No necesitó Vanderdecken mucho tiempo para convencerse de que no había de viajar con mucha comodidad. El Batavia había sido fletado para conducir un numeroso destacamento de tropas a las islas de Ceilán[7] y Java, destinado a reforzar y cubrir las bajas de las guarniciones que la Compañía tenía en aquellos puntos. El buque debía separarse del resto de la escuadra en Madagascar y dirigirse luego a Java, pues el número de soldados que llevaba a bordo era bastante numeroso para defenderlo de cualquier ataque de piratas o cruceros enemigos. Además, montaba treinta cañones y lo tripulaban setenta y cinco hombres. La mayor parte del cargamento consistía en pertrechos militares, pero llevaba también en su bodega una importante cantidad en metálico para adquirir artículos de la India. Cuando llegó Felipe a bordo, estaba embarcándose la tropa, que pocos instantes después obstruía la cubierta impidiendo circular por ella. Antes de conseguir hablar con el capitán, encontró al segundo y en seguida comenzó a ocuparse en todo lo concerniente a su cargo con más acierto del que puede suponerse, pues el viaje anterior le había enseñado a cumplir bien sus deberes.

Pronto terminó el desorden: el equipaje de la tropa se fue estivando en la bodega y los soldados fueron colocados por secciones en el entrepuente, quedando así la cubierta expedita para la maniobra. Felipe dio sus disposiciones para ello con tanta pericia y demostró tanta actividad, que el capitán, cuando se lo permitieron sus ocupaciones, dijo:

–Me había usted disgustado, señor Vanderdecken, por presentarse tan tarde a bordo, pero veo con satisfacción que ahora gana el tiempo perdido. Ha hecho usted durante la mañana mucho más de lo que podía esperar y siento que no haya dirigido la estiva, que no ha quedado por completo a mi gusto. Struys, mi segundo, estaba solo y le era imposible atender a tantas cosas.

–Deploro no haber venido antes -replicó Felipe-, pero tuve necesidad de esperar que la Compañía me enviase la orden.

–Como saben que es usted casado y que tiene un número considerable de acciones, los directores no habrán querido molestarle hasta última hora. Presumo que el viaje próximo lo hará usted con la categoría de capitán, porque unos de los socios más antiguos me lo ha asegurado esta mañana.

Felipe se alegró de haber empleado tan ventajosamente su dinero y su mayor deseo era llegar a mandar un buque.

–Espero, efectivamente -contestó-, ser capitán muy pronto, si soy competente para ello.

–No lo dudo, señor Vanderdecken; es usted muy aplicado y parece que le agrada mucho la mar.

–Me parece que no la abandonaré nunca.

–¿Nunca? Eso dice usted ahora, que es joven, activo y tiene grandes esperanzas. Poco a poco, se irá usted cansando de los balanceos y deseará descansar de ellos en tierra firme, como a mí me ocurre.

–¿Cuántos soldados hemos embarcado?

–Doscientos cuarenta y cinco y seis oficiales. ¡Infelices! Pocos regresarán a la patria y más de la mitad morirán antes de un año. Aquel clima es terrible. Yo desembarqué allí trescientos hombres en una ocasión y cuando emprendí el viaje de regreso, habían ya perecido dos terceras partes.

–Eso es casi asesinarlos -observó Felipe.

–No; si han de morir, ¿qué importa que sea antes o después? La vida es una comodidad que se vende como muchas otras cosas y con ella especula la Compañía como con los demás artículos.

–Pero no con la de los pobres soldados.

–Por lo contrario, la Compañía los compra baratos y los vende caros -replicó el capitán, dirigiéndose a la proa.

–Tiene usted razón -murmuró Felipe-, porque, sin esas infelices criaturas, ¿cómo había de sostener sus posesiones contra tantos enemigos, indígenas y extranjeros? ¿Y por cuánto venden estos desdichados sus vidas? Por una bagatela arrostran el más enfermizo de los climas, sin esperanza de volver después a la patria a reponer su quebrantada salud y pasar con tranquilidad el resto de sus días. ¡Dios mío! Si estos hombres son inhumanamente sacrificados de tal modo, ¿por qué me ha de remorder a mí la conciencia, porque el cumplimiento de una misión que me ha impuesto Dios ocasione algunas víctimas? Cúmplase la voluntad del Ser Supremo; obedeceré sus designios que son inescrutables; pero hubiera preferido navegar en otro buque, pues, si éste se perdiera por mi causa, sucumbirían una infinidad de criaturas.

Una semana después, el Batavia y las demás embarcaciones de la escuadra se hicieron a la mar.

Convencido Felipe de que había de encontrar al Buque Fantasma y de que a este encuentro sobrevendría inevitablemente el naufragio y el sacrificio, de todos los que iban embarcados, cada día enflaquecía más llegando a convertirse casi en una sombra. Como no tuviese que dar alguna orden, su boca no se abría jamás para pronunciar una palabra, y se consideraba un criminal fatal y funesto que llevaba consigo los desastres, los peligros y la muerte de cuantos le acompañaban. Cuando alguno hablaba de sus hijos, de su esposa, o formaba planes para el porvenir, delante de él, se sentía malo y se dirigía a cubierta en busca de la soledad. Varias veces llegó a creerse juguete de una ilusión; pero, al recordar el pasado, comprendía que la aparición era una realidad terrible. Hasta llegó a arrepentirse de haberse embarcado; pero era tardío su arrepentimiento, porque el Batavia se encontraba ya a más de mil millas del puerto de Amsterdam y no tuvo otro remedio que resignarse.

Su ansiedad aumentaba a medida que la escuadra se aproximaba al Cabo, de tal suerte, que todos lo conocieron a bordo. El capitán y los oficiales que mandaban las tropas, intentaron inútilmente averiguar la causa de su constante desasosiego; pero él se excusaba con su mala salud, y, en efecto, su demacrado semblante y hundidos ojos probaban que debía sufrir mucho. Pasaba la mayor parte de la noche sobre cubierta, examinando el horizonte en todas direcciones, en la persuasión de que no tardaría en presentarse el Buque Fantasma; y no se retiraba a su camarote hasta que comenzaba a amanecer. Después de un viaje completamente feliz, la escuadra ancló en la Bahía de la Tabla y Felipe se tranquilizó por no haber hecho todavía su aparición el barco de su padre.

Aquella tregua fue muy breve, porque la escuadra se hizo nuevamente a la mar y la ansiedad volvió a apoderarse del corazón de Vanderdecken. Doblaron el cabo con buen tiempo, Madagascar se quedó a la espalda y, ya en el mar de las Indias, el Batavia, enderezando el rumbo hacia Java, separóse del resto de la escuadra que continuó su viaje a Cambroon y la isla de Ceilán.

–¿Aparecerá el barco de mi padre ahora que estamos solos y sin que nadie pueda prestarnos auxilio? – pensó Felipe.

Pero el Batavia navegaba sobre una mar tranquila y bajo un cielo sin nubes, hasta que algunas semanas después estuvo a la vista de la isla de Java. Era la caída de la tarde y el buque tuvo que correr bordadas toda la noche. Sólo algunas horas debían ya permanecer en alta mar, y Felipe aguardó el día paseando con impaciencia. Al salir el sol, el Batavia entró majestuosamente en la soberbia bahía que llevaba su mismo nombre y antes del mediodía quedó amarrado sobre sus anclas. Felipe, entonces, bajó a su camarote y procuró conciliar el sueño del que tanta necesidad tenía.

Cuando despertó, sintióse libre de un peso enorme.

–¿Conque no todos los buques que me conducen están condenados a naufragar ni sus tripulaciones a perecer? – se preguntó a sí mismo-. Veo también que el Volador Holandés tampoco aparece siempre, aunque se le busque. Ya mi conciencia está más tranquila, pues abrigo la convicción de que los desastres y la muerte no me acompañan por doquier, como hasta ahora había creído. Ahora puedo proseguir mi misión sin el más ligero remordimiento.

Reanimado con estas consideraciones, subió a cubierta. Las tropas habían ya desembarcado y un espectáculo magnífico se ofreció a sus ojos. A una milla de distancia percibíase la ciudad de Batavia, edificada sobre la plaza y detrás de ella elevábase una alta cordillera vestida de verde y salpicada con lindas casas de campo, ocultas entre el follaje. El panorama era encantador; la vegetación, lujuriosa y su brillante verdor recreaba la vista. Numerosos buques llenaban el puerto y sus mástiles semejaban un verdadero bosque; una brisa suave rizaba las azules aguas de la bahía en la que sobresalían, como ramilletes de flores, algunas pequeñas islas, coronadas de verdura, quebrando la uniformidad de su superficie. Hasta el aspecto de la ciudad era bello, pues la blancura deslumbradora de las casas formaba un agradable contraste con el obscuro color de los árboles, que crecían en los jardines y adornaban casi todas las vías.

–Parece imposible -dijo Felipe al capitán-, que este hermoso país sea tan insalubre. Cualquiera, al verlo, creería lo contrario.

–La muerte se oculta aquí entre las flores, como las serpientes -replicó el capitán-. ¿Se encuentra usted ya mejor, señor Vanderdecken?

–Mucho mejor -contestó éste.

–Me parece que, si pasara usted algunos días en tierra, se restablecería muy pronto.

–Así lo haré, si usted me lo permite. ¿Cuánto tiempo permaneceremos aquí?

–Poco; pues, si recibo orden de zarpar, tenemos el cargo dispuesto y la operación concluirá pronto.

Felipe, siguiendo los consejos del capitán, desembarcó y fue a hospedarse en casa de un honrado comerciante, que vivía en los alrededores de la ciudad en un sitio muy ventilado. Permaneció allí dos meses; durante los cuales se restableció completamente, volviendo a embarcarse algunos días antes de darse a la vela el Batavia. El viaje de regreso fue excelente y cuatro meses después, estaban a la vista de Santa Elena. Habían doblado el Cabo sin encontrar al Buque Fantasma, y Felipe, con este motivo, disfrutaba no sólo de buena salud, sino de excelente humor. Poco antes de arribar a la isla, sobrevino una calma y un bote atracó al costado del buque. Los que le tripulaban estaban completamente extenuados, porque durante dos días no habían cesado de remar para ganar la isla. Según declararon, pertenecían a la dotación de un pequeño buque holandés de la carrera de las Indias, que se había ido a pique en alta mar, cuarenta y ocho horas antes, a causa de una enorme vía de agua que le había sumergido casi instantáneamente. Además del capitán, oficiales y veinte marineros, iba un anciano sacerdote portugués, enviado a Holanda por el gobernador de una factoría y al que se le acusaba de haber conspirado contra los intereses de la Compañía en las costas del Japón.

El gobierno lo había expulsado del país y, en su consecuencia, tomó pasaje a bordo del buque naufragado. El capitán y demás marineros aseguraron que sólo había sucumbido en el naufragio una persona, pero de gran importancia, porque durante muchos años había sido presidente de la factoría holandesa del Japón y regresaba a Ámsterdam cargado de riquezas. Cuando el buque estaba ya hundiéndose y la tripulación refugiada en el bote, él insistió en volver a bordo para sacar una cajita llena de diamantes y piedras preciosas que había dejado olvidada; pero, mientras le aguardaban, desapareció el barco repentinamente entre las aguas, formando un remolino colosal. Esperaron todavía un rato por si aparecía en la superficie; pero el desdichado no vio más la luz del sol.

–La desgracia no fue para mí inesperada -añadió el capitán dirigiéndose al del Batavia-, porque cinco días antes habíamos encontrado al Buque del Diablo.

–Querrá usted decir el Volador Holandés -observó Felipe.

–Ese es, efectivamente, su verdadero nombre -continuó el capitán del buque sumergido-. Yo había oído hablar de él muchas veces; pero jamás le había encontrado, ni Dios quiera que le vuelva a ver, porque me he arruinado y tengo necesidad de navegar mucho para reponerme de las pérdidas sufridas.

–¿Y cómo se les apareció? – inquirió el capitán del Batavia.

–Solamente le vi el casco -contestó el interpelado-. La noche era clara y hermosa, el cielo estaba despejado y navegábamos a poca vela; yo me había retirado a dormir, cuando a la una de la madrugada el contramaestre me despertó para decirme que la tripulación estaba atemorizada, porque decían haber visto al Buque Espíritu, que éste es el nombre que le dan los marineros. Subí en seguida a cubierta; el tiempo estaba sereno, pero por la popa y a dos cables de distancia, había una niebla rara, pues tenía la figura de una bola. Andábamos a razón de cuatro o cinco millas, y, esto no obstante, no conseguíamos dejar atrás la referida niebla. «¿Qué es lo que veo?», exclamé, restregándome los ojos. «Atienda usted, capitán -repuso el contramaestre-, ya hablan de nuevo». «¿Quién?», pregunté poniendo atención y oyendo de repente salir de entre la niebla unas voces que gritaban: «¡Ohé! ¡Buque a estribor!» «Bien, toca la campana.» «Debe ser un buque, contramaestre», exclamé entonces. «Sí, pero no de este mundo», me replicó. Las voces se oyeron otra vez: «Dispara un cañón de proa.» «Bien, capitán. ¡Fuego!» La detonación sonó en nuestros oídos como un trueno, y después…

–Después, ¿qué? – preguntó el capitán del Batavia emocionado.

–La niebla desapareció como por encanto, el horizonte volvió a despejarse y todo quedó en el mismo estado que antes de la terrible aparición.

–¡Será verdad!

–Veinte hombres hay sobre cubierta -replicó al capitán-, que confirmarán cuanto he dicho, y, además, el sacerdote que nos acompaña encontrábase precisamente a mi lado mientras permanecí sobre cubierta. La tripulación dijo entonces que pronto sobrevendría alguna desgracia, y a la mañana siguiente, al entrar en la bodega, vimos que tenía cuatro pies de agua. Acudióse a las bombas; pero, ¡trabajo inútil!, el barco se hundió pocas horas más tarde, como les acabo de referir.

Felipe no hizo objeción alguna, pero le complació el relato.

–Si el buque de mi padre -pensó-, se aparece a otros lo mismo que al en que viajo, no soy yo quien pone en peligro las vidas de los que me acompañan y puedo proseguir mi tarea sin remordimientos.

Al día siguiente entabló conversación con el sacerdote católico, que hablaba el holandés tan correctamente como su propio idioma. Era un venerable anciano, de unos sesenta años de edad, con larga barba blanca como la nieve, y maneras distinguidas.

Vanderdecken se atrevió a confesarle que era católico.

–Es un caso raro, tratándose de un holandés.

–En efecto -replicó Felipe-; pero todos lo ignoran a bordo, no porque me avergüence de mis creencias, sino para evitar discusiones.

–Es usted prudente, hijo mío. Si el protestantismo no produce otros frutos que los que he visto en Oriente, vale poco más que la idolatría.

–Dígame usted, padre; me han referido cierta aparición milagrosa de un buque que no está tripulado por seres humanos… ¿Lo vio usted también?

–Vi lo que vieron los demás -respondió el sacerdote-; y realmente la aparición fue extraordinaria, casi podría decir sobrenatural. Había ya oído hablar del Buque Fantasma y que su encuentro presagiaba desastres; pero crea que, si nosotros hemos naufragado, se debe también a que venía a bordo una persona, cuyos pecados podrían hundir con su peso todos los buques del mundo; cuando se ahogó, comprendí que muchas veces en este mundo el Todopoderoso castiga con severidad a los que merecen su venganza.

–¿Se refiere usted al presidente holandés que se hundió en el mar con el buque?

–Sí, hijo mío; pero la historia de sus crímenes es muy larga; mañana a la noche se la referiré íntegra. La paz sea con usted, y hasta que volvamos a vernos.

El tiempo se mantuvo hermoso y el Batavia estuvo corriendo bordadas hasta el amanecer, con objeto de fondear en Santa Elena tan pronto como amaneciese. Sin embargo, la calma le impidió hacerlo y aquella noche, durante el cuarto de las doce, Felipe vio al sacerdote que estaba esperándole en el portalón. La tranquilidad era completa a bordo; los marineros dormían en el entrepuente, y Felipe, con su nuevo amigo, se dirigió a popa; entonces, el anciano, sentándose sobre un banco, comenzó a hablar en esta forma:

–Posiblemente ignorará usted que los portugueses, ansiosos de conservar un país que han descubierto y cuya posesión ha costado muchos crímenes, no han perdido de vista un punto esencial para todo buen católico: el extender la verdadera fe e izar la bandera de Jesucristo en las regiones dé la idolatría. Algunos de mis compatriotas, después de haber naufragado, se establecieron en las islas del Japón, y siete años más tarde, el glorioso San Francisco, que está en la gloria, desembarcó en la isla de Ximo, donde predicó nuestra religión, haciendo numerosas conversiones. Desde allí marchó a la China, que era su destino, pero murió en la travesía, concluyendo de este modo su santa vida. Después de su glorioso tránsito, a pesar de los obstáculos que siempre han opuesto los sacerdotes de la idolatría, y de las persecuciones de que han sido objeto, el número de conversos al cristianismo crece extraordinariamente en el Imperio japonés. La religión se propaga más cada día y son muchos los miles de almas que adoran al verdadero Dios.

»Los holandeses fundaron también al poco tiempo un establecimiento en el Japón; pero, como los católicos indígenas solamente querían tratar con los portugueses, que les inspiraban mayor confianza y simpatía, aquéllos se convirtieron en enemigos nuestros; la persona de quien hablé a usted anoche, que era entonces el jefe de la factoría holandesa, en su sed de oro, hizo creer al emperador que la religión cristiana era un manantial de discordia logrando por este medio arruinar a los portugueses y a sus adeptos. Esto fue, hijo mío, lo que hizo aquel hombre que se jactaba de profesar la religión protestante, por ser más pura y razonable que la nuestra.

»Vivía al lado nuestro un señor japonés, muy influyente y extraordinariamente rico, quien con dos hijos suyos había abrazado el cristianismo. Tenía, además, otros dos hijos que residían en la corte. Este personaje nos regaló una casa para establecer en ella una escuela; pero, a su fallecimiento, los dos hijos residentes en Yedo, que eran idólatras, nos despojaron del regalo de su padre. Nosotros nos resistimos a ello y el gobernador holandés aprovechó esta oportunidad para excitarlos en contra nuestra, haciendo llegar a oídos del emperador la calumnia de que los portugueses y cristianos fraguaban una conspiración para arrojarle del trono; porque debe advertirse que cuando a algún holandés se le preguntaba si era católico, respondía invariablemente: Soy holandés.

»El emperador, dando crédito a aquella calumnia, apresuróse a promulgar un edicto en el que se decretaba el exterminio de los portugueses y de todos los súbditos suyos que confesaran la nueva fe, para cuyo fin organizó un ejército, cuyo mando confió a los hijos del caballero de quien he hablado antes. Los cristianos que conocían que la resistencia era su único recurso, empuñaron las armas y nombraron por generales a los otros dos hermanos.

»Este último ejército componíase de más de 40.000 hombres y el emperador, que desconocía esta circunstancia, mandó en contra suya solamente 25.000 soldados. Sostuvieron un sangriento combate y quedaron victoriosos los cristianos; de las huestes imperiales sólo se salvaron los que apelaron a la fuga.

»Esta señalada victoria hizo aumentar considerablemente el número de conversiones y pronto llegaron nuestras fuerzas a más de 50.000 combatientes. El emperador, viendo su ejército destrozado, ordenó nuevos reclutamientos con los que consiguió reunir una fuerza de 150.000 hombres, encargando a sus generales que no dieran cuartel a los cristianos, excepción hecha de los dos jóvenes que los mandaban, pues deseaba apresarlos vivos, para someterlos al tormento. Rehusó cuantos medios se le propusieron para llegar a un arreglo y se encargó personalmente del mando de las tropas. En el primer día de combate, la victoria inclinóse a favor de los cristianos, pero sufrieron la pérdida de uno de sus generales, que fue herido y hecho prisionero,

»La segunda batalla fue funesta para nosotros. Sucumbió el otro general y, dominados por el número, nuestros soldados se rindieron a discreción. Todos fueron pasados a cuchillo y no lograron salvarse ni las mujeres, ni los ancianos, ni los niños. En aquella triste jornada sucumbieron más de 60.000 criaturas. Y no fue esto todo; en seguida comenzó una terrible persecución por todo el Imperio y todos los cristianos fueron sometidos a los más atroces martirios. No se consiguió, sin embargo, exterminarlos hasta hace unos quince años, y calculo que tales persecuciones han quitado la vida a más de 400.000 personas. Tal es, hijo mío, la atroz carnicería que ha ocasionado la falsedad y avaricia de aquel insensato, que ha comparecido ya ante Dios para dar cuenta de sus crímenes. La Compañía Holandesa de las Indias, satisfecha de su conducta que tantos beneficios le reportaba, le ha sostenido durante muchos años en la presidencia de su factoría en el Japón. Vino siendo muy joven y ya tenía la cabeza blanca cuando emprendió el camino de regreso a su país, cargado de riquezas sin cuento, porque inmensas debían de ser para que una ambición como la suya se satisficiera. Dígame usted ahora, Felipe, ¿no es mejor cumplir nuestra misión en este mundo y despreciar las riquezas, para poder disfrutar después la bienaventuranza en el otro?

