–Es mi destino, es mi deber -pensó Felipe; y, conforme ya con estas conclusiones, su imaginación volvió a recrearse contemplando la belleza, valor y presencia de ánimo que había demostrado la hija de Mynheer Poots-. ¿Será posible que el destino de esta hermosa criatura haya de unirse al mío? – volvió a decir entre sí, contemplando la luna que brillaba en el firmamento- Los sucesos de estos tres días casi confirman mi suposición; Dios sabe lo que ha de ocurrir; pero, de todos modos, cúmplase su voluntad. He jurado consagrar mi existencia a conseguir el perdón de mi infortunado padre; ¿pero está esto en oposición con mi amor a Amina? ¿Procederé con rectitud procurando obtener el cariño de un ser que, si me ama, será con pasión y a prueba de contratiempos? ¿Debo exponerla a compartir su suerte con la mía que ha de ser tan precaria? ¿No es también desdichada la vida de todos los marineros, en lucha constante con las irritadas olas, y con sólo una pulgada de tabla entre ellos y el abismo? Además, yo debo realizar una peligrosa empresa, y no puede ocurrirme desgracia alguna, mientras no la termine. ¿Cuál será el término de mi tarea? Acaso la muerte. ¡Ojalá estuviese más tranquilo y pensara con mayor cordura!
De tal modo reflexionó durante largo rato Felipe Vanderdecken, hasta que, al fin, principió a amanecer, y rendido por tanta emoción, quedóse dormido, sentado como estaba. De pronto, sintió una suave presión en el brazo, y dando un salto amartilló una pistola que llevaba en el pecho; pero, al volver la cabeza, encontróse frente a frente con Amina y su alma se inundó de gozo.
–¿Esa pistola estaba destinada para mí? – preguntó la joven sonriéndose y repitiendo las mismas palabras que en circunstancias idénticas había pronunciado Felipe la noche anterior.
–¡Para usted, Amina! Sí, para defenderla una vez más, si hubiera habido necesidad de ello.
–Lo creo; ha sido usted muy bueno, al velar durante esta interminable noche, después de tantas fatigas.
–Hasta que ha amanecido he vigilado cuidadosamente.
–Pero ahora debe usted retirarse y descansar un rato. Mi padre ha abandonado ya el lecho y puede usted acostarse en él.
–Agradezco el ofrecimiento, pero no es mi propósito dormir por ahora; hay que hacer mucho. Es necesario enterar al burgomaestre de lo ocurrido, porque esos cadáveres deben permanecer ahí, hasta que la justicia los levante.
–Eso corresponde a mi padre como dueño de la casa; usted permanezca aquí, y puesto que no desea dormir, le daré algún refresco. Mientras tanto, hablaré con mi padre, que ya se ha desayunado.
Amina desapareció, no tardando en volver acompañada le Mynheer Poots, que parecía resuelto a ver al burgomaestre. Saludó muy afectuosamente a Felipe, y dando un ligero rodeo para no tropezar con los cadáveres, a cuya vista se encogió de hombros, encaminóse a buen paso hacia la ciudad inmediata, donde residía el magistrado.
Amina suplicó a Felipe que la acompañara, y así lo hizo en efecto, entrando ambos en la habitación del médico, donde, con sorpresa, vio Vanderdecken una taza de café dispuesta para él, cosa extraordinaria todavía en aquellos tiempos, y más extraordinaria todavía en casa del miserable Poots; pero el café constituía para el avaro una necesidad, pues acostumbrado a él desde sus primeros años no podía dispensarse de tomarlo a pesar de su ruindad.
Felipe, que hacía cerca de veinticuatro horas que no tomaba alimento, ingirió ansiosamente cuanto le pusieron delante. Amina, sentada enfrente de él, no pronunció una palabra durante el almuerzo.
–Amina -dijo al fin Felipe-, he reflexionado mucho durante toda la noche, mientras he estado de centinela en la puerta. ¿Me permite usted que le exponga mi pensamiento?
–¿Por qué no? – contestó la joven-. Creo que no dirá usted nada inconveniente, o que no pueda ser oído por una doncella.
–Me hace usted justicia. He pasado toda la noche pensando en usted y en su padre, y abrigo la convicción de que no deben permanecer en esta casa tan solitaria.
–Es cierto; aquí no estamos seguros. Pero no conoce usted bien a mi padre; le agrada la soledad, el alquiler es muy barato y él es muy amante del dinero.
–Todo hombre que quiera conservar sus riquezas, debe guardarlas en lugar seguro, y esta morada no reúne esas condiciones. Óigame usted, Amina. Poseo una casita, rodeada de otras muchas cuyos habitantes nos prestamos mutua protección y ayuda. Voy a abandonarla, quizás para siempre, porque debo embarcarme en el primer buque que salga para el mar de las Indias.
–¡Para el mar de las Indias! ¿Y por qué? ¿No nos dijo usted anoche que poseía millares de guilders?
–Es cierto; pero, de todos modos, debo partir; es mi destino. No me pregunte usted más, y escuche lo que ahora voy a decirle. Su padre de usted debe irse a vivir a mi casa y cuidar de ella en mi ausencia; me prestará con esto un señalado favor, y espero que usted le convenza. Allí puede estar completamente seguro y yo le entregaré, además, cuanto dinero poseo para que me lo guarde. No me es necesario por ahora, ni puedo llevármelo conmigo.
–A mi padre no puede confiársele dinero ajeno.
–Pues, entonces, ¿por qué es tan avaro? Tiene que dejarlo todo en este mundo, y usted será su heredera. Si esto es así, ¿qué peligro hay en que sea mi depositario?
–Es preferible que me deje usted a mí de tesorera, y desempeñaré el cargo fielmente. Pero, ¿qué necesidad tiene usted de arriesgar su existencia en el mar, siendo rico?
–Siento no poder contestarle, Amina. Cumplo un deber filial, y no puedo dar más explicaciones, al menos por ahora.
–Si ése es su deber, no insisto. No ha sido la curiosidad femenina, sino un sentimiento más laudable el que me ha inducido a preguntarle.
–¿Y cuál ha sido ese sentimiento?
–No puedo explicarlo; quizás muchos de ellos reunidos, gratitud, aprecio, respeto, confianza, cariño… ¿no son suficientes?
–En efecto, Amina; pero yo también siento todo eso por usted, y quizá otro más. Por consiguiente, si tanto me aprecia, persuada a su padre a abandonar esta casa y a irse a vivir a la mía.
–Y usted, mientras tanto, ¿dónde piensa residir?
–Si su padre no me admite como huésped durante los pocos días que he de permanecer aquí, buscaré otro alojamiento; pero si accede, le pagaré bien; esto es, si usted no se opone a que yo viva bajo el mismo techo.
–¿Por qué había de oponerme? Nuestra morada no es segura, y usted nos ofrece la suya. Sería una injusticia y una ingratitud al mismo tiempo arrojarle de su propia casa.
–Convenza entonces a su padre, Amina. Nada intereso por ello; por lo contrario, lo agradezco como un favor. No me marcharía tranquilo si la dejara a usted expuesta al menor peligro. ¿Me promete persuadirle?
–Haré cuanto pueda para conseguirlo; hasta me atrevo a asegurar que lo conseguiré, porque ejerzo gran influencia sobre él. He aquí mi mano en prenda. ¿Está usted satisfecho?
Felipe estrechó la diminuta mano que le alargaba la joven, y dejándose llevar por el amor que le inspiraba, la aproximó a sus labios. Miró, sin embargo, a Amina, por si ésta hacía alguna manifestación de desagrado, y sólo vio que sus obscuros ojos lo contemplaban con insistencia como pretendiendo leer en lo más íntimo de su pensamiento. Sin embargo, no retiró la mano.
–Amina -prosiguió Felipe-, puede usted tener confianza en mí.
–No lo he puesto en duda -replicó la joven.
Felipe soltó la mano de Amina que volvió a tomar asiento, y durante un largo rato permaneció silenciosa y meditabunda. El joven, por su parte, también estaba pensativo. Al fin, dijo Amina:
–Me parece haber oído a mi padre que su madre de usted era muy pobre y que había una sala en su casa que no se ha abierto durante muchos años.
–Ha estado efectivamente cerrada hasta ayer.
–¿Y encontró usted en ella dinero? ¿Sabía su madre que estaba allí guardado?
–Sí, lo sabía y me lo reveló antes de morir.
–Habrá tenido motivos poderosos para no abrir esa habitación.
–Ciertamente.
–¿Y cuáles han sido? – preguntó Amina en voz baja y con tono suave.
–No puedo revelarlos; al menos, no debo. Baste a usted saber que fue por temor a una aparición.
–¿Qué aparición?
–Mi madre aseguraba que se le había aparecido su esposo.
–¿Y cree usted que se le apareció realmente?
–No tengo la menor duda; pero me es imposible dar más explicaciones, Amina. La sala baja está ya abierta, y no hay temor de que se aparezca nadie en ella.
–Yo no lo temo -replicó Amina pensativa -. Pero -continuó-, ¿se relaciona esto con su secreto?
–Sólo puedo contestar que sí; estoy resuelto a embarcarme, y le suplico que no me dirija más preguntas respecto al particular. Me es muy doloroso no poder enterarla por completo; pero mi deber me impide hablar con más claridad.
Ambos quedaron luego silenciosos, hasta que volvió a decir Amina:
–Ha demostrado usted tanto interés por recobrar la reliquia, que supongo que también desempeña su papel en el misterio. ¿No es así?
–Voy a responder por última vez, Amina. Efectivamente no se ha equivocado.
No pasó inadvertida para Amina la manera brusca con que Felipe había cortado la conversación.
–Tan absorto está usted -agregó la joven- en sus propios pensamientos, que ni siquiera agradece el interés que usted me inspira.
–Se equivoca usted, pues, por lo contrario, se lo agradezco con toda mi alma. Perdóneme mis modales groseros, pero no olvide que el secreto no es mío, o, al menos, así lo creo. Dios sabe que desearía haberlo ignorado siempre, porque ha destruido todas mis esperanzas y todas mis ilusiones.
Felipe volvió a guardar silencio, y cuando de nuevo levantó la cabeza, vio que los ojos de la joven lo contemplaban con fijeza.
–¿Quiere usted adivinar mis pensamientos, o pretende descubrir mi secreto, Amina?
–Los pensamientos, quizá; el secreto, no. Sin embargo, siento mucho que este último le aflija de tal modo. Debe ser terrible, cuando tanto preocupa a una persona del temple de usted.
–¿Dónde ha aprendido usted a ser tan valiente?– preguntó Felipe variando el tema de la conversación.
–Las circunstancias hacen a las personas valientes o cobardes. Los que estamos acostumbrados a los peligros y a los contratiempos, no los tememos.
–¿Y dónde ha sufrido usted peligros y dificultades?
–En mi país natal; no en esta tierra pantanosa y triste.
–¿Quiere usted referirme su infancia? Le guardaré el secreto si así lo desea.
–Estoy convencida de que sabe usted guardar los secretos hasta contra su voluntad -replicó Amina sonriendo-; por lo demás, tiene usted perfecto derecho a conocer la vida de la que ha salvado. No diré mucho, pero será bastante. Mi padre, siendo joven, iba embarcado a bordo de un buque mercante; fue hecho prisionero por los moros, y vendido como esclavo a un hakim, o médico de su nación. Al verlo tan listo, su amo hízolo ayudante suyo, y bajo la dirección de aquel hombre aprendió la medicina. Pocos años después sabía tanto como el maestro; pero su condición de esclavo no le permitía trabajar en beneficio propio. Usted conoce la avaricia excesiva de mi padre, quien, deseando poseer tantas riquezas como su amo, y obtener la libertad, abrazó la religión de Mahoma, y de ese modo consiguió verse libre y ejercer su profesión por cuenta propia. Contrajo matrimonio con una joven árabe, hija de un jefe a quien había salvado la vida y se estableció en el país. Yo fui el fruto de este matrimonio; mientras tanto, él iba acumulando riquezas y conquistando cada día mayor celebridad; pero no pudo curar al hijo del bey, y éste fue el pretexto para perseguirlo. Púsose a precio su cabeza, mas logró escapar, aunque le costó la pérdida de todos sus bienes. Mi madre y yo fuimos con él, refugiándonos entre los beduinos, con los cuales vivimos algún tiempo. Allí me acostumbré a marchas rápidas, a ataques fieros y salvajes, a victorias y derrotas, y hasta vi con frecuencia matar a los hombres sin piedad ni misericordia. Como los beduinos no pagaban bien los servicios de mi padre, cuyo ídolo era el oro, cuando supo que el bey había fallecido, regresó al Cairo para dedicarse nuevamente al ejercicio de la medicina. Se hizo otra vez rico, hasta que su fortuna excitó la codicia del nuevo bey, pero en esta ocasión enteróse a tiempo de los propósitos del gobernante y consiguió fugarse con una parte de sus riquezas y ganar la costa de España, aunque no conservar su dinero. Antes de establecerse en este país se lo robaron casi todo, y hace tres años que ha empezado a ahorrar de nuevo. Hemos vivido un año en Middleburgo, y finalmente nos hemos trasladado a esta casita. Esta es toda la historia de mi vida.
–¿Y continúa siendo todavía mahometano su padre de usted, Amina?
–Lo ignoro; pero parece que no cree en nada, al menos no me ha enseñado religión alguna. Su Dios es el oro.
–¿Y el de usted?
–El mío es el creador del universo, el Dios de la naturaleza, cualquiera que sea el nombre que se le dé. Esto es lo que creo, y supongo que todas las religiones son senderos, más o menos largos, que conducen al cielo. La de usted es la cristiana, Felipe; ¿es ésa la verdadera? Todos creen que la suya es la mejor, por mala que sea.
–La mía es la única verdadera, Amina. Si pudiera revelar… ¡Tengo pruebas tan terribles!
–Si su religión es la mejor, tiene usted el deber de revelar esas pruebas. ¿Acaso está usted obligado a guardarlas?
–No; y, sin embargo, es lo mismo que si lo estuviera. Pero oigo voces, deben ser su padre y las autoridades; voy a recibirlos.
Felipe bajó las escaleras y Amina le siguió con la vista hasta que hubo desaparecido por completo.
–¡Será posible! – exclamó ella apartando con la mano los cabellos que caían sobre su blanca frente cuando Vanderdecken se hubo alejado-. Compartiría con él sus sufrimientos, peligros y hasta la muerte, mejor que la dicha y la felicidad con otro. Procuraré conseguirlo. Esta noche mi padre trasladará su residencia a la casa que le ha ofrecido y lo prepararé todo.
Las autoridades tomaron declaración a Felipe y a Mynheer Poots, y examinaron los cadáveres siendo dos de ellos reconocidos e identificados. El burgomaestre ordenó su traslado y Felipe y el médico quedaron en libertad, pues no resultaba ningún cargo contra ellos, que no habían hecho sino defenderse.
Es innecesario reproducir la conversación que Felipe Vanderdecken, Mynheer Poots y su hija Amina sostuvieron después durante largo rato, bastando consignar que el médico quedó convencido por los argumentos empleados por sus dos jóvenes interlocutores, y aceptó el ofrecimiento que se le hizo, si bien es verdad que la razón más poderosa que tuvo para ello fue la de no pagar alquiler. Buscóse un carruaje para trasladar los muebles y los medicamentos, y aquella tarde quedó hecha la mudanza. Sin embargo, hasta que obscureció no se transportó la pesada arca del médico, que fue escoltada por el mismo Felipe Amina y su padre marchaban también junto al carro.
Cuando todo estuvo dispuesto y los tres personajes pudieron retirarse a descansar, era ya una hora muy avanzada de la noche.
La joven miró luego en torno suyo y examinó los muebles; las jaulas le llamaron la atención.
–¡Pobres animalitos! – exclamó-. ¿Sería aquí donde se apareció el padre a la madre? Bien puede ser verdad, puesto que Felipe asegura que tiene pruebas. ¿Por qué no había de aparecerse? Si Vanderdecken hubiera muerto, yo me alegraría mucho de ver su espíritu; esto, al menos, sería algo. ¿Pero, que habláis labios traidores que así descubrís mis secretos? La mesa está colocada, hay además una costura con todos los utensilios de labor esparcidos por el suelo; esto se deberá al espanto que sufrió la madre, y que acaso fuera motivado por algún ratón. Sin embargo, el simple hecho de no haber atravesado esta puerta un ser vivo durante tantos años entraña gran solemnidad. Hasta esa mesa derribada, que nada ofrece de particular, impresiona la imaginación. No me maravilla que Felipe crea tan terrible el secreto que encierra esta sala; pero así no debe permanecer, es necesario habitarla.
