15
El concejal Terry Jackson visitaba el museo para echar una ojeada previa al día de la inauguración, y parecía complacido con lo que veía. Tanto que empezó a mostrarse ambicioso en relación con el lanzamiento de la exposición.
—Tendríamos que conseguir que alguna celebridad viniera a inaugurarla.
—¿Conoce usted a alguna? —le preguntó Annie.
—No. ¿Y usted?
—Tampoco.
—Oh, bien.
—¿A quién invitaría si pudiera?
—No estoy muy al tanto en cuestión de celebridades. No veo la suficiente televisión.
—Cualquiera de la historia del mundo. Un invitado fantástico.
Annie dijo luego:
—Mmm… ¿Y qué papel se le asignaría a esa celebridad? Me refiero a si le invitaríamos (a él o a ella) a que pronunciara unas palabras.
—Supongo que sí —dijo Terry—. Algo que interesara a la prensa local. E incluso a la nacional.
—Supongo que si una celebridad histórica muerta inaugurase una exposición en el Museo de Gooleness, tendríamos que quitarnos a los periodistas de encima a manotazos.
—¿Y usted a quién traería?
—A Jane Austen —dijo Annie—. O a Emily Brontë, supongo, ya que no estamos lejos de la tierra de Brontë.
—¿Usted cree que la prensa nacional se desplazaría hasta aquí arriba por Emily Brontë? Sé que lo harían por Jane Austen. Con lo de Bollywood y demás.[20]
Annie no tenía la menor idea de a qué se refería, así que prefirió hacer caso omiso de esto último.
—Lo harían también por Emily Brontë.
—Bien —dijo Terry. Dudaba, era evidente—. Si usted lo dice. En fin. Ciñámonos al reino de lo posible.
—¿Me está preguntando el nombre de alguien famoso que accediera a venir al Museo Costero de Gooleness para inaugurar la exposición? Porque eso sería otra cosa.
—No, no lo sería. Apunte tan alto como le apetezca.
—Nelson Mándela.
—Menos importante.
—Simon Cowell.
Terry reflexionó un instante.
—Menos importante.
—La alcaldesa.
—La alcaldesa tiene otros compromisos. Si usted hubiera solucionado este asunto antes, podríamos habérselo pedido con la suficiente antelación.
—Tengo a un cantautor norteamericano de los ochenta pasando unos días en casa. ¿Podría servirnos?
No pensaba mencionarlo, pero el ataque injusto de Terry Jackson contra sus destrezas organizativas le dolió en lo más hondo. Sea como fuere, ni siquiera podía creer que Tucker hubiera decidido quedarse: él y Jackson llevaban ya tres noches en su casa y no mostraban deseo alguno de marcharse.
—Depende de quién sea —dijo Terry.
—Tucker Crowe.
—Tucker ¿qué?
—Tucker Crowe.
—No. No sirve. Nadie ha oído hablar de él.
—Bien, ¿qué cantautor norteamericano de los ochenta habría servido para usted?
El concejal empezaba a irritarla. ¿De dónde había surgido toda aquella súbita necesidad de celebridades? Siempre sucedía lo mismo con los concejales. En los comienzos de un proyecto, lo importante eran las necesidades de la ciudad; al final, lo importante era el Gooleness Echo.
—Creí que iba a decir Billy Joel o alguien parecido. ¿Es un cantautor? Nos tendría que sacar del aprieto. En fin, gracias, pero no, gracias, Tucker Crowe.
Trazó unas comillas imaginarias en el aire para encerrar el nombre, y se echó a reír entre dientes (ante el total anonimato del tal Crowe, al parecer).
—Tengo una idea —dijo Terry.
—Dígala.
—Tres palabras.
—Muy bien.
—Intente adivinarlas.
—¿Tres palabras?
—Tres palabras.
—John Logie Baird. Harriet Beecher Stowe.
—No. Ninguno de los dos. Oh. Y quizá tendría que decir que una de las tres palabras es «y».
—¿Y? ¿Como Simon y Garfunkel?
—Sí. Pero no son ellos. Creo que debería rendirse.
—Me rindo.
—Gav y Barnesy.
Annie soltó una carcajada. Teny Jackson pareció dolerse.
—Lo siento —dijo Annie—. No quería… No era en esa dirección donde yo estaba buscando.
—¿Qué se piensa usted? Son leyendas locales, y multitud de gente por estos pagos sabe quiénes son…
—Me gusta —dijo Annie en tono terminante.
—¿De verdad?
—De verdad.
Terry Jackson sonrió.
—Una idea genial, en realidad. Por mucho que sea yo quien lo diga.
—Pero probablemente no son de interés para la prensa nacional —dijo Annie.
—Eso es cierto. Lo he propuesto como una idea sin muchas probabilidades de éxito.
Annie había oído una vez decir a alguien que en el futuro todo individuo sería famoso para quince personas. En Gooleness, donde Tucker Crowe dormía en su habitación de invitados, y se invitaba a Gav y Barnesy a inaugurar exposiciones, el futuro se había hecho presente.
El miércoles, día de la inauguración, Tucker y Jackson seguían en casa de Annie. Iban posponiendo su marcha de día en día. Annie no quería presionarles para que cambiaran de planes, porque no podía soportar el pensamiento de su partida. Mañana tras mañana, temía verlos aparecer en la cocina con el equipaje listo, pero en lugar de ello se sentaban para desayunar y anunciaban su intención de ir de pesca, o de dar un paseo, o de coger un autobús que bordeara la costa. No tenía la menor idea de si Jackson tenía o no que estar en el colegio, pero no quería preguntar, por si Tucker de pronto se golpeaba la frente y arrastraba a su hijo hacia la estación.
