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Cuando a eso de las tres y media Benito y yo entrábamos en el Curuqueño con el estómago vacío, la zarpa del sol arrasaba las calles. Un relumbre de hoguera calcinaba el techo de la ciudad con ese ahogo incandescente que parece transformar las partículas de polvo en diminutas pavesas.
El camino desde el periódico, al arrimo de la sombra intermitente de alguna fachada, acribilló nuestros pasos, vencidos entre el sueño atormentado de Benito, que no había visto la cama desde el día anterior, y la modorra que rehabilitaba en mi cabeza el lejano zureo de la resaca.
Acomodados en la sacristía del Curuqueño, un espacio de la bodega que Restituto reserva para los amigos, entre pipas y pellejos que exhalan el fresco aroma de la pez y las humedades etílicas, fuimos recomponiendo los ánimos despedazados, aplicándonos al porrón con gaseosa y a la ensalada de chicharro.
—Hay truchas escabechadas —nos informó Domitila, la suegra de Restituto, que subía y bajaba las empinadas escaleras aireando las varices—. Con esta calentura no apetecen los guisos. Una hasta aborrece la cocina.
Comimos dos truchas bien metidas en aceite, vinagre y laurel y picamos del queso de pata de mulo. El sueño de Benito y mi modorra se amortiguaron con la satisfacción de los estómagos agradecidos.
—Bájenos las farias y dos cafés bien cargados.
—¿No queréis una de orujo? Es bueno para el andancio.
—Pero puede hacernos hervir.
—Esa fiebre se aguanta con gusto. Lo malo es lo que está cayendo afuera.
Nos sirvió el café, dejó encima de la mesa la caja de farias y nos llenó dos copas.
—El orujo va por cuenta de la casa. Pinchar una guinda y veréis qué suspiro. Yo le echo canela.
Tentamos los farias y nos quedamos reposando con las cabezas apoyadas en el respaldo del escaño.
—Yo empezaría por hacerle una visita al gitano Bedoya —le dije a Benito.
—¿Crees que está en el negocio?
—Siempre fue el mejor proveedor de la provincia. Un tratante de casta. ¿Cuántos burros puede haber por ahí que no hayan pasado por sus manos?
—Será difícil sacarle algo. Y me extraña que ande metido en esto.
—¿Por qué?
—No sé. Bedoya chalanea y se enreda en asuntos de medio pelo, nunca se buscó complicaciones.
—Pero es el único que puede ofrecer con regularidad materia prima. Casi todos los tratos de burros en las ferias son suyos.
—No tengo noticias de cómo está ahora el mercado.
—Yo sí. En la feria de San Isidro se quedó con una partida de doce cabezas. Las más viejas y achacosas.
—Bedoya prepara con tiempo la campaña de circos. Esas eran mojama para las fieras. ¿Cómo te crees que hace los negocios más lucidos? No hay circo que acampe de aquí a Valladolid que no lo surta el gitano.
—De San Isidro a San Pedro nunca tuvo en el corral menos de veinte cabezas. Y para los circos siempre encuentra tajadas más baratas. Cerdos con triquina, vacas con glosopeda. ¿Quién te crees que compró el ganado de La Granja cuando la epidemia?
Benito asintió dejando caer la ceniza de la faria al suelo.
—Eso es verdad.
—Intentaré sonsacarle. Además anda con él su hijo Fernandito y ése tiene la lengua más fácil.
—Y te debe algún favor.
—Le eché una mano cuando aquella redada de carteristas.
—Si atamos un cabo ahí, sería un buen comienzo.
—Hay que empezar desde las mismas cenizas del caserón. Por los burros y por el Cribas. Algo tiene que salir.
Benito vertió media copa de orujo en el pocillo del café.
—En el momento que comencemos a husmear más de uno se va a poner nervioso.
—Eso es lo que interesa. Vamos echando el cebo y nosotros mismos lo somos.
—¿Con Afrodisio encima?
—Olvídate de Afrodisio y del periódico. Si andamos con remilgos no damos una.
—Podemos meternos en la ratonera.
—Depende de los pasos. ¿Quién va a engancharnos? ¿Qué tenemos que perder? A lo más que podemos llegar es a que quieran taparnos la boca.
—¿Te parece poco?
—No creo que se arriesguen a darnos.
—¿Por qué no?
—Sería demasiado peligroso. No le des vueltas. No somos nosotros los que tenemos razones para andar con miedo. El que quiera alzar la cabeza tendrá que quitarse el sombrero. Y al que se quite el sombrero le vemos la calva.