Amina, que estaba muy acostumbrada a cuidar a su padre, y que, además, sabía muy bien el manejo de la casa empezó en el acto su tarea.
Barrió toda la habitación, limpió los muebles uno por uno, y quitó las jaulas de los pájaros. El polvo y las telarañas desaparecieron y la mesa y el sofá fueron colocados en el centro de la estancia. Terminado aquel trabajo de limpieza, el sol penetró por las abiertas ventanas, adquiriendo la sala un nuevo aspecto, en la que reinaban por doquier la alegría y claridad.
Amina comprendía perfectamente que las fuertes impresiones se debilitan cuando los objetos que las motivan desaparecen de nuestra vista, y decidió contribuir a tranquilizar a Felipe, cuya imagen se había grabado en su corazón con toda la violencia propia de su raza. Continuó, pues, su faena con ardor, hasta que los cuadros que pendían de las paredes y todos los demás adornos quedaron tan limpios como si fueran nuevos.
También sacó de la sala la costura y el bordado, cuyo contacto había hecho retroceder a Felipe, como si hubiera pisado una víbora. El joven había dejado las llaves en el suelo y Amina pudo abrir con ellas los aparadores; limpió las empolvadas vidrieras y se ocupaba ya en frotar algunos objetos de plata, cuando presentóse su padre en la estancia.
–¡Santo Dios! – exclamó Mynheer Poots-, ¿es todo eso plata? Entonces debe ser muy rico Felipe. Y, ¿dónde tiene los guilders?
–No se ocupe usted de eso, padre; piense sólo en conservar lo suyo y en agradecer a Felipe sus servicios.
–Sí, pero, como va a vivir con nosotros, me interesa saber si come mucho y cuánto me pagará. Debe hacerlo bien, puesto que es rico.
Amina sonrióse despreciativamente, pero no contestó.
–No sé dónde guardará su dinero cuando se embarque. ¿Quién quedará encargado de su custodia, durante su ausencia?
–Yo me he comprometido a ello, padre.
–¡Ah, bien, bien; perfectamente! Nosotros nos encargaremos de eso; el buque podría naufragar y entonces… nosotros nos quedaremos con todo.
–Seré yo, padre. Usted nada tiene que ver.
Amina volvió a colocar la plata en los aparadores, cerró las vidrieras, guardóse la llave en el bolsillo y se encaminó a la cocina para preparar el almuerzo, mientras el viejo contemplaba admirado las bandejas y demás objetos del brillante metal. No apartaba la vista de aquellas bandejas y parecía clavado en el suelo. De vez en cuando murmuraba:
–¡Todo plata, todo plata!
Al fin bajó Felipe y, al pasar por delante de la puerta de la sala, vio a Mynheer Poots absorto en la contemplación de los aparadores, y penetró en el aposento. Quedó admirado y complacido de la variación introducida en ella por Amina, lo que le proporcionó una alegría extraordinaria.
Momentos después apareció la joven con el almuerzo y los ojos de ambos se hablaron con más elocuencia que lo habrían hecho los labios. Vanderdecken sentóse a desayunarse sin que obscureciera su ancha frente la más ligera sombra de disgusto.
Cuando se levantaron los manteles, dijo Felipe:
–Mynheer Poots, he pensado dejar a usted en posesión de mi casa, que espero encontrará de su gusto. Ya diré a su hija, antes de marcharme, cuáles son las mejoras que creo necesario introducir en ella.
–¿De modo que nos abandona usted para navegar? Debe ser divertido el viajar por países extraños; mucho mejor, seguramente, que permanecer aquí. ¿Y cuándo emprende el viaje?
–Saldré esta misma tarde para Ámsterdam con objeto de hacer mis preparativos y buscar barco, pero quizá vuelva antes de embarcarme.
–¡Ah! ¿piensa usted volver? Ya comprendo que es necesario contar el dinero, que guardaremos, como si fuera nuestro. ¿Y dónde lo tiene usted encerrado, señor Felipe?
–De todo informaré a Amina, antes de irme. Repito que regresaré, según creo, dentro de tres semanas a lo sumo.
–Padre -interrumpió Amina-, ha prometido usted ir a visitar al hijo del burgomaestre y ya es hora de ponerse en marcha.
–Sí, sí, es cierto; pero no corre prisa. Es más agradable permanecer al lado del señor Vanderdecken, porque tenemos que hablar mucho antes que se marche.
Felipe se sonrió acordándose de lo que había ocurrido cuando llamó a Mynheer Poots, dos días antes, para que visitara a su madre, y este triste recuerdo le produjo en seguida gran consternación.
Amina, que adivinaba el pensamiento de Felipe y el de su padre, trajo a éste el sombrero, y le acompañó hasta la puerta. Mynheer Poots, por tanto, vióse obligado a salir contra todo su deseo, porque jamás contrariaba la voluntad de su hija.
–¿Tan pronto, Felipe? – preguntó Amina, cuando se quedaron solos.
–Sí, en seguida; pero confío en volver a verle a usted antes de que el buque se haga a la mar. Por si así no ocurriera, le daré mis últimas instrucciones. Entrégueme usted las llaves.
Entonces abrió el armario que estaba debajo del aparador y después las puertas de la caja de hierro.
–Aquí está mi dinero, Amina -dijo-. No necesitamos contarlo, como su padre pretendía. Ahora se convencerá usted de que no la engañaba al asegurar que era dueño de muchos miles de guilders. Actualmente, para nada los necesito, puesto que voy a aprender la profesión de marino. Ignoro cuál será mi suerte…
–¿Y si no vuelve usted jamás? – preguntó Amina gravemente.
–Entonces todo será suyo, los guilders, los muebles y hasta la casa.
–¿Tiene usted parientes? ¿No es cierto?
–Solamente uno, que es riquísimo; un tío que nos ha ayudado bien poco, por cierto, en nuestras necesidades y que no tiene hijos. No existe en el mundo nadie más que usted, Amina, que haya inspirado interés a mi corazón. Considéreme como a hermano, y yo por mi parte la amaré a usted como a una hermana.
Amina permaneció callada. Felipe tomó del mismo saco que estaba empezado algún dinero, para los gastos del viaje, y volviendo a cerrar las puertas de la caja y del armario, entregó nuevamente las llaves a Amina. Ya iba a dirigirle otra vez la palabra, cuando se presentó el padre Leysen, el párroco, después de llamar suavemente en la puerta con los nudillos de los dedos.
–Dios te bendiga, Felipe, y a usted también, hija mía, a quien hasta ahora no había tenido el gusto de conocer. Supongo que es usted la hija de Mynheer Poots.
Amina inclinó la cabeza en señal de asentimiento.
–Veo, Felipe -añadió el cura-, que ya has abierto la sala y he oído, además, cuanto acabas de decir. Desearía conversar contigo y ruego a esta señorita que nos deje un momento solos.
Amina abandonó la estancia y el sacerdote, tomando asiento en el sofá, suplicó a Felipe que se colocara a su lado. La conversación que siguió fue demasiado larga para que nos permitamos aburrir al lector consignándola aquí. El eclesiástico intentó primeramente enterarse del secreto, pero no consiguió averiguar nada. Felipe le dijo lo mismo que había dicho ya a Amina; pero ni una palabra más. Expuso su propósito de embarcarse y de dejar sus bienes al médico y a su hija, en el caso de que no volviese. Respecto a Mynheer Poots, el párroco preguntó cuáles eran sus creencias, pues nunca se le había visto en la iglesia y se aseguraba que era hereje. A esto contestó Felipe con su franqueza habitual, agregando que la hija, al menos, estaba ansiosa de conocer los misterios de la religión y que esperaba que empezase cuanto antes a instruirla, por no creerse él persona capaz de hacerlo. El padre Leysen, comprendiendo en seguida la pasión que sentía Vanderdecken por Amina, accedió gustoso. Dos horas duraba ya la entrevista, cuando los interlocutores fueron interrumpidos por la llegada de Mynheer Poots, que huyó de la habitación al ver al cura. Felipe llamó entonces a Amina y le rogó que recibiera las visitas del digno sacerdote, quien se marchó después de bendecirlos.
–¿Le ha dado usted algún dinero, señor Felipe? – preguntó Mynheer Poots, cuando el párroco hubo desaparecido.
–No: y siento mucho que se me haya olvidado.
–No le pese a usted. El dinero vale más que cuantos servicios pueda él prestarle. Ya me encargaré yo de evitar que vuelva.
–¿Y por qué no ha de volver, si Felipe no se opone? Esta es su casa -dijo Amina.
–Si el señor Vanderdecken lo quiere así… Pero ya se ha marchado.
–Imagínese usted que él lo manda. Además, el padre Leysen ha quedado en venir a visitarme con frecuencia.
–¡A visitarte a ti, hija mía! ¿y para qué? Bien; si vuelve, no le daré un céntimo y verás como se marcha con la música a otra parte.
Felipe no tuvo ocasión de hablar con Amina, aunque realmente tenía bien poco que decirle. Una hora después se despedía de ella en presencia de su padre, el cual no los dejó un momento solos, con la esperanza de enterarse del sitio en que Felipe guardaba el dinero.
Dos días necesitó Vanderdecken para llegar a Ámsterdam y, al hacer indagaciones, enteróse de que, hasta pasados algunos meses, no zarparía buque alguno con rumbo a la India. Hacía ya mucho tiempo que se había constituido la Compañía Holandesa de las Indias orientales, y el comercio particular había decaído mucho. Los barcos de esta Compañía se daban a la- vela en las estaciones más favorables para doblar el cabo de las Tempestades, nombre con que designaron los primeros navegantes al cabo de Buena Esperanza. Uno de los buques que habían de componer la escuadrilla que primero abandonaría el puerto de Ámsterdam, se llamaba el Ter Schilling y, a la sazón, encontrábase reparando sus averías.
Felipe buscó al capitán y le reveló su propósito de embarcarse para aprender náutica. Al capitán agradó el aspecto del joven y, como éste no exigió sueldo alguno durante el viaje, sino que, por lo contrario, prometió pagar cierta cantidad como alumno práctico, dióle un camarote a bordo, con categoría de oficial, ofreciéndole, además, que comería en su propia mesa y que le avisaría con anticipación el día en que el barco había de levantar anclas. Felipe, que no podía por entonces hacer más para cumplir su juramento, regresó a Terneuse y encontróse una vez más al lado de Amina.
Durante los dos meses que siguieron, Mynheer Poots siguió practicando la medicina, por lo cual estaba casi siempre fuera de casa, y los dos jóvenes amigos se quedaban solos con frecuencia. El amor de Felipe por Amina era tan intenso como el que ésta le profesaba a él. Era más que amor, una especie de idolatría por parte de ambos, que cada día iba en aumento. Algunas veces la frente de Felipe se contraía recordando su triste porvenir, pero una sonrisa de Amina disipaba su disgusto y el joven, al contemplar a su amada, lo olvidaba todo. Ella no procuraba ocultar su amor; sus miradas, sus palabras y sus ademanes lo demostraban claramente. Cuando Felipe le estrechaba la mano, rodeaba su esbelto talle, o besaba sus labios de coral, ella se abandonaba a sus caricias con confianza; era demasiado noble y confiada, sentía que toda felicidad radicaba en su amor y sólo se creía dichosa en presencia de Felipe. Dos meses más tarde, el padre Leysen, que los visitaba con frecuencia y demostraba gran interés en la instrucción de Amina, entró un día en la habitación, cuando Felipe estrechaba a la joven en sus brazos.
–Hijos míos -dijo-, hace mucho tiempo que os observo y vuestra conducta es altamente reprensible. Felipe, si tienes propósito de casarte, como parece, no continúes en este estado peligroso; voy a uniros las manos.
Vanderdecken levantóse vivamente.
–No, no, señor cura, todavía no; vuelva usted mañana y todo estará resuelto. Es preciso que antes hable con Amina.
El sacerdote se retiró y ambos jóvenes volvieron a quedar solos. Amina variaba de color a cada momento y su corazón palpitaba violentamente. Comprendió que su felicidad pendía de un hilo.
–El padre Leysen tiene razón -dijo Felipe tomando asiento a su lado-. Esta situación no puede prolongarse; ojalá pudiera vivir siempre junto a usted. ¡Cuán cruel es mi suerte! Adoro hasta la tierra que usted pisa, Amina; pero no me atrevo a suplicarle que sea mi esposa porque sería lo mismo que casarse con la miseria y con la desgracia.
–No opino del mismo modo, Felipe -replicó ella con los ojos bajos.
–Me parece que no procedería yo muy bien y que sería muy egoísta.
–Hablaré claramente -repuso la joven-. Dice usted que me ama; ignoro cómo aman los hombres, pero sé cómo amo yo. Si usted me abandona, entonces sí que sería egoísta e ingrato porque me dará la muerte. Quiere usted embarcarse porque ése es su destino; embárquese en hora buena; pero, ¿por qué no me lleva consigo?
–¡Conmigo, Amina! ¿Quiere que la conduzca a la muerte?
–La muerte no es otra cosa que el descanso eterno. No le temo; lo que me aflige es perderte. Voy a decirte más. ¿No están nuestras vidas en manos de Dios? ¿por qué entonces tienes tal seguridad de perecer? Tú me has asegurado que has sido elegido para cumplir una triste misión; si esto es así, ¿cómo has de perecer hasta que la termines? Desearía conocer tu secreto; quizá mi consejo te fuera útil, y aun cuando de nada te sirva, ¿no se experimenta gran placer compartiendo la dicha, lo mismo que la desgracia, con las personas amadas?
–Amina, mi violenta pasión me coloca en situación indecisa, porque ¡cuál no sería mi felicidad si estuviéramos ya unidos! Ignoro qué hacer, ni qué decir. Si fueras mi esposa, te revelaría mi secreto, pero tampoco puedo casarme contigo sin que lo conozcas antes. Voy, pues, a enterarte de todo. Cuando me hayas oído, verás cuán desdichado soy, aunque no por mi culpa, y decidirás; pero no olvides que mi juramento está registrado en el Cielo y que no debes inducirme a faltar a él. Escucha con atención, y si quieres unir tu suerte con la de un infeliz cuyo porvenir es tan sombrío, cúmplase tu voluntad. Disfrutaré de mi corta felicidad y en cuanto a ti…
–Revélame el secreto cuanto antes, Felipe -gritó Amina impaciente.
Vanderdecken refirió entonces todo cuanto ya saben los lectores. Amina escuchaba en silencio, sin que se le contrajera un solo músculo del rostro durante la relación. Felipe se estremecía recordando su terrible juramento y concluyó diciendo:
–Lo hecho es irremediable.
–Acabas de contarme una historia extraordinaria -replicó Amina-, y, antes de contestar, te ruego que me permitas examinar la reliquia. ¿Es posible que una cosa tan pequeña pueda tener tal virtud y encerrar al mismo tiempo tantas desgracias? Me parece extraño y perdóname que no preste en absoluto crédito a este cuento de Eblis. Bien sabes que no estoy todavía muy versada en la nueva religión que el señor cura me está enseñando. No quiero decir que sea tu relación falsa, pero no quedo completamente convencida. Concedo hasta que es verdadera; en ese caso debes cumplir tu deber y no formar tan mal juicio de mí, suponiendo que he de disuadirte de lo que es justo. De ningún modo, Felipe; busca a tu padre y sálvalo, si te es posible. ¿Pero crees que una tarea tan grande la vas a terminar con un solo esfuerzo? ¡Oh, no! Si estás destinado a ello, escaparás de todos los peligros, hasta que hayas terminado tu misión. Volverás muchas veces y tu Amina te consolará y animará a proseguir. Cuando Dios te llame a su lado, bendeciré tu memoria si sobrevivo. Me has dicho también que resuelva: soy tuya.
Arrojóse Amina a los brazos de Felipe, quien la estrechó contra su corazón. Aquella misma noche la pidió por esposa a Mynheer Poots y éste, tan pronto como Vanderdecken abrió la caja de hierro y le mostró sus riquezas, apresuróse a concedérsela.
Al día siguiente fue informado el párroco, y tres días más tarde se celebraba el matrimonio de Amina Poots y Felipe Vanderdecken, mientras las campanas de la pequeña iglesia de Terneuse repicaban alegremente.
