3
Annie pensaba que tal vez iba a quedarse anclada en la enseñanza para siempre, y odiaba tanto ese trabajo que, incluso ahora, la hacía feliz el mero hecho de llegar al museo con diez o quince minutos de retraso. Para un profesor, ese cuarto de hora habría supuesto un desastre humillante, y en él se habrían dado algaradas, reprimendas y miradas de reprobación de algunos colegas, pero a nadie le importaba si llegaba tres o treinta minutos antes de la hora de apertura de un museo pequeño no demasiado visitado. (La verdad es que a nadie le importaba tampoco si llegaba tres o treinta minutos después de tal hora de apertura.) En su antiguo trabajo, hacer una escapada a media mañana para pedir un café para tomarlo fuera era un sueño diurno frecuente y bastante mísero; ahora tenía a gala hacerlo todos los días, necesitase o no la cafeína. De acuerdo, había ciertas cosas que echaba en falta: la sensación que te embargaba cuando la clase iba bien, cuando todo eran ojos brillantes y concentración tan densa que se percibía casi como húmeda, como algo que se te podía pegar a la ropa; y a veces lograba arreglárselas frente a la energía y el optimismo y la vida que es posible encontrar en cualquier niño, con independencia de lo hosco que se muestre o de lo deteriorado que parezca. Pero la mayoría de las veces seguía sintiéndose feliz de haber logrado pasar por debajo del alambre de espino que rodeaba la educación secundaria y haber salido al mundo.
Trabajaba por su cuenta durante gran parte del día, sobre todo tratando de recaudar fondos, aunque esto empezaba a antojársele una tarea cada día más inútil: ya nadie, al parecer, disponía de dinero de sobra para contribuir a las mejoras de un museo de la costa en decadencia, y posiblemente ya nunca volverían a disponer de él. De cuando en cuando, tenía que hablarles a grupos de colegiales de la localidad en visitas escolares, razón por la que se le había brindado la ocasión de escapar de las aulas. Siempre había una voluntaria en el mostrador de recepción, normalmente Vi o Margaret o Joyce o alguna de las ancianas cuya acuciante necesidad de mostrarse aún útiles le rompía el corazón a Annie siempre que se tomaba la molestia de pensar en ello. Y cuando se proyectaba alguna exposición especial, trabajaba con Ros, una conservadora independiente que también enseñaba historia en la escuela de Duncan. (Duncan, por supuesto, jamás se había dignado hablarle, para no correr el riesgo de verse embarcado en una conversación larga en una de sus visitas a la sala de profesores.) Ros y Annie tenían entre manos en ese momento la preparación de una exposición, con documentación fotográfica del verano de la ola de calor de 1964, cuando se remodeló la vieja plaza de la ciudad, los Stones tocaron en el cine ABC de las afueras y la marea arrastró hasta la playa a un tiburón de ocho metros de largo. Habían pedido aportaciones a los residentes, y habían anunciado la iniciativa en todas las páginas web relevantes de historia local y social que les vinieron a las mentes, pero hasta el momento no habían recibido más que dos fotografías: una del tiburón, que a todas luces había muerto de algún tipo de infección por hongos demasiado horripilante para una exposición que pretendía celebrar un verano dorado, y otra de cuatro amigos —¿compañeros de trabajo?— que se divertían en el paseo marítimo.
