de estar alterado, pero su voz baja y peligrosa acompañada de una mirada feroz evidenciaban su irritación. Se acercó a Linette y ella retrocedió pegándose a la pared con las manos a la espalda.
—¿Qué escondes ahí? —preguntó tendiéndole la mano abierta.
Linette sacó el libro de su espalda y se lo tendió.
—Es mío. Por favor, no me lo quites —suplicó.
A Ethan se le erizó el vello al ver sus ojos indefensos. Tomó el libro y lo abrió movido por la curiosidad. Comprobó que se trataba de una antología de cuentos ilustrada con grabados en los que aparecían princesas ataviadas con ricos vestidos. La miró a los ojos y se lo devolvió en silencio. ¿Qué clase de extraña inocencia escondía aquella mujer para considerar un tesoro un libro propio de una niña? Sin decir ni una palabra, le dio la espalda y la dejó sola.
En cuanto salió de su estado de aturdimiento, Linette cerró la ventana, dejó el libro en el alfeizar y bajó tras él. Debía esforzarse en cumplir con sus obligaciones y no irritarlo aún más.
Ethan no estaba en la cocina. Respiró más tranquila y comenzó a preparar la cena sin dilación. Cuando entró de nuevo, ella mantuvo la vista en los fogones, pero al acercarse a la alacena no pudo evitar fijarse en él. Se había quitado la camisa dejando a la vista su ancha espalda.
Él notó que Linette no le quitaba la vista de encima.
—Me es indiferente si te incomoda verme así. Esta es mi casa y hago lo que quiero —le espetó con una mirada de advertencia.
—No eres el primer hombre que veo desnudo de cintura para arriba.
Ethan se giró con una lentitud que asustaba.
—Explícame eso —exigió.
Linette continuaba mirándolo sin asomo de turbación. Parecía preocupada.
—Tienes el brazo herido.
Sorprendido, giró el brazo y al hacerlo contrajo el rostro por el dolor. Hacía dos días de aquella escoriación y ni se acordaba de ella, pero tuvo que reconocer que presentaba un feo aspecto.
Linette se acercó y le tomó el brazo para examinarlo más de cerca.
—No me toques —dijo apartándose de ella con rudeza.
—Se ha infectado —comentó frunciendo el entrecejo—. ¿Cómo te lo has hecho?
—Me quemé con una soga hace un par de días.
Linette le tomó el brazo con cuidado y lo giró para verlo con más luz. Ethan continuaba asombrado al ver que lo estudiaba sin prestar el menor caso a su actitud esquiva.
—¿Desde cuándo no lo has curado? —lo regañó con gesto severo—. Ya veo, ni lo has limpiado ni lo has curado. Una quemadura infectada... —Cabeceó en gesto de reproche—. Siéntate.
Diciendo esto entró hacia los dormitorios. Enseguida salió con una toalla, jabón, palangana y varios paños. En un momento, puso agua a calentar. Entonces él entendió que se disponía a curarlo y le molestó.
—Más vale que te metas en tus asuntos y me dejes en paz —advirtió.
—Siéntate.
Ethan giró la cabeza con una mirada fiera.
—Por favor, siéntate —insistió—. Confía en mí, sé cómo hacerlo.
No era una orden ni una súplica, la voz de Linette transmitía seguridad. Se sentó y la observó mientras ella se ponía de puntillas y rebuscaba con interés entre los estantes de la alacena.
Ethan no esperaba que actuase con tanta diligencia. Con prontitud llenó la palangana de agua templada, se colgó al hombro una toalla e hizo tiras de un paño blanco de algodón. Le lavó la quemadura con un cuidado exquisito, aparentando no oír sus quejidos y maldiciones. Le extendió un ungüento con pericia y mientras lo vendaba Ethan miró a su alrededor. La cocina no había estado tan limpia en muchos años y todo parecía en orden. Olía como una casa, no como un establo. Por lo menos, servía para trabajar y tenía buenas manos, de eso no había duda, a la vista del alivio que le acababa de proporcionar.
—Aún me debes una explicación. —Ethan no dejaba de darle vueltas. Su falta de pudor chocaba con su inexperiencia a la hora de besar—. Tengo derecho a saberlo —insistió irritado por su silencio.
—No, no lo tienes —rebatió ella con calma—. Renunciaste a ese derecho el día que me advertiste que tus asuntos personales no eran de mi incumbencia.
Y sin más explicación, terminó de recoger los útiles de la cura y se marchó hacia el dormitorio.
Ethan se quedo solo y atónito. Esa respuesta no era propia de una jovencita asustadiza. Su esposa era una mujer inteligente capaz de dejarlo sin palabras. Y muy reservada. Demasiado parecida a él.
El lunes Linette se levantó contenta de tener seis días de trabajo por delante, porque los domingos se convertían en jornadas largas y solitarias. Durante las noches, incómoda como estaba compartiendo la cama con su esposo, contaba con tiempo para pensar. Pese a que él siempre se acostaba dándole la espalda, a ella le solía costar conciliar el sueño.