Felipe no había vuelto a acordarse de la penosa misión que había jurado cumplir; la posesión de Amina y su felicidad presente le hacían olvidar sus desgracias futuras; algunas veces acudían a su memoria, pero inmediatamente desechaba la idea y hasta conseguía olvidarla. Creía hacer bastante cumpliendo su misión cuando llegara el momento; pero, mientras, transcurría el tiempo con la maravillosa rapidez que acompaña siempre a una vida plácida y dichosa. Felipe, pues, olvidó su juramento en los brazos de Amina, quien cuidaba de no recordar cosa alguna que pudiera empañar la felicidad de que disfrutaba. Una o dos veces, solamente, aludió Poots a la partida de Felipe, pero el ceño de su hija le hizo callar en seguida viéndose el anciano obligado a emplear sus horas de tedio en pasear por la sala, contemplando con ojos avariciosos la vajilla de plata encerrada en los aparadores y que relucía con todo su primitivo brillo.
Cierta mañana, en, el mes de octubre, dieron algunos golpecitos en la puerta con los nudillos de los dedos. Esta precaución revelaba que era un desconocido el que llamaba y Amina acudió a abrir.
–Deseo hablar con el señor Felipe Vanderdecken -dijo el recién llegado, con una voz que parecía un eco.
El sujeto que hablaba, era un hombrecillo vestido con el traje que usaban en aquella época los marineros holandeses y con un gorro de piel de tejón, calado hasta las cejas. Sus facciones eran ásperas y diminutas; su rostro, de una palidez mate; los labios, blanquecinos, y el cabello, rubio con algunas canas. Su barba estaba poco poblada, y su aspecto no revelaba su edad. Lo mismo podía ser un joven decrépito, que un viejo bien conservado, aunque enjuto. Pero lo más singular de este raro personaje eran los ojos, que despertaron en seguida la atención de Amina. El párpado derecho lo tenía cerrado y caído, y la pupila debía haberse consumido, pero el ojo izquierdo era, por lo contrario, extraordinariamente grande, muy saliente, de una claridad acuosa repugnante y sin pestaña alguna. Tan extraño era, que cuando se miraba a aquel hombre sólo se le veía aquel órgano. No era un hombre con un ojo, sino un ojo con un hombre; su cuerpo semejaba la torre de un faro, del que sólo ve el marino la luz que le guía, sin fijarse para nada en el edificio que la sostiene. Esto no obstante, aquel individuo, aunque pequeño, era bien formado; sus manos tenían una suavidad impropia de un hombre de mar, y sus facciones, a pesar de ser ásperas, no estaban exentas de cierta regularidad. Sus modales obsequiosos y atentos revelaban superioridad, y en su persona advertíase algo inexplicable que infundía miedo.
Amina lo contempló con fijeza, y experimentó un estremecimiento interior, que no pudo reprimir al invitarle a entrar en la casa.
No sorprendió menos a Felipe la facha del recién llegado, quien, al penetrar en la estancia, tomó asiento, sin decir una palabra, precisamente en el mismo sitio que acababa de dejar Amina en el sofá. A Vanderdecken parecióle un mal augurio el hecho de que ocupara aquella persona el lugar de su esposa y creyó que esta circunstancia era un aviso del Cielo para arrancarle de aquella tranquila y plácida existencia lanzándolo a los peligros, desastres y sufrimientos.
Cuando el recién llegado sentóse junto a él, experimentó Felipe una sensación de frío que corrió por todos sus miembros. El tuerto miró en torno suyo, y, después de examinar los aparadores, fijó su ojo único en Amina. Felipe palideció intensamente, pero no habló una palabra.
Durante algunos minutos reinó un profundo silencio, que rompió el desconocido pronunciando con cierta sorna estas palabras:
–Felipe Vanderdecken, ¡eh! ¡eh! Felipe Vanderdecken, ¿no me conoce usted?
–No, señor -contestó éste malhumorado.
La voz del pequeño personaje se asemejaba a un gemido y su timbre continuaba oyéndose, aun después que había concluido de hablar.
–Me llamo Schriften -dijo mirando a Amina-; soy uno de los pilotos de Ter Schilling y he venido, ¡eh! ¡eh! a separarle del amor, de las comodidades y hasta de la tierra firme -añadió dando una patada en el suelo-, para que perezca tal vez en el mar. Esto es muy agradable -prosiguió Schriften mirando a Felipe de una manera significativa.
Vanderdecken experimentó deseos de poner de patitas en la calle a aquel impertinente; pero Amina, que lo comprendió, se cruzó tranquilamente de brazos y lanzando al desconocido una mirada despreciativa, repuso;
–Todos somos víctimas del destino y, en la mar o en la tierra, hemos de morir. Felipe mirará la muerte cara a cara y jamás se pondrán sus mejillas tan pálidas como las de usted.
–Puede ser -replicó Schriften, a quien contrarió grandemente la resuelta actitud de aquella joven tan bella; y, después, fijándose en el relicario de la Virgen que estaba en la cornisa de la chimenea, exclamó-: Es usted católico, según parece.
–En efecto -contestó Felipe-, pero, ¿a usted qué le importa? ¿Cuándo abandona el puerto el buque?
–Dentro de una semana. Sólo una semana para hacer los preparativos necesarios para el viaje; únicamente siete días y, después, es preciso abandonarlo todo. ¿Mala noticia, eh?
–Es suficiente tiempo -replicó Felipe-; diga usted al capitán que no faltaré. Ven, Amina, no quiero perder un minuto.
–Voy -repuso ésta-, pero nuestro primer deber es la hospitalidad. Caballero, ¿desea usted tomar un refrigerio antes de marcharse?
–Hasta dentro de ocho días -repitió Schriften sin contestar a Amina y dirigiéndose a Felipe.
Este movió la cabeza en señal de asentimiento, y el piloto, girando sobre sus talones, abandonó rápidamente la estancia.
Amina cayó desplomada en el sofá. Aquel golpe asestado a su felicidad era tan repentino y tan, violento, que le fue imposible resistirlo. Las palabras del tuerto revelaban mala intención y su aspecto no era el más a propósito para tranquilizar a nadie. La joven cubrióse el rostro con las manos, mientras que Felipe paseaba agitado por el aposento, recordando con toda la viveza del colorido las escenas que tenía ya casi olvidadas. Creyó entrar nuevamente en la habitación fatal y ver otra vez el funesto bordado; este recuerdo le hacía temblar.
Los jóvenes acababan de despertar de un sueño venturoso y les estremecía el sombrío porvenir que se les presentaba. Pocos momentos bastaron, sin embargo, a Felipe, para recobrar su habitual sangre fría. Tomó asiento junto a Amina y la estrechó en sus brazos. Los dos permanecieron silenciosos; conocían mutuamente sus pensamientos y se esforzaban por convencerse de que había llegado el momento de separarse, quizás para siempre.
Amina fue la primera que habló; arrancándose a los brazos de su esposo y poniéndose la mano sobre el corazón como para contener sus violentos latidos, dijo:
–Ese mensajero no parece un ser humano. ¿No sentiste correr por tus venas un frío glacial cuando se sentó junto a ti? A mí eso fue lo que me ocurrió.
Felipe pensaba del mismo modo; pero, no queriendo alarmarla. Contestó con cierta confusión:
–¡Qué tontería! Lo repentino de su aparición y lo extraño de su conducta te han sobresaltado… Ese hombre, por su excesiva deformidad, es un desterrado de la sociedad, privado de toda alegría doméstica y de las sonrisas del bello sexo; porque, ¿cuál será la mujer que se deje abrazar por esa horrible criatura? Sin duda, ha sentido envidia al verte en mis brazos tan hermosa y se habrá complacido en poner término, con su mensaje, a una felicidad, que a él está vedada. Te repito, amor mío, que no hay nada de particular en esto.
–Y, aunque mi conjetura fuera cierta, ¿qué importa? Tu situación es verdaderamente terrible y desesperada. Ahora que soy tu esposa, Felipe, siento menos valor que cuando te entregué mi mano. Entonces ignoraba lo mucho que iba a perder. Pero -continuó poniéndose la mano sobre el corazón-, no te apures; aunque lo siento mucho, estoy preparada y tengo verdadero orgullo de ser la esposa del elegido para cumplir una misión tan grande.
Amina hizo una pequeña pausa, y, luego, prosiguió:
–¿No podrías estar tú también equivocado, Felipe?
–Me parece que no, Amina; esto es un aviso del Cielo, pero tengo valor y una excelente esposa -contestó Felipe tristemente, volviendo a abrazarla-. ¡Hágase la voluntad de Dios!
–Cúmplase en buen hora -repuso Amina, levantándose del sofá-. Ya ha pasado la primera explosión de dolor; ya me encuentro más fuerte, pues sé cuál es mi deber.
Vanderdecken permanecía silencioso, y Amina, a los pocos momentos, añadió:
–Pero una sola semana, Felipe…
–Quisiera que sólo faltara un día y aún me parecería largo. Ese maldito monstruo ha venido demasiado pronto.
–No opino del mismo modo, Felipe; por lo contrario, le doy las gracias por esa semana, a pesar de que es un plazo muy breve para decir adiós a mi felicidad. Si yo te hubiera de afligir o molestar con mis lágrimas, súplicas o reconvenciones (como cualquiera mujer lo haría en mi caso), un día sería más que suficiente para tal escena de debilidad por mi parte, y de cobardía por la tuya. Pero no, Felipe, tendré valor. Debes lanzarte al peligroso combate, resuelto a morir, como los antiguos caballeros; tu esposa te vestirá, como a ellos, la armadura, te probará su cariño cerrando cuidadosamente los ajustes para protegerte del peligro y te verá partir llena de esperanza y confiando en tu próximo regreso. Una semana es realmente muy breve si la empleo, como me propongo, en oír tu voz, en escuchar tus palabras (cada una de las cuales quedará para siempre grabada en mi corazón) y en alimentar con ellas mi amor, durante tu ausencia y mi soledad. Agradezcamos a Dios que nos conceda estos siete días para gozar de nuestra felicidad, Felipe.
–Dices bien, Amina; después de todo no ignorábamos que esto tenía que ocurrir.
–Pero mi amor era tan violento que me lo había hecho olvidar.
–Y, sin embargo, durante esta separación, nuestro amor sólo vivirá de recuerdos.
Amina exhaló un suspiro. En aquel momento llegó Mynheer Poots, quien, admirado al ver el cambio que habían sufrido las radiantes facciones de Amina, exclamó:
–¡Santo profeta! ¿qué ocurre?
–Nada que nos haya sorprendido -contestó Felipe-. Voy a partir; el buque se hace a la mar dentro de una semana.
–¡Cómo! ¿Se marcha usted tan pronto?
El viejo avaro, esforzándose por disimular, en presencia de su hija y de Felipe, el placer que le causaba el viaje de su yerno, no pudo borrar de su rostro la expresión de complacencia que la noticia le producía.
Afectando una gravedad, que distaba mucho de ser sincera, agregó luego:
–Verdaderamente es una mala noticia.
Los siete días siguientes fueron empleados en hacer los preparativos de marcha. Amina dominó su emoción, a pesar de la mortal agonía que le causaba la partida de su querido esposo, mientras Felipe luchaba con encontrados sentimientos, al verse obligado a abandonar comodidades, dicha y amor para ir a buscar los peligros, las privaciones y la muerte. Algunas veces, para poner término a su angustia, resolvía quedarse, pero la reliquia le recordaba su juramente y nuevamente se decidía a partir. Cuando Amina caía dormida en sus brazos, contaba los pocos días que podía permanecer a su lado, y, si al despertarse oía silbar el viento, se estremecía pensando en las tempestades que iba a arrostrar Felipe. Fue una semana interminable para ambos, aunque creían que el tiempo volaba, así es que experimentaron un verdadero placer cuando, llegado el momento de la separación, dieron salida a sus sentimientos.
–Felipe -dijo Amina tomando asiento junto a él y estrechándole la mano-, cuando te hayas marchado mi sufrimiento no será tan grande. No olvido que me enteraste de – todo antes de casarnos, pero repito que mi amor me hizo arrostrarlo todo. El corazón me dice con frecuencia que volverás, pero es fácil que me engañe; puedes, efectivamente, volver, pero quizás muerto. En esta sala te esperaré, en este sofá, que voy a colocar en su primitivo sitio, me sentaré y si no regresas vivo, prométeme que te aparecerás a tu esposa, aunque sea en espíritu. No temeré a la tempestad ni me asustará que la ventana se abra con estrépito, no. Que yo vuelva a verte y sepa si has perecido; porque, entonces, no teniendo nada que hacer en este mundo, me apresuraré a reunirme contigo en el Cielo. Prométemelo, Felipe.
–Cumpliré tu deseo si Dios me lo permite -respondió el joven, cuya voz temblaba. Y, después, continuó-: ¡Estoy sufriendo una prueba terrible! ¡Dios mío, ayúdame a soportarla!
Los negros ojos de Amina se fijaron en él; le era imposible pronunciar una palabra; sus facciones se contrajeron; la naturaleza era impotente para dominar tal exceso de dolor y cayó en los brazos de Felipe sin movimiento. Este, al besar sus pálidos labios, advirtió que estaba desmayada.
–Ahora no sientes -murmuró recostándola en el sofá-; preferible es que así sea, porque pronto te despertarás para padecer.
Felipe llamó en su ayuda a Mynheer Poots, que estaba en la habitación inmediata, tomó su sombrero y dando a Amina un segundo y apasionado beso en la frente, alejóse de la casa, perdiéndose de vista mucho antes que aquélla hubiera podido recobrar el conocimiento.
–¿Conque éste es el barco en que he de dar principio a mi empresa? – monologaba Felipe, contemplando las azuladas ondas marinas-. ¿Cómo han de sospechar mis nuevos compañeros el objeto de mi viaje? ¡Qué diferencia entre mi propósito y el suyo! ¿Voy a buscar fortuna? No. ¿Voy a satisfacer la curiosidad de un espíritu aventurero? Tampoco. ¡Sólo busco la comunión con los muertos! ¿Y cómo podré encontrarlos, sin exponerme a mil peligros, y exponer también a todos los que me rodean? Si éstos adivinaran mis intenciones no permanecería un minuto a bordo. Supersticiosos, como la mayoría de los marinos, si conocieran mi misión, no sólo tendrían un pretexto que justificara su fanatismo, sino una excelente excusa para desembarazarse de una persona condenada a correr tras un imposible, semejante al Judío Errante. ¡Triste suerte la mía! ¡Cuánta perseverancia necesito para realizar mi empresa!
Luego, acordándose de Amina, cruzó los brazos y, dirigiendo una vaga mirada al cielo, sumióse en profunda meditación.
–¿Por qué no se acuesta usted, joven? – preguntóle una voz dulce, cuyo eco despertó a Vanderdecken de su estupor.
Quien le decía esto era Hildebrando, segundo del buque, hombre de corta estatura, bien proporcionado y de unos treinta años de edad. El cabello le caía en largos y blondos bucles sobre los hombros; su aspecto era agradable, y tenía los ojos de un azul suave; aunque no tenía nada de la rudeza peculiar del marino, pocos conocían mejor que él su profesión.
–Mil gracias -replicó Felipe-; estaba tan abstraído, que me había olvidado de cuanto me rodea y hasta de mí mismo; mis pensamientos me habían llevado muy lejos. Le agradezco mucho que se interese por mí y le deseo buenas noches.
El Ter Schilling, como todos los navíos de aquella época, diferenciábase mucho, en su construcción y equipo, de los actuales. Estaba aparejado de fragata y tendría unas cuatrocientas toneladas próximamente. Sus fondos eran casi planos y los costados estaban tan deprimidos desde la línea de flotación, que la cubierta era mucho más estrecha que el sobrepuente.
La Compañía de las Indias tenía armados todos sus buques, y el que nos ocupa montaba seis cañones de a nueve en cada banda; las portas eran pequeñas y ovaladas. En el alcázar se elevaba la popa a una altura extraordinaria, y el bauprés, casi paralelo al trinquete, parecía un cuarto mástil; con tanto mayor motivo, cuanto que llevaba dos vergas para cebadera y sobrecebadera. No gastaba cangreja ni escandalosa en el palo de mesana, sino una vela latina provista de su antena correspondiente Es inútil agregar, después de esta descripción, que los peligros de una larga travesía se aumentaban considerablemente por la peculiar estructura de estos buques, que si bien navegaban con regularidad cuando soplaba una brisa favorable, ceñían muy mal el viento y tenían muy poca defensa, si el tiempo los empujaba hacia la costa.
Componían la tripulación del Ter Schilling un capitán, dos contramaestres, dos pilotos y cuarenta y cinco marineros. El sobrecargo no se encontraba aún a bordo. La cámara de popa estaba destinada a él, y la del entrepuente al capitán y a los contramaestres.
