Felipe sólo se acordaba de Amina y los marineros no pensaban más que en su dinero; de modo que ninguno, a excepción de Krantz, pudo apreciar la belleza de aquel sitio encantador. Este último ayudó a Vanderdecken a saltar en tierra, y le condujo bajo los árboles; pero no habían transcurrido aún cinco minutos cuando corrió Felipe hacia la playa, para examinar en todos los sentidos la amplia superficie del mar, en busca sin duda de la balsa en que desapareció Amina.
–¡Perdida para siempre! – exclamó cubriéndose el rostro con las manos.
–De ningún modo, Felipe -replicó Krantz que permanecía a su lado-; la misma Providencia que nos ha preservado a nosotros, la habrá salvado a ella. Es imposible perecer entre tantas islas, muchas de las cuales estarán habitadas, y una mujer joven y bonita es siempre bien recibida en todas partes.
–¡Ojalá pudiera convencerme de ello!
–Reflexione un poco y se convencerá de que ha sido una ventaja el haberla perdido; pues mejor está separada de los desalmados que nos acompañan, y cuya fuerza reunida nos sería imposible resistir. ¿Cree usted, por ventura, que si todos hubiéramos arribado a esta isla, le habrían dejado mucho tiempo los marineros a su esposa? ¡No! Ellos no respetan ley alguna, y Amina, en mi concepto, no solamente ha sido preservadas de la muerte, sino del oprobio y de la vergüenza.
–¡Jamás se habrían atrevido a tanto! Pero, sin embargo, Krantz, deseo una pequeña balsa y correr en su busca; me es imposible permanecer aquí, y la buscaré por el universo entero si fuera preciso.
–Se cumplirá su deseo, Felipe, y cuente conmigo para todo, que no seré capaz de abandonarle nunca -replicó Krantz contento porque una idea cualquiera ocupara la inteligencia de su capitán-. Pero volvamos a la almadía, desembarquemos lo que hay en ella y, después que tomemos un refrigerio, pensaremos en lo que debe hacerse.
Felipe, que estaba desfallecido, aprobó la proposición de Krantz y se encaminaron juntos al lugar donde había atracado la balsa. Los marineros habían tomado asiento debajo de los árboles y, cuando Krantz los llamó para desembarcar los pocos artículos salvados, ni uno solo acudió. Pensaban únicamente en su oro, y nadie quería abandonarlo por temor de que se lo robaran los compañeros. Ahora que sus vidas estaban relativamente seguras, el demonio de la avaricia los dominaba por completo; permanecían sentados, macilentos y desfallecidos; y aunque la sed les devoraba y tenían gran necesidad de descanso, no se atrevían a moverse, como si estuvieran sujetos al suelo por algún poder misterioso.
–Maldito dinero -dijo Krantz a Felipe-. Tratemos nosotros de desembarcar lo que nos hace más falta, y después buscaremos agua.
Desembarcaron efectivamente las herramientas de carpintería, las armas y municiones, cuya posesión podría serles utilísima en caso de una refriega con los marineros, arrastrando también fuera del mar algunas berlingas pequeñas, y, después, condujeron estos objetos junto al tronco de un cocotero que crecía cerca de la playa.
En poco tiempo levantaron una pequeña tienda y colocaron en ella todos los artículos desembarcados, excepto las municiones, que Krantz enterró en un montecillo de arena detrás de la tienda sin que lo viesen los marineros, e inmediatamente fue a cortar un tierno cocotero lleno de fruto. Sólo el que haya experimentado los atroces tormentos de la sed, podrá comprender el excesivo placer que sintieron Felipe y Krantz al deslizarse la fresca leche del coco por sus abrasadas gargantas. Los marineros les contemplaban con envidia, pero ninguno se movió, a pesar de sufrir horriblemente.
Llegada la noche, acostóse Felipe sobre una cama de velas que no habían sido necesarias para cubrir la tienda, no tardó en conciliar el suelo. Krantz, por su parte, dedicóse a explorar la isla, que tenía unas tres millas de longitud por 500 ó 600 metros de anchura. Como no encontrase agua en ninguna parte, vióse obligado a abrir un pozo para obtenerla. A su regreso pasó junto a los marineros. Todos velaban, y, al verlo, se levantaron en seguida temerosos de ser despojados de su dinero; pero no tardaron en tranquilizarse. Krantz fue luego a la balsa, que estaba casi destruida, porque las ligaduras que sujetaban los tablones se habían aflojado, y arrojó al mar las armas que habían quedado en ella olvidadas. Volvió después a la tienda, y, acostándose junto a Felipe, procuró conciliar el sueño.
Estaba ya muy avanzado el día cuando Krantz abrió los ojos y despertó a Felipe. Desayunáronse con el fruto de un cocotero y, dejando a Vanderdecken entregado a sus reflexiones, el animoso joven marchó en busca de los marineros. Encontrábanse tan abatidos y macilentos, que la muerte se reflejaba en sus rostros; pero, no obstante, vigilaban todavía su codiciado tesoro con el mismo interés. Era triste contemplar a aquellos infelices obcecados por la avaricia, y forjó un plan para salvarlos. Les propuso que enterrasen el dinero a gran profundidad, a fin de que fuera imposible extraerlo sin tardar largo rato en la operación, con lo cual nadie atentaría contra la propiedad de otro sin que lo advirtiera su dueño, que tendría tiempo sobrado para impedirlo.
La idea fue aprobada por unanimidad y Krantz les entregó el único azadón que había. Uno por uno enterraron sus tesoros muchos pies debajo de la arena. El hacha derribó en seguida varios cocoteros, y su fruto infundióles nueva vida y vigor a todos. Apagada la sed, volvieron a sus respectivos sitios, entregándose al reposo de que tanta necesidad tenían, sobre la capa de tierra que cubría los talegos en que guardaban su fortuna.
Felipe y Krantz discutieron detenidamente los medios más a propósito para salir de la isla y buscar a Amina; pues, aunque Krantz consideraba irrealizable la última parte de la proposición de Vanderdecken, no quiso manifestárselo por no ocasionarle un disgusto. Lo urgente era abandonar la isla, y si conseguían desembarcar en otra que estuviese habitada, su salvación era segura. En cuanto a Amina, la creía muerta; ya porque las olas hubiesen destruido su frágil embarcación, o ya porque su delicado cuerpo no hubiese podido resistir los rigores de aquel sol ecuatorial durante tantos días.
De este modo transcurrieron quince días, durante los cuales la construcción de la almadía no adelantó gran cosa. Algunos perdieron toda su fortuna y sus compañeros alejáronles a cierta distancia, para que no les interrumpieran. Vagaban estos desdichados por la isla o a lo largo de la costa con la desesperación reflejada en el rostro buscando armas para vengarse, y apoderarse nuevamente de su perdida riqueza. Krantz y Felipe les propusieron que abandonasen la isla, pero rehusaron.
Krantz no abandonaba jamás el hacha. Cortaba diariamente con ella los cocoteros que se necesitaban para manutención de todos; pero no permitía que se hicieran nuevas hendiduras en los troncos. Los marineros arruinados iban siendo cada vez más numerosos, quedando reducidos a tres los afortunados que consiguieron apoderarse del dinero de los otros. La consecuencia fue que a la mañana siguiente, aparecieron estrangulados sobre la costa los poseedores del oro que fue repartido nuevamente. El juego se reanudó con más ardor que antes.
–¿Cómo terminará esto? – preguntó Felipe a Krantz, contemplando los ennegrecidos rostros de los cadáveres.
–Con la muerte de todos -contestó Krantz-. Es imposible evitarlo; ése es un castigo.
La almadía quedó terminada, al fin; cavaron la arena a su alrededor para que la misma agua del mar la pusiera a flote, y algunas horas después balanceábase suavemente sobre las olas, amarrada a una estaca que clavaron en la playa. Felipe y Krantz embarcaron en ella gran cantidad de cocos tiernos y maduros, para hacerse a la mar al día siguiente.
Por desgracia, uno de los marineros, al bañarse, encontró en el fondo del mar las armas que Krantz había arrojado al agua. Sumergióse y sacó un machete; otros siguieron su ejemplo, y, a la media hora, todos estaban ya armados. Esto indujo a Felipe y a Krantz a dormir en la almadía, temerosos de ser atacados. Efectivamente, aquella noche, durante el juego, se suscitó un altercado que terminó en una refriega espantosa. El combate fue terrible, pues los marineros estaban más o menos embriagados, y sólo tres quedaron con vida. Vanderdecken y Krantz contemplaron sobrecogidos aquella carnicería, en la que no hubo misericordia para nadie, hasta que los tres sobrevivientes descansaron sobre sus armas. Después de un rato, dos de ellos arrojáronse sobre el tercero, que cayó herido de muerte bajo sus repetidos golpes.
–¡Dios misericordioso! – exclamó Felipe-, ¿son esas criaturas hijos tuyos?
–No -replicó Krantz-, son demonios. ¿Imagina usted que esos dos, que poseen ahora más dinero que el que podrían gastar si volviesen a su patria consentirán en repartírselo? Jamás; cada cual lo desea todo, absolutamente todo.
Aún no había concluido Krantz de decir esto, cuando uno de los marineros, aprovechándose de una distracción del otro, le atravesó el costado con su machete. El desdichado cayó exhalando un gemido, y el agresor volvió a hundirle el cuchillo en el pecho.
–¿No lo dije? Pero ese malvado recibirá su recompensa -continuó Krantz, levantando su fusil y disparándole un tiro que le dejó muerto en el acto.
–Ha procedido usted mal -dijo Felipe-; el castigo de ese hombre era dejarle abandonado sin medio alguno de subsistencia en esta isla, para morir entre los tormentos del hambre y la sed, con el maldito dinero siempre ante su vista.
–Quizá tenga usted razón -contestó Krantz-; pero no pude contenerme. Saltemos en tierra ahora que la isla está desierta. Obraríamos cuerdamente si enterrásemos ese tesoro en sitio en que pueda encontrarse algún día, llevándonos una parte, que posiblemente nos hará falta. Pasemos aquí el día sepultando los cadáveres y guardando las riquezas que han causado su desastrosa muerte.
Felipe accedió a ello, y, efectivamente, cumplieron con los muertos el último deber, y ocultaron el oro al pie de un árbol, cuyo tronco marcaron con el hacha y pico, separando antes quinientas monedas que ocultaron entre sus vestidos, por si de ellas tenían necesidad.
Al fin, izaron la vela y salieron de la isla, con rumbo hacia donde fue vista por última vez la balsa que conducía a la desamparada Amina.
Antes de que el sol hubiera desaparecido del horizonte, los excepcionales viajeros desembarcaron en la playa de la citada isla. Felipe miró cuidadosamente en todas direcciones buscando un indicio que le demostrara la presencia de la balsa de Amina, pero ni encontró nada ni la isla tenía aspecto de estar habitada.
Entre los dos condujeron la almadía a una pequeña ensenada donde las aguas estaban tan tranquilas como si fueran una balsa de aceite, y a la mañana siguiente volvieron a hacerse a la vela. Krantz gobernaba la embarcación con una especie de remo largo y observó que Felipe, silencioso hasta entonces, sacando de su pecho la reliquia, la estuvo contemplando un rato.
–¿Es eso su retrato, amigo mío? – preguntó Krantz.
–No; es mi destino -repuso el interpelado.
–¡Su destino! No le entiendo.
–¿He dicho mi destino? Pues me he equivocado -agregó Vanderdecken volviendo en sí y colocando de nuevo la reliquia en su sitio.
–Creía que había usted dicho más de lo que hubiera querido -añadió Krantz-. Varias veces le he sorprendido con esa alhaja en la mano y no olvido que cuando Schriften quiso apoderarse de ella, pagó con la vida su atrevimiento. ¿No hay algún secreto, algún misterio en esa joya? Si es así, revélemelo, pues tiene sobrados motivos para conocer que soy su amigo más leal.
–No dudo de su amistad, Krantz; tengo de ella repetidas pruebas y, a pesar de que lo creo digno de conocer mi secreto, no me atrevo a revelárselo. Hay un terrible misterio en esta reliquia que sólo me he atrevido a confiar a mi esposa y a dos dignos sacerdotes.
–Si ha depositado usted su confianza en dos ministros de la religión, debe depositarla en mí también, porque la verdadera amistad es la más santa de las afecciones.
–Creo que mi secreto es fatal a quien lo conoce, Krantz; me lo dice así el corazón y no quiero en modo alguno ser causa de su muerte, mi buen amigo.
–Entonces no confía usted mucho en mi amistad. He arriesgado repetidas veces mi vida por salvarle y le consta que no soy hombre a quien un pueril presentimiento haga apartarse de sus deberes; ese presentimiento es sólo fruto de su acalorada imaginación. No soy curioso; pero como vivimos tanto tiempo juntos y actualmente estamos separados del resto de la humanidad, me parece que sería un consuelo para usted revelarme ese misterio que le agobia. Los consuelos de un buen amigo no son para despreciarlos, Felipe, y, por lo tanto, si aprecia usted mi amistad, es necesario que me refiera sus cuitas.
Vanderdecken decidióse, al fin, a referir una vez más la causa de sus viajes y, mientras la almadía se deslizaba a lo largo de la isla, Krantz oyó estupefacto los extraños acontecimientos de la vida del joven capitán.
–Ya lo sabe usted todo -terminó Felipe exhalando un prolongado suspiro-. ¿Qué opina usted de ello? ¿Cree que lo que acaba de oír es real y verdadero o un sueño de mi exaltada imaginación?
–No, Felipe, creo cuanto ha dicho usted, pues tengo pruebas que confirman la verdad de lo que ha dicho. Recuerdo cuán frecuentemente hemos visto el Buque Fantasma, y, si su padre está condenado a recorrer los mares sin tregua ni descanso, ¿por qué no ha de ser su hijo el elegido para librarlo de tan cruel castigo? Repito que lo creo todo y comprendo ahora su extraordinario valor en muchas ocasiones y su constante deseo de navegar, que me había parecido inexplicable. Habrá muchos que le compadezcan a usted; yo le envidio.
–¿Qué me envidia? – interrumpió Felipe lleno de sorpresa.
–Sin duda alguna y arrostraría gustoso el peligro de su destino, si fuera posible. ¿No es envidiable ser el escogido para tan alta misión? ¿No es esto preferible a vivir miserablemente en el mundo buscando riquezas que la mala suerte puede arrebatarnos en un solo día? Está usted encargado de llevar a cabo una empresa gloriosa, digna de los mismos ángeles; la de redimir el alma de un padre que sufre, pero que no está irremisiblemente perdido. Tiene usted, pues un destino que cumplir que bien merece los peligros y azares de la vida del mar. Si todo concluye con la muerte, ¿para qué afanarse tanto inútilmente? Todos hemos de morir, pero pocos experimentarían satisfacción de haber arrancado de las garras de Satanás al autor de sus días. Repito a usted, Felipe, que le envidio.
–Habla y piensa usted del mismo modo que Amina. Mi esposa tiene un alma tan vehemente y apasionada que hasta ha pretendido relacionarse con seres del otro mundo y sostener inteligencias con los espíritus de los muertos.
–¿Y qué tiene eso de extraño? – preguntó Krantz-. Hay acontecimientos en la vida, o, mejor dicho, relacionados con mi familia, que me han dado la convicción de que lo que pretendía Amina es posible y hasta lícito. Lo que usted me ha revelado confirma aún más mi creencia.
–¿Es posible, Krantz?
–Sin duda alguna; pero no hablemos más del asunto por ahora, porque la noche se acerca y debemos poner nuestra pequeña embarcación en seguridad; he allí una ensenada que nos servirá admirablemente para el objeto.
Por la mañana levantóse una fuerte brisa que encrespó las olas de tal modo que era imposible embarcarse en la almadía, por lo que se vieron precisados a sacarla fuera del agua, para que el mar no la destrozase. Felipe, pensaba sólo en Amina y al ver las irritadas olas chocar unas con otras coronándose de espuma, exclamó:
–Océano, ¿tienes en tu seno a mi desdichada esposa? Si es así, devuélveme su cadáver. ¿Qué es aquello? – agregó, señalando un objeto lejano en el horizonte.
–La vela de un pequeño buque -replicó Krantz-, y parece que se dirige hacia acá para refugiarse en el mismo lugar que nosotros.
–Efectivamente, es la vela de un barco, de una de esas ligeras piraguas. Mírela cómo salta sobre la superficie del agua, semejante a un ave marina que la rozara con sus alas. Parece que viene llena de hombres.
La piragua se acercaba con rapidez no tardando en encallar su quilla en la arena de la playa. Sus tripulantes arriaron la vela e inmediatamente la sacaron del mar.
–Toda resistencia es Inútil, mientras no nos ataquen -observó Felipe-. Pronto sabremos a qué atenernos.
Cuando los de la piragua vieron a Krantz y Vanderdecken, acercáronseles tres de ellos armados de largas lanzas, pero sin intenciones hostiles. Uno de los recién llegados preguntóles en portugués quiénes eran.
–Somos holandeses -contestó Felipe.
–¿Pertenecen ustedes a la tripulación del buque que naufragó hace poco en estas aguas?
–Sí, señor.
–Nada tienen entonces que temer. Son ustedes enemigos de los portugueses lo mismo que nosotros. Pertenecemos a la isla de Ternate y nuestro rey está en guerra con esos canallas. ¿Dónde están los demás náufragos? ¿en qué isla?
–Todos han perecido -replicó Felipe-. ¿Tendrían ustedes la bondad de decirme si han visto una almadía que conduce a una mujer abandonada, o si han oído hablar de ella?
–Una mujer ha sido en efecto recogida en la costa de la isla de Tidor y conducida a la factoría portuguesa por suponerse que era de dicha nacionalidad.
–Gracias a Dios que se ha salvado -gritó Felipe-. ¿Dicen ustedes que está en la isla de Tidor?
–Sí, señor; pero, como estamos en guerra con los portugueses, no podemos llevarles allí.
–No es necesario; la buscaremos nosotros.
La persona con quien hablaba Felipe era indudablemente de calidad. Vestía un traje mitad malayo y mitad musulmán y llevaba en la cintura un pesado machete; usaba turbante de zaraza pintada y su actitud, como la de todas las personas notables de aquellos países, era cortés y correcta.
–Vénganse ustedes a Ternate -dijo-; nuestro rey les recibirá alegremente, puesto que son holandeses y, además, enemigos de los perros lusitanos. A bordo llevamos a uno de sus compañeros que recogimos en la mar casi ahogado, pero ya está completamente restablecido.
–¿Quién será? – observó Krantz-. Quizá un tripulante de otro buque.
–No -replicó Felipe temblando-; seguramente es Schriften.
–Es imposible: cuando lo vea con mis propios ojos, lo creeré.
–Pues convénzase -añadió Felipe, señalando al piloto que se dirigía hacia ellos.
–Señores -dijo Schriften-, me alegro de ver a ustedes buenos. Al fin nos salvamos todos, ¡eh! ¡eh!
–El Océano lo ha querido así -contestó Vanderdecken.
Schriften, fingiendo olvidar lo pasado, conversó un rato con Krantz con aparente buen humor, aunque su lenguaje era un tanto irónico. Al marcharse, dijo Felipe:
–¿Qué le parece esto, Krantz?
–Que el infeliz es una parte del todo, que tiene, lo mismo que usted, una misión que realizar y que volverá a encontrarlo en su camino repetidas veces. Pero no pensemos más en él. Recuerde que Amina se ha salvado.
–Es cierto -replicó Felipe-. Embarquémonos con estas buenas gentes, que tiempo tendremos de desembarazarnos de Schriften más tarde y de buscar a mi esposa.
