3
Los primeros copos de la noche comenzaron a caer cuando bajábamos por la Calle Ancha y, a la altura de la del Cid, Benito propuso tomar unos vinos en la Viña H.
—Se me quedó la lengua pegajosa con el licor de don Baudilio.
La atmósfera se había templado en ese engañoso espacio que arranca la nevada, como si un aliento vertical soplase los copos desde la boca caliente del firmamento.
En la Viña H cantaban Gildo, Verín, y otros aficionados, el improvisado orfeón que hacía las estaciones desde La Esponja, para aterrizar a última hora en las bodegas del Húmedo, afianzadas las gargantas en la pesada exaltación del cancionero, afinado entre el vino y el humo del caldo de gallina.
Lolines nos puso dos vasos en la barra. El orfeón esparcía su concierto por los aledaños de la estufa.
—Están desentonados —opinó Benito.
—Es que se les juntaron dos furrieles de ahí, del cuartel, que no tienen idea —aclaró Lolines.
—Pues los furrieles mejor echándole una mano al de semana, y más si son malos cantantes.
—¿Picáis sangre o picáis mejillones?
—Lo que se te ocurra.
—Hay un chicharro de primera.
Verín arrancaba un solo sobrevolando el armónico destemplado y Gildo le salía a la caza levantando el vaso en la mano derecha y la boina en la izquierda.
—No está lo suficientemente cocido para esa filigrana —opinó Benito.
—Tiene más voz Gildo.
—Voz sí, pero sentimiento.
Bebí el vino y comí el pincho. El reloj de pared que colgaba sobre el espejo de Anís del Mono a la derecha del mostrador marcaba las nueve.
—Me voy a ir pitando.
—No te embales, Marquines. A otro convido yo.
—Tengo la cena de don Paciano.
—A ésa van clientes poco puntuales. Anda, llénalos, Lolines.
—Colocaron a Isauro.
—Sí, hombre, ¿por qué te extrañas? Concejal más, concejal menos, ¿qué importa?
—¿Tú lo veías tan fácil?
—Hombre, si hay alguien a quien le hayan pisado los pies estos últimos años ese alguien es don Paciano. Pero lo de meter al hijo no estaba mal visto, era buena idea. Otra cosa sería que hubiera querido entrar él.
—No hace mucho lo tenían muy negro.
—Mira, Marquines, ahí el que se bandea es Gabriel Llanos, y ése, te lo digo yo, es un látigo. Todas las teclas que puedan tocarse las habrá tocado. Todas.
—No creo que hubiera muchas fuera del Gobierno Civil.
—El Gobierno, el Ayuntamiento, si el caso es meter el hocico. Tampoco van a tener aplanado a don Paciano toda la vida. En Madrid alguna agarradera le quedaría. Y una cosa te digo, Gabriel lleva un tiempo trabajándose a Mingo Calero.
—Pero Mingo es un chisgarabís que no se toma en serio ni a él mismo.
—Lo que quieras; pero mientras no se demuestre lo contrario, mientras no lo quiten, sigue de Subjefe Provincial del Movimiento y tiene buena mano con el Gobernador. Aunque ande por ahí perdiendo el tiempo en la Deportiva y en la Venatoria y en el Casino.
—El que de veras se maneja con el Gobernador, Beni, es don Higinio. Todo lo que haya que cocer allí pasa por las manos del ladilla. El pacense no mueve un dedo sin consultarle.
—Pero el ladilla no es tonto y a Mingo lo sabe llevar. Si sólo hay que verlos en la tribuna los domingos. Porque, anda, que el ladilla tampoco es forofo ni nada.
—Hombre, bien es lógico que se lleven. Y para lo que da de sí un cachondo mental como Mingo.
—Mira, Marquines, si Gabriel mete el cazo en el Gobierno, y para sacar a Isaurín eso era imprescindible, lo mete con Mingo. Y te voy a decir más: lo mete soltando la badana, con vista y lo que quieras, pero soltando la badana.
—¿Cómo?
Benito bebió un trago y picó un mejillón.
—Yo tengo entendido que don Paciano, por fin, va a contribuir a las obras del estadio. Que va a soltar una pasta gansa, vamos. Y ese detalle lo tiene por Mingo.
—Ya.
—Mingo ha jugado aquí su carta. Isaurín tiene la concejalía de su mano. Y el ladilla y don Sebastián Riello tendrán que tragar.
—Gabriel tenía cartas para jugar contra ellos como hubiera querido.
—Pues lo habrá hecho, no lo dudes, pero con Mingo por el medio. Vamos, de buenas maneras, quiero decir, y por arriba, a lo grande, en plan démonos todos la mano que a la hora de repartir todos queremos que nos toque. Y es que te digo yo una cosa, Marquines, todos son iguales, y a la hora de la verdad se entienden, vaya que si se entienden. Vamos, que a la fuerza ahorcan, y quien más y quien menos lo que de veras mira es por su carro.
—Tendrás razón.
—Llénalos otra vez, Lolines. Pues claro. Y mejor me iría si además de tenerla anduviera más listo. Y lo mismo te digo, que nos pasamos de cazurros.
—¿Más listo?
—En esta vida o te lías la manta o te quedas a verlas. ¿O no?
—¿Qué quieres que te diga?
—Échate cuentas y verás. Yo lo que te digo es que nosotros estando donde estamos algo podíamos atropar.
—Pero hay que ser de otra pasta.
—¿Qué pasta? Tú porque todavía eres joven y no puedes quejarte, pero mírame a mí. Si los chavales no me hubieran salido avispados, que ya ellos se lo saben ganar, ¿crees que siquiera me sobraba para un trago? Cuando me vivía la Lola y estábamos todos juntos llegaba al treinta y uno gracias a la reserva de garbanzos de mi suegra. La suerte de haberme casado con una de Campos. Yo, Marquines, de viudo es cuando empecé a ir económicamente con cierta holgura, ¿no me digas que no es una triste gracia?
—Tampoco es para que lo pintes así.
—Del color más penoso, de veras, y bien sabes que no me gusta tocar la triste. Cuando pude trepar, eso sí es cierto, no me dio la gana, y ahora si quiero ya no puedo. Hacer ascos a lo que te ofrecen por ahí es condenarse a quedar en la orilla del reguero.
—Tampoco es que le vayan ofreciendo a uno el oro y el moro.
—Es que las cosas también hay que saber buscarlas. Y tú que de tonto no tienes un pelo no te quedes pasmado. Igual un día, cuando ya no tenga remedio, le estás dando a otro esta misma doctrina.