No habría sido capaz de explicar a nadie lo que esperaba de todo aquello; o no habría querido hacerlo, al menos, porque tal explicación le habría sonado patética incluso a ella misma. Esperaba —suponía— que se quedaran para siempre, en cualquier modalidad que ellos eligieran. Si Tucker no quería compartir el lecho con ella, muy bien, perfecto, aunque ella tenía el firme propósito de acostarse con alguien en un futuro próximo, y si no le gustaba, podía largarse. (Estos supuestos los había imaginado con bastante lujo de detalles: de ahí el tono de confrontación; había tomado nota de una conversación concreta de tal tenor el domingo por la noche, cuando intentaba dormir y se había sorprendido irritándose ante la augurada indiferencia de Tucker.) Por supuesto, tendría que sustituir a Cat en el cuidado de Jackson, al menos durante la mayor parte del año —Jackson viajaría a los Estados Unidos durante las vacaciones más largas, aunque iría a la escuela primaria en Gooleness, quizá a Rose Hill, que gozaba de una excelente reputación y tenía una página web impresionante, con la que había dado por azar la noche anterior—. ¿Hasta qué punto sería duro para Jackson? El chico no había hablado mucho con su madre desde que estaba en Inglaterra, y eso infundía esperanzas en Annie: la relación primera de Jackson era claramente con Tucker, y Annie estaba absolutamente segura de que, si Tucker hacía saber sin ambigüedad cuál era su deseo, su hijo se adaptaría a él sin ningún problema. Ella se brindaría para enviar e-mails semanales o diarios a Cat (o lo que ésta quisiera y madre e hijo podrían también hablar por teléfono), y le podría adjuntar fotografías, y descargaría ese programa que te permite ver en la pantalla del ordenador a alguien que está en la otra punta del globo, y Cat podría hospedarse en su casa siempre que quisiera… Si todos estaban decididos a hacer que funcionara, no tenía por qué no hacerlo. A fin de cuentas, ¿cuál era la alternativa? ¿Que se volvieran a su casa y retomaran su vida, como si nada hubiera pasado?
Lo malo, por supuesto, es que nada había pasado. Si Tucker y Jackson fueran capaces de oír el interior de la cabeza de Annie, saldrían de la casa de espaldas, despacio, y Tucker blandiría la primera arma que hubiera tenido a mano para defender a su hijo. ¿Había acariciado su madre fantasías similares cuando la Navidad llegaba a su fin y sabía que iba a quedarse totalmente sola durante otros once meses y tres cuartos? Probablemente sí. Todo había acontecido demasiado pronto, ése era el problema. Annie habría sido feliz esperando con anhelo los e-mails de Tucker, y soñando sólo muy despacio, durante meses, durante años, con la remota y terriblemente tentadora posibilidad de un encuentro real. A causa de las desventuras médicas recientes, Annie había acabado zampándose la caja de bombones en cuestión de semanas, y ahora se había quedado con la caja vacía y una vaga sensación de náusea.
Tenía que reconocer, a regañadientes, que existía otra interpretación de los acontecimientos recientes: el problema no era la caja de bombones vacía, sino la metáfora. La breve visita de un hombre de edad mediana y su jovencísimo hijo no tendrían por qué ser un festín de confitería; tendrían que ser un sandwich de huevo y berros comprado en una tienda, un bol de cereales apurado distraídamente, una manzana que se coge con prisa del frutero cuando no se tiene tiempo para comer. Se había construido una vida tan vacía que se hallaba en medio de la incidencia narrativa crucial de los últimos diez años, y ¿en qué consistía en realidad tal incidencia? Si al final Tucker y Jackson decidían que debían vivir su vida en otra parte —y hasta el momento no habían dado la menor señal de lo contrario—, Annie debía asegurarse de que, si algún día volvían, su estancia no sería más que un contratiempo, algo de lo que habría podido prescindir, algo que ni siquiera recordaría un par de semanas después de su partida. ¿No era eso lo que sucedía con los invitados?
Cuando bajó a la sala llevaba una falda y un poco de maquillaje, y Tucker la miró.
—Oh, mierda —dijo.
No era lo que Annie habría deseado oír, pero al menos era una reacción. Se había fijado en ella.
—¿Qué?
—Voy a tener que ir así. Supongo que tengo una camiseta limpia, pero seguro que lleva el nombre de un club de striptease. No es que yo sea cliente ni nada parecido; fue un regalo muy considerado. ¿Y tú, Jack? ¿Tienes algo limpio que ponerte?
—Metí un par de cosas en la lavadora —dijo Annie—. Tienes un «No sé qué Man» nuevo encima de la cama.
Probablemente montones de mujeres tenían que enunciar alguna variante de esa frase todos los días de la semana, sin por ello sentirse particularmente afectadas en el plano emocional. O, mejor, la emoción que palpitaría en su pecho sería más una profunda piedad de sí mismas que una pena de amor y una pérdida y un anhelo insatisfecho. Era como una especie de ambición: salir a escena con deseos de ahorcarse, porque poner una camiseta encima de la cama de un niño parecía remitir a una lenta y dolorosa muerte del espíritu. En aquel momento, Annie sentía ganas de colgarse porque todo aquello era como el primer y tímido destello de un renacimiento.
—Spiderman —dijo Jackson—. ¿Está bien Spiderman para esa fiesta?
—Soy la única que tiene que ir elegante —dijo Annie—. Vosotros sois los invitados especiales y exóticos.
—Pero sólo porque llevamos camisetas —dijo Tucker.
—Y porque venís de los Estados Unidos. Cuando empezamos a pensar en una exposición sobre Gooleness en 1964, no contábamos en absoluto con que fuera a venir ningún visitante norteamericano.
—El tipo de cambio era muy malo entonces —dijo Tucker—. Mira y verás como habrá manadas de ellos.
Annie rio con un volumen y una fuerza inapropiados, durante un tiempo absurdamente largo, y Tucker se quedó mirándola.
—¿Estás nerviosa?
—No.
—Oh. Muy bien.
—Estaba pensando en vuestra marcha. No quiero que os vayáis. Y eso me ha hecho reírte la broma como una loca. Qué cosas. Puede que por si era la última broma que hacías en esta casa.