La balsa había sido juguete de las olas durante dos días, y en ese tiempo Amina permaneció en un estado de insensibilidad absoluta. La tempestad y las corrientes la arrojaron a la costa oriental de Nueva Guinea, en ocasión en que los indígenas traficaban allí con algunos comerciantes llegados de la isla de Tidor. Los salvajes la despojaron de sus vestidos, y cuando la hubieron dejado completamente desnuda, excitó su curiosidad una sortija de gran valor que llevaba en el dedo; un salvaje intentó quitársela, y no consiguiéndolo, sacó su enorme y tosco cuchillo, dispuesto a cortar el dedo. Presentóse entonces una mujer anciana, aparentemente de gran autoridad entre aquellas gentes, y obligó a desistir al salvaje de su propósito. Los comerciantes de Tidor, comprendiendo que los portugueses pagarían caro el rescate de aquella mujer a quien creyeron lusitana, recomendaron a los salvajes que la cuidaran bien hasta que ellos regresasen en el próximo viaje, a fin de enterar de lo ocurrido al comandante de la factoría. A esta circunstancia debía Amina las atenciones que se le prodigaban, pues los naturales de Nueva Guinea están algo civilizados por sus frecuentes relaciones con los comerciantes de Tidor, que cambian con ellos baratijas y quincalla europea por productos naturales que los indígenas no aprecian.
Las mujeres condujeron a Amina a una cabaña, donde luchó varios días con la muerte, admirablemente cuidada.
Al abrir Amina los ojos por vez primera, su enfermera corrió a comunicar el suceso a la anciana, quien se presentó inmediatamente en la cabaña. Era excesivamente corpulenta y estaba desnuda por completo, pues su único atavío componíanlo un pedazo de tela de seda descolorida arrollado a la cintura, sortijas de plata en sus dedos y un collar de nácar en el cuello. Tenía ennegrecidos los dientes por uso del betel y su aspecto era tan repugnante, que la enferma se horrorizó.
Dirigió la recién llegada algunas palabras a Amina que no la entendió y, fatigada por aquel ligero esfuerzo, volvió a caer en el lecho desvanecida. Pero, si la mujer descrita era horrible, no carecía, en cambio, de bondad, pues, merced a sus desvelos y atenciones, en el espacio de tres semanas, estuvo Amina en disposición de salir de la cabaña a disfrutar las frescas brisas de la tarde. Los salvajes la contemplaban admirados y respetuosos, porque temían a la mujer anciana que la protegía. Aquellos infelices no llevaban más traje que unas cuantas hojas de palmera en la cintura y sus adornos se reducían a sortijas en la nariz y orejas y a algunas plumas de pájaros, especialmente de aves de paraíso, en la cabeza. Amina deseaba vivir, y frecuentemente se sentaba a la sombra de los árboles, contemplando ansiosa el mar y las piraguas que cruzaban su superficie, saltando sobre la espumosa cresta de las azules ondas, pero sólo su adorado Felipe reinaba en su pensamiento.
Una mañana salió de la cabaña con el rostro radiante de alegría y sentóse, como acostumbraba, debajo de un árbol.
–Gracias, querida madre -dijo-, gracias porque al fin me has revelado tu arte que me era imposible recordar; ya poseo los medios de conversar con los espíritus, y si no estuviera donde estoy, ahora mismo sabría la suerte que ha cabido a mi esposo.
Durante dos meses, Amina permaneció confiada a los cuidados de la anciana indígena. Cuando regresaron los comerciantes de Tidor, traían orden de conducir a la factoría a la joven y de pagar la hospitalidad que le habían prestado los salvajes. Dieron a entender por señas a Amina que debía acompañarlos, a lo que accedió gustosa por abandonar cuanto antes aquel país. Pronto hendió las aguas la velera piragua, y al verse nuevamente en el mar acordóse Amina del sueño de Felipe y de la concha de sirena, que tanto se asemejaba a la frágil embarcación en que a la sazón viajaba.
El buque empleó dos días en llegar al puerto de su destino y Amina fue conducida inmediatamente a la factoría portuguesa.
Allí la curiosidad de todos estaba excitada, pues su salvación había sido casi milagrosa. Desde el comandante, hasta el último soldado, todos deseaban vivamente conocerla. El comandante le hizo varios cumplimientos en portugués, quedando asombrado de no obtener contestación, y no podía suceder otra cosa, puesto que Amina no entendía una palabra de aquella lengua.
Indicó por gestos que aquel idioma le era desconocido, y los portugueses, creyéndola inglesa u holandesa, buscaron un intérprete, a quien dióse a conocer Amina como esposa del capitán de un buque holandés, que había naufragado recientemente.
A todos sorprendió agradablemente aquella noticia, pues los holandeses eran enemigos suyos, aunque se alegraron de que se hubiera salvado Amina. El comandante ofreció hacer cuanto pudiese para que la estancia en la isla le fuera agradable, añadiendo que esperaba dentro de dos meses un buque, en el cual podía embarcarse, si lo deseaba, e ir a Goa, donde encontraría medios de volver a Europa. Después la instaló en una bonita vivienda y puso una indígena a su servicio.
El comandante era un hombre pequeño, enjuto y tan delgado que parecía un alambre, sin duda a causa de su larga permanencia bajo aquel sol tropical. Tenía largas patillas y usaba una descomunal espada; estos dos objetos eran los únicos que llamaban la atención en su indumentaria y en su persona.
Amina comprendió bien su propósito, del que se habría reído de buena gana, a no haberse encontrado en su poder. Pocas semanas después sabía ya pedir en portugués lo que necesitaba, y cuando abandonó la isla de Tidor conocía el idioma perfectamente. Pero su ansiedad por averiguar la suerte de Felipe era mayor cada día, y, transcurridos tres meses, pasaba horas enteras contemplando el mar, deseando distinguir algún barco cuya llegada pusiera término a su destierro. Al fin apareció éste y, cuando Amina gozosa le veía aproximarse, el comandante, que estaba a su lado, arrodillóse a sus pies declarándole su violento amor y concluyendo por suplicarle que se casara con él.
La joven, aunque sorprendida, fue prudente y le contestó que antes necesitaba convencerse de la muerte de su marido, para lo cual iba a Goa, desde donde le comunicaría el resultado de sus averiguaciones.
El comandante, que no dudaba de la muerte de Felipe, quedó satisfecho y declaró que tan pronto como recibiese la carta con la noticia, él mismo iría a Goa para contraer matrimonio, terminando con mil protestas de amor y fidelidad eterna.
–¡Necio! – murmuró Amina, mientras miraba complacida la embarcación que se acercaba a la costa.
Poco tiempo después fondeaba el buque en la bahía y los pasajeros se apresuraron a desembarcar. Entre ellos iba un clérigo que se dirigió inmediatamente al fuerte. Amina tembló sin saber por qué, pero su asombro no tuvo límite al reconocer al padre Matías, que era el sacerdote en cuestión.
El padre Matías, por lo contrario, la saludó con frialdad y, luego, poniéndole la mano sobre la cabeza, dijo:
–Dios te bendiga y te perdone, como yo te he perdonado.
El recuerdo del pasado enrojeció las mejillas de la joven, que no se atrevió a replicar.
¿La había perdonado realmente el padre Matías? Lo pareció, al menos, puesto que la trató como amiga, escuchó con interés la relación del naufragio y prestóse a acompañarla a Goa.
Pocos días después, el buque abandonó nuevamente la factoría y Amina dejó de sufrir las impertinencias del enamorado comandante. Atravesaron el archipiélago y llegaron a la embocadura del Golfo de Bengala sin novedad.
Cuando el padre Matías huyó de Terneuse, perseguido por la calumnia de Amina, regresó a Lisboa, pero, cansado de su inactividad, ofrecióse para volver a la India a convertir herejes. Desembarcó en la isla Formosa y poco tiempo después de su llegada, recibió órdenes apremiantes de sus superiores para que se presentara en Goa lo más pronto que le fuera posible. Al hacer escala en la factoría, encontróse inesperadamente con. Amina.
Al doblar la punta meridional de la isla de Ceilán, se presentó por primera vez el mal tiempo y cuando ya la tempestad se hubo desencadenado por completo, los portugueses encendieron varias velas ante una imagen que llevaban a bordo. Amina sonrióse entonces despreciativamente y, al volver la cabeza, vio al padre Matías que la contemplaba con severidad.
–Los salvajes entre quienes he vivido -pensó Amina-, adoran a los ídolos y son calificados de idólatras. ¿Qué calificativo merecen entonces estos cristianos, procediendo del mismo modo que ellos?
–¿No sería preferible que bajaras a tu cámara? – preguntó el padre Matías aproximándose a la joven-. El tiempo no es a propósito para que una señora permanezca sobre cubierta. Además, en la cámara podrías rezar un rato, para aplacar la cólera divina.
–Prefiero continuar aquí, padre. Me complace la lucha de los elementos enfurecidos y admiro el poder de Dios en medio de la tempestad.
–Muy bien dicho, hija mía -contestó el sacerdote-, el Todopoderoso no solamente debe adorarse recreándose en sus obras, sino en el retiro y en la meditación. ¿Crees ya con sinceridad en los preceptos de nuestra religión? ¿Reverencias sus sublimes misterios?
–Hago cuanto debo, padre -replicó Amina volviendo la cabeza hacia el mar y contemplando nuevamente las encrespadas olas.
–¿Rezas con frecuencia a la Santísima Virgen y a los santos, que son los intercesores de los hombres?
Amina guardó silencio; no quería irritar al clérigo, y le repugnaba mentir.
–Contéstame, hija mía -añadió el padre Matías severamente.
–Padre -contestó la joven-, he apelado a Dios solamente; al Dios de los cristianos, al Dios del universo entero.
–El que cree en todo en general, no cree en nada en particular, Amina. ¡Ya me lo temía! Hace pocos momentos sorprendí tu sonrisa de desprecio. ¿De qué te reías?
–De mis propios pensamientos.
–Di mejor que del fervor con que rezaban los demás.
Amina tampoco respondió esta vez.
–Veo con disgusto que sigues siendo hereje; pero ten cuidado, desgraciada.
–¿Cuidado, padre? ¿Por qué? ¿No hay en estos climas millones de seres más incrédulos y herejes que yo? ¿A cuántos ha convertido usted? No hay trabajo, fatiga ni penalidad que no sufra usted gustoso por difundir la fe, y, sin embargo, ¿en qué consisten los malos y pocos frutos que obtiene? ¿Quiere usted que se lo diga? Pues en que en estos pueblos tienen su creencia propia, que aprendieron de sus mayores. ¿No me encuentro en el mismo caso? Nací en un país lejano, mis padres me enseñaron su religión, ¿cómo pretende que reniegue de ella, sin convencerme de que no es la verdadera? Tanto usted como el excelente padre Leysen me han instruido en los preceptos del cristianismo, que son efectivamente admirables; ¿no es esto suficiente? Pero exige usted una obediencia ciega y una sumisión absoluta, y en estas condiciones jamás he de convertirme. Cuando lleguemos a Goa enséñeme otra vez los misterios de su religión y, si me convence, tendrá en mí la fe católica más fervorosa. Entretanto, padre, tenga usted paciencia.
La imprudente réplica de la joven dejó perplejo al sacerdote, pues realmente tenían un gran fondo de verdad las observaciones de Amina. Recordó entonces que el padre Leysen, no creyéndola suficientemente instruida, había dilatado su bautismo hasta que conociese bien las verdades cristianas y lo pidiera ella misma, a fin de no irritar su indomable carácter.
–Hablas osadamente, hija mía, pero al menos eres sincera -replicó el padre Matías después de una breve pausa-. Cuando lleguemos a Goa hablaremos nuevamente de este asunto, y, con la ayuda de Dios, confío en que comprenderás la verdad de mis argumentos.
–Convenido -dijo Amina.
La joven pensaba en aquel momento en un sueño que había tenido en Nueva Guinea, en el cual su madre le reveló sus artes mágicas, y deseaba llegar a Goa para ponerlas en práctica.
Mientras tanto la tempestad era cada vez más imponente y el buque comenzó a hacer agua. Los marineros, aterrorizados, invocaban a los santos; el padre Matías y otros pasajeros se consideraron perdidos viendo que las bombas no achicaban el agua. Las olas barrían con furia la cubierta aumentando el pánico que reinaba a bordo. Unos lloraban como niños, otros mesábanse los cabellos y hasta algunos, más desesperados, prorrumpieron en juramentos e imprecaciones. Solamente Amina permanecía tranquila, contemplando despreciativamente la cobardía de aquellos hombres.
–Hija mía -dijo entonces el padre Matías, procurando disimular la agitación de su voz-; hija mía, no dejes pasar esta hora de peligro. Antes de perecer, entra en el seno de la Santa Iglesia. Te absolveré de tus pecados y conseguirás la bienaventuranza.
–Padre, la tempestad no me asusta, puesto que permanezco impasible ante la terrible lucha de los elementos; además, mi arrepentimiento no sería sincero, pues para ello el alma debe estar completamente tranquila y no impulsada por el temor. Hay un Dios en el cielo en cuya misericordia confío y cuyos decretos reverencio; cúmplase su voluntad.
–No mueras sin convertirte, hija mía.
–Mire usted, – añadió Amina, señalando con el dedo a los marineros que gritaban llenos de terror-, ésos son cristianos. Confían en su salvación y, sin embargo, ¿por qué no les presta la fe y el valor que necesitan para morir en paz?
–La vida es muy estimable, Amina, y esos infelices dejan en este mundo esposas e hijos. ¿A quién le agrada morir? ¿Quién puede ver acercarse ese terrible momento sin temblar?
–Yo -replicó la joven-; yo que no tengo esposo, o al menos no creo tenerlo. Para mí la vida carece de encantos. No me espanta la muerte que considero como el fin de mis angustias. Si estuviera Felipe a mi lado sería otra cosa, pero, habiendo muerto, sólo deseo reunirme con él en el otro mundo.
–Felipe profesó la fe de sus mayores, y si deseas reunirte con él debes hacer lo mismo, hija mía; mientras tanto rogaré por ti y porque Dios ilumine tu entendimiento -dijo el padre Matías arrodillándose.
–Hágalo usted, buen padre, sus oraciones serán más gratas que las nuestras a los ojos del Todopoderoso -contestó Amina dirigiéndose a otro lado.
–¡Perdidos, señora, estamos perdidos! – exclamó el capitán que estaba asido a uno de los cabos de los obenques.
–De ninguna manera -replicó la interpelada.
–¿Qué dice usted? – argüyó el capitán asombrado al contemplar la serenidad de Amina-. ¿En qué funda usted su creencia?
–Abrigo la convicción de que nos salvaremos todos si ustedes no se acobardan y cumplen con su deber; hay algo aquí dentro que me lo asegura.
Y Amina púsose la mano en el corazón. La joven hablaba así porque había advertido que la tempestad empezaba a ceder, circunstancia que hasta entonces no observaron el capitán ni los marineros a causa de su terror.
La tranquilidad de Amina, su belleza y acaso el contraste que su valor hacía con el pánico de los demás, impresionaron al capitán y a la tripulación, quienes, contemplándola respetuosamente y con admiración, recobraron la perdida energía. Las bombas volvieron a funcionar, la tempestad se calmó durante la noche y a la mañana siguiente, conforme había pronosticado Amina, el buque estaba salvado.
Todos la consideraron entonces como una santa, creyéndola católica, y hablaron de lo ocurrido al padre Matías, el cual estaba perplejo. Pero, cuando el sacerdote se quedó solo, se hizo a sí mismo las preguntas siguientes-: ¿Quién le ha inspirado tan extraño valor? ¿Quién le ha infundido ese espíritu profético? No es el Dios de los cristianos, puesto que la infeliz es hereje.
Y, recordando el sacerdote lo ocurrido en la alcoba de la casa de Terneuse, movió la cabeza profundamente entristecido.
Cuatro días tardaron en llegar, y todas las noches desembarcaban y sacaban el barco a la playa arenosa. Felipe se había consolado al saber que vivía Amina; y hubiera sido feliz con la idea de volver a encontrarla, si la presencia de Schriften no le hubiese molestado de continuo.
Al llegar al puerto de Ternate, fueron conducidos a una gran vivienda construida con hojas de palmitos y bambúes, y les dijeron que permanecieran allí hasta que se le comunicara su llegada al rey. La cortesía y urbanidad peculiares de los isleños sirvieron de tema a las conversaciones de Felipe y de Krantz; su religión, lo mismo que su indumentaria, parecían un compuesto de mono y malayo.
Pocas horas después fueron llamados para asistir a la audiencia del rey, que se celebrada al aire libre. El monarca encontrábase sentado bajo un pórtico, servido por un numeroso concurso de sacerdotes y soldados. El concurso era numeroso, pero poco brillante; todos los que rodeaban al rey, llevaban túnicas blancas y turbantes blancos; pero él tenía muy pocos adornos sobre sí. Lo primero que llamó la atención de Felipe y de Krantz al ser presentados al monarca, fue la limpieza extremada que en todas partes observaron; todos los trajes eran inmaculados y de una blancura resplandeciente.
Después de saludar al rey, según la costumbre mahometana, tomaron asiento a una indicación de éste, y, en seguida, les dirigieron varias preguntas.
Felipe relató el naufragio, manifestando que su esposa había sido separada de él, y, según creía, encontrábase en poder de los portugueses en la factoría de Tidor. Por esta razón concluyó rogando al soberano que le ayudara a rescatarla.
–Bien dicho -contestó el rey-; que traigan refrescos para los extranjeros, y queda concluida la audiencia.
Felipe y Krantz, y dos o tres de los confidentes, amigos y consejeros del monarca, quedaron solos. Entonces les presentaron una colección de pescados y otros platos diversos; y, después de haber comido, les dijo el rey:
–Los portugueses son perros y enemigos nuestros: ¿queréis ayudarnos a combatirlos? Disponemos de grandes cañones, pero no sabemos manejarlos tan bien como vosotros. Enviaré una escuadra contra los portugueses de Tidor, si os decidís a prestarnos ayuda. Responded, holandeses, ¿queréis pelear? De este modo -añadió dirigiéndose a Felipe-, recobrarás a tu esposa.
–Mañana contestaré a esa pregunta -dijo Felipe-, porque deseo consultar con mi amigo. Como he dicho antes, yo era capitán del buque náufrago y mi amigo era mi segundo; debemos celebrar una consulta los dos.
Schriften, que para Felipe no era más que un simple marinero, no había sido llevado a la presencia del rey.
–Mañana espero vuestra respuesta -repuso el monarca.
Felipe y Krantz se despidieron; y al volver a su vivienda, vieron que el rey les había enviado dos trajes completos de moros con turbantes. Como los que vestían Felipe y Krantz estaban completamente desgarrados, y eran muy impropios para sufrir el ardiente sol de aquellos climas, el regalo de S. M. fue muy bien recibido. Los sombreros de tres picos que llevaban, recogían los rayos de calor hasta un punto intolerable, y los cambiaron con gusto por el turbante blanco. Guardaron su dinero en una faja malaya que formaba parte de su atavío y se vistieron a la usanza del país. Después de una larga conversación, decidieron aceptar los ofrecimientos del rey, por ser el único medio que Felipe tenía para reunirse nuevamente con su esposa. Al siguiente día comunicaron oficialmente su decisión y se hicieron todos los preparativos para la expedición.
El espectáculo que ofrecía el azulado mar cubierto de cerca de seiscientas barcas pintorescas, todas navegando a la vela y saltando sobre las aguas como delfines en persecución de sus presas, era verdaderamente hermoso; todas iban llenas de indígenas, cuyos blancos trajes contrastaban vivamente con el azul obscuro de las aguas. Las grandes piraguas en que navegaban Felipe y Krantz con los jefes indígenas, habían sido adornadas con banderas de todos colores que ondeaban al impulso dé una fresca brisa. Más parecía aquélla una expedición de recreo, que una armada dispuesta a entrar en combate.