Con espíritu práctico, optó por no atormentarse con pensamientos pesarosos y mirar cara al futuro. Ya que la familia se había convertido en una idea lejana e inalcanzable, decidió centrar todos sus esfuerzos en su nuevo hogar. Y, en adelante, haría lo posible por levantar aquel rancho. Por ejemplo, se sentía orgullosa de su destreza para la repostería. Cordelia se había esmerado en enseñarla y las escasas visitas que recibían alababan las tartas de Linette, por lo que ella estaba dispuesta a mostrar sus habilidades en el hotel del pueblo a la primera oportunidad.
Aquella mañana, cuando salió a ocuparse de las aves, vio venir un jinete en dirección a la casa. Se hizo sombra con la mano y al comprobar que se trataba de su esposo continuó con su tarea.
Volvía a casa cuando vio que Ethan enganchaba el Surrey y se acercó. Acarició el lomo de aquel caballo con cariño. Al ver a otro caballo atado a la trasera, supuso que no volvería a verlo más.
—Este coche aquí es un estorbo —explicó él con sequedad.
—Lo sé.
Comprendía que el dinero era más necesario que un coche de paseo, pero la apenaba desprenderse de él, más por el caballo que por el vehículo.
—El caballo... ¿también? —preguntó.
—No necesito un caballo de tiro —comentó observando cómo asomaba la tristeza a los ojos de su esposa—. ¿Te encargabas tú de él?
—Un muchacho se ocupaba a diario de limpiar la cuadra y de pillarlo, pero hace años que estaba en casa. ¿Puedes llevarme al pueblo? —preguntó desechando aquellos recuerdos que la entristecían.
Ethan asintió con la cabeza y continuó enganchando los arreos como si ella no estuviese presente. Linette entró en la casa y se quitó el delantal, se adecentó el peinado y se puso el corsé. Cuando salió, Ethan ya la esperaba en el coche.
Recorrieron las tres millas hasta el pueblo como dos extraños. Cuando llegaron a las primeras casas, Linette se dedicó a observar todo lo que el primer día le pasó desapercibido. Indian Creek era más grande de lo que había imaginado. A su derecha vio la escuela cerca de una arboleda, y más adelante se erigía el más alto de los edificios del pueblo, la iglesia. Se elevaba del nivel de la calle por cuatro escalones, contaba con porche y un pequeño campanario. En la parte posterior, se ampliaba por medio de un gran salón con ventanales. Y tras él, una enorme explanada que se extendía hasta la arboleda de la escuela. Ambos edificios destacaban por sus paredes de madera blanca, pintadas con pulcritud. Pero la puerta y la ventana de la iglesia, así como el ojo de buey del campanario, estaban decorados con pintura roja y verde que ponían una nota de alegría entre tanta blancura.
Frente a la iglesia se levantaba la herrería, que anunciaba venta y alquiler de caballerías. Esta parte era la más ancha de la calle. Casi podía decirse que se abría a modo de plaza sin llegar a serlo. A esa hora, el pueblo se encontraba bastante concurrido, tanto de caballerías como de personas circulando arriba y abajo o paradas ante los negocios.
A las puertas de la herrería, Ethan frenó el coche.
—No tardes, tengo demasiado trabajo para perder el tiempo esperándote. ¿Sabes montar? —Ella asintió—. Más vale así, montarás a mi espalda.
—Tengo que hacer un recado —murmuró sin levantar la cabeza.
Linette optó por marcharse cuanto antes. No era más que un caballo viejo, pero prefería no estar presente cuando se deshicieran de él. Se acercó al animal, le rodeó el cuello con los brazos ante las miradas furtivas de Ethan, incómodo ante aquella muestra de cariño. Y mientras le rascaba la testuz, le susurró unas palabras en voz baja.
Ethan frunció el ceño apretando la mandíbula y la cogió por el brazo.
—¿Qué lengua es ésa? —inquirió con voz letal.
Linette lo miró asustada. Los ojos fieros de Ethan le dijeron que acababa de cometer un gravísimo error.
—Lakota —murmuró—. Una lengua Sioux.
—¿Dónde la has aprendido?
—Mis padres... mis padres eran lakotas —dijo temerosa.
Pero el recuerdo de sus padres hizo aflorar su orgullo. Alzó la cabeza y lo miró de frente con la barbilla temblorosa.
—Y yo también lo soy, o lo fui —añadió con tristeza.
—¿Indios? —masculló él incrédulo—. Tú no eres india, ni mestiza. —Estaba furioso y aturdido, ésa era la consecuencia de haberse unido a una desconocida—. ¿Piensas que voy a creerte? No eres más que una sucia embaucadora.
Se adentró con los puños apretados en la herrería dejándola con la palabra en la boca. Linette se dirigió al hotel a paso ligero. Ahora sí era fundamental encontrar una manera de ganarse la vida. Quizá no la dejase volver a poner los pies en sus tierras.
Rodeó el edificio. La puerta de la cocina debía de quedar en la parte trasera y, dado el propósito que la llevaba hasta allí, no consideró oportuno entrar por la puerta principal.
La recibió una mujer regordeta que insistió en que se tutearan y la llamase Alice. En aquella cocina estaban abrumados de trabajo, hecho que Linette aprovechó con sabiduría a su favor. No les costó ponerse de acuerdo y, antes de salir, ya habían apalabrado un encargo para el día siguiente.