Lamentó de inmediato su explicación, pero sólo porque siempre lo lamentaba todo. Luego, cuando su lamentación hubo estallado y cesado, ya no le importó. Tucker tenía que saberlo, pensó. Quería que lo supiese. Sentía algo por alguien, y se lo decía a ese alguien.
—Muy bien. ¿Quién ha hablado de irse? Nos gusta esto, ¿no, Jacko?
—Sí. Bastante. Pero no me gustaría vivir aquí… o algo así.
—Yo sí podría vivir aquí —dijo Tucker—. Podría vivir aquí sin pensármelo dos veces.
—¿De veras? —dijo Annie.
—De veras. Me gusta el mar. Me gusta la… falta de pretensiones.
—Oh, aquí no hay pretensiones.
—¿Qué quiere decir esa palabra? —dijo Jackson.
—Quiere decir que la ciudad no finge ser lo que no es.
—¿Y algunas ciudades hacen eso? ¿Qué es lo que fingen ser?
—París. Jirafas. Lo que sea.
—Me gustaría ir a alguna parte que fingiese ser otra. ¿No sería divertido?
Tenía razón: sería divertido. ¿Quién querría estar en un sitio que se enorgulleciera de su falta de ambición, de su tozudo regodeo en su propia simplicidad?
—Bueno —dijo Jackson—. Además tengo que ver a mamá, y a mis amigos, y…
E incluso entonces Annie esperó algún argumento de Tucker que zanjara la cuestión, como si estuviera contemplando un drama ante un tribunal, y Jackson fuera un miembro del jurado corto de luces y actitud obstruccionista. Pero Tucker se limitó a rodear los hombros de su hijo con el brazo, y a decirle que no se preocupara. Annie soltó otra risa inapropiada, con idea de demostrar que no había nada serio en lo que decían, que todo era muy divertido y que no tenía la menor importancia que casi hubiera terminado la Navidad. Ahora estaba nerviosa.
Tucker estaba preocupado por Annie cuando accedieron al interior frío del museo, aún ominosamente vacío, pero recordó que era la organizadora y tenía que estar allí antes que nadie. Y no tuvieron que esperar mucho para que la gente empezara a aparecer; la falta de puntualidad, al parecer, no era una opción de moda en Gooleness. La sala se llenó muy pronto de concejales y de Amigos del Museo, y de orgullosos propietarios de trozos del tiburón, todos los cuales parecían ser de la opinión de que cuanto más tarde llegaran menos posibilidades tenían de conseguir sandwiches y patatas fritas.
Hubo un tiempo en que Tucker odiaba las fiestas porque no podía presentarse sin que la gente armara un revuelo a su alrededor al enterarse de su nombre. Le sucedió lo mismo en aquel festejo, con la única diferencia de que la gente que armó el revuelo jamás había oído hablar de él.
—¿Tucker Crowe? —dijo Terry Jackson, el concejal propietario de la mitad de las piezas de la exposición—. ¿El mismísimo Tucker Crowe?
Terry Jackson tenía probablemente más de sesenta años, y llevaba un extraño tupé canoso, y Tucker se extrañó de que su nombre tuviera algún valor en círculos de gentes con tupés raros y canosos. Pero entonces Terry le lanzó a Annie un gran guiño, y Annie puso los ojos en blanco con aire turbado, y Tucker creyó ver que había algo entre ellos.
—Annie quería que fuera el invitado principal de esta velada. Pero yo le hice ver que nadie sabía quién coño era usted. ¿Cuál fue su gran éxito, eh? No se ofenda, estaba bromeando. —Dio unas palmaditas en la espalda a Tucker, exultante—. ¿De verdad es usted norteamericano?
—Sí, de verdad.
—Bien, pues —dijo Terry, en tono de consuelo—. No solemos tener muchos visitantes norteamericanos en Gooleness. Puede que sea usted el primero. Y eso ya es lo bastante especial para nosotros. Lo demás no tiene importancia.
—Es famoso, en serio —dijo Annie—. Siempre que sepas quién es, claro.
—Bueno, todos somos famosos en nuestra sala de estar, ¿no? ¿Qué está bebiendo, Tucker? Yo voy a pedir otra copa.
—Sólo agua, gracias.
—No, señor —dijo Terry—. No voy a servirle un puto vaso de agua al único visitante norteamericano que tenemos en Gooleness. ¿Tinto o blanco?
—Estoy… Estoy recuperándome —dijo Tucker.
—Razón de más para tomarse una copa. A mí siempre me ayuda, cuando no me siento bien.
—No es que no se sienta bien —dijo Annie—. Es un alcohólico en rehabilitación.
—Oh, aquí sería usted normal. Ya sabe, allí donde fueres, haz lo que vieres…
—Estoy bien, gracias.
—Bien, como guste. Hombre, aquí están las verdaderas estrellas de la velada.
Se habían unido a ellos dos hombres cuarentones, a todas luces incómodos en chaqueta y corbata.
—Permítanme presentarles a dos leyendas de Gooleness. Gav, Barnesy, os presento a Tucker Crowe, de los Estados Unidos. Y éste es Jackson.
—Hola —dijo Jackson.
Los dos hombres le estrecharon la mano con formalidad exagerada.
—He oído ese nombre antes —dijo uno de ellos.
—Hay un cantante que se llama Jackson Browne —dijo Jackson—. Y también hay un sitio que se llama así. Nunca he estado en Jackson. Lo cual es muy raro, si te pones a pensarlo.
—No, no me refiero a su nombre, jovencito Jim. Me refiero al suyo. A Tucker No sé qué.
—Lo dudo —dijo Tucker.
—No, tienes razón, Barnesy —dijo su compañero—. Ha salido en alguna parte hace poco.
—¿Habéis encontrado el museo sin ningún problema? —dijo Annie.
—Eras tú la que no parabas de hablar de él —dijo el hombre que se llamaba Gav, en tono de triunfo—. El día en que nos conocimos. En el pub.
—¿Sí? —dijo Annie.
—Oh, no hacía otra cosa que hablar de él —dijo Terry Jackson—. Se imagina que es famoso.
—¿Cantas country y western, no?