En la tarde del segundo día estuvieron ya a la vista de la isla de Tidor, a unas cuantas millas de la factoría y del fuerte. Los naturales de Tidor, que no podían soportar el yugo portugués, aunque se sometían a él por la fuerza, habían abandonado sus cabañas y retirándose a los bosques. La escuadra ancló cerca de la playa sin que nadie les molestara durante la noche. A la mañana siguiente, Felipe y Krantz salieron a hacer un reconocimiento.
El fuerte y la factoría de Tidor estaban construidos del mismo modo que las demás fortificaciones portuguesas en aquellos mares. Un foso con una fuerte empalizada entremezclada de mampostería, circundaba la factoría y todas las casas del establecimiento. Las puertas permanecían abiertas de día para la entrada y salida y se cerraban por la noche. En la parte de este recinto que miraba al mar encontrábase la ciudadela, hecha de mampostería sólida con parapetos, rodeada de un profundo foso sólo accesible por un puente levadizo, y defendida por un cañón en cada extremo. Su verdadera fuerza, sin embargo, estaba oculta por una alta empalizada que rodeaba todo el establecimiento. Después de examinarla cuidadosamente recomendó Felipe que las grandes piraguas con los cañones atacasen por mar, mientras los hombres que tripulaban las pequeñas, desembarcaran y rodearan el fuerte, utilizando para su defensa todas las prominencias del terreno y atacando al enemigo con sus lanzas y saetas. Aprobado este plan, ciento cincuenta piraguas hiciéronse a la vela siendo sacadas a la playa las restantes. Los hombres que las tripulaban marcharon por tierra.
Los portugueses habían visto que se aproximaba la escuadra y estaban preparados para recibir a sus enemigos; los cañones dirigidos hacia el mar eran de grueso calibre y estaban bien servidos. Los de las piraguas, aunque bien dirigidos por Felipe, eran pequeños y ocasionaron poco daño en la piedra dura y espesa del fuerte. Después de un cañoneo de cuatro horas, durante las cuales la población de Ternate perdió un gran número de hombres, las piraguas, por consejo de Felipe y de Krantz, retiráronse a la mar y se reunieron con el resto de la escuadra, donde se celebró otro consejo de guerra. La fuerza que había rodeado el fuerte por la parte de tierra, no se había retirado con objeto de impedir todo auxilio de gente o de víveres y al mismo tiempo respirar contra los portugueses que osaran exponerse a sus tiros, circunstancia muy importante, puesto que se sabía que la guarnición era poco numerosa.
El fuerte no podía ser tomado con los cañones; por la parte del mar era inexpugnable; y, por consiguiente, sus esfuerzos debían dirigirse por la parte de tierra. Krantz, después de conferenciar con los jefes indígenas, aconsejóles que esperaran a que anocheciera para proceder al ataque. Cuando soplara la brisa de tierra, los hombres debían preparar grandes haces de palmitos secos y hojas de cocoteros y llevarlos junto a las empalizadas a barlovento dándoles fuego en seguida. De este modo destruirían las empalizadas y ganarían la entrada en la fortificación exterior, después de lo cual consultarían respecto a la manera de proceder en adelante. Este consejo era demasiado juicioso para no ser seguido y todos los que no tenían armas dedicáronse a formar haces de combustibles, no tardando en reunirse una gran cantidad de leña seca.
Los de Ternate se despojaron de sus vestidos blancos, no conservaron más que sus fajas, sus cimitarras y crises y unas túnicas azules, y acercáronse en silencio a las empalizadas donde depositaron sus haces de leña ejecutando varias veces la misma maniobra. Conforme se aumentaba el parapeto de haces, la gente trabajaba con más valor hasta que quedaron completas las pilas, y les prendieron fuego por varias partes. Las llamas subieron, los cañones del fuerte resonaron, y muchos indígenas fueron víctimas de la metralla y de las granizadas de balas que los portugueses arrojaron. Sofocados éstos por el humo, viéronse obligados a abandonar los atrincheramientos para evitar la sofocación. Las empalizadas ardían y las llamas empezaron a atacar la factoría y sus casas. No había resistencia posible y los de Ternate, entrando por los huecos que iban dejando las empalizadas destruidas, dieron muerte con sus cimitarras y crises a cuantos no se habían refugiado en la ciudadela. Éstos eran principalmente criados indígenas a quienes el ataque había sorprendido y por cuya suerte se preocupaban poco los portugueses, que no hicieron caso de los gritos que lanzaban para que bajasen el puente levadizo y los metiesen en el fuerte. La factoría y todas las casas exteriores estaban ardiendo y las llamas iluminaban la isla con resplandores siniestros en el espacio de muchas millas. El humo se había desvanecido en parte y las defensas del fuerte quedaron visibles a la luz del incendio.
–Si tuviéramos escalas de asalto -dijo Felipe-, nos apoderaríamos del fuerte, porque no hay un alma en los parapetos.
–En efecto -repuso Krantz-; pero, de todos modos, los muros de la factoría serán un puesto ventajoso para nosotros cuando se extinga el incendio; y, si la ocupamos, desde allí impediremos a todos que se asomen a los parapetos mientras se construyen las escalas. Mañana por la noche pueden quedar terminadas y nos apoderaremos del fuerte por asalto.
–Cierto -confirmó Felipe-, eso es lo que hay que hacer.
Dirigióse entonces a los jefes indígenas, y les comunicó sus planes, que se apresuraron a aprobarlo. Schriften, que, sin saberlo Felipe, había acompañado a la expedición, aproximóse al grupo y dijo:
–Eso es imposible. Jamás se apoderará del fuerte, Felipe Vanderdecken. ¡Ji, ji!
No había concluido aún de hablar el piloto, cuando oyóse una tremenda explosión, llenándose el aire de grandes piedras que volaban en todas direcciones, ocasionando numerosas víctimas entre los de Ternate. Era la factoría que había volado porque bajo sus bóvedas existía una gran cantidad de pólvora que se había inflamado a consecuencia del incendio.
–Su plan, señor Vanderdecken, ha quedado deshecho. ¡Ji! ¡ji! – gritó Schriften.
La pérdida de tantas vidas y la confusión que produjo la inesperada explosión, causaron un pánico entre la gente de Ternate que huyó precipitadamente hacia la playa donde estaban las piraguas.
Fueron inútiles los esfuerzos de Felipe y de los jefes por reunirles de nuevo. Los de Ternate, no acostumbrados a los terribles efectos de la pólvora en grandes cantidades, creyeron que había ocurrido algún suceso sobrenatural, y muchos saltaron a las piraguas y se hicieron a la vela, mientras los demás, confusos y temblorosos, corrían despavoridos por la playa.
–Nunca tomará usted ese fuerte, señor Vanderdecken -repetía con insistencia una voz bien conocida.
Felipe levantó su espada para dividir en dos al hombrecillo; pero se detuvo pensando:
–Es una verdad muy inoportuna, pero una verdad; ¿por qué he de matarle por eso?
Celebraron consejo los jefes y se convino en que el ejército continuase allí hasta que a la mañana siguiente se adoptara una resolución definitiva.
Al rayar el día, como el fuerte portugués no estaba ya rodeado de otros edificios, vióse que era más formidable de lo que al principio habían supuesto. Los parapetos estaban atestados de gente ocupada en colocar cañones para disparar contra las fuerzas de Ternate. Felipe consultó con Krantz, y ambos reconocieron que, habiendo el suceso de la víspera sembrando el pánico entre los suyos, nada se podría hacer. Los jefes opinaron lo mismo, en virtud de lo cual ordenóse el regreso de la expedición. Los jefes de Ternate estaban satisfechos del éxito alcanzado, porque habían destruido una gran fortificación, una factoría y todos los edificios portugueses: solamente la ciudadela continuaba intacta; pero era inaccesible, y, además, sabían que lo ocurrido era considerado por su rey como una gran victoria. Dióse, por tanto, la orden de reembarcarse, y dos horas más tarde toda la escuadra, con pérdida de setecientos hombres, tomó el rumbo hacia Ternate. Krantz y Felipe se embarcaron juntos para tener el placer de conversar. A las tres horas de haberse hecho a la vela, el tiempo se encalmó; y hacia el anochecer advirtieron señales de tempestad. Cuando se levantó de nuevo la brisa fue en dirección contraria; pero aquellos buques sentían tanto el viento, que esta circunstancia no les preocupó poco ni mucho.
A las doce de la noche se desencadenó el huracán, y antes de que hubieran salido de la punta nordeste de Tidor, empezó a soplar con tal violencia, que muchos hombres fueron lanzados al agua desde sus barcas, ahogándose no pocos. Recogiéronse las velas, y los buques flotaban a merced del viento y de las olas qué frecuentemente pasaban sobre ellos. La escuadra fue acercándose a la orilla, y, poco antes de amanecer, la barca en que navegaban Felipe y Krantz, encontrábase entre los remolinos de la playa frente a la punta norte de la isla. Pronto se estrelló contra las rocas, y cada uno de los tripulantes tuvo que atender a su propia salvación, Felipe y Krantz agarráronse a una tabla, y, sostenidos por ella, llegaron a la orilla donde encontraron unos treinta compañeros que habían sufrido la misma suerte. Cuando amaneció, observaron que la mayor parte de la escuadra se había puesto a la capa, pero no abrigaron temor alguno respecto a los demás barcos, porque el viento se había moderado bastante.
Los indígenas de Ternate propusieron, que puesto que tenían armas, cuando el viento se apaciguase, se tomaran algunas lanchas de los isleños para agregarlas a la escuadra; pero Felipe, que había consultado con Krantz el caso, quiso aprovechar la ocasión para saber la suerte que había corrido Amina. No pudieron los portugueses probar nada contra ellos, fácilmente podrían negar que habían estado entre los agresores, o decir que les habían obligado a asistir a la acción. De todos modos, Felipe estaba decidido a quedarse en Tidor, y Krantz a seguir su suerte. Por consiguiente, fingiendo que aceptaba la propuesta de los indígenas de Ternate, les permitieron ir a buscar las piraguas enemigas; y mientras las botaban al agua, internáronse en la espesura del bosque y desaparecieron. Los portugueses, que habían presenciado el naufragio de sus enemigos y que estaban irritados por las pérdidas sufridas, salieron en persecución de los que habían sido arrojados a la playa. Los indígenas, no tenían ya nada que temer, obedecieron y encontraron a Felipe y Krantz que estaban sentados a la sombra de un gran árbol esperando la marcha de los de Ternate. Condujéronles al fuerte, y fueron presentados al comandante que estaba enamorado de Amina. Como Felipe y Krantz vestían de musulmán, el comandante mandó que los ahorcaran; pero Felipe manifestó que eran holandeses, que habían naufragado y que el rey de Ternate les había obligado a tomar parte en la expedición, y el comandante portugués, volviendo de su acuerdo, dispuso que fueran encerrados en un calabozo, hasta que se resolviera definitivamente el castigo que debía imponérseles.
Felipe, que ansiaba vivamente conocer la suerte de Amina, dirigióse en portugués al soldado que les había conducido al encierro, diciéndole:
–Amigo mío, perdone usted…
–No hay de qué -contestó el soldado, saliendo del calabozo y cerrando la puerta tras de sí.
Felipe apoyó la espalda contra la pared mirando entristecido al suelo, mientras Krantz, más animado, comenzó a recorrer la estancia, que era sumamente estrecha.
–¿Sabe usted lo que se me ocurre? – dijo, deteniéndose de pronto y en voz baja-. Que es una fortuna que hayamos conservado el dinero, porque, si no nos registran, quizá podamos salir de aquí sobornando a los centinelas.
–Pues yo pensaba -repuso Felipe-, en que es preferible estar aquí, que en compañía de ese miserable Schriften, cuya presencia no puedo tolerar.
–Ese comandante me parece mala persona; pero mañana sabremos algo más de él.
El movimiento de la llave en la cerradura, al que siguió la entrada de un soldado con un cántaro de agua y un gran plato de arroz cocido, les interrumpió.
El recién llegado no era el mismo que los había conducido al calabozo, y Felipe le abordó, diciéndole:
–Mucho han trabajado ustedes en estos dos últimos días.
–Sí, señor -contestó el soldado.
–Los de Ternate nos obligaron a venir con su expedición; pero al fin nos pudimos escapar.
–Así lo he oído decir a ustedes.
–Ellos han perdido cerca de mil hombres -agregó Krantz.
–¡Bendito San Francisco! Me alegro mucho -repuso el soldado.
–En lo sucesivo tendrán más cuidado en atacar a los portugueses.
–Esa es también mi opinión -confirmó el soldado.
–¿Han tenido ustedes muchas pérdidas? – preguntó Felipe observando que aquel soldado era algo más locuaz.
–Unos diez hombres de tropa portuguesa. En la factoría había unos cien indígenas con algunas mujeres y niños; pero eso importa poco.
–Aquí había una europea, según me han asegurado -atrevióse a decir Felipe-, que naufragó en un buque. ¿Estaba entre los que han muerto?
¡Una joven! Sí, ya recuerdo. Pero la verdad es…
¡Pedro! – grito una voz desde arriba.
El soldado enmudeció, llevóse un dedo a los labios, salió y cerró la puerta.
–¡Cielos, dadme paciencia! – exclamó Felipe-; esto es demasiado sufrimiento.
–Ya volverá mañana por la mañana -dijo Krantz.
–Sí, mañana por la mañana; pero desde aquí a mañana el tiempo va a parecerme una eternidad.
–¿Qué hemos de hacerle? Las horas transcurren aunque la impaciencia las convierta en años. Oigo pasos…
Abrióse nuevamente la puerta, y un soldado entró diciendo:
–Síganme ustedes que el comandante desea hablarles.
Felipe y su compañero se apresuraron a obedecer la inesperada invitación. Subieron una estrecha escalera de piedra al fin de la cual se encontraron en un gabinete con el comandante, que les esperaba sentado en un confidente. Dos jóvenes indígenas le estaban abanicando.
–¿Quién ha dado a ustedes esos trajes? – les preguntó.
–Los naturales de Ternate, cuando nos hicieron prisioneros en la isla a donde llegamos, despojáronnos de nuestros vestidos y nos regalaron éstos.
–¿Y les invitaron a ustedes a servir en su escuadra para atacar este fuerte?
–Nos obligaron a ello -rectificó Krantz-; porque, como los portugueses y los holandeses no están en guerra, nos opusimos a entrar a su servicio; sin embargo, nos condujeron a viva fuerza a bordo para hacer creer a la tropa que los europeos los auxiliaban.
–¿Y cómo pueden probarnos que eso es cierto?
–En primer lugar, porque nosotros no mentimos y, además, por el hecho de habernos escapado.
–¿Pertenecían ustedes a un buque holandés de la carrera de las Indias? ¿Son ustedes oficiales o marineros solamente?
Krantz, creyendo menos probable que el comandante les detuviera si ocultaban su calidad a bordo, dio un codazo a Felipe para que se callara y contestó:
–Somos empleados del buque: mi compañero piloto y yo contramaestre.
–Y, ¿qué ha sido del capitán?
–Suponemos que moriría al dividirse la parte de balsa en que iba.
–¡Ah! – exclamó el comandante que guardó silencio durante un largo rato.
Felipe miró a Krantz como interrogándole: ¿y por qué estos subterfugios? pero Krantz le hizo señas para que no le contradijera.
–¿Ignora usted realmente si el capitán está vivo o muerto?
–Sí, señor.
–En el supuesto de que les dejara en libertad, ¿querrían ustedes firmar un documento afirmando que ha muerto?
–No veo inconveniente alguno en eso -dijo Krantz-; sin embargo, si volviéramos a Holanda, podría perjudicarnos esa declaración. ¿Me dirá usted, señor comandante, de qué puede servirle ese documento?
–No -gritó el comandante con voz de trueno-; no se lo diré; necesito esa declaración, y eso basta. Escojan ustedes o el calabozo, o la libertad y pasaje libre en el primer buque que salga de este puerto.
–La elección no es dudosa -repuso Krantz-. Además, abrigo la convicción de que el capitán ha perecido -añadió reflexionando-. Comandante, ¿quiere usted dejarnos reflexionar hasta mañana?
–Sí, señor, pueden ustedes retirarse.
–Pero no al calabozo, comandante -dijo Krantz-; no somos prisioneros, y si desea que le prestemos un favor, debe tratarnos bien.
–Ustedes han reconocido y confesado que han peleado contra Su Majestad fidelísima, y esto es suficiente para tenerlos prisioneros; sin embargo, les dejo en libertad por esta noche, y mañana por la mañana resolveré si debo tratarlos como prisioneros o no.
Felipe y Krantz dieron las gracias al comandante por su bondad y salieron presurosos de los parapetos. La noche estaba obscura y la luna no había salido aún. Sentáronse en un parapeto para gozar de la brisa y del placer de verse libres, después de haber sido encerrados; pero, cerca de ellos, había soldados en pie o durmiendo y viéronse obligados a hablar en voz baja.
–¿Para qué necesitará ese certificado de la muerte del capitán, y por qué le ha contestado usted de ese modo? – preguntó Felipe.
–Amigo mío -respondióle Krantz-, bien puede usted imaginar que he pensado mucho acerca de la suerte de su bella esposa; y al oír que había sido conducida aquí, he temblado por ella. ¿Qué podía ocurrir siendo joven y hermosa? Este comandante, ¿no ha podido enamorarse de ella? He negado nuestra posición porque pensé que obtendríamos la libertad más fácilmente siendo el piloto y el contramaestre del barco, que diciendo que somos el capitán y el segundo de a bordo, sobre todo si sospecha que hemos sido los jefes que han dirigido el ataque de la gente de Ternate. Además, al pedirnos el certificado de la muerte de usted, presumí que lo quería para inducir a Amina a casarse con él. ¿Pero dónde está Amina? Esta es la cuestión.
–Indudablemente, Amina está aquí -dijo Felipe apretando los puños.
–Quizá tenga usted razón; pero lo que está fuera de duda es que vive.
La conversación prolongóse hasta que salió la luna y las movedizas olas del mar reflejaron su disco de plata.
Felipe y Krantz contemplaron las aguas inclinados sobre los parapetos; pero su meditación fue interrumpida por una voz que les dijo:
–Buenas noches, señores.
Krantz reconoció en seguida al soldado portugués con quien habían conversado el día antes.
–Buenas noches, amigo mío. Gracias al Cielo no tiene usted que volver a encerrarnos.
–Es verdad, y eso me sorprende -dijo el soldado en voz baja-, porque el comandante le complace ejercer su autoridad, y sus órdenes son cumplidas sin remisión.
–Ahora no nos oye -replicó Krantz.
–¡Buen sitio éste para vivir! ¿Cuánto tiempo hace que está usted aquí?
–Trece años, señor, y estoy bien cansado de él. Tengo mujer e hijos en Oporto; es decir, los tenía; pero quién sabe si habrán muerto.
–¿No espera usted volver a verlos?
–¡Oh, señor! no: un soldado portugués no vuelve jamás. Nos alistan por cinco años, pero dejamos aquí los huesos.
–Eso es muy duro.
–Ciertamente, señor -confirmó el soldado en voz aún más baja-; es cruel. Muchas veces he estado a punto de suicidarme saltándome los sesos; pero mientras hay vida hay esperanza.
–Le compadezco, buen amigo -dijo Krantz-. Mire usted, me han quedado dos monedas de oro, tome una; puede usted enviársela a su mujer.
–Y aquí tiene usted otra mía -añadió Felipe.
–¡Qué Dios y todos los santos se lo paguen a ustedes -repuso el soldado-, porque ésta es la primera dádiva que he recibido desde hace muchos años! Por lo demás, mi mujer y mis hijos tienen pocas probabilidades de recibirlas.
–Ayer nos habló usted de una joven europea que estaba aquí -observó Krantz después de un rato de silencio.
–Sí, señor, era muy hermosa; el comandante estaba prendado de ella.
–¿Y dónde está ahora?
–Ha sido enviada a Goa en compañía de un sacerdote que la conocía. Se llama el padre Matías y es un buen anciano. A mí me confesó durante su corta permanencia aquí.
