3

Había un clamor de anochecer por Zapaterías y Don Gutierre, el mismo olor de frituras en toda la demarcación del Barrio Húmedo, un triste maullar de gatos bajo el corredor de la Concepción y tres camiones aparcados al final de San Francisco, en la gasolinera.

A la vuelta del quiosco Carreño el ciego Molina aguardaba nervioso a que su hija le recogiera, dando golpes con el bastón en el bordillo. No sé si los ciegos encuentran algún consuelo cuando el oscurecer se reparte para todos.

Saludé a Molina, que tenía encasquetada la boina hasta las cejas y la última tira de iguales prendida con el alfiler a la solapa de la chaqueta.

—Si vienes donde yo voy, te llevo.

—Contigo ni a apañar duros, Marquines. Pero ya que te veo tan dispuesto dame un cigarro.

Le di un cigarro y se lo encendí.

—¿Por tan mala compañía me tienes?

—Por mala es poco. ¿A ésa no se la ve venir? Un día con otro igual que la tarasca en las fiestas.

—¿Tanta prisa tienes?

—Si cuentas las horas que estoy aquí.

—Si la encuentro te la mando.

—Esa Maruja es que se emboba —se quejó Molina—. Todo su afán es embobarse, como el que anda perdido y le saca gusto al andar así.

De la iglesia de los capuchinos salían las terciarias y en la arboleda de San Francisco revoloteaban los pardales que se cobijan en las ramas para pasar la noche. Alrededor de la fuente, seca y abandonada, la chavalería jugaba al marro disimulando en las carreras las colillas, unas pavas rechupadas que iban de boca en boca con el humo dulzón del Jirafa y el Buby.

Subí a casa para cambiarme de pantalones. El siete producido en mi caída de la guzzi me ventilaba la rodilla y el mil rayas necesitaría de los buenos oficios de doña Chelo para quedar zurcido.

La atmósfera del piso enclaustrado parecía destilar un aroma de ceras y balletas que el calor derretía bajo el polvo nevado de las consolas y de los búcaros atestados de flores artificiales.

Recordé las instrucciones de doña Chelo y cerré los grifos gimoteantes y le cambié el agua al hongo. Uno duda de los efectos curativos de ese caldo amarillento que la buena señora tomaba en ayunas. Al transportar el tarro de cristal hasta la pila de la cocina tuve la ominosa impresión de que el hongo había crecido con una carnosidad sucia y adiposa, que en cualquier momento saldría del tarro dispuesto a reptar por los pasillos. Lo volví a meter en el armario de la habitación de doña Chelo y cerré con llave.

En el cuarto de la costura la palomita languidecía en el vaso ante la hornacina de Santa Nonia. Vertí un poco de aceite, puse una nueva y la encendí. Los milagros de esta santa, madre de tantos hijos, debieron consistir fundamentalmente en aguantar a su santo esposo, el ínclito Marcelo, y hacer canonizable a toda la prole, cuando todavía no se habían inventado las ayudas a las familias numerosas.

Después de lavarme, cambiar de pantalones y rematar el aliño con generosas ráfagas de colonia, sentí la complaciente seguridad del ícaro que estrena alas nuevas, ese modesto y elocuente regalo de ver la vida y sus cosas inmediatas desde una altura satisfecha que permite ir a posarse donde a uno le da la gana.

En la barra del Mayoral Eliseo el Suicida me ofreció una tortilla paisana y una ración de champi.

—La ensaladilla no te la recomiendo porque a Patro se le cortó la mayonesa.

El brazo en cabestrillo y el moratón en la frente pregonaban la última intentona de Eliseo, tercera y también baldía según sus impetuosas confidencias: unos prontos que me nieblan la cabeza, la mala idea de tirarme solo para ver cómo demonios puedo reventar, y el médico que se cierra en banda diciendo que son figuraciones.

En el champi se le fue el ajillo y la paisana estaba más seca que el esparto.

—¿Vas al corro de Boñar? —me preguntó interesado.

—Sólo me gustan los bolos.

—¿A quién destaca el periódico?

—Supongo que de ir alguien, irá Chumilla, no lo sé.

—Valeriano por la montaña y Fulgencio por la ribera. Desde que se retiró Laurentino no los hay mejores. Para apostar hay que pensarlo. Mi sobrino Celenquín sale con los medios. Si ese chaval de Lillo se mancó en la mina, como dicen, y anda bajo de forma, los medios van reñidos. Tres corros que lleva ganados el chaval en lo que va de verano. Yo no quiero perderlo.

—De aluches entiendo menos que tú de hacer tortillas paisanas.

—Date cuenta de que trabajo solo con la choba —se justificó—. ¿Te hago un bocadillo de anchoas? Hay una lata recién abierta.

—No, dame otro tinto.

Me acercó la frasca para que me sirviese.

—Ya viste lo del pobre Cribas, ¿eh? —comentó lacónico—. Unos la buscamos y otros la encuentran sin quererla. Y luego dicen que la vida no es un castigo.

—Tú hazle caso al médico y procura quitarte las figuraciones de la cabeza.

—Qué más quisiera. ¿No voy a saber yo que es dañino? Pero hay cosas que se heredan. Mi abuelo Justino se comió medio kilo de clavos; mi padre, ya tú sabes, descerrajó la chola con un cartucho de posta, y mi tío Antonio se colgó en el desván con el cinto. Cuando me dan esos prontos te juro que es como si los oyera llamarme a voces.

La función de noche en el teatrillo de Rosita Yen comenzaba a las diez y media. Con Claudia estaba citado a la una en el Minero. Había pensado pasar por el teatrillo, ver algo de la función para hacer más corto el tiempo y aguardar luego en el Minero tomando una copa.

Salí del Mayoral y me cogieron por banda Gamallo y Juanín que iban a la Casa de Asturias a beber sidra.

—¿Desde cuándo tienes tú obligaciones mayores? —me replicó Gamallo al intentar zafarme.

—Tres botellas, a una por barba, y te vas con la condicional —dijo Juanín cogiéndome del brazo.

Enfilamos Gil y Carrasco y Ordoño. La noche arrancaba entre el contagio de los luminosos como una siembra de polvo oscuro, desprendido del firmamento como de un techo cuarteado por el calor.

La línea de arreboles en el lejano horizonte del Camino se difuminaba hasta convertirse en un delgado trazo de fuego naranja, igual que una extraña hoguera aplastada.

Sorteamos por las aceras algunas terrazas, cruzamos Santo Domingo y subimos por Ramón y Cajal. En las carteleras del Alfageme nos detuvimos un momento. El vaho del local manaba por las puertas abiertas mezclada la sobaquina con el ozonopino y Facundo el acomodador, sentado a la entrada de general, nos saludó con la linterna en la mano.

La Casa de Asturias era un piso destartalado. El abrazo mortal de Favila y el oso se compaginaba por las paredes con fotografías de Pajares, Covadonga y una vista aérea de Oviedo.

Un agrio olor de chigre, serrín y sidra fermentada, llenaba la dependencia del ambigú, donde Elías servía a la clientela calzando siempre las galochas.

Dos paisanos apuraban las pintas en la barra y algunos matrimonios cenaban en el salón cercano.

—Si con la sidra queréis un preñao los tengo superiores —ofreció Elías.

Juanín se encargó de tirar.

—Mejor unos huevos duros —pidió Gamallo.

—Saber tirarla, saber beberla, saber mearla —dijo Juanín ofreciéndome el primer vaso.

—Del puertu para abajo la sidra cuando pasa ya no ye la misma —opinó uno de los paisanos.

—Igual que el vino cuando cruza Pajares para allá —le contestó Juanín—. Se le van los grados.

—Asturias patria querida —dijo el otro paisano que tenía aspecto de andar por lo menos por la décima pinta—. Esa canción había que hacerla el himno nacional.

Elías les llenaba los vasos.

—¿Por qué no vienes al Paraíso? —me animó Gamallo.

—Ya os dije que tengo un lío.

—El domingo apalabramos a dos chorbas de las que tragan. Que te diga Juanín. Y nunca falta una amiga suelta.

—Me chivaré a las Hijas de María.

—Oye, que a Concha y a Cari ya las llevamos al cine y les dimos el paseo. Ahora toca desbravar.

—Una pera cada quince días, Marquines. Eso es lo menos que se le puede pedir a la vida —afirmó Juanín—. El cuerpo lo pide.

—Sin el Principado este país no sería lo que ye, quiá —dijo uno de los paisanos.

—A mí para qué queréis convencerme —contestó Elías— si mi madre me posó mismamente en Sama de Langreo.

—Una villa bien guapa.

—La más guapa.

—Después de Infesto.

—Yo, sin faltar, siempre digo que España ye Asturias y lo demás tierra conquistada.

—Somos primos hermanos, paisano —le contestó Juanín.

—España lo que ye es una, grande y libre, que así lo dice el parte —aclaró Elías.

—Echamos unas piezas —siguió Juanín— y luego nos perdemos por la carretera.

—Si no veis visiones.

—Acompáñanos y lo compruebas, no seas pelfo. Si están con la amiga éste y yo no tenemos manos para todas.

Cogí un huevo duro, le eché pimentón y lo comí antes de seguir bebiendo.