–Cierto, padre -replicó Vanderdecken.

–Me quedan pocos años de vida y Dios sabe si abandonaré este valle de lágrimas con repugnancia -agregó el sacerdote.

–Lo mismo digo yo -contestó Felipe.

–¡Usted! No, hijo mío. Es joven y tendrá grandes esperanzas. Antes de morir necesita desempeñar en esta vida el papel que Dios le haya reservado.

–Así es -repuso Felipe-; pero hace mucho frío y debe ir a acostarse. Yo también lo haré cuando termine mi guardia.

–Reciba usted mi bendición v buenas noches.

–Muy buenas -replicó Felipe contento de quedarse solo; y, luego se preguntó a sí mismo-: ¿Debo confesárselo todo? Creo que no, puesto que tampoco he revelado nada al padre Leysen, a quien conozco más. Esto sería entregarme y ponerme en su poder. No, no; el secreto me pertenece a mí solo.

Y, dicho esto, sacó de su pecho la reliquia, y la besó respetuosamente.

El Batavia, después de haberse detenido algunos días en Santa Elena, prosiguió su viaje, y a las pocas semanas Felipe volvía a ver las márgenes del Zuyderzee. Pidió permiso para desembarcar y, obtenido, se dirigió a su casa, acompañado de Matías, que tal era el nombre del sacerdote portugués, con quien había contraído estrecha amistad, y al cual había ofrecido su protección durante el tiempo que permaneciera en los Países Bajos.

XIII

–No abrigo la menor intención, de afligirle -dijo el padre Matías, que seguía penosamente el rápido paso de Felipe-; pero no olvide que éste es un mundo transitorio y que ha permanecido ausente mucho tiempo. Modere, por consiguiente, los frecuentes arrebatos de alegría que le acometen desde que saltó a tierra, pues, aunque confío en la misericordia de Dios y creo que en breve podrá abrazar a su esposa, he averiguado en Hushing que ha habido aquí una epidemia terrible, y en tales casos la muerte no suele respetar la belleza ni la juventud.

–Apresurémonos, padre -replicó Felipe-; cuanto acaba usted de decir es cierto, y acrecienta aún más mi ansiedad.

Vanderdecken aligeró el paso, dejando atrás a su compañero, y a las siete de la mañana llegó a su casa.

Los postigos no habían sido abiertos aún, por lo qué supuso que su esposa habría salido ya; pero pronto hubo de pensar lo contrario, pues, al levantar el picaporte, distinguió una luz en la cocina, y encontróse en el vestíbulo con una criada que, sentada en una silla dormía a pierna suelta. Antes de despertarla, oyó una voz que desde lo alto de la escalera gritaba:

–María, ¿es el médico?

Vanderdecken no se detuvo un momento más; subiendo en cuatro saltos y empujando a la persona que había hablado, llegó hasta el aposento de Amina.

Una mariposa colocada en un vaso de aceite, iluminaba débilmente la estancia; las cortinas del lecho estaban corridas y junto a él encontrábase el padre Leysen. Felipe retrocedió; la sangre se le helaba en las venas; no podía hablar. Falto de aliento, apoyóse contra la pared y, al fin, exhaló un profundo suspiro, que hizo volver la cabeza al sacerdote, quien, al conocerlo, le extendió la mano sin pronunciar una palabra.

–¿Ha muerto? – preguntó Felipe.

–No, hijo mío; aún queda esperanza. En este momento sufre una crisis terrible; antes de la tarde se decidirá su suerte, y sabremos si se puede esperar que se restablezca, o seguirá la suerte de los muchos centenares de víctimas que la epidemia ha llevado al sepulcro.

El padre Leysen se acercó al lecho y descorrió las cortinas. Amina permanecía insensible, respiraba con dificultad y tenía los ojos cerrados. Felipe besó apasionadamente su ardorosa mano, y prorrumpió en amargo llanto; pero el párroco le convenció de que debía tranquilizarse, y ambos tomaron asiento junto a la enferma.

–Precisamente, has llegado a tiempo de presenciar una terrible escena, Felipe; escena muy dolorosa para ti, que eres tan vehemente e impetuoso; pero es preciso conformarse con la voluntad de Dios. Todavía queda alguna esperanza, según ha dicho el médico que la asiste, y a quien estamos esperando. Tu esposa padece fiebre tifoidea, enfermedad que ha arrebatado la vida a centenares de familias en estos dos últimos meses, hasta tal punto que puede considerarse afortunada la casa en que no ha habido más que una defunción. Siento que hayas regresado en esta ocasión, porque la enfermedad es contagiosa. Muchas personas han huido del país, y, para colmo de desdichas, casi carecemos de médicos porque la muerte no ha respetado a nadie.

La puerta se entreabrió suavemente, y penetró en la estancia un hombre alto y moreno, arrebujado en una capa parda y con una esponja, saturada de vinagre, aplicada a las narices. Saludó a Felipe con una inclinación de cabeza y se dirigió hacia el lecho de la paciente, a quien pulsó durante algunos segundos, le aplicó la mano sobre la frente, y, por último, la cubrió cuidadosamente con las sábanas, ofreciendo en seguida la esponja a Vanderdecken. Luego, indicó por señas al padre Leysen que deseaba hablarle.

Este salió de la estancia con el galeno y, cuando a los pocos minutos regresó, dijo:

–Cree que se salvará, hijo mío, y me ha dado sus instrucciones. Debemos evitar que se destape y que reciba ninguna impresión fuerte cuando recobre los sentidos.

–Así lo haremos.

–No me preocupa que te vea, ni que sepa que has regresado, porque la alegría mata pocas veces; pero tengo otros motivos de intranquilidad.

–¿Cuáles son?

–Felipe, hace más de quince días que Amina no cesa de delirar, y durante este tiempo no me he separado un solo momento de su lecho, excepto para auxiliar a algún moribundo. Temía dejarla sola, porque en sus desvaríos contaba una historia tan terrible, aunque sin conexión, que me ha horrorizado. Se conoce que la ha preocupado constantemente, y esta circunstancia retardará su convalecencia. ¿Recuerdas que en cierta ocasión me confesaste que tenías un secreto cuyo peso había causado la muerte a tu madre?

–Sí, señor cura; y Amina lo conoce -replicó Felipe con tristeza.

–Pues tu esposa lo ha revelado todo en su delirio… Pero no hablemos ahora de esto. Quédate velándola que yo no tardaré una hora en volver, en cuyo tiempo, según el médico asegura, recobrará la razón o la perderemos para siempre.

Felipe enteró al párroco de que había venido acompañado del padre Matías, a quien consideraba como huésped, suplicándole le enterara al paso de lo que ocurría. El padre Leysen salió del aposento, y Vanderdecken se sentó junto a la cabecera de la moribunda.

–¡Ah! – pensó Felipe, al quedarse solo-. ¡Cómo nos encontramos, Amina! ¡Razón sobraba al padre Matías, cuando, al venir, me decía que no me apresurase, porque en lugar de la dicha pudiera encontrar la desgracia! ¡Dios mío! tened misericordia de mí, y salvad a esta angelical criatura, a quien amo tanto, pues, de lo contrario, moriré yo también.

El afligido esposo permaneció orando durante largo rato y, luego, se inclinó sobre su esposa y depositó un beso en sus labios febriles. Cubrió después cuidadosamente a la enferma con la ropa de la cama, y esperó tembloroso y esperanzado.

Un cuarto de hora después, Amina comenzó a sudar copiosamente; poco a poco la respiración fue regularizándose, y, en lugar de permanecer insensible, empezó a dar muestras de inquietud. Felipe observó este cambio con regocijo, y estuvo un rato arropándola constantemente, hasta que cayó en un profundo sueño. Momentos después penetraron en la estancia el padre Leysen y el médico; Felipe refirióles brevemente lo ocurrido, y el facultativo se aproximó al lecho de la enferma.

–Su esposa está fuera de peligro -exclamó cuando la hubo examinado-; pero no conviene que vea a usted porque es preciso evitarle toda clase de emociones. Déjela dormir y, cuando despierte, habrá recobrado el juicio.

–¿Puedo yo permanecer en la alcoba?

–Es innecesario; la enfermedad se contagia, y está usted ya aquí demasiado tiempo. Baje a la sala, cambie de traje y disponga otra cama en distinta habitación, para trasladar a la enferma cuando su estado lo permita. Abran luego las ventanas de esta alcoba para que se ventile. Sería una lástima que esta joven, salvada milagrosamente de las garras de la muerte, sucumbiera después, si usted contrae la enfermedad, porque pudiera contagiarse de nuevo.

Felipe conoció lo acertado de estos consejos, y salió de la estancia acompañado del médico. Cuando se hubo mudado de pies a cabeza, fue en busca del padre Matías, a quien encontró en la salita baja.

–Tenía usted razón -dijo, sentándose en el sofá.

–Tengo muchos años y todo me inspira recelo; usted es joven y confiado, Felipe. Pero, según he podido comprender, el peligro ha desaparecido por ahora.

–Por fortuna, sí, señor -replicó Vanderdecken, pensando en lo que tendría que comunicarle el párroco, referente a los delirios de Amina.

El sacerdote, conociendo que estaba completamente abstraído, no quiso molestarle y guardó silencio, al que puso término la llegada del padre Leysen.

–Da gracias a Dios, hijo mío; Amina ha despertado y recobrado el uso de la razón. Es, por consiguiente, indudable que ha desaparecido el peligro. Le he dado una taza de caldo, conforme había dispuesto el médico; pero tales deseos tenía de continuar durmiendo, que a duras penas he podido hacerle beber. Continúa descansando, y, probablemente, pasará muchas horas en tal estado; el sueño es precioso y no debemos interrumpirle. Voy a disponer que preparen un refresco para nosotros, que nos sentará muy bien. Pero todavía no me has presentado a este caballero, que, por lo que veo, es también ministro del Señor.

–Dispénseme usted -contestó Felipe-. Proporcionará a usted buenos ratos la amistad del padre Matías, que me ha prometido permanecer con nosotros algún tiempo. Yo también voy a disponer que preparen el almuerzo, y espero que el padre Matías me perdonará que no me haya acordado antes de que se encuentra en ayunas.

Dicho esto, dirigióse a la cocina, y, después de ordenar que llevaran a la sala todo lo necesario, tomó el sombrero y salió de la casa. Se encontraba inapetente y experimentaba necesidad de respirar el aire puro del campo.

Durante el paseo, encontró a varios antiguos conocidos, que le felicitaron por la mejoría de su esposa. Cuando, dos horas más tarde, regresó nuevamente a casa, enteróse de que Amina continuaba durmiendo aún.

–Hijo mío -le dijo el padre Leysen-, desearía que habláramos claramente. He conferenciado con este digno sacerdote, y ha llenado mi alma de regocijo la noticia de que nuestra religión se extiende entre los paganos. Como me es imposible olvidar ni un momento los delirios de Amina, le he preguntado, además, si ha oído hablar de un buque que se aparece en los mares del Cabo, de una manera sobrenatural. ¡Cuál no habrá sido mi asombro, al oírle decir que él le ha visto por sus propios ojos, y en circunstancias tan raras, que lo atribuye a intervención divina! ¡Cosa extraordinaria y terrible! Felipe, ¿no sería mejor que nos refirieras con todos sus detalles esa extraña historia? Nosotros te aconsejaremos lo que debes hacer, pues tenemos más experiencia que tú y por nuestro carácter podemos decidir si el demonio interviene en la aparición, o si es Dios quien la permite.

–Dice bien el señor párroco -agregó el padre Matías.

–¿Quién podrá guiarte mejor que los que tienen la misión de combatir en el mundo los propósitos de Satanás? ¿Quién más a propósito que nosotros, que somos los representantes de Dios sobre la tierra? Ten, además, en cuenta, que ese secreto está minando la existencia de tu esposa y que concluirá por llevarla al sepulcro, como sucedió a tu santa madre. Permaneciendo tú a su lado vivirá satisfecha; pero reflexiona cuánto debe sufrir en los largos días de soledad en que la dejan tus continuos viajes. Ese secreto es un gusano roedor que concluirá por matarla si no se aplican inmediatamente los remedios que proporciona la religión. No olvides que eres egoísta y cruel abandonándola a sus propias fuerzas.

–Estoy convencido, señor cura -interrumpió Felipe-. Siento no haber hecho antes esta revelación; pero ahora referiré a ustedes cuanto ha ocurrido, aunque dudo que su consejo pueda guiarme en circunstancias tan extraordinarias.

Y, seguidamente, hizo el relato del triste y peregrino suceso que trastornó el juicio de su pobre madre y que la llevó al sepulcro, sin omitir el juramento, formulado por él, de dedicar su existencia a liberar a su progenitor de la terrible condena que estaba sufriendo.

–Ya ve usted, señor cura -concluyó diciendo-, que estoy ligado por un solemne juramento que Dios seguramente ha oído y que me veo obligado a seguir mi destino.

–Hijo mío; nos has contado cosas singulares y terribles, cosas que no parecen propias de los humanos. Conferenciaré con el padre Matías respecto a tan delicado asunto y cuando lo hayamos discutido detenidamente, resolveremos.

Felipe subió entonces a ver a Amina. Despidió a la criada que la acompañaba y quedó velando su sueño junto a la cabecera. Transcurrieron dos horas, al cabo de las cuales fue llamado por los sacerdotes.

–Hemos celebrado una larga consulta -dijo el padre Leysen- sobre esta extraña y, quizás, sobrenatural ocurrencia. Digo quizás, porque niego en absoluto las afirmaciones de tu madre, como fruto de su extraña imaginación y por la misma causa no es creíble lo que tú refieres, pues la exaltación y disgusto que te produjo su muerte pudieran haber perturbado algún tanto tus facultades mentales; pero, como el padre Matías asegura haber visto la aparición del Buque Fantasma, con los mismos detalles que tú nos has referido, no es imposible que haya en todo esto algo de sobrenatural.

–No olvide usted que el Volador Holandés no se me ha aparecido a mí solo.

–Efectivamente, ¿pero vive alguno de los que lo vieron? Pero ése es detalle de escasa importancia; admitimos que el buque se aparezca en virtud de un poder superior.

–Sí, del poder de Dios -replicó Felipe.

–En eso no convendremos con tanta facilidad. El demonio, eterno enemigo de la humanidad, no carece de cierto poder. Pero, como éste es inferior al otro y se manifiesta en ocasiones porque el Todopoderoso así lo permite, indirectamente concedo que pueden ocurrir tales portentos. Es, pues, nuestra opinión, que las revelaciones que dices has tenido, no son del cielo, sino sugestiones del diablo para lanzarte a los peligros; porque, si tu misión fuera la que supones, ¿cómo no se te ha aparecido el buque en este último viaje? Y, aun suponiendo que se te apareciera en todos, ¿de qué manera ibas a comunicarte con los que lo tripulan, si no son más que fantasmas, espíritu y sombras? Nuestro consejo es, por consiguiente, que emplees parte de la herencia de tu padre en misas por su alma; cosa que tu madre habría hecho en otras circunstancias. Después permanece quieto en tu casa y no vuelvas a buscar imposibles mientras que el Cielo no te dé una nueva señal que demuestre de un modo palmario que te ha confiado tal misión.

–Pero mi juramento…

–La Iglesia te lo dispensa y nosotros en su nombre te absolvemos. Confía en la Providencia y no hablemos más. Ahora voy arriba y cuando Amina despierte la prepararé poco a poco para que no se impresione al verte. No hay que hablar más del asunto.

El padre Leysen salió de la sala y Felipe continuó discutiendo con el otro sacerdote hasta que, al fin, quedó, si no convencido, perplejo. Entonces salió nuevamente de paseo para tranquilizarse.

Era tarde; el sol desaparecía ya del horizonte y Felipe se encaminaba al sitio en que había pronunciado su juramento. Era precisamente la misma hora solemne; la escena, el lugar y el tiempo eran también los mismos. El joven sacó la reliquia de su pecho y se arrodilló besándola con fervor. Mientras tanto, el sol se ocultó tras las montañas y la noche comenzaba ya a extender su manto de negruras.

Vanderdecken no advirtió nada que le confirmase haber sido elegido por Dios para redimir a su padre; y, cuando regresó a su casa, estaba más decidido que antes a seguir las instrucciones del párroco.

Seguidamente subió a la alcoba de Amina, a quien encontró despierta y hablando con los dos sacerdotes. Las colgaduras del lecho estaban medio corridas y pudo deslizarse sin que lo vieran.

–Es imposible que mi esposo haya llegado -decía Amina con voz débil.

–El buque ancló ayer en Ámsterdam y no ha ocurrido novedad a bordo.

–¿Y por qué no ha venido entonces? ¿Por qué no ha traído él mismo la noticia? ¡Oh! Conozco bien a mi Felipe. ¿Está en casa? No me lo niegue usted, señor cura, pues de lo contrario me voy a morir de tristeza.

–En casa está, Amina -replicó el padre Leysen-, bueno y salvo.

–¡Gracias, Dios mío! Pero, ¿cómo es que no le veo? ¡Usted me engaña, padre! ¡Esta incertidumbre es mucho peor que la muerte!

–Aquí estoy, Amina -exclamó Felipe saliendo de su escondite.

La enferma exhaló un grito penetrante y, extendiendo los brazos, perdió el conocimiento. Afortunadamente, se recobró en seguida, probando la verdad del aserto de que la alegría no mata.

Durante la convalecencia, Felipe no se separó del lado de su esposa, que no tardó en restablecerse por completo.

Felipe, cuando creyó que su esposa podía oírle sin impresionarse demasiado, refirióle lo ocurrido en el viaje y la confesión que había hecho a los dos sacerdotes, a cuya opinión se adhirió inmediatamente Amina, que no quería separarse de él. Ya sabemos que Vanderdecken opinaba también del mismo modo, y, durante algún tiempo, vivió confiado en que no tendría necesidad de embarcarse de nuevo.

XIV

El tiempo, mudo testigo de los acontecimientos humanos, transcurrió rápidamente para Felipe Vanderdecken y su encantadora esposa.

Amina, a las seis semanas del regreso de su marido, se encontraba completamente restablecida.

El padre Matías continuaba hospedado en casa del joven matrimonio y se habían ya rezado las misas por el alma del capitán del Buque Fantasma, distribuyéndose, además, cuantiosas limosnas entre los pobres del pueblo. El tema obligado de las conversaciones de los dos esposos era la decisión de los sacerdotes respecto a la conducta de Felipe; pero éste, aunque los padres le habían conmutado su juramento, no estaba satisfecho. El amor que le inspiraba Amina, unido a su deseo de no volver a embarcarse inclinaba la balanza de lado de la decisión del padre Leysen; pero, sin embargo, sus dudas no se habían desvanecido por completo. Ni los argumentos de Amina, que no quería separarse de él, ni sus caricias, producían más que un efecto momentáneo. Cuando se quedaba a solas, le remordía la conciencia por su abandono en el cumplimiento de tan sagrado deber. Amina comprendía bien la causa de su tristeza, y como sabía perfectamente a qué atenerse, volvía a los argumentos y a los halagos hasta que Felipe llegó a olvidarse de su juramento.

Cierta mañana, habiendo tomado asiento sobre un banco rústico, y estando entretenidos en coger las flores que brotaban en torno suyo y deshojándolas distraídamente, Amina volvió a hablar del mencionado asunto.

–Felipe, – dijo-, ¿crees en los sueños? ¿piensas que podemos comunicarnos con los espíritus por este medio?

–Indudablemente -replicó Felipe-; hay numerosas pruebas de ello en la Sagrada Escritura.

–En este caso, ¿por qué no satisfaces tus escrúpulos por medio de un sueño?

–Porque no está en mis manos el hacerlo.

–Tengo medios para hacerte soñar con el objeto de tu constante anhelo; si lo deseas, soñarás.

–¿Qué soñaré…?

–Sin duda alguna; tengo ese poder, aunque no te lo he revelado hasta ahora. Lo adquirí de mi madre. Tú sabes que nunca miento, y, si lo deseas, te haré soñar.

–Pero ese poder vendrá de alguna parte.

–Naturalmente, empleo medios que tú ignoras en absoluto, y, sin embargo, son muy conocidos en mi país. Ese poder estriba en un encanto que nunca falla.

–¡Un encanto, Amina! ¿Eres, pues, hechicera? ¿No sabes que la religión prohíbe los encantamientos?

–Me importa poco. Sólo sé que el poder existe.

–¿Tendrá en eso alguna intervención el demonio?

–¿Por qué? ¿No afirman los curas que todo cuanto hace el demonio lo permite Dios? Yo sólo pretendo iluminarte en tan dudosas circunstancias.

–Amina, no hay inconveniente en ello si el sueño es natural, como ocurría a los antiguos patriarcas; pero invocar una visión, apelando a encantos prohibidos, es pactar con el diablo.

–Pacto que estará permitido por Dios, y en tal caso tu razonamiento carece de base.

–Tengo miedo -contestó Felipe en voz baja, después de una breve pausa.

