4

Mientras Annie esperaba esperanzada en su oficina la respuesta de Tucker Crowe, Tucker Crowe se paseaba por el supermercado local en compañía de su hijo de seis años Jackson, tratando de comprar comida sana y familiar para alguien que ninguno de los dos conocía muy bien.

—¿Perritos calientes?

—Sí.

—A ti ya sé que te gustan. Te preguntaba si crees que a Lizzie le gustarán también.

—No lo sé.

No había razón alguna para que lo supiera.

—He vuelto a olvidar quién es —dijo Jackson—. Lo siento.

—Es tu hermana.

—Sí, lo sé —dijo el chico—. Pero… ¿por qué lo es?

—Ya sabes lo que es una hermana —dijo Tucker.

—No de esa clase.

—Es igual que todas las de las demás clases.

Pero, por supuesto, no lo era. Tucker estaba siendo insincero. Para un chico de seis años, una hermana era alguien a quien veías en la mesa del desayuno, alguien con quien discutías los programas de televisión que querías ver, alguien cuyas fiestas de cumpleaños tratabas de evitar porque eran una cursilada, alguien cuyas amigas se reían de ti una fracción de segundo antes de que salieras del cuarto. la chica que iba a venir a estar con ellos tenía veinte años y nunca había venido a quedarse un tiempo en casa antes de aquel día. Jackson ni siquiera había visto una fotografía de ella, así que difícilmente podría ser capaz de saber si era o no vegetariana. Y no es que fuera la primera vez que a Jackson le caía encima una misteriosa hermana. Un par de años atrás, Tucker le había presentado a dos hermanos gemelos de los que él no había tenido la menor noticia previa, y ninguno de los dos habían dejado en su vida impronta alguna.

—Lo siento, Jackson. A ti debe de parecerte una hermana de otra clase. Es hermana tuya porque los dos tenéis el mismo padre.

—¿Quién es su padre?

—¿Quién? ¿Quién crees tú? ¿Quién es tu padre?

—¿O sea que tú eres también su padre?

—Eso es.

—Como eres el padre de Cooper.

—Sí.

—¿Y de Jesse?

Cooper y Jesse eran los dos gemelos recientemente incorporados al censo fraterno.

—Lo vas pillando…

—¿Y quién es su madre esta vez?

Jackson hizo esta pregunta con tal doliente cansancio del mundo que Tucker no pudo evitar reírse.

—Esta vez es Natalie.

—¿Natalie la de preescolar de mi colegio?

—Ja! No. No la Natalie de preescolar de tu colegio.

Tucker tuvo una súbita y no poco grata visión de la Natalie de preescolar del colegio de Jackson. Era una ayudante de diecinueve años, rubia y risueña. Hubo un tiempo…, como James Brown cantó una vez.

—¿Quién, entonces?

—No la conoces. Ahora vive en Inglaterra. Vivía en Nueva York cuando la conocí.

—¿Y mi hermana?

—Ha estado viviendo con su madre en Inglaterra. Pero ahora va a ir a la universidad en este país. Es muy inteligente.

Todos sus hijos eran inteligentes, y su inteligencia era una fuente de orgullo para él —posiblemente inmerecido, habida cuenta de que sólo se había podido ocupar de la educación de Jackson—. ¿Podía vanagloriarse de haber decidido fecundar sólo a mujeres inteligentes? Probablemente no. Bien sabía Dios que se había acostado con algunas verdaderamente obtusas.

—¿Me leerá? Cooper y Jesse me leían. Y Grace.

Grace era otra hija de Tucker, la primogénita: Tucker ni siquiera podía oír el nombre de Grace sin dar un respingo. Había sido un desastre de padre para Lizzie y Jesse y Cooper, pero tales deficiencias parecían, en cierto modo, disculpables; él se las perdonaba a sí mismo, en todo caso, por mucho que sus hijos y sus madres respectivas no se sintieran tan indulgentes. Pero Grace… Grace era otra historia. Jackson la había visto una vez, y Tucker se había pasado toda la visita bañado por un sudor frío, pese a que su primogénita había mostrado el mismo natural tierno de su madre. Y eso lo empeoraba todo, de alguna forma.

—¿Por qué no le lees tú a ella? Se quedará impresionada.