–¡El padre Matías! – exclamó Felipe; pero Krantz le mandó callar.
–¿Dice usted que el comandante estaba prendado de la europea?
–Sí, señor, loco, completamente loco de amor; y si no hubiera llegado el padre Matías, tengo la seguridad de que no le habría permitido marcharse, aunque está casada con otro.
–¿Y ha sido enviada a Goa?
–Sí, señor, en un buque que hizo escala en este puerto. Debe de haberse alegrado mucho de salir de este fuerte, porque el comandante la perseguía constantemente y ella echaba de menos a su marido. ¿Saben ustedes si éste vive?
–No, no lo sabemos; ignoramos cuál ha sido su suerte.
–De todos modos, si vive, no creo que venga aquí, porque el comandante se apresuraría a deshacerse de él. Es hombre que no le detienen obstáculos. No puede negarse que es valiente; pero por poseer a esa señora, haría los mayores desatinos… Señores -continuó Pedro, que así se llamaba el soldado después de una breve pausa-, no conviene que me vean aquí mucho tiempo. Si me necesitan ustedes, dispongan de mí como les plazca. Ya saben cómo me llamo; buenas noches, y mil gracias por sus bondades.
Y, dicho esto, el soldado se retiró.
–Hemos ganado un amigo -dijo Krantz-, y, además, hemos tenido noticias importantes.
–Sí, pero recuerde que estamos en poder de su enemigo. Debemos salir de aquí lo más pronto posible; mañana firmaremos el documento que desea. No importa nada el uso que haga de él, pues probablemente estaremos en Goa antes de que Amina pueda verlo; y, si no estamos, la noticia de la muerte de usted no decidirá a Amina a contraer matrimonio con ese miserable comandante.
–De eso estoy convencido; pero semejante noticia la afligiría en extremo.
–La incertidumbre en que ahora se encuentra es más dolorosa aún, Felipe; pero es inútil hablar de lo pasado; mañana firmaremos, yo como Cornelio Richter, que es el nombre del tercer contramaestre, y usted como Jacobo Vantreat: no lo olvide.
–Convenido -repuso Felipe volviendo la espalda a Krantz, pues deseaba quedarse solo.
Krantz lo advirtió y tendióse en el hueco de un baluarte, no tardando en conciliar el sueño.
El comandante, al verlos, les mandó que le siguieran a su aposento. Hiriéronlo así, y tendiéndose aquél sobre el sofá, les preguntó si estaban dispuestos a firmar el documento de que les había hablado, o a volver al calabozo. Krantz contestó que, después de meditar el asunto, se habían convencido de la muerte del capitán y que por lo tanto estaban dispuestos a testificarlo con su firma. La actitud del comandante fue desde aquel momento bien distinta, y, habiendo pedido recado de escribir, redactó el documento que firmaron Krantz y Felipe. El comandante se manifestó tan satisfecho, que convidó a los dos amigos a almorzar.
Durante el almuerzo prometióles que podrían dejar la isla en el primer barco que partiera. Felipe estaba algo taciturno; pero Krantz procuró hacerse agradable y el comandante les convidó también a comer.
Krantz informó al portugués de que tenían unas cuantas monedas de oro, y expuso su deseo de alquilar una habitación donde pudieran vivir por su cuenta. Ya fuese porque quisiera tener sociedad, ya porque desease ganar dinero, o probablemente por ambas cosas, el comandante les contestó que podían comer con él y pagar el gasto, proposición que fue aceptada. Convenidas las condiciones, Krantz insistió en pagar adelantada la primera semana, y cuando lo hubo hecho, el comandante manifestóse con ambos amigos lo más cortés del mundo, no cesando de adularles y tratando de hacerles olvidar que los había tenido encerrados en un calabozo subterráneo.
En la noche del tercer día, como advirtiese Krantz, después de comer, que el comandante estaba de muy buen humor, aventuróse a preguntarle para qué quería el certificado de la muerte del capitán. El comandante contestó con gran asombro de Felipe que Amina le había prometido casarse con él tan pronto como le presentara aquel documento.
–¡Imposible! – gritó Felipe levantándose de la silla.
–¡Imposible! ¿Y por qué es imposible? – preguntó el comandante colérico retorciéndose el bigote.
–Yo también hubiera dicho lo mismo -interrumpió Krantz midiendo las consecuencias de la indiscreción de Felipe-, porque, si usted hubiera visto, comandante, las pruebas de amor que esa mujer ha dado a su marido, no creería que pudiese tan pronto entregar su corazón a otro; pero las mujeres son todas iguales, y los militares tienen gran ventaja sobre los demás. Brindo a su salud y por el buen éxito de su empresa.
–Esa es precisamente mi opinión -agregó Felipe entrando en el plan de Krantz-; pero esa señora tiene una gran excusa, comandante, comparando a su marido con usted.
Ablandado con esta adulación, el comandante repuso:
–Aseguran, efectivamente, que los militares tenemos gran atractivo para el bello sexo. Presumo que esto consiste en que desean protección; ¿y dónde mejor pueden encontrarla que al lado de un hombre que lleva espada? Bebamos, señores, bebamos por la salud de Amina Vanderdecken.
–Por la hermosa Amina Vanderdecken -exclamó Krantz apurando su copa.
–Por la hermosa Amina Vanderdecken -repitió Felipe-. Pero, comandante, ¿no teme usted haberla enviado a Goa donde hay tantos peligros para una mujer?
–De ningún modo: estoy convencido de que me ama. Y, en confianza lo puedo confesar, creo que está enamorada de mí.
–¡Mentira! – exclamó Felipe.
–¿Cómo mentira? ¿Lo dice usted eso? – gritó el comandante apoderándose del sable que estaba sobre la mesa.
–No, no -contestó Felipe serenándose-; lo decía por ella, porque la he oído jurar muchas veces a su marido que no amaría a nadie más que a él.
–¡Bah! ¿no es más que eso? – preguntó el coman dante-. Amigo mío, usted no conoce a las mujeres.
–No, ni le gustan mucho -agregó Krantz inclinándose al oído del comandante y añadiendo-: siempre que hablamos de mujeres ocurre lo mismo, porque, habiendo sido engañado por una, odia todo el sexo.
–Entonces debemos compadecerle -dijo el comandante-; variemos de conversación.
Al retirarse a su aposento, Krantz manifestó a Felipe la necesidad de reprimirse, si no quería que lo encerrase nuevamente en el calabozo. Felipe reconoció que había procedido imprudentemente, pero añadió que la circunstancia de haber prometido Amina casarse con el comandante si le presentaba el certificado de su muerte, la había disgustado mucho.
–¿Cómo puede ser eso? – exclamó-. ¿Es posible que Amina haya cometido tal falsedad? El vivo deseo manifestado por el comandante de obtener el documento me prueba la verdad de su afirmación.
–Pienso, Felipe, que acaso Amina habrá dado esa palabra al comandante; pero tengo la seguridad de que lo ha hecho para salvarse de la situación peligrosísima en que estaría colocada. Cuando usted la vea, le probará plenamente la necesidad en que se vio de engañar a ese hombre, porque quizá, en caso contrario, a estas horas hubiera sido víctima de algún atentado.
–Puede ser -dijo Felipe.
–Puede ser y es; lo juro por mi vida, Felipe. No abrigue usted ni por un momento un recelo tan injurioso a una persona que sólo vive para usted. ¡Sospechar de una mujer tan cariñosa y tan buena es una gran injusticia!
–Tiene usted razón, amigo mío, y pido perdón a Amina por haber dudado de ella -respondió Felipe-; pero es triste para un marido oír tratar a su mujer de la manera que la trata ese miserable comandante.
–Admito eso, pero lo prefiero al calabozo -repuso Krantz-, y, así, buenas noches.
Tres semanas más continuaron en el fuerte, estrechando las relaciones con el comandar e, que muchas veces hablaba con Krantz en ausencia de Felipe acerca de su amor a Amina y entrando en pormenores de lo ocurrido, el marino se convenció de que había formado una opinión exacta y que Amina no había hecho otra cosa que engañar al comandante para escaparse. Pero el tiempo se les hacía muy largo a Felipe y a Krantz porque no se presentaba ningún buque.
–¿Volveré a verla? – preguntábase Felipe una mañana inclinado sobre el parapeto al lado de Krantz.
–¿A quién? – inquirió el comandante que, sin ser visto, se había colocado junto a él.
Felipe se volvió y balbuceó algunas palabras ininteligibles.
–Hablábamos de su hermana -dijo Krantz tomándole de un brazo y llevándole aparte. Después añadió-: No hable usted de eso con mi amigo, porque es un asunto que le aflige mucho y constituyen una de las razones que le hacen odiar a todo el bello sexo. Su hermana estaba casada con un amigo suyo y se separó del marido. Era su única hermana, y aquella ligereza causó la desgracia de su madre. No hable de eso, se lo suplico.
–No, no; ciertamente que no. No lo extraño; el honor de una familia es cosa seria -dijo el comandante-. ¡Pobre joven! Con la conducta de su hermana y con la de su novia, no me sorprende ya que esté tan grave y taciturno. ¿Es de buena familia?
–De las más nobles de Holanda -contestó Krantz-. Es heredero de inmensos bienes e independiente por el capital de su madre, pero esos dos acontecimientos desgraciados le indujeron a abandonar secretamente su país y embarcarse para estos climas con la esperanza de olvidar sus penas.
¡Una de las más nobles familias! – repitió el comandante-. ¿Entonces el nombre que lleva no es el suyo? Seguramente, no se llama Jacobo Vantreat.
¡Oh! no -ratificó Krantz-, no se llama así; pero acerca de su verdadero nombre he prometido guardar el secreto.
–Eso se entiende con todos menos con quien puede guardarlo. Ahora no se lo pregunto a usted. ¿De modo que es realmente un noble?
–De las más elevadas familias del país, de una familia poseedora de riquezas fabulosas e influencia, y aliada por enlaces con la nobleza española.
–¿Es cierto? – insistió el comandante reflexionando-. Entonces conocerá a muchas familias portuguesas.
–Está más o menos relacionado con ellas. – En ese caso, puede ser a usted muy útil, señor Richter.
–Creo que, cuando regresemos al país, no necesitaré cuidarme de ganar la vida, porque tendré asegurada la subsistencia para siempre. Mi amigo es un hombre muy agradecido, muy generoso, y se lo demostrará a usted si alguna vez lo necesita.
–No lo dudo, y puedo asegurar y usted que estoy muy cansado de residir aquí, donde, probablemente tendré que permanecer hasta que sea relevado y me incorpore a mi regimiento en Goa, pero no me darán licencia para volver a Portugal mientras no pida mi retiro. Aquí viene su amigo de usted.
A consecuencia, sin duda, de esta conversación, la conducta del comandante, que tenía gran respeto a la nobleza, cambió notablemente para con Felipe, tratándole con un respeto que asombraba a la gente del fuerte, y a Felipe mismo, hasta que Krantz le explicó el misterio. El comandante siempre hablaba de la condición de Felipe con Krantz y le consultaba si su conducta había logrado impresionarle favorablemente, porque el comandante pensaba utilizar la supuesta influencia de Felipe para obtener alguna ventaja en su carrera.
A los pocos días, encontrándose los tres sentados a la mesa, entró un cabo, y saludando al comandante, díjole que un marinero holandés acababa de llegar al fuerte y solicitaba ser presentado. Felipe y Krantz palidecieron al oírlo, pero tuvieron la precaución de callar. El comandante mandó entrar al marinero y a los pocos minutos se presentó Schriften, quien, al ver a Felipe y a Krantz sentados a la mesa, exclamó:
¡Oh, capitán Felipe Vanderdecken y mi buen amigo señor Krantz, contramaestre del Utrecht, me alegro mucho de verles a ustedes!
¡El capitán Felipe Vanderdecken! – gritó el coman dante saltando de su asiento.
–Sí, señor, éste es mi capitán, el señor Felipe Vanderdecken; y éste es mi primer contramaestre, el señor Krantz, ambos pertenecientes al buque Utrecht; naufragamos juntos; ¿no es cierto, señores? ¡Ji, ji!
–¡Sangre de…! ¡Vanderdecken! ¡El marido! ¡Cuerpo del diablo! ¿es posible? – gritó furioso el comandante empuñando furioso su largo sable con las dos manos-. ¡Es decir, que he sido engañado, burlado!
Y, después de una pausa, agregó, encolerizado e hinchándosele las venas de la frente como si fueran a saltar:
–Amigo mío, doy a usted las gracias; pero ha llegado mi turno. ¡Cabo! que venga la guardia en seguida.
Felipe y Krantz comprendieron que toda negativa era inútil. El primero cruzóse de brazos y guardó silencio. Krantz se limitó a observar:
–Un poco de reflexión convencerá a usted que esa acusación es injustificada.
–¡Injustificada! – repitió el comandante con forzada sonrisa-: ustedes me han engañado, pero han caído en la trampa. Guardo el documento que han firmado y del cual no dejaré de hacer uso. Usted ha muerto, capitán; está firmado, y su mujer se alegrará mucho al saberlo.
–Le ha engañado a usted, comandante, para evitar su presencia -dijo Vanderdecken-. Despreciaría a un miserable como usted, si fuera libre como el aire.
–Retírense ustedes, ahora me corresponde a mí. Cabo, encierre a estos dos hombres en el calabozo y póngales un centinela a la puerta. Noble señor, tal vez sus amigos influyentes de usted en Holanda y en España le devolverán la libertad.
Felipe y Krantz fueron conducidos al calabozo entre soldados, muy sorprendidos por aquel cambio de conducta. Schriften les siguió, y al pasar por los parapetos, junto a las escaleras que conducían a la prisión, Krantz, furioso, se separó de los soldados y le dio un puntapié haciéndole rodar algunas varas de distancia.
–¡Buen puntapié! ¡Ji, ji! – exclamó Schriften sonriéndose y mirando a Krantz al levantarse.
Sin embargo, unos ojos dirigieron a Felipe y a Krantz una mirada de inteligencia, cuando bajaban las escaleras que conducían al calabozo. Eran los del soldado Pedro, quien deseaba manifestarles que tenían un amigo con quien podrían contar y que les ayudaría en su desgracia. Aquella mirada fue un consuelo para ambos, un rayo de esperanza que les proporcionó gran consuelo.
–Las circunstancias varían constantemente -repuso Krantz-; ahora la perspectiva es poco agradable; pero hay que confiar en el porvenir. Se me ha ocurrido una idea que probablemente nos sacará de aquí tan pronto como este hombrecillo haya aplacado su furia. Aunque le agrada mucho Amina, hay algo que le agrada más y es el dinero. Ahora bien; como nosotros sabemos dónde está oculto el tesoro, si se lo ofrecemos en cambio de nuestra libertad, nos la dará.
–No es cosa imposible. ¡Dios confunda a ese malvado Schriften! Seguramente ese hombre no es de este mundo. Es mi eterno perseguidor, y parece que obra por impulso ajeno.
–Debe de estar unido a su destino de usted. Pero, ¿nuestro noble comandante pensará dejarnos sin comer ni beber?
–No me sorprendería; estoy persuadido de que atentará contra mi vida, pero no podrá quitármela, aunque me haga padecer mucho.
Aplacada la furia del comandante, mandó llevar a su presencia a Schriften para interrogarle más detenidamente; pero, por más que los soldados buscaron, Schriften no pareció por alguna parte. El centinela que estaba a la puerta declaró que no le había visto pasar. Se hicieron nuevas investigaciones, y todas resultaron infructuosas. Hasta los calabozos y las galerías subterráneas fueron examinados, sin éxito alguno.
–¿Estará encerrado con los presos? – pensó el comandante-. Imposible: pero, de todos modos, lo veré.
Bajó y abrió la puerta del calabozo: miró, e iba a volverse sin hablar, cuando Krantz, le dijo;
–Está bien, señor comandante, buen tratamiento es éste después de haber vivido en su compañía tanto tiempo. ¿Le parece a usted bien encerrarnos en una prisión porque un tunante declare que no somos los que hemos dicho? Pero, en fin, supongo que nos enviará usted algo que comer y que beber.
El comandante, confuso por la extraordinaria desaparición de Schriften, repuso en tono más suave de lo que Krantz esperaba:
–Sí, les mandaré algo.
Después cerró la puerta del calabozo y desapareció.
–Es extraño -observó Felipe-; parece que está más pacífico.
A los pocos minutos abrióse nuevamente la puerta del calabozo y presentóse Pedro con un cántaro de agua.
–Ha desaparecido como por arte de magia, señores, y no se le encuentra en parte alguna. Lo hemos registrado todo y no ha parecido.
–¿De quién habla usted, del marinerillo ese?
–Sí, señor, de aquél a quien usted pegó un puntapié. La gente dice que debe de haber sido un espectro. El centinela declara que no ha salido, ni le ha visto: su desaparición ha llenado de asombro a todo el mundo y el caso es tan extraño, que ha asustado al comandante.
Krantz dio un largo silbido, mirando a Felipe.
–¿Le han encargado a usted de cuidarnos, Pedro?
–Sí, señor.
–Pues, en ese caso, diga usted al comandante que si quiere oírme, tengo que decirle una cosa importantísima.
Pedro salió.
–Ahora, Felipe, voy a asustar a ese hombrecillo, para que nos ponga en libertad, si usted se aviene a declarar que no es el marido de Amina.
–No puedo decirlo, Krantz; no diré semejante cosa.
–Temía que me contestase usted como lo ha hecho; pero me parece que podemos aprovecharnos de una mentira para combatir la crueldad y la injusticia. En otro cosa, no se cómo arreglarme. Sin embargo, probaremos.
–Auxiliaré a usted en todo, menos a negar que Amina es mi mujer.
–Bueno; inventaré una historia que lo arregle todo: pensemos, pensemos.
Krantz siguió reflexionando mientras paseaba por el calabozo, y todavía estaba ocupado en sus meditaciones, cuando se abrió la puerta y se presentó el comandante.
–Me han dicho que desea usted comunicarme algo importante. ¿De qué se trata?
–Tráigame antes aquí a ese miserable, que ha hablado de nosotros, para confundirlo.
–No veo la necesidad -repuso el comandante-. ¿Qué puede usted alegar?
–¿Sabe usted quién era ese tuerto deforme?
–Un marinero holandés.
–No, señor, era un espíritu, un demonio que ha ocasionado la pérdida del buque, y que lleva la desolación y la ruina a todas partes donde se presenta.
–¡Santísima Virgen! ¿qué me dice usted?
–La verdad, señor comandante. Le agradecemos que nos haya encerrado, mientras él permanece en el fuerte; pero guárdese mucho de él.
–¿Se burlan ustedes?
–No, señor. Hágale usted bajar aquí. Mi noble amigo ejerce gran poder sobre él, y me maravilla que estando aquí se haya él presentado, porque mi amigo tiene sobre su corazón una prenda que le obligaría a humillarse, y temblar y desaparecer. Tráigale, y le verá desvanecerse entre gritos y maldiciones.
–¡Dios nos asista! – exclamó el comandante lleno de terror.
–Envíe por él, señor comandante.
–Se ha marchado, ha desaparecido, no se le encuentra en parte alguna.
–Lo presumía -dijo Felipe en un tono significativo.
–Pues si ha desaparecido, supongo que nos dará usted sus excusas, por habernos tratado tan mal, y nos permitirá volver a nuestra habitación. Allí le referiré esta extraordinaria e interesante historia.
El comandante, confuso como nunca no sabía qué hacer. Al fin hizo una reverencia a Felipe, y le dijo que podía considerarse libre. Después, dirigiéndose a Krantz, añadió:
–Me alegraré mucho de que me explique este enigma, en que todo es contradictorio.
–Seguiré a usted a su habitación, pero no mi amigo, porque está muy indignado con usted por habernos tratado con tanta descortesía.