Benito se rio.
—La calva de don Sebastián Riello —dijo divertido.
—Antes de vérsela a don Sebastián habrá que ver otras.
Restituto bajaba por las escaleras embutido en el mandilón y con una garrafa en la mano.
—¿Comisteis?
Arrastrando la pata derecha se fue a la pipa más cercana, abrió la espita y metió el cuello de la garrafa para llenarla.
—Está cayendo una pelona —dijo—. Pero de fuego.
—No te quejes.
—No, si yo. Pero hasta ganas dan de irse a mojar al río. Si no fuese por el reúma.
—¿Cuántas veces te has mojado tú la barriga? —le preguntó Benito.
—Una en el treinta y ocho. Y la verdad es que me tiraron. Eran aquellos calaveras de la escuadra de Ledesma. Antes me hicieron beber medio litro de aceite de ricino. Aquí estuvieron comiendo y bebiendo lo que les vino en gana y luego se les ocurrió la gracia.
—¿Y ya no volviste a mojarte?
—Desde aquélla sólo en la pila.
En el cuello de la garrafa rebosó la espuma morada del vino. Restituto cerró la espita y metió el corcho.
—A ese Ledesma, que habréis oído hablar de él, lo cogieron no mucho después unos de la fai y le dieron candela de la buena. No hagas a los demás lo que no quieras que hagan contigo, decía mi difunta madre.
Restituto subía las escaleras arrastrando la pata por los peldaños.
—Cierro la trampilla para que no entren moscas.
La mirada de Benito languidecía y la faria le colgaba de los labios a punto de desprenderse.
—Como no descabece un sueño —dijo.
—¿Aquí?
—Hasta casa no llego. Me arrimo ese cojín y me tiro en el escaño.
—Yo me voy a La Nava. Nos vemos luego en el periódico.
—Si puedo me paso después por el depósito.
Del Curuqueño al Isma había como un desierto sin palmeras. La Rúa triturada por el ardor inclemente, la Plaza de San Marcelo convertida en una sartén con el pavimento refrito y las palomas escondidas en los nichos de la torre, los veladores del Nacional solitarios bajo el toldo remendado.
El cielo se iba encapotando con una canícula rara, sobre el sol enfermo y desesperado que contagiaba a la ciudad la fiebre de su locura.
Al entrar al Isma Venceslao el cerillas me dio una palmada y amagó un golpe con el muñón.
—Así capo yo los conejos —dijo.
—¿Está por ahí Chumilla? —le pregunté.
—En la rana.
Las partidas del Isma estaban mudas entre el humo, sin envites ni arrastres, las peñas desintegradas y los escasos jugadores aturdidos por el calor. Celedonio se dormía en la barra y José Luis el camarero se enchufaba a la boca un sifón.
Crucé el local y salí al patio interior, donde se amontonaban los cascos, las cajas y las latas, bajo la uralita desportillada y la enredadera.
Chumilla jugaba a la rana con el brigada Glicerio. Nada más verme me guiñó el ojo. El brigada, tras el parapeto de las cajas, lanzaba las chapas adelantando el cuerpo lo más posible, buscando el mejor equilibrio para su puntería. De las seis chapas hizo dos molinillos y una rana.
—La estamos echando a duro —me dijo Chumilla.
—Y no tengo yo hoy la tarde —aseguró el brigada.
Chumilla se puso a lanzar sin quitarse la faria de la boca. Yo me senté en una cuba.
—Usted lo hará mejor en el campo de tiro —le dije al brigada.
—Hombre, qué duda —sonrió—, con el máuser es otra cosa.
Cinco de las seis chapas de Chumilla se colaron por la boca de la rana.
—Con éstas son diez duros, mi brigada. Si quiere lo dejamos.
—No, hombre —contestó satisfecho—. Todavía voy a jugarme la masita. Pero espera que quiero hacer aguas.
Se fue al retrete. Chumilla recogió las chapas y me alargó la jarra de gaseosa y cerveza que tenían metida en la pila de la bomba de agua.
—Echa un trago.
—Lo estás desplumando.
Volvió a guiñarme el ojo.
—Si me aguanta media hora más. Este en vez de rana necesitaba un caimán.
—¿Vas a usar la guzzi esta tarde?
—No, llévala si quieres.
—Es para dar una vuelta.
—Está ahí fuera. Me la dejas luego en el periódico.
El brigada Glicerio volvía abotonándose la bragueta.
