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Petra se quedó en Madrid y pasó a vivir con Paca. Remedios, Agustín y el niño llegaron a Zaragoza una tarde lluviosa, tomaron el ómnibus del hotel y allí se inscribieron como hermanos. Empezó una vida apacible y tranquila, Agustín iba a las nueve al almacén, volvía a la hora de comer para regresar a las tres a su trabajo; prolongábase éste muchas veces hasta las ocho o las nueve, cenaban, dejaban al niño dormido y se iban a dar una vuelta por las calles de la ciudad, a menos que les llamara la atención una película; se metían entonces en el cine. Despedíanse con un claro «Buenas noches», hasta el mediodía siguiente, ya que Remedios desayunaba en su cuarto.

Los domingos iban a pasear a Torrero. El niño empezaba a hacer sus pinitos. El canal reflejaba pausadamente los árboles y todo era tranquilidad. Agustín miraba a su medio hermano y se preguntaba qué clase de afecto sentía por la criatura. No acababa de poner en limpio sus sentimientos. El niño era fuerte y sonriente, se parecía, sin duda, a su padre. Doña Camila escribía cada semana, haciendo presente su desamparo. A los dos meses de vida ociosa Remedios floreció y apareció hermosa; ahora tenía tiempo —viviendo en el hotel— para arreglarse y no lo desaprovechaba; su entrada en el comedor de la fonda producía siempre algunos volteos de cabeza y aun de espaldas y comentarios de los viajantes de comercio, que formaban lo más de la clientela. Nunca cruzaron una palabra acerca del hecho, un pudor los retenía, pero no por eso dejaban de darse cuenta —uno y otra— del homenaje.

Los piropos ayudando, Remedios empezó a sentir una confianza en sí misma como nunca la tuvo, ni en los tiempos primeros de su noviazgo con José María: ese despertar la hizo feliz.

Un día se acercó a la mesa, que siempre ocupaban, el representante de una casa competidora de la de Agustín y al que conocía de años por mor de los negocios.

Le invitaron a sentarse con ellos.

—No sabía que tuviera una hermana…

—Pues ya ve…

La presencia del niño necesitó de la invención de una viudez no demasiado reciente, por ausencia del luto. A solas se divirtieron inventando quién pudo haber sido el difunto; pusiéronle nombre, por si acaso. ¿Ramírez, Gómez, García? Decidiéronse por García, que no comprometía a nada. Fueron tres meses que se sucedieron sin sentir, sin pensar en el mañana porque sería igual que el pasado. Entonces se presentó Gonzalo Eizaguirre, Eizaguirre IV Gonzalo era hermano del dueño del hotel, pelotari tal como su numeración lo indica y de la catadura necesaria al oficio: treinta años, alto, ancho, frente estrecha, pelo lucido y aplastado a fuerza de brillantina, vasco de Ermua, brazos como troncos, la sonrisa franca y dos hileras de dientes perfectos, que no eran suyos porque un pelotari, que lo tuvo a muerte, le destrozó la boca. Hacía de eso un par de años y no había vuelto a ser, desde entonces, el zaguero que fue. Prácticamente se había retirado de la profesión y estaba a la caza de un negocio seguro en el que colocar sus dineritos —ni pocos, ni muchos— ahorrados en diez años de actuaciones. Vino a Zaragoza, donde su hermano, que le llevaba veinte años, había comprado, hacía poco, el hotel, para ver un garaje que ofrecían, a lo dicho, en buenas condiciones. Vio a Remedios y se prendó de ella y empezó a cortejarla. Era un buen partido —los vascos siempre tuvieron fama de ser buenos maridos—, la salud estaba a la vista, los medios económicos ya vimos que no eran menguados y su inclinación sincera. No era hombre para andarse por las ramas, ni el fingir arreo de sus maneras. Nadie se llamó a engaño y, por si fuera poco, las atenciones que en la mesa se guardaron desde entonces a Remedios y a Agustín y que alcanzaron los lindes de la gula hubieran abierto los ojos al más cegato.

«Es natural —se decía Agustín—, es natural. Tenía que suceder algún día. Y no creo que el buenazo de Gonzalo se vuelva atrás cuando sepa que Remedios es soltera. Con decirle que el padre de la criatura murió, en paz. Es una solución lógica. Queda mi madre: es peliagudo. Puedo decirle que Remedios murió, sería difícil: ella y el niño. O infamar su memoria e inventar que se fue con otro. Quedaré mal parado, pero es lo de menos. Ellos se quedarán a vivir aquí, es difícil que mi madre ponga nunca los pies en Zaragoza, y aun, en ese caso, que tropiece con ellos. Además, la actual separación la habrá preparado. Sí, es lo mejor. ¿Lo mejor?».

Agustín presentía un gran vacío en su vida, se había acostumbrado a tenerlos cerca. Era un descanso y una diversión. Cambiaría lo cotidiano del todo en todo. Pero no tuvo que apelar a ninguna de las soluciones apuntadas: Remedios opuso una resistencia rotunda a las pretensiones matrimoniales del vasco.

—Pero ¿por qué, mujer? Es un buen chico, guapo, fuerte, sano.

—Para ti la perra gorda.

Que todavía le quedaban arranques aprendidos en la calle del Peñón.

—Pero, mujer, alguna razón tendrás.