—¿Cómo ye aquella que diz: al pasar por el Puertu, Puertu Payares, la que canta el Presi?

Elías entonó con desgana:

—Me alcontré con un vieyu, llindando vaques.

—Uno ya no está para peras —les confesé—. Yo o mojo o la envaino.

—Anda Marquines, no te tires el farol. ¿A quién magreabas en el Avenida?

—Hará siglos.

—Ni un mes.

—Está científicamente comprobado —aseguró Gamallo— que una buena pera equivale a un palo mediano.

El improvisado coro comenzó a desvariar cuando liquidábamos la tercera botella.

—Tomar otra a cuenta de la casa —ofreció Elías.

—Mañana —dijo Juanín.

Les acompañé hasta la parada de Ramón y Cajal y entraron en el café a buscar a Eloy, el del punto, para que les llevase en el coche al Paraíso.

En Santo Domingo el urbano encendía un cigarro, apoyado en el Reloj, que marcaba las once menos diez. Fui por Ordoño parándome en las carteleras del Azul y del Mari. «Yolanda, la hija del corsario negro» y «Los hijos de nadie» se anunciaban como reestrenos preferentes.

De los futbolines del Chato bajaba Pipe Bolas con el jersey atado a la cintura y la boquilla de carey en los labios. Un exceso de brillantina apelmazaba su cabello cuidadosamente peinado con una raya perfecta. Doblé fuera del callejón del Mari, creyendo que lo esquivaba, y en seguida me alcanzó con un silbido.

—Parra, préstame dos duros que perdí la cartera. Mañana te los devuelvo.

Le di los dos duros.

—Tengo una timba en el Casino.

—Pues con eso no vas a hacer mucho.

—Con esto —dijo abanicando los billetes—, el rey de la mesa —y se los guardó en el bolsillo de la camisa—. Con un cuarto de dólar me metí una vez en el Savarín de Las Vegas y en dos horas había hecho saltar la banca. En Montecarlo, ya va para dos años, reventé la ruleta cinco veces seguidas. Allí me tuvo que venir el gerente a rogarme que no siguiese. Monsieur Pipe —decía el tío— se lo pedimos en nombre del Príncipe. Yo había caído allí con una jicha jamaicana que era un bombón de licor. Me lo tendrá que pedir él en persona —le dije—, porque aquí la señorita partenaire que me acompaña se encaprichó con la ruleta y yo a una dama no le hago un feo. Traen un teléfono de nácar que tenía pintado el emblema y la bandera, me ponen con el Príncipe y no veas tú las elucubraciones y la llorera del tío. Por la mañana desayunamos en el palacio y me regaló unos gemelos de oro.

—Esas cosas pasan por el mundo —le dije resignado—, pero aquí en el Casino.

Pretendí zafarme, pero Pipe siguió a mi vera Ordoño adelante.

—De Montecarlo volamos a Biarriz. La jamaicana tenía una avioneta de su papá. La niña meaba colonia, pero era un encanto. Yo, claro, en regla el permiso de piloto honorario internacional. Ya sabes, desde que evité la catástrofe del aeropuerto de Nueva York. Un DC en el que viajaba con mi madre y se perlaron las bujías según iba a tomar tierra. Con un alfiler de la caja de los hilos de mi madre salí reptando por el ala hasta los motores y como pude limpié las bujías. Al comandante le había dado un vahído y ya tuve que encargarme hasta del aterrizaje, de noche y soplando que ni había visibilidad. Truman me mandó un telegrama. Pero allí en Biarriz fue donde la jamaicana y un menda echamos el cerrojo al Casino. Seis días y seis noches, sin comer ni dormir, y ganamos hasta las acciones. La sociedad se la regalé a la chica. Era un negocio redondo y podía haberme quedado administrando pero, ya sabes, la familia, me necesitan aquí en la tienda. Por eso tengo el nombre en las listas negras del juego internacional.

Con las manos en los bolsillos de los pantalones, la boquilla de carey bailándole en los labios al ritmo de su abusiva locuacidad, dándome golpes con el codo mientras caminábamos, Pipe Bolas hacía honor al apodo.

La fama de Pipe se remontaba a la precocidad de una ya remota fantasía, en la infancia compartida por los solares de las calles del Carmen y Alcázar de Toledo, cuando cualquier mediana aventura se transformaba para él en un peligroso safari por las selvas africanas: su reinado entre los pigmeos, la caza del elefante blanco, el viaje a las minas del rey Salomón, de donde logró sacar los diamantes en el estómago, tragándolos para recuperarlos después al mover el vientre, o su estancia en Bengala como invitado especial del Duende que Camina.

—Que es lo que digo yo, Parra, que no se puede ser famoso. Quieres ir de incógnito y el personal se te echa encima. Por eso yo comprendo a los artistas de Hollywood. Fernando Lamas me lo decía una vez tomando café en casa de Esther Williams: saco a pasear el perro, tiene un dálmata precioso, y el vecindario aplaudiendo y tirando confetis. El año pasao cuando estuve en Roma, que había ido con mi madre a ganar el jubileo, estábamos en la Plaza de San Pedro al pontifical. Yo con gafas negras y camisola de penitente para disimular. Empieza la procesión y cuando el Papa pasa por delante de nosotros me reconoce, me llama y me hace subir con él a la silla gestatoria. La gente en seguida a gritar mi nombre. Y, claro, el pobre Pacelli, pues un poco molesto en el fondo. Todo el mundo preguntándose: ¿pero quién es ese paisanín de blanco que va con Pipe? Y es que como dice mi amigo Fernando Lamas, que de eso sabe asgalla, la fama es la espina dulce de la corona de la notoriedad. Una frase que me gusta.

Llegábamos a la glorieta de Guzmán el Bueno y Pipe no parecía decidido a tirar la toalla. Dale carrete y verás desfilar al héroe de pacotilla entre las tribus apaches, los sembrados de los cafetales, la lujuriosa manigua, o en un puesto perdido de la legión extranjera en el desierto argelino.

—Si vas a esa timba es mejor que des la vuelta. Yo tengo una cita.

Me detuve hasta hacerle aterrizar desde la espléndida mansión de su amigo Fernando, en Beverly Hills según se tuerce a la derecha, una de color nata montada, pared con pared con la de Esther Williams que, por cierto, se pasó una tarde entera probándose trajes de baño para que le dijéramos con el que estaba más mona, y no veas la clase que tiene Esther y lo que hay que aguantarse para soportar eso así, en vivo, que si no es porque estaba Fernando me la tiro un viaje detrás del biombo, qué delantera, Parra, y qué cachas, del cine a lo vivo, te lo digo yo que lo sé, hay un abismo como el del puente de las Palomas.

Pipe se quedó en la esquina y yo crucé hacia el Paseo.

—Mañana te devuelvo los dos duros y dos pelas de intereses.

A la luz mustia de las farolas del Paseo de Papalaguinda, mezcladas en su línea entre los chopos canadienses, la noche era como el residuo de un eclipse.

Del fondo, del campar que limitaba con la Plaza de Toros, llegaba, cada vez más fuerte, el sonido de las sirenas de los tiovivos, la murga de los altavoces de las tómbolas, la matraca de los restalletes y de algún cohete solitario.

El recinto del improvisado ferial, una limitada concentración veraniega, se expandía entre el humo de las frituras con un aroma de aceite y azúcar requemado, los puestos formando un círculo anárquico de tenderetes, tiros al blanco, y alguna cantina sostenida con cuatro postes, una lona y dos tablas de mostrador.

La carpa del teatrillo destacaba cerca de la noria como un fantasma abatido plagado de remiendos. En las pizarras de publicidad habían escrito con tiza: hoy funciones de despedida, actuación extraordinaria del elenco, precios populares.

Me detuve en la tómbola de la rata, donde la gente se apiñaba formando corro. Néstor y Luisa embolsaban la calderilla entonando su cantinela para animar a los jugadores.

—Ya está la rata debajo la lata, el animalito de la suerte. Miren, miren, miren qué poco papel me queda. A elegir el marranito de plástico o la bacinilla de loza.

Un círculo de conejeras numeradas quedaban a la elección del animal, que daría el premio a quien tuviera el número de aquélla en que se introdujese. La lata bajo la que permanecía escondido en el centro se alzaba tirando de una cuerda.

—Una mano inocente que libere al animalito de la suerte.

Néstor me había confesado en una ocasión que las ratas empleadas le acababan por tomar querencia a alguna conejera concreta y tenía que cambiarlas frecuentemente para que el personal no se sintiese engañado. Con una vara de mimbre azuzaba a la rata, la expectación crecía ante sus indecisos movimientos y el cobijo final en la conejera del número premiado era acogido entre aplausos y lamentaciones.

—La tienen amaestrada —decía un jugador despechado.

—Al bicho lo guía el instinto —replicaba Néstor—, y el instinto es ciego como el amor. Este es un juego de azar igualito que el matrimonio, pongo por caso. ¿O a usted su señora se la hicieron de encargo?