—Tengo yo un machaca que es mundial en esto de la rana. Lo mismo que arma y desarma la ametralladora con los ojos vendados te cuela las chapas tirándolas de espaldas. ¿Usted no se anima a echar una?
—Tengo prisa —le dije.
—Entre los dos a lo mejor le chafábamos la potra aquí al amigo.
—Usted aguante que no hay suerte que dure un año.
—Si lo sabré yo que llevo casado treinta y siete.
Aventurarse hasta La Nava era como meterse por la embocadura de un horno en el pelado panorama donde apenas se destacaban cuatro chopos.
La guzzi de Chumilla jadeaba como una cabra entre los riscos, chirriando los muelles del sillín y trepidando los desajustados guardabarros, la compulsión del motor a punto de enmudecer en la cima de las medianas cuestas, los insalvables baches tendiendo su trampa por el asfalto descarnado.
Eran nueve kilómetros por el tórrido yermo, entre los suaves desmontes agostados en su declive hacia el cauce seco del río, las sebes arruinadas, los cardos en solitarios enjambres por las cunetas.
En el kilómetro seis la Venta de Amada se alzaba como un viejo oasis de arrieros, un edificio de dos plantas y tejado de losa, arrebatado por el abandono, con una decrépita cantina y el enorme corral.
Los chavales de la Venta sentados en los poyos de la fachada, bajo el tilo, me vieron pasar y azuzaron a un faldero que dormitaba junto a ellos. El perro corrió excitado por el ruido de la moto y me siguió durante unos metros.
Al mirar hacia atrás me empocé en un bache, di un viraje demasiado violento y fui serpeando hasta salirme de la carretera y caer lentamente en la cuneta. Un siete en el pantalón, a la altura de la rodilla, y un rasguño en el codo. Los chavales se habían escondido en la Venta y al faldero, que todavía me ladraba, le tiré una piedra con mejor puntería que el brigada Glicerio.
Para entrar al poblado de La Nava, un caserío derruido y abandonado que algunas familias de gitanos tomaban intermitentemente de cuartel, hay que derivar por un camino de tierra que baja por un lento desmonte.
El poblado, de adobes y cañizas, se extiende irregular en un amasijo de grumos pardos, que el polvo salpicaba como en un cuadro de burdos brochazos rescatado del desván.
La tierra desvalida hacía nacer de su propia enfermedad aquellos raros promontorios de ruina, que en la memoria de la ciudad pertenecían a uno de los frentes más castigados durante el asedio del comienzo de la guerra. En La Nava las trincheras se asentaron en las cocinas y en los corrales y muchos paisanos murieron disparando desde la propia cama.
Una gitana centenaria, la abuela de Bedoya, estaba sentada al pie de la primera casa del poblado, cubierta la cabeza por una pañoleta y desgranando guisantes en una tartera.
Aparqué la guzzi en una barda. Me limpié el polvo de los pantalones. La gitana, que tenía una colilla apagada en los labios, me miró con el extraño brillo de sus ojos acuosos remarcados de legañas.
—A quién se le ocurre andar con esos estaribeles —dijo.
—¿Dónde puedo encontrar a su nieto?
Hizo un gesto brusco con la cabeza, como para espantar una mosca.
—De doce hijos me quedan tres. El Cagancho, la Dolores y la Quica. Los nietos no los tengo contados.
—Es a Bedoya a quien quiero ver.
—Me casé a los dieciséis y a los veintiocho ya no tenía hombre en casa. Una lo ha hecho sola todo en la vida.
Las vainas se abrían entre sus dedos con rapidez. Volvió a mirarme.
—¿Lo buscas para llevarlo?
—Quiero hablar con él.
—¿Tú sabes por dónde puede andar el mi Casiano?
—No señora.
—Pues yo tampoco te lo voy a decir.
—Soy amigo de Bedoya.
—Mira en el corralín. Y quítame de ahí ese estaribel.
Cogí la guzzi y la arrastré hasta otra barda, lejos de su mirada.
—Oye, galán —me llamó.
—¿Qué quiere?
—Dile a Bedoya que si tantos payos le van al rabo se le pueden espantar los jumentos.
—¿Vienen muchos a verle?
La gitana hizo otro gesto brusco con la cabeza.
—Un día llueve y se atorrenta el arroyo y otro día pica que amuela la solana, pero la vida, galán, es siempre la misma.
La vieja se quedó mirando un puñado de guisantes en la mano izquierda y luego los fue dejando caer uno a uno en la tartera como si los estuviese contando.
