16

Angelita se devanaba los sesos pensando en dónde podía andar Agustín, y con quién, que el recado fue «que cenaba con un amigo». La pobre esquelética tentujaba su abultado vientre mientras le daba vueltas a la idea de que su marido estaba con otra mujer, fuese la que fuese. ¿Cuál? Angelita partía de la base de que era imposible que Agustín la aguantara en su actual estado y de que era necesario que se distrajera con otra. No se revolvía contra su esposo, sino contra la naturaleza que le había hecho tal como se veía, añadida la debilidad que le impedía realizar los menesteres de cualquier ama de casa. A Angelita, católica sin dudas, no se le ocurrió pedirle cuentas al cielo de su triste estado; aunque, eso sí, rezaba para poder aunque sólo fuese andar sin que le dieran aquellas bascas y aquellos desmayos que la acongojaban tan pronto como ponía los pies en tierra.

Llamaron a la puerta; abrió Cristina: era Riquelme.

—Pase usted, doctor.

Tras las preguntas de siempre y como no tuviera prisa el médico, se entretuvo hablando un rato con su enferma. Le era muy simpática, con su resignación a cuestas. Salió a relucir su vida de soltera, si vida se podía llamar aquello.

—No, yo nunca tenía hambre.

El buen natural de Angelita llevó con timidez y recato la conversación hacia lo que la atormentaba sin cesar, día y noche: la triste vida de Agustín, de la que se sentía culpable:

—¿Qué puedo hacer, doctor?

—No preocuparse y procurar comer.

—Yo bien quisiera, pero no puedo.

—Pues tiene que hacerlo, no sólo por usted, sino por la criatura que lleva.

—Pobrecito…

Llegó el marido y el médico se lo llevó a la sala.

—Algo le pasa a tu mujer. Hay cosas que están más allá del poder de uno. Cree que sobra en este mundo. Debes convencerla de lo contrario, es el mejor remedio, y tal vez el único, porque si no reacciona no respondo del resultado del parto.

Agustín se espantó:

—Son figuraciones suyas.

—Desde luego, si no lo fueran sería más sencillo.

—Ella debe imaginarse…

—No. Ella no se imagina nada, a mi modo de ver. Y eso es lo peor. Me da la impresión de que cree que está de más. De que es una molestia para ti.

—¡Qué absurdo!

—A ver qué haces.

—Dame alguna idea.

—Atiéndela, cuídala, no te apartes de su lado.

—Es lo que hago.

—Pues háblale claro.

—¿Cómo hacerlo de algo que no sé lo que es?

—Tú verás… Acuérdate del catecismo…

Volvió Agustín al dormitorio tras despedir al facultativo sin saber qué hacer y sentándose al borde de la cama habló sin tapujos, a su propia sorpresa:

—Acaba de decirme Riquelme que…

—Los médicos no saben nada de nada.

Le tomó Agustín las manos entre las suyas; tras haberle acariciado la frente, siguió:

—No sé qué te figuras, o qué cosas te andan rondando por la cabeza, pero quiero que sepas de una vez que no hay nada en el mundo que yo quiera más que tú, y que nada me importa sino tu salud y la del niño nuestro que tienes ahí.

Angelita se conmovió profundamente y un asomo de rosa le coloreó las mejillas, apretó a lo que más podía las manos de su esposo entre las suyas y empezó a llorar sin sobresaltos. Agustín estaba conmovidísimo, no sólo por la reacción de su mujer, sino por sus propias palabras, que ahora le parecían extraordinarias y que nunca se hubiera atrevido a pronunciar a no ser por la indicación de Riquelme. No reflejaban propiamente la verdad, pero el solo hecho de escuchárselas le convencieron de que así era su sentir.

Durante los días siguientes Angelita mejoró algo y aun pudo sentarse en un sillón durante algunas horas: tenía el cuerpo hecho un acerico de tantas inyecciones con que la lardaba una enfermera, tres veces al día, que aunque doña María se ofreció para ponérselas, como se le dobló la aguja a las primeras de cambio, tuvo que aguantar «ese gasto inútil, pudiendo hacerlo una misma».