—No me amueles, Beni. Y ahora sí que se me hizo tarde.
—Por lo menos te invitan a llenar la barriga.
—Me voy.
—Yo quedo un rato. Voy a decirle a Verín cómo se canta la de Debajo del Molino.
Las luces de Ordoño II manaban un fulgor casi fantasmal en el fondo nocturno que poblaban los copos. El reloj de Santo Domingo se parecía a esas señales de los puertos que indican, hasta donde pueden, la espesura de la nieve acumulada. A la ciudad se le había contagiado un prematuro silencio y no era difícil sentir su abandono.
Vas viendo que, como ella, te quedas más solo que la una, en la intemperie de lo que son sus rincones, a los que amas tanto como aborreces, porque es dura y cruel y hermosa la condenada. Todo en la medida en que tú quieras comprenderla o rehusarla. Ese horadado navío de piedra vieja, tallada al pairo de los siglos como por un cincel de glorias y de miserias. Cascajal de recintos que hieden y perfuman, tan entrañables y tan siniestros. La mansedumbre a que uno se liga por estos lugares habitados en el tiempo hasta no se sabe cuándo, como si al echar a volar la imaginación, bajo la nevada, se quedase uno de faro mortecino en la memoria de esto que fue, y bien lo saben los rancios cronistas, después de espacio libre en las ventiscas y en las primaveras de la más remota antigüedad, campamento de invasores, cuartel y guarida de alzados muros inexpugnables.
Crucé Santo Domingo hacia Padre Isla. De las embocaduras de Ordoño, General Sanjurjo, Ramón y Cajal e Independencia, llegaba a la Plaza el lento aluvión de esas plumas frías que una brisa quieta arrastra insegura, como con una rara intención musical, apenas murmullo de monodia gélida, tan delicada y misteriosa y solemne, en la noche que se va transformando con su cobertura frágil y perenne, igual que pudo suceder en tantos siglos. La misma nieve como las mismas aguas del mismo río, la misma monodia, la misma brisa, nada convierte más a mi noble y odioso y bello recinto en un lugar de encantadas transparencias, sutiles y horrorosas y llenas de peligros para la vana lírica que uno despacha con la necesidad del que vomita, revuelto y perdedor, que esa inquietante paz de la nieve que nos cae como una imposible purificación.
Llegué al Aperitivo entre los primeros. Ursicino Lesmes y Mariano Olmedilla departían con Lebrija, el director de «Afán», y con Carolo, el dueño del restaurante, en la pequeña antesala del comedor.
—Marquines, que te sofoca la nieve.
—Está empezando a caer de veras.
Un camarero se llevó mi abrigo y ante el espejo más cercano me arreglé la cresta. Lebrija me palmeó la espalda con esa camaradería montaraz que sólo se aprende en el Frente de Juventudes.
—¿Cuándo cuelgas a los del bonete y te vienes con nosotros?
—Con «Afán» y el «Vespertino», ni chicha, ni pan, ni vino. ¿Salir de Málaga para meterme en Malagón?
—A Parra le iría mejor la radio —dijo Mariano.
—Si tuviera el pico de oro como tú.
—Con la pluma te basta. ¿Ya viste el fichaje que hicimos?
—No.
—Una nena de Valladolid, bandera. Y con la boca de locutora de verdad. De la escuela de Boby.
—Pues algo así os hacía falta en el «Vespertino» —apuntó Lebrija—. Alguna falda que no sea la de don Baudilio.
Carolo y Ursicino se movían por el comedor.
—¿No hay modo de ir tomando una copita? —preguntó Mariano.
—Pasar a la barra y pedir allí —contestó Carolo.
Cayetano y Lorenzo Arias, el director de radio falange, entraban sacudiéndose la nieve. Ursicino se apresuró a cogerles los abrigos.
—Una noche para empalmarla, ¿eh? —dijo Lorenzo.
—Hombre, Lebrija, dichosos los ojos —saludó Cayetano—. Con lo poco que nos vemos ya ni parecemos colegas.
—Ya. Antes, con las comidas de la Asociación, la ocasión la pintaban calva, pero ahora estamos como reñidos los profesionales.
—No, no, eso sí que no. Competencia la que se quiera, pero compañeros y caballeros por encima de todo.
—Y es que también llevamos una temporada poco lucida.
—Eso sí que es verdad —opinó Lorenzo—. Hay que ir a por la noticia como el cazador tras la liebre. ¿Cuánto tiempo hace que no nos vemos en un banquete oficial o en algo así, señalado, como hoy?
—Mira, lo de hoy es que es histórico —advirtió Lebrija bajando la voz y concitando nuestra atención en un corro más cerrado—. Don Paciano vuelve a la superficie como esos submarinos alemanes que se daban por perdidos.
—El abrazo de Vergara —ilustró Olmedilla.
—Una cena que no hace ni un mes a todos nos hubiera parecido la broma del siglo.
—Yo me alegro infinito —confesó Cayetano—. A un hombre así no se le puede tener relegado. No estamos precisamente sobrados de empresarios.
—La pena es que Isaurín no da la talla, no nos engañemos —aventuró Lorenzo.
—¿Qué talla ni que ocho cuartos? —replicó Cayetano—. Con su padre y Gabriel detrás ya tiene de sobra. Anda, que échale una ojeada al coro de concejales y mira los que renuevan con él. Dintín, Basilio Perera, el Boni, una colección de cromos.
—Como bien dice Manolo Pistolo —informó Olmedilla imitándole—, para la contemplación, de borregos y cencerros, ya no hay que subir los cerros, mirar la Corporación.
—Oye, ahora que lo mentas —dijo Lebrija—. A ese Pistolo vais a tener que pararle los pies. El otro día se enzarzó con Oliva, que estaba vendiendo «Afán» en el Cantábrico y le hizo una de vergüenza.
—Cuando le dan los esparabanes hay que dejarlo.
—De dejarlo nada, estaría bonito. El pobre Oliva lo que pasa es que la sangre no le riega toda la pelota y así se deja gastarlas el desgraciado.
—¿Pero qué le hizo?
—Una de esas bromas siniestras de Pistolo. Le quitó cinco ejemplares sin que el otro se diera cuenta, embadurnó las páginas centrales en el retrete y se los volvió a poner sin que se enterase. El primer cliente picó allí mismo, en el Cantábrico, y ya os lo podéis imaginar.
—Si es que son así de faltosos.
—Eso es ya una cosa de mala fe, Cayetano. Al menos para el periódico un respeto, digo yo. Luego se agarraron y Oliva salió con un ojo morado.