–Mis intenciones son buenas. Empleo estos medios para obtener el fin. ¿Y cuál es éste? Conocer la voluntad divina en tan arduo asunto. Si el demonio me ayuda, ¿qué importa? Se convertirá entonces en mi esclavo, viéndose obligado a proceder contra su voluntad.

Y los hermosos ojos de Amina, al expresarse en estos términos, parecía que lanzaban chispas.

–¿Ejerció tu madre esas artes? – preguntó Felipe.

–No; pero tenía fama de ser muy experta en ellas. Murió joven, como sabes, y no pudo enseñarme muchas cosas. ¿Crees tú que sólo estamos en este mundo nosotros, seres formados de barro, mortales y corruptibles? ¿No tienes repetidas pruebas, hasta en la Escritura, de que existen en la tierra espíritus superiores que auxilian a la humanidad? ¿Por qué no han de existir ahora? ¿Por qué motivo no han de ser invocados ahora como lo fueron antes? ¿Qué ha sido de ellos? ¿Han perecido? ¿Han vuelto al Cielo? Entonces Dios nos abandona a merced del demonio y de sus agentes. Confiesa que esto no es posible, Felipe. Hoy no tenemos tan frecuente comunicación con aquellos espíritus, porque somos más orgullosos y los consideramos innecesarios; pero no dudes que existe un Ser del bien y otro del mal. Las revelaciones que has tenido, ¿las supones verdaderas o sólo ilusión de tu exaltada fantasía? Respóndeme sinceramente.

–Demasiado conoces mi opinión, Amina.

–Pues, si has tenido ya una revelación, ¿por qué no has de tener otras? No repares en los medios. El párroco los considerará ilícitos; pero a mí me parece convenientes. ¿Quién podrá decir cuál de los dos se equivoca?

–Tienes razón, Amina. ¿Tienes confianza en ese poder?

–Confianza absoluta. O dormirás tranquilamente durante toda la noche o soñarás lo que deseo que sueñes.

–Acepto porque el abismo de dudas en que vivo va a volverme loco. Sea bueno o malo, emplearemos tu encanto esta misma noche.

–Hasta pasado mañana no puede ser, porque es preciso hacer antes los preparativos necesarios. ¿Me prometes concederme en cambio el favor que te pido?

–Concedido -replicó Felipe poniéndose de pie-, vámonos a casa.

En los tres días no se habló del asunto. Vanderdecken temía que Amina ejercitara su poder, porque si lo hubieran averiguado los sacerdotes la habrían excomulgado.

Felipe, tan pronto como, tres días después, se hubo metido en el lecho, quedó profundamente dormido, y Amina, que continuaba despierta, se deslizó entonces de la cama, y, vistiéndose apresuradamente, salió de la habitación. No tardó en regresar, trayendo en la mano un braserillo con ascuas de carbón y dos pedazos de pergamino arrollado, sujetos entre sí con una estrecha cinta. Colocó uno de ellos sobre la frente de su marido y el otro sobre su brazo izquierdo; puso luego en el brasero ciertas esencias y, cuando el humo llenaba la alcoba completamente, pronunció algunas palabras ininteligibles, sacudiendo sobre Felipe una rama de arbusto desconocido que tenía en su mano. Después corrió las colgaduras del lecho y tomó asiento junto a la cama.

–Si he cometido un pecado -pensó Amina-, caiga sobre mí toda la responsabilidad; nadie puede decir que mi esposo ha practicado esas malas artes que prohíben los ministros de la religión.

Cuando los primeros resplandores del nuevo día asomaban por el Oriente, Felipe continuaba durmiendo. Al salir el sol, Amina dijo:

–Ha soñado bastante.

Y agitando, nuevamente el ramito sobre su esposo, añadió:

–Felipe, despierta.

Este se estremeció nerviosamente; abrió los ojos, que tuvo que volver a cerrar deslumbrado por la luz del día y, apoyándose sobre la cabecera, pareció como que coordinaba sus pensamientos.

–¿Dónde estoy? – preguntó-. ¡En mi propia cama! Sí, no hay duda -y pasóse la mano por la frente y tocó los pedazos del pergamino-. ¿Qué es esto? – añadió, apoderándose de ellos y examinándolos-. ¿Dónde está Amina? ¡Dios mío, que terrible sueño! Esto es cosa de mi mujer.

Amina, mientras tanto, había saltado dentro de la cama colocándose al lado de su marido.

–Duerme, Felipe, duerme -dijo, rodeándole con sus brazos-. Después hablaremos de tu sueño.

–¿Eres tú? – replicó Felipe confuso-. Creía que estaba solo; he soñado que…

Pero sus párpados se cerraron otra vez antes de terminar la frase, y Amina, rendida por la mala noche, durmióse también profundamente.

El padre Matías vióse obligado a esperar largo rato aquella mañana, pues los esposos bajaron a desayunarse dos horas más tarde que de ordinario.

–Bien venidos, hijos míos -dijo al verlos-; hoy se les han pegado las sábanas.

–Felipe ha dormido bien, padre, pero yo no he podido cerrar los ojos.

–¿Ha estado usted enferma? – interrogó el sacerdote.

–No -replicó Amina-, pero no he logrado conciliar el sueño.

–¿En qué ha empleado usted la noche? ¿Rezando?

Felipe se estremeció, pero Amina se apresuró a decir:

–Ha acertado.

–Reciba usted mi bendición, hija mía -añadió el anciano, extendiendo las manos sobre su cabeza-. También le bendigo a usted, Felipe.

Este se sentó a almorzar lleno de confusión. Amina, por lo contrario, estaba tranquila.

Cuando concluyeron de desayunarse, el padre Matías tomó el breviario y la joven hizo una seña a Felipe. Salieron en silencio de la casa y al llegar al mismo banco rústico en que días antes Amina había propuesto hacer la prueba de su encanto, tomaron asiento sin haber pronunciado hasta entonces una palabra.

–Felipe -dijo aquélla, apretándole la mano y mirándole fijamente-, anoche soñaste.

–Sí, Amina -contestó en tono solemne Vanderdecken.

–Refiéreme tu sueño; porque voy a explicártelo.

–Me parece que está bien claro. Quiero, sin embargo, saber qué espíritu me lo ha inspirado.

–Refiéremelo -repitió Amina con calma.

–Soñaba que mandaba un buque que doblaba el Cabo; la mar estaba tranquila y la brisa era suave; me encontraba a popa, el sol ocultábase entre las aguas y las estrellas brillaban más que de ordinario. Hacía calor y me acosté boca arriba para contemplar mejor los astros que relucían en el firmamento y los meteoros que de vez en cuando cruzaban la bóveda celeste. Me dormí sin darme cuenta de ello, pero no tardé en despertar creyendo que me hundía. Miré a mi alrededor y los mástiles, la arboladura, el casco y todo el buque habían desaparecido. Me sostenía una hermosa concha, que flotaba por la inmensa superficie del mar. Aunque sentí miedo, no quise moverme, por no hacer zozobrar tan frágil embarcación. De repente se inclinó la concha de un lado, como si soportara un nuevo peso; y en seguida distinguí una mano blanca que se asía a ella. Continué inmóvil y gradualmente salió una figura de las aguas; era una mujer extraordinariamente hermosa, blanca como la nieve; su cabello flotaba sobre las olas y sus brazos torneados parecían de marfil.

»-Felipe Vanderdecken -me dijo-, ¿qué temes? ¿No está tu vida encantada?

»-Lo ignoro -repliqué-; sólo sé que estoy en peligro.

»-¡En peligro! – añadió-. Eso sería bueno si navegaras en esas obras humanas que las olas no respetan, en esos buenos buques, como vosotros los llamáis; pero sobre la concha de una sirena que no puede sumergirse, todo temor es ridículo. Felipe Vanderdecken, ¿vienes en busca de tu padre?

»-Debo hacerlo, porque ése es mi destino.

»-Pues vamos a buscarlo juntos. Esta concha es mía; pero, como no sabes manejarla, te ayudaré.

»-¿Nos sostendrá a los dos?

»-Quizá -replicó sonriendo.

»Y, lanzándose nuevamente al mar, reapareció por el costado de la concha que no sobresalía del agua más que tres o cuatro pulgadas. Sentóse en el borde, pero su peso no inclinó la embarcación poco ni mucho y, entonces, principiamos a navegar rápidamente sin que nadie nos impulsara.

»-¿Tienes todavía miedo, Felipe Vanderdecken?

»-Ninguno -le contesté.

»Entonces, pasóse las manos por la frente y, separando los rubios cabellos que ocultaban su rostro, añadió:

»-Mírame.

»-Miré… y eras tú.

–¿Yo? – interrumpió Amina, sonriéndose.

–Sí, tú misma. Te llamé por tu nombre y te aprisioné en mis brazos. Me sentía ya capaz de dar la vuelta al mundo en tu compañía.

–Continúa -dijo Amina tranquilamente.

–Adelantábamos muchos millares de leguas. Cruzábamos unas veces junto a hermosas islas que semejaban ramos de flores en medio del Océano; tan pronto engolfado en alta mar como junto a la costa, donde veíamos morir blandamente las olas y acariciaba nuestros oídos el murmullo de la brisa que agitaba los árboles.

»-No encontraremos a tu padre en estos mares tranquilos -me dijiste-. Necesitamos tomar otra dirección.

»Fuése picando el mar poco a poco hasta que se cubrió por completo de espuma; la concha siguió navegando sobre aquellas aguas tumultuosas, sin entrar siquiera una gota y continuamos avanzando por entre olas tan enormes, que la más pequeña habría podido sumergir al más grande de nuestros buques.

»-¿Tienes valor, Felipe? – me preguntaste de nuevo.

»-Sí, Amina, a tu lado no temo nada.

»-Estamos muy cerca del Cabo; por aquí encontraremos a tu padre. Miremos bien en todas direcciones por si divisamos algún navío, que debe ser el suyo, pues sólo el Buque Fantasma puede resistir un temporal como éste.

»Volábamos sobre montañas de espuma, saltando de una en otra y con frecuencia la concha quedaba por completo en el aire. Cambiábamos de dirección constantemente, ora hacia el Este, ora hacia el Oeste, al Norte, al Sur. Después de recorrer centenares de millas, vimos en lontananza una fragata empujada por la tempestad.

»-Mira, Felipe -gritaste, señalándola con el dedo-. Aquél es el buque de tu padre.

»La distancia que nos separaba disminuyó rápidamente; los que iban a bordo del Volador no tardaron en vernos e hicieron rumbo hacia nosotros. Al fin atracamos a su costado, y, como no era posible arriar ningún bote, abrieron los portalones. En la cubierta vi a mi padre que daba sus órdenes asomado a la batayola y asido a los obenques del palo de mesana. Besé el relicario e intenté alargárselo, pero él, sonriendo, dispuso que me arrojaran un cabo. Iba ya a subir a bordo, cuando, de repente, un hombre se lanzó desde el buque a la concha. Tú diste un grito, desapareciendo entre las olas, y la pequeña embarcación, guiada por el hombre que había ocupado tu puesto se alejó del buque velozmente. Una fuerte impresión de frío recorrió todos mis miembros, y al mirar al nuevo compañero me quedé atónito. ¡Era Schriften, el mismo piloto del Ter Schilling que, como los demás tripulantes, se ahogó en la Bahía de la Tabla!

»-No, no; todavía no -me dijo.

»Iracundo y desesperado, le agarré por la cintura y le arrojé al mar y, mientras nadaba a mi alrededor, gritó:

»-Felipe Vanderdecken, nos volveremos a encontrar.

»Cerré los ojos para no verle y en aquel instante llenóse la concha de agua y, cuando luchaba desesperadamente para mantenerse a flote, concluyó mi sueño.

»Ahora, Amina -añadió Felipe después de una breve pausa-, ¿qué te parece todo esto?

–En primer lugar que soy tu ángel custodio, así como Schriften es tu enemigo.

–Efectivamente; pero Schriften ya ha muerto.

–Lo crees así.

–Es imposible que haya escapado del naufragio sin que yo lo sepa.

–El sueño, sin embargo, revela lo contrario. Creo, Felipe, que no debes viajar por ahora. Sigue los consejos del párroco hasta que recibas un nuevo aviso. Haz caso de mí.

–Así lo haré, Amina.

–Muy bien; no hablemos más de este asunto, pero recuerda que me tienes otorgado un favor que exigí el otro día.

–No lo he olvidado. ¿Qué es lo que deseas?

–Te lo diré a su debido tiempo; pero que no se te ocurra pensar que intento disuadirte de tu deber -añadió Amina, arrojándose en los brazos de su esposo…

xv

Tres meses después de esta conversación, Amina y Felipe encontrábanse nuevamente sentados en el mismo banco rústico que había llegado a ser el sitio donde descansaban de sus paseos. El padre Matías había intimado con el párroco, llegando a ser tan inseparables como los dos esposos. Resuelto Felipe a esperar un nuevo aviso, antes de reanudar su tarea, se acordaba poco de ésta y se sentía completamente dichoso al lado de Amina. Había, sin embargo, escrito a los directores de la Compañía, solicitando que le nombraran capitán de un buque, pero después no volvió a hacer gestión alguna para conseguir su propósito.

–Me agrada sentarme en este banco, Felipe -dijo Amina-, porque parece que participa de nuestra suerte. Aquí discutimos la conveniencia de emplear mi encanto y aquí también me referiste tu sueño y yo te lo expliqué.

–Es cierto, Amina; pero si consultáramos respecto a este asunto al padre Leysen, diría que obramos entonces de una manera herética y punible.

–¡Bah! Me importa poco.

–Sin embargo, conviene que el secreto no se descubra.

–¿Crees tú que si lo supiera me excomulgaría?

–Sin duda alguna.

–Ese digno sacerdote es muy bondadoso y me agradaría discutir el punto con él.

Mientras Amina hablaba, sintió Felipe que una mano le tocaba en el hombro y que un frío glacial recorría todos sus miembros. Volvió la cabeza y quedó mudo de estupor, al ver ante sí a Schriften en persona, el piloto tuerto a quien suponía ahogado, el cual le presentaba una carta. Aquella súbita aparición, le hizo exclamar:

–¡Santo Cielo! ¿Será posible?

Amina comenzó a llorar, no ciertamente porque Schriften la hubiera asustado, sino porque comprendió que su desdichado esposo sólo descansaría en la tumba.

–Felipe Vanderdecken -dijo el piloto-, ¡eh! ¡eh! Le traigo esta carta de la Compañía.

El interpelado la tomó; pero, antes de romper el sobre, dirigió una mirada escrutadora a Schriften.

–Creía que se había usted ahogado en el naufragio del Ter Schilling, en la Bahía de la Tabla. ¿Cómo se salvó usted?

–¿Cómo pudo usted escapar? – pregunto yo también.

–Las olas me arrojaron a la playa, pero…

–¿Acaso no podían arrojarme también a mí? – replicó el tuerto.

–No me ha entendido.

–Pero presumo que no habrá usted llorado mucho mi muerte. Por lo demás, me salvé del mismo modo. Quédese con Dios, puesto que ya he cumplido mi encargo.

–Aguarde un instante y respóndame a esta pregunta: ¿Va usted a navegar ahora en el mismo barco que yo?

–No lo sé -contestó Schriften-, porque no ando tras del Buque Fantasma.

Y, dicho esto, dio media vuelta y se alejó a buen paso.

–¿No es esto un aviso, Amina? – exclamó Felipe, después de una breve pausa, sin atreverse a abrir la carta que tenía aún en la mano.

–Sin duda alguna. Ese odioso mensajero parece haber salido de la tumba sólo para traerte esa carta. Perdona mis lágrimas, Felipe. No volveré a afligirte con mi debilidad.

–¡Pobre Amina mía! – exclamó tristemente Felipe-. ¿Por qué no he de hacer mi peregrinación solo? ¡Cuan egoísta y criminal fui haciéndote partícipe de mi desgracia sabiendo que toda mi vida sería una continua cadena de sufrimientos!

–Es mi deber compartir contigo las penas. Conoces mi corazón, y si crees que he de embarazarme en el cumplimiento de ese deber… En medio de mis torturas, experimento cierta satisfacción en participar de tu suerte y estoy orgullosa de ser la mujer de un hombre destinado a realizar tan extraordinaria empresa; pero leamos la carta.

Felipe decidióse entonces a romper la nema y vio que se le nombraba segundo de la Vrow Katerina, buque que estaba ya dispuesto para recibir la carga, por lo que se le exigía que se apresurara a embarcar. La carta, que venía firmada por el secretario, decía, además, que, a su regreso, seria nombrado capitán de otro buque, con ciertas condiciones que se le notificarían en Ámsterdam.

–Creía que habías solicitado el mando de un barco para este viaje -dijo Amina.

–Así lo hice, en efecto; pero, como no he vuelto a escribir, se han olvidado de mi demanda; mía es la culpa.

–La cosa es ya irremediable -agregó Amina.

–Sin embargo, iré gustoso, porque quizá me convenga más el cargo de segundo.

–Ahora voy a hablarte con claridad, Felipe. Siento mucho que haya ocurrido esto, porque, si hubieras sido nombrado capitán, te habría recordado una promesa que me hiciste en este mismo sitio cuando te expliqué tu sueño. Quería embarcarme contigo. A tu lado nada me asusta ni atemoriza, y seré feliz hasta en medio de las mayores privaciones; pero quedar abandonada tanto tiempo, a solas con mis tristes pensamientos, devorada por la impaciencia y la incertidumbre, es terrible, Felipe, y no lo puedo soportar. Recuerda tu promesa; cuando seas capitán podrás llevar a tu esposa a bordo. Me aflige mucho que me dejes ahora; pero me consolará, en cierto modo, la esperanza de que te acompañaré en el próximo viaje.

–Confía en ello, Amina, puesto que tanto lo deseas. No puedo negarte nada; pero tengo el presentimiento de que tu felicidad y la mía llegan a su término. Un ser que, como yo, participa de las cosas de este mundo y de las del otro, no puede vivir mucho.

–Si sucede alguna desgracia, me resignaré.

–Tenemos libre albedrío y, hasta cierto punto, se nos permite obrar como mejor nos plazca.

–Eso pretendió hacerme creer el párroco; pero sus razones eran para mí incomprensibles. Y, sin embargo, aseguraba que constituían parte de la fe católica. Sus creencias serán más sencillas, porque el digno anciano sólo consiguió aumentar mis dudas.

–De la duda se pasa a la convicción.

–Quizá -replicó Amina-; pero, en ese caso, estoy al principio de la jornada. Volvamos a casa. Necesitas marchar a Ámsterdam, y quiero acompañarte. Trabajarás allí de día a bordo, y por la noche mis sonrisas consolarán tu amargura, ¿no es cierto?

–Perfectamente. No puedo todavía comprender cómo ha venido Schriften. Lo he visto bien y, sin embargo, es casi milagroso que haya sobrevivido al naufragio. ¿Dónde habrá estado desde que se salvó? ¿Qué te parece, Amina?

–Que es un espíritu del otro mundo con un ojo.

Felipe no contestó; embebido en sus meditaciones, caminaba en silencio. Aunque completamente decidido a embarcarse, llamó en seguida al padre Matías y al párroco para que le dieran su opinión acerca de la carta que había recibido. Después de dos horas de consulta, el padre Leysen le dijo:

–Hijo mío, estamos sumamente perplejos. Te aconsejamos en otra ocasión que no te movieras de aquí mientras no recibieras un nuevo aviso. La carta de la Compañía nada tiene de particular; pero la reaparición del que la ha traído, es cosa digna de meditarse. Dime, Felipe, ¿ese Schriften puede, haberse salvado del mismo modo que tú?

–Pudiera haber sido arrojado también a la playa y tomar distinta dirección que yo; pero no es probable; y, puesto que me pide usted mi opinión, le confieso francamente que le creí un ser del otro mundo; pero ignoro quién es él.

–Entonces ha llegado el momento de decidirse. Procede como mejor te parezca, y carga con la responsabilidad de tus actos. No pensamos oponernos a tu resolución, cualquiera que sea, sino que, por lo contrario, rogaremos a Dios para que te proteja.

–Estoy firmemente decidido a embarcarme, señor cura.

–Pues embárcate en hora buena, Felipe.

El padre Matías aprovechó entonces la oportunidad para darle las gracias por su hospitalidad, agregando que deseaba regresar a Lisboa, tan pronto como le fuera posible.

Pocos días después, despidiéronse los jóvenes esposos de ambos sacerdotes y emprendieron el camino hacia Ámsterdam, quedando el párroco al cuidado de casa mientras Amina estuviera ausente.

Llegados a la ciudad, vio Felipe a los directores de la Compañía, quienes le prometieron confiarle el mando de un buque en el viaje inmediato. Después visitó la Vrow Katerina, que, como sabemos, era el barco a que había sido destinado. Todavía estaba desarbolado, puesto que la escuadra tardaría aún dos meses en darse a la vela. Encontró pocos marineros a bordo, y el capitán, que residía en Dort, no se había presentado tampoco.