Cuando Felipe despertó a la mañana siguiente, habían sido ya izados los masteleros de gavia, y todo revelaba la proximidad de la partida. Algunos otros buques se encontraban en la bocana del puerto. El tiempo estaba hermoso; la mar, tranquila, y el movimiento y la novedad de la escena animaron a Vanderdecken. El capitán permanecía en la popa con un pequeño anteojo de cartón en la mano mirando ansiosamente hacia la playa. El señor Kloots, como de costumbre, tenía la pipa en los labios y las bocanadas de humo que de vez en cuando lanzaba al aire obscurecían los cristales del catalejo. Felipe aproximóse a saludarle.
Mynheer Kloots era un hombre de formas atléticas, que el corte especial de su traje hacía parecer mayores aún. Llevaba una gorra de gruesa piel de zorra, por debajo de la cual asomaba el extremo de un gorro de dormir encarnado; un chaleco de felpa del mismo color con gruesos botones de metal, una chupa de paño verde, y un gabán azul que le llegaba hasta los pies. Las piernas iban cubiertas con calzones cortos de panilla negra, luciendo en las pantorrillas medias de seda verde bastante deterioradas por el uso. Adornaban sus zapatos unas enormes hebillas de plata, completando el traje cierta especie de tunicela en la cintura y un gran cuchillo de ancha hoja, con vaina de cuero, que pendía del tahalí. Tal era la indumentaria del capitán del Ter Schilling, señor Kloots.
Su elevada estatura armonizábase bien con su gran corpulencia. Tenía la cara ovalada y las facciones pequeñas en relación con el resto del cuerpo. La brisa hacía ondular su crespo cabello, y la nariz, aunque recta, estaba sumamente encarnada en la extremidad, a causa no sólo de las frecuentes libaciones, sino también del constante calor que despedía una pequeña pipa, que llevaba siempre en la boca, de la que no la separaba sino para dar una orden o para rellenarla de tabaco.
–Buenos días, hijo mío -dijo el capitán-. Estamos detenidos por el sobrecargo, quien, por lo visto, no tiene muchos deseos de venir a bordo; hace ya una hora que el bote le aguarda en la playa y probablemente seremos los últimos de la escuadra que salgamos del puerto. Sería preferible que la Compañía nos permitiera navegar sin esos caballeros que, en mi opinión, son un verdadero estorbo en los buques, aunque en tierra suponen lo contrario.
–¿Qué tiene que hacer a bordo? – preguntó Felipe.
–Cuidar del cargamento y llevar la contabilidad; pero se mete, además, en todo sin entender de nada y únicamente se preocupa de su comodidad. En pocas palabras, es el rey a bordo, porque nadie se atreve a contradecirle, puesto que una sola queja suya impediría que el buque volviera a fletarse en lo sucesivo. La Compañía nos obliga a recibirle con todos los honores y a disparar cinco cañonazos a su llegada a bordo.
–¿Conoce usted a la persona que esperamos?
–No lo he visto nunca; pero me han hablado de él. Ha navegado con un capitán compañero mío y éste me aseguró que su presunción es ilimitada y que es sujeto sumamente peligroso.
–Ojalá estuviera ya aquí -replicó Felipe-, pues deseo emprender el viaje cuanto antes.
–Tiene usted un espíritu aventurero, hijo mío; me han asegurado que deja usted una bonita casa y una esposa todavía más bella.
–Ansío ver el mundo -contestó Felipe-, aprender la náutica y comprar luego un buque para buscar con él la fortuna que ambiciono.
–El Océano hace la fortuna de unos y se traga la de otros -dijo el capitán-. Si me fuera posible convertir este buque en una casita y algunos miles de guilders con que satisfacer mis necesidades, no me vería usted seguramente aquí. He doblado ya dos veces el Cabo, que no es poco para un marino; la tercera, quizá no sea tan afortunado.
–¿Tan peligroso es, entonces, eso? – preguntó Felipe.
–Mucho. Allí la mar es gruesa; los vientos, huracanados, y abundan las mareas y corrientes, los escollos y los bancos de arena. Aun anclado en la bahía a la parte de acá del Cabo, no hay un momento de sosiego, pues la más ligera ráfaga puede en menos de cinco minutos estrellar el buque contra aquellas playas, habitadas por salvajes. En cambio, una vez doblado el Cabo, desaparece todo peligro: las tranquilas aguas parecen danzar iluminadas por los rayos de sol y se navega durante semanas enteras bajo un cielo sin nubes y empujado por vientos favorables, sin tener necesidad de tocar una cuerda ni aun de quitarse la pipa de los labios.
–¿En qué puerto vamos a tocar, capitán?
–No estoy muy bien informado respecto a ese particular. Gambroon, en el golfo de Persia, será quizá el primer punto de reunión de toda la escuadra. Allí volveremos a separarnos; unos para ir a Bantam, en la isla de Java, y otros a los Estrechos en busca de alcanfor, goma, benjuí y cera. Aquellos insulares cambian también con nosotros colmillos de elefante y oro, pero no se puede tener confianza en ellos, porque son traidores y crueles, y sus corvos puñales tienen la punta excesivamente aguda y emponzoñada con un mortal veneno. En aquellos mares he presenciado terribles combates con portugueses e ingleses.
–¿Ahora estaremos en paz con ellos?
–Sí; pero después de haber doblado el Cabo, no debe confiarse mucho en los papeles firmados en la metrópoli. Los ingleses nos hostilizan frecuentemente y nos persiguen por doquier. Sospecho que nuestra escuadra es tan numerosa y va tan bien equipada, para evitar una sorpresa.
–¿Cuánto tiempo cree usted que durará el viaje?
–Depende de las circunstancias; pero supongo que unos dos años. Sin embargo, si no nos detienen los factores, como acostumbran para algún servicio militar, quizás podamos estar antes de regreso.
–¡Dos años! – pensó Felipe-, ¡dos años separado de Amina! – y, creyendo que aquella separación iba a ser eterna, suspiró profundamente.
–No, hijo mío -observó Kloots al ver la nube que obscurecía la frente de Felipe-; dos años se pasan pronto. Yo estuve en una ocasión cinco años ausente con tan mala fortuna, que no sólo no traje a casa un solo guilder, sino que también perdí mí buque. Habíanme enviado a Chittagong, en la costa oriental de Bengala y allí permanecí anclado en el río durante tres meses. Los caciques de aquellas tribus me detuvieron por la fuerza, negándose a aceptar proposición alguna para el cambio de mi cargamento e impidiéndome buscar otro mercado. La pólvora estaba en tierra y me era imposible resistir. Los gusanos y carcoma taladraron, al fin los fondos del buque, que se fue a pique sobre sus anclas. Ellos esperaban que esto ocurriese para apoderarse del cargamento gratis y sin oposición alguna. Otro buque nos recogió y nos trajo a Holanda. Si no hubiera tenido entonces tan mala suerte, no hubiera necesitado hacer este viaje; ahora mis ganancias serán menores porque la Compañía prohíbe a los capitanes todo comercio particular… Ya viene la persona a quien estamos esperando, ya ondea la bandera en el asta del bote, se aproxima al fin. ¡Eh! ¡Señor Hildebrando! Mande usted que los condestables estén preparados junto a los cañones, con las mechas encendidas para saludar al sobrecargo.
–¿Qué debo yo hacer? – preguntó Felipe-, ¿puedo prestar algún servicio?
–Todavía no, como no sea en algún temporal, en cuyo caso todos los hombres son útiles. Por ahora debe limitarse a ver y aprender; después le iré ocupando en escribir el diario que llevamos a bordo para que lo inspeccione la Compañía y, a medida que vaya desapareciendo el fastidioso mareo que ataca siempre a los que se embarcan por vez primera, me irá usted siendo de mayor utilidad. Le recomiendo, que se ate fuertemente un pañuelo alrededor del estómago y acuda frecuentemente a mi botella de aguardiente que está siempre a su disposición. Ahora vamos a recibir al representante de la muy poderosa Compañía. Hildebrando, disponga usted que hagan fuego.
Disparáronse los cañones y, apenas hubo desaparecido el humo, atracó el bote al costado del buque. Felipe creía que el sobrecargo iba a subir en seguida a bordo, pero no lo hizo hasta que estuvieron embarcadas varias cajas con las iniciales y armas de la Compañía, y al fin se presentó sobre cubierta.
Era un hombre pequeño, de rostro repulsivo, que llevaba un sombrero de tres picos galoneado de oro, por debajo del cual asomaba una enorme y flotante peluca, cuyos rizos le llegaban hasta los hombros. La casaca era de terciopelo carmesí con largos faldones, y el chaleco, de seda blanca, bordado con flores, llegábale casi hasta las rodillas. Los calzones eran de satén negro y las piernas ostentaban medias blancas de seda. Unas descomunales hebillas de oro en los zapatos, puños de encaje en las mangas y una caña de Indias con empuñadura de plata completaban la indumentaria de Jacobo Jans Stroom, representante de la muy poderosa Compañía, a bordo del Ter Schilling.
Al verle sobre cubierta, rodeado a una respetuosa distancia por el capitán, oficiales y tripulación del buque, todos descubiertos, recordábase el célebre cuadro de «El mono que regresa de ver el mundo, rodeado por su tribu». Los marineros no tenían, sin embargo, maldita la gana de burlarse, aunque su rara facha y ridícula peluca provocaban la risa; pero en aquella época era muy respetado el traje, y el señor Stroom era nada menos que el sobrecargo de la Compañía. Fue, por consiguiente, recibido con todos los honores debidos a tan importante personaje.
Él no parecía muy dispuesto a permanecer sobre cubierta. Mandó que se le condujera a su cámara y siguió al capitán, abriéndose paso por entre los muchos rollos de cuerda que le obstruían el camino. El buque levaba anclas en aquel momento; ya los marineros habían abandonado el cabestrante y ocupábanse en sujetar el ancla a los pescantes de proa, cuando de pronto la campanilla de la cámara de popa, que ocupaba el sobrecargo, comenzó a sonar con extraordinaria violencia.
–¿Qué ocurrirá? – preguntó Kloots, que estaba a proa, quitándose la pipa de la boca-. Vanderdecken, ¿quiere usted enterarse de lo que ocurre?
Felipe encaminóse a la citada cámara, donde encontró al sobrecargo que, encaramado sobre una mesa, tiraba del cordón de la campanilla con manifiestas señales de espanto. La peluca había desaparecido y su desnuda calva dábale un aspecto extremadamente ridículo.
–¿Qué sucede, señor? – preguntó Felipe.
–¡Qué sucede! – replicó Stroom-. Llame usted en seguida a todos los soldados que se encuentran a bordo. Pronto, caballero. ¿Voy a ser asesinado, devorado, y hecho pedazos? Por piedad, no me mire usted más, muévase. ¡Oh, Dios mío! ya sube a la mesa. ¡Socorro! ¡Socorro! – continuó, sumamente aterrorizado.
Felipe, cuyos ojos no habían visto hasta entonces más que al espantado personaje con quien hablaba miró en torno suyo y, lleno de admiración, distinguió un oso pequeño, que se entretenía en destrozar la peluca del sobrecargo, oliéndola de vez en cuando. Aquel inesperado encuentro asustó a Felipe al principio, pero reflexionando después que el animal debía ser inofensivo, pues de lo contrario no andaría suelto por el buque, se tranquilizó.
Sin embargo, no estaba dispuesto a acercarse al oso, cuyas disposiciones ignoraba, cuando la entrada del capitán Kloots puso término a la embarazosa situación.
–¿Qué es lo que ocurre? – preguntó-. ¡Hola! ya veo, es Joannes -continuó, dirigiéndose hacia el oso, al que aplicó un soberbio puntapié, mientras recobraba la peluca -. ¡Fuera de la cámara Joannes, fuera! – gritó Kloots al animal que se escabulló por la puerta-. Señor Stroom, crea usted que lamento mucho este percance. Tome su peluca. Cierre usted la puerta, Vanderdecken -añadió- pues el animalito me quiere mucho y podría volver.
En cuanto Stroom vio el oso fuera y la puerta cerrada, se arrellanó en un sillón, volvió a colocar sobre su cabeza la deteriorada peluca, cuyos rizos limpió cuidadosamente, compuso los arrugados encajes de los puños y, dándose gran importancia, mientras golpeaba el suelo con el bastón, dijo:
–Señor Kloots, ¿qué significa esta falta de respeto al representante de la Compañía?
–No ha habido aquí falta ninguna de respeto; el animal es un oso, como ha visto, y manso hasta con los extraños. Está en mi poder desde que era joven. Todo es debido a una equivocación. Mi segundo, Hildebrando, lo encerraría seguramente para que no anduviera sobre cubierta embarazado la maniobra y, sin duda, se ha olvidado de que estaba aquí cuando usted ha entrado. Repito que lamento mucho el percance, pero respondo que no volverá usted a ver el animal, a no ser que desee usted jugar con él algún rato.
–¡Jugar con él! ¡Cómo se entiende! ¡Yo! ¡El representante de la Compañía jugar con un oso! Señor Kloots, es preciso que arroje en seguida ese animal al agua.
–Jamás arrojaré al animalito a quien quiero tanto, señor Stroom; pero le garantizo que no le molestará más.
–En ese caso, capitán, tendrá usted que entenderse con la Compañía, a la cual me quejaré de su conducta. El buque no volverá a fletarse en lo sucesivo y usted perderá la cantidad que le corresponda.
Kloots era terco como buen holandés y el tono imperativo del sobrecargo le revolvió la bilis y repuso:
–No hay en mi contrato condición alguna que me prohíba tener animales a bordo.
–Los estatutos de la Compañía -añadió Stroom arrellanándose en el sillón con aire de importancia y cruzando sus delgadas piernas-, sólo permiten a los capitanes conservar en sus buques los animales raros y curiosos que los gobernadores envían a Holanda para obsequiar a los reyes, tales como tigres, leones, elefantes, etc.; pero no se les tolera que lleven a bordo por cuenta propia ninguna clase de animales, porque esto equivaldría a un comercio privado, que la Compañía prohíbe en absoluto.
–Yo no tengo el oso para comerciar con él, señor Stroom.
–Pues es necesario que lo envíe usted ahora mismo a tierra, señor Kloots. Lo mando, y de lo contrario…
–En ese caso voy a disponer anclar de nuevo. El consejo de la Compañía resolverá la cuestión y si se me ordena que quede el oso en Ámsterdam, me resignaré. Pero tenga usted en cuenta, señor Stroom, que vamos a perder la protección de la escuadra y tendremos que navegar solos, privados del auxilio de los demás buques. ¿Mando que echen el ancla o no, caballero?
Esta observación del capitán puso término a la terquedad del sobrecargo que no quería viajar en aquella forma, y el temor de este nuevo peligro venció al que le había inspirado el oso.
–Señor Kloots -dijo-, no quiero ser intolerante. Si encadena usted a la fiera para que jamás se me acerque, permitiré que permanezca a bordo.
–Respondo que no molestará a nadie; pero, si atamos al animalito, no cesará de gruñir un momento y le será a usted imposible dormir.
Stroom conoció que Kloots no cedía y que le importaban poco sus amenazas, en vista de lo cual adoptó el partido de todo hombre que se considera vencido; juró interiormente vengarse y dijo en todo de condescendencia.
–Con esas condiciones, capitán, puede el oso permanecer en el barco.
Kloots y Felipe salieron de la cámara; el primero aburrido y murmurando entre dientes:
–Si la Compañía manda monos a bordo, debe tolerárseme el tener osos.
Y, satisfecho de haber triunfado, Kloots recobró el buen humor que le era habitual.
Sus condiciones de carácter, y su honradez y laboriosidad le conquistaron las simpatías de casi toda la tripulación, no tardando en llegar a ser el favorito del capitán y el íntimo amigo de Hildebrando, que, como sabemos, era el segundo del buque. En cuanto al señor Jacobo Jans Stroom rara vez se atrevía a salir de su cámara. El oso andaba en libertad y el sobrecargo tenía por esta razón que permanecer encerrado; sin embargo, apenas pasaba día alguno sin que leyera por centésima vez una carta que había escrito a los jefes de la Compañía, introduciendo en ella las variaciones que consideraba oportunas para reforzar sus argumentos y perjudicar al capitán Kloots.
Mientras tanto éste fumaba en su pipa, bebía sendos tragos y jugaba con Joannes, ignorante de lo que contra él se fraguaba en la cámara de popa.
Al piloto tuerto, Schriften, le eran igualmente antipáticos Felipe y el oso. Como Vanderdecken tenía el rango de oficial, no le demostraba francamente su falta de afecto; pero se vengaba en el oso al que maltrataba con frecuencia.
Schriften no era estimado por nadie en el buque; pero todos los marineros le temían, merced a lo cual había conseguido aquél adquirir cierta superioridad sobre ellos.