—Bueno, bueno, lo llamaré al orden —remató Cayetano contemporizador.
—Ya llegan —nos anunció Ursicino cuando Mariano Olmedilla se disponía a conducirnos a la barra para tomar una copa.
Carolo salió tras él y dos camareros sujetaron las hojas de la puerta del vestíbulo.
—¿No me digas que traen al pacense? —preguntó Lorenzo.
—Traerlo no, pero del Gobierno vienen.
—Vivir para verlo. Después de tantos cortes de manga don Paciano pisa las alfombras oficiales.
Mingo Calero cogía del brazo a don Paciano, en cuyo rostro estallaba la sonrisa del campeón en la meta, apenas limada por un raro barniz de la piel, como si las abundancias congestivas se hubiesen aflojado en un desmayado color.
La pletórica presencia de Mingo desahuciaba todavía más al anfitrión, en ese efecto comparativo: el bigotillo reluciente, la generosa salpicadura de colonia abrumando su entorno.
—Señores, perdonen que les hallamos hecho esperar un poco —se disculpó don Paciano—. Nos entretuvimos más de la cuenta con don Salustiano en el Gobierno.
—Pero rápido nos desquitaremos —advirtió Mingo—. Aquí don Paciano anda el hombre un poco desinflado y conviene repostar en seguida.
—El ajetreo y las emociones —confesó el anfitrión.
Tras ellos Isauro y don Higinio Peralta se acercaban como tímidos raposos. Isauro constreñido con el gesto de quien se ve en un embarque superior a sus fuerzas, la sonrisa lela que parecía agrandar la verruga de su labio inferior. Y el ladilla con la mirada de visera, el recelo del taimado conspirador, que disimula con poca confianza de no ser descubierto.
—Parra, qué gusto verle —me dijo don Paciano—. A Gabriel le encargué muy mucho que usted no nos faltara.
—¿Podemos o no podemos dar un viva al nuevo concejal? —preguntó eufórico Mariano Olmedilla después de abrazar a Isauro.
—Podemos —dijo Mingo—, pero bajín, hasta que la Junta proclame.
Isauro se vio vapuleado, como esos corderos que pasan por distintas manos que acarician sus lomos para ver si dan el peso.
Ursicino y Carolo nos iban indicando que pasásemos al comedor.
—Vamos a servirles unos aperitivos y sentados estarán ustedes mucho más cómodos —se explicaba Carolo.
—Parra, Parra —me dijo Mingo guiñando el ojo—, ¿cuándo vamos a ir tú y yo a echar una?
—Cuando quieras.
—Ya me tienes tú que ilustrar, bribón, que seguro que estás al día.
—Tan en ayunas como cualquiera.
—Y yo que me lo creo.
Gabriel Llanos entró en el comedor con don Sebastián Riello.
—Hombre, por fin —dijo don Paciano adelantándose a saludar al concejal del Matadero.
Por unos segundos las conversaciones quedaron heladas, como si la curiosidad de ver a los enemigos estrechándose la mano en público superase cualquier otra atención.
—Buenas noches a todos —saludó don Sebastián con una voz cavernosa, averiada por millones de farias y orujo mañanero.
Un mutuo palmeteo en las espaldas de cara al respetable coronó el encuentro, que Gabriel parecía dispuesto a celebrar con un aplauso.
—Así da gusto ver a la gente de bien —dijo Mingo Calero con acento rotundo, como el predicador que concluye la encendida homilía.
El respetable se arrancó en ese momento con un aplauso.
—Gracias, gracias a todos —dijo don Paciano—. Riello y yo, contra lo que se quiera, somos, antes que nada, de la misma quinta. ¿Verdad, Sebastián?
—De la misma —confirmó el concejal moviendo la cabeza como un becerro.
—Y más os voy a decir. Batimos el mismo cobre en parte de la contienda, y en un sitio bien duro de pelar, en Belchite.
—Allí mismo, sí señor.
—Pero, hala, que ya estamos todos y Carolo si no nos sentamos se pone nervioso. Tú, Sebastián, vente aquí, uno a cada lado de Mingo, presidiendo.
—No, no, a mí no me hagáis presidir —se quejó Mingo—. Yo ya sabéis que me gusta más el mogollón.
—No te libras —dijo Gabriel.
—Venga, venga, señores, vayan sentándose.
Mingo tomó asiento con don Paciano y don Sebastián abriendo fila a ambos lados.
—Quien de veras preside es Isauro —dijo Mingo—. Aquí todos estamos a las órdenes del concejal novato.
Me senté el último, junto al concejal novato, enfrente de Ursicino que apenas paraba supervisando la acción de Carolo y los camareros.
A mi derecha Gabriel Llanos palmeaba a Lebrija y le reía una gracia al ladilla. La euforia de Gabriel se multiplicaba en todos los frentes.
Las fuentes de ostras poblaron la mesa servidas en bandejas de plata, mientras el vino blanco llenaba generoso las copas.
—Parra, Parra, capullo —me dijo Gabriel colocándose la servilleta como una corbata monstruosa—. ¿Qué te cuentas?
—Poco.
—Te veo apalominado. Venga, levanta el ánimo. ¿Ya felicitaste a Isauro?
El concejal novato ensayó una sonrisa de compromiso mientras devoraba la primera ostra.
—Ya le felicité.
—Ves como todo salió a pedir de boca. ¿Lo ves?
Me dio un golpe con el codo.
—Pues, nada, señores —dijo Mingo alzando la voz y relamiéndose al tiempo que reclamaba la atención—. Reconozcamos que da gusto verse así, confraternizando en tan buena compañía, y que las ostras están superiores.
—Una deuda de amistad tenemos nosotros —comenzó a decir don Paciano con la voz impostada— aquí con el amigo Mingo Calero. Y aunque no sea de ley andar con discursos en los entremeses, yo quiero decir algo.
—Hombre, don Paciano, no se me ponga así tan serio.
—Que sí, Mingo, que sí, que es grande la deuda. Y digo nosotros y digo la gente mía, mi hijo, todos. Yo bien sabéis que aquí llevo invertida media vida y que en esta tierra estoy como el primero que más la quiere. Es de bien nacidos saber agradecer.
—Como el que silba, don Paciano, de verdad. Yo apenas hice de árbitro casero. Y mire, con su permiso, voy a aprovechar la ocasión para brindar por la Deportiva. Que si el domingo le damos al Osasuna.
—No sé yo —dijo Lebrija—. El esguince de Flechilla no me gusta un pelo. Sin un medio así a mí, de veras, se me pone la carne de gallina.