Esta fotografía había llegado en el correo un par de días después de haber colgado los anuncios en Internet, y Annie no podía creer lo perfecta que era. Los dos hombres estaban en mangas de camisa y tirantes, y las dos mujeres llevaban vestidos floreados; tenían los dientes mal, las caras surcadas de arrugas, el pelo engominado, y daba la sensación de que no se habían divertido tanto en toda su vida. Se lo comentó a Ros, nada más verla —«¡Mírales! ¡Como si estuvieran pasando el mejor día fuera de casa de su vida!»—, y se echó a reír, toda convencida de que aquel contento era debido a algún azar feliz de la cámara, o al alcohol, o a un chiste verde…, a cualquier cosa menos al hecho de estar al aire libre o a la belleza de los alrededores. Y Ros dijo, simplemente:
—Sí. Casi seguro que tienes razón. Annie, que estaba a punto de disfrutar de unas moderadamente estupendas vacaciones de tres semanas en los Estados Unidos —agradables, aunque no de quitar el aliento, aquellas montañas de Montana— se sintió un tanto avergonzada. En 1964, cinco años antes de que ella naciera, los ingleses todavía eran capaces de sentirse felices disfrutando de un día libre en una población costera del norte del país. Volvió a mirar a aquellas cuatro personas y se preguntó a qué se dedicarían, cuánto dinero tendrían en el bolsillo en aquel preciso instante, qué duración tendrían sus vacaciones, cuántos años vivirían. Annie nunca había sido rica. Pero había estado en todos los países europeos que le había apetecido visitar, en Norteamérica, incluso en Australia. ¿Cómo —se preguntó— habían llegado a la situación actual desde aquella otra, a esto desde aquello? De pronto vio el sentido de la exposición que había concebido y proyectado sin verdadero entusiasmo ni finalidad precisa. Más aún: de pronto vio el sentido de la ciudad donde vivía, lo mucho que debió de significar para una gente que tanto ella como todos sus conocidos iban perdiendo la capacidad de imaginar cómo era. Siempre se había tomado en serio su trabajo, pero ahora estaba resuelta a encontrar la manera de hacer sentir a los visitantes del museo lo que ella sentía.
Y luego, después de la del tiburón muerto, dejaron de llegar fotografías. Había ya renunciado a una exposición centrada en 1964, aunque todavía no se lo había dicho a Ros, y estaba tratando de pensar en alguna forma de ampliar el marco temporal del proyecto sin por ello convertirlo en algo chapucero y sin metas claras. El haber estado Fuera tres semanas le había devuelto la esperanza, y había contribuido a ello —y no poco— el hecho de que aún tuviera que examinar el correo de dieciocho días.
Había dos fotografías más. Una la había enviado un hombre que había estado revisando las cosas de su madre recién fallecida; era una bonita instantánea de una niña que estaba de pie al lado de una caseta de títeres. La otra, enviada sin carta adjunta, era del tiburón muerto. A Annie le parecía que aquel tiburón muerto tenía ya una cobertura suficiente, y deseó no haberlo mencionado nunca. Lo había incluido en su petición de material sólo como un acicate de la memoria de la población de cierta edad de la ciudad. Y era como si hubiera enviado una consigna diciendo: QUEREMOS FOTOS DEL TIBURÓN ENFERMO. El escualo en cuestión mostraba un agujero en un costado: la carne, sencillamente, se le había podrido hasta abrirle un gran boquete.
Siguió revisando el resto del correo, contestó a algunos e-mails y salió en busca de su café de costumbre. Sólo en el camino de vuelta recordó la actividad maníaca de Duncan de la noche anterior. Sabía que su reseña en Internet había provocado reacciones, porque no paró de correr arriba y abajo, de examinar sus mensajes, de leer los comentarios en la página, de sacudir la cabeza y reír entre dientes ante el mundo extraño y súbitamente vivo que habitaba. Pero no le había enseñado lo que había escrito, y ella sentía que debía leerlo. Y no sólo eso, cayó en la cuenta. Quería leerlo. Había escuchado la música, y antes incluso que él, lo que significaba que por primera vez en su vida en común se había formado una opinión sin que el asunto en cuestión hubiera sido filtrado por el proselitismo intimidatorio de su pareja… Quería comprobar por sí misma cuan obcecado podía ser Duncan, y cuan lejos se hallaban el uno del otro.