En este estado se encontraban las cosas a bordo del Ter Schilling cuando un día, juntamente con otros dos buques, ancló a muy corta distancia del Cabo. Era verano y hacía un calor sofocante; Felipe se quedó dormido bajo el toldo de lona que cubría la popa. Cierta impresión de frío desconocida le despertó de pronto, y, al abrir los ojos, vio a Schriften que, inclinado sobre él, tiraba suavemente de la cadenita de que pendía de su cuello la sagrada reliquia que había sido de su madre. Volvió a cerrar los ojos para averiguar las intenciones de aquel hombre, y su sorpresa no tuvo límites al verle decidido a robarle su tesoro. Levantóse de un salto y le agarró por el cuello.
–¿Qué significa esto? – preguntó indignado Felipe, cuyos ojos lanzaban chispas.
Schriften no parecía turbado al ser sorprendido in fraganti; por lo contrario, mirando maliciosamente al joven con su ojo único, contestó con sorna:
–¿Es su retrato, eh?
–Le prohíbo a usted la curiosidad para lo sucesivo, pues tendría que arrepentirse de ello.
–¿Si contendrá la uña de algún santo? O acaso sea algún pedazo de Lignum Crucis.
Felipe se estremeció.
–¡Eso es, eso es! – gritó Schriften corriendo hacia la proa donde desapareció entre un grupo de marineros que estaban junto a la escotilla-. ¡Noticia fresca, muchachos! – dijo-. Llevamos a bordo un pedacito de la Santa Cruz, con el que podemos desafiar al mismo diablo.
Felipe había seguido instintivamente al piloto, merced a lo cual pudo oír las palabras que éste dirigió a los marineros.
–¡Ah, ah! – contestó el más viejo a Schriften-. No sólo podemos desafiar al demonio, sino aún al mismo Volador Holandés.
–¡Volador Holandés! -pensó Felipe-. ¿Aludirán a…?
Y avanzó algunos pasos ocultándose tras el palo mayor para enterarse, sin ser visto, de lo que hablaban aquellos hombres.
–Encontrarse con él es, según dicen, peor que ver al mismo demonio -observó uno de los marineros.
–Nadie lo ha visto aún -agregó otro que parecía más incrédulo.
–Sí lo han visto -repuso un tercero-; y desdichado del buque en cuyo camino se atraviese.
–¿Y en qué mares navega?
–Casi siempre cruza por las inmediaciones del Cabo.
–Me complacería oír esa historia -dijo el más joven.
–Sólo puedo referir lo que sé. Ese buque está condenado; componen su tripulación unos piratas que degollaron a su capitán.
–Por lo contrario -interrumpió Schriften-; el capitán vive todavía, y por cierto que era un malvado. Se asegura que, como cierta persona que se encuentra a bordo, había dejado en tierra a su bella esposa a la cual amaba apasionadamente.
–¿Cómo ha podido usted enterarse de todo eso, piloto?
–Porque él siempre ha intentado enviar cartas a su casa con los buques que encuentra a su paso. Pero ¡desgraciado el barco que se encarga de llevarlas! Se va a pique seguramente y no se salva ni uno solo de los que lo tripulan.
–Ese relato me asombra -interrumpió uno de los oyentes-. ¿Ha visto usted alguna vez ese famoso buque?
–Sí, por cierto -murmuró Schriften. Y añadió luego:
–Pero nada teman ustedes porque tenemos aquí nada menos que un pedazo de la Santa Cruz.
Dichas estas palabras y sin duda para evitar nuevas preguntas, separóse del grupo, encontrándose de pronto con Felipe, que, como sabemos, escuchaba detrás del palo mayor.
–¿De manera que no soy yo el único curioso de a bordo? Dígame usted, señor Vanderdecken: ¿lleva usted esa reliquia por si tropezamos con el Volador Holandés?
–No creo esas patrañas -contestó Felipe algo confuso.
–¡Qué casualidad! Usted tiene el mismo apellido, porque aseguran que aquél se llamaba también Vanderdecken.
–Ha habido muchos Vanderdeckens en este mundo -replicó el joven, que ya había recobrado su sangre fría.
Y sin dignarse mirar siquiera a su interlocutor, dirigióse hacia la popa.
–Cualquiera creería que este maldito tuerto conoce el motivo de que yo me haya embarcado -pensó-, y, sin embargo, no es posible. ¿Por qué me estremezco cuando se aproxima a mí? Ignoro si sucederá lo mismo al resto de la tripulación, o si esto sólo será una simple ilusión mía y de Amina. Es extraño, no obstante, que me tenga tal antipatía no habiéndole inferido el menor daño. Lo que acabo de oír confirma mis sospechas. ¡Dios mío -añadió suspirando-, tened piedad de mí, pues creo que voy a perder el juicio!
Tres días después, el Ter Schilling y consortes fondeaban en la Bahía de la Tabla, donde estaban ya esperándoles los otros buques. En aquella época, los holandeses habían establecido una colonia en el cabo de Buena Esperanza, donde los buques que iban a la India hacían la aguada y se aprovisionaban de carne, pues las tribus hotentotas que vivían cerca de la costa, comerciaban con ellos dándoles un buey magnífico por botones de metal o bagatelas por el estilo. No tardó la escuadra mucho tiempo en estar despachada y, después de recibir las últimas instrucciones del almirante respecto al lugar en, que debían de reunirse si cualquiera circunstancia les obligaba a separarse, todos los buques zarparon de nuevo.
Durante los dos primeros días, el viento fue flojo y avanzaron poco; pero al tercero, la brisa refrescó gradualmente hasta convertirse en huracán, empujando a las embarcaciones hacia el Norte. Al séptimo día el Ter Schilling encontrábase solo en la inmensa superficie del mar, pero el temporal había amainado. Púsose la proa al Este y, completamente cargado de vela, el buque no tardó en acercarse a la costa.
–Es una desgracia el vernos separados de los demás -dijo Kloots a Felipe-; pero debe ya ser mediodía y voy a tomar altura. Ignoro a dónde nos han arrojado las corrientes y el temporal. Tráigame usted, Vanderdecken, la ballestilla y procure no golpearla.
La ballestilla era entonces el único instrumento que se usaba para averiguar la latitud; y un buen observador podía hacerlo con cuatro o cinco millas de error. Los cuadrantes y sextantes son invención mucho más moderna. Y, sin embargo, considerando los reducidos conocimientos que tenían de náutica y las variaciones de la aguja que computaban, apenas se concibe que los antiguos navegantes se atrevieran a navegar por el Océano.
–Estamos 3o al Norte del Cabo -dijo Kloots, en cuanto hubo terminado sus cálculos-. La corriente es muy violenta, el viento disminuye, y, si no me equivoco, creo que tendremos un cambio.
Y, efectivamente, por la tarde sobrevino la calma, oyéndose a lo lejos las olas que se estrellaban contra la costa. Una multitud de focas rodeaban al buque, saltando y zambulléndose bajo las aguas; el Océano parecía lleno de vida, mientras que el sol desaparecía del horizonte.
–¿Qué ruido es ése? – preguntó Felipe-. Suena como el trueno.
–Ya lo oigo -contestó el capitán, agregando en voz alta-: ¡Que suba uno en seguida a las cofas! ¿Ves tierra?
–Sí, señor -respondió el marinero que trepaba por los obenques-. Hacia la proa hay bancos de arena, que bate el mar incesantemente.
–Ese será el ruido que hemos oído. La corriente es muy violenta y hace mucha falta que refresque el viento.
El sol iba ocultándose mientras tanto, la calma continuaba todavía, el Ter Schilling era arrastrado violentamente hacia la costa y percibíanse ya con claridad las rompientes cuyo estruendo era ensordecedor.
–¿Conoce usted la costa, piloto? – preguntó el capitán a Schriften que estaba junto a él.
–Perfectamente, señor; la mar rompe en un fondo de 12 brazas y si no refresca la brisa, antes de media hora se estrellará el buque.
Y, dicho esto, Schriften se sonrió como si el dar aquella noticia le causara gran regocijo.
Kloots no pudo disimular su ansiedad y la pipa se le cayó de la boca. Los marineros se agruparon en el castillo de proa para escuchar aterrorizados el rugido de las rompientes. El sol había ya desaparecido por completo y las sombras de la noche acrecentaban la alarma de la acobardada tripulación del Ter Schilling.
–Es preciso arriar los botes -dijo el capitán a su segundo-, e intentar sacar el buque a remolque. Acaso sea esto ineficaz; pero, de todos modos, los botes estarán dispuestos para embarcarnos en el momento oportuno. Disponga usted la maniobra, mientras entero al sobrecargo de lo que ocurre.
Stroom estaba sentado con toda la gravedad que requería su empleo y, como era domingo, habíase puesto una peluca nueva. Leía por milésima vez la célebre carta a la Compañía, denunciando la estancia del oso en el buque, cuando presentóse Kloots informándole en pocas palabras de que la situación era desesperada y de que, probablemente, el buque se estrellaría antes de treinta minutos. El desdichado Stroom, al oír esta noticia, saltó de la silla tan violentamente, que arrojó al suelo la bujía que alumbraba la cámara.
–¿Estamos en peligro, señor Kloots? ¿Cómo puede ser eso si está la mar tranquila y no sopla una ráfaga de aire? ¿Dónde están mi sombrero y mi bastón? Voy a subir a cubierta. ¡Pronto! Una luz, señor Kloots, es imposible encontrar nada a obscuras. ¿Por qué no responde usted, capitán?
Kloots había salido en busca de una luz y pronto volvió con ella; ambos abandonaron entonces la cámara. Ya las lanchas se habían botado al agua y el buque había virado en redondo; pero la noche era muy obscura y sólo se veía la blanca línea de espuma que formaban las rompientes al estrellarse en ellas las olas con ímpetu furioso.
–Capitán, si le parece, voy a abandonar inmediatamente el buque. Necesito el mejor bote para el servicio de la honorable Compañía, para los papeles y para mí.
–No puede ser, señor Stroom -replicó Kloots-; los botes apenas podrán contener a la tripulación y la vida de cada marinero vale tanto como la de usted.
–Yo soy el sobrecargo de la Compañía. Además, se lo mando, y no creo que se atreva a desobedecerme.
–Pues sí, señor; le desobedezco -contestó el capitán.
–Bien, bien -dijo Stroom completamente asustado- tan pronto como lleguemos… daré la queja de usted.
–¡Suelten los cabos del remolque! – gritó entonces Kloots -; no hay tiempo que perder. En seguida, Felipe, embarque usted las brújulas, el agua y las provisiones; dentro de cinco minutos abandonaremos el buque.
Tan formidable era el estruendo de las rompientes que apenas se oían las órdenes del capitán. Entretanto, el sobrecargo que había tropezado con el oso, permanecía sobre cubierta pataleando y pidiendo socorro.
–Sopla una ligera brisa del lado de tierra -dijo Felipe levantando la mano.
–En efecto, pero me parece que llega demasiado tarde. Coloquen todo en los botes y serenidad, muchachos. Si refresca el viento, aun podemos tener esperanza.
Encontrábanse ya cerca de los escollos que veían en el extremo de aquella inmensa línea de espuma; la brisa era cada vez más fuerte y, sin embargo, el buque permanecía inmóvil. Todo el mundo estaba en los botes y sólo quedaron a bordo Kloots, Hildebrando, los contramaestres y Stroom.
–Me parece que avanzamos algo ahora -dijo Felipe.
–Quizá nos salvemos -contestó el capitán-. ¡Firme, Hildebrando! – continuó, dirigiéndose al segundo que estaba en el timón-. ¡Dios quiera que el viento dure diez minutos!
El Ter Schilling fue poco a poco apartándose de las rompientes, al impulso de la brisa que cada vez era más fuerte, hasta que, al fin, hendió las olas con rapidez. La tripulación abandonó los botes, y una hora después el peligro había desaparecido por completo.
Ahora a izar los botes y, antes de dormirse, dé cada cual gracias al Todopoderoso por habernos salvado.
Aquella noche el Ter Schilling anduvo unas 20 millas hacia el Sur. Por la mañana volvió a cesar el viento, quedando el mar en calma completa.
Kloots encontrábase sobre cubierta hablando con Hildebrando del peligro que habían corrido y del egoísmo y cobardía de Stroom, cuando oyeron de pronto un gran ruido en la cámara de popa.
–¿Qué es eso? – inquirió el capitán-; ¿si el miedo habrá hecho perder el juicio a ese pobre hombre? Parece que va a echar abajo la cámara.
En aquel momento el criado del sobrecargo apareció por la escotilla.
–¡Señor Kloots, corra usted a socorrer a mi amo, lo va a matar el oso, el oso!
Pero, antes que Kloots hiciese el menor movimiento, vio al señor Stroom que salía huyendo en ropas menores.
–¡Dios mío, Dios mío! – gritaba-, me van a devorar, a comer vivo.
Y al mismo tiempo que daba voces, procuraba trepar por los obenques.
Kloots miraba lleno de asombro los movimientos del representante de la Compañía, y, al verle subir por la arboladura, dirigióse a la cámara en la que Joannes continuaba haciendo destrozos.
Las vidrieras del armario principal estaban hechas pedazos y todas las pelucas del sobrecargo yacían en tierra, revueltas con fragmentos de vasijas de barro.
El oso regalábase saboreando la miel que en abundancia corría por el pavimento, y que había sido adquirida por Stroom en la Bahía de la Tabla cuando el buque se detuvo en aquel puerto. El sirviente del sobrecargo guardó la miel en tarros para que su amo la fuera consumiendo durante el viaje, y aquella mañana, creyendo el ayuda de cámara que era necesaria otra peluca abrió el guardarropa. Joannes, que no andaba muy lejos, olfateó la miel, y, como era a ella muy aficionado, lo mismo que todos los de su especie, guiado por el olor, penetró en la cámara. Ya se dirigía el oso a la cama del sobrecargo, cuando el criado cerró la alcoba; el animal rompió las vidrieras del guardarropa y forzó la entrada, destrozando las cajas que contenían las pelucas, antes de encontrar la miel; y cuando el sirviente quiso arrojarle fuera, le mostró dos enormes filas de dientes para demostrarle que estaba decidido a todo. Entonces el pobre mozo apeló a la fuga, y Stroom, al verse solo, huyó también en paños menores, dejando a Joannes dueño del campo y en posesión de un abundante botín.
Kloots comprendió a la primera ojeada lo ocurrido, y dando un puntapié al animal, mandóle salir fuera, pero el oso gruñó furiosamente sin abandonar su presa.
–Esta broma es demasiado pesada, señor Joannes -dijo el capitán-, y ahora vas a salir de veras del buque porque el sobrecargo tiene motivos sobrados para quejarse. Perfectamente -añadió-, come la miel que te plazca, que después ajustaremos cuentas.
Dicho esto, el capitán salió de la cámara yendo en busca de Stroom, a quien pudo encontrar al fin en el castillo de proa, arengando en camisa a la tripulación.
–Lamento mucho lo ocurrido, señor; en lo sucesivo, no le molestará más el oso.
–Sí, sí, señor Kloots; pero esto ya lo arreglará la Compañía. Las vidas de sus representantes no pueden estar a merced de los necios caprichos de un capitán. He estado a punto de perecer.
–El animal no pretendía hacerle daño -replicó Kloots-; todo lo que él necesitaba era la miel que ya es imposible sacarle del vientre ¿Quiere usted entrar un momento en mi cámara, mientras dispongo que lo aten?
Stroom, considerando que su indumentaria no convenía a su dignidad, aceptó el ofrecimiento en seguida. No sin gran trabajo lograron los marineros encadenar al oso, el cual estaba ya chupando la miel que había empapado las pelucas. Fue inmediatamente reducido a prisión, como reo de flagrante delito de robo en alta mar. La aventura sirvió de tema a todas las conversaciones de aquel día, porque la calma duraba aún y el buque permanecía sin movimiento en medio del mar que parecía de aceite.
–Hay muchos arreboles en el cielo -dijo Hildebrando al capitán, que estaba en la popa con Felipe-; tendremos viento pasado mañana, o antes, según parece.
–Opino del mismo modo -replicó Kloots-. Es raro que no hayamos visto a ninguno de los otros buques.
–Habrán tomado otro rumbo.
Un confuso rumor de voces oyóse entonces entre los marineros, que tenían los ojos fijos en el mismo punto.
–¡Es un buque!
–Sí.
–No.
Tales fueron las voces que se oyeron.
–Creen ver una embarcación -dijo Schriften dirigiéndose al capitán.
–¿Dónde?
–Allá, entre la bruma -contestó el piloto, señalando el punto más lejano del horizonte.