—No es nada. Ya lo vio esta tarde el doctor Viñuela. Linimento y a correr.
—Mucho te envidio la afición que tienes, Mingo —continuó don Paciano—. Es un mérito y un detalle, que pocos habrán bregado como tú por la Deportiva.
—La afición es mucha y está repartida, no se crea —apuntó don Higinio succionando una ostra.
—Sólo hay que ir al campo y verla rugir —dijo Lebrija—. Y es que tenemos equipo para primera. Fichando un extremo, que Pepín, todo hay que decirlo, ya no las huele, y un defensa central, y dándole tiempo a Tino, que todavía anda algo verde.
—Pues eso es lo que da gusto —dijo don Paciano—. Que luego son los colores de la patria chica los que se llevan por ahí, y no hay cosa que dé más honor.
—Yo se lo tengo dicho a Barrientos —señaló Mingo—. Con el nuevo estadio hay que hacer una campaña de socios mayor que las de los capuchinos en misiones. Y, claro, a volcarse en la plantilla.
—Pero Barrientos es un alcornoque, Mingo, no te engañes —apuntó Lorenzo Arias.
—Igual, pero pecha con lo que sea.
—Hombre, en tanto el material de construcción del estadio salga de su almacén.
Los centollos habían sustituido a las ostras.
—Parra, que no te veo beber —me dijo Gabriel.
—Pues es lo único que estoy haciendo.
—Ahora con Isauro dentro vamos a tener que seguir hablando, ¿eh?
—¿Todavía?
—Para hacerle una buena cama.
—Don Sebastián os echará una mano.
—¿Ese? Lo mejor es haberle visto tragar quina.
Don Paciano cortaba un inicio de discusión.
—Bueno, bueno, señores, que tampoco vale la pena ponerse así.
—Y era don Paciano el que iba a hablar —advirtió Cayetano, que trabajaba con dificultad su centollo.
—No sé qué veneno tiene el fútbol —dijo don Sebastián—. A mí me aburre más que la misa.
—La pasión que se le echa.
Cayetano golpeó su copa con el tenedor.
—Le escuchamos, don Paciano.
—Gracias, pero mira, ahora me parece que se me fue el santo al cielo.
—Entonces hay que beber para que baje.
—Le estabas dorando la píldora aquí a Mingo —dijo don Sebastián señalando con la mano al Subjefe Provincial del Movimiento.
—Pues a lo mejor tú también tenías que decir algo.
—A mí déjame de discursos que, además, yo soy de los que creen en aquel refrán que dice que oveja que mucho bala bocao que pierde. Y los centollos están superiores.
—Yo con permiso de don Paciano, y aprovechando que se le ha ido el santo al cielo —dijo Mariano Olmedilla—, voy a contar una divertida y triste historia, que dentro de unos días puede ser la comidilla de toda la ciudad, pero que hasta el momento anda en boca de muy pocos.
—Oye —le dijo Lebrija—, yo no sé qué pasa, pero en radio falange siempre tenéis la exclusiva de los chismes.
—Lo que llevamos andado —certificó Lorenzo Arias satisfecho.
—Lo único que pido —siguió Mariano—, es que ustedes me la sepan guardar con la adecuada discreción.
—Ya —apostilló Ursicino—, que no se la casquemos a nadie a excepción de la parienta.
—Eso los que tengáis parienta —le salió al paso Mingo—. Que los hay aquí que sólo tenemos derechos y no deberes, ¿verdad, Marquines?
—Un día u otro caeréis —vaticinó Gabriel.
—Habló el último de Filipinas —le respondió Mingo—. Tú Gabrielín, no puedes decir nada sin que se te caiga la cara de vergüenza. Tanto aguantar en la peña de los solteros y de un capotazo al fondo. Eres el peor ejemplo de esta urbe. Mira a Marquines y mírame a mí. Dos perchas.
—Mingo, Mingo, que tú vas para carcamal por mucho que lo disimules.
—Tengo todavía muy largo el tiro. Y si lo dices porque me platean las sienes, vas errado. Y a las gachises les gustan estas entradas más que a los pájaros el alpiste. Al menos a las que yo me llevo al picadero. De las Hijas de María no hablo porque no gasto.
—Si aquí supieran de lo que gastas. Y a Marquines ya lo ves —me señaló Gabriel—. Más hundido en la miseria que don Rufino el día que se le quemaron los tejidos y novedades.
—Marquines está hecho un gallo.
—Sin plumas.
—Oye, ¿por qué no dejáis que Mariano nos cuente el chisme? —intervino Lebrija.
—Venga, venga.
Los camareros retiraban los escombros y renovaban los platos.
Entre los rostros que se adelantaban hacia el locutor se podía distinguir ya el satinado brillo de la libación.
Sólo don Paciano destacaba con su aspecto más lívido, terroso, el centollo casi intacto en su plato y la mano rechazando el movimiento de un camarero que intentaba volver a llenarle la copa.
—Bueno —dijo Olmedilla reduciendo la voz hasta ese tono de las confidencias amorosas en los seriales radiofónicos—. Supongo que todos conocéis a don Abilio, el vinatero, que ahora es vicepresidente del Recreo.
—Padre de tres hijas de las que nos llevaría mucho tiempo cantar aquí las excelencias —señaló Mingo.
—Exacto. Laudelina, Anita y Mavela.
—No caigo —dijo Cayetano.
—Sí, hombre, el de Bodega Galván —le aclaró Lorenzo.
—Estoy tonto —reconoció Cayetano—, si es el vino que bebemos en casa.
—Laudelina, la mayor, se casó hará dos años con un chico de La Garandilla que era facultativo de minas —informó Ursicino.
—Bueno, las que son pura mantequilla son las pequeñas —afirmó Mingo—. Una de ellas, no sé cuál, las dos tienen unas cachas mortales, fue reina de los juegos florales en el Recreo hará dos o tres años, cuando aquel poeta de Palencia se rompió la pata al caer del escenario, que decían que se había dormido. Seguro que os acordáis.
—Esa es Anita —dijo Mariano—. Y la triste historia es que ambas, fijaros bien lo que digo, ambas —acentuó mostrando dos dedos de la mano derecha—, quedaron embarazadas por las mismas calendas, que diría el latino. Y, a lo que parece y por lo que os voy a decir, del mismo bigardo. Ya podéis tocar madera.
—¿Pero no decís que están solteras? —preguntó Cayetano.
—Hombre, Cayetano, por Dios —le dijo Mingo—, que para echar un cohete no hay que pasar por la vicaría, ni siquiera hace falta estar bautizado.