Entró en la página web (por alguna razón, la tenía en Favoritos) e imprimió la reseña para poder concentrarse bien en ella. Cuando la hubo terminado, estaba francamente enfadada con Duncan. La enfurecía su autosuficiencia, su obvia determinación de pavonearse ante los fans con los que se suponía que tenía cierta afinidad. Así, también estaba enfurecida por su mezquindad, por su incapacidad de compartir algo que tenía un indudable valor en aquella comunidad menguante y cada día más sitiada. Pero, más que nada, la enfurecía su perversidad. ¿Cómo aquellos bocetos de canciones podían ser mejor que la obra acabada? ¿Cómo dejar algo a medias podía ser mejor que trabajar en ello, pulirlo, darle densidad y textura, moldearlo hasta que la música llegue a expresar lo que uno quiere que exprese? Cuanto más leía la reseña ridícula de Duncan, más furiosa se ponía, hasta que se encolerizó de tal manera que la ira misma se convirtió en objeto de su curiosidad: la había sumido en un gran desconcierto. Tucker Crowe era el hobby tic Duncan, y las personas con hobbies hacían cosas extrañas. Pero escuchar música no era coleccionar sellos, o pescar con mosca, o construir barcos dentro de una botella. Escuchar música era algo que ella también hacía, con frecuencia y sumo gozo, y Duncan, de alguna manera, se las arreglaba para arruinárselo, en parte haciéndole sentir que no era buena en eso. ¿Se trataba de eso? Volvió a leer la reseña. «Llevo viviendo con las canciones memorables de Tucker Crowe cerca de un cuarto de siglo, y sólo hoy, mirando el mar, escuchando «You and Your Perfect Life» como Dios y Crowe querían que se escuchara…»
No es que él le hiciera sentirse incompetente, e insegura de sí misma y de sus gustos. Era a la inversa. Él no sabía nada de nada, y ella nunca se había permitido percatarse de ello hasta entonces. Siempre había pensado que el interés apasionado de Duncan por la música y el cine y los libros daban fe de su inteligencia, pero por supuesto no daban fe de nada parecido si él no hacía más que entender las cosas al revés. Si era tan inteligente, ¿por qué estaba enseñando a ver la televisión norteamericana a aprendices de fontanero y a futuros recepcionistas de hotel? ¿Por qué escribía miles de palabras en oscuras páginas web que jamás leía nadie? ¿Y por qué estaba tan convencido de que un cantante al que nadie había prestado nunca demasiada atención era un genio de la talla de Dylan y Keats? Ay, esa ira auguraba problemas. Al examinar el cerebro de su pareja lo veía mermar hasta convertirse en nada. ¡Y le había llamado a ella tarada! En una cosa tenía razón, sin embargo: Tucker Crowe era importante, y revelaba duras verdades sobre la gente. Sobre Duncan, en cualquier caso.
Cuando Ros pasó a verla para saber si había habido algún progreso con las fotografías, Annie seguía con la página web en la pantalla del ordenador.
—Tucker Crowe —dijo Ros—. Vaya. A mi novio de la facultad le gustaba mucho. No sabía que siguiera estando en el candelero.
—No lo está, en realidad. ¿Tuviste un novio en la facultad?
—Sí. Resultó que también era gay. No me explico por qué rompimos. Pero no entiendo esto. ¿Tucker Crowe tiene una página web?
—Todo el mundo tiene una página web.
—¿De veras?
—Eso creo. Hoy día ya no se olvida a nadie. Se juntan siete fans australianos, tres canadienses, nueve británicos y un par de docenas de norteamericanos, y se empieza a hablar todos los días de alguien que no ha grabado nada en veinte años. Para eso es Internet. Para eso y para la pornografía. ¿Quieres saber qué temas tocó en Portland, Oregón, en 1985?
—No, la verdad.
—Entonces esta página no es para ti.
—¿Cómo es que sabes tanto de esto? ¿Estás entre los nueve británicos?
—No. No hay ninguna mujer a quien le importe gran cosa. Pero está mi…, ya sabes…, Duncan.
¿Cómo tenía que llamarlo? El hecho de no estar casada con Duncan se estaba volviendo tan irritante como ella imaginaba que el matrimonio lo había sido siempre para él. No iba a llamarlo «su novio». Duncan tenía cuarenta y tantos años, por el amor de Dios. ¿Compañero? ¿Compañero en la vida? ¿Amigo? Ninguna de esas palabras o expresiones parecía adecuada para definir su relación, y tal inadecuación era mucho más hiriente cuando se trataba de la palabra «amigo». Odiaba que la gente se pusiera a hablar y hablar de Peter o de Jane cuando uno no tenía la menor idea de quiénes eran. Quizá no debería mencionarlo nunca.
—Acaba de escribir un millón de palabras absurdas y las ha mandado a la página para que las vea el mundo. Si el mundo tuviera el menor interés, quiero decir.
Invitó a Ros a leer la reseña de Duncan, y Ros leyó las primeras líneas.
—Aaah. Qué tierno…
Annie hizo una mueca.
—No critiques a la gente con pasiones —dijo Ros—. Sobre todo a los que tienen pasión por las artes. Son siempre los más interesantes.
Al parecer, todo el mundo había sucumbido a ese mito.
—Muy bien. La próxima vez que estés en el West End, vete a la salida de artistas de un teatro en el que haya un musical y hazte amiga de uno de esos cabrones tristes que esperan para conseguir un autógrafo. Verás lo interesantes que son.