El comandante salió dejando abierta la puerta, y Felipe y Krantz le siguieron: el primero retiróse a su aposento y el último siguió al comandante al suyo. La confusión del comandante le daba un aspecto altamente ridículo. Apenas sabía qué conducta debía observar; pues ignoraba si hablaba al contramaestre de un buque o a algún personaje; si había insultado a uno noble o había sido burlado por el capitán de un barco. Arrojóse en el sofá, y Krantz, tomando asiento en una silla habló así:
–Ha sido usted engañado a medias, comandante. Cuando llegamos aquí, ignorando el trato que recibiríamos, ocultamos nuestra categoría; después manifesté a usted la calidad de mi amigo en su país, pero no juzgué prudente revelar su verdadera situación a bordo del buque. El hecho es, como usted puede suponer, tratándose de una persona de tan elevada categoría, que mi amigo es propietario del hermoso buque que se perdió por la intervención de ese miserable tuerto; pero de ese asunto le hablaré en otra ocasión; ahora proseguiré la historia. Hace diez años padecióse mucha hambre en Ámsterdam, y el tuerto vivía allí miserablemente; no vestía más que harapos, y habiendo sido antes marinero, su traje era de la forma que usa la gente humilde del pueblo. Tenía un hijo a quien negaba todo lo necesario para vivir, y a quien trataba con crueldad. El diablo instigó al hijo, después de haber intentado inútilmente apoderarse de la riqueza del padre y asesinarlo; y el anciano fue, efectivamente, encontrado muerto en su lecho una mañana, pero, como no había señales de violencia, aunque recayesen sospechas en el hijo, éste heredó la fortuna de su padre. Todos esperaban que el heredero gastaría alegremente sus riquezas; pero, por lo contrario, nunca gastaba nada, y aparecía más pobre que nunca. En vez de estar alegre y contento, mostrábase desgraciado, y andaba por la ciudad pidiendo un pedazo de pan a quien se lo quería dar. Algunos decían que su padre le había inoculado su carácter avaro, y otros movían la cabeza juzgando aquella conducta como extraordinaria y antinatural. Al fin, después de seis o siete años de decadencia y miseria, el joven fue encontrado muerto en su cama, junto a la cual había un papel, dirigido a las autoridades, en el que declaraba haber asesinado a su padre por heredarle y afirmando que, cuando había ido a tomar alguna cantidad para su gasto ordinario, habían encontrado el espíritu de su padre sentado sobre los sacos de dinero, y amenazándole con la muerte instantánea si tocaba a una sola moneda, por lo que se vio obligado a prescindir del dinero, sin atreverse a gastar un céntimo. Agregaba en la carta que, aproximándose su fin, deseaba qué aquel dinero se entregase a la iglesia de su patrón; y que si no había ninguna dedicada al santo, se edificase una y se dotara con aquellos fondos. Hechas las investigaciones necesarias, averiguóse que no había tal iglesia ni en Holanda ni en los Países Bajos, y se acudió a las naciones católicas de Portugal y España; pero tampoco se encontró, hasta que se descubrió que había una edificada por un noble portugués en la ciudad de Goa, en las Indias Orientales. El obispo ordenó, por consiguiente, que se enviara el dinero a Goa, y este dinero fue embarcado a bordo del buque de mi amigo, para ser entregado a las primeras autoridades portuguesas que se encontraran. Para mayor seguridad guardóse el dinero en la cámara del capitán, y cuando éste fue a acostarse la primera noche, encontró a ese hombrecillo tuerto, sentado sobre las cajas que contenían el tesoro.
–¡Dios misericordioso! – exclamó el comandante-. ¿Y era ese que se nos ha presentado hoy?
–El mismo -confirmó Krantz.
El comandante se santiguó y Krantz siguió diciendo:
–Mi noble amigo, como usted comprenderá, se alarmó bastante; pero como no le falta valor, preguntó al tuerto quién era y cómo había venido a bordo.
»-He venido a bordo por mi dinero -contestó el espectro-. Este dinero es mío y pienso guardarlo. La Iglesia no se aprovechará de este oro.
»Mi amigo sacó entonces del pecho una famosa reliquia que lleva siempre y se la puso delante, y el espectro empezó a gritar y desapareció. Durante dos noches el espectro siguió obstinado en sentarse sobre las cajas del dinero, pero a la vista de la reliquia, invariablemente desaparecía gritando como si sufriera: «¡perdido! ¡perdido!», y durante el resto de nuestro viaje no nos molestó más.
»Todos creímos que aquella exclamación se refería al dinero; pero después nos convencimos de que aludía a la pérdida del buque. Fue una imprudencia llevar a bordo la fortuna de un parricida; pues con semejante cargamento era imposible que tuviéramos un viaje feliz. Cuando se perdió el buque, mi amigo quiso salvar el dinero; lo pusimos en la balsa, y cuando desembarcamos, lo sacamos y lo enterramos para que pueda ser entregado a la iglesia que ha sido legado; pero los hombres que lo enterraron han muerto y el único que sabe el sitio dónde se encuentra el tesoro es mi noble amigo. Me olvidaba decir que al enterrar el dinero en la isla, presentóse nuevamente el espectro y se sentó sobre el caudal, y presumo que, cansado de estar allí, ha venido para que se busque el dinero, aunque ignoro la razón que tenga para ello.
–Todo eso es muy extraño. En suma: ¿hay un gran tesoro enterrado en la playa?
–Sí, señor; el espectro lo ha abandonado, puesto que ha venido aquí.
–Así debe ser, porque de otro modo no habría venido.
–¿Y qué presume usted que se haya propuesto al venir?
–Probablemente anunciar su intención, o decir a mi amigo que envíe por el tesoro; pero como fue interrumpido cuando empezaba a hablar…
–Es verdad, pero llamó a su amigo de usted Vanderdecken.
–Era el nombre que había tomado a bordo del buque.
–Y ése era también el nombre de la señora.
–En efecto, la encontró en El Cabo de Buena Esperanza y se la llevó consigo.
–Entonces, es su mujer.
–No puedo responder a esa pregunta. Bástele saber que la trataba como mujer propia.
–¡Ah! Pero hablemos del tesoro. ¿Está usted seguro de que nadie conoce el sitio en que está enterrado más que su amigo?
–Nadie.
–¿Quiere usted presentarle mis excusas por lo ocurrido, y anunciarle que tendré el placer de verle mañana?
–Con mucho gusto -contestóle Krantz y poniéndose de pie, despidióse del comandante y se retiró.
–Buscaba una cosa y he encontrado otra -dijo el comandante hablando consigo mismo-. Sí, puede haber sido un espectro; pero tiene que ser un espectro muy osado el que me asiste a mí hasta el punto de obligarme a volver sin ese dinero; además, llevaré un cura. Veamos: si dejo a ese hombre marchar con la condición de que descubra a la autoridad, es decir, a mí el sitio donde se encuentra el tesoro, perderé esa hermosa joven; pero, como poseo el documento en que se declara la muerte de su marido, si se lo presento, se casa conmigo. Entre la mujer y el dinero, prefiero esto último, si es que no puedo obtener ambas cosas. De todos modos, apoderémonos primero del oro. Lo necesito más que la Iglesia… Pero si me apodero de ese caudal, estos dos hombres pueden exponerme a un disgusto… Es preciso deshacerme de ellos; imponerles silencio para siempre y entonces quizá obtenga también a Amina. Sí; la muerte de estos hombres es necesaria para que mi propósito se realice por completo. Meditemos.
El comandante paseóse unos cuantos minutos reflexionando sobre el mejor modo de proceder, y luego agregó:
–Ese hombre ha dicho que el tuerto era un espectro y me ha referido una historia que a su juicio lo explica todo; pero tengo mis dudas; quizá me engaña. No importa: si el dinero está donde ha dicho, lo tendré, y, en caso contrario, sabré vengarme. Sí, es preciso dar muerte a ese hombre y, después, deshacerme poco a poco de los que me ayuden a desenterrar el dinero. Entonces… ¿Pero quién está ahí? ¡Pedro!
–Señor.
–¿Cuánto tiempo hace que ha llegado?
–Llego ahora mismo, señor. Oí a usted hablar y creí que me llamaba.
–Puede retirarse; no le necesito.
Pedro se retiró; pero había oído todo el soliloquio del comandante, porque hacía tiempo que estaba escuchando.
La población encontrábase entonces en todo su apogeo; era rica, orgullosa capital del Oriente, y residencia del virrey. Al aproximarse al río, cuyas dos bocas formaban la isla en que Goa está edificado, los pasajeros encontrábanse sobre cubierta y el capitán portugués iba señalando a Amina los edificios más notables. Pasados los fuertes, entraron en el río cuyas dos orillas estaban cubiertas de casas de campo de la nobleza, espléndidos edificios rodeados le plantaciones de naranjos que perfumaban el ambiente con sus aromas.
–Aquélla es la casa de campo del virrey -dijo el capitán aludiendo a un edificio que ocupaba cerca de tres fanegas de tierra.
El buque navegó hasta llegar casi enfrente de la ciudad, y los ojos de Amina se dirigieron a las altas torres de las iglesias y de otros edificios públicos; porque Amina había visto muy pocas ciudades en su vida, y el espectáculo era nuevo para ella.
–Aquélla es la iglesia de los jesuitas con su establecimiento -dijo el capitán señalando un magnífico edificio-. En la iglesia que está frente a nosotros se veneran los huesos del célebre San Francisco, que sacrificó su vida por la propagación del Evangelio en estos países remotos.
–Algo de eso me ha explicado el padre Matías; ¿y qué edificio es aquel otro?
–El convento de los agustinos; y el de más allá, a la derecha, el de los dominicos.
–Espléndidos en verdad -observó Amina.
–El edificio que ve usted junto al río es el palacio del virrey; el de la derecha es otro convento ocupado por carmelitas descalzos; aquella torre es la catedral de Santa Cecilia y aquella iglesia es la de Nuestra Señora de la Piedad. ¿Ve usted un edificio con una cúpula que se levanta detrás del palacio del virrey?
–Es el palacio de la Santa Inquisición.
Aunque Amina había oído hablar a Felipe de la Inquisición, desconocía el verdadero significado de esta palabra; pero tembló al oír el nombre, sin que pudiera explicarse aquel repentino temblor.
–Ahora estamos frente al palacio del virrey -agregó el capitán-, y puede usted admirar la hermosura de ese edificio. Algo más arriba vera la Aduana frente a la cual vamos a echar el ancla.
Y, efectivamente, pocos minutos después, anclaba el barco en él lugar indicado por el capitán. Éste y los pasajeros bajaron a tierra y sólo Amina se quedó en el buque mientras el padre Matías salió en busca de una posada conveniente para ella.
A la mañana siguiente volvió el sacerdote a bordo con la noticia de que había conseguido que recibiesen a Amina en el convento de las ursulinas, cuya abadesa era conocida del clérigo; y antes de que la joven bajase a tierra la informó de que la citada abadesa era una mujer rígida que desearía que se conformase todo lo posible con las reglas del convento, porque allí sólo se recibían jóvenes de las familias más ricas y elevadas. Por lo demás, esperaba que Amina estaría bien en aquel retiro y prometió ir a verla y hablar con ella respecto a la salvación de su alma.
La sinceridad y la bondad con que hablaba el santo varón enternecieron a Amina hasta derramar lágrimas. El sacerdote se retiró, para recoger su equipaje, con más simpatía hacia ella de la que hasta entonces había sentido y con mayores esperanzas de que sus esfuerzos para convertirla a la fe no fueran por completo inútiles.
–Es un justo -pensó Amina al bajar a tierra; y, efectivamente, el padre Matías era un buen hombre; pero, como todos los hombres, no era perfecto.
Celoso por la causa de la religión, habría sacrificado gustoso su vida en el martirio; pero, si encontraba obstáculos a sus proyectos, podía llegar a ser injusto y hasta cruel.
La joven y el sacerdote desembarcaron entre la Aduana y el palacio del virrey; atravesaron la gran plaza que estaba detrás de éste y subieron por la Rua Direita que conducía a la iglesia de la Piedad, junto a la cual se encontraba el convento. Aquella calle era de las más hermosas de Goa, y las casas eran de piedra, altas y macizas, y cada piso tenía balcones de mármol admirablemente esculpidos. Sobre los dinteles de las puertas campeaban las armas de los nobles o hidalgos a quienes pertenecían las casas. Las calles estaban animadísimas; veíanse pasar por ellas elefantes suntuosamente ataviados, caballos conducidos del diestro o montados y enjaezados magníficamente, palanquines llevados por indígenas con espléndidas libreas; gente a pie que caminaba precipitadamente e individuos de todas las naciones: portugueses, musulmanes, árabes, indios, armenios, oficiales y soldados de uniforme. Todo era ruido y animación en la orgullosa ciudad de Goa, emperatriz de Oriente, y, a la sazón, emporio de riqueza y gusto.
Abriéndose paso entre la multitud, llegaron media hora después al convento, donde Amina fue muy bien recibida por la abadesa. El padre Matías se despidió, y la superiora empezó inmediatamente la obra de la conversión. Lo primero que hizo fue mandar llevar dulces secos para obsequiar a la joven; pero, como ésta era muy ignorante en materias religiosas y no estaba acostumbrada a disputas teológicas, los sucesivos argumentos de la abadesa fueron ineficaces. Después de un discurso de una hora, la anciana abadesa, cansada de tanto charlar y creyendo haber hecho maravillas, presentó a Amina a las monjas, muchas de las cuales eran jóvenes y todas de buenas familias. Le enseñaron su celda; y, como manifestase deseos de quedarse sola, la comunidad se apresuró a complacerla.
Dos meses permaneció Amina en el convento. El padre Matías había hecho diligencias para averiguar si Felipe se había salvado en alguna de las islas que estaban bajo la dominación de Portugal; pero no pudo obtener noticia alguna. Amina no tardó en cansarse de vivir en el convento; veíase perseguida por las arengas de la anciana abadesa y disgustada por la conducta y conversación insubstancial de las monjas. Todas tenían secretos que confiarle, y las historias que le contaban eran tan opuestas a las ideas de Amina y denotaban tal impureza de pensamientos que ésta manifestó deseos de salir de aquella clausura; pero el padre Matías, para obligarla a permanecer allí, le contestó:
–Carezco de recursos.
–Aquí los hay -respondió Amina sacándose del dedo una sortija de diamantes-. Vale 800 ducados en nuestro país; aquí no sé lo que valdrá.
El sacerdote tomó la sortija, diciendo:
–Mañana volveré y diré a la abadesa que va usted a reunirse con su marido, porque no conviene dejarle sospechar las razones que inducen a usted a abandonar el convento. He oído antes de ahora hablar de lo mismo que usted se queja; pero lo había creído falso; ahora comprendo que es cierto porque usted es incapaz de mentir.
Al día siguiente volvió, en efecto, el padre Matías y celebró una entrevista con la abadesa, quien al cabo de un rato envió a buscar a Amina y le dijo que era necesario que dejase el convento. Para consolarla en lo posible del pesar que suponía que debía experimentar, mandó llevar algunos dulces, la dio su bendición y la entregó al sacerdote. Cuando estuvieron solos, informóla éste de que había vendido la sortija por 800 duros y le había buscado habitación en la casa de una señora viuda, a donde iba a conducirla.
Despidióse de las monjas la joven, salió del convento con el padre Matías y en breve se instaló en una casa que formaba parte de la plaza del Terreiro do Salayo. Allí, después de presentarla a la dueña, la dejó, y Amina se encontró en unas habitaciones bastante cómodas y ventiladas. Al visitarlas preguntó a la huéspeda que la acompañaba, qué iglesia era la que estaba al otro lado de la plaza.
–Es la Ascensión -contestó la interpelada-; tiene música muy buena; mañana iremos a oirla si a usted le place.
–¿Y ese edificio que hay frente a nosotras?
–Es la Santa Inquisición -respondió la viuda santiguándose.
–¿Es este niño de usted? – preguntó Amina al ver entrar a un arrapiezo de unos diez años de edad.
–Sí, señora -contestó la viuda-, el único que me ha quedado. Dios me lo conserve.
El chiquillo era hermoso e inteligente, y Amina, por razones particulares, hizo todo lo posible por conquistar su afecto, cosa que no tardó en conseguir.
–Gracias al Cielo que estoy sola sin que me espíe nadie. ¡Felipe, Felipe! ¿dónde estás? – exclamó.
Y, después de una pequeña pausa, agregó:
–Ahora lo sabré.
El hijo de la viuda entró en la habitación en aquel momento, corrió hacia Amina, le dio un abrazo y la besó.
–Dime, Pedro ¿dónde está tu madre? – preguntóle la joven.
–Ha salido a hacer unas visitas esta tarde y estamos solos. La acompañaré a usted, si le agrada.
–Sí, hijo mío. Dime, ¿sabrás guardar un secreto?
–Sí, señora; confíemelo usted.
–Nada tengo que decirte; pero quiero hacer un juego para que tú veas unas cosas en tu mano.
–Oh, sí, enséñemelo usted.
–¿Me prometes no contárselo a nadie?
–Lo prometo.
–Entonces, ahora verás.
–Ahora ya está todo preparado -dijo Amina-. Mira, Pedro, ¿qué ves?
–Veo mi cara -respondió el niño.
Amina arrojó más incienso al braserillo hasta que se llenó de humo la habitación, y enseguida cantó:
–Turshun turyo-shun, baja, baja: venid, servidores de estos nombres; descorred el velo y revelad la verdad.
Había recortado con las tijeras los caracteres escritos en el papel, y tomando uno de ellos lo echó en el braserillo, sosteniendo entre las suyas la mano del niño.
–Dime ahora, Pedro, ¿qué ves?
–Veo un hombre que nada -respondió el niño lleno de asombro.
–No tengas miedo, ya verás más cosas. ¿Ha concluido de nadar?
–Sí, ha concluido.
Amina pronunció otras palabras y arrojó el otro pedazo de papel al fuego.
–Mira ahora, Pedro, y repite lo que yo diga: ¡Felipe Vanderdecken, preséntate!
–¡Felipe Vanderdecken, preséntate! – repitió el niño temblando.
–Veo un hombre sentado en la arena… Este juego me aburre…
–No te asustes. Luego te convidaré. Dime lo que ves. ¿Cómo está vestido ese hombre?
–Lleva una chaqueta corta y calzones blancos, mira en derredor de sí mismo y saca una cosa de su pecho y la besa.
–¡Él es, él es, y viene! ¡Cielos, os doy gracias! Mira otra vez, hijo mío.
–Ahora se levanta… No me gusta este juego; tengo miedo, no me gusta.
–No temas nada.
–Sí, sí; no quiero jugar más -insistió el muchacho arrodillándose-. Déjeme usted marchar. Déjeme usted.
Pedro había vuelto hacia abajo la palma de la mano; esparcióse la tinta, se deshizo el encanto y Amina no pudo saber más. Tranquilizó al niño a fuerza de dulces y de caricias, le hizo repetir la promesa de que no diría nada y aplazó las investigaciones que pensaba hacer hasta que se la presentara ocasión de conseguirlas.
–Mi Felipe vive; madre, mi querida madre, te doy las gracias.
Amina no permitió que Pedro se separase de ella hasta que creyó que se había recobrado de su temor por completo.
Durante algunos días le recordó la promesa de no decir nada de aquello a su madre, ni a ninguna otra persona y le colmó de regalos.
Una tarde, estando la viuda ausente, Pedro entró a preguntar a Amina si quería repetir el juego de los días anteriores.
Amina, que no deseaba otra cosa, regocijóse con la petición del niño e hizo en seguida los preparativos necesarios. De nuevo se llenó la habitación de humo de incienso: de nuevo murmuró las palabras de encantamiento y otra vez el espejo mágico estaba en la mano de Pedro. Cuando éste gritó: Felipe Vanderdecken, preséntate, abrióse de pronto la puerta de la estancia y entraron el padre Matías, la viuda y otras varias personas.
Amina se asustó. Pedro lanzó un grito y corrió a refugiarse al lado de su madre.