—Yo nunca dije eso —dijo Annie—. Dije que te había estado escuchando hacía poco. Por Naked, supongo.
—No, dijiste que era tu cantante preferido —dijo Barnesy—. Pero… ¿éste es el tipo con el que estabas…? ¿El norteamericano?
—No —dijo Annie—. Ése era otro.
—Joder —dijo Barnesy—. Conoces más norteamericanos que un norteamericano.
—Lo siento —dijo Annie cuando los dos hombres se hubieron ido—. Parece que no hacemos más que toparnos con gente que cree que estamos juntos.
—Les dijiste que tenías una relación con un norteamericano que no era yo, ¿no?
—No la tengo.
—Lo suponía.
Tucker sabía desde hacía algún tiempo que Annie sentía algún tipo de enamoramiento de él, y era demasiado viejo para no sentir un deleite casi infantil. Annie era una mujer atractiva, una buena compañía, amable, más joven. Diez o quince años atrás se habría sentido obligado a enumerar todos los efectos personales que había en su cinta transportadora, y a hacer hincapié en el hecho de que su relación estaba condenada al fracaso, porque él siempre acababa arruinándolo todo, y de que vivían en continentes diferentes, y esto y lo otro… Pero tenía casi la certeza de que ella había estado prestando una atención escrupulosa a todo lo que él había ido diciendo, así que caveat emptor. ¿Y ahora qué? Ni siquiera sabía si era capaz de tener relaciones sexuales, o si, en caso de serlo, el hecho de tenerlas iba a matarlo. Y si el sexo iba a matarlo, ¿le haría feliz morir allí, en aquella ciudad, en la cama de Annie? A Jackson no le haría feliz, eso seguro. Pero ¿estaba preparado para no tener relaciones sexuales hasta que Jackson fuera lo bastante mayor para cuidarse de sí mismo? Ahora tenía seis años… ¿Tendrían que pasar doce? Dentro de doce años, Tucker tendría setenta, y ello suscitaría todo un abanico de preguntas nuevas. Por ejemplo: ¿quién iba a querer tener relaciones sexuales con él cuando tuviera setenta años? ¿Seguiría siendo capaz de tenerlas a esa edad?
Lo peor de su leve episodio coronario eran las preguntas, que habían empezado a afluir como un torrente imparable. No todas tenían que ver con si alguien querría acostarse con él cuando tuviera setenta años; las había realmente espinosas, referidas a las décadas vacías transcurridas desde Juliet, y a las décadas —le gustaba pensar en ellas en plural— por venir. No iba a haber respuesta alguna a estos interrogantes, y eso las asimilaba a preguntas zumbonamente retóricas.
Si fuera un personaje de una película, unos cuantos días en una ciudad desconocida con una mujer encantadora renovaría su fe en esto o en aquello, y acto seguido regresaría a casa y crearía un gran álbum, pero eso no iba a suceder: su pozo estaba tan vacío como lo había estado siempre. Luego, justo cuando estaba a punto de abandonarse a la melancolía, Terry Jackson apretó un botón de un radiocasete y la sala se llenó del sonido de un cantante de soul que Tucker reconoció al momento, aunque dudó entre Dobie Gray y Major Lance, y Gav y Barnesy empezaron a dar saltos mortales hacia atrás y a girar sobre la cabeza sobre la moqueta del museo.
—Apuesto a que tú también podrías hacer eso, papi, ¿a que sí? —dijo Jackson.
—Por supuesto —dijo Tucker.
Annie no podía despegarse del Amigo más fiel que había tenido jamás el museo, pero por el rabillo del ojo vio a una dama de edad a quien alguien sacaba una fotografía al lado de la vieja fotografía de los cuatro compañeros que disfrutaban de un día al aire libre. Annie se excusó y se acercó a ella para presentarse.
—Hola, Annie. Así que eres la directora del museo… —dijo la dama—. Yo soy Kathleen. Kath.
—¿Conoce a alguno de ellos?
—Esa soy yo —dijo Kath—. Sabía que tenía los dientes mal, pero no sabía que los tuviera tan mal. No es extraño que se me cayeran.
Annie miró la fotografía, y volvió a mirar a la mujer. Calculó que ésta tendría unos setenta y cinco años, y que cuando se tomó aquella fotografía, en 1964, tendría unos sesenta.
—Apenas ha envejecido —dijo Annie—. En serio.
—Sé lo que quiere decir. Era vieja entonces y soy vieja ahora.
—No es cierto —dijo Annie—. ¿Mantiene alguna relación con sus amigos de la foto?
—Esta es mi hermana. Murió. Los chicos… Habían venido a pasar el día. De Nottingham, creo. No volví a verlos nunca.
—Parece que se lo estaban pasando bien.
—Supongo que sí. Y me gustaría habérmelo pasado un poco mejor, si sabe a lo que me refiero.
Annie puso la cara de escándalo de rigor.
—Él quería. Me metía mano por todas partes. Me lo quité de encima a duras penas.
—Bueno —dijo Annie—. No puedes equivocarte si no haces nada. Es cuando haces algo cuando te metes en líos.
—Supongo que sí —dijo Kath—. ¿Y ahora qué?
—¿A qué se refiere?
—Me refiero a que tengo setenta y siete años, y que jamás me he metido en ningún lío. ¿Y ahora qué? ¿Tiene alguna medalla para mí? Usted es directora de un museo. Escríbale a la reina y cuéntele esto. Porque si no no habré hecho más que perder el tiempo, ¿no cree?
—No —dijo Annie—. No diga eso.
—¿Qué tendría que decir, entonces?
Annie sonrió inexpresivamente.
—¿Me disculpa un momento? —dijo.
Fue en busca de Ros, que parecía estar dando una conferencia improvisada sobre la tipografía del póster de los Rolling Stones propiedad de Terry Jackson, y le dijo que se llevara a Jackson a la otra punta de la sala para apartarlo de su padre, y que lo atiborrara de Twiglets.[21] Luego empujó a Tucker hasta una esquina, donde se exponían los viejos billetes de autobús de Terry Jackson, que no estaban atrayendo toda la atención que era deseable.