—Me parece que tendré que comprar ese CD.
—No te molestes. Eso es lo que más me fastidia. Lo escuché, y Duncan está completamente equivocado. Y no sé por qué, pero me muero por decirlo.
—Deberías escribir otra crítica y ponerla junto a la suya.
—Oh, no soy una especialista. No me dejarían.
—Necesitan a alguien como tú. Porque si no todo esto desaparecería del mapa.
Se oyeron unos golpecitos en la puerta del despacho de Annie. Una anciana con una sudadera con capucha estaba de pie ante la entrada tendiéndoles un sobre. Ros dio unos pasos hacia ella y lo cogió.
—Una foto del tiburón —dijo la anciana, y se fue con andares de pato.
Annie puso los ojos en blanco. Ros abrió el sobre, se echó a reír y le pasó la foto a Annie. Era el mismo hueco de la herida abierta que había visto en una de las otras fotos. Pero alguien había tenido la brillante idea de poner a un niñito encima del tiburón. La criatura estaba sentada con los pies desnudos, que le colgaban a un palmo del boquete del escualo; ambos, el niño y la herida, sollozaban.
—Jesús… —dijo Annie.
—Puede que aquí nadie fuera a ver a los Rolling Stones en 1964 —dijo Ros—. El tiburón muerto era el colmo de la diversión.
Annie empezó a escribir su crítica aquella misma noche. No tenía intención de enseñársela a nadie; era sólo un medio para comprobar si lo que pensaba significaba algo para ella. Era también un modo de hincar el tenedor en su irritación, que empezaba a inflarse como una salchicha sobre una parrilla de barbacoa. Si estallaba, podía imaginar consecuencias para las que aún no estaba preparada.
En el trabajo tenía que escribir —cartas, descripciones de las exposiciones, pies de foto, pequeños textos para la página web del museo—, pero le daba la impresión de que la mayoría de las veces tenía que pensar algo que decir, crear una opinión desde la nada. Esto era diferente; era lo único que podía hacer para dejar de seguir todos y cada uno de los ramales de pensamiento que había estado rumiando durante los dos días pasados. Juliet, Naked le había sugerido ideas sobre el arte y el trabajo, sobre su relación, sobre la relación de Tucker, sobre el misterioso atractivo de lo oscuro, sobre los hombres y la música, sobre el valor de los estribillos en las canciones, sobre el porqué de la armonía y sobre la necesidad de la ambición, y cada vez que terminaba un párrafo aparecía ante ella el siguiente, motu proprio y sin ninguna conexión con el anterior. Un día —decidió al fin— intentaría escribir sobre alguno de aquellos temas, pero se sentía incapaz de hacerlo en aquel momento; quería que la reseña fuera sobre aquellos dos álbumes, sobre la inconmensurable e indubitable superioridad de uno sobre el otro. Y tal vez sobre lo que la gente (o, dicho de otro modo, Duncan) creía haber oído en Naked que en realidad no estaba, y por qué esa gente (él) oía esas cosas, y lo que esto nos decía sobre ella. Y quizá… No. Bastaba con eso. El álbum había creado tal turbulencia mental que Annie empezó a preguntarse brevemente si se trataba en verdad de una obra de talento, pero desechó la idea. Sabía por su grupo de lectura que las novelas, que a nadie del grupo le habían gustado podían dar lugar a charlas estimulantes e incluso útiles; eran las «ausencias» en Naked (y, por consiguiente, en Duncan) las que le habían hecho pensar, no las «presencias».
Entretanto, los amigos de Duncan en la página se habían dedicado a escuchar, y se habían enviado varias reseñas largas más. En Tuckerlandia era como si fuera Navidad; estaba claro que quienes eran creyentes habían dejado de trabajar para tomarse unos días de fiesta, a fin de dedicar el tiempo libre a su familia extensa de Internet, y —a juzgar por el tenor de algunas de las reseñas enviadas— celebrarlo con unas cuantas cervezas o un buen canuto de marihuana. «NO era una obra maestra, pero sí una obra magistral», era el encabezamiento de una de las críticas. «¿CUÁNDO VAN A DEJAR LOS MANDAMASES QUE SE CONOZCA TODO EL MATERIAL QUE AÚN NO SE CONOCE?», preguntaba otro, que siguió diciendo que sabía de buena fuente que existían diecisiete álbumes de este material en las cámaras acorazadas.