La casualidad hizo que coincidiese allí con el doctor Holbein. Recordó entonces el brazo herido de Ethan. Quizá aquella noche ella no tuviese ni un techo bajo el que refugiarse, pero no podía evitar preocuparse por el aspecto de la quemadura de su esposo.
—¿Doctor, conoce a la señora Gallagher? —Alice se encargó de las presentaciones. El medico la miró con una sonrisa de sorpresa—. Linette, el doctor Holbein es nuestro ángel guardián.
—Me alegro de conocerla.
—Es un placer. Si no le importa, me gustaría hacerle una consulta. Le espero fuera. Adiós, Alice —se dirigió a la mujer—. Mañana vendré en cuanto pueda.
Linette se marchó y Alice la contempló pensativa mientras el doctor le examinaba un corte en la mano al que ella se empeñaba en no dar ninguna importancia.
—Me gusta esa chica, doctor. Sabe negociar y no duda en arrimar el hombro si es necesario. Me ayudará con los postres. —El médico sonrió y una mirada pícara asomó detrás de sus lentes—. Ha venido como una bendición, ya ve cómo estamos. Me parece que será una buena esposa para ese ranchero.
—Me marcho —concluyó él guardando su reloj en el bolsillo del chaleco—. Y tú hazme caso y no mojes esa herida.
El doctor Holbein rodeo el edificio y encontró a Linette esperándole junto a la puerta principal.
—¿Qué querías comentarme? —Le pareció que ella se sorprendía—. Vamos, conozco a tu esposo desde que llevaba pañales y, si a él lo tuteo, a ti también. Eres una niña a mi lado. Dime, ¿qué te preocupa?
—Ethan se quemó con una soga y creo que se le ha infectado. Le aplique un ungüento, pero no sé si será suficiente.
—Parece que tienes experiencia —dijo mirándola con curiosidad.
—Mi madre... —Se le atragantó la palabra— me enseñó.
El doctor asintió satisfecho, abrió su maletín y le entregó un tarro.
—Lávala todos los días con agua y jabón y ponle esta pomada.
—Doctor, agradezco su amabilidad, pero... no puedo aceptar. No tengo con qué pagarle... —comenzó a decir incómoda.
—Te contaré una cosa —dijo acercándose a ella conmovido por su franqueza—. Desde que murió mi querida Lorna, como a diario en el hotel, pero Alice se preocupa en exceso por mi... —continuó en tono de confidencia atusándose el bigote—. Opina que los dulces no me convienen. Vamos a hacer un trato: tú te quedas la medicina y a cambio me haces una tarta entera para mí solo, sin que ella se entere.
Linette sonrió agradecida y él le tendió el tarro como si ambos fueran cómplices de una travesura.
Con la toalla caliente sobre su rostro, Rice McNabb pensaba que cada persona habla nacido con un propósito en la vida. Y el suyo era disfrutar de todo tipo de lujos. Con los ojos cerrados, se abstrajo del bullicio callejero que llegaba hasta la barbería de Castle Rock a aquellas horas de la mañana.
—No puedo creerlo, después de tantos años y... todavía continúa la búsqueda.
Recibió el comentario como una molestia inevitable al tiempo que el barbero comenzó a enjabonarlo. Detestaba a ese tipo de hombres que buscan hacer partícipes a los demás de las noticias, en lugar de limitarse a leer el periódico en silencio. Pero una barbería era el lugar idóneo para entablar conversación.
—¿Algún fugitivo? Por lo visto las cosas en Dodge City cada vez están poniéndose más feas —comentó el barbero.
—Una niña, pero ya hace años de eso.
—No será tan niña entonces.
—No lo creo —respondió con sorna el del periódico—. Si sigue con vida, claro está.
El tema despertó la curiosidad de McNabb, pero la navaja afilada sobre su cuello aconsejaba permanecer muy quieto y con la boca cerrada.
—¿Quién la busca? —continuó el barbero deslizando la navaja con maestría.
—Su familia, por lo visto. Pero a saber de dónde son. Quizá ni siquiera de Denver.
—¿No lo dice?
—No, quien disponga de información debe contactar con la redacción del Republican, pero no dice más.
—Ahora creo recordar —comentó el barbero pensativo—. ¿No será la misma que buscaba aquel loco del bastón?
—Claro que es la misma. Recuerdo a aquel pobre hombre, casi ni se le entendía al hablar.
—Nadie lo tomaba en serio. Por lo visto era el padre, pero la historia resultaba imposible, una auténtica locura. Una niña jamás habría sobrevivido. ¿También comenta lo de la quemadura? Él insistía mucho en ese detalle.
El comentario hizo que McNabb se removiese en el sillón.
—Ya termino —lo tranquilizó el barbero al verlo inquieto.
—¿Una quemadura? —preguntó.
—Esa joven, porque de estar viva ya debe de ser toda una muchacha, tiene una mano quemada —comentó el hombre pasando página—. En fin, afortunado el que la encuentre.
—No entiendo por qué —comentó McNabb.
—No creo que una familia busque a esa chica durante años solo para conocerla. Y mantener una búsqueda así cuesta dinero. Debe de tratarse de gente acomodada.
—Puede que sí —comentó el barbero—, de lo contrario ya habrían abandonado hace años.