El capitán, Hildebrando y Felipe miraron hacia aquel sitio y distinguieron, efectivamente, algo que parecía un barco. Poco a poco fue disipándose la bruma y una pálida claridad iluminó aquella parte del horizonte. No soplaba la más ligera ráfaga de aire y el mar semejaba un espejo. El buque en cuestión apareció, sin embargo, cada vez más visible y pronto pudieron distinguirse con toda claridad el casco, los mástiles y las vergas. Todos se frotaban los ojos, pues apenas se atrevían a dar crédito a lo que veían. En el centro de aquella tibia luz, que se extendía unos 15° sobre el horizonte, había en realidad un buque; pero, aunque la calma era completa, parecía luchar con un temporal, siendo tan espantosos sus balances, que algunas veces enseñaba la quilla. Las gavias y mayores iban cargadas presentando sólo al viento un foque con varios rizos y las velas de estay. Era un barco de poco andar y, esto no obstante, se aproximaba rápidamente, empujado sin duda por el huracán. A cada momento se le distinguía mejor. Al fin viró de bordo y, al hacerlo, pasó tan cerca del Ter Schilling, que los tripulantes de éste distinguieron bien los hombres que llevaba y la blanca espuma que hacía su tajamar al hendir las olas, y oyeron el silbido de los pitos de los contramaestres y el gemir de los tablones y mástiles, en los balances. Una densa bruma que se levantó en aquel momento envolvió al misterioso barco, y algunos segundos después todo había desaparecido.
–¡Santo cielo! – exclamó Kloots.
Felipe sintió que se posaba en su hombro una mano y que un estremecimiento singular corría por todo su cuerpo. Cuando volvió la cabeza encontróse frente al piloto Schriften, quien murmuró a su oído:
–Ese barco es el Volador Holandés, Felipe Vanderdecken.
Hildebrando fue el primero que interrumpió aquel silencio trágico. Vio brillar en el horizonte un resplandor súbito y preguntó a Felipe, agarrándole por el brazo:
–¿Qué es aquello?
–La luna que rasga las nubes -repuso éste con tristeza.
–Bien -observó Kloots, limpiándose el sudor que inundaba su frente-; había oído hablar antes de esto; pero hasta ahora lo había creído siempre una fábula.
Felipe, que conocía la realidad de la visión, permaneció callado. Mientras tanto, la luna alumbraba ya claramente la tersa superficie del mar.
Desde que surgió la aparición, el piloto Schriften había permanecido en la popa; y, en aquel momento, acercándose gradualmente a Kloots, le dijo:
–Capitán, como piloto de este buque, le advierto que se prepare para sufrir muy mal tiempo.
–¡Mal tiempo! – contestó Kloots saliendo de su estupor.
–Sí, señor; el buque que ha encontrado en su camino lo que acabamos de ver nosotros, no ha vuelto jamás a disfrutar de buen tiempo. El solo nombre de Vanderdecken es fatal.
Felipe intentó responder a este sarcasmo; pero la lengua se le había pegado al paladar y le fue imposible pronunciar un apalabra.
–¿Qué tiene que ver con esto el nombre de Vanderdecken? – inquirió Kloots.
–¿No ha oído usted decir nunca que se llama Vanderdecken el capitán del Buque Fantasma, que hemos visto hace un momento?
–¿Cómo sabe usted eso, piloto? – preguntó Hildebrando.
–Como sé otras muchas cosas que callo por ahora -replicó Schriften-; he pronosticado el mal tiempo, porque éste es mi deber.
Y, dicho esto, abandonó el alcázar de popa.
–¡Santo Cielo! Jamás he estado tan asustado en mi vida -observó Kloots-. No sé qué hacer ni qué decir. ¿Qué le parece a usted, Felipe? ¿No ha sido esto una cosa sobrenatural?
–Sí -contestó el interpelado, con profunda tristeza-. Es indudable.
–Creía que el tiempo de los milagros había pasado -añadió el capitán-. Estamos abandonados a nuestros propios esfuerzos. ¡Cúmplase la voluntad de Dios!
–Miren aquella barrera de nubes que acaba de levantarse en menos de cinco minutos y que no tardará en obscurecer la luna -dijo Hildebrando-, vean ustedes ya los relámpagos hacia el Noroeste.
–Señores, he luchado contra los elementos con tanto valor como el que más; he visto tempestades terribles con serenidad; pero confieso que lo que hemos presenciado esta noche me aterroriza horriblemente. Tengo un peso enorme en el corazón. Felipe, envíe usted por la botella, que es lo único que puede despejarme la cabeza.
Vanderdecken que deseaba estar solo cinco minutos para reflexionar, aprovechó gustoso la ocasión que se le presentaba para abandonar la popa. La aparición del Buque Fantasma le había impresionado profundamente; creía en su existencia y, sin embargo, le espantaba el haber visto el buque en que su padre cumplía la terrible condena y en el cual tenía la seguridad de que él mismo había también de morir. Al escuchar el sonido del pito del contramaestre, creyó oír la voz de su mismo padre que daba una orden y había procurado con ansia ver la fisonomía y traje de los que tripulaban aquella condenada nave. En el momento, pues, que envió a Kloots la botella que éste había pedido, encerróse en su camarote y estuvo rezando hasta que recobró su habitual energía y creyóse con bastante fuerza para afrontar el peligro y someterse a su destino con el valor de un mártir.
Media hora después volvió a subir a cubierta, y vio que el tiempo había cambiado otra vez por completo. Antes, el buque flotaba sin movimiento sobre las azuladas ondas y sus velas pendían inertes a lo largo de los palos, reflejando la luna los contornos del Ter Schilling sobre el dormido Océano. Ahora, todo era obscuridad; las velas altas se habían aferrado, la mar, muy picada, estaba cubierta de espuma y la fragata hendía rápidamente las encrespadas olas. Violentas ráfagas de viento azotaban la superficie de las aguas y los marineros se ocupaban, disgustados, en reducir el velamen. Qué les había dicho a éstos el piloto Schriften, era cosa que Felipe no sabía; pero indudablemente todos le miraban con horror y evitaban su presencia.
–El viento no es fijo -dijo Hildebrando-, no se sabe de qué lado sopla, puesto que no cesa de variar de dirección. Felipe, no me gusta el aspecto de las cosas y repito, con el capitán, que siento el corazón oprimido.
–A mí me sucede lo mismo -respondió Vanderdecken-; es necesario confiar en la Providencia.
–¡Cierra el timón a la banda! ¡Carga mayores! ¡En seguida! – gritó Kloots mientras que una ráfaga empujó al buque de través, inclinándolo de un modo horrible.
La lluvia empezó a caer a torrentes y tanta era la obscuridad, que los tripulantes no se veían los unos a los otros.
Un resplandor siniestro rasgó las nubes y el trueno retumbó en el espacio.
–Aferrad pronto todas las velas -volvió a decir el capitán.
Algunos marineros, sacudiendo el agua que empapaba sus ropas, se apresuraron a ejecutar la orden, pero los demás, aprovechando la obscuridad, escabulléronse de la cubierta llenos de terror pánico.
El Ter Schilling perdió todas sus velas y, esto no obstante, avanzaba con celeridad fantástica hacia el Sur, impelido por el vendaval; enormes olas coronadas de espuma se estrellaban contra sus costados; la noche era excesivamente obscura y los marineros refugiáronse bajo el puente para librarse de la lluvia. Algunos habían abandonado su deber; pero ni uno solo se atrevió a bajar a los camarotes en noche tan tempestuosa. No estaban reunidos, como de costumbre, sino que cada cual andaba por su lado, profundamente pensativo. El Buque Fantasma no se apartaba de sus imaginaciones, aterrorizándoles completamente.
El tiempo transcurría con desesperante lentitud; parecía que no iba a amanecer nunca, pero, al fin, las tinieblas fueron disipándose poco a poco y los primeros resplandores del día asomaron por el horizonte. Todos estaban desesperanzados; todos se creían condenados y permanecían inmóviles y silenciosos.
El mar estaba furioso y el buque cabeceaba de una manera espantosa. Estaban Kloots en la bitácora, y Felipe e Hildebrando afianzados al timón cuando una ola enorme, entrando por la popa, estrellóse con fuerza irresistible sobre cubierta, después de barrer cuanto encontró a su paso. El capitán y sus dos oficiales rodaron por el suelo sin sentido, la bitácora y la brújula se hicieron mil pedazos, el timón quedó abandonado, el barco no gobernaba, las olas le cubrieron por completo y el palo mayor cayó estruendosamente.
Todo era confusión a bordo. El capitán continuaba sin conocimiento y a Felipe costóle mucho persuadir a dos marineros a que le ayudaran a conducir a su lecho a Hildebrando, que se había roto el brazo izquierdo y tenía un sinnúmero de contusiones graves. Después volvió a subir a cubierta para intentar restablecer el orden.
Aunque no era todavía un buen marino, dominó con su valor y energía a todos aquellos hombres, que obedecieron, al fin, aunque de mala gana, y media hora más tarde el buque huía delante del temporal, libre ya del enorme peso del palo mayor y gobernado por los mejores timoneles de la tripulación.
¿Dónde se encontraba el señor Jacobo Jans Stroom? Acurrucado en la cama, cubierto el rostro con las sábanas, temblando de pies a cabeza y jurando solemnemente que, si alguna vez lograba poner el pie en tierra firme, todas las Compañías del universo juntas no serían capaces de volver a embarcarlo. Ciertamente esta resolución era la mejor que podía adoptar aquel desdichado.
Las primeras órdenes de Felipe fueron obedecidas, pero pronto se vio a todos los marineros que hablaban acaloradamente con el piloto tuerto y, después de un cuarto de hora de consulta, dispersáronse yendo cada cual por su lado y quedándose solamente sobre cubierta los dos que estaban en el timón. Algunos volvieron en seguida con vasijas llenas de aguardiente y otros licores, que habían sacado de la cámara de las provisiones forzando la puerta. Felipe permaneció todavía media hora sobre cubierta tratando de persuadir a aquellos hombres para que no se embriagaran, pero fue todo en vano; los del timonel aceptaron algunos tragos y la falta de dirección del buque demostró que el licor había surtido efecto. Vanderdecken bajó entonces a toda prisa para averiguar si Kloots había recobrado los sentidos y estaba en estado de subir a contener a los marineros. Le encontró profundamente dormido, y cuando a duras penas logró despertarle, le refirió lo ocurrido y la situación desesperada del buque. Kloots acompañó a Felipe, pero todavía sufría mucho de la caída, pues se mareaba al andar, y tropezaba como si también estuviese borracho. Cinco minutos después volvió a perder el conocimiento y cayó sobre cubierta. Hildebrando estaba gravemente herido y Felipe comprendió que nada podía él hacer. La luz del día iba desapareciendo lentamente y las tinieblas de la noche hacían aún más terrible la escena. El buque continuaba corriendo delante del temporal, pero sin duda los timoneles habían variado la dirección porque momentos antes recibía el viento por babor y ahora por el lado contrario. La brújula había desaparecido; pero tampoco hacía falta porque los marineros estaban decididos a no obedecer a Felipe.
–Tú -le decían- no eres marinero y no puedes enseñarnos el modo de gobernar un buque.
La lluvia había cesado, pero el viento soplaba cada vez con más fuerza, azotando al Ter Schilling que, en cada uno de sus enormes y espantosos balanceos, embarcaba considerable cantidad de agua; pero la tripulación reía y gritaba, haciendo coro al ensordecedor ruido de la tempestad.
Schriften parecía capitanear al resto de la tripulación. Con una botella de aguardiente en la mano bailaba, cantaba, castañeaba los dedos y dirigía miradas provocativas a Felipe; a veces caía rodando por el suelo lanzando estruendosas carcajadas. Al que pedía una botella, se le daban tres o cuatro. Por doquier se oían juramentos, gritos y risotadas; los timoneles habían abandonado sus puestos, para seguir a los demás, y el desgraciado buque, abandonado a su suerte, sin más vela que un pequeño foque, era juguete de las olas, que le asaltaban furiosas y embravecidas.
Algunas horas después abonanzó el tiempo y la mar cesó de rugir. El Ter Schilling había sido empujado hacia el Sur hasta la Bahía de la Tabla, mas por la alteración de su rumbo, entró en False Bay, donde las montañas que la forman protegiéronle en cierto modo contra las acometidas del viento y de las olas. El buque atravesó la entrada de la bahía, sin que Felipe, en medio de la obscuridad que le rodeaba, lo advirtiese siquiera. Cinco minutos más tarde, una terrible sacudida le reveló que el barco había encallado en la arena y a los pocos minutos cayeron con estrépito los dos palos que se mantenían aún derechos.
La violencia del choque, que desprendió muchos tablones, y el ruido que producía el agua al entrar en la bodega, acallaron los gritos de la embriagada tripulación. El buque quedó, al fin, acostado sobre su banda de babor. Felipe estaba a barlovento y se asió a uno de los cabos de los obenques, mientras que los marineros, sumergidos por completo, procuraban ganar el costado de estribor. Kloots cayó al agua, hundiéndose en seguida sin que hiciera esfuerzo alguno para salvarse; el infeliz había desaparecido para siempre. Vanderdecken se acordó entonces de Hildebrando y, deseando salvarlo, voló en su ayuda; costóle gran trabajo poder sacarle de la cama y conducirle a cubierta, colocándole tendido en el bote mayor, que era el único que podía ser utilizado. La tripulación, al verle, apoderóse de esta embarcación y cortó las amarras que la sujetaban, a los pescantes. Una enorme ola los separó del Ter Schilling llenando de agua la mitad del bote; pero aquellos borrachos, al verse flotando de nuevo, renovaron sus cantos y carcajadas. El viento los empujaba hacia la costa y Felipe, apoyado en la batayola, les contemplaba ansiosamente, viéndoles tan pronto sobre la espumosa cresta de las olas como en el fondo del abismo. Las voces eran cada vez menos perceptibles y, al fin, se extinguieron por completo. Cuando por última vez los vio balancearse sobre una ola gigantesca, cerró los ojos.
Comprendía que era indispensable intentar salvarse en una tabla, pues el Ter Schilling no podía durar mucho tiempo sin deshacerse; ya comenzaban a falsearse las cubiertas y a cada golpe de mar la frágil embarcación sufría mayores destrozos. Cierto ruido que oyó hacia popa recordóle que el sobrecargo permanecía aún en su cámara. Después de quitar con mucho trabajo la escala de popa, que se había atravesado en la puerta, consiguió Felipe llegar hasta el atemorizado Stroom, a quien encontró agarrado a los tablones del tabique con las ansias de la agonía y lleno de terror. Le habló, y, no obteniendo respuesta, intentó moverle; pero fue imposible desprenderlo del sitio a que estaba asido. Una enorme cantidad de agua que se precipitó en la bodega, acompañada de fuertes crujidos, hizo comprender a Felipe que el buque se había destrozado, por lo que tuvo precisión, contra su voluntad, de abandonar a su suerte al infeliz sobrecargo. Cuando atravesó la escotilla vio algo que se movía; era Joannes, el oso, que pugnaba por romper la cuerda que le aprisionaba. Felipe entonces la cortó con su cuchillo, dejando en libertad al animal; pero, apenas lo hizo, una ola furiosa destruyó la popa y él se encontró, de pronto, luchando con la mar embravecida. Pudo, sin embargo, asirse a un tablón de los que formaban la cubierta y, abrazado a él, pudo llegar a la playa; pero las olas, al volverse, le impedían hacer pie y le llevaban y traían incesantemente. Rendido ya y próximo a perecer tocó un objeto con la mano y se asió a él como último recurso. Era la peluda piel de Joannes, que intentaba ganar la costa y le condujo a tierra. Felipe, entonces, se arrastró fuera del alcance de las olas y, extenuado de fatiga, perdió el conocimiento.
Cuando despertó de su letargo, sintió un dolor agudo en los ojos, que no había abierto aún, sin duda por haber permanecido muchas horas bajo los rayos de un sol ardiente. Procuró abrirlos, pero vióse obligado a cerrarlos en seguida de nuevo, porque la luz, al herirle, le había producido el efecto que la aguda punta de un cuchillo. Poco a poco, sin embargo, fue recobrando la vista y pudo contemplar el triste cuadro que le rodeaba. La mar continuaba furiosa y en su superficie flotaban los restos del buque. Junto a él yacía el cuerpo de Hildebrando; y otros cadáveres, esparcidos por la playa, le revelaron que los que se embarcaron en el bote habían perecido.