–Es decir, que no me había equivocado al juzgar lo que vi en Terneuse -exclamó el sacerdote cruzando los brazos sobre el pecho y lanzando a Amina miradas de indignación-. ¡Maldita hechicera, estás convicta de sortilegio!
Amina miróle despreciativamente y, recobrando su serenidad, contestó:
–Ya sabe que no profeso su religión; y sin duda el escuchar a las puertas forma parte de la de usted. Este es mi aposento y no es la primera vez que he necesitado mandarle que salga de él. Ahora repito la misma invitación a usted y a cuantos acaban de entrar.
–En primer término, apodérense ustedes de esos instrumentos de sortilegio -dijo el padre Matías a los que le acompañaban.
Estos recogieron el braserillo y demás efectos usados por Amina; y, precedidos del padre Matías, salieron de la habitación.
Amina comprendió que estaba perdida; sabía que la magia era un crimen enorme en los países católicos y había sido sorprendido in flagranti.
–Está bien -pensó-; era mi destino.
Pedro, al día siguiente de la primera tentativa de Amina, olvidando su promesa, había referido a su madre el juego en que la joven le había hecho tomar parte. La viuda, asustada, buscó al padre Matías y, después de informarle del caso, le rogó que la aconsejara. El sacerdote dirigió muchas preguntas a Pedro, y, convencido de que había hechicería en el asunto, determinó llevar testigos que sorprendieran a Amina en sus manipulaciones y propuso que el niño volviese a proponerle la operación.
La joven les dejó proceder a la infame maniobra sin resistirse, y, aquella noche, no volvieron a molestarla; pero, al día siguiente, presentáronse nuevamente los esbirros y le ordenaron que se descalzara y los siguiera.
–Si no se descalza y nos sigue -le dijeron-, nos veremos obligados a conducirla a viva fuerza.
Amina no se resistió y fue llevada a la sala de justicia, donde estaban el inquisidor general y su secretario.
La sala de justicia era una larga estancia con ventanas altas a cada lado y al extremo opuesto a la puerta por donde había entrado. En el centro alzábase un dosel, y delante una gran mesa cubierta con un tapete azul con rayas encarnadas. En la pared lateral y enfrente del sitio donde fue colocada la joven, se levantaba un enorme crucifijo; el carcelero señaló un taburete y mandó a Amina que tomara asiento.
El secretario, después de mirarla durante algún tiempo, le preguntó:
–¿Cómo se llama usted?
–Amina Vanderdecken.
–¿De dónde es usted?
–Mi marido es holandés; yo soy del Oriente.
–¿Cuál es la profesión de su marido?
–Capitán de un buque mercante.
–¿Cómo ha venido usted aquí?
–Porque su buque naufragó y la tempestad nos separó.
–¿A quién conoce usted en Goa?
–Al padre Matías.
–¿Qué bienes tiene usted?
–Ninguno; todos pertenecen a mi marido.
–¿Y en poder de quién están?
–Están a cargo del padre Matías.
–¿Sabe usted por qué ha sido puesta en prisión?
–Ignoro de qué se me acusa.
–Usted debe saber si ha procedido bien o mal, y lo mejor es que confiese aquello de que le acuse su conciencia.
–Mi conciencia no me reprocha nada.
–Es decir, que se niega a confesar.
–Nada tengo que confesar.
–Ha declarado usted que había nacido en Oriente; ¿es usted cristiana?
–No, señor.
–¿Está usted casada con un católico?
–Sí, señor, con un verdadero católico.
–¿Quién bendijo su matrimonio?
–El padre Leysen, un sacerdote católico.
–¿Y entró usted en el gremio de la Iglesia, o su marido contrajo matrimonio con usted sin que fuera antes bautizada?
–Yo me sometí a una ceremonia parecida,
–¿Fue bautismo?
–Así creo que lo llamaban.
–¿Y dice usted que rechaza las creencias cristianas?
–Sí, señor, desde que veo cómo se conducen los que las profesan. Cuando me casé estaba muy dispuesta en favor de ellas.
–¿Qué bienes suyos guarda el padre Matías?
–Un poco de dinero, no sé exactamente cuánto.
El inquisidor general agitó una campanilla, entraron los carceleros y volvieron a conducir a Amina a su calabozo.
–¿Por qué me preguntarán tantas veces por mi dinero? – pensó Amina-. Si lo quieren que lo tomen. ¿Qué autoridad ejercen estos hombres? ¿Qué piensan hacer conmigo? En fin, pronto lo sabré.
Muchos días hubieran transcurrido sin que Amina supiera la suerte que le estaba reservada, a no haber sido porque, cuatro meses más tarde, debía celebrarse un auto de fe. Hacía ya tres años que no se celebraba ninguno por no haber suficiente número de víctimas, pero a la sazón estaba ya casi completo el total requerido. Sin embargo, todavía pasó un mes en la incertidumbre, antes de que volviera a ser llamada a la sala de justicia.
Allí le preguntaron si estaba dispuesta a confesar. Irritada de la injusticia con que se la trataba, contestó:
–He dicho cuanto tenía que decir, y no tengo que confesar nada; hagan ustedes lo que quieran, pero pronto.
–El tormento la obligará a usted a confesar.
–Que lo prueben -repuso Amina con firmeza-; pruébenlo ustedes, hombres crueles, y verán cómo no sacan de mí una sola palabra. Soy mujer, pero les desafío.
Muy rara vez oían los jueces semejantes expresiones y jamás habían visto a un acusado de tan enérgica resolución; pero el tormento no se aplicaba nunca hasta después que se había formulado la acusación y se había contestado a ella.
–Ya lo veremos -dijo el inquisidor general-; que la retiren.
Amina fue llevada nuevamente a su celda. Mientras tanto el padre Matías había celebrado varias conferencias con el inquisidor general. Aunque colérico, había acusado a Amina y presentado los testigos necesarios contra ella, estaba disgustado y perplejo. El largo tiempo que había vivido en su compañía; el conocimiento que tenía de que Amina no había abrazado nunca la fe; su valor y hasta su belleza y juventud, todo hablaba fuertemente en su favor. El único objeto del padre Matías era persuadirla a que se confesara culpable y abrazase la religión católica. Con este fin había obtenido permiso del Santo Oficio para entrar en el calabozo y aconsejarla, favor especial que por muchas razones no se le podía rehusar. Al tercer día después de su segunda declaración descorriéronse los cerrojos a hora desacostumbrada, y el sacerdote entró en al celda, que fue cerrada de nuevo quedando solo con Amina.
–¡Hija mía, hija mía! – exclamó el padre Matías con semblante dolorido.
–No diga usted eso, padre: eso es una burla, porque es usted el que me ha conducido aquí; márchese.
–Es cierto; pero ahora quiero sacarte de esta prisión, si tú me lo permites, Amina.
–Con mucho gusto; estoy resuelta a seguir a usted.
–Necesitarnos hablar antes, porque éste no es un sitio de donde la gente puede salir fácilmente.
–Entonces dígame qué es lo que he de decir y qué debo hacer.
–Lo diré.
–Pero contésteme usted primero a esta pregunta: ¿Qué sabe usted de Felipe?
–Está bueno.
–¿Y dónde se encuentra?
–Pronto llegará a Goa.
–¡Dios mío, te doy las gracias! ¿Podré verle, padre?
–Eso depende principalmente de ti.
–¿De mí? Entonces dígame pronto lo que debo hacer.
–Confesar tus pecados, tus crímenes.
–¿Qué pecados? ¿qué crímenes?
–¿No has tenido tratos con seres maléficos? ¿no has invocado los espíritus y conseguido que te auxilien?
Amina guardó silencio.
–Respóndeme. ¿No confiesas?
–No confieso haber hecho nada malo.
–Esa negativa es inútil; te he visto yo y te han visto otros. ¿Por qué te obstinas en negarlo? ¿No sabes seguramente el castigo que te aguarda si no entras en el gremio de nuestra Iglesia?
–¿Y por qué he de entrar en ese gremio? ¿Castigan ustedes a los que se niegan a entrar?
–No; si no hubieras recibido el bautismo, no te exigiríamos que fueras cristiana; pero estás obligada a reconciliarte con la Iglesia, so pena de ser tratada como hereje.
–Cuando recibí el bautismo ignoraba su significado.
–Concedido; pero lo recibiste.
–Es cierto; ¿y cuál será el castigo que me impongan si me niego a reconciliarme con la Iglesia?
–Serás quemada viva y nada podrá salvarte. Óyeme, Amina Vanderdecken: cuando te conduzcan otra vez a la sala de justicia, debes confesarlo todo; pedir perdón y solicitar que te reciban en el seno de la Iglesia. Así te salvarás y podrás…
–¿Qué?
–Volver a estrechar a Felipe en tus brazos.
–¡Mi Felipe, mi Felipe! Usted me pone en un aprieto, padre; ¿pero cómo confesar que he hecho mal cuando estoy convencida, por lo contrario, de que soy inocente?
–¿Inocente?
–He invocado el auxilio de mi madre y me lo ha dado. ¿Hubiera una madre auxiliado a su hija en una acción mala?
–No era tu madre, sino un diablo que tomó su figura.
–Era mi madre y usted pretende que crea lo que no puedo creer.
–¿Qué no puedes creer, Amina? Desiste de tu terquedad.
–No soy terca, padre mío. Usted me ha ofrecido que volveré de nuevo a los brazos de mi marido. ¿Pero puedo degradarme con una mentira? No, no lo haré, ni por mi libertad, ni por mi vida, ni siquiera por él.
–Amina Vanderdecken, si confiesas tu crimen antes de que se formule tu acusación, habrás hecho mucho en tu favor, después te será de poco provecho.
–No confesaré antes, ni después, padre. Lo hecho, hecho está pero no es un crimen ni para mí, ni para los míos; para ustedes lo será quizá, pero yo no profeso su religión.
–No olvides que comprometes también a tu marido por haberse casado con una hechicera. No lo olvides. Mañana te visitaré nuevamente.
–Estoy acongojada, padre, y le agradeceré que me deje sola.
El sacerdote abandonó la celda algo animado por las últimas palabras de Amina creyendo que la idea del peligro que corría su marido había producido algún efecto en su ánimo.
Amina arrojóse sobre el colchón que había en el rincón de la celda y ocultó el rostro entre las manos.
–¡Quemada viva! – exclamó al cabo de algún tiempo, incorporándose y pasándose las manos por la frente-. ¡Quemada viva! ¡Dios de mis padres! ¡ayudadme contra estos malvados! ¡dadme fuerzas para sufrirlo todo por amor a mi Felipe!
A la tarde siguiente presentóse otra vez el padre Matías encontrando a Amina más tranquila; pero obstinada en rechazar sus consejos y advertencias. La última observación que el sacerdote había hecho de que su marido estaría en peligro si se sabía que se había casado con una hechicera, había fortalecido su corazón y la había determinado a no retroceder ni ante el tormento, ni ante la hoguera.
El sacerdote se despidió desconsolado y acusándose de precipitación; deseaba no haber visto jamás a Amina cuya perseverancia y valor, aunque empleados mal, le causaban admiración. Después pensaba en Felipe que tan cariñosamente le había tratado, y recriminábase a sí mismo.
Transcurrieron otros quince días y Amina fue conducida de nuevo a la sala de justicia e interrogada si quería confesar sus delitos. Negó resueltamente y se leyó la acusación fulminada contra ella. Estaba acusada por el padre Matías de practicar artes prohibidas y confirmaban esta acusación las declaraciones del niño Pedro y de los otros testigos. En su celda había declarado, además, el sacerdote, que la había visto entregarse a las mismas prácticas en Terneuse y que durante la violenta tempestad que había sufrido el buque, cuando todos esperaban perecer, ella había permanecido tranquila y valerosa asegurando al capitán que se salvarían, lo cual solamente podía saber por insinuación profética de los malos espíritus. Amina sonrió despreciativamente a los jueces cuando oyó esta última acusación. Preguntáronle si tenía algo que alegar en su defensa y repuso:
–¿Qué defensa puedo hacer, ante acusaciones tan ridículas? Porque no soy tan supersticiosa como los cristianos, me acusan de hechicería. Pero díganme, si uno sabe que otro practica la hechicería y lo consiente y no lo declara, ¿no se hace cómplice del mismo crimen?
–Indudablemente -dijo el inquisidor.
–Entonces denuncio…
Y Amina iba a revelar que la misión de Felipe era conocida y no había sido prohibida por los padres Matías y Leysen, cuando al recordar que Felipe podría quedar incluido en su denuncia, se detuvo.
–¿A quién denuncia usted? – preguntó el inquisidor.
–A nadie -contestó Amina cruzándose de brazos e inclinando la cabeza.
–Hable usted.
Amina permaneció callada.
–El tormento la hará hablar.
–Jamás -contestó Amina-, jamás. Que me atormenten hasta que muera; lo prefiero a una ejecución pública.
El inquisidor y su secretario conversaron en voz baja, y convencidos de que Amina no variaría de resolución, y como preferían la ejecución pública, abandonaron la idea del tormento.
–¿Confiesa usted? – preguntó el inquisidor.
–No -contestó Amina con firmeza.
–Entonces que la retiren.
La noche anterior al auto de fe, el padre Matías entró en la celda de Amina; pero sus esfuerzos para convertirla al catolicismo fueron inútiles.
–Mañana concluirá todo -dijo Amina-; márchese usted, deseo estar sola.
Cuando este último se despidió del comandante portugués, notificó a Vanderdecken lo ocurrido y le refirió la fábula inventada para engañar al comandante.
–Le dije que sólo usted sabía dónde estaba oculto el tesoro; que podía enviarle por él, porque probablemente me retendría a mí en rehenes; pero no se preocupe por ello, porque yo procuraré escaparme. Usted haga lo mismo y vaya en busca de Amina.
–Usted vendrá conmigo -repuso Felipe-, pues creo que, si nos separamos, no he de ser feliz en nada.
–No tiene usted razón; yo me fugaré de aquí de una manera o de otra.
–No declararé dónde se encuentra el tesoro, si usted no me acompaña.
–Está bien; haremos la prueba.
En aquel momento dieron un golpecito en la puerta. Felipe se puso en pie y franqueó la entrada a Pedro, que fue el que había llamado. Este miró con mucho cuidado alrededor, y, después, cerrando la puerta sin ruido, púsose un dedo en los labios para recomendar el silencio. En seguida en voz muy baja, refirióles cuanto había oído.
–Procuren ustedes -les dijo- que yo les acompañe. Ahora me marcho, porque el comandante sigue paseándose en su habitación.
El agradecido soldado salió sin hacer ruido y siguió a lo largo de los parapetos procurando no ser visto.
–¡Infame traidor! Caerá en sus propias redes si es posible -dijo Krantz en voz baja-. Sí, Felipe; es preciso que vayamos los dos, porque quizá necesite usted mi auxilio. Trataré de conseguir que él nos acompañe. Y, por ahora, buenas noches.
A la mañana siguiente, Felipe y Krantz fueron invitados a almorzar por el comandante, quien les recibió cortes-mente, especialmente al primero. Luego que terminó el almuerzo, les expuso sus deseos diciendo:
–He reflexionado, señor, respecto a lo que su amigo de usted me ha contado acerca de la aparición del espectro que produjo tanta confusión y me hizo proceder tan precipitadamente, por lo cual doy a usted mis sinceras excusas. Las reflexiones que he hecho, unidas a los sentimientos de devoción innatos en el corazón de todo buen católico, me han decidido a obtener, con auxilio de usted ese tesoro que pertenece a la Santa Iglesia. Mi intención es que lleven ustedes una partida de soldados a sus órdenes, que vayan a la isla en que el dinero se encuentra depositado, y vuelvan aquí con él. Ahora detendré cualquier buque que haga escala en este puerto, y en él irán ustedes a Goa con cartas mías y con el tesoro. Esto proporcionará a ustedes un buen recibimiento por parte de las autoridades y les hará pasar el tiempo agradablemente. Usted, señor Vanderdecken, verá a su esposa, cuyos encantos me sedujeron. Pido a usted perdón por la manera poco respetuosa con que la he tratado, y sírvame de excusa la ignorancia en que estaba de quién era y de sus relaciones con tan ilustre persona. Si les parece bien este plan, daré las órdenes necesarias para ponerlo en ejecución…
–Como buen católico tendré también mucho gusto en designar el sitio en que está escondido el tesoro y devolverlo a la Iglesia. Acepto las excusas de usted, porque su conducta procedió de la ignorancia en que se encontraba, de la condición y categoría de mi esposa. Pero hay un punto que debemos discutir. ¿Los soldados que usted desea que nos acompañen son gentes de confianza, o nos veremos obligados a luchar contra ellos?
–No tema usted nada; están bien disciplinados; no es necesario que su amigo de usted vaya; deseo que me acompañe durante su ausencia.
–No; es imposible -repuso Felipe-; no creo conveniente ir solo.
–Si ustedes me lo permiten -agregó Krantz-, daré mi opinión respecto al asunto. No hay inconveniente en que acompañe a mi amigo, si éste ha de ir con una partida de soldados, pero creo que de ningún modo debe ir. Recuerde, comandante, que el tesoro no es una cantidad insignificante; que tiene que ser desenterrado y visto por muchos hombres; que estos hombres llevan -muchos años aquí y desean volver al lado de sus familias; y, por tanto, cuando se encuentren con tanto dinero y separados de la autoridad de usted, no podrán resistir la tentación de apropiárselo. Les bastaría bajar por el canal del Sur y llegar al puerto de Bantam para verse libres y ricos. Enviar, pues, a mi amigo y a mí, sería enviarnos a una muerte segura: pero si usted nos acampañara, comandante, cesaría todo peligro. Su presencia y su autoridad les detendría, y cualesquiera que fueran sus deseos y pensamientos, se desvanecerían ante el brillo de las miradas de usted.
–Es cierto -apoyó Felipe-; nada de eso se me ha ocurrido a mí.
Tampoco se le había ocurrido al comandante; pero, cuando Krantz hizo la observación, comprendió toda su importancia, y antes de que éste concluyera de hablar, había resuelto formar parte de la expedición.
–Perfectamente, señores -dijo-; yo estoy siempre dispuesto a acceder a sus deseos; y puesto que juzgan necesaria mi presencia y no creo probable por ahora un nuevo ataque de los de Ternate, dejaré el fuerte por unos cuantos días a cargo de mi teniente y prestaré este servicio a la Iglesia. He enviado a buscar un barco indígena grande y cómodo y nos embarcaremos mañana.
–Sería preferible llevar dos barcos -dijo Krantz-; en primer lugar para atender a cualquier accidente que ocurra; y, además, porque así podemos embarcar todo el tesoro en uno con nosotros y poner parte de los soldados en el otro, de modo que donde vaya el tesoro seamos nosotros los más fuertes para que, si la vista del dinero estimula a la insubordinación, podamos dominarla.
–Tiene usted razón, llevaremos dos barcos: su consejo es bueno.
Todo quedó arreglado satisfactoriamente a excepción de lo referente a Pedro, de quien nada habían dicho; pero el mismo interesado notificó a Felipe y Krantz que el comandante le había designado para ser de la partida.
Los preparativos quedaron terminados al día siguiente. El comandante eligió diez soldados y un cabo y poco tiempo después se llevaron a los barcos provisiones y todo el material necesario. Al amanecer se embarcaron el comandante y Felipe en un barco; Krantz con el cabo y Pedro en otro. Los soldados, que desconocían el objeto de la expedición, fueron informados por Pedro, el cual tuvo con ellos una larga conversación en voz baja y muy a satisfacción de Krantz. Como el tiempo era hermoso navegaron a la vela durante toda la noche; pasaron a 10 leguas de Ternate y antes de amanecer se encontraban entre las islas, la más meridional de las cuales era la en que había sepultado el tesoro. La segunda noche se sacaron los barcos a la playa de una isleta, y entonces, por primera vez, comunicáronse los soldados del barco en que iban Pedro y Krantz con los que habían acompañado al comandante.