—Pero es imposible que la encuentren —agregó el del periódico, mirando al barbero a través del espejo—. Según aquel pobre chiflado, desapareció en Wyoming en 1866. En el caso improbable de haber sobrevivido, podría estar en cualquier parte y éste es un país muy grande.
El barbero corroboró asintiendo con la cabeza y el hombre pasó página para comentar una noticia referente a un grupo de cuatreros que merodeaban por Colorado Springs.
McNabb quería saber más, eran demasiadas las coincidencias.
—Y dice usted que se busca a esa niña desde hace tiempo.
—Mucho —respondió el hombre mirándolo por encima de los lentes—. Hará unos seis años que ese pobre sujeto estuvo por aquí preguntando por ella. Recorría pueblo por pueblo indagando sobre su paradero. Y este anuncio sigue apareciendo por lo menos una vez al año.
—No me había fijado, creí que ya habría desistido —añadió el barbero—. Watts, me parece que así decía llamarse aquel infeliz.
—Si me permite... —rogó McNabb alargando el brazo hacia el diario.
—No recuerdo bien todos los detalles —comentó el hombre—, pero no he olvidado su relato sobre aquel ataque indio. ¿Que niña de cinco años habría podido salir con vida de aquello?
El tipo le paso el periódico. McNabb estiró el cuello mientras le aplicaban la loción y leyó con interés. Se buscaba a una joven que tendría veintitrés años, con la mano izquierda quemada. Quien tuviese cualquier información sobre ella, podía ponerse en contacto con la redacción. «Watts», se repitió mentalmente.
—Insistía en que nunca apareció el cuerpo —continuó el hombre—. Lo más seguro es que acabaran con él las alimañas. En fin, ¿quién sabe?
McNabb devolvió el ejemplar del Republican y pagó los diez centavos con aire distraído, dejando una propina que el barbero agradeció.
—Caballeros —se despidió colocándose el sombrero hongo.
Ya en la calle, reparó sobre la azarosa situación: en una semana, se había convertido en propietario de una casa de considerable valor y había conseguido deshacerse de aquella advenediza. Pero ahora se arrepentía de haberla despachado tan a la ligera. De no mostrarse tan poco dispuesta, todo habría marchado sobre ruedas. O puede que no. Tal vez no fuese la misma persona de la que hablaba el periódico. Aunque la quemadura que lucía en la mano aquella arisca no podía ser simple casualidad.
No fue mala idea acudir a Castle Rock en busca de timbas. ¿Qué mejor sitio para el juego que aquel territorio de minas? Además, le convenía permanecer durante un tiempo lejos de Kiowa Crossing, a salvo de sus acreedores. Pero, de momento, el poker no era lo más importante. Tendría que desplazarse hasta Denver e indagar. De haber alguna familia Watts adinerada, tal vez fuesen parientes del excéntrico del bastón. O tal vez contestara al anuncio. Así tantearía primero el grado de interés de aquella gente. Respiró con profunda satisfacción: de una manera o de otra, ya se las ingeniaría para que aquella casualidad le resultase rentable.
Linette regresó a la herrería a toda prisa, donde suponía que él la esperaba, salvo que hubiese decidido abandonarla a su suerte ahora que conocía su secreto.
Ethan conversaba con el doctor mientras éste le alzaba la manga y le examinaba la herida. Cuando llegó junto a ellos, el medico felicitó a Linette por sus cuidados y se despidió de la pareja.
—¿Presumiendo de buena samaritana? —ironizó Ethan atravesándola con una mirada gélida.
Subió al caballo y, sin ayudarla, esperó a que ella lo hiciera por su cuenta. A Linette le costó, al no poder asirse al cuerno de la silla. Tras el segundo intento, Ethan quitó de mala gana el pie del estribo y ella por fin pudo montar agarrándose a su camisa, gesto que aún lo irritó más. Sin darle tiempo a acomodarse, él clavó espuelas y Linette se tuvo que aferrar a su cintura para no salir despedida.
El regreso se le hizo eterno. Al llegar al establo casi se cayó al suelo al verse obligada a desmontar sin ningún punto de apoyo. Ethan bajó de un salto y desensilló al appaloosa sin prestar atención a Linette, que esperaba a su lado sin saber qué hacer.
—¿Puedo quedarme? —preguntó con la vista en el bajo de su falda—. Si lo prefieres, recogeré mis cosas.
—¿Y eso a qué viene? —preguntó con el ceño fruncido—. Lo que tienes que hacer es volver al trabajo, y rápido.
—Crecí en un poblado lakota. No quiero avergonzarte por ello —comentó en voz baja—. Si anulas el matrimonio, lo entenderé.
—Eso te gustaría, ¿verdad? —masculló con furia contenida—. Pues... ¡olvídalo! Lo teníais muy bien pensado esa rata de McNabb y tú pero, mira por donde, os ha salido mal la jugada.
—No sé de qué hablas.
—¡Ya está bien de tonterías! —dijo tirando la silla al suelo con rabia—. Conmigo deja de fingirte inocente porque me tienes harto. Eres una embaucadora, pero te quedarás. ¡Mírame! —le ordenó con tono fiero a la vez que la sacudía por los hombros.
—Por favor —suplicó.