La Vrow Katerina era un barco muy inferior, sumamente viejo y mal construido, aunque más grande que los demás. Sin embargo, como había hecho varios viajes felices a la India, se supuso que tendría buenas condiciones marineras, pues, de lo contrario, no le hubiera fletado la Compañía. Después de dar algunas órdenes a los marineros, volvió a la posada, en que se hospedaba con Amina.

Al día siguiente fue nuevamente a bordo, para inspeccionar la colocación del aparejo. El capitán llegaba en aquel momento, y después de atravesar los tablones que comunicaban al barco con el muelle, se dirigió al palo mayor, y, abrazándolo entusiasmado, exclamó:

–¡Oh mi amada Vrow Katerina! ¿Cómo estás, querida? Me alegro de verte buena. ¿Sentirás que te abrumen con tan pesada carga? Pero no te apures, prenda mía; tú siempre estás para mí hermosa.

Guillermo Barentz, que así se llamaba aquel personaje estrafalario, era joven, pues sólo tenía treinta años de edad. Su estatura era mediana, y sus proporciones delicadas. Sus movimientos eran vivos y sus ojos tenían cierta expresión que cualquiera le hubiera creído loco a primera vista, si su conducta no lo confirmara.

Cuando los arrebatos del capitán hubieron cesado, Felipe se presentó a sí mismo.

–¡Oh! ¿Es usted el segundo de la Vrow Katerina? Puede llamarse dichoso, porque, después del mío, tiene el mejor empleo del mundo.

–El barco no parece muy bonito. Si no tiene mejores condiciones marineras…

–¡Que no es bonito! Mi padre, que durante muchos años fue capitán de la Vrow Katerina, decía que era la mejor fragata del universo. Y, en cuanto a lo demás, usted podrá juzgar, cuando emprendamos el rumbo; es el buque más velero que surca los mares.

–Me alegro de saberlo -replicó Felipe-; eso prueba que las apariencias engañan. Sin embargo, será muy viejo.

–¡Viejo! Sólo hace treinta y ocho años que se construyó; está casi nuevo. Cuando le vea usted hendir las olas como un delfín, tengo la seguridad de que no encontrará palabras suficientes para alabarlo, y sepa usted, señor Vanderdecken, que el que se atreve a poner faltas a mi Vrow Katerina, tiene que entendérselas conmigo. Soy su caballero; ya he matado a tres en su defensa y estoy dispuesto a batirme con el cuarto.

Felipe se sonrió, compadeciendo a aquel infeliz demente. En su concepto, la Vrow Katerina, tan cacareada, no valía la pena de un desafío, y, por consiguiente, resolvió no emitir su opinión delante del capitán.

Pronto quedó completa la tripulación; se colocó la arboladura; se amarraron las velas a las vergas y la fragata, dispuesta ya para recibir el cargo, fue fondeada entre los demás buques de que se componía la escuadra. Cuando la bodega estaba ya abarrotada de mercancías, dióse a Felipe orden de admitir a bordo ciento cincuenta soldados y varios pasajeros, muchos de los cuales llevaban consigo a sus esposas y familiares, y como el capitán no hacía otra cosa que alabar a su bella Vrow Katerina, Vanderdecken tuvo necesidad de trabajar mucho.

La escuadra zarpaba dos días después, a la salida del sol. Amina no parecía tan abatida como la vez anterior; estaba plenamente convencida de que Felipe no la abandonaba para siempre, y con esta esperanza, le abrazó al embarcarse aquél en el bote que le condujo a bordo.

–Volveremos a vernos -pensó Amina contemplando a su esposo que se alejaba-. Este viaje no te será fatal, aunque tengo el presentimiento de que en el siguiente, cuando vaya yo en tu compañía, nos separaremos para siempre. Los sacerdotes dicen que procedas según tu libre albedrío. ¡Libre albedrío! ¿Cómo te habías de separar entonces de mí? Creo a veces que esos curas son mis enemigos; pero esto es imposible porque ambos son honrados, y la religión que enseñan es buena. Caridad, amor al prójimo, perdón de las injurias, todo esto es bueno, y, sin embargo… Pero ya atraca el bote al costado del buque, ya sube Felipe la escalera. Adiós, adiós, esposo mío. ¡Quién fuera hombre para ir contigo!

Cuando Felipe dejó de verse desde el puerto, emprendió Amina pausadamente el camino de la posada. A la mañana siguiente, al abandonar la joven el lecho, ya había levado anclas la escuadra; y el fondeadero, que la víspera estaba tan atestado de buques, estaba completamente desierto.

–¡Ha partido! – murmuró-. Ahora tengo que soportar durante muchos meses el más horrible de los tormentos, pues para mí lo es el no verle porque, mi vida es él.

XVI

La escuadra había emprendido el rumbo con un hermoso tiempo; pero no había transcurrido media hora aún, cuando ya se había quedado la Vrow Katerina, dos o tres millas detrás de los demás buques. El capitán Barentz culpaba a todo el mundo por este retraso menos al buque, cada vez más rezagado.

–Señor Vanderdecken -dijo al fin-, la Vrow, como aseguraba mi padre con frecuencia, no es muy veloz con viento en popa, pero ya verá usted cómo con todos los demás no hay buque alguno que se le adelante.

–Además -replicó Felipe que comprendía la debilidad que el capitán tenía por el barco-, llevamos excesiva carga y numerosos soldados obstruyen la cubierta.

La escuadra franqueó los estrechos y tuvo que ceñir el viento; pero la Vrow Katerina anduvo menos que antes.

–Sopla el viento tan de través -observó Barentz-, que la Vrow no avanza como acostumbra; pero pronto verá usted cómo nos adelantamos a las demás embarcaciones. ¿No es cierto, señor Vanderdecken, que montamos un hermoso buque?

–Y grande -contestó Felipe, que era el único elogio que podía hacer.

Durante el viaje el viento varió muchas veces de dirección; pero soplara de esta o la otra parte, la Vrow iba siempre detrás de los otros buques que se ponían al pairó cuando obscurecía para no dejarla abandonada. Su capitán continuaba, sin embargo, defendiéndola, mas por desgracia el barco tenía otros muchos defectos además de su pesadez. El almirante, conociendo, que las malas condiciones de un solo buque entorpecían el viaje de toda la escuadra, determinó abandonar a la Vrow Katerina en cuanto llegaran al Cabo; pero no tuvo necesidad de hacerlo, porque sobrevino un temporal que dispersó a los buques, y la magnífica Vrow Katerina se encontró abandonada y a merced de las olas. El mal tiempo duró una semana y cada día la situación fue haciéndose más penosa. Atestada de tropas, llena de mercancías, gemía y luchaba difícilmente contra el vendaval que imposibilitaba las maniobras.

Felipe acudía a todo, alentando a los marineros, sin que el capitán le ayudase en nada, ni diese disposición alguna, pues realmente no era marino.

–Bien -dijo este último a Vanderdecken-, ¿reconoce usted que navegamos en un barco admirable para un temporal? Poco a poco, prenda -añadió hablando con la fragata, que era juguete de las olas y cuyos tablones gemían de un modo horrible-. ¡Despacio, querida, más despacio! ¡Cuántos tumbos darán ahora los infelices que van en los otros buques! ¡Eh! Señor Vanderdecken, vamos nosotros delante, nuestros compañeros deben haber sido arrojados muy a sotavento. ¿No es cierto?

–No puedo asegurarlo -replicó Felipe sonriendo.

–Pues no se ve embarcación alguna. ¡Santo Cielo! allá distingo una por el través. Mírela usted. ¡Buen buque será cuando aguanta casi todo el velamen con este tiempo!

Felipe lo había visto ya. Era un gran buque, que navegaba viento en popa y casi en la misma dirección que ellos. A pesar del huracán, la citada embarcación deslizábase sobre las aguas como si fuera impulsada por una brisa suave. Inmensas olas hacían cabecear espantosamente a la Vrow Katerina mientras que la otra fragata parecía surcar la tranquila superficie de un lago. Felipe comprendió que tenía ante sus ojos al Buque Fantasma.

–¡Qué cosa más extraordinaria! – observó el señor Barentz.

Vanderdecken estaba tan acongojado, que no pudo contestar.

Los marineros habían descubierto también la aparición, y la leyenda era bien conocida por todos. Muchos soldados subieron a cubierta al enterarse de lo que ocurría, y poco tiempo después, centenares de ojos contemplaban el extraño buque, hasta que un fuerte chubasco, acompañado de truenos y relámpagos, envolvió a la Vrow Katerina en una obscuridad casi completa. Un cuarto de hora después se despejó la atmósfera, pero el buque que excitaba la curiosidad general había desaparecido.

–Debe haber naufragado durante el chubasco -dijo el capitán Barentz-. Eso supuse que ocurriría. ¿Quién se atreve a llevar tanta vela durante un temporal semejante? Este capitán ha cometido una necedad navegando de ese modo en nuestras aguas y su necedad le ha costado la vida. ¿No opina usted lo mismo, señor Vanderdecken?

Felipe no quiso contestar a los desatinos de Barentz. Comprendía que iban todos a perecer, y al considerar el número de personas que iban a bordo, temblaba de pies a cabeza. Después de una breve pausa dijo:

–La tempestad no ha terminado todavía, y me parece, capitán, que no hay buque que pueda resistirla largo tiempo. Por lo tanto, debemos hacer rumbo a la Bahía de la Tabla, para refugiarnos allí y reparar las averías. Probablemente encontraremos en ella el resto de la escuadra.

–No abrigue usted temor alguno -repuso el interpelado-; barcos como el nuestro no se sumergen jamás.

–¡Maldita sea! – exclamó entonces uno de los marineros que se había aproximado-. Si hubiera sabido lo mala, vieja y estropeada que está esta embarcación no me habría decidido a navegar en ella. El señor Vanderdecken tiene razón; debemos ir a la Bahía de la Tabla antes que sobrevenga algo peor. Ese buque que acaba de desaparecer debe servirnos de aviso… pregúntelo usted al señor Vanderdecken, que está bien enterado, porque es un completo marino.

Esta última observación hizo estremecer a Felipe, aunque el que la hizo ignoraba en absoluto lo mucho que interesaba a aquél el Buque Fantasma.

–Sólo puedo decir -replicó el aludido-, que siempre que ese barco se ha cruzado en mi camino, han ocurrido desgracias.

–¿Y qué tiene ese barco de particular para inspirar tanto temor? – preguntó el capitán Barentz-. Llevaba demasiada vela y ha naufragado.

–Esa fragata no naufraga jamás -replicó uno de los marineros.

–Nosotros si que naufragaremos, si no viramos de bordo -gritaron muchas voces.

–¡Qué desatinos! ¿No dice usted nada, señor Vanderdecken?

–Ya he expuesto mi opinión -replicó Felipe, que ansiaba conducir el buque al puerto si era posible-. Repito que debemos dirigirnos a la Bahía.

–Sepa usted, capitán -dijo el anciano marinero que primero había hablado-, que estamos todos decididos a ello, aunque usted se oponga. Por consiguiente, ¡cierra timón a la banda! y usted, señor Vanderdecken, dirija la maniobra.

–¡Cómo! ¿se sublevan ustedes? – gritó el capitán Barentz-. ¡Imposible! ¡La Vrow Katerina es el mejor y el más rápido de los buques del mundo entero!

–El más viejo, peor y más pesado de todos -replicó un marinero.

–¿Qué oigo? – exclamó Barentz, fuera de sí-. Vanderdecken, castigue usted en seguida a ese canalla embustero.

–No le haga caso, está loco -volvió a decir el viejo marinero-. Señor Vanderdecken, sólo a usted obedecemos, pero viremos de bordo inmediatamente.

Barentz estaba furioso; pero Felipe, fingiendo que le daba la razón y asegurando a su oído que los marineros eran unos pillos, convencióle al fin de que el único recurso era dirigirse al puerto. Varióse el rumbo, orientáronse las velas y la Vrow Katerina corrió delante del temporal. Hacia la tarde cedió el viento, desaparecieron las nubes, y el oleaje, disminuyó notablemente. Las vías de agua pudieron contenerse y Felipe llegó a creer que llegarían sanos y salvos a la Bahía de la Tabla.

Al fin, sólo quedó de la tempestad un lejano rumor del oleaje hacia el Oeste, del cual iba separándose poco a poco la embarcación. La tripulación pudo descansar y las tropas y pasajeros salieron del entrepuente, donde habían estado encerrados durante la tormenta.

Todo el mundo subió a cubierta; las madres llevaban a sus hijos en brazos y los presentaban a los tibios rayos del sol; la arboladura estaba llena de ropa mojada, puesta a secar en los obenques, y los marineros empezaron a reparar los desperfectos ocasionados por el huracán. Sólo les separaban del Cabo unas 50 millas, y esperábase oír a cada momento la voz de «¡tierra a la vista!» La alegría volvió a reinar a bordo, pero Felipe continuaba triste porque abrigaba el temor de que el peligro no hubiese desaparecido.

Felipe paseaba por el alcázar de popa con Krantz, joven activo e inteligente, que era el tercer oficial del barco, y a quien Vanderdecken, haciendo justicia a sus merecimientos, distinguía con su cariño.

–¿Qué opina usted del buque que hemos visto? – preguntó de pronto Krantz a su acompañante,

–No me era desconocido, y…

–¿Y qué?

–El buque que le ha encontrado en su camino no ha vuelto jamás al puerto.

–¿Es acaso algún espíritu?

–Se trata de una historia que cada cual refiere a su modo; pero yo estoy plenamente convencido de que sufriremos alguna desgracia antes de llegar al Cabo, a pesar de la calma que reina y de encontrarnos tan cerca del puerto.

–Es usted supersticioso, Felipe. La aparición no me ha parecido una cosa sobrenatural. Jamás buque alguno resistió tantas velas en un temporal; pero hay capitanes locos que se empeñan en hacer absurdos. Si hemos visto un buque real y verdadero, habrá naufragado, puesto que, cuando aclaró el tiempo había desaparecido. Soy incrédulo, lo confieso, y si ocurren las desgracias que usted pronostica, me convenceré de que la aparición es cosa sobrehumana.

–Quisiera equivocarme; pero tengo mis presentimientos. Todavía no hemos llegado al puerto -replicó Felipe.

–Pero sólo nos separa de él una distancia insignificante, y el tiempo no amenaza tempestad.

La conversación decayó y Felipe se quedó solo sobre cubierta donde permaneció hasta la caída de la tarde.

Cuando el sol hubo desaparecido del horizonte, bajó a su cámara y, después de encomendarse a Dios, se durmió profundamente. Antes de que dieran las doce, despertóle un golpe en el hombro; abrió los ojos y vio a su lado a Krantz, que acababa de hacer la primera guardia.

–¡Por Dios! Vanderdecken, levántese en seguida; ¡pronto! ¡tenemos fuego a bordo!

–¡Fuego! – exclamó Felipe, saltando de la cama-, ¿en qué sitio?

–En la bodega.

–Voy al momento; pero, mientras tanto, mande armar las bombas y cuide de que nadie abra las escotillas.

Felipe no tardó en subir a cubierta, donde encontró al capitán Barentz, que también se había enterado del incendio. Krantz manifestó que- un rato antes habíale dado el olfato el primer aviso; que levantó la escotilla mayor por sí solo, para no alarmar a nadie y encontró que la bodega estaba llena de humo; que volvió a tapar la escotilla y se apresuró a despertar a Felipe y al capitán.

–Gracias a su valor -replicó Felipe-, tenemos tiempo de reflexionar. Si los soldados, mujeres y niños, se enteran del peligro que nos amenaza, alborotarán de tal modo que embarazarán la maniobra. No comprendo cómo ha podido iniciarse el fuego en la bodega.

–No he oído que haya ardido jamás la Vrow Katerina -observó el capitán-. Lo creo imposible debe ser una equivocación; ella es…

–Entre el cargamento general llevamos algunas cajas de botellas llenas de ácido sulfúrico. Temiendo una contingencia, dispuse que las colocaran en el entrepuente; pero durante la tormenta se habrán roto y el continuo balanceo habrá arrojado alguna abajo.

–Es posible -replicó Krantz.

–Me opuse a su embarque -insistió Felipe-, alegando que el barco estaba ya repleto; pero los directores contestaron que ya era imposible alterar lo que se había dispuesto. Ahora conviene obrar con energía y rapidez; mi plan es dejar las escotillas cerradas, porque así quizá logremos sofocar el fuego.

–Sí -añadió Krantz-, y al mismo tiempo perforar la cubierta para introducir por el agujero que se practique la mayor cantidad posible de agua.

–Dice usted bien, Krantz; llame al carpintero y manos a la obra. Yo reuniré a la tripulación y les enteraré de todo. El olor es ya muy fuerte; no hay tiempo que perder. Si lográsemos mantener tranquilos a los soldados y a las mujeres, todavía pudiéramos remediar el daño.

Los marineros, admirados de que los llamaran a tales horas, apresuráronse a subir. Desconocían la situación del buque, porque, como las escotillas permanecían cerradas, el humo no había llegado al sitio en que ellos pernoctaban.

–Muchachos -dijo Felipe-, siento tener necesidad de deciros que hay un principio de incendio en la bodega. Si se asustan los soldados y pasajeros, nada podremos hacer, y es preciso que no impidan la maniobra. El señor Krantz y el carpintero se ocupaban en un trabajo de gran utilidad; siéntense y oigan lo que vamos a hacer.

Todos obedecieron y Felipe les describió el peligro en que se encontraban, enterándoles, además, de las medidas que se habían tomado ya y rogándoles que tuvieran serenidad y sangre fría. Les advirtió que había alguna pólvora en la santabárbara, la cual debía arrojarse al mar; y agregó, por último, que en el caso, poco probable, de que no se pudiera dominar el incendio, se construiría una balsa con las berlingas y tablazón del buque, en la cual y en los botes podrían salvarse todos puesto que estaban muy cerca de la costa.

Este discurso de Felipe produjo muy buen efecto, apresurándose todos a cumplir su deber; unos se dirigieron a sacar la pólvora para arrojarla al mar y otros acudieron a las bombas. Krantz se presentó entonces, manifestando que habían sido perforados los tablones de la cubierta, que se había fijado la bomba y que el agua entraba ya en la bodega. Los soldados que dormían sobre cubierta despertáronse, sorprendidos, y el olor del humo les aclaró el misterio de aquellas maniobras de la tripulación. La palabra «fuego» repitióse en seguida en todos los ángulos del buque, y hombres, mujeres y niños subieron, despavoridos, a cubierta, unos a medio vestir, otros gritando, orando los demás y promoviendo tal alboroto y confusión que es imposible describirlos.

La juiciosa conducta de Felipe quedó entonces de manifiesto; si los marineros hubieran despertado en medio de aquella gritería, no hubieran sido más útiles que los pasajeros y los soldados. La tripulación trabajaba ardorosamente, y Felipe y Krantz, con sólo su presencia de ánimo, lograron tranquilizar a la mayoría de tropa y pasaje.

Aunque la pólvora había sido arrojada al mar y se había practicado un nuevo agujero en la cubierta, por el cual otra segunda bomba introducía agua en la bodega, el incendio, lejos de extinguirse, tomaba mayor incremento. El humo que se escapaba por los intersticios de las escotillas demostraba su violencia, y Felipe dispuso que las mujeres y niños fueran conducidos al alcázar de popa, suplicando a los maridos que las acompañaran. La escena era desgarradora y Felipe, al contemplar a aquellas madres que estrechaban a sus hijos contra el corazón, sentía que las lágrimas le afluían a los ojos.

Luego, Vanderdecken dedicóse a inspeccionar el trabajo de los marineros, que estaban ya rendidos de cansancio, y fueron reemplazados, en el servicio de las bombas, por los militares; pero sus esfuerzos fueron inútiles: media hora después, las cubiertas de la escotilla saltaron con violencia y una inmensa llama se elevó hasta la altura del palo mayor. Las mujeres volvieron a gritar estrechando a sus hijos y los soldados y marineros abandonaron su tarea y huyeron precipitadamente hacia la popa.

–Animo, muchachos, no se acobarden, porque todavía no hay peligro. Recuerden que tenemos a nuestra disposición los botes y una almadía y que, en caso de que sea imposible dominar el fuego y salvar el buque, con valor y serenidad conseguiremos pisar todos la tierra firme. Cada cual a su puesto -añadió Felipe-. Carpintero, corte usted toda la jarcia delgada, y ustedes, marineros, arríen los botes y armen pronto una almadía para esas pobres mujeres y niños. ¡Todo el mundo al trabajo! ¡Hasta tenemos la suerte de no necesitar linternas!.

Principió la faena; las llamas lamían ya con sus lenguas de fuego las partes más elevadas de la arboladura, envolviendo en sus pliegues el palo mayor y rugiendo de un modo espantoso. No había tiempo que perder; los entrepuentes estaban llenos de humo, y muchos infelices murieron asfixiados. Se arriaron los botes, que tripularon los marineros de más confianza; berlingas, tablones, barriles y enjaretados fueron arrojados al mar, y cuando Felipe vio completamente terminada la almadía, respiró de satisfacción, considerando ya salvadas todas las personas que estaban a bordo.