—¿Quién es ese tipo? —le preguntó Annie a Duncan, después de tratar de leer un párrafo de su febril y en ocasiones conmovedora prosa.
—Oh, ése… El pobre Jerry Warner. Enseñaba inglés en no sé qué colegio privado de no sé dónde, pero lo pillaron con uno de sus alumnos de secundaria hace un par de años, y desde entonces ha estado un poco desquiciado. Tiene demasiado tiempo libre. ¿Por qué sigues mirando la página web, de todas formas?
Annie había terminado su reseña. En cierto modo, Juliet,, Naked —o sus sentimientos sobre el álbum, al menos— le había hecho despertar de un profundo sueño: ahora quería cosas. Quería escribir, quería que Duncan leyera lo que escribía. Quería que los otros miembros del tablón de mensajes lo leyeran también. Estaba orgullosa de ello y hasta había empezado a preguntarse si no sería socialmente útil en algún sentido. Algunos de aquellos maniáticos —esperaba— podían leerlo, enrojecer hasta las orejas y volver a su vida cotidiana. Sus deseos al respecto no tenían límite.
—He escrito algo.
—¿Sobre qué?
—Sobre Naked.
Duncan la miró.
—¿Tú?
—Sí. Yo.
—Caray. Bien. Vaya. Ja.
Sonrió, se levantó y se puso a pasear por la habitación. Esta sería la reacción más parecida a la que habría tenido si Annie le hubiera comunicado que iba a ser padre de gemelos. No le había entusiasmado la noticia, pero sabía que no podía ser abiertamente desalentador.
—¿Y crees…? Bueno, ¿te crees cualificada para hacerlo?
—¿Es cuestión de cualificación?
—Interesante pregunta. Bien, tienes total libertad para escribir lo que te venga en gana.
—Gracias.
—Pero en esta página… la gente espera cierto nivel de especialización.
—En el primer párrafo de su mensaje, Jerry Warner dice que Tucker Crowe vive en Portugal en un garaje. ¿Te parece que es un especialista?
—No creo que tengas que tomar lo que dice al pie de la letra.
—¿No? ¿Vive en Portugal en un garaje de la mente, entonces?
—Sí, es un tipo imprevisible, ese Jerry. Pero es capaz de cantar cada palabra de cada canción de Crowe.
—Eso lo cualificaría para cantar a la puerta de un pub. Pero no lo convierte necesariamente en crítico.
—Haremos una cosa —dijo Duncan, como si acabara de sentir el impulso visceral de que a la señora que prepara el té en la oficina hubiera que ofrecerle un puesto en el consejo de administración de la empresa—. Déjame verlo.
Annie tenía la hoja en la mano, y se la tendió a Duncan.
—Oh, está bien. Gracias.
—Te dejo tranquilo para que la leas.
Subió a la planta de arriba, se tumbó en la cama y trató de leer el libro que tenía a medias, pero no podía concentrarse. Casi le oía sacudir la cabeza a través del suelo de tarima.
Duncan leyó el texto dos veces, con el único fin de ganar tiempo; lo cierto es que sabía que estaba metido en un aprieto desde la primera lectura, porque lo que había escrito Annie era algo a un tiempo muy bien escrito y muy equivocado. Annie no había cometido ningún error relativo a «hechos» —que él hubiera detectado (aunque, cuando él escribía algo, siempre había alguien en el tablón de mensajes que denunciaba alguna equivocación obvia y absolutamente irrelevante)—, pero su incapacidad para reconocer la brillantez del álbum era señal inequívoca de una carencia de gusto que lo horrorizaba. ¿Cómo se las había arreglado en el pasado para leer o ver o escuchar algo y llegar a la conclusión correcta sobre sus méritos? ¿Había sido sólo suerte? ¿O era simplemente el tedioso buen gusto de los suplementos dominicales de los periódicos? Le gustaban Los Soprano, bien, pero ¿a quién no? Esta vez Duncan había tenido ocasión de ver cómo Annie llegaba a sus propias conclusiones, y había resultado un fiasco.
Pero no podía negarse a poner su reseña en la página. No habría sido justo, y no quería asumir la responsabilidad de rechazar lo que había escrito. Y no es que diera la impresión de que pusiera en duda la grandeza de Tucker Crowe: su reseña, al fin y al cabo, era un himno largo y laudatorio a la perfección de Vestida. No, lo colgaría en la página y dejaría que los demás le dijeran lo que pensaban de ella.