—Bueno, yo me refería a que se me hace raro.
—Pero, vamos a ver, ¿cómo es eso de que las dos se quedaron embarazadas? —inquirió Lebrija.
—Mismamente así.
—Es demasiada casualidad.
—Espera. La semana pasada parieron ambas dos —continuó Olmedilla volviendo a alzar los dedos—. Y agarraros porque aquí viene la bomba. Dos negritos.
Ursicino se atragantó y dejó caer la copa al suelo.
—¿Negritos?
—Negritos.
—¿Quieres decir morenos?
—Quiero decir negros. Negros del África salvaje, vamos, como el betún.
—¿Pero qué historia es esa?
—Los negritos de San Mames los van a llamar, porque el mote del barrio no se lo quitan.
—¿No será que al nacer los bañaron en el Bernesga?
—A lo mejor.
—Pero Mariano, ¿te estás quedando con nosotros o qué?
—Si no es verdad que me muera aquí mismo.
—¿Pero cuándo se ha visto por aquí un negro?
—Lo que sí es cierto —aseguró Mingo— es que las noches en San Mamés son muy oscuras, sobre todo por aquel senderín de los praos.
—Tomarlo a cachondeo, pero ya veréis cómo corre la noticia.
—¿Y las dos lo mismo? —preguntó Cayetano.
—Hostia —dijo Ursicino—, igual fue el negro que tenía el alma blanca, el de la película. Que las pilló en el Alfageme.
—O don Abilio las llevó de safari.
—O que se las tiró algún listo en las carboneras del Recreo. Que hay cosas que dejan huella.
—Mira, Mariano, eso no queda más remedio que verlo para creerlo. ¿Quién os lo contó? Porque en el Gobierno no se sabe nada de tamaña efeméride, ¿verdad, don Higinio?
—Una chica que trabaja en la emisora y es vecina de ellas. Al barrio ya ha trascendido.
—Bueno —dijo Gabriel—, la verdad o la mentira ya se decantará. Y si es así, como dice Mariano, eso demuestra que somos internacionales.
La lubina y los langostinos habían acampado en las enormes fuentes y eran alabadas por Carolo que vigilaba para que no hubiese sobre la mesa ninguna botella vacía.
El vino blanco, en su punto de temperatura, comenzaba a bullir con ese efecto de exaltada liberación entre los comensales, un rumor de conversaciones cada vez más altas, y la disimulada apertura de los cuellos de las camisas, que los dogales de las corbatas anudaban en exceso.
—Atender aquí —pidió Mingo Calero—, que don Sebastián está contando una.
—No pasa de anécdota —se disculpó el concejal que vaciaba la copa de un trago.
—Es muy buena —decía don Paciano, la voz lastrada de una rara soñolencia.
El concejal del Matadero se quedó mirando la copa, que inmediatamente habían vuelto a llenarle, cabeceó hacia los lados y alzó la vista complacido.
El ojo de cristal brillaba en su rostro y casi inconscientemente yo miré el rostro de Cayetano en el que también brillaba el ojo de cristal, como si dos faros muertos hubiesen resucitado en una vaga hermandad. Por un instante me di cuenta de que los dos tuertos se contemplaban con una mutua complicidad de asombro o de admiración.
—Les contaba aquí a Mingo y a Paciano un robo que descubrimos hace unos meses en el Matadero, una de esas pillerías, que la gente ya ni sabe lo que inventarse para afalampar con lo que sea.
—El hambre, que tienta más que la carne —opinó Mingo devorando un langostino.
—Bueno, de carne se trata también —aclaró don Sebastián—. En el Matadero hay que andar con ojo porque allí no todos son trigo limpio. En toda olla sale el garbanzo negro. La tentación de meterse un filete en el bolso o en la faltriquera le puede dar a uno, y si sólo es eso, pues tampoco vamos a fusilarlo. Yo ya llevo repartidos allí los correspondientes sopapos, y quienes los recibieron van como velas y ni se les ocurrió volver a picar.
—No en vano tienes fama de agarrar bien la vara —le dijo Mingo.
—Y esa fama no la discuto. La de rebuznar en los Plenos, sí, pero esa no.
La concurrencia le rio la gracia.
—A lo que iba. Un celador y un vigilante, que son de los que mejor olfato tienen, me alertaron de que alguien echaba mano un día con otro a algunas tajadas. Estrechamos la inspección y nadie se iba del trabajo sin pasar revista y uno podía jurar que nadie sacaba nada. Por más que quisieras, allí todo el mundo se iba limpio. Yo llegué a pensar que éstos se habían equivocado o querían hacer méritos conmigo pasándose de la raya. El caso es que les di carta blanca, porque también andaba yo con la mosca detrás de la oreja al verlos tan encelados. Y sí, al cabo de dos semanas descubrieron el pastel.
—Los ladrones le echaban imaginación.
—Se la echaban. El mayor disgusto fue que los culpables eran dos mondongueros y un repartidor de los que llevan las reses a las tablajerías, que había contratado yo, recomendados por un primo de mi mujer, de su pueblo.
—¿No se llevarían la carne volando?
—Casi. Cogían las tajadas y en un descuido las tiraban por los albañales. En el colector se apostaban sus mujeres y allí ellas las pescaban y al saco.
—Hay que andar lampando para que a uno se le ocurra eso —dijo Lorenzo—. Porque, anda, que las tajadas llegarían guapas.
—Las paisanas allí cayeron con las manos en la masa, y a ellos me los cogí por el cogote y a patadas hasta el cuartelillo. Para echar a pacer las recomendaciones de la familia, ¿eh, Paciano?
—Cuando no hay vergüenza —dijo el anfitrión en un susurro.
Variaban las salsas sobre la lubina como si cada cual se hubiese hecho promesa de probarlo todo, y al disimulado gesto de liberación de las corbatas sucedía el de los cinturones, uno o dos ojales para la holgada comodidad que la cena iba pidiendo, habida cuenta de que el aroma sustancioso del lechazo, asado en las doradas perigüelas con una ciencia exacta de tomillos y cebollas, llegaba como esas emanaciones pecaminosas que deciden la caída de los virtuosos en las estampas del santoral.
La línea de comensales a mi derecha parecía haberse acoplado a un mismo ritmo, momentáneamente aislados de la conversación general que dirigía Mingo.