En la furgoneta de la taquilla Evaristo el Sietemesino repasaba unos tacos de entradas que iba sellando con un tampón. Del teatrillo llegaba la música de la orquestina amagada por el ruido exterior, una erupción melódica con filigranas de pasodoble en la que la trompeta remataba un solo de esencias taurinas, y el saxofón parecía derretirse acompañando el sentimiento de la tonadillera Manolita de Palma.

—¿Haciendo caja? —le pregunté al Sietemesino mientras le ofrecía un cigarrillo.

—Ya está cuadrada —contestó con un gesto de pertinaz contable.

—¿Va o no va el negocio?

—Menos de lo que debiera. Si todas las plazas fuesen como ésta mejor era disolver la compañía.

—Hacéis poca propaganda.

—La que dejan. Permiso para tres días y prohibida la publicidad en vallas y altavoces. Y encima en la prensa ni mentarnos. Como si no estuviésemos.

—Los del bonete, Evaristo, tenemos las alas cortadas.

—Un reportaje con Rosita ya podías haber hecho.

—Ya le dije a ella que mentarla en el periódico es como mentar al diablo con pololos. Sólo con ver el espectáculo se peca mortalmente.

—Aquí lo que hay es mucho meapilas suelto.

—Dicen que metéis demasiada pierna en el espectáculo. Y aquí la única pierna que se permite es la de cecina.

—Toda la que deja censura. Ninguna chica enseña las bragas más de lo estipulado. Si diéramos aquí la función que ponemos en Larache y Tetuán ya veríais lo que son de veras las variedades internacionales.

—Los moros siguen siendo infieles. Esos sólo pecan si comen tocino.

—Esa suerte tienen.

—¿Cuándo levantáis?

—Nada más acabar la función. De noche se suda menos. Mañana queríamos debutar en Astorga. Lo malo es que tenemos el hispanosuiza con el palier que no sé si estará roto. Aunque si no llega la carpa podemos debutar al aire.

—Voy a meterme un rato. ¿O quieres tomar una cerveza?

—No.

—Entonces te la pierdes.

—Lo agradece el hígado.

Había no más de media entrada y el recalentamiento de la carpa concentraba una atmósfera difícil de respirar. Me senté en una de las últimas filas, cerca de la puerta lateral, buscando el alivio de la corriente.

Los espectadores coreaban la última canción de Manolita de Palma: peineta, mantilla, y una cola arrastrada que, junto con el taconeo, levantaba del escenario el polvo y los plumones, la pelusilla diaria de un vestuario maltratado en el trasiego de los baúles y los percheros.

La orquestina, en el improvisado foso, recibía con resignación esa nube vertida desde el escenario. El disimulado estornudo del trompetista, los pañuelos morados al cuello, un trago a la botella de cerveza siempre a mano, las chaquetas de rojos fulgores ajados, daban la impresión de un conjunto sufrido, sin paliativos, condenado al sudor y al polvo como recargo de su desdicha profesional. Al batería se le iban de vez en cuando los palillos como peces de las manos, y el saxo alzaba al levantarse pegado a la culera del pantalón el diminuto cojín de la silla.

Paquito Morito y Nena Nazario, simpática pareja de contorsionistas humorísticos, fueron anunciados por Jesús Ferias, el presentador, un tipo esquelético cuya voz y ademanes provenían de la vieja escuela del charlatán, edulcorado con cierta labia de café cantante y un innegable ramalazo de vendedor a domicilio.

Paquito y Nena hicieron el número como dos sonámbulos que repiten algunos movimientos de cuando están despiertos, contaron varios chistes parodiando una conversación telefónica jugando con la doble intención del aparato: ¿de qué color es el suyo?, yo lo tengo blanco, a su edad quién lo dijera, véngase a mi piso si quiere verlo, ¿de veras me lo enseña?, y remataron la actuación cantando una copla ratonera con el estribillo: cuando suena el aparato, cosas de la te-le-fo-ma-nía, yo me pico y me desato, ¿no será una picardía?

Las cortinas se cerraban entre risas y aplausos. Las bombillas de colores, que bordeaban la embocadura del escenario, comenzaron a titilar y la orquestina atacó a todo volumen.

La voz de Jesús Ferias trinó en los altavoces como procedente de un largo embudo, matizada por la presunción del oráculo que se dispone a descubrir su secreto, mientras la orquestina bajó de tono e inició la melodía oriental.

—Señoras, señores, de las kasbas, de los minaretes y las medinas de un país sensual, de las jaimas del desierto y la fragancia de los serrallos, llegan ahora ante ustedes las esculturales odaliscas con su danza tentadora, bajo la celosa mirada del derviche Abdula el Cruel.

Un juego de cortinas de hirientes colores se iban abriendo como arrugados pañuelos que saliesen del sombrero del prestidigitador. El seco estallido de los platillos y un redoble acelerado acompañaba el despliegue.

El conjunto de vicetiples, seis morenas y dos rubias a los extremos, embutidas en un derroche de sedas, los brazos desnudos y el vientre ventilado, atropelló la sibilina danza con pictóricos meneos al grito unánime de: tentación, tentación, mientras el impasible Abdula las contemplaba con los brazos cruzados y un enorme látigo en la mano.

Tras los mostachos y el rostro y el torso embadurnado el tic del ojo izquierdo ponía en evidencia a Virgilio Mantecón, un fichaje que Rosita Yen había hecho en la ciudad para las labores de carga y montaje y que por unos duros suplementarios posaba los músculos en el serrallo. Cuando alguien del público le reconocía Virgilio alzaba el látigo desafiante y su apresurado mutis era el más aplaudido de la función.

Los Hermanos Carlinga, dos gemelos perchistas, y Míster Calvo, un mago malabarista que en vez de palomas y conejos sacaba una gallina y la hipnotizaba, precedían la actuación de Claudia.

Sus dos números en el espectáculo tenían el común denominador de la actuación solitaria: las Noches de París, a un ritmo de baile apache, con chaqué, sombrero de copa y mallas negras; y la Danza de la Serpiente, colmada de lentejuelas, bañada de rimmel fluorescente, unos plateados cascabeles en los tobillos y en las muñecas, evolucionando en un largo fox mientras las luces cenitales variaban sus destellos marinos y rojos hacia un crescendo de violenta extenuación, inmovilizada después en el centro del escenario, el cabello suelto cubriéndole el rostro y los brazos desnudos siguiendo el ritmo, sincopado, de la melodía.

Cuando las cortinas comenzaban a cerrarse los aplausos hacían que Claudia levantara la mirada y, por unos segundos, sus manos devolvían el vertiginoso sonido de los cascabeles.

La voz de Jesús Ferias celebraba el éxito de la vedette repitiendo el recordatorio de sus escenarios internacionales.

—París, Londres, Berlín, Casablanca, Barcelona, el arte de Claudia Vergel, una artista impar, en el Teatro Chino de Rosita Yen, el foro de las supervariedades.

Toda la mugre del teatrillo quedaba orillada en aquellos espacios de la actuación de Claudia. Una presencia distinta, rodeada de un hálito de vagos y entrañables destellos, a la que uno podía enaltecer como si surgiese, más que de la realidad inmediata, de las tablas de un triste espectáculo de barraca, de un lejano y perenne recuerdo de adolescencia, en funciones y estampas prohibidas que habían llenado de ardores esa primera imaginación que uno estira hasta casi romperla: los solitarios devaneos, las obsesiones alimentadas entre el fervor, la efusión y el pecado.

Claudia tenía en sus números la capacidad de remover esa memoria enterrada que a mí me hacía rememorar rostros y cuerpos soñados en tantas aventuras imposibles. El pasado de aquellas vigilias secretas me inundaba como una tromba de frustradas devociones amorosas que ahora podía cumplir y paladear con ella, como ese regalo final que de alguna manera colma lo que uno tantas veces quiso y nunca pudo conseguir.

Evaristo el Sietemesino estaba recogiendo los carteles de publicidad y Virgilio Mantecón, tiznado el rostro y vestido con un mono lleno de grasa, los arrastraba hasta la furgoneta de la taquilla.

Algunos espectadores merodeaban por el ambigú del teatrillo en el descanso, mientras Jesús Ferias anunciaba la rifa de una colcha de fantasía.

—Vamos a tomar un trago —le propuse a Virgilio.

El tic del ojo izquierdo parecía forzar la inmovilidad del derecho, desmesurado en su órbita como para no contagiarse.

—Don Evaristo me tiene ocupado.

—Me lo llevo —le dije al Sietemesino, que encogió los hombros con cierto fastidio. Virgilio se limpió las manos en el mono y fuimos hacia el ambigú.

—¿Te vas con Rosita?

—El señor Yen me hace un contrato para la temporada. Para lo que hay, esto es un chollo. Ya sabes que me echaron del Matadero.

—No sabía que estabas allí.

—Tuve unas palabras con Rosendo Cachafeiro.

—¿Pero no estabas en Limpiezas?

—En el cantón del Crucero hecho un señor, pero me trasladaron al Matadero para darme horas. Y aquello, Parra, no se aguanta. A ese Rosendo un día le van a meter mano.

Pedimos cerveza. Virgilio me ofreció tabaco.

—Esto del teatro me gusta, ya ves, una cosa en la que nunca había estado. Y salir con el disfraz de moro me presta. El primer día, qué quieres, me dio algo de lacha, pero luego ya no. Si te digo lo que me pasó ayer.