Después de apreciar con la vista la altura del sol, supuso que serían las tres de la tarde, pero su debilidad era tanta, que comprendió que tenía gran necesidad de reposo, pues su cabeza parecía próxima a estallar. Anduvo algunos pasos en aquel lugar de desolación y, encontrando un montecillo de arena que le protegía de los rayos del sol, acostóse a la sombra, no tardando en conciliar un sueño reparador, que le duró hasta la mañana siguiente.
Cierto picor extraño en el pecho le despertó. Levantóse de pronto y vio a su lado una figura rara. Todavía estaban débiles sus ojos y creyó, al principio, que era Joannes, y, después, Stroom, lo que tenía ante él. Se equivocaba, sin embargo, pues aquel ser desconocido era un corpulento hotentote, con una azagaya en la mano y al hombro la piel del pobre oso, todavía chorreando sangre; sobre su cabeza ostentaba una de las pelucas del sobrecargo. Era tan cómica la facha de aquel negro y tal su seriedad, que en otras circunstancias hubiera soltado Felipe la carcajada; pero, a la sazón, no tenía ganas de reírse. El hotentote permanecía inmóvil y en actitud pacífica.
Vanderdecken tenía una sed rabiosa, e indicó por señas que necesitaba beber. El negro condújole hacia unos montecillos de arena que había junto a la costa donde descubrió Felipe otros cincuenta o más hombres, ocupados en recoger los restos del naufragio. El conductor de Vanderdecken parecía el jefe del Kraal, según el respeto con que le trataban los demás. Algunas palabras, pronunciadas con la mayor gravedad, bastaron para proporcionar al joven héroe, si no lo que necesitaba, al menos una calabaza con un poco de agua sucia, que le pareció deliciosa. El jefe, entonces, hizo un ademán con la mano, invitándole a tomar asiento en la arena.
El cuadro que se ofreció a su vista era terrible. Restos del buque yacían por aquella playa de blanca arena, mezclados con toneles y fardos de mercancías, y el mar, todavía furioso, no cesaba de arrojar despojos del naufragio. A un lado veíanse huesos de ballenas que otras tempestades habían empujado a la costa y que, medio sepultadas en la arena, dejaban ver sus colosales esqueletos. En otro sitio estaban los cadáveres de los tripulantes del Ter Schilling, de cuyos trajes habían arrancado los botones los indígenas. Más allá, algunos cafres, enteramente desnudos, se ocupaban en reconocer objetos sin ningún valor, sin mirar siquiera aquellos otros verdaderamente dignos de ser codiciados. El jefe, sentado sobre la sangrienta piel de Joannes y ataviado con la enorme peluca de Stroom, aparecía tan grave como un canciller, satisfecho de su ridícula indumentaria.
Hacía, a la sazón, poco tiempo que los hotentotes se habían establecido en el Cabo; pero sostenían ya con los indígenas un gran comercio de pieles y otros artículos de producción africana. Los hotentotes, tratados hasta entonces amistosamente por los europeos, les dispensaban un recibimiento afectuoso. El jefe preguntó a Felipe si tenía hambre, y como éste respondiera afirmativamente, sacó de un morral de piel de cabra un puñado de grandes escarabajos, y se los ofreció. Vanderdecken los rehusó con evidentes señales de repugnancia; pero el salvaje, tomando asiento tranquilamente, empezó a engullirlos uno a uno y, cuando hubo terminado, indicó al joven náufrago que le siguiera. Al levantarse, vio éste que su cofre flotaba sobre las olas, y, después que le hubieron recogido, abriólo con la llave que conservaba aún en el bolsillo y sacó de él alguna ropa y una taleguita llena de guilders. Su conductor no opuso a esto el menor reparo; pero mostró al salvaje que estaba más próximo la cerradura y los goznes, sin duda para que los arrancara, y echó a andar seguido de Felipe, a través de los montecillos de arena. Media hora tardaron en llegar al Kraal, compuesto de pequeñas chozas cubiertas con pieles, donde fueron recibidos por las mujeres y niños de la tribu, quienes no ocultaron su asombro cuando vieron al jefe con la peluca. En seguida trajeron a Felipe un cuenco de leche, que bebió con ansiedad, mientras pensaba en su adorada Amina, tan distinta, en todos los conceptos, de aquellas mujeres asquerosas y repugnantes.
El astro diurno desaparecía, en aquel momento, del horizonte; Felipe se encontraba fatigado. Hizo señas de que necesitaba descansar y le condujeron a una de las chozas donde, a pesar del mal olor y de los numerosos insectos que le molestaban, apoyó la cabeza sobre el lío que contenía su pequeño equipaje y, después de dirigir una plegaria de gracias al Todopoderoso, quedóse profundamente dormido.
El jefe, acompañado de otro indígena que conocía algo el idioma holandés, le despertó a la mañana siguiente. Felipe manifestó deseos de marchar en seguida al Cabo donde podría encontrar algún buque y fue comprendido por el intérprete, quien le contestó que a la sazón no había barco alguno fondeado en la Bahía de la Tabla. A pesar de eso, insistió Vanderdecken, porque prefería esperar entre europeos hasta que pudiera regresar a Holanda. La distancia, además, era solamente una jornada. Después de consultar al jefe, el que hablaba holandés indicó a Felipe que podía seguirle. Éste, después de beber un trago de leche y de rehusar nuevamente los escarabajos que le ofrecieron, púsose en marcha llevando al hombro el lío de su equipaje.
Por la tarde llegaron a una colina, desde la cual se distinguía la Bahía de la Tabla y las casas construidas por los holandeses. Felipe no pudo reprimir un grito de júbilo al divisar un buque en lontananza. Apresuróse a llegar a la playa donde encontró un bote del referido buque, que había venido por víveres. Dióse a conocer y refirió lo ocurrido al Ter Schilling suplicando por último a los tripulantes que le recibieran a bordo.
El oficial encargado del mando del bote lo admitió gustoso, manifestando que regresaban a Holanda. La esperanza de poder abrazar pronto a su adorada Amina hizo saltar de alegría el corazón de Felipe. Sintió que aun no se había concluido para él la dicha en el mundo; que todavía le reservaba el Cielo algunos goces y que su vida dejaría ya de ser una continua cadena de sufrimientos y penalidades, con la muerte por último eslabón.
A bordo, fue recibido afectuosamente por el capitán, quien le dio pasaje gratis, y tres meses después, sin accidente alguno digno de mencionar, llegó Vanderdecken a la ciudad de Ámsterdam.
Era el mes de abril, y hasta el otoño proponíase descansar y reponer su quebrantada salud, pues hasta entonces no se daría a la vela otra escuadra de la Compañía.
Por mucho que lamentara Felipe la muerte de Kloots y de Hildebrando, experimentaba cierta satisfacción interior al recordar que Schriften, a quien también creía muerto, había cesado de mortificarle con sus ironías; y, además, casi se regocijaba del naufragio, tan fatal para los otros, porque le había proporcionado la dicha de pasar una temporada al lado de Amina.
Era ya completamente de noche cuando tomó un bote en Flushing, para ir a su casa de Terneuse. El viento soplaba con violencia; espesas nubes, cuyos contornos blanqueaba la luz de la luna, que brillaba en el cénit, encapotaban el cielo, amortiguando el pálido resplandor del astro nocturno. Felipe desembarcó y, embozándose en la capa, se dirigió a su domicilio. Al aproximarse, profundamente emocionado, distinguió que la ventana de la sala estaba todavía abierta y que una mujer se apoyaba en su hueco. Comprendiendo que no podía ser otra que Amina, avanzó hacia ella en vez de dirigirse a la puerta. Amina, pues efectivamente era ella, estaba tan absorta en la contemplación del firmamento y tan embebida en sus pensamientos, que ni vio ni oyó a su esposo Cuando se le aproximó. Éste se detuvo a tres o cuatro pasos de ella, intentando ganar la puerta sin ser visto, pues temía alarmarla presentándose de repente. Felipe se acordaba que, al despedirse, le había prometido visitarla después de muerto, «si Dios le daba permiso, como su padre había, en otra ocasión, visitado a su madre». Pero, mientras permanecía indeciso, Amina, le vio en un momento en que la pálida claridad de la luna, casi oculta entre las nubes, le iluminaba vagamente, dándole el aspecto de un ser sobrenatural. Le reconoció en seguida; pero, como no esperaba su regreso, le creyó un alma del otro mundo. Apartóse con entrambas manos los cabellos que le caían sobre la frente y se quedó contemplándole con fijeza.
–Soy yo, Amina, no temas -dijo Felipe al punto.
–No abrigo el menor temor -contestó ella oprimiéndose el corazón-. ¡Espíritu de mi esposo, pues tal te creo, gracias por tu visita!
Y Amina movió tristemente la mano invitando a Felipe a entrar, y abandonó luego la ventana.
–¡Santo Dios! Cree que he muerto -pensó Felipe, y sin saber que hacer saltó tras ella dentro de la sala.
Amina había ya tomado asiento en el sofá y le miraba con ojos extraviados, como convencida de que su aparición era sobrenatural.
–¡Tan pronto ha sucumbido, Dios mío! – exclamó al fin-. Esposo mío -añadió-, no tardará mucho tiempo tu esposa en ir a hacerte compañía.
Felipe estaba cada vez más indeciso, pues temía una reacción súbita cuando Amina adquiriese la convicción de que vivía aún.
–Querida mía, óyeme. Aunque mi llegada es inopinada e intempestiva, no debes asombrarte, abrázame y te convencerás de que tu Felipe no ha muerto.
–¿Qué no ha muerto? – exclamó Amina, estremeciéndose.
–De ningún modo; estoy tan vivo como tú, y cada vez más enamorado de ti -replicó Felipe estrechándola contra su corazón.
–¡Gracias, Dios mío, gracias! – dijo al fin Amina-. Creía que eras tu espíritu; mi alegría es infinita -prosiguió, mientras las lágrimas surcaban su rostro.
–¿Quieres escucharme? – preguntó Felipe, después de una ligera pausa.
–¡Oh! habla, habla, amor mío; dime cuanto se te antoje.
El joven, obtenida la autorización de su esposa, refirió brevemente sus aventuras y la causa de su inesperado regreso, considerando suficiente recompensa a sus sufrimientos las caricias de su idolatrada Amina.
–Y tu padre, ¿cómo se encuentra?
–Regular; mañana hablaremos de él.
Cuando a la mañana siguiente despertó, contempló Felipe con amor las encantadoras facciones de su dormida esposa.
–Dios es justo -pensó-; todavía queda alguna felicidad para mí y jamás seré castigado por dejar de cumplir mi juramento, pues si, a pesar de los peligros y sinsabores, hago mi deber, Dios me recompensará en la tierra y después en la otra vida. ¿No valen estos momentos más que lo que he sufrido? ¡Oh, sí, mucho más! – continuó, despertando con un apasionado beso a su esposa, cuyos negros ojos se fijaron en él llenos de amor y alegría.
Felipe abandonó el lecho y preguntó por Poots.
–Mi padre no ha cesado de molestarme -replicó Amina-. Me he visto obligada a cerrar la puerta de la sala cuando salía de casa, porque le he sorprendido con frecuencia forzando las cerraduras de los armarios. Su sed de oro es insaciable. No piensa en otra cosa. ¡Cuánto me ha hecho sufrir repitiéndome a cada momento que no te vería más exigiendo que le entregara tu dinero! Pero por suerte, me teme y temblaba siempre que le decía que te estaba esperando.
–¿Y está bueno?
–No muy mal, pero algo avejentado. Se asemeja a una bujía que se consume brillando a intervalos, hasta que al fin, cesa de alumbrar; a veces, se pone medio turulato, y otras, por lo contrario, charla y hace planes como si estuviera en la flor de su edad. ¡Cuán despreciable debe ser el amor al dinero! Siento decirlo, Felipe, pero, a pesar de que se encuentra ya con un pie en la sepultura a la que no ha de llevarse nada, le creo capaz de sacrificar tu vida y la mía por apoderarse de los guilders que posees, todos los cuales daría yo gustosísima por un solo beso de tus labios.
–¿Qué ha hecho pues, durante mi ausencia?
–Me es doloroso confesar mis temores y comunicar mis sospechas; pero lo vigilo con cuidado… No hablemos más de él; pronto has de verle, y por cierto que no se alegrará mucho de encontrarte vivo y sano, aunque te dé la bienvenida. No le diré que has venido, para ver el efecto que le produce tu presencia.
Amina bajó luego a hacer los preparativos para el almuerzo y Felipe fue a pasearse. A su vuelta, encontró a Poots sentado a la mesa con su hija.
–¡Misericordioso Alá! ¿Qué es lo que veo? – gritó el viejo-. ¿Es usted, señor Vanderdecken?
–El mismo -replicó Felipe-, vine anoche.
–¿Por qué no me lo has dicho tú, Amina?
–Porque deseaba sorprenderle.
–Pues, efectivamente, me ha sorprendido. ¿Y cuándo se marcha usted, Felipe? ¿Muy pronto, mañana quizá…?– preguntó Poots.
–Probablemente pasaré con ustedes algunos meses todavía.
–¡Algunos meses! Es mucho tiempo para permanecer ocioso; usted necesita ganar dinero. ¿Ha traído muchos guilders?
–Ni uno siquiera -contestó Felipe-, porque he estado a punto de perecer en un naufragio.
–Pero se marchará usted.
–Sin duda alguna; pero cuando me parezca oportuno.
–Muy bien; en ese caso, me quedaré al cuidado de la casa y del dinero.
–Me parece que podré ahórrale ese trabajo -replicó Vanderdecken-, porque tengo el propósito de llevarme todo cuanto poseo.
–¿Y con qué objeto? – preguntó Poots alarmado.
–Con el de comprar mercancías en la India para volver a venderlas cuando regrese.
–¡Qué locura! Pudiera usted naufragar nuevamente y todo se habría perdido. No, no; váyase solo en buena hora, pero deje aquí los guilders.
–No puedo complacerle, porque estoy resuelto a comerciar con ellos.
Felipe se expresaba de tal forma creyendo que, si conseguía convencer a Poots de lo dicho, éste no volvería a molestar a Amina con sus tentativas de apoderarse del dinero.
Esta conversación dejó al viejo médico muy pensativo y no volvió a hablar del asunto. Cinco minutos después abandonaba la sala y se dirigía a su aposento.
Al encontrarse solos, Felipe confesó A Amina lo que le había inducido a hacer creer a su padre que pensaba llevarse hasta el último céntimo.
–Te agradezco la buena intención, Felipe; pero era preferible que no hubieras hablado del asunto. No conoces a mi padre; ahora es preciso que lo vigile más que nunca.
–Un viejo decrépito no debe ser enemigo muy temible -replicó Felipe sonriéndose; pero Amina pensaba de otro modo, pues parecía resuelta a observar la más escrupulosa vigilancia.
La primavera y el verano transcurrieron con gran rapidez para ambos jóvenes, que se consideraban felices. Sólo turbaba, de vez en cuando, su dicha, el recuerdo de la fantástica aparición del buque del capitán Vanderdecken, y del naufragio del Ter Schilling.
Amina conocía que cada vez habían de ser mayores las dificultades y peligros que aguardaban a su marido; pero no intentó disuadirle del cumplimiento de su promesa. Miraba el porvenir con esperanza y resignación, y como creía firmemente que tarde o temprano había de cumplirse lo escrito, sólo deseaba que la hora fatal de la separación se dilatara el mayor tiempo posible.
Concluido el verano, volvió Felipe a Ámsterdam para buscar pasaje en uno de los buques que se daban a la vela a principios del invierno.
El naufragio del Ter Schilling era conocido ya por todo el mundo; y Felipe, además, había escrito y entregado a los directores de la Compañía una detallada relación de aquella tragedia.
En atención al buen comportamiento del joven y a lo mucho que había padecido, el consejo de la citada Compañía nombróle segundo de bordo del Batavia, hermosa embarcación de 400 toneladas. Arreglados todos sus asuntos, volvió Vanderdecken a Terneuse y, en presencia de Poots, enteró a Amina de cuanto había hecho.
–¿De modo que vuelve usted a marcharse? – preguntó Poots.
–Sí, dentro de dos meses -repuso el interpelado.
–¡Ah! – murmuró Poots-; dentro de dos meses…
¡Cuán cierto es que sobrellevamos mejor la realidad que la incertidumbre! Y no se crea por esto que a Amina le acobardara la próxima separación de su marido: convencida de que era necesario, se sometía sin chistar al destino, cuyas resoluciones son invariables. Le afligía la conducta ce su padre y, como no le era desconocido su carácter, comprendió que detestaba a Felipe y que le consideraba como un obstáculo para apropiarse el dinero y la casa. El viejo sabía muy bien que, una vez muerto Vanderdecken, le importarían muy poco los guilders a Amina y que ni siquiera se acordaría de ellos. La idea de que Felipe estaba resuelto a llevarse consigo su tesoro, le enloquecía. Amina le observaba constantemente, pues le veía a todas horas hablando solo y sin acordarse de su profesión.