—¿Estás bien? —dijo Tucker—. Parece que está yendo bastante bien.
—Tucker, me estaba preguntando si…, si… si te podrías interesar.
—¿Por…?
—Oh, perdona. Por mí.
—Ya estoy interesado por ti. Ese condicional es innecesario.
—Gracias. Pero supongo que me refiero a sexualmente.
El rubor, que más o menos había conseguido mantener controlado en los últimos días, volvía a sus mejillas con la fuerza renovada de lo que ha estado reprimido. La sangre, frustrada, había ido represándose de forma patente en la zona de las orejas. Sí, ciertamente necesitaba que su cara hiciera algo distinto de aquello cuando estaba pidiéndole a un hombre que se acostara con ella. Tenía la impresión de que, con toda probabilidad, el hecho mismo de haberlo preguntado condenaba aquella petición a un irritante fracaso.
—¿Y qué hacemos con la inauguración?
—Me refería a después.
—Estaba bromeando.
—Oh, claro. Bueno. Me he dicho a mí misma que… iba a poner el asunto sobre la mesa. Y eso he hecho. Gracias por escucharme.
Se dio media vuelta para irse.
—No hay de qué. Y, por cierto, por supuesto que me interesas. Si es que no está fuera de lugar responder a tu pregunta.
—Oh, no. No lo está. Estupendo.
—Me habría echado ya en tus brazos si no hubiera sido por el pequeño susto del otro día. Es algo que aún me preocupa.
—Yo he consultado ese… aspecto de la cuestión en Internet.
Tucker se echó a reír.
—En eso consisten los «juegos preliminares» cuando te haces viejo: que una mujer se ponga a estudiar tu estado médico antes de acostarse contigo. Me gusta. Es sexy. ¿Qué dice Internet del asunto?
Annie vio que Ros se acercaba hacia ellos con Jackson.
—¿No te quedas sin aliento subiendo escaleras?
—No.
—Entonces debes de estar bien. Siempre que…, siempre que yo, bueno, que haga yo el trabajo.
Ahora estaba —podía sentirlo— como una berenjena, de una tonalidad negro-purpúrea. Puede que a Tucker le gustara.
—¡Así es como me ha gustado hacerlo siempre! ¡Será genial!
—Muy bien. Bueno. Genial, entonces. Te veré luego.
Y se fue a pronunciar su pequeño discurso de bienvenida a la flor y nata de Gooleness.
Más tarde, en casa, y ebria, sintió una especie de tristeza precoito. La mayoría de sus tristezas eran precoitales —pensó, sombría—. ¿Cómo no iba a ser así, si la mayor parte de su vida era precoital? Pero ésta le resultaba más punzante que la mayoría de ellas, tal vez porque aquel coito tenía muchas más probabilidades de hacerse realidad que la mayoría. Empezó con un ataque de nervios, una súbita falta de seguridad en sí misma: había visto la fotografía de Julie Beatty, y Julie Beatty había sido increíblemente bella. Bien es verdad que debía de tener unos veinticinco años cuando Tucker estuvo con ella, pero Annie no había sido en absoluto tan bella como ella cuando tenía su edad. Natalie seguía siendo muy guapa, y era mayor que Annie. Seguramente todas habían sido hermosas —cayó en la cuenta Annie—: aquellas de las que había oído hablar y las decenas y decenas —¿centenares?— de las que ni siquiera conocía su existencia. Luego trató de consolarse diciéndose que para entonces Tucker ya habría bajado el listón, y esa argucia —por supuesto— no le sirvió de consuelo alguno. No quería ser los rescoldos últimos de la vida sexual de Tucker, y ciertamente no quería que pudiera asociarla con un listón bajo. Mientras Tucker acostaba a Jackson, Annie hizo té y buscó algo de beber; y cuando Tucker bajó a la sala estaba sirviendo un licor muy añejo de plátano en un vaso, mientras trataba de no llorar. Cuando en su día aceptó el trabajo en el museo, no calibró bien cómo iba a ser éste. No imaginaba que iba a hacer que todo, absolutamente todo —hasta el encuentro amoroso de una noche—, pareciese como si ya hubiera pasado, como si sucediera detrás de un cristal, como si fuera una reliquia lacerante de un tiempo pasado y más dichoso.
—Oye —dijo Tucker—. He estado pensando… —Annie estaba segura de que había llegado a la misma conclusión que ella, y que estaba a punto de decirle que muy bien, que el listón no lo había situado a una altura olímpica, pero que tampoco lo había bajado hasta tal punto, y que volvería a buscarla dentro de una década o así—. Tendría que mirarlo yo mismo.
—¿Mirar qué?
—La página de Internet donde se dice si el sexo puede o no matarte.
—Oh, claro. Claro que puedes consultarlo.
—Es que… Si me quedo muerto, te ibas a sentir fatal.
—Puedes estar seguro.
—Te sentirías responsable. Pero iba a ser yo quien iba a cargar con una culpa post mórtem.
—¿Por qué ibas a sentirte culpable?
—Oh, ya veo que no eres madre… Casi lo único que yo siento es culpa.
Annie encontró la página web donde había visto lo de los posibles riesgos mortales del sexo, y le mostró el apartado titulado «Convalecencia».
—¿Puedo fiarme de esto? —dijo Tucker.
—Es del Servicio Nacional de Salud. Normalmente no quieren tener que internarte en un hospital. El gobierno no puede permitírselo; aunque los hospitales te matan, de todas formas.
—Muy bien. Vaya, hay toda una sección dedicada al sexo: «Practicar el sexo no implica ningún riesgo de un nuevo ataque al corazón.» Listos, pues.
—Dice también que la mayoría de la gente se siente bien volviendo a la actividad sexual unas cuatro semanas después de haber padecido el ataque.
—Yo no soy la mayoría de la gente. Yo me siento bien ya.
—Y aquí tienes esto otro.