Virgilio bajó la voz, sonrió divertido y echó un trago.

—Ahí con tantas gachises sueltas me puse cachondo, Parra, eso es como en las pelis. Ocho hembras con la barriga al aire que casi te sacuden con las cachas y con el culo. Si se me caen los bombachos no veas el empalme. Estás con ellas, cobras, te dan la comida y quién dice que no acabo tirándome alguna.

—Con suerte.

—O aunque sólo sea para ver mundo, que yo más allá del Manzanal no sé si hay pueblos o ya está el mar.

—¿Y que hacías en el Matadero?

—Lo peor. Lo que se le encaprichaba al cabrito de Rosendo. Y lo que hay que callarse, porque algunas cosas es mejor. Pero las cuarenta se las canté y medio lo tuve cogido por las solapas. Yo siempre fui formal, Parra, a mí no me gustan los enredos, siempre con la cabeza alta.

—Hay negocios raros.

—Y de la peor calaña, pero que me olviden. Prefiero hacer de mustafá que de matarife. Y perdona, que me parece que ya me llama don Evaristo.

Jesús Ferias había adjudicado la colcha de fantasía y el espectáculo se reanudaba con las Hermanas Sinsom, un dúo de canción moderna.

Poco a poco la gente se retiraba del ferial y las sirenas y los altavoces forzaban las últimas llamadas, como en una larga despedida entre el humo y el polvo de la noche.

Del río cercano, casi quieto en los amplios remansos, bajo el muro que recortaba el Paseo a la vera de su orilla, subía el hedor de las aguas, un aroma ácido que parecía predecir su cercana muerte, entre el exceso de los vertederos y la sequía que agotaba su caudal.

Apoyado en la balaustrada de cemento me quedé mirando la oscura superficie donde el reflejo de las luces y las farolas punteaba un raro despliegue de brillos misteriosos, como un cristal esmerilado que oculta la suciedad y sobre el que se enciende el cabrilleo de las estrellas.

Volví al Paseo, caminé un rato y me senté en un banco a la luz de una farola a fumar un cigarro.

La imagen persistente de Claudia de nuevo removía en el recuerdo una leve emoción de distancias amorosas que me agradaba contemplar. El rastro de unos sueños que ya es difícil reconstruir, pero de los que quedan pedazos descabalados, grumos sueltos que no se disuelven, esas irredentas figuraciones de una adolescencia atestada de pecados imaginarios que nunca pudieron practicarse como a uno de veras le hubiese gustado, que sólo se parodian en el solitario arrebato, como momentáneas desesperaciones de tanto amor baldío. Con Claudia yo había logrado, de alguna manera, vengarme de aquel tiempo tristemente vendido a los ensueños.

Era el tercer año que venía con el elenco de Rosita Yen y yo había provocado nuestro encuentro a través de un artículo, especie de vaga declaración cifrada, que Afrodisio no olió, un mensaje con más literatura que periodismo, halagador en sus subterráneas admiraciones, punto de partida de una amistad, rápidamente amorosa, que ella aceptaba con ese natural contento de los viejos amigos que se reconocen, aunque por un instante subsiste la duda de si se conocieron alguna primera vez.

De verano en verano, por tercera vez consecutiva, volvíamos a vernos sin ninguna noticia en el intermedio, como si la casualidad nos deparase el limitado y feliz encuentro y sin que las despedidas vinieran a ensombrecer la casi siempre inminente separación.

El gesto alegre y despreocupado de Claudia evitaba cualquier descenso sentimental, algo a lo que yo también contribuía, paliando cualquier ocasional achaque directamente surgido de esas efusiones adolescentes que Claudia me removía.

Una madura juventud y una vitalidad poco propicia a mirar hacia atrás dotaban a Claudia de ese otro encanto diverso al de la mera fascinación del escenario, y era imposible con ella rememorar su pasado, imaginarse los años de toda una ya larga carrera artística, entender su presencia en el miserable teatrillo: el incierto misterio de lo que había sido su vida lo mantenía como enterrado para ella misma, y la única confesión que me había hecho en este sentido era que a lo largo del tiempo había cambiado de nombre artístico varias veces.

En el Bar Minero recalaban los ferroviarios, apostados en la barra con la tartera envuelta en la servilleta anudada y los ojos escocidos por el humo y la carbonilla.

Domingo, el dueño, un minero silicótico y viudo, atendía el negocio sirviendo y bebiendo a partes iguales, moviéndose con la torpeza del sonámbulo alcohólico, señalado el rostro por las cicatrices de sus años de picador.

Me senté cerca de la puerta para divisar el Paseo y ver venir a Claudia. Un periódico yacía sobre el mármol de la mesa arrugado por las huellas de los pocillos que lo habían ocupado a lo largo del día como un mantel. «Afán», nuestra competencia del Movimiento, daba el incendio en una esquina de la primera con la fotografía de un bombero y la manguera enhiesta. Domingo me acercó un orange. El pie de foto estaba cambiado con el de una cercana del Papa recibiendo en audiencia a una peregrinación. Domingo vino a ponerme el vaso en la mesa, se le fue de las manos y se estrelló en el suelo.

—El quinto —dijo sin inmutarse.

—¿Te los regalan en Pallarés? —le preguntó uno de la barra.

—Los compro al por mayor.

—Pues así gustan los clientes —dijo otro.

Domingo barrió los cristales. Me puso otro vaso, se sentó a mi lado, sacó la petaca y el librito y comenzó a liar un cigarro. Con el temblor de los dedos el tabaco se le iba a la deriva.

—Toma uno de éstos —le ofrecí.

—Deja, que ya sale. Donde esté el cuarterón. Es que el calor me derrite las manos.

Los ojos de Domingo destilaban un humor acuoso. El alcohol parecía brotarle de las pupilas.

—¿No cierras unos días?

—Si cierro es para ir al pueblo a ver a mi madre. Y allí sólo hay leche.

—Le das unas vacaciones al hígado.

—El hígado, Parra, necesita su cuartillo cada hora. Para mí el bar es como para el cura la iglesia. El cura, el más cristiano, y yo… Hay que dar ejemplo.

Lío el cigarro de mala manera y le di fuego.

—Un día, si quieres, me sacas en el papel. Echamos cuentas de los vasos que llevo bebidos, medimos el vaso y calculamos metros y kilómetros. Luego la cantidad, por cuartillos y litros. Con una pizarra y un pizarrín lo cuadrábamos sobre la marcha.

—¿Hasta dónde calculas que llegarían?

—Por la carretera en fila india hasta Azadinos ida y vuelta. Esa es la distancia que tengo bebida. Y no cuento las copas. De ésas me retiré cuando vi estallarle en las manos un barreno a mi cuñado.

—¿Y eso?

—Se alimentaba de orujo y ponche. Una mezcla que nubla la vista.

—El vino también la nubla.

—El vino no daña así. Al menos a una naturaleza como la mía. Yo en la mina los accidentes los tuve cuando no había bebido. Otra cosa es la silicosis. Para ésa no se inventó nada. Y es la que me va a matar. A mi padre y a mi hermano Honorio los vi morir de lo mismo, sentados en una silla porque en la cama, tumbado, te falta más el aire. Se quedaron quietos y todavía muertos allí seguían sentados en la cocina.

Los ferroviarios se fueron y Domingo se levantó por el porrón. El orange estaba caliente. El chorro de vino le caía en la boca como un reguero de lluvia del alero al suelo. Después se limpió los labios con la manga de la camisa y desde la puerta miró hacia fuera, al Paseo donde las hojas de los árboles permanecían inmóviles, sin que un aliento de brisa llegase hasta ellas.

—Está la noche calma —dijo—. Anda que el Cribas se pasó de oportuno.

—¿Le veías?

—Un día sí y otro también le llenaba la lata, o le daba unos mendrugos. Era de un pueblo cerca del mío, Serrilla se llama. Y estuvo en el frente con mi padre.

—¿Fue minero?

—Entibador un tiempo que yo sepa y luego trabajó en una serrería. En casa tenían algo de labranza. Cuando la guerra anduvo huido seis u ocho meses. Lo agarraron en el monte, por la Sierra de Sentiles, aunque algunos decían que se había entregado. Estuvo seis años en la cárcel de Burgos.

Domingo volvió a beber y me ofreció el porrón.

—Pobre Cribas —dijo—. Era buen paisano. Le faltaba un riñón y estaba crónico de los bronquios. La guerra y la cárcel. Cuando salió se le había puesto el pelo blanco. Fue de los que las pasó negras. Si se quedó muerto durmiendo, como dicen, y borracho como una cuba, ese fue el mejor sueño.

Atravesando el Paseo la figura de Claudia quedó un momento iluminada cuando Domingo regresaba a la barra dispuesto a fregar los últimos vasos.

—Ahí te dejo lo del orange. Hasta mañana.

—Que descanses.

Las luces del ferial se extinguían y hasta el silencio del Paseo llegaba el pitido de una máquina en la estación.