Volvió Agustín a dormir en la cama conyugal desde aquel día, cosa que no había hecho desde que las alteraciones continuas de la salud de su mujer le llevaron, él creyó que con sacrificio propio, a echarse en el sofá de la sala, dejando la puerta abierta «por si se ofreciese alguna cosa».

La verdad es que a Angelita se la comían los celos; no se lo confesaba y no diciéndoselo a sí misma tampoco se abrían paso en las conversaciones familiares. No dirigía su fuego —que la abrasaba— contra una personá determinada —lo que tal vez era peor— ni se le ocurría recordar a Remedios, porque sabía que no estaba en Madrid, y, sobre todo, porque Agustín le había contado las cosas de tal manera que su amor no se transparentó. Esos celos impersonales la hundían en la desesperación, unidos a que la pobre mujer no acababa de comprender el por qué Agustín se había casado con ella teniendo a mano tan buenas proporciones como, por ejemplo, la Mueblera. Y como se tenía en tan poco y su desprecio de sí era auténtico, se devanaba los sesos en busca de razones. Una vez pasado el ardor del viaje de bodas, con las horas muertas que le regalaba su estado, buscaba con afán algo que le hiciera entrever la razón de su matrimonio. No podía darse cuenta de que los responsables de ese sentimiento de inferioridad eran sus padres y la vida miserable que le dieron. Acostumbrada a mantenerse más abajo del nivel común de los demás, veía el mundo, y sus habitantes, desde ese ángulo. Todos se le figuraban gigantes fuera del alcance de sus manos y muy lejos de sus escasas fuerzas. Por eso las palabras de su marido le hicieron un bien inmenso y empezó a reponerse rápidamente. Dándose cuenta de ello, Agustín tuvo muy buen cuidado de mimarla y se acostumbró a traerle dulces, bombones y caramelos, que la enferma fue descubriendo como si se tratara de islas desconocidas. Segura del amor de Agustín, sin más razón que esas frases pronunciadas con ardimiento, Angelita empezó a hacer algo que nunca se le había ocurrido: pensar en el porvenir. Hasta aquel momento se había desentendido de la ropita del futuro retoño, pero ya todo se le hizo poco; cortó, cosió, hizo media con dulce constancia, Ardor que casó a las mil maravillas con el de su suegra, que venía ahora a verla más a menudo, así no fueran largas las visitas, por aquello de no poder dejar solas las criadas en la casa, «porque nunca sabía una de qué son capaces». Traía al niño, que era una criatura quieta y que se pasaba casi todo el tiempo durmiendo entre cojines que le acomodaban en el sofá.

Desde que tropezó con Chuliá, el correr de los pensamientos de Agustín se había modificado un tanto. El haber renunciado tan fácilmente a ir a Barcelona le preocupó. Se encaró con su vida y se puso a pensar —sin que se le «ocurriesen ideas», como al inventor— qué le esperaba en los años venideros, al lado de una mujer a la que no quería. Tal vez los hijos… Pero ¿y qué? No tenía ninguna ilusión. ¿Tuvo alguna vez alguna? Sólo se alegraba cuando veía la cándida alegría de su madre cuidando a «su nieto». Un día en que fue a verla, al paso, encontró allí a don Cándido Monterde, cura de la Almudena, paisano de la familia y que Agustín no recordaba haber visto allí desde el día de su primera comunión. Explicó doña Camila que le había hecho venir para darle alguna limosna —que don José María seguía de buenas— y, de paso, encargarle algunas misas por el alma de Remedios. Una vez más sintió remordimientos Agustín por el engaño en que vivía su madre, acrecentados por la idea de que efectivamente buena falta le harían las misas a la condenada si, como era de suponer, no había mentido Chuliá al referir su encuentro con la explanchadora.