Pocos días después de su regreso de Ámsterdam, Felipe, que estaba algo resfriado, dijo que no se encontraba bien.
–¿Cómo es eso? – gritó Poots estremeciéndose-. Veamos; tiene usted efectivamente muy alterado el pulso. Amina, tu pobre marido está grave, es necesario acostarse en seguida y le recetaré una pócima que lo curará. No cobraré nada por ello. Felipe, nada absolutamente.
–No estoy grave ni mucho menos -replicó Felipe-; solamente me duele un poco la cabeza.
–Sin embargo, tiene usted fiebre y la precaución no está demás. Acuéstese, tome lo que le he prescrito y mañana estará bueno.
Felipe se dirigió a las habitaciones altas, acompañado de Amina, y Poots fue a su laboratorio a preparar el medicamento. En cuanto el enfermo estuvo acostado, Amina bajó en busca de su padre, quien le dio unos polvos para que los tomara aquél.
–Dios me perdone si dudo de mi padre -pensó la joven-, pero no me faltan motivos para sospechar. Felipe está sin duda enfermo y si no se le aplican remedios enérgicos puede empeorar. El corazón, me dice, no obstante, que no le dé esta medicina. ¿Será posible que mi padre intente cometer un crimen?
Después examinó los polvos, que eran negruzcos y que, según había dispuesto Poots, debían administrarse en un vaso de vino caliente. El mismo Poots se brindó a calentarlo y, cuando lo hubo hecho, regresó de la cocina, diciendo:
–Aquí tienes el vino, hija mía; cuando se lo beba, cuida de tapar bien a Felipe para que sude y no se interrumpa la transpiración. Vélale, no le permitas destaparse ni moverse y mañana le tendrás bueno.
Y, dicho esto, dióle las buenas noches y abandonó la estancia.
Amina vertió los polvos en una copa de plata que estaba sobre la mesa y echó después un poco de vino para mezclarlos. El tono afectuoso de Poots había desvanecido casi por completo sus sospechas.
Haciéndole justicia, como médico, tomábase siempre excesivo interés por los enfermos. Cuando Amina hubo mezclado los polvos, observó asombrada que no dejaban sedimento alguno y que el vino no perdía su transparencia. Esto era muy raro y sus sospechas tomaron mayor incremento.
–No estoy satisfecha -murmuró-; temo a mi padre y le creo capaz de todo, Dios me perdone. ¿Qué hago? Es preferible no darle a Felipe este brebaje. Quizás el vino puro y sin mezcla alguna sea también un buen sudorífico.
Amina reflexionó de nuevo; había echado los polvos en tan pequeña cantidad de vino, que apenas llenaba la cuarta parte de la copa, y aprovechando el que quedaba caliente para ponerlo en otro vaso, se dirigió a la alcoba del enfermo.
En la escalera encontróse a Poots que le dijo:
–No lo derrames, Amina; que se lo beba todo. Espera, lo mejor será que yo mismo lo lleve.
El médico tomó entonces el vaso de manos de su hija y entró en al alcoba.
–Vamos, Felipe; bébase todo y mañana estará bueno -exclamó el viejo, cuya mano temblaba hasta el punto de verter parte del líquido sobre las sábanas.
Amina, que estaba espiándolo, se alegró en el alma de no haber puesto los polvos en el vino. El enfermo se incorporó sobre el codo, y después de apurar el contenido del vaso dio a su suegro las buenas noches.
Este salió de la estancia después de advertir a su hija que no se separara de la cabecera. Amina comunicó a Felipe sus sospechas.
–Debes equivocarte, Amina -contestó Vanderdecken-, o al menos así lo creo. No es posible que exista un hombre tan malvado como tú supones a tu padre.
–No le conoces bien ni sabes lo que yo sé. Ignoras de lo que es capaz por el oro; sin embargo, pudiera equivocarme. De todos modos, procura dormirte, que yo velaré tu sueño. Ahora leeré un rato y luego me acostaré, si sigues tranquilo.
Felipe no hizo objeción alguna y pronto quedó dormido. Amina lo veló hasta la media noche.
–Respira con dificultad -pensó la joven-, si le hubiera dado los polvos, ¿quién sabe si hubiera vuelto a despertar? Mi padre conoce bien las costumbres del Este y le temo mucho. ¡Cuántas veces le he visto administrar la muerte por un puñado de oro! Cualquiera habría temblado al hacerlo, pero él, que ha envenenado a muchos por un puñado de oro, hubiera tenido pocos escrúpulos en sacrificar a su yerno. ¡Qué terribles presentimientos los míos! Felipe está enfermo; pero no tanto como supone mi padre. No, no; su hora no ha llegado todavía, necesita cumplir su destino. Su sueño es muy profundo; le abrigaré bien y cuidaré de que no se destape, porque está sudando copiosamente. Alguien llama a la puerta, sin duda necesitan a mi padre.
Amina bajó a abrir y, como había sospechado, venían a buscar a Poots para que asistiera a un enfermo.
–Voy a llamarle y bajará en seguida -dijo Amina encaminándose a la habitación del médico a cuya puerta llamó dos veces, sin obtener respuesta.
–¡Es extraño! – pensó-. Mi padre no tiene el sueño tan pesado.
Decidióse a entrar en el aposento, y no encontró a Poots en la cama. Bajó de nuevo a la sala y vióle al fin allí recostado sobre el sofá, aparentemente dormido, pero, aunque le llamó en voz alta, no pudo despertarle.
–¡Santo Cielo! ¿estará muerto? – murmuró aproximando la luz al rostro de su padre y temblando de pies a cabeza.
Había muerto, efectivamente; tenía los ojos inmóviles sin brillo y la mandíbula inferior completamente caída.
Amina, durante algunos minutos, quedó sumida en un profundo estupor, apoyada contra la pared; al cabo, logró dominarse.
–Todo me lo explico ahora -exclamó dirigiéndose a la mesa y mirando la copa de plata, en que la víspera había mezclado ella los polvos, ¡estaba vacía!-. Dios es justo y le ha castigado -añadió Amina-. ¡Oh! ¿y que este hombre sea mi padre?…
Asustado de su crimen, el médico había llenado la copa de vino, deseando ahogar sus remordimientos, y sin saber que contenía en su fondo la venenosa pócima había bebido de un trago la muerte que había preparado para su yerno.
La joven abandonó la estancia compadeciendo a aquella desdichada criatura y subió nuevamente a la alcoba de Felipe que continuaba dormido y sudando copiosamente.
Cualquiera otra mujer en su caso le habría despertado, pero ella no quiso asustarle. Sentóse junto a la cama y con la cabeza entre las manos y los codos sobre las rodillas, permaneció absorta por completo hasta que los rayos del sol, penetrando por la ventana, iluminaron el aposento.
Volvieron a llamar en la puerta; Amina bajó al vestíbulo y, sin abrir, preguntó quién era.
–Se necesita inmediatamente al médico señor Poots -dijo una voz de muchacha.
–Querida Teresa, mi padre está ahora mucho peor que el enfermo en cuyo auxilio vienes a buscarle. Le encontré expirando al subir a llamarle, y creo que no vivirá mucho. Te suplico que avises al padre Leysen en seguida.
–¡Dios me valga! – replicó Teresa-; voy inmediatamente a buscar al párroco, señora Amina.
Felipe había despertado. El dolor de cabeza le había desaparecido y su estado general era satisfactorio. Al advertir que Amina había pasado toda la noche sin dormir, pensó reprenderla; pero ella le enteró de lo ocurrido, y desistió.
–Debes vestirte, Felipe -dijo-, para que me ayudes a levantar el cadáver antes que el párroco llegue. ¡Dios mío! ¿Qué habría sucedido si te hubiera dado los polvos? Pero no hablemos de esto; apresúrate, que no tardará en estar aquí el padre Leysen.
Vanderdecken vistióse en cinco minutos y bajó a la sala. El sol iluminaba el repugnante rostro del difunto, que tenía los puños crispados y cuya lengua sujeta entre los dientes, asomaba por un lado de la boca.
–¡Dios me asista! Esta habitación parece que está maldita. ¿Cuántas escenas de horror se desarrollarán aquí todavía?
–Ninguna -dijo Amina-. Esta, al menos, no lo es, en mi opinión. Ver a mi padre a tu lado con fingido interés, ofreciéndote el vaso que contenía la muerte, era espectáculo horrible que jamás se borrará de mi memoria -añadió estremeciéndose.
–¡Que Dios le perdone, como le perdonamos nosotros! replicó Felipe, cargando con el cadáver para trasladarlo al aposento que había ocupado en vida.
–Hagamos creer, por lo menos, que ha fallecido en su cama y de muerte natural -observó Amina-. Me afligiría mucho el que se descubriera lo ocurrido y que todo el mundo me señalara con el dedo, como la hija de un envenenador. ¡Ah, Felipe!
La joven prorrumpió en amargo llanto, cuando el padre Leysen llamó a la puerta; Felipe, que estaba consolando a su esposa, se apresuró a abrir.
–Buenos días, hijo mío; ¿cómo se encuentra el enfermo?
–Ha dejado de sufrir.
–¿Es posible? – exclamó el sacerdote, en cuyo rostro se reflejó el asombro-. ¿He llegado, entonces, demasiado tarde?
–Ha expirado en una convulsión, casi repentinamente, señor cura -contestó Felipe, dirigiéndose a la habitación mortuoria.
El párroco contempló el cadáver y comprendió que los auxilios espirituales eran inútiles. Luego volvióse hacia Amina, que lloraba amargamente, y dijo:
–Llora, hija mía; llora, porque tienes motivo para ello. La muerte de un padre es la desgracia más grande que puede ocurrir a una hija afectuosa y buena. Pero no te dejes dominar por el dolor; recuerda que tienes otras obligaciones, otras cosas en qué pensar; ¿olvidas a tu esposo?
–No, señor -replicó Amina-; pero necesito llorar. ¡Era mi padre!
–La enfermedad habrá sido muy rápida, porque está vestido. ¿Cuándo se sintió mal?
–Anoche subió a mi habitación -repuso Felipe-, y después de hacerme tomar un medicamento, se despidió de mí. Más tarde vinieron a llamarle para que fuera a visitar a un enfermo, y cuando Amina entró en su habitación para comunicárselo, lo encontró ya gravísimo.
–¿Ha muerto, por consiguiente, casi de repente? No me extraña, porque tenía ya mucha edad. ¿Y estabas tú a su lado cuando murió?
–No, señor -contestó Felipe-. Amina me gritó que bajara en seguida, pero cuando me vestí había ya expirado.
–Tal vez esté en el Cielo. Dime, Amina, ¿ha mostrado deseos de reconciliarse con Dios, antes de morir? Todos sabemos que su devoción no era mucha, y que tampoco cumplía con exactitud las obligaciones de un buen cristiano.
–Hay ocasiones, padre -dijo Amina-, en las que hasta al más santo le es imposible manifestar esos deseos. Mire usted sus manos crispadas y su rostro todavía desfigurado por la agonía; en tal situación, ¿cómo es posible que un enfermo se acuerde de nada?
–Tienes razón, hija mía -contestó el sacerdote-. Arrodíllense y recemos una plegaria por el alma del finado.
Felipe y Amina se arrodillaron y rogaron con fervor, pero, al levantarse, cruzaron una mirada de inteligencia.
–Mandaré que le recen el Oficio de Difuntos y dispondré lo necesario para su entierro -dijo el padre Ley-sen-; pero sería prudente que todos ignoren que ha fallecido sin recibir los auxilios de la religión.
Felipe inclinó la cabeza en señal de asentimiento, y el sacerdote se despidió. Poots había inspirado siempre profunda antipatía en el pueblo; su falta de piedad y de religión, y especialmente su avaricia, le habían creado multitud de enemigos; pero le respetaban, sin embargo, por su reconocida competencia en la medicina. Si se hubiera averiguado que era mahometano, y que había sucumbido víctima del mismo veneno que preparó para su yerno, sin duda alguna le habrían negado la sepultura eclesiástica, y sobre la frente de Amina habría caído un estigma imborrable; pero, como el padre Leysen contestaba a todos tranquilamente que «había tenido buena muerte» se supuso que se arrepentiría a última hora del indiferentismo religioso que demostró durante su vida. Al siguiente día se enterraron sus restos y Felipe y Amina quedaron satisfechos de haber podido evitar el escándalo.
Terminadas las exequias, fue registrada la habitación del difunto. La llave del arca de hierro encontróse en un bolsillo, pera Felipe no quiso examinarla hasta más tarde. Los estantes estaban repletos de cajas y botes de medicinas que se tiraron todas, excepto las que Amina consideró útiles, y que fueron depositadas en otro sitio. En los cajones de la mesa encontraron, entre otras cosas, un sinnúmero de escritos arábigos, que probablemente serían recetas, y en una cajita con un rótulo, también en árabe, vieron los mismos polvos negros que Poots había querido que ingiriese Felipe. Algunos manuscritos encontrados últimamente, revelaron que el viejo se ocupaba en las ciencias ocultas, tan en boga en aquel tiempo; estos documentos fueron quemados todos.
–¡Si los hubiera visto el padre Leysen! – exclamó Amina-. Mira estos papeles impresos, Felipe.
Vanderdecken los examinó; eran acciones de la Compañía de las Indias.
–Son dinero -repuso-; o lo que es lo mismo, ocho acciones de la Compañía, que nos proporcionarán una bonita renta. No creía que tu padre diera tan buen empleo a su capital. Ahora se me ocurre a mí también emplear parte del mío, antes de marcharme, para que sea productivo.
Abrieron, al fin, el arca de hierro, y, a primera vista, supusieron que contendría pocos valores, pues era muy grande y estaba casi vacía; pero en el fondo había treinta o cuarenta taleguitos, repletos de guilders en oro. Además, otras varias cajitas y paquetes encontrados debajo, estaban llenos de diamantes y piedras preciosas. La herencia era muy importante.
–Amina, me traes un dote inesperado -dijo Felipe.
–Así es en efecto. Todas estas joyas las adquirió seguramente mi padre cuando vivíamos en Egipto. Y, sin embargo, ¡cuánta miseria arrastramos hasta llegar aquí! Parece imposible que siendo tan rico, haya intentado envenenarte para apoderarse de lo tuyo. ¡Dios le perdone!
Después de contar el metálico que ascendía a 50.000 guilders, guardáronlos nuevamente en el arca y salieron de la habitación.
–Soy rico -murmuró Felipe-; pero, ¿para qué me sirven las riquezas? Si comprara un buque naufragaría con seguridad. ¿Y es lícito que me embarque con otros, para arrastrarlos a la muerte? Lo ignoro, pero me arrastra el destino y las vidas de los demás están en manos de Dios, que dispone de ellas cuando a bien lo tiene. Emplearé mi dinero en acciones de la Compañía, y si viajo en buqués de su propiedad, y éstos naufragan por encontrarse con el que mi padre capitanea, participaré de las pérdidas y sufriré como los que me acompañen. Debo, además, proporcionar a Amina todas las comodidades posibles.
Felipe varió de modo de vivir. Buscó dos criadas, amuebló con lujo la casa y no omitió gasto alguno para proporcionar a su joven esposa toda suerte de satisfacciones. Escribió a Ámsterdam, y pronto fue dueño de varias acciones de la Compañía. Transcurrieron otros dos meses y una mañana recibió la orden de presentarse en el buque a que le habían destinado. Amina deseaba que viajase como un simple pasajero, y no como oficial; pero Felipe prefirió lo último, para excusar de alguna manera aquella expedición a la India.
–No sé por qué -dijo la víspera de partir-, experimento menos zozobras, que cuando me disponía a embarcar en el Ter Schilling; esta vez no tengo trágicos presentimientos.
–A mí me pasa lo mismo -agregó Amina-. Sin embargo, el mayor desconsuelo para una esposa es vivir separada de su marido.
–Es cierto; pero…
–Comprendo que debes cumplir tu deber, y Que es preciso que te marches.
El día siguiente, partió Vanderdecken y Amina, dando muestras de gran valor, dijo, al verlo alejarse:
–Todos sucumbieron y él se salvó; seguramente volveré a verlo. ¡Hágase la voluntad de Dios!
Llegado Felipe a Ámsterdam, compró varios objetos de utilidad en caso de naufragio, que consideraba seguro, y se embarcó en el Batavia que, amarrado en el puerto, estaba listo para emprender el viaje.