Al hacerse de nuevo a la vela a la mañana siguiente, Pedro expresóse ya con toda claridad, y pudo decir a Krantz que los soldados del barco habían adoptado ya su resolución y no dudaba que los demás se opondrían también a los planes del comandante. Su propósito era deshacerse del comandante; marchar a Batavia y, desde este punto, tomar pasaje para Europa en el primer buque en que pudieran hacerlo.
–¿No pueden ustedes realizar su propósito sin derramar sangre?
–Sí, señor, podríamos; pero no alcanzaríamos la venganza que deseamos. Ustedes ignoran el mal trato que nos ha dado; y, aunque nos gusta el dinero, nos gusta más la venganza. Además, ¿no ha decidido él asesinarnos a todos? Matándole hacemos justicia. No, no; si no hubiera otro puñal que clavarle, aquí está el mío.
–Todos opinamos de igual manera -dijeron los demás soldados echando mano a sus puñales.
Sé embarcaron de nuevo sin que advirtiera el comandante los rostros ceñudos y airados que le rodeaban, no cesando de hacer cortesías a Felipe y a Krantz. Pasaron con felicidad por entre las hermosas islas de que el mar estaba cubierto en aquel paraje, no tardando Felipe en reconocer la isla que buscaba y señalar al comandante el cocotero que servía de guía para encontrar el tesoro. Desembarcaron en la arenosa playa y se sacaron los azadones por orden del impaciente comandante que ignoraba que cada momento que apresuraba la instalación de la gente en la isla le aproximaba más a su perdición, y que mientras meditaba una traición contra sus soldados, éstos preparaban otra contra él.
Llegaron bajo el árbol; los azadones removieron en breve la ligera arena, y a los pocos minutos apareció el tesoro a su vista. Saco tras saco fueron extraídos y amontonados en la playa. Dos soldados fueron enviados a los barcos para buscar más sacos en que colocar las piezas de oro que se habían caído, descansando, entretanto, los que trabajaban. Apartaron los azadones; se dirigieron mutuamente miradas expresivas y se dispusieron a su obra sangrienta.
El comandante había vuelto la espalda para dar prisa a los soldados enviados por los sacos, cuando tres o cuatro puñales se clavaron al mismo tiempo en sus hombros. Cayó muerto casi instantáneamente. Felipe y Krantz fueron espectadores silenciosos; los soldados limpiaron los puñales y los guardaron en sus vainas.
–Ha encontrado su merecido -dijo Krantz.
–Sí -exclamaron los portugueses-, justicia, y nada más que justicia.
–Señores, tendrán ustedes cada uno su parte -observó Pedro dirigiéndose a Felipe y a Krantz-; ¿no es cierto, muchachos?
–Sí, sí.
–No tomaremos nada, amigos míos -repuso Felipe-; todo ese dinero es de ustedes y ojalá sean felices con él; todo lo que deseamos es que nos auxilien para embarcar; y ahora antes de repartir el dinero, den sepultura al cadáver de este desdichado.
Los soldados se apresuraron a obedecer, y el cuerpo del comandante no quedó insepulto.
–Nuevamente habrá matanza -observó Krantz al separarse del barco de la orilla.
–Es indudable -repuso Felipe-; mire usted cómo luchan ya. Si hubiera de dar nombre a esta isla, la llamaría Isla Maldita.
–Cualquiera merecería el mismo nombre, encerrando el vil metal que tanto inflama las pasiones humanas.
–Es cierto. ¡Maldito oro!
–Siento mucho haber dejado a Pedro con ellos -agregó Krantz.
–Es su destino; no pensemos más en él. Ahora, ¿qué vamos a hacer? Con este barco, aunque pequeño, podremos atravesar el mar con seguridad, pues tenemos provisiones suficientes para más de un mes.
–Debemos hacer rumbo hacia los parajes frecuentados por los buques que, se dirigen a Occidente y tomar pasaje para Goa.
Y, si no encontramos ninguno, podremos entrar en el estrecho hasta Pulo Penang, donde esperaremos hasta que pase un buque.
–Conforme, pues ése es el sitio mejor, si no el único, a donde podemos dirigirnos; a no ser que vayamos a Conchinchina, donde hay juncos que van todos los días a Goa.
–Eso nos apartaría de nuestro rumbo y, además, los juncos no podrán pasar por el estrecho sin ser vistos por nosotros.
Fuéseles fácil fijar su rumbo, porque las islas de día y las estrellas de noche les sirvieron de brújula. No seguían el camino más recto, pero sí el más seguro, navegando en un mar tranquilo, y hacia el Norte; los praos malayos que infestaban aquellas costas los persiguieron muchas veces; pero la celeridad de su barco les libró de la persecución.
Krantz y Felipe casi no hablaron, durante aquel azaroso viaje marino, más que de Amina y de la empresa arriesgada que debía desempeñar Vanderdecken.
Una mañana, al pasar por entre las islas con menos viento que de costumbre, Felipe dijo;
–Krantz, me ha dicho usted que había acontecimientos en su vida, o relacionados con ella, que corroboraban la relación que yo le hice. ¿No me contará usted qué acontecimientos fueron ésos?
–Ciertamente -repuso Krantz-; ya he pensado muchas veces referírselos; pero siempre las circunstancias lo han impedido. Ahora ha llegado la ocasión. Prepárese, pues, a oír una historia extraña, casi tan extraña como la suya. ¿Supongo que sabrá dónde se encuentran las montañas de Hartz?
–No, señor, jamás he oído hablar de ellas -respondió Felipe-; pero en algún libro recuerdo haber leído que ocurrían allí cosas extraordinarias.
–Es una región muy agreste -prosiguió diciendo Krantz-, de la que se refieren cosas estupendas, y tengo buenas razones para reputarlas por ciertas. He dicho a usted, que creo en su comunicación con seres sobrenaturales; que creo en la historia de su padre y en la bondad de la misión que se ha impuesto, porque tengo la evidencia de que estamos rodeados, impelidos e inspirados por seres distintos de nosotros en su naturaleza, como comprenderá cuando le refiera lo ocurrido en mi propia familia. Por qué razón seres perversos como los que le voy a hablar a usted, se comunican con nosotros y castigan, en cierto modo, a mortales relativamente inofensivos, es cosa que traspasa los límites de mi comprensión; pero que el hecho es cierto, no cabe dudarlo.
–El infierno no abandona jamás su obra de perdición.
–Es cierto -corroboró Krantz-. Empiezo mi narración.
»Mi padre no había nacido en las montañas del Hartz; era siervo de un noble húngaro que poseía grandes propiedades en Transilvania; pero, aunque siervo, no era pobre, ni ignorante; por lo contrario, era rico y por su inteligencia y respetabilidad había sido elevado al cargo de mayordomo. Sin embargo, el que nace siervo, no varía de condición en toda su vida, y esto es lo que ocurrió a mi padre, aunque llegó a poseer una gran fortuna. Hacía cinco años que se había casado y de su matrimonio tenía tres hijos: César; yo, que me llamo Hermann, y mi hermana Marcela. Ya sabe usted, Felipe, que en aquel país se habla todavía le lengua latina y esto le explicará por qué llevamos nombres tan sonoros. Mi madre era una mujer muy hermosa; pero, por desgracia, más bella que virtuosa; el señor de la tierra la vio y la admiró; envió a mi padre fuera de la provincia con una comisión, y, durante su ausencia, mi madre, halagada por sus atenciones y seducida por sus obsequios, cedió a sus deseos. Mi padre regresó inesperadamente y descubrió la intriga. El delito era evidente; mi padre sorprendió a los delincuentes en flagrante adulterio y mató a su mujer y a su seductor. Sabiendo que, como siervo que era, nada podía librarle del castigo, recogió todo el dinero que pudo haber a las manos, enganchó los caballos al trineo, y, llevándose consigo a sus hijos, salió a media noche. Cuando se descubrió el trágico suceso, debía de haber recorrido ya una gran distancia, y para evitar ser alcanzado, si le perseguían, internóse en las montañas de Hartz. Todo esto lo supe después; mis recuerdos no alcanzan más que hasta la tosca pero cómoda cabaña en que vivía con mi padre y mis hermanos. Esta cabaña estaba situada al término de una de esas espesas selvas que cubren la parte septentrional de Alemania; alrededor de ella había unas cuantas fanegas de terreno que, durante el verano, cultivaba mi padre y que producían lo suficiente para nuestra alimentación. En el invierno no salíamos de casa, porque mi padre iba a cazar y nos dejaba encerrados por temor a los lobos que incesantemente nos amenazaban. Mi padre había comprado aquella cabaña y las tierras de alrededor, a uno de los rudos montañeses que ganan habitualmente su vida cazando o haciendo carbón para fundir el mineral de las minas inmediatas. La cabaña distaba dos millas de la vivienda más próxima; los altos pinos de los montes que nos rodeaban, la vasta selva que se extendía a sus pies, los arbustos y los árboles que veíamos desde nuestra casa y la rápida pendiente que descendía hasta el valle distante, todo lo recuerdo ahora perfectamente. En el verano el panorama era muy hermoso; pero, durante el invierno, no había paraje más triste y desolado.
»En el invierno mi padre no hacía otra cosa que cazar; todos los días salía de casa dejándonos encerrados. Nadie le ayudaba a cuidarnos; ni era fácil encontrar una criada que quisiera vivir en aquel desierto; pero, aun cuando hubiéramos encontrado alguna, mi padre no la habría recibido, porque le inspiraban horror las mujeres como lo demostraba la diferencia de trato que me daba a mí y a mi hermano comparado con el que sufría mi pobre hermana Marcela. Nuestra educación estaba muy descuidada; sufríamos mucho porque mi padre, temeroso de que nos ocurriera una desgracia, no nos permitía encender fuego cuando salía de casa y nos veíamos obligados a refugiarnos debajo de las pieles de oso, producto de la caza, para conservar el calor hasta su regreso. Entonces hacía lumbre, y ésta era nuestra única delicia. Mi padre no estaba un instante quieto; ya fuera por el remordimiento del asesinato que había cometido, o ya fuera sólo consecuencia de su cambio de situación o de ambas cosas juntas. Los niños, cuando son abandonados a sí mismos, adquieren una seriedad impropia de sus años. Esto nos sucedía a nosotros; y durante el invierno permanecíamos silenciosos esperando que la nieve se derritiese y nos permitiera salir a oír el canto de los pajarillos.
»Así continuamos hasta que mi hermano César tuvo nueve años; yo, siete, y mi hermana cinco.
»Una noche mi padre volvió a casa más tarde que de costumbre; no había cazado nada, porque el tiempo era muy crudo y cubrían la tierra muchos pies de nieve; venía no solamente yerto de frío, sino de pésimo humor. Había traído leña y le estábamos ayudando alegremente a hacer fuego, cuando agarró a la pobre Marcela por el brazo y la arrojó a un lado. La niña cayó y comenzó a echar sangre por la boca. Mi hermano corrió a levantarla; Marcela, acostumbrada al mal trato de mi padre, no se atrevió a llorar; pero le miró con aire lastimero. Mi padre acercó el taburete al hogar, murmuró algunas palabras contra las mujeres y púsose a calentar. No tardó en levantarse una hermosa llama; pero no nos acercamos. Marcela, todavía arrojando sangre, estaba retirada en un rincón y mi hermano y yo nos sentamos a su lado mientras mi padre se calentaba. Así permanecimos durante media hora al cabo de la cual oyóse el aullido de un lobo cerca de la ventana de nuestra cabaña. Mi padre se levantó y tomó su escopeta, examinó el cebo y salió de la cabaña cerrando la puerta tras de sí. Todos esperamos escuchando ansiosamente porque sabíamos que si mataba al lobo volvería de mejor humor, y aunque era brusco para todos nosotros, le amábamos y deseábamos verle contento y feliz, porque él era nuestro único apoyo.
»Esperamos algún tiempo, pero no llegamos a oír ningún disparo y César dijo:
»-Padre ha ido tras del lobo y tardará en volver un gran rato. Marcela, lavaremos la sangre de tu boca y después nos acercaremos al fuego para calentarnos.
»Así lo hicimos permaneciendo junto al hogar hasta cerca de media noche, sorprendidos de que, siendo tan tarde, no regresara nuestro padre. No podíamos suponer que estuviera en peligro, y pensábamos que había seguido la caza del lobo demasiado tiempo.
»-Voy a salir a ver si padre viene -dijo mi hermano César dirigiéndose hacia la puerta.
»-Ten cuidado -le recomendó Marcela-; puede ser que anden por ahí los lobos.
»Mi hermano abrió la puerta cautelosamente y sacó la cabeza.
»-No veo nada -dijo al cabo de un rato y volvió a reunirse con nosotros junto al fuego.
»-No tenemos qué cenar -dije yo; porque mi padre generalmente hacía la cena cuando llegaba a casa y durante su ausencia no teníamos más que las sobras del día anterior.
»-Y si padre viene, César -agregó Marcela-, se alegrará de tener algo preparado; hagamos la cena para él y para nosotros.
»César subióse sobre un banquillo y alcanzó un poco de carne; la cortamos según la cantidad que ordinariamente consumíamos y empezamos a aderezarla. Estábamos todos ocupados en esta faena alrededor del fuego, cuando oímos el sonido de un cuerno de caza. Escuchamos y sentimos ruido fuera y un minuto después mi padre entró acompañado de una joven y de un hombre alto y muy moreno vestido de cazador.
»Al salir de la cabaña había visto mi padre un gran lobo blanco a unas treinta varas de distancia, el cual se retiró lentamente gruñendo y aullando. Mi padre le siguió; el animal no corría, manteniéndose siempre a la misma distancia, y mi padre no quería dispararle hasta tener seguridad de no errar el tiro. Así estuvieron algún tiempo, el lobo dejando unas veces muy atrás a mi padre y después deteniéndose y aullando como para desafiarle, y corriendo nuevamente tan pronto como la distancia se disminuía.
»Deseando dar muerte al animal, porque el lobo blanco es muy raro, mi padre siguió persiguiéndolo durante algunas horas, mientras el cuadrúpedo iba subiendo por la montaña.
»Usted sabrá, Felipe, que hay sitios particulares en estas montañas en los cuales se supone, y mi historia prueba que la suposición es exacta, que habitan espíritus maléficos. Estos sitios son muy conocidos de los cazadores que evitan el pasar por ellos. Un espacio abierto en el bosque de pinos que dominaba la choza había sido señalado a mi padre como muy peligroso en este concepto; pero ya fuera que no creyese en estas relaciones, o ya que, empeñado en la persecución del lobo, no las recordase, lo cierto es que entró en él, pues el animal parecía detener allí sus pasos para esperarle. Mi padre se acercó al lobo, apuntó e iba a disparar, cuando el animal desapareció de repente. Creyendo que la nieve que cubría el suelo le había deslumbrado, bajó el arma para mirar dónde estaba el lobo; pero no lo encontró. Mortificado, iba a volver pies atrás cuando oyó el sonido lejos de un cuerno de caza, y, asombrado, olvidó por un momento el mal éxito de su tentativa y permaneció inmóvil en el sitio en que estaba. Un minuto después resonó por segunda vez el cuerno a poca distancia; se puso a escuchar y le oyó por vez tercera. No sé cómo se llama el toque que en aquel momento resonaba en la selva; pero mi padre comprendió que era una señal de que el cazador se había perdido en el bosque. A los pocos minutos se presentó un hombre a caballo con una mujer a la grupa y se dirigieron al sitio donde se encontraba mi padre. Al principio recordó las extrañas relaciones que había oído sobre los espíritus que frecuentaban aquellas montañas; pero, acercándose a los que venían, vio que eran mortales como él. El hombre que guiaba el caballo paróse junto a mi padre diciéndole:
»-Hermano cazador, ha salido usted muy tarde de casa y esto ha sido una fortuna para nosotros; porque hemos caminado mucho para salvar nuestras vidas, y nos vienen persiguiendo. En estas montañas hemos burlado hasta ahora la persecución; pero, si no encontramos abrigo y alimento, no servirá de nada y pereceremos de hambre y de frío esta noche. Mi hija, que es la que me acompaña, se encuentra más muerta que viva; ¿no puede usted ayudarnos en esta dificultad?
»-Mi choza -respondió mi padre- está a pocas millas de distancia; pero no puede ofrecer a ustedes otra cosa que abrigo contra el mal tiempo y lo poco que haya que comer. ¿De dónde vienen ustedes?
»-Se lo diré a usted, porque ya no es un secreto. Nos hemos escapado de Transilvania donde el honor de mi hija y mi vida estaban en peligro.
»Aquella observación despertó el interés de mi padre. Recordó que él también se había escapado; recordó la pérdida del honor de su esposa y la tragedia que había sido su consecuencia y apresuróse a ofrecerles todo el auxilio que sus escasos medios le permitieran prestar a los viajeros.
»-No hay tiempo que perder, amigo mío -observó el cazador-; mi hija está casi helada y no puede resistir más tiempo el rigor del frío.
»-Síganme ustedes -dijo mi padre guiándoles hacia la casa-. Me he extraviado siguiendo a un gran lobo blanco que llegó hasta la ventana de mi cabaña; de otro modo no hubiera venido aquí a estas horas.
»-Ese lobo pasó junto a nosotros hace poco cuando veníamos -observó la mujer con voz argentina.
»-Estaba a punto de disparar mi escopeta -agregó el cazador-, pero, puesto que nos ha hecho tan buen servicio, me alegro de que se haya escapado.
»Al cabo de media hora, durante cuyo tiempo mi padre caminó con rápido paso, llegaron los tres a la cabaña y entraron.
»-Llegamos a tiempo, según veo -observó el cazador viendo la carne que estaba puesta a asar, acercándose al fuego y mirándonos a todos-. Tiene usted aquí tres jóvenes cocineros, amigo mío.
»-Me alegro de que no tengamos necesidad de esperar -dijo mi padre-. Vamos, señorita, siéntese usted junto al fuego; necesitará usted calentarse después de su largo viaje.
»-¿Dónde pondré mi caballo? – preguntó el cazador.
»-Cuidaré de él -contestó mi padre saliendo de la cabaña.
»Aquella mujer era joven y, al parecer, tenía unos veinte años de edad. Llevaba un traje de camino, bordado con guarniciones blancas, y un sombrero de armiño blanco en la cabeza. Su cabello era rubio brillante, y su boca, al abrirse, mostraba los más hermosos dientes que he visto en mi vida. Pero había algo en sus ojos que a nosotros nos hizo estremecer; sus miradas parecían furtivas e inquietas; entonces ignoraba yo por qué, pero conocía que aquellas miradas revelaban un carácter cruel; y cuando nos invitó a acercarnos a ella, lo hicimos temblando. Sin embargo, era hermosa, muy hermosa. Nos habló con mucha amabilidad; nos colmó de caricias tanto a César como a mí; Marcela huyó de ella y se escondió bajo la cama, sin cenar a pesar de que media hora antes había manifestado deseos de comer.
»Mi padre, después de llevar el caballo a una cuadra inmediata bien cerrada, volvió y empezamos a cenar. Mi padre ofreció a la joven su cama diciendo que él permanecería junto al fuego acompañando al cazador, ofrecimiento que fue aceptado.
»Nosotros no pudimos descansar aquella noche. Era una circunstancia muy extraordinaria y asombrosa que aquella gente extraña estuviera y durmiese en nuestra casa. La pobre Marcela dormía; pero, durante toda la noche, aunque dormida, no cesó de temblar y suspirar. Mi padre había sacado cierto licor que tenía reservado, y él y el cazador permanecieron bebiendo y hablando delante de la lumbre. Nuestros oídos, atentos al más leve ruido, escucharon cuanto se dijo.
»-¿Y vienen ustedes de Transilvania? – preguntó mi padre.