Claudia venía por la acera, el pelo recogido atrás con una cinta, la blusa y la falda flotando en sus andares decididos. Le salí al encuentro y alzó la mano al verme. Al besarla el aroma de la colonia de hierbas me llenó con el recuerdo de todas las horas que se sucedían a su lado.

—Estuve en tu primer número.

—No te vi.

—¿Cuando bailas nunca miras?

—Cuando bailo ni miro ni pienso. Me resulta más fácil.

—¿Quieres tomar algo?

—Bebí una cerveza antes de venir. ¿Cómo te lo has pasado?

—Un día negro. Anoche hubo un incendio. Esta mañana me sacaron de la cama. ¿Y tú?

—Durmiendo lo que pude. Esa pensión es como un cuartel. ¿El Ceniciento nos va a dejar la guarida?

—Vamos a verlo. Quedó medio convencido, pero si no quiere te llevo a casa.

—Con las vecinas y tu doña Chelo prefiero un prado. Si nos ven y se lo dicen te pone en la calle y, además, le da un ataque.

Bajamos por el Paseo hasta la Plaza de Toros para seguir después la carretera a las obras del estadio.

—¿A qué hora salís?

—A media mañana. Debutamos en Astorga por la noche. Un camión está roto y habrá que hacerlo sin carpa. A Rosita casi le daba lo mismo perder el día, pero el señor Yen y el Sietemesino no quieren. Aquí no hubo mucha suerte.

—¿Vas a seguir con ellos la próxima temporada?

Claudia me cogió del brazo.

—No hay muchas oportunidades para dejar lo que se tiene. Si sale algo mejor. Con Rosita me llevo bien. Ya son tres años y no me puedo quejar. Lo que sí pienso es ir parte del invierno a Barcelona.

Más allá de la Plaza de Toros, donde moría el Paseo, la oscuridad se abatía sobre los caserones abandonados de algunos viejos cuarteles, y el río cercano se ensanchaba en otro largo remanso que los vertederos se iban apropiando lentamente. Prados, choperas, cercas y mimbrerales se extendían tras los últimos espacios habitados y la carretera de gravilla sustituía al viejo camino.

La improvisada caseta de Belisario, el guarda de las obras, enseñaba su techo de uralita, las paredes de ladrillos sin revocar, al lado del almacén de herramientas y materiales, junto a las hormigoneras, los montones de arena y los sacos de cemento, apilados en la explanada donde descargaban los camiones.

—Voy a hablar con él.

Claudia me había tomado de la mano, saltamos un reguero seco y caminamos un momento por la pradera agostada que limitaba la carretera. Seis o siete chopos agrupados derramaban las hojas en la tibia claridad de la luna. La oscuridad quedaba templada en el espacio abierto de los campares.

—¿Por qué no nos quedamos aquí? Entre los árboles nadie va a vernos.

Claudia se sentó a la vera de un chopo.

—Enciéndeme un pitillo.

Lo hice y se lo di. El rumor de los grillos se ampliaba en el silencio y en la quietud de la noche, apenas roto por el eco de los ladridos de algún perro lejano.

—Espérame, que vuelvo en seguida.

—Siéntate un rato.

Me senté a su lado. Claudia se tendió fumando con deleite, cerrando y abriendo los ojos.

—En la caseta estaremos más cómodos.

—Luego vamos.

—El Ceniciento se conforma si le doy diez duros más. Sólo busca eso.

—Házme algo aquí. Me apetece.

Había abierto los brazos y con los ojos semicerrados sonreía expulsando el humo.

—¿Quieres que compitan conmigo las hormigas?

—Quiero que te calles la boca y comiences un trabajo lo más fino posible.

—Del amor campestre opino lo mismo que de las comidas campestres. Donde esté una mesa con mantel y una cama con colchón.

—La que nos deja ese cojo no tiene precisamente sábanas de Holanda.

Claudia se desabotonó la blusa y se ladeó para que la ayudara a desengarzar el sostén. Sus pechos quedaron libres para un largo beso sucesivo. Sus labios comenzaron a urgir algo más que vanas palabras. La murga de los grillos animaba los incipientes rumores de relajado placer, como si los élitros aletearan una música precisa para el favor de las caricias.

—¿Te gusta así?

—¿Vas a callarte la boca?

—Me parece que a lo que voy es a quitarme los pantalones.

Me incorporé para quitármelos. Claudia le dio una última calada al cigarro y lo apagó. Con un leve movimiento se había subido las faldas y se libraba de las bragas y de los zapatos.

—¿Usas camiseta todo el verano?

—Tengo la barriga muy delicada.

El dichoso pantalón se me enredó en los zapatos y Claudia, apoyadas las manos en la nuca, se rio hasta sentir mis labios.

—Ahora no me pidas que apague la luz.

El amor con Claudia Vergel era una lucha silenciosa y larga que alcanzaba sus más felices momentos como emulando aquellos ritmos sincopados de su Danza de la Serpiente.

Mis favores se urdían con la improvisada inspiración de ese adolescente resabiado en que uno termina irremisiblemente convertido después de tan contadas oportunidades y tan infinitas imaginaciones.

Una incierta sensación de escenario o tribuna para el lecho del amor que el respetable tendría que envidiarme.

Por las dulces tormentas del cuerpo de Claudia Vergel zozobra hasta su emocionante naufragio un navío que acaba olvidando su enseña y pabellón: el único que tuvo la suerte de perderse en alta mar jugando al escondite.

—Marcos, hay una piedra —me avisó Claudia queriendo liberar mi peso e intentando paliar el dolor de su espalda.

Dos briznas de hierba y un poco de tierra se pegaban a mis labios.

—Perdona, pero me estaba matando viva. Vamos a cambiar para allí.

Se ajustó el lazo en su pelo revuelto y me miró con una sonrisa de misericordia.

—Vístete, que voy a hablar con el Ceniciento.

—Me gustaría hacerlo aquí. Dame un beso.

Sus labios me devolvieron la suavidad y una oportuna caricia logró rebajar la tensión de aquellas olas interrumpidas.

Belisario dormitaba a la puerta de la caseta sentado en unos sacos de cemento y con las muletas tendidas a ambos lados. Le llamé a cierta distancia y la perra salió de sus piernas con un ladrido de temeroso desafío.

—Cuqui, bonita.

Belisario rezongó al verme izándose en las muletas.

—Te dije que no podía ser, Marcos, me comprometo con estos líos.

—Un favor de amigo, Beli, y no te lo vuelvo a pedir. Te subo la cuota diez duros.

Le metí el dinero en el bolsillo de la chaqueta.

—Si no es la pasta. Es que me juego el puesto.

—Anda, no exageres. Aquí de noche eres el amo.

—Os cuento una hora y os echo. Ven aquí, Cuqui, estáte quieta.

—Dos.

—De mozo con cinco minutos me sobraban tres.

—Por eso te llamaban el rápido de Palanquinos.

—Una y media y a correr. Y tenme cuidado con la manta, que luego la parienta se recela. Vamos, Cuqui.

Belisario cogió el candil de carburo y se fue cruzando la explanada.

La puerta de la caseta, dos tablas y dos listones cosidos con puntas y un endeble pasador para cerrar por dentro, encajaba con holgura dejando amplias rendijas. En el interior, sobre el piso de tierra, se armaba el catre mullido con un colchón de borra. El ventanuco del fondo metía, entre las sombras húmedas de la argamasa y los ladrillos, la claridad lunar.

—¿No quería? —preguntó Claudia cuando cerré la puerta arrimando una piedra para dejarla más segura.

—Le gusta hacerse de rogar.

—Esto huele a perro.

—Teníamos que haber ido a casa.

—Anda, anda, olvídalo. ¿Me desnudo o te vas a quedar ahí pasmado?

Claudia se sentó en el catre y comenzó a quitarse la ropa.

—Toma, ponla en ese taburete.

—Es verdad que huele. A la Cuqui ya podía darle un baño.

—A ese Belisario, ¿le cortaron la pierna o la perdió en accidente?

—Es caballero mutilado. En el frente salió una vez de la trinchera por un cubo de agua. El obús le llevó la pierna y el cubo. Se quedó con el asa en la mano.

—¿Y por qué no la pone artificial?

—Será que no quiere correr.

—¿Vienes o no vienes?

La desnudez de Claudia encendía un brillo de piel blanca sobre el colchón, sinuosos y cálidos volúmenes que me gustaba recorrer con la curiosidad de quien descubre esos cuadros secretos que ocultan en los museos.

Ella cerraba los ojos ampliando una sonrisa agradecida, mientras yo me sentaba a sus pies y empezaba a acariciarla hasta que sus manos tomaban las mías para atraerme sobre su cuerpo.

—Ya es desgracia que tengas que irte mañana.

El amor se hacía duradero aprovechando el reducido espacio del catre, con premeditados equilibrios al principio, peligrosos en las postreras evoluciones: el abrazo ceñido como de náufragos que las olas bambolean, sofocados hasta la ardiente ternura final.

El colchón de borra se deslizaba para llevarnos al suelo donde Claudia se debatía entre el entusiasmo continuado del largo amor que yo intentaba colmar, repitiendo mi nombre como una llamada rebosante de apasionadas urgencias.