XVII

El incendio llegaba ya a los entrepuentes, destruyendo cuanto encontraba a su paso; el palo mayor cayó estruendosamente por la borda del buque al mar; y de todas partes salían gruesas columnas de humo que sofocaban a la tripulación y a los pasajeros. Las mujeres y los niños habían sido colocados a popa con el doble fin de alejarlos del incendio y de poder trasladarlos fácilmente a la almadía, si llegaba el momento de abandonar el buque.

Este momento llegó al fin a las cuatro de la mañana, y, merced a las acertadas disposiciones de Felipe Vanderdecken, las mujeres y los niños fueron trasladados a la almadía sin que hubiera que lamentar ningún incidente desagradable.

Con la tropa ya no pasó lo mismo, pues muchos soldados, al descender por las escalas, a causa de la precipitación y atolondramiento con lo que efectuaron, cayeron al mar, que les sirvió de sepultura.

Barentz, por indicación de Felipe, colocóse, armado de dos pistolas, en la puerta de la despensa para evitar que nadie se embriagara, hasta que el humo hiciera innecesaria esta precaución, y gracias a esto todos cumplieron su deber durante los momentos supremos. Antes que hubiese podido desembarcar la tercera parte de la tropa, inmensas columnas de fuego principiaron a salir por las portas con violencia y rugiendo como un gigantesco soplete; al mismo tiempo las llamas invadieron la cubierta y los que permanecían aún en ella se vieron rodeados por un círculo de fuego, abrasados por el calor y sofocados por el humo.

Siguióse una escena de confusión que arrebató a muchos la vida. Sólo se pensaba en huir y, sin embargo, la única manera de escapar era arrojándose al agua. Por todas partes se oían exclamaciones de dolor y lamentaciones de angustia. De ochenta soldados que quedaban a bordo cuando comenzó a arder la cubierta, sólo se salvaron quince. Cuando éstos estuvieron ya en los botes, Felipe ordenó a los marineros que habían permanecido a su lado que se deslizaran uno a uno por los aparejos del botalón de me-sana y, por último, rogó al capitán Barentz que hiciera lo mismo, pero éste rehusó terminantemente, pues quiso ser el último en abandonar a su idolatrada Vrow.

El cabo que sujetaba la balsa al buque fue cortado y poco tiempo después éste empezó a derivar hacia sotavento. Felipe y Krantz se ocuparon en colocar a todos en su sitio; los marineros se embarcaron en los botes para remar por turno, y los soldados y alguno de la tripulación fueron destinados a la almadía, que quedó tan sobrecargada que se hundía en el agua.

Cuando los botes tomaron a remolque a la balsa en dirección de la costa, empezaba a clarear el nuevo día. El buque abandonado era en aquel momento una inmensa pira y el capitán Barentz, subiéndose en uno de los bancos del bote en que iba, dijo:

–Vean ustedes de qué modo desaparece el mejor barco que surcó los mares y despídanse de él. Sucumbe trágicamente pero su nombre quedará grabado en mi corazón.

Felipe no replicó; Barentz inspirábale cierto respeto a pesar de su locura. Los náufragos adelantaban poco porque el mar se había picado, la corriente no era favorable y la almadía estaba completamente cubierta por el agua. Una fuerte brisa rizaba la cresta de las olas, que iban siendo cada vez mayores. Felipe buscó ansiosamente la tierra con los ojos, y no la distinguió porque había mucha niebla en el horizonte. Comprendía que era necesario ganar la costa antes que el día expirase para evitar que pereciesen las mujeres y los niños, que sin alimento alguno no podrían resistir largo tiempo en la almadía, que iba sumergiéndose cada vez más. No había tierra a la vista, y se temía que se desencadenase una tempestad; Felipe se sentía desfallecer lamentando que su fatal destino ocasionase la muerte de tantos inocentes. La situación era realmente desesperada.

–¡Tierra a proa! – gritó Krantz, que iba en el primer bote.

Al oír esto, prorrumpieron todos en exclamaciones de alegría, y las mujeres levantaron en alto a sus hijos, llenas de extraordinario júbilo.

Felipe púsose de pie sobre los banquillos de popa para inspeccionar la tierra que sólo distaba unas cinco millas, y su corazón se inundó de gozo. La brisa arreciaba por momentos y la mar se picaba cada vez más. El viento les cogía de través; pero la vista de la costa regocijaba a los marineros, que remaban ardorosamente. Sin embargo, la pesadez de la balsa embarazaba la marcha hasta el punto de que empleaban una hora en adelantar una milla.

Al mediodía no les separaba de la costa una distancia mayor de tres millas; pero, al pasar el sol por el meridiano, cambió el tiempo y aumentó la marejada. Los náufragos llegaron a temer que la almadía desapareciera completamente bajo las aguas. A las tres de la tarde no habían adelantado media milla, y los remeros, que estaban en ayunas, comenzaron a dar señales de cansancio. Todos estaban sedientos, desde el niño que se abrazaba a su madre pidiéndole agua, hasta los marineros que empuñaban el remo. Felipe procuró alentarles, pero se encontraban tan fatigados y veían la tierra tan próxima, que, conociendo que el remolque de la almadía les impedía llegar a la costa, principiaron a murmurar mostrando deseos de cortar los cabos que los sujetaban a la balsa y salvarse ellos. Este sentimiento de egoísmo no prevaleció, pues los argumentos y amenazas de Felipe les obligó a remar otra hora, al cabo de la cual ocurrió un incidente que decidió la cuestión.

La violencia de las olas, cada vez más impetuosa, fue destruyendo poco a poco la almadía, hasta el punto de ser dificilísimo a los tripulantes el mantenerse en ella. Un agudo grito, mezclado con gemidos e imprecaciones, llamó la atención de los que iban en los botes, y Felipe, al volver la cabeza, vio que las cuerdas que sujetaban las diferentes partes de la embarcación se habían soltado quedando la balsa convertida en dos. La escena que entonces se desarrolló fue terrible; muchos maridos encontráronse separados de sus esposas e hijos, pues la parte de la almadía que continuaba remolcada por los botes, quedó en seguida separada de la otra. Algunas infelices gritaban levantando en el aire a sus hijos; otras, más desesperadas, se arrojaron con ellos al mar, intentando reunirse a sus esposos, pero ninguna lo conseguía. La situación se agravó aún más, pues las cuerdas continuaron soltándose y la superficie del mar cubrióse de despojos de ambas embarcaciones, a los cuales se agarraban los náufragos en su agonía. Las berlingas y vigas chocaban con furia unas contra otras destrozando a los infelices que se asían a ellas, y aunque los botes acudieron pronto en su auxilio, como era una imprudencia aventurarse entre los restos de la almadía, no lograron salvar más que a los marineros y a algunos soldados de los que en ella iban; las mujeres y niños perecieron todos. Felipe estaba anonadado y durante algún tiempo el pesar le impidió dar ninguna orden acertada.

Eran las cinco de la tarde; los botes bogaron hacia la costa, y cuando el sol que había alumbrado aquella tragedia comenzaba a ocultarse, los sobrevivientes desembarcaron en una playa de menuda arena. Después de sacar las embarcaciones del mar, cada cual tendióse donde pudo y, a pesar de encontrarse hambrientos, el cansancio les hizo conciliar en seguida un profundo sueño. El capitán Barentz, Felipe y Krantz conferenciaron brevemente concluyendo por seguir el ejemplo de los demás, para olvidar las fatigas y penalidades de las últimas veinticuatro horas.

Cuando despertaron, todos experimentaron los horrores de la sed, pero en aquella desierta playa no había más agua que la del mar, cuyas olas lamían blandamente la arena, burlándose de sus sufrimientos. Los marineros partieron, por mandato de Felipe en todas direcciones para buscar los medios de apagar la sed, encontrando al fin unos arbustos cuyas gruesas hojas estaban cubiertas de abundante rocío. Todos se apresuraron a masticarlas, lo cual les proporcionó algún alivio. Aquellas hojas, que tenían cierto sabor acre, les calmaron también el hambre. Vanderdecken dispuso que se hiciera gran acopio de aquella planta, colocada sabiamente por la Providencia en el árido desierto para alimento de los camellos y demás rumiantes, que la devoraban con avidez.

Los náufragos encontrábanse a 50 millas del Cabo; carecían de velas, pero el viento era favorable. Lanzáronse las embarcaciones al agua, armáronse los remos y se emprendió la marcha; pero tan fatigados se encontraban los infelices remeros, que bogaban mecánicamente y sin vigor alguno. Al romper el día pasaron frente a False Bay, quedándoles aún cinco millas que recorrer. Sin embargo, alentados con la vista de la tierra, realizaron el último esfuerzo y antes de mediodía llegaban a la ciudad del Cabo. Desembarcaron junto a un arroyuelo que desagua en la Bahía, y todos se arrojaron en él bebiendo ávidamente, mientras sumergían sus abrasados brazos en aquella agua pura, fresca y cristalina.

Satisfecha la más apremiante de sus necesidades, dirigiéronse a las casas de la factoría. Los colonos, que los habían visto desembarcar, salieron a recibirlos, y, como no había buque alguno en la bahía, comprendieron que eran náufragos. Pronto circuló la noticia de la catástrofe; de trescientas personas próximamente que constituían el pasaje y tripulación del barco incendiado, solamente se salvaron treinta y seis, después de haber pasado cuarenta y ocho horas sin probar alimento. Los colonos les dieron de comer hasta que se satisfacieron.

–Me parece que he visto a usted antes de ahora -dijo uno de los colonos a Felipe-. ¿Estuvo usted aquí con la última escuadra?

–No -replicó Vanderdecken-; pero sí en otras ocasiones.

–Ya recuerdo -agregó el colono-; usted fue el único que se salvó del naufragio del Ter Schilling en False Bay.

–Eso creí durante algún tiempo, pero recientemente he visto en Ámsterdam a cierto piloto tuerto, llamado Schriften, que también se salvó. ¿Estuvo aquí también?

–No, señor; usted ha sido el único tripulante del Ter Schilling que ha venido después del naufragio. Resido en El Cabo desde aquella fecha y lo sé.

–Pues Schriften ha regresado a Holanda.

–Eso es punto menos que imposible. Como usted sabrá perfectamente, nuestros buques, cuando salen de la bahía, navegan lejos de la costa, por el peligro que ofrece el acercarse a ella.

–Sin embargo -insistió Felipe-, le he visto y he hablado con él.

–Lo creo puesto que usted lo afirma; tal vez haría señales a algún buque que lo recogería en el mismo lugar del naufragio. Si se hubiera internado, los indígenas le habrían dado muerte, porque los cafres son muy crueles.

La noticia de que Schriften no había estado en El Cabo, dejó a Vanderdecken profundamente pensativo, confirmándole en su creencia de que aquel hombre tenia algo de sobrenatural. Lo que le manifestó el colono era una prueba más.

Dos meses después, durante los cuales los náufragos fueron tratados bondadosamente, ancló en la bahía un pequeño brick[8], llamado Guillermina, para proveerse de víveres; venía fletado por la Compañía con carga para Ámsterdam, y tuvo que recibir a su bordo a los náufragos, excepto al capitán Barentz, que rehusó, diciendo;

–¿Para qué he de ir a Holanda, si no tengo a nadie allí? Mi único amor en el mundo era mi Vrow Katerina, que era para mí esposa, familia y todo: se ha perdido, jamás volveré a embarcarme. Mis ilusiones reposan con mi buque, en el fondo del mar y aquí me quedo para serle fiel. Mi tumba estará junto a la suya. No la olvidaré nunca, la guardaré luto y, cuando muera, se encontrará grabado en mi corazón su nombre adorado. Suplico a usted, Vanderdecken, que me envíe con la primera escuadra lo poco que poseo en Ámsterdam.

Felipe se despidió de él estrechándole la mano, y prometiéndole que el primer buque que saliera le traería su pequeña fortuna convertida en objetos y herramientas útiles para un colono; y, al poco tiempo, la Guillermina abandonaba las tranquilas aguas de la bahía, impelida por una brisa suave.

XVIII

Abandonemos a los náufragos y trasladémonos con el lector a Terneuse, residencia de Amina, la esposa amante de Felipe Vanderdecken.

En el momento que volvemos a encontrarla, estaba sentada en el banco rústico en que, antes de haberse ausentado Felipe, solía conversar con él.

Está sumamente pensativa, con los ojos bajos, y como si quisiera recordar el pasado.

–¡Cuánto daría -exclamó-, por tener el poder de mi madre! La incertidumbre me mata y la presencia de estos dos curas me aburre.

Y levantándose del banco, se encaminó a su casa.

El padre Matías continuaba hospedado en casa de Felipe, pues creyendo, de este modo, pagar mejor su deuda de gratitud permanecía al lado de Amina, a quien cada día inspiraban mayor aversión los preceptos del cristianismo. Tanto él como el padre Leysen, la exhortaban con frecuencia, pero unas veces les escuchaba sin replicar y otras discutía con ellos atrevidamente. La insistencia con que Amina se negaba a convertirse, era para aquellos dignos sacerdotes tan imperdonable como incomprensible.

En cuanto a Amina, el caso era distinto; rehusaba dar crédito a lo que para su razón resultaba un enigma. Reconocía la excelencia de los principios y la pureza de la doctrina; pero, cuando los padres le explicaban los Artículos de la Fe, hacía gestos de impaciencia y variaba la conversación. Esto acrecentaba el deseo del padre Matías de salvar y convertir aquella alma tan digna del Cielo, y, olvidando el regreso a Lisboa, se dedicó fervorosamente a instruirla. Amina, molestada con tantas lecciones de religión, casi llegó a aborrecerle.

La joven sabía que su madre había poseído conocimientos superiores que le permitieron relacionarse con los espíritus infernales. La había visto con frecuencia practicar su arte; pero no lograba recordar las preparaciones místicas de que se valía en sus encantos; y cuanto mayores eran sus deseos de averiguar lo que tenía olvidado; cuanto más ansiosamente pretendía utilizar estos medios sobrenaturales para descubrir el secreto que encerraba el sombrío porvenir de su esposo, más la exhortaba el padre Matías a convertirse a una religión que prohibía aquellas prácticas abominables. Así es que los argumentos de los dignos representantes de Jesucristo no hicieron mella en un alma del temple de la de Amina, que, obstinada y ciega, había decidido proseguir por el camino emprendido.

–¡Cuánto daría por tener el poder de mi madre! – repitió al llegar a su casa-. Podría saber dónde está ahora Felipe. ¡Oh! ¡Quién poseyera el espejo negro en que mi madre me hacía mirar para referirle luego lo que veía! ¡Qué bien recuerdo aquellos tiempos en los cuales, durante las ausencias de mi padre, veía retratados en un líquido negruzco que tenía en la palma de la mano el campamento de los beduinos, las escaramuzas, los caballos que galopaban sin jinete y los turbantes que rodaban sobre la arena del desierto! Sí, madre mía -gritó Amina después de una pausa-; tú puedes venir en mi ayuda; revélame el secreto aunque sea en un sueño, tu hija te lo ruega. La palabra, ¿cuál era la palabra? ¿Cómo se llama el espíritu? ¿Turshoou?… Sí, sí, éste creo que es su nombre. ¡Madre mía, ayuda a tu hija!

–¿Invocas a la Virgen, Amina? – preguntóle el padre Matías, que oyó pronunciar a la joven sus últimas palabras al entrar él en el aposento-. Si así lo haces se te aparecerá en sueños y te fortalecerá.

–Invocaba a mi propia madre, que está en el reino de los espíritus -replicó Amina.

–Pero no en la mansión de los bienaventurados, hija mía, porque era una infiel.

–¿Cómo es posible que Dios la haya castigado por seguir la fe de sus padres, viviendo en un país donde no se conocía otra religión? – objetó Amina fuera de sí-. ¿No asegura usted que los que son buenos en esta vida reciben el premio de sus acciones en la otra? ¿No afirma usted que mi madre tenía, como las demás criaturas, un espíritu inmortal? En ese caso, siendo Dios justo, ¿cómo ha de haber condenado su alma al fuego eterno porque adoraba lo que adoraron sus padres? ¿Cómo ha podido hacerla responsable de ignorar una religión de que nadie le habló jamás?

–Los designios del Sumo Hacedor son inescrutables, hija mía; agradécele que te haya permitido aprender su doctrina y ser recibida en el seno de su santa Iglesia.

–Le doy gracias por otras mercedes -repuso Amina- pero es tarde y deseo descansar.

La joven se retiró a su aposento, aunque no tenía el propósito de acostarse todavía.

Ya en él, repitió por centésima vez las ceremonias que hacía su madre para invocar a los espíritus, con el mismo resultado negativo de siempre. Encendió el braserillo, y pronto el humo que despedían las hierbas al quemarse llenó todos los ámbitos de la alcoba.

–¡La segunda palabra, la segunda; ya recuerdo la primera! ¡Ayúdame, madre mía! Es inútil -añadió en seguida-; conozco que lo he olvidado completamente.

El humo comenzaba a desaparecer, cuando, alzando Amina los ojos, vio una figura delante de ella. Primero creyó que el encanto había producido efecto; pero, cuando los objetos se hicieron más perceptibles, conoció al padre Matías, que cruzado de brazos la miraba con severidad.

–¿Qué estabas haciendo, desgraciada?

La extraña conducta de Amina había despertado las sospechas de ambos sacerdotes que la vigilaban. El olor de las hierbas quemadas en el braserillo, y el humo que, saliendo por los intersticios de la puerta, había llenado toda la casa, despertaron la atención del padre Matías, quien, subiendo con todo género de precauciones, pudo entrar en la alcoba sin ser visto. A la primera ojeada comprendió Amina la situación peligrosa en que se encontraba; si hubiese sido soltera, la habría arrostrado, pero por el amor de Felipe, intentó engañar al importuno visitante.

–No estoy haciendo ningún mal -repuso con la mayor naturalidad que le fue posible-, y no me parece bien que entre usted a estas horas en la alcoba de una joven durante la ausencia de su esposo. Su visita sigilosa y repentina no tiene justificación.

–Esas son excusas que carecen de fundamento, puesto que mi edad y mi profesión garantizan sobradamente mis actos -replicó el interpelado algo confuso.

–No siempre, padre, si es verdad lo que refieren de algunos frailes -repuso la joven-. ¿Por qué ha entrado usted en la habitación de una mujer joven a estas horas?

–Por convencerme de que practicas la hechicería.

–¡La hechicería! ¿Qué quiere usted decir? ¿Está acaso prohibida la medicina?. ¿Es pecado prestar auxilio a los que sufren y calmar los dolores y la fiebre que atormentan a los desdichados que residen en este país tan poco saludable?

–Todos los sortilegios están prohibidos por la Iglesia.

–Buscaba un medicamento compuesto de hierbas combinadas en determinadas proporciones conocidas por mi madre. Si esto no es honesto, tiene usted razón cuando me llama hechicera.

–Has invocado el espíritu de tu madre…

–Ciertamente, porque se me han olvidado los ingredientes y ella los conocía muy bien. ¿Qué mal hay en ello?

–¿Buscabas, pues, un remedio? Creía todo lo contrario.

–¿Qué esperaba usted encontrar? Mire esas cenizas, padre, mezcladas con aceite; si con ellas se frotan los miembros, heridos, se obtienen resultados maravillosos. No se asuste, ¿Teme que se levante algún fantasma, algún espíritu como aquel que se apareció al rey de Israel? – y Amina soltó la carcajada.

–Estoy confuso, pero no convencido -replicó el sacerdote.

–Lo mismo me ocurre a mí -dijo Amina irónicamente-. No comprendo que una persona del talento de usted pueda creer que sea malo quemar hierbas secas, ni me convenzo de que esto haya motivado su visita intempestiva. Quizá los encantos naturales le interesen más que los que usted califica de sobrenaturales. Salga usted en seguida de aquí, y si vuelve a poner los pies en este aposento abandonaré la casa. Tenía formado mejor concepto de usted. En lo sucesivo no volveré a quedarme sola.

Este ataque a la reputación del anciano era muy severo, y el padre Matías salió en el acto de la alcoba diciendo:

–¡Dios te perdone tan falsas e injustas sospechas como te perdono yo! Solamente he venido aquí por las razones expuestas.

–Creo cuanto dices -murmuró Amina al cerrar la puerta-, pero eres un importuno que me estás molestando más de lo que puedo tolerar. No permito que nadie me espié ni que se mezcle en mis asuntos. Has cometido una imprudencia y sabré aprovecharme de ella. El aposento de una mujer casada debe ser sagrado para los ministros de la religión.

Amina abrió nuevamente la puerta, y después de quitar el braserillo, llamó a la sirvienta, a quien refirió en voz alta que el sacerdote había intentado introducirse en su alcoba.

–¿Es posible? – exclamó la criada llena de estupefacción.

Amina acostóse sin replicar; pero el padre Matías lo había escuchado todo.

A la mañana siguiente fue a visitar al párroco y le refirió lo ocurrido y las falsas sospechas de Amina.

–Ha procedido usted con demasiada ligereza entrando en la alcoba de una mujer a tales horas de la noche -replicó el padre Leysen.

–Sospechaba, amigo mío.