Metió las salchichas en el carro de la compra, y luego las sacó y las volvió a dejar en el expositor. ¿Qué porcentaje de chicas inteligentes eran vegetarianas? Podía llegar hasta el cincuenta por ciento, ¿no? Así que las probabilidades de que comiera carne eran las mismas. Volvió a poner las salchichas en el carro. El problema es que ni siquiera las jovencitas carnívoras querrían comer carne roja. Bien, pues las salchichas de Frankfurt eran rosadas-anaranjadas. ¿Lo rosado-anaranjado podía considerarse rojo? Estaba casi seguro de que su tonalidad extraña se debía a la química y no a ningún elemento sanguíneo. Los vegetarianos comían cosas químicas, ¿no? Las dejaba en el carro, pues. Le habría gustado engendrar a un mecánico de treinta años que hubiera nacido en Tejas y que bebiera como un cosaco. Entonces tendría que comprar bistecs y cerveza y un cartón de Marlboro, y listo. Tal hipótesis en concreto, sin embargo, habría implicado probablemente por su parte la fecundación de alguna sexy camarera tejana de treinta años, y Tucker había malgastado su juventud con modelos inglesas mortalmente pálidas, con pómulos en lugar de pechos, y ahora estaba pagando el precio. Aunque, bien pensado, también entonces pagó un precio. ¿En qué habría estado pensando?

—¿Qué estás haciendo, papá?

—No sé si come carne o no.

—¿Por qué no va a comer carne?

—Porque alguna gente cree que comer carne está mal. Y otra gente cree que te sienta mal. Y otra gente cree las dos cosas.

—¿Y qué creemos nosotros?

—Supongo que creemos las dos cosas, pero no nos molestamos en hacer nada al respecto.

—¿Por qué hay gente que cree que es malo?

—Creen que es malo para el corazón.

De nada habría servido hablarle a Jackson del colon.

—¿Puede dejar de latirte el corazón si comes carne? Pero tú comes carne, papá.

Había un timbre de pánico en la voz de Jackson, y Tucker maldijo para sus adentros. Él les había metido a ambos en aquel brete, el muy imbécil. Jackson había descubierto hacía poco que su padre iba a morir algún día de la primera mitad del siglo XXI, y su pena prematura podía desatársele en cualquier momento, por cualquier razón, incluidos los principios primordiales del vegetarianismo. Lo que empeoraba las cosas era que la desesperanza existencial de Jackson había coincidido con la del propio Tucker (y no sólo eso, sino que tras coincidir con la de su padre su desesperanza había salido reforzada). El quincuagésimo quinto cumpleaños de Tucker parecía haber desencadenado un brote particularmente agudo de melancolía que dudaba que fuera a mejorar gran cosa en los cumpleaños por venir.

—No como tanta carne.

—Eso es mentira, papá. Comes montones de carne. Esta mañana has comido beicon. Y ayer por la noche hiciste hamburguesas.

—He dicho que sólo es lo que alguna gente cree, Jack. No he dicho que sea verdad.

—¿Entonces por qué creemos que es verdad si no lo es?

—Creemos que los Phillies van a ganar la World Series todos los años, pero tampoco es verdad.

Volvió a dejar las salchichas en el expositor por última vez y condujo a Jackson hacia donde estaban los pollos. El pollo no era ni rosado ni anaranjado, y podía hablarle de sus propiedades saludables sin sentir que le mentía demasiado.

Al llegar a casa dejaron las compras de cualquier manera y volvieron a salir para Newark a recoger a Lizzie.

Tucker esperaba que su hija le gustase, pero los indicios no eran nada prometedores: se habían intercambiado e-mails durante un tiempo, y la chica parecía iracunda y difícil. Debía conceder, sin embargo, que eso no significaría necesariamente que fuera una persona iracunda y difícil: a sus hijas les había costado mucho perdonarle el estilo paterno que había adoptado para sus primeros vástagos, que había acabado equivaliendo a una completa ausencia de sus vidas. Y ahora Tucker empezaba a aprender que algunos de sus hijos siempre volvían a entrar en su vida en ciertos momentos cruciales —bien de sus vidas o bien de las de sus madres—, y ello hacía que sus visitas tendiesen a abrumarle. Trataba de reducir en él la actividad introspectiva, así que lo que menos necesitaba era «importarla» de fuera.

