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Historia de Tellina
El Tellina era valenciano, hijo de una vieja muy apañada, blanca, con el pelo de plata, que tenía un puesto —una paraeta— de tellines en el mercado de San Juan. La tellina es una almeja amarillenta y con los bordes morados, sabrosísima guisada con cebolla y tomate. Dos hijos mayores, dos muchachos muy serios, muy honrados y ebanistas de lo mejor, que trabajaban en un taller de la calle San Vicente, frente a la de Troya; los dos casados, con mucha familia y más por delante y, aun ganando buenos jornales, no podían ayudar gran cosa a su madre. El Tellineta era mucho más joven que sus hermanos, bonito, como un niño Jesús, pequeño, muy bien formado, tenía una voz agradable, suave, la sonrisa siempre en los labios; a más de inteligente, listo: una ardilla. Fue niño mimado. Le mandaron, durante unos meses, a la Escuela Moderna, pero no pudo continuar asistiendo a las clases porque cada día, a las cinco de la mañana, tenía que levantar la paraeta de su madre. Fue creciendo al azar del mercado, que no dejaba de ofrecer numerosas oportunidades al mozo. Tendría dieciséis años cuando se enamoró de la hija de una planchadora de la calle de Cuarte, cerca del Tros Alt. Era una jovencilla menuda, de pelo castaño con reflejos dorados, guapa y tierna. La madre, todavía de muy buen ver, se había casado, en segundas nupcias, nadie sabe si muy católicas, con un valiente de los tiempos de Blasco Ibáñez, barbero en la calle de Guillén de Castro, esquina con la de Murillo, frente a las Torres de Cuarte. La planchadora trabajaba de las seis de la mañana a las once de la noche, sobrábale faena porque era notorio su gusto y habilidad para charolar pecheras y lucirse en el plegado fino de las camisas de torero; su hija la ayudaba con maña.
La barbería era pequeña, con batías doradas luciendo al sol, cuando lo había, que era casi todo el día, porque siendo esquina cuando no daba de un lado, pegaba del otro; unos toldos listados de los que se suben y bajan como una visera, protegían las puertas. El Botiquer, que así llamaban al maestro, seguía ejerciendo el oficio que le diera fama, hacía años, entre los gitanos que se acogían al lecho del Turia —caldereros a lo clásico y tratantes de ganado de muy segundas manos— y en las varias timbas abiertas por aquel entonces en Valencia. No engañaba a nadie con su aire de matón, echado para adelante y pidiendo guerra, su gaiato siempre a mano, hecho de rodajas de naipes y con alma de hierro. El Tellineta se le presentó una media mañana, muy apañado, muy bien peinadito, con la raya al lado sacada con tiralíneas y un sombrero de paja en la mano. Corría un airecito tendral, de los de la tarde, un garbí que daba gloria. Sin inmutarse hizo presente el chaval su pretensión amorosa, con todas las de la ley Sonrió el barbero con aire de suficiencia, requirió el bastón sin darle importancia, miró al pretendiente de pies a cabeza antes de dictaminar:
—¿Sabes con quién estás hablando? Para casarse con una hija mía, que aunque no lo es, es como si lo fuera, hay que hacer muchos méritos, jovencito…
No acababa de hablar cuando el Tellina le roció los pies a tiros, que llevaba una pistola escondida en el sombrero. El valiente dio un respingo del diablo, espetó trémulo:
—Casa’t quan vulgues, com vulgues i quan te done la gana —y echó a correr hacia la calle de Cuarte.
No le bastó al Tellina; después de la gestión relatada y sintiéndose ofendido, tal vez, por la reacción primera de su futuro suegrastro, sacó a la muchacha a la brava, llevándosela por las buenas. Se casó con ella meses después, como haciéndole el favor: no lo era, que la quería. Tuvo, además, que mantener a su madre, y diecisiete años sin oficio ni beneficio no eran gran cosa. Una tarde de toros —en la calle de Ruzafa los cafés se habían quedado medio vacíos enseñando las superficies blancas de las mesas de mármol— entró en el café Martí, se dirigió a la derecha donde estaba un hombre de buena catadura rodeado de quince o veinte de bastante peor. Don Rodolfo Lucientes, dueño y señor de las timbas de Valencia, tomaba café rodeado de sus valientes. Se acercó el Tellina, muy suave, muy cordial, muy humilde.
—Don Rodolfo, si es usted tan amable, quisiera decirle dos palabras.
—¿Qué quieres?
—Quisiera hablar con usted solo, un momento.
Don Rodolfo, que es persona amable, se molesta y se levanta:
—¿Qué quieres chavea?
—Tengo necesidad de ganar dinero, para mi madre y para mi mujer. Deme un puesto, le aseguro que no se arrepentirá.
Don Rodolfo sonríe, tal vez con un poco de conmiseración, vuelve la cara y señala su guardia:
—¡Hombre, fíjate!…
El muestrario era para amedrentar a cualquiera, hermosa ralea de caras patibularias, acentuadas adrede. El patrón saca parsimoniosamente su cartera, escoge un billete de diez duros y se lo tienda al Tellina. Éste rechaza la dádiva con un gesto seco:
—Piénselo, don Rodolfo: volveré a la noche.
Don Rodolfo se molesta y mientras el jovenzuelo vuelve a la calle el prócer se sienta y comenta:
—¡Estos chiquillos!…
Los días de la feria los garitos cierran tarde. No es que la timba del Casino Liberal fuese la más importante, pero allí reunía don Rodolfo a los suyos al cerrarse las otras salas de juego. Llegaban los encargados, con la bebida escolta de valientes y rendían cuentas, vaciando el dinero en la mesa central. Poníanse todos a contar y amontonar con meticulosa honradez. Con los últimos entró el Tellina.
—¿Qué don Rodolfo, lo ha pensado bien?
—No nos importunes, muchacho.
—Vostè, i todos eixos que té ací al costat són una mar de fills de puta sense collons.
Y sin esperar a más empezó a pegar tiros, con dos pistolas. La carrera fue en pelo, quien pudo por las puertas, quien por las ventanas que, por ser julio, estaban abiertas con hambre de ventolina. El joven se quedó solo, encendió un cigarrillo y se puso a recoger algunos billetes que habían caído al suelo. Luego hizo montoncitos de a mil pesetas y esperó. Poco, porque ya estaban todos allí, de vuelta con la policía, y la seguridad de que se había largado con el parné. No había tal, que lo vigilaba, colilla terciada.
—Escoge el puesto que quieras.
—No, don Rodolfo: ahora me mandas quinientas pesetas cada día a casa.
El tuteo mató cualquier protesta.
—Buenas noches.
Y se fue, tan tranquilo.