–Y ella sospecharía también. Es joven y hermosa.

–Juro a usted por lo más sagrado, que mi intención…

–Indudablemente ha sido buena -interrumpió el párroco-; pero no evitará el escándalo ni las sospechas.

Y así ocurrió efectivamente porque la fámula contó en todas partes la aventura, y el padre Matías, al verse tratado con frialdad hasta por sus amigos, se marchó a Lisboa, disgustado consigo mismo por su imperdonable imprudencia; pero más ofendido aún con Amina por haberse permitido ésta sospechar de su honradez.

XIX

Sano del cuerpo y enfermo del alma, desembarcó Felipe en Ámsterdam, desde donde prosiguió su viaje a Terneuse, encontrando a Amina buena y contenta. Los directores de la Compañía quedaron sumamente complacidos de su conducta, y le nombraron capitán de un buque que debía salir para la India en la primavera. La tercera parte de la propiedad de dicho buque fue comprada por Felipe, conforme se había convenido con anterioridad, con los fondos que tenía en poder de la Compañía. Disponía de cinco meses de tiempo, que empleó en hacer los preparativos necesarios para recibir a su esposa a bordo.

Amina refirió a su esposo lo ocurrido con el padre Matías y el pretexto de que se había valido para alejarlo.

–¿Y practicabas, realmente, los sortilegios de tu madre?

–Intentaba recordarlos, cuando fui interrumpida.

–No vuelvas a hacerlo, Amina; el buen sacerdote hacía bien prohibiéndotelo. Prométeme que no volverás a ocuparte en ello en lo sucesivo.

–Si mis hechicerías no son buenas, menos debe serlo el empeño en que andas metido, y al que tú llamas un deber. ¿No te relacionas con los espíritus? ¿Qué hay, por lo tanto, de particular en que yo los invoque? Abandona tu misión y abandonaré mis encantamientos. No vuelvas a separarte de mí y dejaré las hechicerías para siempre.

–No es el mismo caso, puesto que obro por mandato del mismo Dios.

–¿Y te permite comunicarte con espíritus del otro mundo?

–Sin duda alguna.

–¿Entonces, por qué ha de prohibírmelo a mí? El padre Matías afirmaba que no se mueve una sola hoja del árbol sin la voluntad divina.

–Así es en efecto; pero no olvides que, aunque Dios tolera el mal en la tierra, no lo patrocina.

–A ti no sólo te permite Dios que busques a tu condenado padre, sino que te manda hacerlo así. Yo soy tu esposa, una parte de ti mismo; cuando, durante tus ausencias, me quedo abandona, ¿por qué no he de acudir al mundo inmaterial para saber algo que disipe mi tristeza y regocije mi corazón, si con ello no ocasiono el menor daño?

–Pero eso lo prohíbe nuestra religión, Amina.

–¿Han declarado acaso los sacerdotes que tu misión es pecado? ¿se opone a ello la fe? ¿Pero a qué disputar, mi querido Felipe? Mientras permanezca a tu lado, no renovaré mis tentativas lo prometo; pero si vuelves a dejarme sola, preguntaré a lo invisible, dónde te encuentras tú, que también buscas lo mismo.

El invierno fue feliz y tranquilo para los dos jóvenes; llegó la primavera, y como el buque debía ser equipado en seguida, ambos esposos marcharon a Ámsterdam.

El Utrecht era un navío de 400 toneladas, de reciente construcción, que montaba veinticuatro cañones. Felipe presenció la operación de la carga, ayudado por Krantz, que era el segundo de a bordo. Preparóse para Amina una magnífica cámara sumamente cómoda y diéronse a la vela en el mes de mayo, con orden de detenerse en Gambroon y Ceilán, atravesar el estrecho de Sumatra, y dirigirse al mar de la China, en donde, si se confirmaban los temores de la Compañía, los portugueses les resistirían tenazmente. Esta era la causa de que llevase el buque una tripulación numerosa, un destacamento de tropa, y muchos miles de duros para hacer compras en los puertos chinos. Felipe mandaba, por consiguiente, el buque más hermoso y mejor tripulado que hasta entonces había enviado la Compañía a los mares índicos.

El Utrecht atravesó pronto el Canal de la Mancha y continuó con buen viento aquel viaje, comenzado con auspicios favorables, hasta que pocas millas antes de llegar al Cabo, sobrevino por primera vez la calma. Amina estaba encantada; todas las noches paseaba un rato sobre cubierta con Felipe, admirando las constelaciones australes que brillaban sobre sus cabezas, o escuchando el suave murmullo de las olas que batían los costados del buque, y el suspiro de la brisa que gemía entre las cuerdas del aparejo.

–¿Qué destino será el de esas estrellas, que no pueden admirar los habitantes de las regiones del Norte? – preguntó Amina contemplando embelesada la bóveda celeste-. ¿Qué significará aquel meteoro que cae? ¿Cuál será la causa de que descienda del cielo con tanta velocidad?

–¿Crees en las estrellas?

–Todos los árabes creemos en ellas. Si con su luz nos alumbran la tierra, ¿qué papel desempeñan en el firmamento?

–Embellecerlo; pero no es ésa su sola misión.

–También predicen los destinos humanos. Mi madre leía en ellas con extraordinaria facilidad, pero, para mí, son un libro cerrado.

–Prefiero que así sea, Amina.

–¿Te parece mejor arrastrarte por este mundo miserable, lleno de misterio y de duda, pudiendo iluminar tu mente la ciencia de lo sobrenatural? ¿No salta de gozo el corazón que late en el pecho de una persona superior a las demás? ¿Crees que es innoble esta aspiración?

–Es, por lo menos, muy peligrosa.

–Pero… ¿reconoces la superioridad de quien puede leer el porvenir de las criaturas?

–Desde el momento que no es una facultad común a todos los mortales…

–Perfectamente -interrumpió Amina-; aquella estrella brillante parece que me mira y desea hablarme. Allí está mi destino.

Amina permaneció un rato extasiada, y Felipe la dejó meditar. Al fin se apoyó en el filarete[9], para contemplar la superficie del mar, en la cual rielaba[10] la pálida luz de la luna.

–¿No has pensado nunca en esos seres que viven bajo las crueles ondas, entre los bancos de coral, y cuyos cabellos van trenzados con multitud de perlas? – preguntó Felipe sonriendo.

–Me agradaría vivir con ellos. En una ocasión tú soñaste que era yo uno de esos seres.

–Cierto -repuso Felipe pensativo- Y, sin embargo, el agua me rechazaría si naufragara el buque en que navegamos. Es imposible predecir dónde me ha de sorprender la muerte; pero abrigo el presentimiento de que mi cuerpo no será jamás juguete de las olas… Pero retirémonos, Felipe; es tarde y el rocío de la noche es perjudicial para la salud.

Al amanecer el vigía gritó desde la cofa que había a sotavento un objeto flotando en la tranquila superficie del mar. Krantz, que estaba de guardia, examinóle con el anteojo, y vio que era un pequeño bote. Como no hacía viento alguno, Felipe dispuso que fuera otro bote a reconocerlo, regresando los expedicionarios al poco rato trayendo a remolque a la pequeña embarcación.

Tan pronto como pisó la cubierta, el primer contramaestre dijo a Krantz:

–Señor, hemos encontrado el cuerpo de un hombre que yacía en el fondo del bote, pero no sabemos si está muerto o vivo.

Krantz comunicó el suceso a Felipe, que en aquel momento estaba almorzando con Amina en la cámara, y los tres subieron a cubierta donde encontraron el cuerpo que había sido izado a bordo por los marineros. El médico declaró que aquel hombre no estaba muerto, y, al conducirlo a la enfermería, vieron, llenos de admiración, que el que al principio se había tomado por un cadáver se incorporaba y ponía de pie sin ayuda de nadie.

El desconocido declaró que pertenecía a la dotación de un buque que había hecho zozobrar una ráfaga, teniendo él apenas tiempo para salvarse en el bote, pues los demás tripulantes habían perecido. Al verle el rostro, Felipe, exhaló un grito. ¡Aquel hombre era su antiguo conocido Schriften!

–¡Eh! ¡Eh! Señor Vanderdecken, celebro que haya usted ascendido a capitán, y me alegro también de ver a usted buena, señorita.

Un sudor frío perló la frente de Felipe, el cual se apartó del grupo. Amina contempló al náufrago con ojos centelleantes, y bajó a la cámara, en donde encontró a su marido con el rostro escondido entre las manos.

–¡Valor, esposo mío, valor! – dijo Amina-; el encuentro de este hombre puede ser un funesto augurio; pero, ¿qué importa? ¿no es ése acaso nuestro destino?

–El mío sí, pero no el tuyo -replicó Felipe levantando la cabeza-; ¿por qué has de sufrir tú los rigores de mi triste suerte?

–Mi deber de esposa es compartir contigo la vida y la muerte. Creo que moriré después que tú; pero, cuando expires, iré pronto a reunirme con tu espíritu en las regiones de la inmortalidad.

–Tú no puedes, sin embargo, darte muerte.

–Este puñal se encargará de ello.

–No, Amina, Dios prohíbe el suicidio y la Iglesia lo condena.

–¿Y qué me importa? Nací sin pretenderlo y puedo morir sin pedir permiso a nadie. Pero dejemos esta conversación, Felipe. ¿Qué piensas hacer con Schriften?

–Le desembarcaré en El Cabo, pues su presencia me es insoportable. ¿No sentías tú cierto estremecimiento al acercarte a él?

–Ciertamente; y, sin embargo, no creo que hagas bien arrojándolo del buque.

–¿Por qué no?

–Porque debemos arrostrar el destino, sin acobardarnos. El pobre diablo es, además, inofensivo.

–Tú no le has visto intentando sublevar la tripulación. En una ocasión trató de robarme la reliquia.

–Ojalá lo hubiera conseguido, porque, en ese caso, no habrías vuelto a embarcarte.

–No digas eso, Amina; he jurado solemnemente hacer todo lo posible por salvar a mi padre.

–Pues a Schriften no puedes dejarle en El Cabo, porque, como es oficial de la Compañía, tienes el deber de enviarlo a Holanda en un buque de la misma; sin embargo, creo preferible que dejes obrar al destino. Valor, Felipe, permítele que continúe a bordo.

–Puede ser que tengas razón, Amina, nadie puede impedir que se cumpla lo escrito.

–Sí, y que haga lo que quiera. Trátale bondadosamente, ¿quién sabe lo que conseguiremos procediendo de ese modo?

–Perfectamente, seguiré tus consejos. Hasta ahora ha sido mi enemigo; quizá se convierta en amigo.

–Y experimentarás la satisfacción del deber cumplido. Manda que lo llamen.

–Mañana; ahora voy a disponer que le proporcionen cuanto necesite.

–Hablamos de él como si fuera un semejante nuestro, cosa que dudo -replicó Amina-; pero, sea mortal o no, agasajémosle cuanto nos sea posible. Deseo hablar con él y ver si le produzco algún efecto. ¿Le hago el amor, Felipe? – y Amina soltó una alegre carcajada.

A la mañana siguiente el médico manifestó que Schriften parecía estar completamente restablecido, por lo cual, dispuso Felipe que bajara a la cámara. El piloto estaba tan flaco que semejaba un esqueleto, pero su lenguaje y maneras eran tan arrogantes y atrevidas como siempre.

–Le he llamado, Schriften, para saber si necesita usted alguna cosa.

–Sólo necesito reponerme un poco.

–Eso lo conseguirá pronto; ya he dado órdenes para que le cuiden bien.

–¡Pobre hombre -exclamó Amina con lástima-, cuánto debe haber sufrido! ¿Es usted quien llevó a Felipe la carta de la Compañía?

–Sí, señora; y por cierto que no me dispensaron ustedes muy buen recibimiento.

–Está usted equivocado, amigo mío. Ninguna esposa recibe con alegría un mensaje que obliga a su marido a separarse de ella. Pero reconozco que usted no era el responsable de ello.

–¿Y si el marido se obstina en abandonar voluntariamente a su esposa, teniendo, según dicen, una gran fortuna con que pasar la vida felizmente?

–Entonces tendría usted razón -contestó Amina.

–Es necesario poner término a este viaje al menos -dijo Felipe-; luego se verá lo que he de hacer más tarde. Hemos sufrido mucho ambos, Schriften. ¿Qué prefiere usted, desembarcar en El Cabo, volver a Holanda en el primer buque que encontremos o venir conmigo en calidad de piloto y participar de mi suerte?

–Prefiero acompañarle, señor Vanderdecken; deseo estar siempre a su lado, ¡eh!

–Sea como guste. Tan pronto como se restablezca por completo, empezará a prestar servicio a bordo; hasta entonces, procuraré que no le falte nada.

–Y yo también, amigo mío -añadió Amina-. Ha sufrido usted mucho; pero me encargo de hacérselo olvidar, si es posible, con mis consuelos.

–Gracias, es usted muy buena, señora -replicó Schriften mirando a Amina cariñosamente. Después, agregó estremeciéndose-: ¡Qué lástima! ¡tan bella! Sin embargo, es inevitable.

–Adiós -dijo Amina tendiéndole la mano, que Schriften se apresuró a estrechar murmurando:

–Dios la bendiga, señora.

Y salió en seguida de la cámara.

El contacto de la huesosa mano del piloto impresionó de tal modo a Amina, que tuvo que sentarse en el sofá, casi desfallecida. Cuando se hubo tranquilizado, dijo a Felipe:

–Estoy plenamente convencida de que Schriften es un hombre sobrenatural. Tanto mejor -añadió después de una breve pausa-, es preciso que sea nuestro amigo y procuraré conseguirlo.

–¿Y crees tú, Amina, que los hombres sobrenaturales abrigan sentimientos de bondad, gratitud y cariño, como nosotros?

–Sin duda alguna; si pueden aborrecer, como te consta perfectamente, también pueden amar. Por eso deseaba yo poseer el arte de mi madre, con objeto de tener a todos estos espíritus a mi disposición para que me sirvieran mientras los necesitara.

–Te ruego que no te ocupes más en ello, Amina ¡sabes bien que es cosa prohibida!.

La joven guardó silencio, y Felipe, después de pasear un rato por la cámara, subió a cubierta.

El Utrecht llegó, al fin, al Cabo, hizo la aguada, y, prosiguiendo su viaje, fondeó en Gambroon a los dos meses. Durante este tiempo había Amina hecho todo lo posible por conquistar el aprecio de Schriften. Conversaba frecuentemente con él, le prodigaba sus bondades y hasta logró vencer la repugnancia que le inspiraba el piloto. Éste, por su parte, fue mostrándose poco a poco agradecido y a mostrar complacencia en conservar con Amina. A veces, era atento con Felipe; con su esposa siempre. Hacía uso de palabras de doble sentido y jamás omitía la interjección ¡eh! para terminar las frases.

Una tarde, encontrándose el Utrecht fondeado en Gambroon, dijo a Amina, que permanecía sentada en la popa.

–¿Ve usted ese buque que hay a nuestro lado, señora? Dentro de unos días parte para Holanda.

–Ya lo sé -contestó la joven.

–¿Quiere usted seguir el consejo de uno que la quiere bien? Embárquese en esa fragata, y regrese a Terneuse y espere allí a su marido.

–¿Y qué gano con eso?

–Evitarse mil peligros y acaso la muerte.

–¡Yo! – exclamó Amina mirando a Schriften con extraordinaria fijeza.

–Usted. Algunas personas pueden leer en el porvenir.

–En ese caso no será usted persona humana.

–Quienquiera que sea, le pronostico un sombrío porvenir.

–¿Y quién puede evitarlo? Siga o no su consejo, tiene que cumplirse mi destino.

–Es cierto; pero… de todos modos, huya usted del peligro que le amenaza.

–Muchas gracias, lo arrostraré. Dígame, Schriften, ¿hay algo de común entre el destino de usted y el de Felipe? Para mí es cosa indudable.

–¿Por qué?

–Por muchas razones. Dos veces le ha llevado usted la orden de embarque. Dos veces ha naufragado usted y otras dos se ha salvado casi milagrosamente. Además, estoy convencida de que conoce usted la misión de mi esposo.

–Eso no prueba nada.

–Prueba mucho; en primer lugar, que usted sabe lo que Felipe suponía que ignoraban todos.

–¿No se lo ha referido a usted? ¿No consultó, además, el caso con dos sacerdotes? – dijo Schriften sonriéndose burlonamente.

–¿Quién le ha enterado a usted de eso?

–¡Eh, eh! – replicó el piloto-. Perdóneme usted, señora, no quiero molestarla.

–¿Entonces está usted ligado misteriosa e incomprensiblemente con el destino de mí marido? Y dígame, ¿no le parece que su misión es santa y buena?

–Santa y buena es en efecto.

–En ese caso, ¿por qué es usted enemigo suyo?

–No lo soy, señora.

–¿No? ¿Por qué pretendió usted en una ocasión apoderarse de la reliquia que lleva al cuello?

–Por razones que no puedo revelar; pero esto no prueba que me inspire aversión. ¿No era mejor para él vivir con usted en Terneuse, que navegar constantemente en busca de un espíritu? Sin la reliquia no podía encontrarle; hubiera hecho, pues, una acción meritoria arrebatándole el relicario.

Amina no contestó; habíase quedado profundamente pensativa.

–Señora -continuó Schriften después de una breve pausa-, deseo a usted la felicidad. Su marido me es indiferente. Ahora escúcheme: Si desea vivir en lo sucesivo feliz y tranquila junto al esposo que le ha inspirado el primer amor; si desea verle morir en su cama después de una larga vida, rodeada de sus hijos y de usted, quítele la reliquia y entréguemela; leo el porvenir y lo que digo es la verdad. Si la reliquia continúa en su poder, entonces sufrirá angustias infinitas, pasará toda la vida dudando y, por último, recibirán su cadáver las azules ondas. Usted también sufrirá mucho y concluirá sus días en un término no muy lejano en medio de los más atroces tormentos. Piense en lo que acabo de manifestarle y mañana me comunicará lo que haya resuelto.

Schriften separóse de Amina, quien permaneció largo rato pensando en las revelaciones hechas por aquel hombre cuya existencia estaba más o menos estrechamente ligada con el destino de Felipe.

–Dice que se interesa por mi felicidad, que no aborrece a mi marido y, sin embargo, le pone obstáculos y trata de impedir que busque a su padre. ¡Cuán fácil sería para mí quitarle la reliquia! pero esto sería una traición indigna. Este hombre singular me ofrece en cambio lo que más puede apetecer una buena esposa: salud, bienestar, larga vida y numerosa familia; en el caso contrario, trabajos, sufrimientos, y la muerte. Me importa poco cuanto a mí se refiere; pero no quiero que Felipe sufra. ¡Si lograra convencerle!… No; le conozco bien y sé que cumplirá su juramento. ¿Debo engañarle? Sería abusar de la confianza que tiene depositada en mí. De ningún modo. Arrostraremos nuestra suerte, cualquiera que sea. ¡Ojalá Schriften no hubiera dicho una palabra!

–¿Por qué estás tan pensativa, Amina? – preguntóle Felipe, acercándose poco tiempo después a donde la joven se había sentado.

Ésta refirióle lo que acababa de ocurrirle con Schriften.

–¿Y qué piensas de todo esto, esposa mía? – preguntóle Felipe, cuando aquélla hubo concluido de hablar.

–Jamás te robaré la reliquia, Felipe; pero debes dármela.

–¿Y mi pobre padre, Amina? ¿Va a ser su castigo eterno? ¿Ese hombre no te ha convencido de que mi misión es santa? ¿Por qué querrá impedirme su desempeño?. – añadió Vanderdecken.

–Lo ignoro, pero es indudable que sabe leer el porvenir de las criaturas humanas.

–Si es así, no ha hablado con claridad. Me augura lo que hace mucho tiempo estoy dispuesto a sufrir. Para mí es el mundo una tierra de peregrinación y espero mi recompensa en el otro. Pero tú, Amina, no has hecho juramento alguno; tú a nada estás obligada. Él te rogó que volvieses a Holanda, te habló de una muerte horrible… Sigue su consejo.

–Si hasta hoy no hice juramento alguno, Felipe, lo hago ahora por…

–No jures nada, Amina.

–Puedes impedirme que jure ahora, pero no cuando esté sola. Prometo no abandonarte mientras me sea posible permanecer a tu lado. Soy tu esposa; te pertenezco, y mi fortuna, mi presencia, mi porvenir, mi todo son tuyos. Me conformo con mi suerte, cualquiera que ella sea. Tengo un corazón que no teme a los sufrimientos ni al peligro. En este concepto, Felipe, has elegido una esposa digna.

Vanderdecken besó en silencio la mano de su esposa, poniendo término a la conversación.

Al día siguiente, Schriften, presentóse a Amina y le preguntó:

–¿Qué ha resuelto, señora?

–No es posible -replicó la interpelada-; le agradezco mucho, sin embargo, el interés que le inspiro.

–¿Pero usted no vuelve siquiera a Holanda?

–Schriften, soy esposa de Felipe para siempre, en este mundo y en el otro. No me censure, por consiguiente.