Camino del aeropuerto, Jackson le habló del colegio, de béisbol y de la muerte hasta que se quedó dormido, y Tucker escuchó una vieja casete miscelánea de rhythm and blues que había encontrado en el maletero. Ya no le quedaban más que unas cuantas, así que cuando ya no le quedara ninguna tendría que encontrar el dinero suficiente para un camión nuevo. No concebía la vida en carretera sin música. Canturreó con los Chilites en voz baja, para no despertar a Jackson, y se sorprendió a sí mismo pensando acerca de la pregunta que le había hecho aquella mujer en su e-mail: «No eres tú realmente, ¿verdad?» Bien, pues sí: era él; apenas le cabían dudas al respecto, pero por una u otra razón había empezado a inquietarle cómo podría probárselo. Porque por más que pensaba no se le ocurría ninguna forma de afirmar su identidad sin dejar el menor asomo de duda. No quedaba detalle alguno, por trivial que luera, en su música que hubiera escapado al escrutinio de aquella gente, así que decirle quién le había hecho el coro en un par de canciones sin aparecer luego en los créditos no habría ayudado gran cosa. Y casi todos los detalles de las trivialidades biográficas sobre su persona que surcaban el espacio de Internet cual trozos de chatarra espacial eran absolutamente falsos —que él supiera—. Ni uno solo de aquellos aduladores tenía la menor noticia, por ejemplo, de que tenía cinco hijos, de cuatro mujeres diferentes; pero sabían que tenía un hijo secreto de Julie Beatty, que era posiblemente la única mujer a la que había evitado dejar embarazada. ¿Y cuándo iban a dejar de dar la lata con algo que le había sucedido en un aseo de caballeros de Minneapolis?

Trataba denodadamente de no inflar en exceso su importancia en el cosmos. La mayoría de la gente lo había olvidado; muy de cuando en cuando —suponía— se topaba uno con su nombre en alguna revista musical —algunos de los periodistas de más edad aún seguían citándolo a veces como punto de referencia—, o en la colección de viejos vinilos de alguien, y pensaba: «Ah, sí. Mi compañero de cuarto en la universidad solía escuchar sus discos.» Pero Internet lo había cambiado todo: ya nadie caía en el olvido. Si tecleaba su nombre en Google salían miles de entradas, y en consecuencia había empezado a pensar que, en cierto modo, su carrera era algo aún en plena vigencia y no algo muerto hacía ya mucho tiempo. Si se buscaba en las páginas adecuadas, Tucker Crowe era un genio misterioso que había dado en recluirse, y no un tal Tucker Crowe, antiguo músico y ex persona. Al principio se sintió halagado al ver que había gente que se dedicaba a mantener debates online sobre su música, lo cual contribuía a restaurar algunas de las cosas barridas por todo lo que le había sucedido desde su retirada. Pero poco después esta gente le hacía sentirse mal, sobre todo cuando centraban su atención veleidosa en Juliet. Todavía. Si hubiera seguido haciendo álbumes probablemente ahora no sería más que una cansina antigualla, o, en el mejor de los casos, un héroe de culto que se ganaba la vida en clubs, o en ocasiones como actuación de apoyo de algún grupo al que estaba ayudando en sus comienzos, aunque no fuera capaz de detectar ninguna influencia suya en su música. Así que abandonar la música había sido un paso muy inteligente en su carrera —siempre, claro está, que le tuviera sin cuidado la consecuencia inevitable: carecer de tal carrera a partir de ese mismo instante.

Tucker y Jackson llegaron tarde, y encontraron a Lizzie vagando de un lado a otro a lo largo de la fila de limusinas cuyos chóferes hacían señas con la mano, con la vana esperanza de que su padre hubiera mandado un coche a recogerla. Tucker le dio un par de golpecitos en la espalda, y Lizzie se volvió en redondo, asustada.

—Eh —le dijo Tucker.

—Oh, hola —dijo ella—. ¿Tucker?

Tucker asintió con la cabeza, y trató de transmitirle sin palabras que, fuera lo que fuere lo que le apeteciera a ella hacer, a él le parecería de perlas. Podía echarle los brazos al cuello y llorar; podía darle un besito en la mejilla, estrecharle la mano, ignorarle por completo y echar a andar hacia el camión en silencio. Se estaba convirtiendo en un experto en lo que empezaba a llamar algo así como Reinserción Paterna. Una disciplina de la que seguramente podría dar clases. Actualmente existía mucha gente a la que podrían hacerle falta.