—Me consideras un idiota, ¿verdad? Tu tío, por decir algo, ¿o es tu amante? —Linette tembló al oír aquello—, me engatusó para cargar contigo, así se quedaba con la casa. De un plumazo anulaba la absurda disposición de la viuda y de paso evitaba pagarme mi dinero. Tú te niegas a consumar el matrimonio haciéndote la mojigata y ahora me sueltas lo de los indios. Si creíais que así anularía el matrimonio y te dejaría libre para volver con él y disponer de la casa a vuestro antojo, estás muy equivocada. ¿Habíais planeado venderla y repartiros el dinero? Pues es una lástima porque no verás ni un dólar. Y si se te ocurre volver con ese tipo, cometerás adulterio.
—No sabes lo que dices. Yo no he mentido en mi vida —alegó.
—Te creí honesta y me equivoqué. Tu amigo y tú encontrasteis a un tonto que se dejó engañar con demasiada facilidad. Pero te juro que os vais a arrepentir de esto, por lo menos tú. En cuanto a McNabb, ya le llegará su momento, no lo dudes.
Linette giró sobre sus talones camino de la casa. Discutir con él era del todo inútil.
Ethan estaba indignado, odiaba la rivalidad existente entre alemanes, irlandeses y escandinavos que parecían querer repartirse Colorado como si fuese un pastel. Y aún detestaba más a quienes se consideraban por encima de los que tenían una piel más oscura.
—No me des la espalda. —El tono hizo estremecer a Linette, que frenó en seco—. Además de embustera eres mezquina. ¿Por qué supones que tengo prejuicios contra los indios? No me importan ni el color ni los ancestros, trato a las personas por igual y respeto a todo el que me respeta. Hace años que acabaron las guerras indias y por aquí no causan problemas; Matt les compra broncos y son gente de palabra. Me juzgas sin conocerme. Utilizar ese argumento ha sido un gesto muy sucio.
Linette bajó la cabeza y encogió los hombros, pero no se movió de sitio. Él la alcanzó en dos zancadas, se situó tras ella y, con un giro brusco, la colocó frente a él.
—Firmamos un compromiso en casa del juez, ¿recuerdas? Aunque te niegues a cumplir con tu parte del trato, debo encargarme de tu protección y tu sustento. Yo soy un hombre de palabra, no como tú.
Linette alzó el rostro hacia él con expresión de derrota.
—¿Y quién me protege de ti?
Ethan no respondió. Lo estaba desafiando con inexplicable docilidad. De pronto, solo podía pensar en poseer a aquella extraña mujer que aunaba sumisión y rebeldía. Se inclinó sobre su boca, pero al rozar sus labios abrió los ojos. La asió con firmeza y la apartó bruscamente. Ella abrió los ojos aturdida.
—¿Te gusta verte rechazada? Ahora ya sabes lo que se siente.
Linette bajó la vista temblorosa y corrió hacia la casa. Ethan recogió la silla de montar y dio un puñetazo al portón del establo que asustó a los caballos.
Harriet contemplaba la calle a través de la puerta abierta de la tienda con la ingenua esperanza de encontrar en el exterior algún entretenimiento. La tarde estaba resultando más tediosa de lo habitual. En las últimas dos horas no habla traspasado el umbral ni un alma.
Con desgana redondeaba sus uñas con una lima, cuando por fin entró el primer cliente. El hombre la saludó con un leve roce del ala del sombrero y ella respondió con un ligero movimiento de cabeza.
—¿Qué se le ofrece? —preguntó con amabilidad.
—Clavos. De los más largos.
Harriet hizo un mohín dando la espalda a aquel sujeto. Jamás se acostumbraría a los malos modales de aquellas tierras ni a la brusquedad con que se conducían sus convecinos. La parquedad de palabras y la grosería imperante no hacían sino reafirmar su idea de que su sitio no estaba allí. Y, como de costumbre, maldijo la hora en que su padre tuvo la feliz idea de establecerse en aquel rincón perdido en medio del Oeste.
Extrajo de una cajonera de madera con tiradores de latón uno de los largos cajones y lo colocó sobre el mostrador.
—Cincuenta —la apremió el recién llegado.
Harriet dedicó a su cliente una mirada tan breve como desdeñosa. Por lo visto, la cortesía no debía de ser su fuerte. Pero ella sabía muy bien cómo tratar a ese tipo de hombre. Colocó ante ella un ejemplar viejo del Republican de Denver y se dispuso a contar los clavos uno a uno. Cuando los tuvo todos, los envolvió en la hoja de periódico y cobró en metálico. Con una sonrisa entregó el paquete y sostuvo la mirada torva que el hombre le dedicó por la lentitud con que lo había atendido. «Paletos», pensó, «y además exigentes».
Alzó el pesado cajón, lo introdujo de nuevo en su sitio y se acodó en el mostrador, dispuesta a dejar pasar las horas hasta que el retorno de su madre la librase de aquel aburrimiento.
Fue entonces cuando reparó en el periódico que aún permanecía abierto ante ella. Un anuncio recuadrado en negro llamó su atención. Tuvo que leerlo varias veces para cerciorarse. Con súbito interés cerró el ejemplar para comprobar la fecha. Era un número de hacía meses. Volvió al anuncio y meneó la cabeza con un bufido de incredulidad. Desde luego, las casualidades existían. Y por lo visto, el mundo, o por lo menos el que ella conocía, parecía ser del tamaño de un huevo de perdiz.