Gabriel, Lebrija, don Higinio y don Sebastián, pasaban de la copa al tenedor como si sus manos volasen bajo una muda melodía. A mi izquierda Isauro, dando frente a la locuacidad del Subjefe Provincial del Movimiento, que de cuando en cuando alzaba la copa dirigiéndose a él, permanecía con la sonrisa engarrotada, tocado por el vino con esa pesadez interna que limita los gestos.
En la línea de enfrente, Ursicino contenía sin mucha reserva los eructos, se le había vuelto a caer media copa en las solapas y una cucharada de vinagreta en la manga, y daba banales instrucciones a Carolo.
Mariano Olmedilla devoraba la docena de langostinos mojándolos directamente en las distintas salsas. Cayetano y Lorenzo comenzaban a derivar en estridentes carcajadas ante las gracias de Mingo, visiblemente tocados, con esa artificial euforia de los bebedores accidentales.
Y don Paciano era ya como un leño en su esquina, hundida la cabeza, las manos reposadas sobre el mantel, los ojos semicerrados, apenas volviendo el cuello con dificultad hacia Mingo, en un estado que me hacía difícil calibrar si de beatífico abatimiento o disimulada indisposición.
La llegada del lechazo motivó cierta conmoción y un despegue de comentarios dirigidos a elevarse mutuamente los ánimos, esa coartada que apenas ilustra una artificial regla de urbanidad y que la avidez y la satisfacción desmiente en los ojos de los comensales.
El vino tinto abría nuevos regueros de placer en la mesa.
—Por Dios, Carolo —dijo Mingo chasqueando la lengua después de probarlo—. ¿Qué virguería es ésta?
—Berciano de diez años. La mejor cosecha que se recuerda en Cacabelos.
—Oye, pues me tienes que conseguir una docenita de botellas.
Por unos instantes el silencio acompañó la libación y las copas se alzaron en las manos inseguras para distinguir al trasluz el misterioso color del vino.
—A don Salustiano también iba a gustarle —observó el ladilla—. Según es él para los vinos.
Gabriel Llanos le hizo una seña a Carolo, que vino en seguida a nuestro lado.
—Mandas dos cajas a Mingo y otras dos al Gobierno —le ordenó.
—No sé si va a haber tantas.
—Las pintas.
—Vale, vale.
—El otro día —siguió don Higinio— tuvimos una reunión en el Gobierno con los alcaldes de La Serena. Andan con las traídas de aguas y ni en un pueblo ni en otro se entienden. Don Salustiano quería leerles la cartilla.
—Buena falta les hará.
—Los peores son los de Olmerín y La Raya que, además, son primos carnales. Un par de tarugos que no pueden ni verse y que al comandante del puesto lo tienen hasta el moño. Don Salustiano los mandó quedarse cuando acabó la reunión. Me había dicho: a esos dos voy a tirarles de las orejas.
—Tienen un lío familiar, de partijas —aclaró Mingo—. Y ahora con eso de las traídas, que los vecindarios están soliviantados, encuentran más ocasiones para buscarse las pulgas.
—Se disputan las fuentes, que si están en un término que si en el otro. Y las zanjas que unos hacen los otros se las tapan por las noches. La caraba.
—Los trapos familiares llevados a la cosa municipal, como decía Lino, el secretario del Ayuntamiento de Tejeras, que pilló un día al alcalde vendimiándose a la cuñada mismamente en el salón de sesiones —contó Mingo.
—Pues nada —siguió el ladilla—, se quedan allí en el despacho los dos y don Salustiano se pone a echarles un sermón de categoría. Yo me salgo con mis papeles y al rato una de las secretarias que me viene toda asustada a decirme que debe estar pasando algo raro allí dentro. Vuelvo al despacho y no veáis el espectáculo. El de Olmerín y el de La Raya a guantazo limpio, hinchándose los morros. Y don Salustiano allí sentado, tan tranquilo, viéndolos untarse. Me mandó cerrar la puerta y quedarme sin decir nada. Estarían como un cuarto de hora más zurrándose. Luego don Salustiano siguió con el sermón y los echó del despacho. A la primera que oiga, les advirtió, a la más pequeña, os suspendo la alcaldía. Y cuando ya no podáis más, cuando tengáis tantas ganas de atizaros que ya no podáis aguantar, cogéis el coche de línea, venís aquí, y os seguís rompiendo la crisma en este despacho. Eso si antes no se os cae la cara de vergüenza.
—Hay que ver el pacense —comentó Olmedilla.
—Un sistema para patentar —opinó Mingo—. Y es que don Salustiano tiene su gas, no creáis que no.
—Escondido pero lo tiene —confirmó el ladilla.
—Oye, Marquines —me dijo Gabriel dándome ligeramente con el codo—. Después de acabar aquí había pensado que podíamos seguirla en algún sitio agradable. ¿Qué dices?
—¿Dónde?
—Hombre, no en el Yucatán, que está ahí demasiado a mano. Podíamos ir al Caribe. Ursicino da antes un toque y ya dirá el Pipa cómo está aquello. Si lo cerramos, Mingo se apunta seguro.
—No está la noche muy allá.
—No seas cenizo. Cuando el personal sobrante levante el vuelo nos la organizamos. Ya hablaré yo luego con Mingo.
A Lebrija le había resbalado la copa entre los dedos y el vino se derramó en el mantel. Mariano Olmedilla acababa de contar un chiste que todos celebraban con estruendosas carcajadas.
—Eso me recuerda —dijo Lebrija— a un compañero que tuve yo en el periódico en Orense, casi recién terminada la guerra, un tipo extravagante al que llamábamos Polilla porque siempre iba con la misma americana llena de agujeros. Y decía que eran de balas, que la americana había pertenecido a un hermano suyo fusilado por los rojos, y él había hecho promesa de llevarla tres años, igual que si fuera un hábito de penitente, pues los rojos a quien habían querido fusilar era a él, que eran hermanos gemelos.
—Un tío macabro, no me digas —opinó Ursicino.
—Como aquel Tarsicio, el de Modas Coimbra, de la calle de Azabachería, que se quedó viudo a los quince días de casarse y dicen que desde entonces en vez de calzoncillos usaba las bragas de su mujer —contó Gabriel.
—Eso es que se le averió el tanque —opinó Mingo.
—Coño, como cuando las chavalas iban a confesarse con don Jesusín y las metía mano.
—Infundios —aclaró Cayetano un tanto excitado—. Don Jesusín era un santo varón, esas fueron cosas de lenguas mendaces.
—Mira, Cayetano —dijo Gabriel—, tuve yo una novia que me lo confirmó, vamos, que lo sabía por propia experiencia, y no hablo por hablar.