Volvió a leerlo una vez más, con el propósito de cerciorarse, y esta vez se deprimió: ella era mucho mejor que él en todo salvo en el juicio (lo único que importaba al cabo, pero aun así…). Escribía bien, con fluidez y humor, y resultaba persuasiva —en caso de que quien lo leyera no hubiese escuchado la música—, y era encantadora. Él siempre intentaba ser estridente y avasallador y sabelotodo —hasta él se daba cuenta—. Y no era en estas cosas en lo que Annie era buena. ¿En qué situación le dejaba esto a él? ¿Y si los que leían su texto en la página no la ponían de vuelta y media? ¿Y si lo que hacían, en lugar de ello, era utilizarla como una hasta para vapulearle a él? Naked —de la que para entonces ya había oído hablar casi todo el mundo— estaba uniendo una acogida contradictoria, y las reacciones negativas —se temía— las había provocado su reseña original y excesivamente entusiasta. Empezaba a cambiar de opinión sobre el hecho de aceptarla en su comunidad cuando la vio aparecer ante él.
—¿Y bien? —dijo ella. Estaba nerviosa.
—Bueno… —dijo él.
—Me da la impresión de estar esperando las notas de un examen.
—Lo siento. Estaba pensando sobre lo que has escrito.
—¿Y?
—Sabes que no estoy de acuerdo con ello. Pero no está nada mal.
—Oh, gracias.
—Y me alegrará colgarlo en la página, si es eso lo que quieres.
—Creo que es eso lo que quiero.
—Tienes que poner tu dirección de e-mail, ya lo sabes.
—¿Ah, sí?
—Sí. Y te escribirán unos cuantos chalados. Pero puedes limitarte a borrarlos, si no te apetece entrar en debates.
—¿Puedo usar un nombre falso?
—¿Por qué? Nadie sabe quién eres.
—¿Nunca has hecho mención de mí a ninguno de tus amigos?
—No, creo que no.
—Oh.
Annie pareció bastante desconcertada. Pero ¿era tan extraño que no lo hubiera hecho? Ninguno de los demás croweólogos vivía en la ciudad, y Duncan sólo hablaba con ellos de Tucker, o a veces sobre artistas relacionados con él.
—¿Habéis recibido alguna vez algún escrito de una mujer?
Duncan fingió pensar en ello. A menudo se había preguntado por qué no recibían mensajes más que de hombres de mediana edad, pero jamás se había preocupado gran cosa por ello. Ahora estaba a la defensiva.
—Sí —dijo—. Pero llevamos ya un tiempo sin mensajes de mujeres. Y, cuando escriben, de lo que quieren hablar es…, ya sabes, de lo atractivo que lo encontraban y demás.
Las únicas mujeres que alcanzaba a inventar, al parecer, eran cabezas huecas, incapaces de participar en un debate serio. Sólo había tenido un par de segundos para inventarlas, es cierto, pero aun así debería haber sido capaz de imaginar algo mejor. Si alguna vez escribía su novela, tendría que tener mucho cuidado con este asunto.
—¿Las mujeres lo encuentran atractivo?
—Dios. Pues claro.
Lo que decía empezaba a sonarle raro incluso a él mismo. Bueno, no raro, porque la atracción homosexual no era rara, por supuesto que no lo era. Pero sin duda había sonado más vehemente sobre el atractivo físico de Tucker de lo que habría deseado.
—Bien. Mándame esto en un adjunto y lo pondré en la página esta noche.
Y, tras un par de escaramuzas consigo mismo al respecto, cumplió lo prometido.
A la mañana siguiente, en el trabajo, Annie se sorprendió entrando en la página un par de veces cada hora. Al principio le parecía obvio esperar alguna respuesta a lo que había escrito —nunca lo había hecho hasta entonces, así que era normal que tuviera curiosidad por el desarrollo del proceso—. Horas después, sin embargo, cayó en la cuenta de que quería ganar, derrotar a Duncan por completo. Él había expresado su opinión, y su opinión había sido acogida con hostilidad, sarcasmo, desconfianza y envidia; ella quería que la gente fuera más amable con ella de lo que lo había sido con él, que apreciara más su elocuencia y agudeza, y, para su gran deleite, lo fue. A las cinco de la tarde siete personas ya habían colgado sus respuestas en la sección «comentarios», y seis de ellas eran amistosas —deslavazadas, y decepcionantemente breves, pero amistosas al fin—. «¡Interesante texto, Annie!» «Bienvenida a nuestra pequeña "comunidad" online. ¡Buen trabajo!» «Estoy totalmente de acuerdo contigo. Duncan está tan perdido que ya ha desaparecido del radar.» La única persona que quería dejar bien claro que no le había gustado su aportación no parecía muy contento con nada. «Tucker Crowe está ACABADO, a ver si lo superáis de una vez; sois patéticos, siempre dale que dale con un cantante que no ha hecho ningún disco en veinte años. Estaba sobrevalorado entonces, y está sobrevalorado hoy, y Morrissey es mucho mejor que él; tanto que casi da vergüenza.»