—Veintitrés años..., rubia... —leyó en voz alta—. Una cicatriz en su mano izquierda...
Releyó el breve texto varias veces para asegurarse. Demasiadas coincidencias: la apocada señora Gallagher se ajustaba como un guante a aquella descripción. Al final iba a resultar que su mano deforme, en lugar de vergüenza, iba a convertirse en su salvoconducto para encontrar un futuro mejor. «¿Para qué querrían localizarla?», según el anuncio hablan pasado años desde la desaparición.
La cabeza de Harriet comenzó a especular a toda velocidad. Sin duda era gente adinerada. De ser una cuadrilla de harapientos no se molestarían en buscar una boca más que alimentar, por grande que fuese su amor por la desaparecida.
Un regusto ácido comenzó a subirle desde el estómago hasta la boca. La sola idea de ver a aquella mujer —que con tanto agrado ocupaba el puesto que ella rechazara por denigrante— convertida en una dama de ciudad, bastaba para reconcomerla por dentro.
Con una insensatez fuera de toda lógica, aquella Linette habla renunciado a su posición en Kiowa para partirse el espinazo como ranchera. Que trabajase, si ése era su deseo. Pero el destino o la casualidad parecían querer devolverla a un ambiente acomodado. Harriet apretó los dientes ante semejante injusticia. Era a ella a quien debían lloverle oportunidades para marcharse de aquel horrible lugar y, por ironías del azar, la ocasión se empeñaba en llamar a la puerta de la persona equivocada. Y no se atrevió ni siquiera a pensar en que toda aquella historia pudiese aportar alguna fortuna al rancho Gallagher, porque de ser así se esfumaría la única esperanza que en secreto mantenía respecto al futuro de aquellas tierras.
Dobló el periódico con rabia y lo escondió en el fondo del cajón más bajo del mostrador. El anuncio se había publicado hacía meses y con suerte no quedarían más ejemplares rondando por Indian Creek. Aquella idea la tranquilizó. Por su parte, se guardaría muy mucho de dar a conocer la noticia. Su boca permanecería sellada. Tal vez así la flamante señora Gallagher no se enteraría jamás del contenido de aquel aviso. Quizá no fuese ella la mujer buscada, pero mejor no tentar a la suerte.
El 4 de julio, a primera hora de la tarde, el ambiente festivo impregnaba cada rincón de Indian Creek. La arboleda era un bullicio, los niños corrían de un lado a otro y tanto mujeres como hombres, agrupados en corros, comentaban novedades y rumores. Las mujeres aprovechaban para alabarse unas a otras y de paso observar detalles que poder copiar en los vestidos de las demás.
No era pueblo de desfiles y cabalgatas, eso quedaba para las ciudades. Desde hacía años, la celebración consistía en un baile que comenzaba al atardecer y que se alargaba hasta bien entrada la madrugada. Hacía más de un mes que no llovía apenas, por lo que se optó por trasladar el festejo a la explanada grande.
Linette se hizo visera con la mano y buscó entre el gentío. Las dos semanas que llevaba en Indian Creek no habían sido las mejores de su vida, pero tampoco las peores. Estaba decidida a vivir cada día sin pensar en el siguiente. Como de costumbre, su esposo la ignoró dejándola sola en cuanto llegaron al pueblo. Ella hubiese preferido quedarse en casa, pero Ethan la obligó a acompañarlo. No quería aparecer solo en la fiesta, aunque se olvidó de ella en cuanto llegaron al pueblo.
Conforme a sus advertencias, Linette se esmeró en cuidar su aspecto. Desterró el gorro anticuado y las trenzas apretadas. Pero su viejo vestido marrón oscuro: demasiado ancho y sin apenas vuelo, distaba de los vistosos modelos del resto de mujeres.
Al frente del cuarteto de músicos descubrió a Aaron, lo saludó agitando la mano y él le correspondió con unos acordes de fiddle que arrancaron aplausos de los más jóvenes, ansiosos por empezar a bailar.
Se acercó a Emma, que charlaba con Grace con el niño en brazos. Al comienzo de la primera pieza, aprovechó para quitarse de en medio y buscó asiento en uno de los bancos colocados bajo los álamos. Cerca de ella, un nutrido grupo de señoras de edad, de las que rara vez bailaban, se consagraban a su pasatiempo preferido: observar y criticar.
—¿No baila?
Linette miró hacia su izquierda. Una sonriente pelirroja la miraba con ojos vivarachos. Unas cuantas pecas sobre la nariz le daban un aspecto juvenil que contrastaba con su avanzado estado de gestación.
—No sé bailar —confesó Linette con cierta vergüenza mirando hacia otro lado.
Con aire acelerado vieron acercarse a Joseph, acompañado de una jovencita rubia que cargaba en brazos al pequeño Tommy.
Joseph se sentó de forma tan atolondrada que hizo tambalear el banco.
—Vaya, lo siento —rio esquivando un codazo de la pelirroja—. ¿Ya os conocéis?
—La verdad es que no —contestó Linette.
—Te presento a Doreen McRae, es la esposa de Gideon. Y ésta Minerva Owen. Minnie, Doreen, ésta es mi tía Linette Gallagher.
—Me alegro de conocerte, todos me llaman Minnie —sonrió tendiéndole la mano.