Un ruido me hizo incorporarme cuando nuestros cuerpos se apaciguaban en el remanso de ese sopor que relaja la tensión amorosa hacia el sueño.

—¿Qué pasa?

—He oído algo.

—Será el Ceniciento. Ese asqueroso a lo mejor ha estado espiándonos.

El bandazo de luz de dos faros surgió con el estrépito de un motor. El coche se detuvo en la carretera. Los faros permanecían encendidos. Las puertas del coche se abrieron y se cerraron con dos golpes secos.

—Vístete —le ordené a Claudia—, vístete en seguida. Alguien viene.

Por la gravilla de la explanada se escuchaban pisadas.

—Guarda, guarda —llamó una voz.

Miré a través de la puerta. Dos hombres avanzaban hacia la caseta. Cuqui corría ladrando hacia ellos.

—Maldita sea. Esos vienen por nosotros.

Claudia no lograba engarzarse el sujetador.

—Escóndelo debajo de la cama. Y déjame hablar a mí.

Los nudillos golpearon la puerta violentamente.

—Salgan. Policía. Dale una patada a ese perro. Guarda, quite de en medio a ese animal o le pegamos un tiro.

La voz de Belisario se escuchó en la explanada.

—Cuqui, Cuqui, ven aquí.

—O abren ustedes o tiramos la puerta —amenazó la misma voz.

Aparté la piedra.

—Un momento, Marcos, por Dios, un segundo —pidió Claudia, que no lograba abotonarse la blusa.

Con un violento empellón la puerta se abrió y uno de los hombres volvió a ordenarnos que saliésemos mientras el otro aguardaba a cierta distancia con las manos en los bolsillos de la chaqueta. Belisario mantenía a Cuqui a su lado.

Salí sujetándome los pantalones que se me caían y con una manga de la camisa sin meter. Los ojos del Ceniciento estaban húmedos de rabia y golpeaba el suelo con las muletas.

—Sólo me pasa a mí, sólo a mí —gimoteaba.

—Este hombre no tiene nada que ver.

—Este hombre tiene que atender una denuncia. Mañana a primera hora se presenta en la Comisaría. Se le ha caído el pelo, amigo.

—Vamos, señorita, salga ya. Usted está acostumbrada a enseñar lo que sea, no disimule con nosotros.

El hombre cogió a Claudia del brazo y la sacó empujándola. Dos débiles botones cerraban la blusa de Claudia que vino a mi lado con la falda torcida y los cabellos revueltos.

—Los pájaros en el nido. Putas, chulos, chorizos, entre esta mierda pasa uno el tiempo. Andando.

—¿Les pongo las esposas?

—Déjalos, están rilados.

—¿Por qué no empiezan ustedes por indentificarse? —pedí tras lograr sujetar los pantalones y meter la camisa.

Un sordo bofetón en la mejilla me hizo virar hasta casi perder el equilibrio.

—No te pongas gallo. Aquí sólo vais a identificaros vosotros, mamón. Y vete derecho.

Claudia se prendió a mi brazo temblorosa y lívida.

El segundo hombre había entrado a la caseta y salía con el sujetador colgando de un palo.

—Mira, Rendueles, la tía se deja aquí un cacho vergüenza.

—Tíralo, que te vas a ensuciar.

—¿Dónde nos llevan? —pregunté todavía aturdido por la bofetada.

El tal Rendueles nos empujó para que caminásemos delante de ellos.

—Tú ya sabes lo que te han dicho —le indicó a Belisario mirándole con desprecio.

Fuimos hacia el coche. Un policía de uniforme estaba sentado al volante. Cuqui volvió a ladrar y el Ceniciento le dio un golpe en el morro con la muleta. La perra salió huyendo bajo sus amenazas.

—Ahí quietos —nos ordenó Rendueles.

Nos sentamos con él en el asiento trasero. El otro lo hizo al lado del conductor.

—Cuando quieras, Martínez.

Claudia buscaba asustada mis manos.

El coche dio la vuelta, enfiló la carretera y aceleró cortando las sombras con los faros. Por un instante vi los chopos en el campar tamizado de claridades.

Los estremecimientos de Claudia afilaban la indignación de mi impotencia y en mi mejilla ardía la rabia de la bofetada. Me resultaba difícil ordenar las cosas, aunque la sensación de algo premeditado alimentaba una cierta sospecha.

El aire cálido nos llegaba desde las ventanillas delanteras abiertas. Los tres hombres permanecían silenciosos, sumidos en la envarada rutina del viaje nocturno por las calles desiertas.

Quedaba atrás Papalaguinda y entramos por Lancia hacia Villa Benavente.

Frente a la Comisaría, a cuya puerta principal un guardia armado se paseaba bajo las acacias, nos detuvimos.

—Desfilando —dijo Rendueles.

Las manos de Claudia se apartaron de las mías con un sobresalto que inundó todo su cuerpo.

—Marcos —musitó aterrada.

—Tranquila, por favor, no pasará nada.

Entre los dos inspectores subimos la escalinata. Rendueles se acercó al cuerpo de guardia.

—Rodríguez, enjaule a éstos. ¿Sigue arriba el inspector Valero?

—En el despacho.

Rendueles y el otro se fueron escaleras arriba. Un cabo y un guardia nos cogieron del brazo para llevarnos a los calabozos.

—¿Los desplumo? —preguntó el guardia.

—No, déjalos como están.

Bajamos por una empinada escalera. Los estrechos peldaños se contraían en la espiral hasta el pasillo subterráneo, donde una bombilla desnuda iluminaba media docena de puertas metálicas. La atmósfera, casi irrespirable, formaba un vaho de antiguas humedades y sudores. El cabo abrió dos celdas.

—Las señoras primero —dijo empujando a Claudia.

—¿No puede encerrarnos juntos?

—Cada pardal en su espiga. Y aquí sólo se habla cuando preguntan. Métete ahí.

Entré en la celda del fondo. Los cerrojos se corrieron con un estrépito sordo. Por un momento intenté situarme en la oscuridad. La celda era pequeña. La atmósfera resultaba más cargada. Un diminuto ventanuco enrejado, que sin duda daba a un patio interior, podía distinguirse casi pegado al techo. Tanteé un catre de madera y me senté en él.

La separación de nuestras celdas impedía cualquier intento de comunicarme con Claudia. Su situación era lo que más me preocupaba. Mis ánimos habían sufrido un vertiginoso descenso al verla padecer aquella humillación.

El cabo y el guardia regresaron en seguida. La puerta de mi celda se abrió y la bombilla desnuda del pasillo concentró en mis ojos el fulgor frío que arañaba la miseria de las paredes.

—Ven.

Salí caminando delante de ellos. Me detuve ante la celda de Claudia. El guardia me tomó del brazo para hacerme seguir.

—¿No la van a sacar?

—Habla sólo cuando te pregunten —ordenó el cabo dándome una patada.

Las manos del guardia me atenazaron al intentar revolverme.

—Calma, amigo, calma, no te sulfures. Y vete derecho.

Subimos la escalera. El cabo entró un momento al cuerpo de guardia.

—Lléveselo al despacho —le ordenó después al otro.

Por la escalera principal llegamos al segundo piso. Dos largos pasillos se abrían a derecha y a izquierda: los zócalos de un azul sobado, las puertas sucesivas pintadas de gris, las intermitentes ventanas daban a un amplio patio interior. Por el pasillo de la derecha avanzamos hacia el fondo. El guardia llamó en la puerta e inmediatamente abrió.

—Traigo al detenido, señor inspector.

—Que pase, que pase.

El inspector Valero me miró con la sonrisa asqueada que sus labios dibujaban bajo el bigotillo perfectamente recortado.

—Buenas noches, señor Parra —dijo haciendo un gesto con la mano para que me acercase.

—¿Ordena usted alguna cosa? —preguntó el guardia.

—No, váyase.

El guardia desapareció cerrando la puerta.

—Venga, siéntese aquí —me indicó Valero señalando una silla ante la mesa.

Lo hice cruzando el pequeño despacho. Valero retiró algunos papeles de encima de la mesa. La sonrisa se mantenía como una mueca.

—No habíamos tenido ocasión de saludarnos y siento que sea en estas circunstancias.

—¿Va a explicarme lo que significa todo esto?

—¿Yo? Es usted quien tiene que explicarse. Conviene que tome conciencia de su situación, si todavía no lo ha hecho. Está detenido. Aunque mi intención es que hablemos como amigos. Esto no pretendo que sea un interrogatorio.

—¿De qué me acusan?

Valero cogió un bolígrafo y lo movió entre los dedos.

—Los hechos los conoce usted mejor que yo. Y no es un asunto muy edificante que digamos, ¿no le parece? La policía vela por la moral pública. Los actos deshonestos, el empleo de la propiedad municipal para cometerlos, todo eso puede dar al traste con su reputación. ¿Qué piensa que sucedería si todo esto trascendiera? Usted es un periodista muy conocido en la ciudad. Y en el asunto está comprometida una señorita de la que podemos pedir informes en seguida. Vaya a saber con lo que nos encontraremos. Y también ese cojo, el guarda, que se va a ver en una situación yo diría que más bien desairada.

Golpeó el bolígrafo en la mesa.