Si Tucker no hubiera desaprobado los estereotipos sobre nacionalidades, habría descrito como inglés el saludo de Lizzie. Le había sonreído con cortesía, le había dado un beso en la mejilla y aún se las había arreglado para sugerir que Tucker representaba a toda la «fauna de la charca» que no había podido acudir al aeropuerto a causa de otros compromisos.

—Y yo soy Jackson —dijo el chico con una impresionante gravedad moral—. Soy tu hermano. Estoy encantado de conocerte.

Por una u otra razón, Jackson opinaba que eludir parte de las formas verbales era impropio en situaciones de tal trascendencia.

—Medio hermano —dijo Lizzie, innecesariamente.

—Exacto —dijo Jackson, y Lizzie se echó a reír. Tucker se alegró de haberlo llevado al aeropuerto.

La conversación en la primera parte del trayecto a casa resultó razonablemente fácil. Hablaron del vuelo de Lizzie, de las películas que había visto y de la pareja a la que había reprendido un auxiliar de vuelo por conducta inapropiada («besuqueos», lo llamó Lizzie después de un concienzudo interrogatorio al respecto de Jackson). Este le preguntó por su madre, y ella le habló de sus estudios. Dicho de otro modo, hicieron lo que pudieron, habida cuenta de que eran unos completos desconocidos que compartían un vehículo. A veces a Tucker le desconcertaba la obsesión de la sociedad por el padre biológico. Todos sus hijos habían sido criados por madres competentes y padrastros amorosos; ¿para qué le necesitaban a él, entonces? Ellos (o sus madres) siempre hablaban de que querían saber de dónde venían y quiénes eran, pero él cuanto más lo oía menos lo entendía. Tenía la impresión de que siempre sabían quiénes eran. El jamás podría decirles algo así, y si osaba hacerlo pensarían que era un absoluto imbécil.

El tenor de la conversación cambió en la segunda mitad del trayecto a casa, cuando salieron de la autopista.

—Mi novio es músico —dijo de pronto.

—Qué bien —dijo Tucker.

—Cuando le dije que eras mi padre, no podía creérselo.

—¿Cuántos años tiene? ¿Cuarenta y cinco?

—No.

—Lo decía en broma. La mayoría de la gente joven no conoce mi trabajo.

—Oh, ya. No. Él sí lo conoce. Creo que quiere conocerte. Quizá la próxima vez que venga, él venga conmigo.

—Claro.

¿La próxima vez? Seguramente aquella visita era una especie de «período de prueba», si no una «entrevista de trabajo».

—Puede que en Navidad.

—Sí —dijo Jackson—. Jesse y Cooper vienen en Navidad. Sería divertido que vinieras tú también.

—¿Quiénes son Jesse y Cooper?

Oh, mierda, pensó Tucker. ¿Cómo había sucedido aquello? Estaba casi seguro de haberle hablado a Natalie de los gemelos, y casi tenía la certeza de que Natalie le había pasado la información a Lizzie. Y obviamente no era así. Aquél era otro ejemplo de algo que debía haber hecho él mismo, por poco sentido paternal que tuviera. Los ejemplos nunca dejaban de surgir. Eran inagotables. Leería sobre el hecho de ser padre, si pensara que podría ayudarle en algo, pero sus errores parecían siempre demasiado básicos para figurar en los manuales. «Decirles siempre a tus hijos que tienen hermanos…» No podía imaginar a ningún gurú de la educación de los hijos tomándose la molestia de escribir algo semejante. Tal vez hubiera una laguna en ese campo.

—Son mis hermanos —dijo Jackson—. Medio hermanos. Como tú. Como yo.

—¿Cat ha tenido hijos de otra relación? —dijo Lizzie.

Incluso tal información tangencial parecía resultarle claramente irritante, siendo algo que ella seguramente tenía derecho a saber. Y si le irritaba la idea de que Cat hubiera tenido hijos de los que ella no tenía noticia, aún le irritaría más enterarse —supuso Tucker— que aquellos hijos eran de su padre. ¿O se estaba equivocando con ella? Quizá se pondría realmente contenta al saber que tenía más hermanos de los que sospechaba. Más hermanos, más diversión, ¿no?

—No —dijo Tucker.

—¿Entonces…?

Tucker no quería que ella lo dedujera todo por sí misma. Quería poder decir que había sido él quien se lo había comunicado, aunque en realidad fuera a decirlo doce años después del acontecimiento.