—Yo también, Minnie.
—Es un placer conocerla, señora Gallagher —dijo Doreen con cortesía.
—Para mí también y, por favor, llámame Linette.
—Ya empieza la música —comentó Joseph mirando hacia la planada—. ¿Linette, puedes quedarte con Tommy?
Ella tomó a! pequeño de los brazos de Minnie, que no tardó en correr junto a Joseph hacia el espacio habilitado para el baile.
—Tenía intención de pasar por tu casa —se excusó dirigiéndose a Doreen—, pero he estado muy ocupada poniéndome al tanto de todo.
—No te disculpes —aseguró con una sonrisa—, soy yo quien debería haber pasado a presentarme; Gideon insistió en ello, pero ya no puedo montar. Ya me ves, apenas puedo moverme.
Doreen era una chica encantadora de la misma edad que Linette y ambas congeniaron de inmediato. Era hija de un profesor que, al enviudar envió a su hija a una prestigiosa Escuela de Señoritas de Baltimore. Al morir su padre, sola y sin familia, decidió embarcarse en la aventura más apasionante de su joven existencia. Y, desdeñando las proposiciones de varios admiradores, se aventuró a responder al anuncio de un vaquero del lejano Estado de Colorado que solicitaba esposa. Cuando Gideon apareció en Indian Creek casado, poca gente creyó que aquella chica culta y elegante se adaptaría a la dura vida del Oeste. De eso hacía ya dos años.
—Te aseguro que fue la mejor decisión de mi vida —aseguró mirando embelesada a su esposo, que se acercaba hacia ellas.
Gideon era un hombre alto con complexión de vaquero: cuerpo fibrado y musculoso a fuerza de pasar horas a caballo y a derribar terneros con las manos. Sorprendía en su cara de tipo duro aquella sonrisa de niño.
—Señora Gallagher, veo que ya conoce a mi esposa —dijo quitándose el sombrero—. Vamos, cariño, el doctor insiste en que debes pasear.
Gideon ayudó a levantarse a Doreen, que obedeció entre protestas, y Linette los contempló alejarse cogidos del brazo.
Minnie Owen se acercó a ella con un par de vasos de limonada.
—Pensé que te apetecería —dijo tendiéndole uno de ellos.
Linette notó que Minnie le mostraba especial simpatía. Y se alegró de ello, ya que durante todo el baile había podido notar la mirada despectiva de Harriet Keller.
—No le hagas ningún caso —dijo Minnie mirando hacia Harriet, que en ese momento no apartaba los ojos de ellas.
Linette se centró en jugar con el pequeño evitando entrar en el tema.
—A mí también me detesta —continuó la chica, sosteniéndole la mirada a distancia—, pero no se atreverá conmigo.
—Soy nueva aquí —adujo Linette—. No es fácil hacer amigos de buenas a primeras.
—Pues ya tienes una amiga. No eres la única —concluyó en tono confidencial—. Joseph me lo contó todo, yo también soy adoptada.
Linette sintió que acababa de nacer un vínculo que la unía a aquella jovencita decidida, por encima de la diferencia de edad.
Joseph las saludó desde lejos aprovechando un intercambio de parejas y Linette observó que los ojos de Minnie brillaban al verlo bailar.
—Veo que os lleváis muy bien —comentó observando que no de jaba de buscar al muchacho entre la multitud.
—Es mi mejor amigo —aseguró—. A él no le importa..., ya sabes. Es un gran chico.
—¿Te gusta bailar con el?
—Claro —rio sonrojándose—, y no solo con él. Mi madre siempre lo dice, si algo bueno tiene el Oeste es que aquí las mujeres somos algo muy valioso.
Linette tuvo que darle la razón, a la vista de cómo revoloteaban los hombres alrededor de cualquier cosa con faldas. Incluso las solteras, la mayoría de las cuales aún asistía a la escuela, se permitían el lujo de desdeñar las galanterías de una numerosa corte de jóvenes que morirían por recibir tan sólo una sonrisa.
El centro de la explanada parecía un torbellino de faldas que giraban sin cesar. Pocos eran los que, a la sombra de los robles, contemplaban las evoluciones de las parejas.
Ethan, apoyado en un tronco con los brazos cruzados, se limitaba a observar con desgana. Lejos quedaban los años en que disfrutaba de fiestas como aquellas. Además, la mujer que en ese momento debía llevar entre sus brazos, no sabía bailar. Mejor así, porque no podía presumir de esposa, ya que su vestido ramplón gritaba a los cuatro vientos la precariedad económica del rancho.
El pequeño Tommy empezó a gimotear en brazos de Linette, ella lo acomodó sobre su antebrazo y, para tranquilizarlo, empezó a moverse recostándolo sobre su hombro.
—Te están saliendo los dientecitos, por eso te duele tanto —le susurró.
Ethan la miraba molesto. Cada vez la aborrecía más por negarle sus favores. Y también la amabilidad y el afecto que mostraba a todo el mundo. A todos, menos a él.