Se preguntó por qué la gente se molestaba en contestar en las páginas web; pero «por qué molestarse» no era nunca una pregunta que uno podría formularse acerca de casi nada en Internet, porque de otra forma todo el tinglado de la red global se desinflaría y quedaría en nada. ¿Por qué se había molestado ella? ¿Por qué se molesta nadie? Annie, en líneas generales, era partidaria de molestarse; y, en tal caso, gracias, MrMozza7, por su aportación, y gracias a todos los demás de todas las demás páginas.
Justo antes de apagar el ordenador y clausurar la jornada, volvió a mirar su correo electrónico. Sospechaba que Duncan le había dicho que tenía que dar una dirección para asustarla; y estaba claro que la sección de comentarlos era el método mejor para obtener respuestas. Duncan había dado a entender que caerían sobre ella una horda de ciberacosadores, que escupirían su bilis contra ella y la amenazarían con vengarse, pero de momento no veía nada semejante.
Había, sin embargo, dos e-mails de alguien llamado Alfired Mantalini. El primero se titulaba «Tu reseña». Era muy breve. Decía, simplemente: «Gracias por tus amables y perspicaces palabras. Las agradezco de verdad. Mis mejores deseos, Tucker Crowe.» El encabezamiento del segundo era «PS», y decía: «No sé si sales con alguno de esa página, pero todos me parecen una gente muy extraña, y te quedaría muy agradecido si no les pasaras mi dirección.»
¿Era posible? Hasta el mero hecho de preguntárselo parecía estúpido, y la súbita falta de aliento era sencillamente patética. Por supuesto que no era posible. Era, cómo no, una broma; aunque una broma carente por completo de humor alguno. ¿Por qué preocuparse? Más valía no preguntar. Puso la chaqueta sobre el respaldo de la silla y dejó el bolso en el suelo. ¿Cuál podría ser una respuesta con gracia? «Que te den, Duncan.» ¿No sería mejor no hacer ni caso? Pero ¿y si…?
Trató de burlarse de sí misma otra vez, pero la mofa de uno mismo sólo funcionaba —cayó en la cuenta— si se pensaba con la cabeza de Duncan; es decir, si ella creía realmente que Tucker Crowe era el hombre más famoso del mundo, y que existían más posibilidades de que se pusiera en contacto con ella así, por las buenas, el propio Russell Crowe. Tucker Crowe, sin embargo, era un oscuro músico de la década de 1980 que probablemente no tenía muchas más cosas que hacer por la noche que mirar las páginas web dedicadas a su memoria y sacudir la cabeza con incredulidad. Y Annie ciertamente podía entender por qué no tendría ningunas ganas de contactar con Duncan o con cualquiera de los demás: la antorcha que sostenían sobre sus cabezas ardía con una llama demasiado intensa. ¿Por qué Alfred Mantalini? Miró el nombre en Google. Al parecer, Alfred Mantalini era un personaje de Nicholas Nickleby, haragán y tenorio que acaba llevando a la bancarrota a su mujer. Bueno, eso podría encajar, ¿no? Sobre todo si a Tucker Crowe no le importaba ironizar sobre sí mismo. Rápidamente, antes de pararse a pensarlo dos veces, hizo clic en «responder» y tecleó: «No eres tú realmente, ¿verdad?»
Aquel hombre era a un tiempo una presencia y una ausencia desde hacía quince años, y la idea de que acabara de enviarle un mensaje de respuesta que podría aparecer en algún lugar de su casa —si es que tenía alguna— se le antojaba absurda. Esperó en el trabajo durante una o dos horas más, Con la esperanza de recibir una respuesta, y al final se marchó a casa.