—Jesse y Cooper son hijos míos.

—¿Tuyos?

—Sí. Gemelos.

—¿Cuándo?

—Bueno, hace unos cuantos años ya. Tienen doce.

Lizzie sacudió la cabeza con amargura.

—Creí que lo sabías —dijo Tucker.

—No —dijo Lizzie—. Si lo hubiera sabido, te aseguro que no hubiera hecho como que no lo sabía. ¿Qué sentido tendría hacerlo?

—Te gustarán —dijo Jackson, seguro de lo que decía—. A mí me gustaron. Pero no juegues con ellos a ningún videojuego… Porque te destrozarán.

—Dios santo… —dijo Lizzie.

—Lo sé, ¿vale?

—¿Y han estado contigo algún tiempo?

—Hasta ahora sólo una vez —dijo Tucker.

—¿Así que sólo soy una más en la cinta transportadora?

—Sí. Tendrás que irte antes de mañana, porque si no el siguiente chocaría contigo y se montaría un buen atasco. He perdido hijos de esa forma.

—¿Te parece que es para tomárselo a broma?

—No. Lo siento, Lizzie.

—Eso espero. Eres realmente increíble, Tucker.

En la memoria de Tucker, la madre de Lizzie había quedado reducida a una bella fotografía que Richard Avedon le había sacado en 1982 —para la publicidad de una firma de cosmética— y que Tucker aún conservaba en alpina parte. Él había llegado a perder de vista su estupidez, mi altanería, su fragilidad y su extraordinaria falta de sentido del humor. ¿Cómo había llegado a olvidar tales rasgos, cuando podían explicar —en un cincuenta por ciento— por qué se habían separado antes incluso de que naciera Lizzie? (Era generoso al atribuir a esas cuatro tachas el cincuenta por ciento del fracaso de su relación, pero dado que también se había separado de muchas, muchas mujeres que no adolecían de ninguna de ellas, la lógica le aconsejaba asumir también parte de la culpa.) ¿Y por qué nunca le habían atraído las cálidas camareras tejanas? ¿Por qué le había parecido tan irresistible una gélida chica inglesa? Se suponía que Natalie había sido la sustituta de Julie Beatty; la había conocido en un momento de su vida en que estaba siempre borracho, yendo de fiesta en fiesta por la sencilla razón de que seguían invitándole a ellas. Empezaba a sospechar que las invitaciones dejarían de llegarle un día, y también las modelos hermosas, y Natalie había sido su último gran ¡hurra! (Aunque ella, por supuesto, no hubiera emitido jamás una exclamación tan toscamente entusiasta como ésa.)

—Dejad de discutir. Oye, Lizzie —dijo Jackson, animosamente—. ¿Comes carne?

—No —dijo Lizzie—. No la he probado desde que tenía tu edad. Me hace sentirme mal, y toda esa industria alrededor de ella me parece moralmente repugnante.

—Pero comes pollo, ¿no?

Tucker se echó a reír. Lizzie no.

Cuando Cat oyó que el coche entraba en el camino de acceso, abrió la puerta mosquitera y se quedó de pie en el porche, controlando a Pomus para que no saltara sobre los recién llegados. Tucker la miró, tratando de calibrar su estado de ánimo. Cat no había ayudado mucho durante la visita de los gemelos, pero la cosa tenía que ver más bien con su madre: Tucker le había contado a Cat, poco después del inicio de su relación, que su ruptura con Carrie había sido muy difícil para él, y que tenía un vago recuerdo de que tal dificultad se derivaba de la excelencia de su relación sexual con ella. Y le sorprendió que esa revelación le hubiera dolido tanto a Cat. Había supuesto que le parecería consolador oír que era muy duro acabar con algunas relaciones, y que no todo era pasar por ellas sin sufrir el menor daño.