Vio que acariciaba la encía de Tommy con la yema del dedo y el niño callaba aliviado. La visión del dedo de Linette dentro de la boquita entreabierta de Tommy le hizo sentir un cosquilleo en el estómago. El pequeño sonrió intentando imitarla y Linette le atrapó un dedito pequeño entre sus labios. Aquel detalle de inocente ternura excitó a Ethan de un modo devastador. Hubiese deseado que ella tomase su dedo entre sus labios. Necesitaba saber cómo era el tacto de aquella boca entreabierta, disfrutar de su cálida humedad. Se llamó a sí mismo estúpido por sentir que un bebé le estaba arrebatando unas caricias que solo le pertenecían a él. En dos zancadas se colocó ante ella y le arrebató al niño de entre los brazos casi de un zarpazo.
—Vamos —la apremió entregando el bebé a Minnie.
—Lo siento —dijo alzando la vista—, ya sabes que no sé bailar.
—Esto es una pérdida de tiempo —concluyó con un gesto para que se diese prisa.
Linette farfulló una excusa para despedirse de Minnie que observaba atónita la inexplicable descortesía de Ethan. Éste rodeó la iglesia a toda prisa seguido de Linette. Desató a los dos caballos, tendiéndole a su esposa las riendas con rudeza.
—Harías bien en mirarte al espejo antes de mostrarte en público —murmuró con desprecio.
Ethan montó y se puso en camino sin darle tiempo a replicar. Estaba avergonzado por no poder costearle un nuevo vestuario como ella se merecía. Y, furioso consigo mismo, se maldijo por descargar su rabia contra ella con un comentario tan cruel.
Durante un minuto, Linette permaneció junto al caballo con la cabeza baja. De todos los reproches que había tenido que soportar, éste había sido sin duda el más humillante. Pero nada podía hacer. Su esposo se avergonzaba de ella y no sabía cómo remediarlo. Porque la viuda Dempsey, con su afán por mantenerla alejada del pecado, la había convertido en una dama hacendosa y respetable. Una dama que, con veintitrés años, aún no sabía comportarse como una mujer.
Desde la explanada, unos ojos contemplaron la partida de los Gallagher. Fingiendo escuchar las galanterías de un admirador Harriet contemplaba con disimulada satisfacción la cara de disgusto de Ethan y el semblante desolado de su nueva esposa.
Bien entrada la noche, en el piso superior del almacén de las Keller aún permanecían las luces encendidas.
Harriet, sentada frente al tocador, cepillaba su brillante melena mientras soportaba a duras penas los reproches de su madre.
—Emma Sutton me ha pedido explicaciones por lo sucedido. Estaba muy disgustada, incluso se atrevió a recordarme que Kiowa no está demasiado lejos y lleno de tiendas mejores que la nuestra. No quiero ni pensar qué pasaría si perdemos clientes. No debiste mentir a esa mujer en el precio de esa tela.
—Debió de entenderme mal, ¿por qué no me crees? —giró el rostro hacia su madre con los dientes apretados.
—Porque te conozco demasiado bien. Hija —dijo dulcificando el tono—, hiciste muy bien al rechazar a ese Gallagher. Quién sabe qué vida de penurias hubieses tenido que soportar en aquel rancho? Olvídate de él.
—Nunca me interesó la vida que me ofrecía.
—Mejor así. —Se llevó el índice a los labios, pensativa—. Creo que te precipitaste al desdeñar a aquel contable del banco.
La sola mención puso furiosa a Harriet. Su antiguo pretendiente ahora llevaba la contabilidad de la empresa cervecera Neef Brothers. De no haberse mostrado tan exigente, él no habría acabado casándose con la hija del doctor Holbein y, a día de hoy, sería ella la que disfrutaría de una mansión en Denver en lugar de esa sosa.
—Y recuerda una cosa —concluyó su madre en tono de advertencia—: lo más importante es mantener la clientela.
En cuanto la viuda Keller salió del dormitorio, Harriet estampó con rabia el cepillo contra la puerta. El negocio, el maldito negocio y sus beneficios. Su madre no pensaba más que en ver el cajón rebosante de dólares mientras ella se pudría en aquel pueblo del diablo.
Y, encima, ahora simpatizaba con aquella mosquita muerta. No la soportaba, con ese aire de inocencia y su ridícula sencillez. ¡Pues claro que debía desairar a la nueva señora Gallagher! A ver si se arrepentía de una vez y huía lejos de allí.
¡Qué demonios! El mundo no giraba alrededor de Ethan Gallagher. Ella era demasiado lista para descubrir el último as que guardaba bajo la manga. Su madre enfermaría con su partida, pero acabaría cediendo a sus ruegos e insistencias, y le permitiría pasar una temporada con sus tíos en San Luis. Tal vez allí encontrase un marido acorde a sus necesidades. Talento y encantos no le faltaban para seducir a cualquier hombre. Una vez casada, su madre ya no supondría la pesada lacra que, aferrada a ella con la excusa del cariño, interfería en su vida convirtiéndola en un martirio.
Acercó el rostro al espejo y retirando el pelo de la cara estudió su cutis. Aquellas arruguitas apenas perceptibles alrededor de sus ojos la mortificaban, aunque por suerte poseía un rostro agraciado y elegante. Y su cuerpo menudo no dejaba adivinar su verdadera edad. Lejos de aquel pueblo, nadie se atrevería a sospechar que ya había cumplido los veintiocho años. ¡Una solterona! Se estremeció solo de pensarlo.