—¿No le parece que es mejor que intentemos hablar como amigos?

Le miré observando la variación de su sonrisa que predecía el esfuerzo por mantener una ambigua amabilidad.

—El asunto está en mis manos. Y usted ha tenido la suerte de que así sea. Yo puedo pararlo aquí, dejar que todo quede entre nosotros. Usted coge a su amiga y se va. El cojo por esta vez tampoco tendría dificultades, aunque a él hace tiempo que lo tenemos fichado.

—¿Así de sencillo?

—Sí, así de sencillo. No me gusta complicarle la vida a nadie. Pero recapacite un momento sobre su situación. Debe comprender lo que se juega. No hay nada más vidrioso para la reputación de una persona que el asunto en que se ha metido.

Alcanzó un paquete de cigarrillos y me ofreció.

—¿Fuma?

Rehusé y él encendió esparciendo una profunda bocanada. Después acomodó la espalda en la silla venciendo la cabeza hacia atrás.

—Calculo que la carrera de un periodista todavía joven no puede tirarse por la borda de forma inconsciente. Me imagino que hay que valer y que hay que haber hecho un gran esfuerzo para tener una firma como usted la tiene. Las cosas, desde luego, nunca son fáciles. Irse por una debilidad a la bancarrota es penoso, y supongo que absurdo, para una persona inteligente. ¿Estamos de acuerdo?

—No sé hacia dónde quiere llevarme —confesé yo disimulando las sospechas de un camino fácil de detectar.

La sonrisa de Valero se fundió en un gesto de abierta complicidad. Los dedos de su mano derecha acariciaron el bigote.

—Mire, amigo Parra, cuando a un náufrago le echan un cable lo único que le queda es cogerse a él. No me haga divagar demasiado que yo soy hombre de pocas palabras. Usted intuye de sobra a lo que quiero referirme.

—Lo sospecho.

—Pues eso. Aprenda a callarse la boca y dedique sus indudables cualidades a ese periodismo sano que tanto necesitamos. Deje de meter el morro donde no tiene nada que ganar y sí mucho que perder. ¿Le gusta más así de claro?

—¿Es una oferta?

—Es un cable para sacarle a flote ahora que tiene el agua al cuello. Conozco sus pasos y ya ve cómo los tropiezos superan con creces a cualquier otra cosa. No me diga que no soy generoso. ¿No le decían a usted de crío que cuando se anda con fuego se acaba uno meando?

Guardé silencio. Valero me observó moviendo condescendiente la cabeza.

—Piénselo.

—Está decidido. La mezcla que hace usted de generosidad y de cinismo es francamente luminosa, inspector. Le veré de Comisario en menos de un año.

—Vamos, vamos. En ese tiempo a lo mejor soy yo quien le ve de director del «Vespertino».

—Todavía me queda mucha rueda. Y, además, tiene usted mucho mejores relaciones.

—Siéntate con ellos y viaja gratis, dicen en mi pueblo.

—En el mío aseguran que cualquiera que se lo proponga de veras puede hacer de un ladrillo una estilográfica.

—Eso está muy bueno. ¿Le queda alguna duda?

—¿Qué certeza tengo de que mi asunto, como usted dice, está enterrado?

—¿No le vale mi palabra? Lo que hemos hablado se esfuma en estas cuatro paredes. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Pues Valero Menéndez, un amigo, ya que hasta este momento nunca pude saludarle —me dijo tendiéndome la mano que yo estreché mientras nos poníamos de pie.

Pulsó el botón de un timbre y en seguida entró el guardia.

—El señor Parra y la señorita pueden marcharse.

—Le está esperando en la sala de visitas —dijo el guardia.

El temor aún no había desaparecido del rostro de Claudia, pero sus ojos me miraron con confianza.

—Nos vamos —le dije estrechándole las manos.

El guardia habló con el cabo y nos acompañó a la salida. Al doblar la esquina Claudia me abrazó suspirando.

—Marcos, todavía no puedo quitarme el miedo del cuerpo. ¿No va a pasar nada?

—Nada. Todo está arreglado.

—¿Pero cómo pudieron pillarnos? ¿Nos habían seguido?

—Vamos a olvidarlo, Claudia. Se acabó. ¿Te apetece una copa?

—No, no quiero nada. Es mejor que me acompañes a la pensión. Lo pasé fatal.

—Es lo que más siento. La culpa fue mía. Si te hubiera llevado a casa.

—¿Y el Ceniciento?

—Me prometieron que lo dejarán en paz. De veras que todo quedó solucionado. No hay nada que temer.

—Lo peor fue ese rato en el calabozo. Yo soy muy débil para estas cosas. Tengo algunos recuerdos muy malos, difíciles de olvidar. La policía me aterra.

—No le des vueltas.

—Nos estropearon la noche, ¿verdad?

Por las calles desiertas las farolas punteaban unos círculos de luz amarillenta. Caminábamos de prisa, como si inconscientemente quisiéramos alejarnos lo antes posible. Los malos tragos, cuando pasan, se vuelven en seguida irreales. La noche calmada y calurosa tenía un sabor pacífico e inocente.

—¿De veras no quieres tomar algo?

—Quiero dormir.

—Después de todo esto, se me hace más duro que te vayas mañana.

—Esta vez daré señales de vida, te lo prometo.

Cruzamos Santo Domingo y fuimos por Ramón y Cajal hasta Era del Moro. Los besos adelantaban ese desaliento último de la despedida que, al contrario de otras ocasiones, imponía en un límite de mal disimulada tristeza aquella inminente separación.

El aroma de Claudia me contagiaba un adiós desesperanzado: la sensación de que al verla cruzar el portal sería el fugaz momento de su última imagen para mi memoria, porque era fácil perderla y mi estado de ánimo no permitía, como otras veces, enlazar el adiós con el regreso.

—No me mires así.

—¿Por qué?

—Porque yo siempre vuelvo.

—Procura que te vaya bien.

—Hasta donde a una la dejan eso hago. ¿Nunca se te ocurrió irte de aquí?

—Crecen donde los plantan, envejecen donde crecen y cascan donde envejecen. Mi abuelo Veremundo hablaba de los árboles como de las personas.

—¿Era un sabio?

—Me parece que no, pero sí es cierto que tuvo la suerte o la desgracia de nacer y morir en la misma cama.

—Ya me contarás más cosas de él.

Necesitaba tomar una copa. Armonizar los acontecimientos con ese trago que aplaza la ocasión de meterse en la cama, porque en la cama uno empieza a dar vueltas y el sueño es una vana ilusión en la que es mejor despeñarse cuando ya no hay remedio.

En la torre de San Isidoro el gallo de latón dorado se recortaba sobre una luz de cenizas amarillas: el techo de rescoldos lunares bajo cuyos destellos calurosos la ciudad debía dormir entre imperceptibles sobresaltos.

Me decidí por el Yucatán donde acaso Benito, más viudo que nunca en estas noches de verano que más que esponjas parecen estropajos, estaría con la eterna espuela, abrasado por un sudor ya frío, deletreando su cuenta de hazañas venatorias con las que, en tales circunstancias, solía aburrir a las chicas, misericordiosas en su turno con el más pelma de los clientes.

Uno va cruzando la ciudad de norte a sur, de este a oeste y las huellas recientes cubren las anteriores porque, como las bandadas de grajos, es siempre el mismo vuelo repetido por los mismos lugares.

Si quedase un reguero de baba o continuamente fuese uno tirando piedras blancas habría señales de idénticos senderos, una espiral de radios para la misma encrucijada todas las esquinas viéndote pasar con esa confianza muda de los edificios, las calles, las plazas y los escaparates.

El Yucatán tenía un luminoso verde con dos letras fundidas. Era una cuña triangular de tejado plano incrustada a un lado del puente de la estación, con pista de verano bajo los álamos del río, un bar de camioneros y ferroviarios madrugadores y una sala de fiestas de pista diminuta, barra acolchada y secretos veladores de luz rojiza.

A los nudillos en la puerta de arábigas molduras respondía la cara de Maximino Dativo asomando por el ventanuco practicado en la puerta para reconocer al cliente, cumpliendo así el aviso del cartelillo: esta casa se reserva el derecho de admisión.

—Hola, Parra.

—¿Anda por ahí Benito?

—Como voy y vengo no lo sé. Entrar entró va para largo. Ahora, si salió o no, eso ya no sé decirte.

Del fondo de las empinadas escaleras subía una ardiente bocanada.

—¿Para cuándo enchufáis los ventiladores, Maxi? Da grima bajar.

—Yo cuando dice don Santi. Donde hay patrón. A mí, ya tú sabes, así se asen o se constipen. Para lo que uno pinta.

—¿Ya pasaron el chou?

—Está suspendido. Rita averió el tobillo ensayando y a la Oliva se le murió la madre y don Santi le dio permiso.

—Todo son desgracias.

—Como el negocio no es mío. Yo allá ellas y allá ellos. Para lo que se gana.