Don Cándido era un hombre rechoncho y simpático, bonachón, que había visto muchas cosas y no en balde. Vivía con una hermana suya, seca y coja, al final de la calle Mayor. Podía haber pretendido mayores glorias, pero le bastaba con su parroquia y su biblioteca, que era un buen lector de clásicos y aun se decía que componedor de versos, ya que lo de poeta no sonaba bien en los oídos de quienes le rodeaban. De niño habíale visto Agustín muchas veces, entre otras cosas porque una hermana del cura (q. e. p. d.) había sido muy amiga de doña Camila y no faltaban, por aquel entonces, recados de la una a la otra y algún encarguillo, de Segovia a Madrid, que transmitía con celeridad el bueno de don Cándido.

Encaminó Agustín al sacerdote y se le vino a los labios la historia verdadera del niño.

—Se parece mucho a tu padre.

—Sus razones hay…

En su confidencia, Agustín no fue más allá del nacimiento del chaval. Pero bastó para enfurecer al cura, que conocía muy bien al progenitor.

—No es que quiera hablar mal de tu padre, hijo, pero nunca conoció la vergüenza.

—¿Y piensa usted que convendría decirle la verdad a mi madre?

—No lo sé, hijo; no lo sé. Y no me vengas planteando problemas de conciencia en tiempos tan revueltos. Bastante tengo con tanto tósigo como el que se infiltra por todas partes. No le dejan a uno ni a sol ni a sombra. Este tonto les molerá las almas, como dice Cervantes. ¿Te figuras que venga, como dicen, la República? Y, ¿qué tal andas con tu conciencia? ¿Vas a misa? ¿Comulgas?

Don Cándido pasaba con suma facilidad de un tema a otro, como la cosa más natural del mundo, muy metido como estaba en sus solas preocupaciones. Con lo que cobró fama de descuidado y un poco ido. Él se daba cuenta y no le ponía remedio, dejándose llevar por lo que menos trabajo le costaba.

Agustín le dio a entender que hacía mucho tiempo que no pisaba los umbrales de una iglesia.

—No digo que hagas ostentación de obediencia, pero ejecutar obras por respeto de obedecer, como dice Nieremberg, no le hace daño a nadie. ¿O es que has perdido la fe? Eres incapaz de decirme que sí. Ya os conozco, bailando en la cuerda floja. En el fondo, los que estáis deseando que haya otro mundo sois vosotros, los descreídos. Lo estáis deseando para probarnos que no lo hay o que no es como nosotros nos lo hemos figurado. ¿Qué cara pondrá, os relaméis pensando, el día en que descubran que no hay paraíso o infierno, que todo acaba al morir? ¡Qué chasco! Pero, para que nos lo llevemos, necesitáis que haya «algo», sois nuestros mejores aliados, porque aun aceptando que no hay nada más allá, como queréis…

Agustín esbozó un gesto de protesta.

—O como quieren los que supongo que son tus amigos, ¿quién nos quita el consuelo que da la religión en esta tierra? ¡Eh!, a ver, contéstame…

—Pero si yo no…

—Ten por lo menos valor para afrontar tus convicciones. ¿O es que no las tienes?

No, no las tengo, pensó Agustín.

—Y dime si no tengo razón…

Anduvieron unos pasos en silencio.

—¿Hace mucho que no te confiesas? No es necesario que me lo digas. ¿Por qué no vienes a verme alguna que otra vez?

Agustín se lo prometió. No pensaba hacerlo, y menos desde el momento en que don Cándido no quiso dar su parecer acerca de si debía o no decirle la verdad a su madre.

Demonio de chico y demonio de José María, iba pensando el sacerdote. ¡Qué mundo, Señor, qué mundo! Apretó el paso saboreando ya el placer que iba a proporcionarle una edición de las Morales, de Plutarco, de 1570, traducidas por Diego Gracián de Alderete, que le había enviado su amigo Lucas «a vistas». Lo demás podía esperar.