Caminé por el callejón hacia el centro del poblado.
Por el ribazo las casillas y corrales formaban, entre paredes rotas y techos hundidos, un lienzo de arrugas abarquillado, que la neblina caliginosa moteaba del color de la harina sin cerner.
Me dio la impresión de que la vieja gitana se había quedado sola en La Nava hasta que vi un burro quieto bajo el arco de un portalón. El burro me miró sin moverse y abanicó el rabo cuando entré en el corral.
Un olor agrio de excrementos secos y pajuelas podridas me llenó la nariz. Crucé el corral hasta una cancilla de cañas que daba acceso al soportal de la cuadra y vi al gitano Bedoya y a su hijo Fernandito.
Fernandito sujetaba por el cabezal a una burra temblorosa y Bedoya ayudaba, esgrimiendo toda su pericia de mamporrero, a montarle un hermoso pollino, cuya verga negra y morada como un tubo de goma intentaba sin suerte la precisión del apareamiento.
Fernandito fue el primero en verme y no pudo disimular un leve sobresalto que luego se le contagió al padre. La misma sorpresa culpable de los amantes descubiertos en el lecho del pecado, o de los chavales haciendo cochinadas cuando su tía alza las faldas de la mesa camilla.
—Os pillo con las manos en la masa.
—Este moreno es más torpe que un novicio —me contestó Bedoya sudando como un condenado—. Y a esta paya es la cuarta vez que la cubren y aún no sabe estarse quieta. Agárrala bien tú, que no se te vaya.
Los entrecortados rebuznos demostraron al cabo de un cuarto de hora el éxito de la operación. El pollino se revolcó después por el suelo medio desmayado y a la burra le fallaron las patas y caminó a trompicones hacia el corral meneando el rabo.
—Una cosa tan fácil y de tanto gusto y ya ves el mal rato que pasan estos pobrecillos.
Bedoya se limpiaba las manos en un trapo.
—¿Desde cuando te dedicas a la recría?
—A la burra que pica el celo sólo el burro la quita el velo, dice el refrán. Yo vivo de ellos y no puedo verlos sufrir. Cuando les viene de la naturaleza esa querencia hay que ayudarles, que ya ves lo torpes que son. Y, además, la burra preñada vale más cuartos.
Salimos al corral y les ofrecí un cigarrillo.
—Pocas cabezas tienes.
—Aquel garañón ya está vendido. Y esas tres me las voy a llevar al San Roque de Los Vados.
Bedoya se sentó en la barda. Se quedó silencioso y luego me preguntó:
—¿Qué te trae por aquí?
—Quería bañarme en La Charca, pero está medio seca. Se me ocurrió entrar a saludaros.
—Pues nos ves de milagro. Cuando oscurezca cogemos carretera y manta.
—¿Vais para la feria tan pronto?
—Aquí a padre —dijo Fernandito— le entran esas prisas.
Bedoya miró a su hijo con mala cara.
—He dicho que se sale a la fresca y se sale. Luego andas a la retestera y a los jumentos les pica la mosca.
—¿Vas a comprar?
—Si hay buen trato a lo mejor. Pero estamos sin un real.
—¿No va bien el negocio?
Bedoya suspiró echando una tromba de humo y moviendo la cabeza.
—El negocio, Parra, va como el tiempo. Unas veces te cueces y otras te mojas.
—Si todos los clientes fueran de ley —dijo Fernandito— y pagaran a su hora.
—Este habla de ley porque ha viajado mucho entre tricornios —apostilló Bedoya molesto.
—Si usted entra en un colmao lo primero que ve es el cartel que dice hoy no se fía y mañana tampoco —contestó Fernandito.
—Los hijos me salieron demasiado listos, Parra. Saben del negocio más que uno. Vienen cuando quieren, se van cuando les da la gana, y si te descuidas te llevan hasta la albarda.
Fernandito le tiró una piedra al garañón que pretendía salir del corral.
—Usted se ha vuelto muy flojo, y hay clientes que se pasan de listos.
—Esa es la última novedad. Llevo veinte años de tratante y ahora resulta que no me sé el oficio.
—Yo no le digo que no lo sepa. Le digo que le pierde tanta confianza en quien no la merece.
Bedoya fumaba con los ojos fijos en el suelo, el rostro embargado en un gesto de melancólica pesadumbre. Fernandito rozaba el polvo con el dedo gordo del pie derecho que salía de su alpargata rota.