En la gramola sonaba un bolero bastante rayado y Ursicino Lesmes lo bailaba en el centro de la pista con una chica agitanada. Por los veladores se distinguían algunas parejas y un grupo de solitarios bebiendo en una mesa. Las chicas estaban entretenidas. En la barra pululaban los clásicos de cada noche, el transeúnte curioso, el viajante de turno, dos mozos endomingados caídos de alguna boda. Felisa y Cari, las únicas que parecían sueltas, animaban las consumiciones yendo y viniendo entre las sombras submarinas del local.

—Tomi —le pregunté al camarero—, ¿está Benito?

—Estuvo pero se fue.

—¿Hace mucho?

—Como hora y media. Seguro que lo pillas en la estación. Iba cocido.

—Dame una ginebra preparada.

Marcelino Lobo vino a mi lado desde la otra parte de la barra.

—¿Qué te parece la Chiva?

—¿Quién es la Chiva?

—Esa que baila con Ursicino.

—¿Es nueva?

—Recién caída de un carromato de húngaros. Fíjate cómo mueve el esqueleto.

Bebí un trago y me fui al servicio. Al volver, Felisa me cogió del brazo.

—¿No echas una pieza, Marquines?

—No, pero toma una copa.

—Benito te buscaba.

—¿Iba muy puesto?

Se tocó con la mano la nuca.

—Inundado hasta aquí.

—Tomi, dale un trago a Felisa.

Ursicino Lesmes se acercó limpiándose la frente con el pañuelo.

—¿Ya recalas, Marquines?

—¿Celebráis algo los dependientes de don Paciano?

Ursicino guiñó el ojo.

—Trajimos a Isaurín a que desbrave.

—El pobre chico lo necesita —dijo Marcelino.

—¿Dónde lo tenéis?

—Allí en la sombra con Marina.

—Tomi, llénale eso a Marquines —ordenó Ursicino.

—No, que me voy.

—Pues no le cobres. Invita Industrias Abascal.

—Estáis que lo vertéis.

—A Isaurín le dio la propina papá —dijo Ursicino riéndose—. Ya sabes que don Paciano no regatea. ¿Conoces a esta joya?

La Chiva me dio una mano aceitunada. De los ojos más negros que el carbón le brotaban dos chispas. Marcelino la tomó de la cintura y se la llevó a la pista. En la gramola sonaba un mambo.

—Felisa —dijo Ursicino— avisa a Marina que saque a Isaurín, que lo mueva un poco.

—Déjalos que parece que están entretenidos.

—Bueno, pues vamos nosotros también a marcarnos esta pieza. Ahí te quedas, Marquines.

Isauro Abascal se debatía ligeramente envarado en los brazos de Marina y me miró cohibido sin atender mi saludo cuando crucé hacia la salida. La bocanada me azotó las espaldas al subir. Maximino me abrió la puerta.

—Vete por la sombra, Parra.

Dos perros husmeaban los desperdicios de un cubo. Bajo el puente las aguas maltrechas destilaban su aroma de miseria. A la puerta del fielato los vigilantes de consumos, sentados en el poyo, se pasaban la bota.

Había dos coches de punto aparcados a la entrada de la estación. El reloj luminoso, en la torrecilla, tenía quebradas las agujas.

Abrí la puerta de la cantina. Un silencio de sueños incómodos llenaba el local: viajeros y maletas, sudores concentrados, aroma de achicoria, carbonilla y vapor. En la barra un quinto de regulares dormitaba ante una copa de anís. Amalio, el dueño de la cantina, trajinaba en el fregadero.

—¿No está Benito?

—Mira en los retretes. Y llévatelo, Parra. Se cayó y tiene una brecha en la cara.

Salí al andén. Galindo el factor anotaba algo en la pizarra. Corrí hacia los retretes.

Apoyado en el tope de una vía muerta Benito Calamidades se incorporaba tras un vómito seco. Sujetaba un pañuelo manchado de sangre en la ceja izquierda. Sus ojos enrojecidos me miraron con un temblor de vidrios rotos.

—Marquines, amigo, ya eché la pastilla —dijo con voz ronca.

—¿Qué te pasó?

—La digestión. La espuela me dio la puntilla, pero ya estoy bueno.

—¿Y esa herida?

—Un mal paso. No es nada. De veras que no es nada. Ya estoy bueno.

Fui al grifo del retrete, empapé mi pañuelo y le limpié la ceja.

—Van a tener que darte un punto, Beni. Te voy a llevar a la casa de socorro.

—No me asustes, Marquines, es un rasguño. Ya me limpió Amalio con oxigenada. Es más el ruido. Déjame apoyarme un poco que ya me compongo.

Volvió a apoyarse en el tope. Le sujeté por los hombros mientras se repitieron las arcadas.

—¿Te pasa?

—Ya. La espuela maldita. Un orujo traidor encima de la cerveza. Marquines, amigo, ya ves lo que somos: un saco de mierda.

—Cojo un taxi y te llevo a casa. Espera.

—Si me metes en un coche me matas. Me compongo y vamos a la fresca. No me queda nada que echar.

—Pero hay que curarte eso.

—Mira, ya no sangra. Y me tengo tieso. ¿Ves?

—En casa tengo pomada.

—A la mía. Allí me curo. Déjame apoyarme en ti.

Salimos por la cancilla de consigna.

—Vamos mejor por lo oscuro.

—Anda, no te preocupes que a estas horas no nos ve nadie. ¿Te despejas?

—Me duele la chola, Marquines. Y el cuerpo. Todo.

Cruzamos el puente y tomamos el Paseo de la Condesa.

—Para ahí, en ese banco. Me canso.

Nos sentamos. Benito apoyó la cabeza en el respaldo.

—Se me va la chola, se me va.

—¿Te mareas?

—Un saco de mierda, Marquines. Y tú siempre andas echándole una mano a este viudo. ¿Qué sería de mí?

—No te recuestes, ponte derecho, así.

—La mi Lola que se fue ya va para seis años. Pero el luto se lleva en el alma, como la cartera en el bolsillo. Dios la tiene allí arriba, Marquines, pero a mí me dejó más solo que al civil que le mataron la pareja.

Los ojos de Benito se aguaron.

—Tranquilo, no muevas la cabeza.

—¿Quién me recogería sin un amigo como tú? El Ernestín en Galicia y la Margaritina en Asturias. ¿Quién? Yo que soy un pendón, que no tengo vergüenza.

—Venga, Benito. No me des el espectáculo.

—Aguarda, que ya me compongo.

Se puso de pie y se volvió a sentar. Con la mano libre limpió la sariana.

—Mira cómo la puse, comprada de un mes.

—¿Dónde te caíste?

—Marquines, amigo, eso hay que contarlo despacio. ¿Cuándo me viste caer alguna vez borracho?

—Me parece que nunca.

—Pues yo tampoco.

Guardó silencio un momento y luego me miró consternado.

—De lo que me caí fue de las hostias que me dieron.

—¿Pero qué dices?

Los párpados de Benito temblaban hasta cerrarse, la cabeza se le vencía como siguiendo el vuelo de una mosca invisible.

—Salí de ahí con la cogorza. El orujo fue la puntilla, esa copa me desgració. Estaba revuelto y fui a echar la pava en la escalera del muro. Allí me cogieron.

—Pero ¿quiénes?

Benito separó el pañuelo de la ceja accionando como si enumerase un montón de sombras.

—Dos o tres o cuatro. De la primera patada me echaron a rodar. La pava ya la ves, en la sariana, que no tiene ni un mes y eso ni con lejía se quita.

—¿No los reconociste?

Se quedó mirando alelado hasta que los ojos se le humedecieron.

—Eso de que se ven las estrellas cuando te zurran es una verdad. Y desde allá arriba me ve también la pobre de la mi Lola, allí con los justos, sin poder echarle una mano al su Benito. Marquines, nunca me sentí tan viudo como esta noche.

Un sollozo ahogó la voz de Benito.

—Venga, no te pongas así.

—Me pisaron los riñones —dijo gimiendo.

—Pero tuviste que verlos.

—No. Te juro que no. Fue una somanta a traición. ¿Y para qué quieres que los viera? Con la cogorza y el miedo iba servido. ¿O no supones de dónde vinieron los palos?

—Sí, para qué vamos a engañarnos.

—Pues eso.

Le cogí del brazo para ayudarle a levantarse.

—Anda, vamos para casa.

—Con saña, Marquines, como el lobo a la oveja. Una camada de hostias y en menos que canta el gallo. Por aquí, por allí, por arriba, por abajo. Para lisiarme.

—Había que ir al juzgado.

—Para que me vuelvan a hinchar los morros.

Comenzamos a caminar.

—¿Estás mejor?

—Mañana cuando escampe será lo malo. La cogorza me hace de anestesia.

—Si quieres me quedo a dormir en tu casa.

—No hace falta. Vete despacio. ¿Quién nos mandaría ir donde nadie nos llamaba?

—Les meteremos mano, verás cómo la pagan.

Benito se detuvo y me miró moviendo la cabeza.

—No, Marquines, para mí esto cruz y raya.

—¿Vas a apearte ahora?

—Ni de eso tuve tiempo. Me tiraron en marcha.

Un rastro de indecisa claridad presagiaba el despegue del amanecer por el horizonte de las choperas y el Camino.

Benito había perdido la llave del portal de su casa y tuvimos que quedar esperando a que abriese el primer vecino madrugador.