–Por lo contrario, señora, la admiro y la compadezco. Pero, en último caso, ¿qué es la muerte? Nada. ¡Eh! ¡eh!

Y, dicho esto, alejóse Schriften, dejando a Amina sumamente pensativa.

XX

El Utrecht abandonó a Gambroon, luego tocó en Ceilán y prosiguió su viaje por los mares de Oriente. Schriften seguía a bordo, pero desde su última conversación con. Amina permanecía retraído, procurando evitar la presencia de ambos esposos, aunque sin hacer tentativa alguna para sublevar a la tripulación, ni mostrarse tan mordaz y sarcástico como hasta entonces había sido. Amina y Felipe estaban más tristes, pero se ocultaban mutuamente su melancolía; este cambio no pasó inadvertido para Krantz, aunque no comprendía la causa de él. El buque, entretanto, había llegado cerca de las islas de Andaman, y Krantz, después de mirar el barómetro una mañana, llamó a Felipe.

–Se avecina un tifón -dijo-; el tiempo y el barómetro están amenazadores.

–Entonces hay necesidad de aliviar la arboladura. Disponga usted que se arríen las velas de juanete y sobrejuanete mientras me visto. Después se calarán todos los masteleros.

Cinco minutos después estaba Felipe sobre cubierta. Encontró la mar tranquila, pero el lejano rumor del viento indicaba claramente que se aproximaba la tempestad. El vacío del aire al llenarse debía producir una convulsión terrible, y en el horizonte una niebla blanquecina iba espesándose cada vez más. Pocos momentos después, ya había la tripulación arriado las vergas de las velas superiores y sus masteleros; todos los objetos de peso trasladáronse a la bodega y los cañones fueron asegurados fuertemente. Sobrevino entonces la primera ráfaga de viento, que inclinó al buque sobre su costado durante un minuto; después otra y otra, más violentas que la primera. La mar, aunque llana, estaba cubierta de espuma y el tifón continuaba barriéndolo todo en su impetuosa carrera; un cuarto de hora más tarde, el huracán había pasado, pero la mar quedó muy picada y el viento soplaba furiosamente. Transcurrió otra hora; volvieron las ráfagas; inmensas olas se estrellaban a prodigiosa altura, y al buque le fue muy penoso defenderse hasta que la borrasca hubo pasado, sembrando en su camino la destrucción.

–Todo ha concluido -dijo Krantz-. El horizonte se despeja ya.

–Creo lo mismo -contestó Felipe.

–Pero falta lo peor, capitán -dijo una voz cerca de ellos.

Era Schriften el que hablaba.

–¡Un buque a babor, corriendo el temporal! – gritó Krantz.

Felipe miró en la dirección que se le señalaba, y, a través de la bruma, distinguió un buque que a toda vela se aproximaba a ellos.

–Es una embarcación grande -exclamó-; tráiganme el anteojo.

Pero antes de poder hacer uso del instrumento, la niebla volvió a ocultar al buque.

–Hay necesidad de vigilar a ese barco -añadió Felipe, cerrando el anteojo-, pues podría estrellarse contra el nuestro.

Momentos después volvió a soplar el tifón, quedando la atmósfera en absoluta obscuridad, hasta el extremo de que sólo se distinguía la blanca espuma del mar en una distancia de medio cable. El vendaval destrozó entonces las velas de estay, cuyos jirones azotaban las vergas con un ruido mayor aún que el de la tempestad. Al fin, se serenó algún tanto el tiempo y aclaró un poco la bruma.

–¡Un buque cerca del nuestro por la amura de babor! – gritó uno de los marineros.

Krantz y Felipe vieron en efecto una gran fragata que venía recta hacia el Utrecht, del que sólo la separaba una distancia de tres cables.

–¡Cierra timón a la banda! ¡no nos ha visto y nos va a abordar! – gritó Felipe.

Hízose la maniobra; pero, como el viento había dejado al Utrecht sin foques, éste no gobernaba.

¡Ah del barco! – rugió Felipe con la bocina; pero el otro buque no cambió su rumbo.

¡Ah del barco! – repitió Krantz, encaramado sobre la borda, y agitando el sombrero.

Todo inútil; la fragata continuaba avanzando; veíase la espuma saltar bajo su estamenara[11], y pronto estuvo a un tiro de pistola.

–¡Ah del barco! – gritaron los marineros con una voz que debió dominar todos los ruidos; pero tampoco fueron, oídos.

La fragata se precipitaba siempre sobre ellos, y sólo distaba ya su tajamar unos ocho metros del Utrecht. La tripulación, creyendo ya inminente el naufragio, dispúsose a asir los cabos del bauprés del otro buque en el momento del choque. Amina, sorprendida por aquellos gritos, había subido a cubierta agarrándose al brazo de su esposo.

–No te separes de mí -dijo Felipe.

No pudo decir más; el tajamar de la fragata tocó en aquel momento los costados del Utrecht y todos sus tripulantes, espantados, preparáronse para asirse a la jarcia del bauprés del buque desconocido; pero sólo encontraron el vacío, la nada. No hubo choque; la fragata parecía atravesar el casco del Utrecht en silencio, sin fracturar tablones, sin derribar los mástiles; y lenta, suavemente, como si aserrara con su cortante proa el costado del otro buque.

–Amina -gritó al fin Felipe-; ¡el Buque Fantasma! ¡Mi padre!

La tripulación del Utrecht, sobrecogida de espanto, huyó, unos a sus coyes[12], otros a implorar el auxilio divino. Amina, que era la que más tranquila estaba a bordo, sin exceptuar a su marido, observó con calma cómo se deslizaba el Buque Fantasma; vio a sus marineros apoyados negligentemente sobre el filarete, cual si se burlaran del daño que acababan de ocasionar, y en la popa, con la bocina debajo del brazo, a un hombre, que era la imagen viva de Felipe; su misma estatura, sus mismas facciones, y, en apariencia, hasta su misma edad. Era indudable que tenía ante sus ojos al desdichado Guillermo Vanderdecken.

¡Mira, Felipe -exclamó-, mira a tu padre!

¡Dios mío, él es!

Y, dicho esto, cayó Felipe desmayado sobre cubierta.

Mientras tanto, el Buque Fantasma había atravesado al Utrecht; pero en la popa permanecía inmóvil su capitán, el cual se estremeció de pronto y desapareció.

Al volver la cabeza Amina, vio detrás de sí al piloto Schriften con los puños cerrados, en actitud de desafío a aquel ser sobrenatural. El Buque Fantasma volvió a desaparecer entre la bruma, y Amina comprendió entonces la situación de su marido, que permanecía insensible. Nadie había a bordo que pudiera moverse, por cuya razón la joven hizo una seña a Schriften, y entre ambos trasladaron a Felipe a la cámara, y lo depositaron en uno de los divanes.

XXI

–¡Al fin he visto a mi padre, Amina! ¿Puedes ponerlo en duda? – fueron las primeras palabras que pronunció Felipe, cuando hubo recobrado el conocimiento.

–No, Felipe, ya es indudable; pero debes revestirte ahora de todo tu valor.

–No temo por mí, pero sí por ti, Amina; bien sabes que la aparición de ese buque es presagio siempre de numerosas desgracias.

–Vengan en hora buena -contestó la joven completamente tranquila-. Ambos estamos preparados a sufrirlas. Te has salvado ya de varios naufragios; ¿por qué no me ha de ocurrir a mí lo mismo?

–¿Y los padecimientos que ocasionan?

–Los valientes resisten mejor los contratiempos que los cobardes. Soy una débil mujer, pero nunca te avergonzarás de tu Amina. No, Felipe, jamás me quejaré de nada; si puedo, te consolaré; si puedo te ayudaré, y si no logro prestarte ningún servicio, al menos tampoco seré para ti un estorbo.

–Teniéndote a mi lado, los peligros me acobardarían, Amina.

–Por lo contrario, te alentarán. Cúmplase el destino, y entretanto sube a cubierta, pues la tripulación está consternada y tu presencia les reanimará.

–Tienes razón -repuso Felipe abrazándola, y salió de la cámara.

–¡Todo era verdad! – exclamó Amina al quedarse sola-. Hay que estar preparada para los desastres y para la muerte. ¡Cuánto daría por saber nuestra suerte futura! – ¡Oh madre! madre, mira a tu desdichada hija y revélale en un sueño las artes mágicas que ha olvidado. He prometido a Felipe no invocar más tu espíritu, pero la duda es para mí más horrible que la realidad; tengo presentimientos tristes y me falta el valor cuando pienso en nuestro porvenir.

Vanderdecken encontró a los marineros muy consternados, y hasta el mismo Krantz parecía lleno de terror; apoyado en el filarete miraba la superficie del mar profundamente abstraído, cuando Felipe le tocó en el hombro.

–Capitán -dijo-, temo que no volvamos a ver el puerto.

–Cállese, cállese por Dios, que pueden oírnos.

–No importa, todos a bordo creen lo mismo -replicó Krantz.

–Pues se equivocan todos -dijo Felipe entonces, dirigiéndose a los marineros-. Es muy probable, muchachos, que nos ocurra alguna desgracia después de la aparición de ese buque. Siempre que le he visto, han ocurrido; pero aquí me tenéis bueno y sano, lo que prueba que, mediante la voluntad de Dios, todos nos salvaremos. Confiad en la Providencia y cumplid vuestro deber. La tempestad va calmando rápidamente, y dentro de poco reinará el buen tiempo. He visto ya varias veces al Buque Fantasma, pero me importa poco encontrarle otras cincuenta. Señor Krantz, disponga usted que suban en seguida aguardiente, pues estos muchachos estarán fatigados después de haber trabajado tanto.

La palabra aguardiente animó instantáneamente a aquellos infelices, y todos corrieron a ejecutar la orden. Sirvióse el licor en cantidad suficiente para infundir valor al más cobarde y para inducir a los demás a desafiar al viejo Vanderdecken y a toda su tripulación de impíos. Así se logró restablecer la tranquilidad, y, a la mañana siguiente, ya con hermoso tiempo, el Utrecht bogaba en un mar tan tranquilo y transparente como un espejo.

Los vientos favorables duraron muchos días, haciendo esta circunstancia desaparecer por completo el pánico que la aparición del Buque Fantasma había producido; unos la habían casi olvidado, y otros la recordaban con indiferencia. El barco atravesó el estrecho de Malaca y penetró en el archipiélago de la Polinesia. Felipe tenía que tocar en la pequeña isla de Boton para recibir órdenes y hacer provisión de víveres.

Llegaron, al fin, sin sufrir contratiempo alguno, a la citada isla, que en aquella época era de los holandeses, y a los dos días volvieron a hacerse a la mar, intentando pasar por entre la isla de Gálago y la de los Célibes. Aunque el tiempo se mantenía hermoso, avanzaron con mucha precaución por entre los escollos y corrientes, procurando evitar con una vigilancia excesiva el encuentro con los buques piratas que infestan aquellos mares. Tuvieron la suerte que nadie les molestara, y ya habían doblado el extremo septentrional de la isla de Gálago, cuando sobrevino la calma y el buque principió a ser arrastrado por la corriente. Pasaron varios días buscando lugar a propósito para anclar, hasta que una tarde, encontrándose metidos entre la multitud de islas que circundan la costa Norte de Nueva Guinea, fondearon para pasar la noche y aferraron todas las velas.

Llovía y la obscuridad era absoluta; se colocaron centinelas para que los piratas no los sorprendiesen, pues se temía que estos buques, si estaban escondidos entre las islas, apareciesen en un momento, auxiliados por la corriente que avanzaba a razón de ocho o nueve millas por hora.

A las doce despertó a Felipe un fuerte golpe, y creyendo que sería alguna proa que habría atracado al costado del buque para abordarlo, saltó del lecho y subió precipitadamente a cubierta. Allí encontró a Krantz, que también había subido casi desnudo, creyendo lo mismo. Poco tiempo después repitióse el choque, y ambos comprendieron que el Utrecht acababa de encallar en la costa.

La obscuridad de la noche les impidió ver dónde se encontraban, pero sondearon el mar y comprobaron que tenían debajo un banco de arena con sólo doce pies de agua por la parte más profunda, por cuya razón el buque quedó completamente inclinado.

Como la corriente no cesaba de empujarles, supusieron que el Utrecht habría arrastrado sus amarras; pero lo cierto era que la principal se había partido por el centro.

Era imposible reparar la avería hasta que amaneciese, y esperaron ansiosos la llegada del nuevo día. El sol fue deshaciendo poco a poco la niebla, y entonces pudieron apreciar bien su situación. Se encontraba, en efecto, el buque encallado en un banco de arena, del cual sólo una pequeña parte sobresalía fuera del agua, deslizándose la corriente con gran violencia en torno de él. Veíase cerca un grupo de pequeñas islas, llenas de cocoteros y sin señal alguna de estar habitadas.

–Estamos perdidos -dijo Krantz a Felipe-. Si aligeramos el buque, el ancla no agarrará bien, y la corriente nos empujará más sobre el banco.

–De todos modos haremos la prueba, aunque reconozco que la situación es muy crítica. Haga usted venir a toda la tripulación.

La marinería presentóse triste y descorazonada.

–¿Por qué ese desaliento, muchachos? – preguntóles Felipe.

–Porque estamos condenados, capitán; esto era inevitable.

–Dije antes que el buque se perdería probablemente, pero la pérdida del barco no trae aparejada la de su tripulación; por lo tanto, no debemos perder la esperanza. ¿Qué peligro nos amenaza ahora? Ninguno. La mar está tranquila; disponemos de tiempo para construir una almadía y la tierra sólo dista tres millas. Tratemos en primer término de salvar el buque, y, si no lo conseguimos, nos pondremos en salvo nosotros.

Reanimados un tanto con lo que acababan de oír, empezaron los marineros a trabajar ardorosamente, arrojando al mar todo aquello de que podía prescindirse, para aligerar el barco; pero las anclas continuaban agarrando, la violencia de la corriente era incontrastable, y Felipe se convenció de que todos los esfuerzos habían de ser infructuosos.

Hízose de noche y la brisa rizó algo la superficie del mar, cuyo oleaje hizo encallar al Utrecht todavía más en la arena. Felipe y Krantz ordenaron la suspensión del trabajo hasta la mañana siguiente.

Al amanecer reanudóse la tarea, pero infructuosamente, pues el casco del buque estaba casi lleno de agua y de arena. Indudablemente se había roto algún tablón, y pensóse en la construcción de una almadía suficiente para contener cómodamente a los que no cupiesen en los botes.

Después de un breve descanso, se arriaron las vergas más gruesas y comenzó a construirse la almadía con toda la solidez posible, pues Felipe deseaba evitar que se repitiera el caso de la Vrow Katerina. Asimismo, y con objeto de que los botes no tuvieran que remolcar una mole tan pesada en determinadas circunstancias, la dispuso de manera que pudiera ser dividida en dos fácilmente si, por cualquier circunstancia, había necesidad de abandonar una de sus partes.

La noche puso nuevamente término al trabajo, y la marinería retiróse a descansar. No hacía viento y el tiempo era hermoso. A las nueve de la mañana siguiente, concluida ya la balsa, se embarcó en ella agua y provisiones. Se preparó un sitio seguro y resguardado de la humedad para Amina, y, además, trasbordaron a la almadía velas y cabos de repuesto para el caso de verse obligados a desembarcar, sin olvidar las armas de fuego y las municiones. Cuando estuvo todo dispuesto dijeron los marineros a Felipe que llevando tanto dinero a bordo era una necedad dejarlo, y que querían trasladar a la balsa cuanto ésta pudiera soportar. Felipe accedió; pero hizo el propósito de reclamar aquel efectivo en nombre de la Compañía, tan pronto como llegasen a algún puerto donde pudiera ejercer su autoridad. Todos bajaron a la bodega, y después de reyertas sin número, cada cual tomó el dinero que pudo, embarcándose acto continuo en los botes o en la balsa. Amina se posesionó de su improvisada cámara y se pusieron en marcha remolcando los botes la almadía. Era muy difícil doblar la punta arenosa que sobresalía fuera del agua, pero, al fin, se consiguió aunque con excesivo trabajo.

Eran ochenta y seis personas; en los botes iban treinta y dos y el resto en la almadía, que había sido construida con solidez y flotaba con facilidad. Felipe y Krantz habían convenido ir uno en los botes y el otro en la balsa; pero al abandonar el Utrecht ambos se quedaron en ésta para decidir el rumbo que debía emprenderse después que se conociera la dirección de la corriente. Esta parecía caminar hacia el Sur, o sea, hacia Nueva Guinea, y, discutida extensamente la conveniencia de desembarcar en dicho punto, resolvieron proceder como las circunstancias aconsejasen. Mientras tanto los botes seguían avanzando con ayuda de la corriente.

Cerró la noche, y dieron fondo con unas pequeñas anclas de que habían cuidado de proveerse. Felipe notó que allí no era tan violenta la corriente, pues los anclotes sujetaban bien los botes y la almadía. Quedóse un marinero de guardia, y los demás, cubiertos con las velas que habían sacado del Utrecht, se entregaron al sueño.

–¿No hubiera sido preferible que me hubiese quedado en uno de los botes? – preguntó Krantz a Felipe-. Supóngase usted que por salvarse los que los tripulan nos abandonasen.

–Eso no ocurrirá porque he tenido la precaución de no permitirles que lleven víveres.

–Ha sido una excelente idea, señor Felipe.

Krantz continuó en guardia y Vanderdecken fue a buscar el reposo de que tanto necesitaba. Amina le recibió con los brazos abiertos.

–No temo nada -dijo-; hasta creo que me gustan las vicisitudes y contratiempos de un naufragio. ¿Por qué no desembarcamos los dos en esa bella isla y construimos una cabaña debajo de los cocoteros viviendo allí tranquilamente hasta que venga un buque en nuestro socorro? Yo no necesito a nadie, teniéndote a ti.

–Cúmplase la voluntad de Dios y agradezcámosle que no nos haya dejado perecer -replicó Vanderdecken-. Ahora voy a descansar, porque pronto me tocará hacer la guardia.

Al día siguiente, al amanecer, estaba la mar llana y el cielo despejado. La almadía había derivado algo hacia sotavento del grupo de islas mencionado y era muy difícil abordarlas; pero, en el horizonte, se divisaban otras islas, cubiertas también de cocoteros, y se resolvió dirigirse a ellas. Después de servido el almuerzo y cuando los marineros se disponían a remar, apareció en lontananza una proa que, llena de hombres, avanzaba hacia ellos. No podía dudarse que era un buque pirata; sin embargo, Felipe y Krantz creyeron que podrían rechazar cualquier ataque. Distribuyéronse armas entre todos los que estaban en disposición de manejarlas y, para que los marineros no se fatigaran inútilmente, se les ordenó que se mantuvieran sobre los remos y aguardasen la llegada de los piratas.

Cuando éstos se hubieron acercado, cesaron a su vez de remar para reconocer al enemigo y rompieron seguidamente el fuego con un pequeño cañón que llevaba el buque a proa. La metralla hirió a varios y Felipe ordenó que todos se tendieran en el suelo de la balsa o en el fondo de los botes. El pirata avanzó entonces más y arreció el combate con la desventaja de que los del Utrecht no les podían contestar. En tan apurado trance, los marineros propusieron a Felipe que se atracase al pirata en los botes, como único medio de salvación y, en su consecuencia, después de reforzar la tripulación de aquéllos, Krantz encargóse del mando y se dirigió resueltamente al buque enemigo. Pero, apenas habían avanzado los botes algunos cables, y como inspirados por un pensamiento súbito, viraron a bordo y huyeron en opuesta dirección. Oíase la voz enronquecida de Krantz, que esgrimía furioso su espada; poco después se arrojó al mar y a nado se dirigió a la almadía. Era ya evidente que aquellos cobardes, deseosos de salvar el dinero de que se habían apoderado, habían apelado a la fuga, abandonando a la almadía, a su suerte. Los ruegos y amenazas de Krantz, fueron completamente inútiles, y éste, al ver que no podía sacar partido alguno y que exponía neciamente su vida, regresó a la balsa.

–Estamos perdidos -dijo Felipe-; somos tan pocos que no podremos resistir mucho tiempo. ¿Qué le parece, Schriften? – se atrevió a preguntar al piloto, que permanecía a su lado.

–Que estamos efectivamente perdidos, pero no hay que temer que los piratas nos causen daño alguno.

Schriften decía la verdad. Los piratas, comprendiendo que todos los objetos de valor irían en los botes, comenzaron a darles caza en seguida. La proa, rozando la cresta de las olas como un ave marina, dejó atrás la almadía, demostrando que su rapidez era mayor que la de los botes; pero su velocidad fue disminuyendo poco a poco y, a la caída de la tarde, la distancia entre perseguidores y perseguidos era casi la misma que al empezar la caza.

La balsa había quedado a merced de las olas, y Felipe y Krantz, aprovechando las herramientas de carpintería que llevaban consigo, eligieron dos gruesas berlingas e hicieron los preparativos necesarios para colocar un mástil y una vela a la mañana siguiente.