Tucker llevó la bolsa de Lizzie al interior de la casa y presentó a las dos mujeres. Durante un instante todos quedaron como petrificados y sonrientes, aunque la sonrisa de Lizzie era un gesto funcional, de labios delgados, que no indicaba demasiada calidez o contento. Cat ya no era ninguna jovencita —cayó en la cuenta Tucker, ahora que había en la casa una jovencita auténtica—: la vida la había castigado alrededor de los ojos, y en los labios, y quizá incluso en la mitad de la cara. ¡Tucker ya no era, pues, un viejo pervertido! ¡Cat era una mujer hecha y derecha! Pero, por otra parte, ¡él y Jackson la habían esquilmado! Había malbaratado su juventud en ellos, ¡y ellos le habían pagado haciendo que pareciera abrumada y vieja! De pronto quiso abrazarla, y decirle que lo sentía, pero aquel preciso instante, minutos después de que hubiera llegado a la casa una invitada que además era su hija, probablemente no era el momento adecuado.

—Sentaos en el jardín trasero —dijo Cat—. Os llevaré algo de beber.

Mientras atravesaban la casa, Jackson iba señalando puntos de interés histórico: sitios donde se había hecho daño, dibujos suyos. Lizzie no parecía muy impresionada.

—Creí que vivías en una granja —dijo, cuando estuvieron sentados en sillas y bancos.

—¿Por qué pensabas eso? —dijo Tucker.

—Lo leí en la Wikipedia.

—¿Y ponía algo de ti? ¿O de Jackson?

—No. Ponía que se rumoreaba que habías tenido un hijo con Julie Beatty.

—¿Y vas y les crees cuando dicen que vivo en una granja? Además, tienes mi número de teléfono y mi dirección de correo electrónico. ¿Por qué no me preguntaste directamente dónde vivía?

—Parecía una pregunta un poco rara para hacérsela a mi propio padre. Quizá tendrías que escribir tu propia página en la Wikipedia. Así tus hijos sabrían algo de ti.

—Tenemos animales —dijo Jackson, a la defensiva—. Gallinas. Pomus. Un conejo que se murió.

El conejo se lo habían recomendado a la familia como un medio de aliviar el miedo de Jackson a una inminente muerte de su padre. Tucker no lograba recordar con precisión de qué forma se suponía que funcionaba esa teoría: tal vez el chico aprendería el orden natural de las cosas cuidando a una mascota hasta su muerte, ¿era eso? La cosa parecía tener sentido cuando se la recomendaron, pero el conejo murió al cabo de dos días, y ahora Jackson no paraba de hablar de su conejito muerto. Era cierto, sin embargo, que Jackson parecía tomarse con un poco más de tranquilidad el final de la vida de Tucker, que ahora podía esperarse en cualquier momento.

—El conejo está enterrado allí —le dijo Jackson a Lizzie, apuntando con el dedo hacia una cruz de madera que había al borde del césped—. Papá irá después, ¿verdad, papi?

—Sí —dijo Tucker—. Pero aún no.

—Pero pronto —dijo Jackson—. ¿Cuando yo cumpla siete, a lo mejor?

—Después —dijo Tucker.

—Bueno. Quizá —dijo Jackson, dubitativo, como si el objeto de la conversación fuera consolar a Tucker.

—¿Tu madre se ha muerto ya, Lizzie?

—No —dijo Lizzie.

—¿Está bien? —preguntó Tucker.

—Está muy bien, gracias por preguntarlo —dijo Lizzie. ¿Había acritud en su respuesta? Probablemente—. Fue a ella a quien se le ocurrió que viniera a verte.

—Está bien —dijo Tucker.

—Es por eso —dijo Lizzie.

—Ajá.

Eso, lo otro… Todo acababa siendo la misma cosa, más o menos, así que por qué insistir en una definición…

—Cuando caes en la cuenta de que vas a tener un hijo propio quieres entender más de todo.

—Sí, claro.

—Lo has adivinado, ¿no?

—¿Qué?

—Lo que acabo de decir.

Intuyó que le había sido transmitida alguna información que él aún no había procesado debidamente. Quizá no debería tratar esas conversaciones tipo «nos estamos conociendo» como pertenecientes a un género.

—Un momento —dijo Jackson—. Eso significa… Eres mi hermana, ¿no?

—Medio hermana.

—Y entonces…, yo voy a ser… ¿Qué voy a ser?

—Vas a ser tío.

—Genial.

—Y él va a ser abuelo.

Tucker entendió por fin de qué estaban hablando cuando Jackson rompió a llorar y salió corriendo a buscar a su madre.

Al final Lizzie se ablandó un poco —al menos por la parte que le tocaba a Jackson—, cuando Tucker lo trajo de nuevo a la sala un par de minutos después.

—Eso no quiere decir que tu papá sea viejo —le dijo—. No lo es.