—¿Y qué técnica iba a emplear el pobre don Jesusín —preguntó Mingo— para actuar desde dentro del confesionario? Si esos trastos son igual que quioscos.
—La técnica de la trampilla —aclaró Gabriel guiñando el ojo—. Una trampilla en la zona bajera por donde sacar los dedos codiciosos.
—Qué infundio —repitió Cayetano indignado.
Me había ido olvidando del lechazo, que llegaba a producirme cierta rareza en el estómago, acaso ante el espectáculo excesivo de los comensales, expertos devoradores capaces de mondar los huesecillos con pericia de canes, y me dedicaba en exclusiva al delicioso vino tinto, que iba afianzando en mi paladar un sabor de uvas añejas.
La intensidad etílica podía medirse en las miradas, en el alterado compadreo que procuraba alrededor de la mesa una especie de vaivén, como el que mueve las barcas amarradas en el puerto.
Carolo pidió permiso al cabo de un rato para retirar las perigüelas, saboteadas hasta el límite de la salsa y las cebollas, y anunció los postres preguntando si deseábamos seguir con el vino o pasarnos ya al champán.
—El vino ni se te ocurra quitarlo —le dijo Mingo.
—Tú trae y no preguntes —le ordenó Ursicino—. Aquí que cada cual decida, pero faltar que no falte.
Tres tartas rebozadas en un merengue salpicado de guindas en almíbar quedaron en fila sobre la mesa. Hojaldres, pastas y yemas, distribuidos en pequeñas bandejas, cubrieron los espacios libres ante los ojos golosos.
Ajena al conjunto alborozado que ramoneaba en los dulces con esa dedicación viciosa con que pecan los que no pueden desterrar la conciencia del pecado, observé la figura cada vez más postrada de don Paciano Abascal, y tuve el certero presentimiento de su ruina.
Apenas unos segundos que nadie debió compartir, como si la maza que fuese a fulminarlo llegara de pronto mezclada en la corriente que se coló por la puerta.
No sé si yo mismo tuve exacta claridad de ese vertiginoso presentimiento, pero debí ser el único en verle alzar la cabeza e incorporarse con un rictus dramático: los ojos levemente desorbitados y una rigidez contra la que parecía luchar, como quien se siente invadido por un dolor imprevisto e insuperable.
Según se fue incorporando, casi hasta alzarse de la silla con los brazos apoyados en la mesa, cada vez más vencido sobre el izquierdo, Mingo Calero, abstraído con don Sebastián y don Higinio que le reían algún chiste, dio unos golpes con la cucharilla en su copa, como solicitando nuestra atención, sin duda confundido ante el hecho de que el anfitrión se fuese a poner de pie y por tanto a pronunciar unas palabras.
Y en ese momento se alteró el bullicio alrededor de la mesa y por unos segundos, los que don Paciano necesitó para caer como un tronco segado por la base, los comensales pasaron del alegre compadreo a la conmoción, urgidos en la trágica sorpresa, con ese desconcierto patético que acompaña los accidentes.
El anfitrión se había sostenido a media altura, crispado y tembloroso, y de repente había caído de bruces, estrellándose sobre la tarta más cercana, que salpicó su merengue como en una película muda.
—Dios, Paciano —exclamó Mingo Calero con el susto en el rostro, las pellas de merengue en la pechera.
En las primeras reacciones se notaba el efecto adocenador del vino en los comensales. Los camareros ayudaron a levantar al anfitrión, cuyos ojos vidriados, abiertos como lunas, tenían esa inquietante señal de los faros sin bombilla, de las miradas vacías.
Isauro y Gabriel contuvieron el cuerpo desmoronado sobre la silla, mientras uno de los camareros le limpiaba el rostro con la servilleta.
—Un médico, hay que avisar un médico —había pedido Gabriel y Carolo había salido corriendo al teléfono.
—Llevarlo allí, al sillón —indicaba Cayetano.
Con grandes esfuerzos el cuerpo de don Paciano quedó tendido en uno de los sillones cerca del ventanal del comedor.
—¿No sería mejor ir directamente al sanatorio —preguntó Lebrija—, al Dieciocho de Julio que está más cerca?
El llanto de Isauro vino como a disuadir las problemáticas esperanzas de quienes formábamos un corro alrededor del cuerpo de don Paciano.
Gabriel había intentado buscarle el pulso y Ursicino le había quitado la corbata y desabrochado los primeros botones de la camisa.
—Está muerto. Sólo hay que verlo —dijo don Higinio a mi lado.
—Esto ha sido un infarto como la copa de un pino —opinó Lorenzo.
Gabriel se había incorporado y asentía pesaroso. El llanto de Isauro cesó por unos instantes.
—Me parece que no hay nada que hacer.
Al cabo de unos minutos llegaba Carolo con el médico, un hombrecillo de barba cerrada que observó a don Paciano moviendo la cabeza y haciendo un gesto de absoluta desconfianza. Todos aguardamos el resultado de su examen, que apenas duró cinco minutos.
—Lo mejor es que se lo lleven para casa —declaró circunspecto—. Está muerto.
El llanto de Isauro estalló con más intensidad, acompañado ahora por el de Ursicino.
—Dios, qué desgracia —exclamó Cayetano.
—Una cosa así, fulminante —dijo Olmedilla.
—Bueno, señores —propuso Mingo—, no nos alteremos, sepamos llevar este trago como corresponde.
—Yo me voy a adelantar —dijo Gabriel— para ir preparando a doña Fermina.
—A lo mejor conviene que vaya yo contigo —se ofreció Mingo.
—Eso va a ser lo mejor —le dijo el ladilla.
—Pues, hala, que nosotros nos encargamos de llevar a don Paciano —dijo don Higinio.
Mingo y Gabriel se fueron. Ursicino salió para aparcar el coche a la entrada del restaurante. El cuerpo de don Paciano, desinflado como un muñeco roto, fue transportado por Lorenzo, Cayetano, Olmedilla y dos camareros. Los demás les seguimos, atendiendo las vagas explicaciones del médico, que detallaba algunos datos técnicos demasiado prolijos para explicar lo irremediable.
Con el cuerpo del anfitrión se sentaron atrás Isauro y Olmedilla y al lado de Ursicino don Sebastián y don Higinio.
El callejón del Aperitivo estaba inundado por la nieve que continuaba creciendo tierna y segura.
Volvimos al interior, recogimos los abrigos. Carolo, los camareros y algunos clientes se agrupaban consternados por el pasillo.
—Ya veis lo que es la vida —dijo Lebrija.
—Un día alegre que hace una noche triste —comentó Cayetano.