Los primeros objetos que vieron los náufragos tan pronto como hubo amanecido, a la mañana siguiente, fueron los botes, que regresaban a todo remo, perseguidos de cerca por los piratas. Sin duda habrían decidido regresar a la almadía para defenderse con ayuda de sus compañeros y para obtener agua y víveres de que carecían en absoluto cuando emprendieron la fuga. Sus esperanzas resultaron fallidas, porque, rendidos de fatiga, abandonaron poco a poco los remos y la proa continuó persiguiéndoles con ardor. Los botes fueron capturados uno a uno, y el botín encontrado en ellos superó las esperanzas de los piratas. Es ocioso decir que ninguno de aquellos desgraciados escapó con vida. La escena horrible se desarrolló a tres millas aproximadamente de la balsa y Felipe supuso que después les tocaría a ellos sufrir la misma suerte; pero se equivocó por completo. Satisfechos con el botín y suponiendo que no habría en la balsa objeto alguno que mereciera la pena de abordarla, se dirigieron los piratas a las islas de donde habían salido. Así quedaron justamente castigados los que tan cobardemente abandonaron a sus compañeros, mientras que los que creían su muerte segura se vieron milagrosamente en salvo.

Quedaban a bordo de la balsa unas cuarenta y cinco personas; Felipe, Krantz, Schriften, Amina, dos contramaestres, dieciséis marineros y veintitrés soldados de los que se habían embarcado en Ámsterdam. Tenían suficientes víveres para tres o cuatro semanas; pero de agua andaban muy escasos, pues solamente les quedaba para tres días.

Cuando el mástil estuvo colocado y la vela izada, Felipe indicó a los marineros y soldados la conveniencia de reducir la ración de agua a fin de que durase más tiempo, obligándose todos a no exigir más de media pinta diaria.

Como la balsa podía dividirse en dos, discutióse la conveniencia de abandonar la mayor parte, pero la idea fue rechazada puesto que el número de náufragos apenas había disminuido y, además, porque la balsa gobernaba bien a la sazón, cosa que probablemente no ocurriría, si se alteraba su figura dejándola reducida a una masa flotante de madera cuadrada.

Durante tres días reinó calma completa; el sol abrasaba con sus rayos a aquellos desgraciados, haciéndoles sufrir los horrores de la sed y, sin embargo, persistieron en su resolución de no alterar la ración de agua.

El cuarto día empezó a soplar una fresca brisa que hinchó la vela; la almadía adelantó desde entonces cuatro millas por hora y la esperanza renació en todos los pechos. Veíase ya la tierra y cada cual se regocijaba con la perspectiva de un próximo desembarco y con la seguridad de encontrar el agua de que tanta necesidad tenía. Siguieron avanzando toda la noche, pero por la mañana descubrieron que lo que ganaban mientras la brisa era fuerte, volvían a perderlo a causa de la intensidad de las corrientes. El viento soplaba de día, pero calmaba a la caída de la tarde. Tres días consecutivos ocurrió lo mismo hasta que, al fin, la tripulación, rendida con tantas fatigas y viendo que aquellos sufrimientos no iban a tener fin, se declaró en abierta rebelión. Proponían algunos dividir la almadía, para llegar a la costa más fácilmente con la otra media, pero la grave dificultad estribaba en la carencia de anclotes, pues los de que antes se habían servido, fueron robados por los que huyeron en los botes. Felipe indicó como el mejor medio, que el dinero de todos se metiera en sacos, que muy bien cosidos y sujetos por una cuerda podrían substituir a las anclas y sostener la almadía una noche contra la corriente: de este modo estarían seguros de ganar la costa a la mañana inmediata. Pero todos rechazaron la proposición; aquellos miserables no querían arriesgar el oro de que tan injustamente se habían apoderado. Preferían morir en medio de los más crueles tormentos. La proposición fue hecha varias veces por Felipe y Krantz; pero siempre el mismo resultado negativo.

Amina no perdía el valor a pesar de todo, siendo para su marido un verdadero consuelo en medio de tantas desgracias.

–Anímate, Felipe -le decía frecuentemente-; todavía podemos construir una cabaña bajo la sombra de los cocoteros y pasar en ella una parte, o quizás el resto de nuestros días, porque, ¿quién sabe si vendría alguien a socorrernos en un lugar tan apartado?

Schriften seguía portándose bien, pero no hablaba una palabra con nadie más que con Amina. Hasta parecía demostrar por ella más simpatía que antes.

Transcurrió otro día; aproximáronse nuevamente a la costa, pero la brisa desapareció a la tarde y la corriente volvió a arrastrarlos a alta mar. Los marineros, a pesar de las amenazas de Krantz y Felipe, arrojaron todo al agua, hasta las provisiones, con la única excepción de un tonel de aguardiente y del agua que aún quedaba y, después de esta hazaña, conferenciaron respecto a la conducta que debían seguir.

Felipe estaba lleno de ansiedad, y, llegada la noche, propuso por última vez utilizar los talegos de dinero para convertirlos en anclas; pero ninguno le hizo caso; y, abatido y desconsolado, se dirigió a la popa donde tenía Amina su improvisada cámara de tablones y velas.

–¿Por qué te apuras? – preguntóle la joven.

–Por la avaricia y estupidez de estos desdichados. Prefieren morir a exponer su maldecido dinero. Tienen en su mano los medios de salvarse y no los aprovechan. Llevamos en la balsa metal en barras, cuyo peso es suficiente para sujetar diez almadías y no consienten en ello, por no arriesgarlo. ¡Maldito amor al oro, que hace a los hombres locos, avaros y miserables! Sólo tenemos ya agua para dos días y vamos a vernos precisados a repartirla gota a gota. Están hambrientos, pálidos, enfermos y, sin embargo, con cuánto deleite contemplan esas monedas que probablemente no podrán jamás emplear aunque pisen la tierra firme.

–No sufras tanto, Felipe. He sido previsora y he guardado agua y galleta sin que lo sepa nadie. Bebe y te aliviarás.

Felipe bebió y experimentó efectivamente algún consuelo, calmándose la excitación que le produjeron los acontecimientos de aquella triste jornada.

–Gracias, Amina, gracias, esposa mía; me siento mejor. Dios mío, ¿cómo puede haber hombres tan obcecados por la codicia, que prefieran un miserable pedazo de oro a una gota de agua, en circunstancias tan críticas como la por que atravesamos?

Brillaban en el firmamento algunas estrellas; pero no había luna. Vanderdecken se levantó a la "media noche para relevar a Krantz en el timón. De ordinario, los marineros pasaban la noche indistintamente en cualquier sitio de la balsa, pero a la sazón permanecían agrupados todos en la proa. De repente oyó Felipe como el rumor de una lucha y después la voz de Krantz que pedía socorro. Abandonando el timón y apoderándose de un machete, apresuróse a acudir en su ayuda; pero no tardó en quedar sujeto y desarmado.

¡Corta, corta los cabos! – gritaron aquellos bandidos entonces y, dos segundos después, Felipe vio, desesperado, que la parte de la balsa en que estaba Amina, quedó en seguida separada de la otra.

¡Por piedad, mi esposa, mi Amina! ¡Por amor de Dios, salvadla! – gritó el infeliz luchando por desasirse.

Amina, por su parte, apoyada en el extremo de la balsa, extendía hacia él los brazos; pero inútilmente; les separaba un cable de distancia. Felipe realizó un último y supremo esfuerzo y cayó al suelo sin sentido.

XXII

Felipe tardó mucho tiempo en recobrar el conocimiento y cuando, ya de día, abrió los ojos, vio a Krantz que estaba arrodillado a su lado. Sus pensamientos eran confusos y aunque comprendía que le había ocurrido una gran desgracia, no pudo, sin embargo, recordarla.

–Valor, amigo mío -dijo Krantz-; probablemente ganaremos hoy la costa y saldremos en seguida en busca de Amina.

–Esta es, pues, la separación y muerte cruel que Schriften había pronosticado a la desgraciada -pensó Felipe-. Muerte verdaderamente cruel la que se sufre entre los tormentos del hambre, bajo los rayos de un sol ardiente y no teniendo una sola gota de agua con que remojar el paladar; a la merced de los vientos y de las olas; abandonada en medio de la inmensidad del mar; separada de su marido y sin saber lo que sufro, ni aun siquiera cuál habrá sido mi suerte. El piloto tenía razón: es imposible que haya muerte más atroz para una tierna y enamorada esposa. ¡Oh! desfallezco; ¿para qué sirve ya en este mundo Felipe Vanderdecken?

Krantz trató de consolarle lo mejor que pudo, pero en vano. Felipe, después de una pausa de algunos minutos, levantó la cabeza y dijo:

–¡Sí, venganza, venganza contra esos malvados traidores! Dígame usted, Krantz, ¿cuántos marineros nos permanecen fieles?

–Lo menos la mitad, capitán, pues lo ocurrido anoche fue una sorpresa.

Se había colocado un remo para que sirviera de timón y la almadía aproximóse a la costa más que nunca. La esperanza de un próximo desembarco alegraba a los marineros, y cada cual permanecía sentado sobre su talego de oro, cuyo valor apreciaba más a medida que aumentaban las probabilidades de salvación.

Felipe averiguó por Krantz que los soldados y algunos, tripulantes eran los que se habían sublevado la noche anterior y dividido a la almadía, y que el resto continuaba neutral.

–Creo -dijo Vanderdecken con una sombría sonrisa-, que he encontrado ya el medio de vengarme. Dígales usted que vengan.

Felipe les manifestó que sus compañeros eran unos traidores, en quienes no se podía tener confianza; que todo lo sacrificaban por amor al dinero, y ni a bordo ni en tierra estarían seguros en compañía de tales bandidos, por cuya razón era preferible desembarazarse de ellos, repartiendo por supuesto el dinero entre los demás. Que de este modo se alcanzaría, al fin, la tan deseada costa y que aunque él estaba dispuesto a reclamar el dinero en nombre de la Compañía tan pronto como llegaran a un país civilizado, les cedía cuanto había en la balsa si le ayudaban.

Aquellos hombres, en realidad distintos de los otros, aguijoneados por el estímulo de la ganancia, aceptaron lo propuesto por Felipe, conviniendo que, si aquella noche no alcanzaban la tierra firme, atacarían a los demás y los arrojarían al agua.

Estos se pusieron alerta y con sus cuchillos desenvainados esperaron el momento de entablar la lucha. La brisa cayó por completo y una vez más fue la almadía impulsada hacia alta mar. Felipe estaba anonadado por la pérdida de Amina, pero excitábale tanto el deseo de vengarse, que no cesaba de acariciar su machete ansiando hundirlo en el pecho de los que le habían separado de su esposa.

La noche era hermosa; el mar semejaba un cristal y ni un soplo de aire se agitaba en el espacio; la vela pendía inmóvil a lo largo del mástil reflejándose en le brillante superficie del agua. Era aquélla una noche a propósito para adorar a Dios, y, sin embargo, sobre la frágil balsa había reunidos más de cuarenta seres decididos a asesinar a su prójimo. Cada cual afectaba una tranquilidad que no experimentaba. Felipe iba ya a dar la señal, que era arriar de pronto la vela y envolver entre sus pliegues a la mayor parte de los amotinados y embarazar de este modo sus movimientos. Schriften había empuñado el timón y Krantz estaba al lado suyo.

La vela cayó en un momento, y comenzó la obra de destrucción. Nadie dijo una palabra, nadie exhaló una sola queja. Sólo eran perceptibles las voces de Felipe y de Krantz, cuyas espadas zumbaban en el aire. Vanderdecken estaba tan sediento de venganza, que no se sació mientras quedó con vida uno solo de los que habían sacrificado a la infeliz Amina.

Unos cayeron en el mismo lugar en que se encontraban; otros, al huir, se precipitaron en el mar, y los demás fueron sacrificados sin compasión entre los pliegues de la vela que les impedía defenderse. La trágica escena fue muy breve. Sólo Schriften permaneció inmóvil en el timón, animándose a intervalos su semblante con una sonrisa infernal y repitiendo con frecuencia:

–¡En! ¡eh!

Terminado el combate, Felipe apoyóse en el mástil para reponerse de la fatiga.

–Ya estás vengada, Amina -pensó-; ¿pero qué valen las vidas de esos miserables comparadas con la tuya?

Y, al reflexionar que su venganza quedaba satisfecha y que le era imposible hacer más, rompió a llorar amargamente cubriéndose el rostro con ambas manos, mientras que los marineros ocupábanse en repartirse alegremente el dinero de las víctimas, lamentando que éstas no hubieran sido más numerosas, para que el botín hubiese sido mayor.

A bordo de la balsa sólo quedaron trece hombres, a más de Felipe, Krantz y Schriften. Rompió el día, la brisa comenzó a soplar y repartióse entre todos la ración de agua que hubiese correspondido a los que sucumbieron en la refriega. Como no tenían hambre, esto los reanimó.

Aunque Felipe no habló con Schriften desde la pérdida de Amina, era evidente que el piloto le volvía a mirar con antipatía profunda. Sus sarcasmos, sus frecuentes ¡eh! ¡eh! eran incesantes, y siempre que se encontraban sus ojos con los de Vanderdecken, parecían provocarle. Indudablemente Amina era la única persona que había logrado dominar a aquel hombre, y que con su desaparición había cesado la aparente buena voluntad que demostró a Felipe. Esto importaba bien poco a Vanderdecken, que tenía motivos más graves de preocupación.

La brisa manteníase firme y los náufragos esperaban alcanzar la costa en un par de horas, pero volvieron a sufrir otro desengaño: el viento rompióles los aparejos y vela y mástil vinieron abajo. Esto les hizo perder mucho tiempo, y la brisa dejó de soplar antes que hubieran concluido de reparar la avería, cuando les separaba una milla de la costa. Rendido de fatiga, Felipe se durmió dejando a Schriften en el timón. Soñó con Amina, creyó que ésta dormía tranquilamente bajo la sombra de árboles frondosos y que él velaba su sueño. Cierto movimiento le despertó, y todavía medio dormido, creyó ver a Schriften que procuraba hacerle pasar por debajo de la cabeza la cadenita que sujetaba el relicario a su cuello. Alargó instintivamente el brazo para detener al ratero, y agarró efectivamente a Schriften, el cual se había ya apoderado de tan codiciado objeto. La lucha fue breve; pocos momentos después Felipe recobraba su reliquia y el piloto yacía tendido a sus pies, bajo la rodilla del joven que le oprimía fuertemente el pecho con ella. Vanderdecken volvió a colocar en su cuello la reliquia, y, enfurecido hasta la locura, estrechó entre sus brazos el cuerpo de su enemigo y lanzóle al mar exclamando:

–¡Hombre o diablo, quienquiera que seas, sálvate ahora si tienes poder para ello!

El ruido de la lucha despertó a Krantz y a los marineros, pero no pudieron impedir la venganza de Felipe. Este refirió lo ocurrido en pocas palabras a Krantz, pues los demás al saber que el incidente no afectaba en nada a la seguridad del dinero, volvieron a reclinar sus cabezas, quedando profundamente dormidos.

Felipe aguardó un rato a ver si Schriften salía a flote e intentaba ganar la balsa, pero el piloto no reapareció y Vanderdecken se tranquilizó por completo.

XXIII

Cuando Amina se vio separada de su marido, sumióse en un estado de estupor, más intenso cuanto más se separaban una y otra balsa; y cuando la naturaleza quedó envuelta en el manto de sombras de la noche, exclamó volviendo la cabeza a uno y otro lado:

–¿Quién hay ahí?

Volvió a repetir la pregunta; pero no obtuvo contestación.

–¡Nadie! ¡Sola, sola -decía-, y sin mi amado Felipe! ¡Madre mía, compadécete de tu desdichada hija!

Y, dicho esto, cayó sin conocimiento tan cerca del borde de la balsa, que su flotante cabello se sumergió en el mar.

–¡Ay de mí! ¿Dónde estoy? – murmuró de nuevo Amina, muchas horas después, cuando el desmayo hubo pasado.

El sol abrasábala con sus rayos y ofuscaba su vista. Miró al cabo en torno suyo y contempló llena de espanto un enorme tiburón que permanecía inmóvil junto a la balsa, como si acechara una presa. Amina huyó al centro de la almadía, de un salto, y al verse sola, recordando su desesperada situación, exclamó:

–¡Oh, Felipe, Felipe! ¿Es, pues, cierto, que te has separado para siempre de mí? Lo había creído un sueño, pero ahora lo recuerdo todo; sí, todo.

Sintió sed y, entrando en el camarote que había en el centro de la balsa, bebió un trago de agua de una de las botellas.

–¿Y para qué bebo? ¿Para qué como? ¿Qué objeto tiene el prolongar mi vida? – dijo levantándose y escudriñando el extenso horizonte-. Cielo y agua, nada más. ¿Será ésta la muerte cruel que Schriften me anunció? ¿Aquella muerte terrible y lenta, bajo un sol abrasador, y con las entrañas abrasadas por la sed? Si tal es mi destino, cúmplase en buen hora; hemos de morir alguna vez y, si no he de ver más a mi Felipe, la muerte poco me importa, puesto que mi vida era él. ¿Pero por qué no he de verlo más? – añadió después de una breve pausa-. ¿Quién sabe lo que ocurrirá todavía? Conservaré la vida, me alimentaré con la esperanza, y acaso pueda aún estrecharle entre mis brazos.

Amina miró entonces junto a ella, y vio en el suelo la daga de su Vanderdecken.

–Ahora ya puedo vivir, puesto que encuentro un puñal con qué matarme cuando me plazca.

Y Amina tendióse en su lecho, procurando olvidar sus penas, cosa que consiguió, pues hasta la mañana siguiente permaneció en un estado de completa insensibilidad. Cuando despertó, estaba enteramente extenuada de hambre; mirando a su alrededor, sólo vio agua y cielo como la víspera.

–¡Oh! es horrible esta soledad; la muerte sería un consuelo; pero mi deber es vivir, sin acobardarme, hasta el último momento.

Comió algunos pedazos de galleta mojados en agua, y al concluir el ligero desayuno, dijo:

–Dentro de pocos días todo habrá terminado. ¿Qué mujer se habrá visto jamás en la terrible situación en que me encuentro? ¡Infames, que me separasteis de mi marido tan bárbaramente, y que por salvaros vosotros habéis sacrificado a una mujer indefensa, malditos seáis! ¡Ni siquiera os compadecisteis de mi desdichada suerte! ¿Y eran ellos cristianos? ¿Profesaban aquellos desalmados la religión que los sacerdotes y Felipe pretendían enseñarme en Terneuse? ¡Caridad y amor al prójimo! Palabras huecas, de que todos hacen frecuente uso, pero que ninguno practica. Amémonos los unos a los otros, ayudémonos mutuamente, dicen con los labios, pero se odian con el corazón. Las creencias serán buenas, pero, si no las ponen en práctica, ¿para qué sirven? Sombra de mi madre, ¿sufro este cruel castigo por haber escuchado a aquellos hombres, o porque, en mi deseo de obtener el completo amor de Felipe, procuré olvidar lo que tú me enseñaste cuando yo era niña, despreciando la religión en que nacieron y murieron nuestros antepasados, aquella religión tan admirablemente descrita por el Profeta? ¡Oh! respóndeme, madre mía, respóndeme en un sueño.

Cerró la noche y el cielo cubrióse de nubes; frecuentes relámpagos cruzaban el espacio iluminando a intervalos la almadía. La tempestad arreció en tales términos, que el firmamento parecía de fuego y el ruido del trueno rodaba sin cesar por todos los ámbitos de la bóveda celeste. Olas gigantescas balanceaban horriblemente la balsa, bañando algunas veces los pies de Amina, que permanecía en el centro de la embarcación.

–Es preferible la tormenta a la calma y al calor abrasador; esto me entusiasma y admira, esto es magnífico -exclamó la joven contemplando sobrecogida los relámpagos que la deslumbraban-. ¡Rayos, destruidme si os place! ¡olas amenazadoras, llevadme con vosotras! ¡caiga sobre mi cabeza la cólera de todos los elementos! ¡nada temo! me río de vosotros, os desafío a todos. Tiemblen en buen hora los que poseen grandes riquezas, los que viven en medio de la abundancia, los que son dichosos, los que tienen esposas, hijos, familias, alguien que los ame; a mí me falta todo eso… ¡Elementos! aire, tierra, fuego, agua, Amina os desafía. He perdido toda esperanza, y aguardo resignada la muerte.

Y la desdichada volvió a entrar en el camarote y arrojándose en la cama, cerró los ojos.

Torrentes de lluvia cayeron desde entonces hasta el amanecer; el viento continuó fresco, pero el cielo se despejó. Sus vestidos húmedos le hacían temblar; pero el calor del sol la reanimó al fin. Incorporándose en el lecho, creyó ver inmensos campos cubiertos de verdura, y árboles frondosos que ondulaban blandamente a impulsos de la brisa; imaginóse que distinguía a Felipe corriendo presuroso hacia ella; quiso salir a recibirlo con los brazos abiertos, pero sus miembros se negaron a ayudarla; le llamó en alta voz, y lanzando un agudo grito volvió a caer sin conocimiento.

XXIV