»-Sí, señor -respondió el cazador-. Yo era siervo en la noble casa de…; mi amo quería que le entregase mi hermosa hija, y el asunto concluyó con meterle unas cuantas pulgadas de acero en el cuerpo.
»-Somos compatriotas y hermanos de desgracia -contestó mi padre estrechando amistosamente la mano del cazador.
»-¿De veras? ¿Es usted también de Transilvania?
»-Y he huido también para salvar mi vida; pero mi historia es más triste que la de usted.
»-¿Cómo se llama usted? – preguntó el cazador.
»-Krantz.
»-¡Cómo, Krantz de…! Conozco esa historia; no necesita usted renovar su dolor refiriéndomela. Me alegro mucho de haber encontrado a usted, mi buen amigo, mi digno pariente. Yo soy su primo segundo, Wilfredo de Barnsdorf -exclamó el cazador, levantándose y abrazando a mi padre.
»Llenaron las copas hasta el borde y bebieron uno a la salud del otro, según la vieja costumbre germánica. La conversación continuó luego en voz baja, y todo lo que pudimos oír fue que el nuevo pariente y su hija iban a residir en nuestra cabaña, a lo menos por algún tiempo. Una hora después, mi padre y el cazador se recostaron en sus sillas y parecieron entregados al sueño.
»-Marcela, querida mía, ¿has oído? – preguntó mi hermano al oído de Marcela.
»-Sí -contestó ésta en voz baja-; lo he oído todo. ¡Oh, César! no puedo soportar las miradas de esa mujer; me asusta mucho.
»Mi hermano no contestó, y al poco tiempo estábamos los tres profundamente dormidos.
»Cuando despertamos a la mañana siguiente, la hija del cazador estaba ya levantada. Me pareció más hermosa que la noche anterior. Acercóse a Marcela y la acarició; pero mi hermana rompió a llorar y a sollozar, como si se le quisiera romper el corazón.
»El cazador y su hija se instalaron definitivamente en la cabaña. Mi padre y él salían diariamente de caza dejando a Cristina con nosotros. Esta hacía el oficio de ama de casa; era muy amable con nosotros y gradualmente fue dominando la aversión que inspiraba a Marcela. Pero mi padre experimentó una gran metamorfosis; ya no parecía tan enemigo del bello sexo, y estaba muy obsequioso y atento con Cristina. Muchas veces, luego que su padre y nosotros nos habíamos acostado, permanecía a su lado conversando en voz baja, sentados ambos a la lumbre. Mi padre y el cazador Wilfredo dormían en otro departamento de la cabaña, pues la cama que mi padre había ocupado antes y que estaba junto a la nuestra, había sido cedida a Cristina. Hacía ya tres semanas que los nuevos huéspedes estaban con nosotros, cuando una noche, después de habernos acostado nosotros, celebraron una consulta mi padre y sus dos parientes. Mi padre pidió la mano de Cristina y obtuvo su consentimiento y el de Wilfredo, después de lo cual, dijeron lo siguiente:
»-Puede usted casarse con mi hija, señor Krantz, y obtendrá mi bendición: yo me iré a vivir a otra parte, no importa dónde.
»-¿No seguirá usted a nuestro lado, Wilfredo?
»-No; tengo que hacer en otra parte; baste a usted saber esto, y no pregunte más. Le dejo a usted mi hija.
»-Muchas gracias; procuraré hacerla feliz como merece, pero hay una dificultad.
»-Ya sé lo que va usted a decir; que no hay cura en este país montuoso. Es cierto; ni tampoco hay leyes a que sujetarse. Sin embargo, alguna ceremonia hay que celebrar para satisfacer a un padre. ¿Quiere usted casarse con ella, conforme le diga? Si acepta, los casaré al momento.
»-Acepto -contestó mi padre.
»-Entonces, tome usted su mano, y ahora diga usted conmigo: juro…
»-Juro -repitió mi padre.
»-Por todos los espíritus de las montañas del Hartz.
»-No, eso no; por el Cielo -interrumpió mi padre.
»-No es ésa mi costumbre -dijo Wilfredo-. Si, prefiero el otro juramento aunque sea menos sagrado, ¿por qué ha de oponerse usted?
»-Sea como usted quiera; diga usted lo que prefiera. ¿Pero quiere usted hacerme jurar por aquellos en quienes no creo?
»-Muchos que no son cristianos más que en apariencia, lo hacen así -arguyó Wilfredo-. En una palabra: ¿quiere usted casarse, o me llevo a mi hija?
»-Siga usted -contestó mi padre impaciente.
»-Juro por todos los espíritus de las montañas del Hartz, por todo el poder que ejercen en el bien y en el mal, que tomo a Cristina por mi mujer; que la protegeré siempre y la amaré, y que mi mano no se levantará jamás para hacerle daño.
»Mi padre repitió las palabras de Wilfredo.
»-Y, si falto a mi juramento, que la venganza de los espíritus caiga sobre mí y sobre mis hijos; que perezcan en las garras del buitre, del lobo o de otras fieras del bosque, que sus carnes sean despedazadas y sus huesos blanqueen, en la espesura. Así lo juro y prometo cumplirlo.
»Mi padre vaciló al repetir las últimas palabras; Marcela no pudo contenerse al oír repetir la última frase, y rompió a llorar. Esta repentina interrupción introdujo alguna confusión en los circunstantes y particularmente en mi padre; dirigió algunas palabras duras a la niña, la cual reprimió sus sollozos ocultándose el rostro con las sábanas del lecho.
»A la mañana siguiente Wilfredo montó a caballo y se despidió de nosotros.
»Mi padre volvió a posesionarse de su cama que estaba en el mismo cuarto que la nuestra, y las cosas volvieron al estado que tenían antes del matrimonio, a excepción de que nuestra madrastra dejó de ser amable con nosotros, y durante la ausencia de mi padre nos golpeaba, particularmente a Marcela, mientras sus ojos lanzaban chispas al mirar a la hermosa y amable niña.
»Una noche mi hermana nos despertó a mi hermano y a mí.
»-¿Qué tienes? – preguntó César.
»-Se ha marchado -contestó Marcela en voz baja.
»-¡Se ha marchado!
»-Sí, ha abierto la puerta y ha salido con su bata de noche. La he visto levantarse, observar si padre dormía y dirigirse luego a la puerta.
»Una hora después oímos el aullido de un lobo bajo nuestra ventana.
»-Ese es un lobo -dijo César-; la va a devorar.
»-¡Oh, no! – gritó Marcela.
»A los pocos minutos regresó mi madre política; llevaba su bata de noche como Marcela había dicho. Dejó caer el picaporte de la puerta lentamente para no hacer ruido; acercóse a una palangana llena de agua; se lavó la cara v las manos y se acostó en seguida sin que mi padre advirtiera nada.
»Los tres temblábamos sin saber por qué y resolvimos vigilar a la noche siguiente, y así lo hicimos, en efecto, no sólo aquella noche sino otras muchas, y, siempre a la misma hora observamos que mi madrastra se levantaba del lecho y salía de la cabaña; que después oíamos invariablemente el aullido de un lobo debajo de la ventana y la veíamos volver, lavarse y acostarse de nuevo. Observamos también que raras veces comía los manjares aderezados, y cuando lo hacía, parecía que no le agradaban; mientras que, cuando estaban crudos y los íbamos a preparar, solía, a hurtadillas, meterse en la boca algún pedazo de carne cruda.
»Mi hermano era un chiquillo muy valiente y no quiso revelar nada a mi padre hasta saber alguna cosa más positiva. Con este fin resolvió seguir a mi madrastra y observar lo que hacía. Marcela y yo tratamos de disuadirle de aquel proyecto; pero no nos hizo caso y a la siguiente noche se acostó vestido, y cuando Cristina salió de la cabaña, se levantó, tomó la escopeta de mi padre y la siguió.
» No habían transcurrido muchos minutos, cuando oímos el ruido de un disparo de arma de fuego. Aquel ruido no despertó a mi padre, pero nos llenó de ansiedad. Casi simultáneamente, volvió mi madrastra; su bata de noche estaba llena de sangre. Puse la mano en la boca de Marcela para evitar que gritase, aunque también estaba yo muy alarmado. Mi madrastra se acercó a la cama de mi padre; observó si estaba dormido y después se acercó a la chimenea y sopló los carbones para levantar llama.
»-Duérmete, querido -contestó ella-, soy yo; he encendido fuego para calentar un poco de agua porque no estoy muy bien.
»Mi padre volvióse del otro lado y volvió a quedarse dormido.
»Nosotros continuamos observando a mi madrastra. Esta cambióse de ropa y arrojó al fuego la bata que había llevado; entonces vimos que salía sangre en abundancia de su pierna derecha, como si hubiera sido herida por una bala. Se vendó la herida, concluyó de vestirse y acomodóse junto al fuego hasta rayar el día.
»La pobre Marcela me estrechaba junto a su pecho que latía apresuradamente. Lo mismo me ocurría a mí. ¿Qué había sido de César? ¿Cómo había recibido aquella herida mi madrastra si no procedía de la escopeta que había llevado mi hermano? Al fin, mi padre abandonó el lecho, y yo le pregunté:
»-Padre, ¿dónde está mi hermano César?
»-¡Tu hermano! ¡Cómo! ¿se ha marchado?
»- ¡Dios mío! – exclamó mi madrastra-. Anoche, como no podía dormir, me pareció advertir que alguno levantaba el picaporte; y, efectivamente, ¿dónde está tu escopeta?
»Mi padre dirigió la vista a la chimenea y comprobó que el arma no estaba allí. Quedóse un momento perplejo; y después, tomando un hacha, salió de la cabaña sin pronunciar una palabra.
»A los pocos momentos volvió llevando en sus brazos el cuerpo mutilado de mi hermano; lo dejó en el suelo y ocultóse el rostro con las manos.
»Mi madrastra se levantó a mirar el cadáver, mientras Marcela y yo llorábamos y sollozábamos amargamente.
»-Acuéstense, niños -dijo con dureza-. Este chico -agregó dirigiéndose a mi padre-, tomó sin duda la escopeta para matar a un lobo y el animal ha podido más que él. ¡Pobre muchacho! Ha pagado cara su ligereza.
»Mi padre no contestó. Quise hablar para contarle cuanto sabía; pero Marcela, que advirtió mi intención, me detuvo por el brazo y me miró de modo tan suplicante, que desistí de mi intento.
»Mi padre, por consiguiente, quedó en el error en que estaba; pero Marcela y yo, aunque no podíamos comprender la causa, estábamos convencidos de que nuestra madrastra no era ajena a la muerte de mi hermano.
»Aquel día mi padre salió, abrió una fosa, y dio sepultura al cadáver de mi hermano, amontonando piedras sobre ella para que los lobos no profanaran la tumba. Esta catástrofe produjo en mi padre una tristeza profunda; durante muchos días abandonó la caza, no cesando de maldecir a los lobos.
»Mi madrastra, por el contrario, continuó dando sus paseos nocturnos con la misma regularidad que antes.
»Al fin un día mi padre tomó su escopeta y volvió al bosque, pero pronto regresó a casa muy disgustado.
»-¿Quieres creer, Cristina -dijo-, que los lobos, maldita sea toda la raza, han abierto la sepultura de mi pobre hijo y no han dejado de él nada más que los huesos?
»-¿De veras? – exclamó la interpelada.
»Marcela me dirigió una mirada muy expresiva que entendí perfectamente.
»-Todas las noches aúlla un lobo bajo nuestra ventana, padre -dije yo.
»-¿De veras? ¿Por qué no me lo has dicho antes, niño? Despiértame cuando lo oigas.
»Miré a mi madrastra y sus ojos lanzaban chispas, y tenía los dientes apretados.
»Mi padre volvió a salir y cubrió con un montón de piedras mucho más grande los restos de mi pobre hermano que los lobos habían esparcido por el suelo. Este fue el primer acto de la tragedia.
»Llegó la primavera; la nieve desapareció y pudimos salir de la cabaña; pero jamás dejaba yo sola a mi hermanita, a quien, desde la muerte de César, quería más que nunca. Mi padre estaba ocupado en labrar la tierra y yo le prestaba algún pequeño auxilio.
»Marcela acostumbraba sentarse junto a nosotros mientras trabajábamos, dejando a mi madrastra sola en la cabaña. Debo advertir que a medida que adelantaba la primavera mi madrastra fue abandonando sus paseos nocturnos y no oímos al lobo bajo nuestra ventana desde el día en que hablé de ello a mi padre.
»Un día, mientras trabajábamos en el campo mi padre y yo, teniendo a nuestro lado a Marcela, mi madrastra salió de la cabaña diciendo que iba al bosque a buscar algunas hierbas de que mi padre necesitaba y que mi hermana podría cuidar de la comida, y así se hizo. Al cabo de una hora oímos gritos desconsoladores.
»-Marcela se ha quemado, padre -dije arrojando mi azadón.
»Mi padre arrojó el suyo y ambos nos encaminamos precipitadamente hacia la cabaña. Antes de que llegáramos a la puerta, salió un gran lobo blanco que huyó con la mayor celeridad. Mi padre no tenía armas; corrió a la cabaña y allí vio a nuestra pobre Marcela expirando. Su cuerpo estaba horrorosamente mutilado, y la sangre que de él manaba había formado un gran charco en el suelo. El primer pensamiento de mi padre fue tomar su escopeta y perseguir al lobo; pero aquel horroroso espectáculo le detuvo. Arrodillóse junto a su hija moribunda; Marcela nos miró afectuosamente durante algunos minutos y sus ojos se cerraron para siempre.
»Estábamos todavía inclinados sobre el cadáver de mi pobre hermana, cuando entró mi madrastra. Ante aquel espectáculo mostróse muy conmovida, pero no pareció repugnarle la vista de la sangre como ocurre a la mayor parte de las mujeres.
»-¡Pobre niña! – exclamó-. Debe de haber sido víctima de ese gran lobo blanco que pasó junto a mí hace poco asustándome. Está muerta, Krantz.
»-Lo sé, lo sé -respondió mi padre con acento dolorido.
»Llegué a pensar que mi padre jamás se recobraría del dolor que le había ocasionado aquella segunda desgracia; lloró amargamente sobre el cadáver de su hija y durante muchos días la tuvo insepulta, aunque con frecuencia le aconsejaba mi madrastra que la enterrase. Al fin abrió una fosa junto a la de mi hermano, tomando todas las precauciones posibles para que los lobos no ultrajasen su cadáver.
»La noche después del entierro de mi hermana, estando despierto en la cama, vi a mi madrastra que se levantaba y salió al campo. Esperé algún tiempo y me vestí también; abrí un poco la puerta y miré al exterior. La luna brillaba esplendorosa en el espacio, y pude ver el sitio donde mi hermano y mi hermana estaban enterrados. ¡Pero cuál no sería mi horror al descubrir a mi madrastra que estaba muy afanada quitando las piedras que cubrían la tumba de Marcela!
»Llevaba su bata blanca y la luna se reflejaba sobre ella. Cavaba con las manos y arrojaba las piedras, detrás de sí con toda la ferocidad de una bestia salvaje.
»Pasó algún rato antes de que pudiera reponerme de la sorpresa y adoptar una resolución. Al fin vi que, después de haber quitado todas las piedras, levantó el cuerpo de mi hermana hasta el extremo de la tumba; y siéndome ya intolerable aquel espectáculo, corrí a despertar a mi padre y le dije:
»- ¡Padre, padre! vístase usted y tome su escopeta.
»-¿Qué sucede? – gritó mi padre-; ¿están ahí los lobos?
»Saltó de la cama; vistióse apresuradamente y en su ansiedad no pareció advertir la ausencia de su mujer. Tan pronto como estuvo vestido abrió la puerta, salió y yo le seguí.
»Imagínese cuales serían su sorpresa y horror, cuando vio de improvisó a su mujer inclinada sobre el cuerpo de mi hermana arrancándole grandes pedazos de carne y devorándolos con avidez como si fuera un lobo. Estaba demasiado ocupada en su tarea sacrílega y no nos sintió. Mi padre dejó caer su escopeta; se le erizaron los cabellos lo mismo que a mí; comenzó a respirar fuertemente y después, de pronto, quedó paralizado. Levanté la escopeta y se la puse en la mano. Entonces pareció que concentraba toda su rabia. Se había duplicado su fuerza; se echó la escopeta a la cara; disparó y, exhalando un alarido, cayó la miserable a quien había estrechado tantas veces contra su pecho.
»-¡Justo Cielo! – gritó mi padre cayendo en tierra desmayado después de disparar su escopeta.
»Yo permanecí a su lado hasta que recobró los sentidos.
»-¿Dónde estoy? – preguntó-. ¿Qué ha sucedido? ¡Oh! sí, ahora recuerdo. ¡Dios mío, perdóname!
»Púsose en pie y nos acercamos nuevamente a la fosa, y quedamos asombrados al encontrar junto a los restos de mi pobre hermana un gran lobo blanco.
»-¡El lobo blanco! – exclamó mi padre-, ¡el lobo blanco que me condujo engañado hasta el bosque! Ahora lo comprendo todo; he tenido relaciones con los espíritus de las montañas del Hartz.
»Mi padre quedó silencioso meditando profundamente durante largo rato. Después, levantó con cuidado el cadáver de mi hermana; volvió a colocarlo en su tumba; lo cubrió con piedras y destrozó la cabeza del animal con el tacón de sus botas gritando como un loco. Volvimos a la cabaña, se arrojó en la cama y yo le imité lleno de estupor.
»Por la mañana temprano nos despertó un fuerte golpe descargado sobre la puerta. Abrimos y entró Wilfredo.
»-Mi hija, ¿dónde está mi hija? – gritó colérico.
»-Donde debe estar esa miserable, ese diablo -respondió mi padre desplegando una ira igual-; donde debe estar, en el infierno. Salga de aquí inmediatamente.
»-¡Ja, ja! – contestó el cazador-. ¿Querrá usted matar a un poderoso espíritu de las montañas del Hartz? ¡Pobre mortal, que se casa con un lobo!
»-Fuera de aquí, demonio; te desafío a ti y a tu poder.
»-Ya sentirás la influencia de mi cólera; recuerda tu juramento; juraste no levantar la mano contra ella.
»-No he pactado jamás con los espíritus infernales.
»-Lo hiciste y te entregaste a su venganza si faltabas a lo jurado. Tus hijos debían ser pasto de buitres, de lobos…
»-Fuera de aquí, fuera de aquí, demonio.
»-Y sus huesos blanquean en la espesura. ¡Ja, ja!
»Mi padre, frenético, empuñó el hacha y la levantó sobre la cabeza de Wilfredo.
»-Todo eso juraste -continuó el cazador en tono sarcástico.
»El hacha descendió, pero pasó por el cuerpo de Wilfredo sin ocasionarle el menor daño; mi padre perdió el equilibrio y cayó al suelo.
»-Mortal -dijo el cazador poniendo el pie sobre el cuerpo de mi padre-, nosotros sólo tenemos poder sobre los asesinos. Tú has cometido dos crímenes; pagarás la pena a que te sometiste por el juramento. Dos de tus hijos han perecido ya; el tercero les seguirá, sin duda alguna, porque tu juramento fue aceptado. Para ti sería un beneficio el matarte, pero tu castigo es que vivas.
»Y, dicho esto, el espíritu desapareció. Mi padre levantóse del suelo, me abrazó con ternura, se arrodilló después y estuvo rezando un rato.
»A la mañana siguiente abandonamos para siempre la cabaña, dirigiéndonos a Holanda, a donde llegamos con felicidad. Mi padre llevaba algún dinero; pero, a los pocos días de encontrarnos en Ámsterdam, fue acometido de una fiebre cerebral y murió delirando. A mí me llevaron a un asilo, y más tarde me alistaron como marinero. Ya sabe usted toda mi historia. La cuestión es si debo sufrir o no la pena del juramento de mi padre. Estoy convencido de que, de una u otra manera, la sufriré al fin.