—Bien, ¿y cuántos chicos de mi colegio tienen papas que son abuelos?

—No muchos, estoy segura.

—Ninguno —dijo Jackson—. Ni uno solo.

—Jack, ya hemos hablado de eso —dijo Tucker—. Tengo cincuenta y cinco años. Tú tienes seis. Yo voy a vivir muchos años. Serás un hombre mayor antes de que yo esté listo para morirme. Tendrás cuarenta, quizá. Estarás harto de mí.

Tucker no habría apostado un centavo por esta predicción sobre su esperanza de vida. Treinta años fumando, diez años de dependencia del alcohol… Sería asombroso si llegara a cumplir sus tres veintenas más diez de la Biblia.

—No sabes si tendré cuarenta —dijo Jackson—. Podrías morirte mañana mismo.

—No voy a morirme mañana.

—Pero podrías.

A Tucker siempre le dejaba fuera de juego la lógica en estas conversaciones. Sí, podría morir mañana mismo, tuvo ganas de decir. Pero eso era cierto antes de que descubrieras que iba a ser abuelo. En lugar de embarcarse en viajes como éste, lo que tenía que hacer era hablar de tonterías. Las tonterías siempre funcionaban en estos casos.

—No.

Jackson le miró, con la esperanza renovada.

—¿De veras?

—Sí. Si hoy no tengo nada malo, no puedo morirme mañana. No hay tiempo suficiente.

—¿Y un accidente de coche?

Que cualquiera de cualquier edad podía tener en cualquier momento, so tonto.

—No.

—¿Por qué no?

—Porque mañana no vamos a ningún sitio en coche.

—Pasado mañana.

—Ni al otro.

—¿Cómo vamos a conseguir comida?

—Tenemos toneladas de comida.

Tucker no quería pensar en si se morirían de hambre o no si no podían ir a ningún sitio en coche. Quería pensar en lo mayor que era, y en cómo habría de morir pronto, y en cómo toda su vida pasada parecía haber transcurrido sin que él se diera siquiera cuenta.

Tiempo atrás, Tucker se había prometido a sí mismo sentarse ante un papel para tratar de dar cuenta de sus dos décadas pasadas. Escribiría esos años —uno debajo del otro— en la parte izquierda, y al lado de cada cual escribiría una o dos palabras —palabras que darían cierta idea de lo que lo había mantenido ocupado durante esos doce meses—. La palabra «bebida» y un buen puñado de comillas debajo (con el sentido de «lo mismo», «lo mismo», etc.) serviría para resumir el final de la década de los ochenta; de cuando en cuando cogía una guitarra o un bolígrafo, pero la mayor parte del tiempo se la pasaba viendo la televisión e ingiriendo whisky escocés hasta perder el conocimiento. Había otras palabras más saludables que podría usar más adelante en el tiempo —«pintar», «Cooper y Jesse», «Cat», «Jackson»—, pero en realidad ni siquiera ellas lograban dar cuenta de todos los meses que él les pediría que explicasen. En sus años de pintor, ¿cuánto tiempo había pasado realmente en aquel apartamento alquilado y mínimo que utilizaba como estudio? ¿Seis meses? Y sus hijos, en los años en que nacieron… Los había llevado a pasear, por supuesto, pero se habían pasado un montón de tiempo de lactancia, o durmiendo, y él les había observado mientras hacían ambas cosas. Pero observar era también una actividad, ¿no? Uno no puede hacer muchas otras cosas mientras está observando.

A veces pensaba en lo que habría escrito su padre si le hubieran puesto delante una hoja de papel con la lista de todos sus años de adulto. Su padre había tenido una vida larga y productiva: tres hijos, un matrimonio sólido y bueno, un negocio de tintorería. ¿Qué escribiría frente a, pongamos, «del 61 al 68»? «¿Trabajo?» Esa palabra daría perfecta cuenta de siete años de su vida. Y Tucker tenía la certeza de lo que habría puesto al lado de 1980: «Europa.» O, probablemente: «¡EUROPA!» Había esperado mucho tiempo para volver, y había disfrutado de cada segundo de su estancia, y aquellas vacaciones de toda una vida duraron un mes. Cuatro semanas, ¡de sus cincuenta y dos años! Tucker no estaba tratando de nivelar las diferencias: sabía que su padre era mejor hombre que él. Pero cualquiera que se pusiera a la tarea de dar cuenta de sus días de este modo iba a tener que preguntarse adonde habían ido los años y qué se había perdido en ellos.