Señaló en la pantalla, y Tucker leyó:
—Hay un treinta por ciento de probabilidad de disfunción eréctil. Estupendo.
—¿Por qué?
—Porque en caso de que no haya «nada de nada», no tendrías por qué echarte la culpa.
—No habrá ninguna disfunción eréctil —dijo Annie, con una seguridad zumbona.
Estaba ruborizándose, por supuesto, pero miraban a la pantalla en la oscuridad del estudio, y Tucker no se percató de ello, así que durante unos segundos Annie sintió la tentación de subrayar el instante llamando la atención sobre ello —llevándose una mano a la boca, o haciendo una broma a su costa—, pero se contuvo, y…, bueno, ya habían creado una atmósfera, pensó. No sabía muy bien si en el pasado había creado alguna vez alguna atmósfera, y jamás habría imaginado que ésta pudiera lograrse hablando de la disfunción eréctil con un hombre con problemas médicos. Y era mejor así, la verdad. Llevaba casi cuarenta años creyendo de buena fe que si uno no hacía cosas se evitaba tener que lamentarlas, cuando lo cierto era exactamente lo contrario. Había dejado atrás su juventud, pero aún podría haber algo de vida en su vida.
Y entonces se besaron por vez primera, mientras el Servicio Nacional de Salud bañaba sus semblantes con el fulgor de su página. Se besaron durante tanto tiempo que el ordenador pasó a modo «reposo». Annie ya no se sonrojaba, pero estaba tan embarazosamente emocionada que temía echarse a llorar, y que Tucker pensara que había puesto mucho en él, y pudiera cambiar de opinión acerca de la relación sexual en ciernes. Si llegaba a preguntarle cuál era el problema, le diría que siempre que había exposiciones tenía la lágrima fácil.
Subieron al dormitorio, se quitaron la ropa dándose la espalda, se metieron en la cama fría y empezaron a tocarse.
—Tenías razón —dijo Tucker.
—Hasta ahora, por lo menos —dijo Annie—. Pero también estaba el asunto del mantenimiento.
—Pues puedo asegurarte —dijo Tucker— que eso no me lo estás poniendo nada fácil.
—Lo siento.
—¿Tienes…? No he venido equipado. Por razones fácilmente comprensibles. ¿No tendrás por ahí…?
—Oh —dijo Annie—. Sí. Por supuesto. Pero no son condones. Tendrás que disculparme un momento.
Había pensado en este momento; había pensado en él desde su conversación con Kath. Fue al cuarto de baño, estuvo en él unos minutos y volvió a la cama a hacer el amor con Tucker. Annie no llegó a matarle, por mucho que sintiera que había partes en ella que llevaban tanto tiempo dormidas como la carrera musical de Tucker.
Al día siguiente, Jackson llamó a su madre por teléfono, y se quedó muy afectado, y Tucker reservó dos plazas para el vuelo de vuelta a casa. La última noche, Tucker y Annie compartieron lecho, pero no volvieron a hacer el amor.
—Volveré —dijo Tucker—. Me gusta esto.
—Nadie vuelve.
Annie no sabía si con estas últimas palabras se refería a la ciudad o a la cama, pero en cualquier caso había cierta amargura en ello, y ella no quería eso.
—O podrías venir tú —dijo Tucker.
—Ya casi no me quedan vacaciones.
—Hay otros trabajos.
—Sobre carreras alternativas no acepto clases de ti.
—Está bien. De acuerdo. Yo nunca voy a volver, tú nunca vas a ir… Es difícil encontrar el sitio donde poder fingir al menos que tenemos alguna forma de futuro.
—¿Es eso lo que normalmente haces después de un romance de una noche? —dijo Annie—. ¿Hacer como que existe un futuro? —Era como si no pudiera cambiar el tono de su voz, hiciera lo que hiciera. No quería sonar irónica ni recriminadora; quería encontrar una vía de esperanza, pero al parecer no era capaz de hablar sino un lenguaje. Típico de los británicos, pensó.
—No pienso hacer caso de lo que dices —dijo Tucker.
Annie lo rodeó con los brazos.
—Te echaré de menos. Y también a Jackson.
Ya estaba. No era mucho, y no reflejaba en absoluto la pena y el pánico que pugnaban ya por encontrar una vía de escape viable, pero esperaba que al menos él hubiera percibido en ello un amor sencillo.
—Me escribirás e-mails, ¿no? Muchos e-mails.
—Oh, no tengo nada que decir.
—Te diré si me aburre lo que me escribas.
—Oh, Dios —dijo Annie—. Ahora me dará miedo escribir cualquier cosa.
—Dios —dijo Tucker—. No estás poniendo las cosas fáciles.
—No —dijo Annie—. Porque no lo son. Por eso nada va bien. Por eso te has divorciado mil veces. Porque no es fácil. Intentaba decir algo más; intentaba decir que la incapacidad para articular de un modo satisfactorio lo que uno siente es una de nuestras tragedias permanentes. No habría sido gran cosa, no habría sido ni siquiera útil, pero habría sido capaz de reflejar la pesadez y la tristeza que había en su interior. Y lo que había hecho en realidad era hablarle de mala manera por ser un perdedor. Era como si estuviera tratando de encontrar un hueco para los dedos en la roca lisa de sus sentimientos, y en lugar de hallar un asidero hubiera acabado con arenilla bajo las uñas. Tucker se incorporó en la cama y la miró.
—Deberías hacer las paces con Duncan —dijo—. El te acogería con los brazos abiertos. Sobre todo ahora. Tienes muchísimo material que a él le encantaría poder utilizar.
—¿Por qué? ¿Qué bien me haría eso a mí?
—Ninguno en absoluto —dijo Tucker—. Ahí está lo malo. Annie lo intentó por última vez.