—No me gusta.

—Pues no eres tú poco difícil.

—No le quiero.

—Eso es otra cosa.

No hablaron más del asunto, pero se cambiaron. Fueron a vivir a casa de don Prudencio. La hija y el yerno habían tenido que emigrar a tierras donde no tuviesen antecedentes. No conoció Agustín la pareja, pero sí descubrió las trampas de Julián Huete, el hijo político, y aun las sacó a luz y tuvo la entereza de echárselas en cara al almacenista. Corrióse la voz, y fue el yerno a Sevilla, donde empezaron a pintarle bastante bien las cosas, que en Zaragoza nadie le ofrecía ya obras y ni había quien le abriese crédito. Don Prudencio pensaba ya en dejar su piso y en buscar otro modesto cuando Agustín le preguntó qué hotel le recomendaba, cogió el viejo la ocasión al vuelo y les propuso su casa; él se iría a donde fuera. Sólo con la condición de que se quedara don Prudencio a vivir con ellos aceptó nuestro hombre.

Tener que pagar una letra y no tener a quién recurrir para hacerla efectiva. Las noches en claro y los días amargos, con el recargo del sueño. Las acideces del estómago que el bicarbonato no alivia más que por contados minutos. El ir y venir de un banco a casa de un amigo, con el peso de las negativas cargadas de antemano sobre los hombros. ¿Para eso había trabajado toda la vida? ¿Para que viniese un cualquiera que, además de su hija, se le llevara la tranquilidad?

Cuando le protestaron la primera letra fue como si se le acabara el mundo, creyó durante largo tiempo que no amanecería. El suicidio se le ofreció como remedio sólo pasajero, que ahí quedaba la firma infamada. Decidió luchar y no pudo. No era el no tener dinero, ni la perspectiva de la pobreza, lo que le tenía en vilo, sino el decir de los que le conocían y la alegría de los competidores, sobre todo de Fita, que había sido encargado de su almacén hasta que se estableció por su cuenta.

Y el dolor de estómago, cruel, persistente, unido indeleblemente a los vencimientos: no tener ni un momento de tranquilidad, no poder pensar un instante en otra cosa, la idea fija en las cuentas, en el monto de las letras, el repasar una y otra vez los libros de contabilidad en busca de alguna factura de un cliente que ya se pudiera descontar, así fuera a ciento veinte días fecha, y no dar con ella. El sudor frío de la seguridad de no poder hacer frente a sus compromisos, y el ardor del estómago, y la falta de sueño.

—¡Trabaje usted toda la vida para esto! —Le decía, desconsolado, a Agustín—. Sea honrado, ¿para qué? Ahí tiene a Soler y Doménech, de Barcelona, que han suspendido pagos tres veces, y tan campantes. ¿Usted conoce a Soler? Tiene automóvil y chófer. A veces llega uno a pensar que la honradez no sirve para nada.

Agustín le consolaba.

—Si no fuese usted honrado, ¿podría vivir? ¿Verdad que no? Lo llevamos en la sangre, don Prudencio, y no hay que darle vueltas.

—Pero ¿usted cree que saldremos adelante?

—Claro que sí.

Vivía el almacenista en un piso de postín, en el paseo de la Independencia, factor, entre muchos, de su actual desdichada situación económica, pero sus hijos aseguraban que tal casa era necesaria para el desenvolvimiento de sus negocios y don Prudencio fue siempre persona fácil de convencer. El patio encristalado, bajo los soportales, lucía portero de uniforme y ascensor eléctrico, y el piso, salones y dormitorios amplios, claros, amueblados, si bien con cursilería, con comodidad para los moradores. La vida de Remedios se complicó un poco con las dos criadas necesarias para mantener, si no el rango, todo limpio, como era su gusto y necesidad de su ser.

El piso que pusieron en Madrid era modesto; el hotel de donde salían mediocre; Remedios ascendía, de pronto, a otra categoría de la vida burguesa que los primeros días le hizo vacilar en sus decisiones más nimias, mas se adaptó rápidamente al cuarto de baño, a las alfombras, al gramófono, a las cortinas, al timbre para llamar a las fámulas. Tenía el señorío natural de cualquier hija del pueblo que sabe guardar encerrados en la trastienda los resabios del toma y daca sin trampantojos, tan frecuentes en la vida libre de hipocresía de mala educación. Llegóse a hablar de la compra de algún sombrero, prenda que nunca había usado.

En el hotel habían vivido separados, veíanse —dejando aparte los domingos— únicamente en el comedor; en la calle de Echegaray la presencia constante de Petra o la visita diaria de doña Camila los mantenía distantes. Ahora fue distinto. Don Prudencio hacía lo posible por no aparecer sino a la hora de dormir y a pesar de las protestas no hubo manera de hacerle comer en casa, sino en casos sonados; se las arregló con su encargado para que éste le trajera comida en una fiambrera —al igual que el dependiente, que vivía en el Arrabal—. Y cenar, no cenaba, bastábale un café con leche, con media tostada, en el café donde se reunía con unos amigos desde hacía cerca de medio siglo. Los cuartos de las criadas, gran novedad en Zaragoza, estaban, a la francesa, en el sexto piso. A las nueve de la noche se quedaban solos, que el niño dormía, según su obligación, y don Prudencio no regresaba nunca antes de las once.