Jackson estuvo lloroso el resto de la tarde y comienzo de la velada. Lloró al perder al tres en raya frente a Lizzie; lloró cuando le lavaron el pelo; lloró al pensar en la muerte de Tucker; lloró cuando no se le permitió bañar el helado en salsa de chocolate. Tucker y Cat habían supuesto que seguiría levantado y cenaría con ellos, pero estaba tan agotado por el exceso emocional que acabó yéndose a la cama pronto. Segundos después de que el chico se durmiera, Tucker cayó en la cuenta de que había estado utilizando a Jackson como rehén: nadie iba a meterse claramente con él mientras su hijo estuviera presente. Cuando bajó y se reunió con Lizzie y con Cat en el jardín, llegó justo a tiempo para oír que ésta decía, esquinadamente:

—Eso es lo que acabará haciéndote.

—¿Quién acabará haciéndole qué a quién? —dijo Tucker alegremente.

—Lizzie me estaba contando que a su madre tuvieron que hospitalizarla cuando la dejaste.

—Oh.

—Nunca me lo contaste.

—Nunca salió a colación cuando empezamos a salir juntos.

—Extraño, ¿no?

—No, no es extraño —dijo Lizzie.

Y siguieron de esa guisa. Cat había decidido que se sentía lo bastante cómoda con su nueva hijastra para brindarle una franca evaluación del estado de su matrimonio.

Lizzie, recíprocamente, le brindó una evaluación franca del daño que Tucker había causado con su ausencia. (Mientras lo hacía se protegía el vientre —observó Tucker—, como si temiera que él fuera a atacar al feto con un cuchillo en cualquier momento.) Tucker, juicioso, asintió en silencio ante varios puntos, y de vez en cuando sacudía la cabeza con aire comprensivo y solidario. De tanto en tanto, también, cuando las dos mujeres simplemente le miraban, se encogía de hombros y fijaba la mirada en el suelo. No parecía tener demasiado sentido ningún intento de defenderse, y, en cualquier caso, tampoco habría sabido bien qué línea de defensa adoptar. Había un par de errores en la relación de hechos que ambas intercambiaron, pero no valía la pena tratar de subsanarlos: ¿a quién le importaba realmente que Natalie, en su amargura y su rabia, le hubiera contado a Lizzie, por ejemplo, que Tucker se había acostado con otra mujer en su propio apartamento? El error estaba en el lugar, no en el acto de infidelidad en sí mismo. La única palabra que hubiera explicado las cosas, la mayoría de las veces, era «ebriedad». Podría haberla esgrimido a intervalos regulares, e incluso al final de cada frase, pero —casi con toda seguridad—, no habría servido de nada.

Al final de la velada, condujo a Lizzie a su cuarto y le deseó las buenas noches.

—¿Estás bien ya? —dijo Lizzie e hizo una mueca, remedándole, como si Tucker se hubiera pasado toda la noche soportando un fuerte ardor de estómago.

—Oh, sí. Estoy bien. Me merecía esos reproches.

—Espero que arregles las cosas con Cat. Es adorable.

—Sí. Gracias. Buenas noches. Duerme bien.

Tucker bajó a la sala, pero Cat se había ido: había aprovechado su ausencia para irse a la cama sin él, y sin dar explicaciones. Ahora solían dormir en cuartos separados, pero se hallaban en un momento curioso de su relación en el que el hecho de no dormir juntos no se daba por descontado, sino que hablaban de ello cada noche. O al menos lo mencionaban.

—¿Estás bien en el cuarto de los invitados? —le preguntaba Cat, y Tucker se encogía de hombros y asentía con la cabeza.

En un par de ocasiones, después de una discusión realmente violenta que parecía haberlos llevado hasta el punto de no retorno, él la había seguido al dormitorio y habían acabado arreglando las cosas. Pero aquella noche no hablaron de ello. Ella desapareció, sin más.

Tucker se fue a la cama, leyó un poco, apagó la luz. Pero no podía dormir. No eres tú realmente, ¿verdad?, le había preguntado aquella mujer, y se puso a darle vueltas a la cabeza a las posibles respuestas. Al final se levantó y bajó y encendió el ordenador. Annie iba a obtener más de lo que había imaginado.