—Lo siento. No sé qué decir. Sé que… el amor tiene que ser algo capaz de transformarte —ahora que había utilizado la palabra, sintió que se le aflojaba la lengua—. Y así es como trato de ver esto. Así. Exactamente. Y a mí me ha transformado, y cómo haya sucedido no tiene mayor importancia. Puedes irte o quedarte, y esto no habrá dejado de suceder. He estado tratando de mirarte como a una metáfora de algo. Pero no funciona. Lo terrible es que, sin ti aquí, todo vuelve a ser como antes. No puede ser de otra manera. Y he de decir que los libros no me han ayudado mucho en esto. Porque cuando lees algo sobre el amor, cuando tratas de definirlo, siempre sale a relucir un estado, o un nombre abstracto, e intentas pensar en ello de esa forma. Cuando en realidad el amor es… Bueno, el amor es tú. Y cuando te vas, el amor se ha ido. No hay nada abstracto en ello.
—Papá.
Annie pareció desconcertada, pero Tucker supo enseguida quién era. Jackson estaba de pie junto a la cama, mojado y maloliente.
—¿Qué pasa, hijo mío?
—He vomitado en la cama.
—No pasa nada.
—Creo que ya no me gustan los Twiglets.
—Puede que hayas abusado de ellos. Vamos a limpiarte. ¿Tienes unas sábanas limpias, Annie?
Mientras lo lavaban y cambiaban las sábanas, Annie trataba de no sentirse infeliz, condenada, nacida en un mal signo. Sentirse malhadada —había caído en la cuenta— era su estado de ánimo habitual, y sin embargo era consciente de que existían interpretaciones alternativas a su difícil situación actual. Por ejemplo: si decides enamorarte de un norteamericano —un norteamericano con un hijo pequeño y un hogar en Norteamérica— que viene de visita un par de días, ¿cuánta mala suerte hay en el hecho de que se marche y te deje? ¿Alguien más sagaz que tú no lo habría visto venir? O veamos otro modo de abordar la cuestión: escribes en una página web anodina una reseña sobre cierto álbum de un artista que decidió recluirse hace más de veinte años. Dicho artista lee la reseña, se pone en contacto contigo y viene a visitarte. Es un hombre muy atractivo, y parece que tú también le atraes, y te acuestas con él. ¿Hay algún tipo de mala suerte en ello? O ¿alguien con una disposición más risueña no podría llegar a la conclusión de que en las últimas semanas habían tenido lugar unos diecisiete milagros independientes? Pues sí. Pero ella no tenía ninguna disposición risueña, así que mala suerte. Seguiría apegada a la idea de que era la mujer más desgraciada del planeta.
¿Cómo casaba eso con la noche anterior, en que había fingido introducirse un artilugio anticonceptivo con intención de quedarse embarazada? ¿Cuán más afortunada tenía que ser, a su edad, a la edad de él, en su estado de salud? Pero tal vez no existía contradicción alguna. Casi podía sentir la decepción que sentiría cuando volviera a venirle la regla, y quizá eso fuera lo que pretendía: una prueba final, incontrovertible, de que por mucho que intentara para conseguir ser más feliz, todo acabaría en un rotundo fracaso.
—¿Puedo meterme en vuestra cama? —dijo Jackson.
—Claro —dijo Tucker.
—¿Puede ser sólo contigo?
—Claro.
Tucker miró a Annie y se encogió de hombros.
—Gracias —dijo.
Durante las siguientes semanas, aquella palabra se vería sometida a un análisis más exhaustivo de lo que probablemente podría soportar.
—¿Qué le voy a decir a mamá del viaje? —dijo Jackson mientras esperaban el despegue del avión.
—Dile lo que quieras.
—¿Sabe que has estado enfermo?
—Creo que sí.
—¿Y sabe que no te has muerto?
—Sí.
—Muy bien. ¿Y cómo se escribe Gooleness?
Tucker se lo dijo.
—Es raro —dijo Jackson—. Es como si no hubiese visto a mamá en años y años. Pero cuando pienso en lo que hemos hecho… No ha sido tanto, ¿verdad?
—Lo siento.
—No importa.
—Si viera un montón de capítulos de Bob Esponja puede que me pareciera que hemos hecho más.
Tucker no habría sabido decir si acababa de oír una sofisticada argucia para conseguir cierta indulgencia paternal al respecto, o una idea compleja aunque expresada con sencillez de la relación existente entre el tiempo y la narración. Jackson había puesto el dedo en la llaga, sin embargo. En cierto modo, no había sucedido lo bastante. En el espacio de unos cuantos días había sufrido un ataque al corazón, hablado con todos sus hijos y con dos de sus esposas, viajado a una ciudad desconocida y hecho el amor con una mujer a quien acababa de ver por primera vez en la vida, de partido con un hombre que le había hecho ver su trabajo desde una óptica nueva, y nada de todo aquello había cambiado un ápice las cosas. No había aprendido nada. No había evolucionado nada.
Debía de haberse perdido algo. En los viejos tiempos, aquel viaje tal vez le habría inspirado un puñado de canciones: una buena letra, por ejemplo, sobre alguna de sus experiencias cotidianas, ajenas a todo pensamiento sobre la propia muerte. Y Annie… A Annie podría haberla convertido en una chica bonita y redentora de una ciudad del norte, que le había ayudado a sentir, y a sanar. Y quizá a robar, y, si fuera necesario, a arrodillarse. Le había preparado una comida, ciertamente. Y, si no llega a ser por ella, tal vez se habría congelado.[22] Pero si no podía escribirlo, ¿qué le quedaba?
Lo que sucedía con las canciones autobiográficas —se dio cuenta— era que, de alguna forma, tenías que hacer que el presente se convirtiera en pasado: tomabas un sentimiento de un amigo o de una mujer, por ejemplo, y tenías que hacer de él algo que ya había sucedido, a fin de poder mostrarte categórico al respecto. Tenías que ponerlo en una vitrina y contemplarlo y pensar en ello hasta que revelara su significado, y eso es lo que Tucker había hecho con casi todos los seres que había conocido o desposado o engendrado. Lo cierto de la vida era que nada terminaba nunca hasta que morías, e incluso entonces dejabas un buen montón de tramas sin resolver a tus espaldas. De un modo u otro, Tucker se las había arreglado para conservar los hábitos mentales de un escritor de canciones hasta mucho después de haber dejado de escribir canciones, y quizá. era ya hora de renunciar a ellos.