—Y ahora que todo le iba a ir sobre ruedas —indicó Lorenzo—. Qué castigo este valle.
Salimos a Padre Isla por las aceras invadidas.
El silencio nocturno se agrandaba en la placidez de la nevada, como si la ciudad fuera a sucumbir bajo un manto benigno que la librase de sus ajetreos y pesares. La casa de don Paciano quedaba no lejos de la estación de Matallana.
—Yo si os soy sincero —dijo Lebrija— ya lo vi tocado desde que llegó.
—Del corazón avisos ya había tenido. Y poco se cuidaba, porque de las farras del chalé para qué hablar.
—Raro yo algo lo encontré.
—Nada, que está demostrado que esto de la muerte es un negocio sin remedio.
—Y en el caso de don Paciano que le quiten lo bailado, qué coño.
—Ya, por lo menos lo pilló con las botas puestas. Mejor así, en un banquete, que en la cama con la enfermedad.
—Hombre, en la cama hay maneras y algunas tampoco son mancas —opinó Lebrija sonriente—. Acordaros del Piti, el de la chocolatería, un colapso cuando estaba encima de su señora, en el hotel, la misma noche de la boda.
—Las segundas nupcias son así de peligrosas —certificó Lorenzo.
Junto al portal de la casa de don Paciano estaban aparcados el pato y el haiga familiar del anfitrión, donde habían traído el cadáver. El portal estaba abierto e iluminado y por las escaleras se escuchaba el trajín de los vecinos curiosos.
—No sé si lo único que vamos a hacer es estorbar —dijo Lebrija.
—Bueno, por lo menos darle el pésame a doña Fermina.
—Hombre, y que se note que no sólo somos estómagos agradecidos.
El portero bajaba con dos hombres, lloroso y angustiado. Nos abrió la puerta del ascensor indicándonos el piso. Cuando salimos al descansillo los llantos y los lamentos formaban un ronroneo tamizado por las explicaciones silenciosas. En el amplio vestíbulo Gabriel Llanos estaba telefoneando. Ursicino salió a nuestro encuentro. Un llanto entre histérico y desconsolado surgía de lo profundo de los pasillos.
—A doña Fermina y a Charito las va a dar algo —nos dijo Ursicino entre lágrimas.
—¿Se las puede ver? —preguntó Lorenzo.
—No, ahora no. Están allí con el doctor Delgado. Si queréis pasar al salón.
El resto de los convidados de la cena estaban allí, silenciosos y cohibidos, como en esas situaciones transitorias que parecen correr el riesgo de no tener fin. Mingo Calero paseaba con las manos cogidas a la espalda.
—Bueno —dijo Lebrija—, yo donde tengo que ir es al periódico. Mira por donde voy a llevar yo mismo la noticia.
—Yo también me paso por la emisora —señaló Lorenzo.
—Claro, todavía nadie habrá dicho nada del entierro.
—Nada, todavía nada —explicó Ursicino—. Llamaron a don Cosme y aquí a la parroquia, pero todavía no llegaron.
Lorenzo y Lebrija se despidieron.
—Yo voy a quedar un rato —dijo Cayetano.
Llegaba más gente y Ursicino iba a atenderla.
—Ven aquí —me ordenó Cayetano llevándome a un rincón del vestíbulo.
Gabriel continuaba en el teléfono, sin duda a la espera de una conferencia. En ese momento llegaba el párroco.
—Toma —me dijo Cayetano dándome el llavín de la puerta del periódico—. Te vas ahora mismo y preparas la necrológica como don Paciano se merece.
—Pero, Cayetano, por la mañana hay tiempo. A primera hora estoy allí.
—Te estoy dando una orden, Parra, no me contradigas. Y no quiero dos folios de esos de cumplir el trámite. Quiero algo serio, sentido y meditado. Que se note lo que don Paciano significaba para el «Vespertino».
—Ya ves cómo está la noche.
—Luego, si quieres, duermes la mañana. Pero cuando yo llegue, a primera hora, quiero ver lo que has hecho encima de mi mesa.
—Está bien, está bien.
—En el archivo tienes datos para la biografía. Y habrá más de una foto, me las sacas también. ¿Estamos?
—Qué remedio.
La nieve continuaba abrumadora, afianzándose en la solemne multitud de los copos que iban arrebatando los territorios de la ciudad como en una siembra prodigiosa.
Sólo la intermitente señal de las farolas rompía con su amarillento fulgor el paisaje asediado.
Todo parecía confundirse en la misma dimensión invernal, la noche y la nieve saturadas en el abrazo sobre la ciudad, relegada con la misma resignación con que uno se queda viendo desde el suelo a los que pasan por encima.
Crucé Padre Isla y Renueva hasta la Colegiata. El gallo dorado de San Isidoro navegaba solitario en el abismo de la torre, con esa petulancia de las veletas que surcan el mar de la noche ajenas a los embates del temporal. Los perfiles de la basílica se sumergían entre las sombras, las verjas armando su cerco de hierro oxidado y piedra decrépita.
Comencé a sentir la humedad calando el abrigo, el peso helado de la nieve en el pelo, la telaraña de los copos en las pestañas y en las cejas.
En un portal sacudí el abrigo y me limpié la cara y la cabeza con el pañuelo. Sobre la fuente helada la nieve crecía amontonándose en el pilón casi hasta alcanzar ya la boca del caño.
Por las callejas de Santa Marina se acentuaba la oscuridad y era fácil hundirse en las blandas trampas.
Cuando llegué al bulevar tuve esa lastimosa sensación del perro callejero en la inhóspita intemperie, como el náufrago de un innoble viaje en un mar de miserias en el que no queda más remedio que intentar sobrevivir.
Abrí la puerta del portalón del periódico. Di la luz y volví a cerrar por dentro.
Las resmas de papel se amontonaban a la entrada del almacén. En la garita de Donato, sobre la mesa, estaba el guardapolvos de mahón, la petaca y un mendrugo de pan.
Subí las escaleras hacia la redacción. Tanteé el límite de la barandilla para guiarme hasta la puerta, abrirla y encontrar el interruptor de la luz.
Con cierta congoja miré el espacio vacío donde las mesas parecían reposar como fúnebres túmulos en el desván de alguna mala memoria.
Y entonces descubrí al ratón fugitivo encaramado sobre las teclas de mi máquina. La luz parecía desconcertarle y por unos instantes, antes de emprender la huida, se me quedó mirando, y pensé que ambos lo hacíamos con esa desalentada complicidad con que se miran los que se sienten desgraciados.