—Bien —le oyó decir a Malcolm, y ella ya no siguió hablando: fue lo único que pudo hacer para no echarse a reír. Annie había hablado con rapidez, y sin interrumpirse, y sin proferir juramento alguno (se había acordado de la prohibición de decir tacos, y se había referido a Fake Tucker y no a su contracción)[23] durante quince minutos, y por mucho que fuera el silencio que Malcolm estuviera dispuesto a infligirles ahora a ambos, Annie no quería quebrarlo. Era el turno de Malcolm.
—¿Y aún puede comprarse su CD?
—Acabo de explicarlo. Malcolm. Ese último CD sólo lleva unas semanas en el mercado. Así es como nos conocimos, más o menos.
—Oh. Sí. Lo siento. ¿Debería comprarlo yo?
—No. También he explicado eso, Malcolm. No es su mejor álbum. En fin, no creo que el que usted escuche la música de Tucker vaya a ayudarnos mucho.
—Veremos. Podría sorprenderse.
—Este tipo de situación ya la hemos vivido antes, ¿no?
Malcolm pareció herido, y Annie sintió lástima. No tenía por qué ser cruel con él. De hecho le tenía afecto. Su desahogo de un cuarto de hora justificaba toda su dolorosa relación con él. Llevaba meses yendo a la consulta y contándole cómo Duncan no había comprado leche cuando ella le había pedido expresamente que lo hiciera, y habían hurgado en las cenizas de su vida íntima en un gran fuerzo por encontrar algún débil rescoldo de sentimiento. Aquella mañana le había hablado de reclusos y de ataques al corazón y de fracasos matrimoniales y de encuentros amorosos de una noche y de maniobras arteras para lograr embarazos, y temió que Malcolm fuera a explotar por el esfuerzo de tratar de actuar como si llevara esperando desde siempre una historia como aquélla.
—¿Puedo preguntarle un par de cosas más? ¿Sólo para cerciorarme de haberlo entendido todo como es debido?
—Por supuesto.
—¿Qué pensó ese hombre que estaba usted haciendo en el cuarto de baño?
—Metiéndome un anticonceptivo. Malcolm tomó nota de lo que acababa de oír —desde donde Annie estaba, podía leerse algo así como INSERCIÓN DE UN CONTRACEP.—, y lo subrayó con trazo enérgico.
—Ya veo. Y… ¿Cuándo terminó la última relación de él?
—Hace unas semanas.
—¿Y esa mujer es la madre de su hijo menor?
—Sí.
—¿Cómo se llama esa mujer?
—¿Necesita de veras saber eso?
—¿Le resulta violento mencionar su nombre, quizá?
—No mucho. Cat.
—¿Es la forma abreviada de algún nombre?
—¡Malcolm!
—Lo siento. Tiene razón. Iba cargado de intención. Estoy tratando de ver por dónde empezar. ¿Por dónde quiere empezar? ¿Cómo se siente?
—Desolada, más que nada. Y un poquito estimulada. ¿Cómo se siente usted?
Sabía que no debía preguntarle eso, pero sabía también que Malcolm lo había pasado muy mal durante los veinte minutos previos.
—Preocupado.
—¿De veras?
—No está en mis atribuciones hacer de juez. Como bien sabe. De hecho, tache eso que he dicho antes. Bórrelo del registro. Y también lo de mi «preocupación».
—¿Por qué?
—Porque quiero hacerle una pregunta y no quiero que piense que es para juzgarla.
—Me he borrado la memoria por completo.
—Estoy preocupado por la parte que puede haber jugado en la ruptura de la relación de ese hombre con su esposa. Y también por el hecho de querer traer un hijo al mundo sin padre.
—Creí que habíamos borrado «preocupado».
—Oh. Sí. De todas formas. ¿Cómo se siente al respecto?
—Malcolm. Esto no nos lleva a ninguna parte.
—¿Qué acabo de decir?
—A mí no me preocupa en absoluto la moralidad de todo esto.
—Ya lo veo.
—¿No podemos hablar de lo que me preocupa, entonces?
—Si tenemos que hacerlo… ¿Qué es lo que le preocupa?
—Quiero liarme la manta a la cabeza e irme a los Estados Unidos. Mañana. Vender la casa y largarme.
—¿Se lo ha pedido él?
—No.
—Bien, pues. Creo que será mejor que hablemos de cómo sacar el mejor partido de una mala situación.
—¿El mejor partido de una mala situación?
—Sé que piensa que soy un retrógrado, o como sea que me llame, pero no veo cómo podríamos definir todo esto como una «buena situación». Usted es infeliz, y podría convertirse en una madre soltera. Y… En fin. Y ahora está pensando en Jauja.
—¿Dónde está eso, exactamente?
—Los Estados Unidos. O sea, para los norteamericanos no es Jauja. Pero lo es para usted.
—¿Por qué?
—Porque usted vive aquí.
—Y punto. ¿Y no existe ninguna posibilidad de cambio, entonces?
—Por supuesto que sí. Por eso está aquí.
—Pero no muchas.
—No con lo que está ocurriendo con los precios de las casas últimamente, en todo caso. No sé cuánto pagó usted por la suya, pero no creo que vaya a poder recuperarlo en la situación actual del mercado. Ni siquiera los alquileres están bien. Tengo un amigo que está intentando alquilar su casa para el verano que viene. Y nunca había tenido ningún problema hasta ahora.
Annie siempre había oído hablar a Gooleness a través de Malcolm. Desde su primer día en la consulta. Pero ahora estaba escuchando la voz del país en el que había crecido: oía a los profesores y a los padres y a los colegas docentes y a los amigos. Así hablaba Inglaterra, y ella ya no podía escuchar lo que le decía.
Se levantó, fue hasta Malcolm, le besó en lo alto de la cabeza.
—Gracias —dijo—. Estoy mucho mejor. Y se fue.