—Entre los hijos y los jumentos —comenzó a decir el gitano— bien sé yo con quién me quedaría.
Fernandito le tiró otra piedra al garañón y se fue hacia la cuadra.
—Tuve una vez un tordillo —la voz de Bedoya me llegaba confidencial y ensimismada— noble y templado como cualquier caballería superior. Un día se hirió con un alambre de espino y la matadura lo dejó cojo. Yo le tenía una querencia como mayormente no le he tenido a ningún jumento. Pues ése y su hermano Carmelo me lo vendieron por cuatro perras para correrse una farra. Lo llevó un paisano de Rioseco. Me dieron el disgusto de mi vida. Un año después estuve en casa del paisano para un trato. Tenía el tordillo en la noria, tan enfermo y acabado que ya no servía ni para cebar a las fieras. Le acaricié las orejas y el lomo y me conoció con más pena y alegría que un chico perdido al que encuentra su padre. Volví a comprárselo al paisano. Le dije que me lo guardara para recogerlo al cabo de unos días después de hacer otros avíos. Cuando volví por él se había muerto. Era un tordillo rizado, manso, un animal de la mejor naturaleza. Si ésos estuviesen hechos de igual pasta.
Bedoya escupió la colilla, se quedó quieto con las manos metidas en la faja.
—Hay que ir liando el petate —dijo después.
La mujer de Fernandito entraba en el corral rodeada de chavales.
—Todos son de la misma reata —señaló el gitano—. Murga y bocas las que quieras.
Bedoya se fue hacia la casa y yo entré en la cuadra. Fernandito estaba llenando unos sacos de paja.
—Me marcho —le anuncié.
—¿Has visto la murria que tiene?
—¿Qué le pasa?
Fernandito dejó el saco que estaba llenando, se limpió las manos en la camisa. Pareció dudar antes de hablarme.
—Tú eres un amigo, Parra. Y el día menos pensado vas a tener que echarnos otra mano.
—Todo lo que sea de mi parte.
—Hay negocios que salen torcidos desde el principio. Y padre no se entera. Se deja llevar.
—No os habréis metido con industriales.
Fernandito me miró desamparado y pesaroso.
—Yo toco madera. Ya sabes que todavía estoy con la condicional. Tengo mujer y seis hijos.
—Pues anda con cuidado.
—Si el viejo hubiera cobrado todo lo que nos deben.
—¿Por qué no os vais una temporada?
—No se resigna a perder lo suyo.
—En fin, Fernandito, vosotros sabéis dónde estoy.
—Me iba mejor de cestero.
Me despedí de Fernandito, le dije adiós a Bedoya y salí del corral. Dos gitanas tejían cestas sentadas en el poyo de una casa y un gitano viejo remachaba una perola. Los chavales de Fernandito corrieron descalzos a mi lado hasta que su madre los llamó.
La atmósfera recocida agobiaba a una pareja de verderones cautivos en una jaula de varillas cromadas. La luz de la media tarde iba variando en un resplandor de ceniza y arcilla sobre el paisaje del poblado. Una costra de humo terroso y cano quedaba inmóvil a la altura de las paredes como esperando el aire que la esparciese.
Cogí la guzzi y la llevé por el camino. La abuela de Bedoya estaba dormida con la tartera en el regazo y los guisantes y las vainas derramados por la falda.
Antes de salir a la carretera accioné el pedal y monté en marcha. La cabra dio unos balidos lastimeros como si algo le provocara un agudo dolor de estómago o la bujía fuera a perlarse. Sin acelerar demasiado fui badeando los baches y decidí parar a tomar un refresco en la Venta de Amada.
Un balilla negro estaba aparcado cerca del tilo. Dejé la moto apoyada en el tronco del árbol y entré en la cantina. Las persianas bajas mantenían una agradable penumbra. En la tira de papel matamoscas que colgaba del cable de la bombilla las víctimas podían contarse a cientos.
Sobre el mostrador dormitaba Elpidio, el peón caminero, ante una copa de anís. Dorina fregaba unos vasos.
—Dame un orange —le pedí limpiándome la cara con el pañuelo.
—Que sea además una copa —ofreció Elpidio que me palmeaba la espalda saliendo de la modorra—. Invita Obras Públicas.
Sacó un paquete de Finos de Hebra y me ofreció.
—Dorina, ¿cuánto se debe aquí?
La voz de Obdulio el Mechas me hizo girar hacia el rincón de los bocois, donde le vi sentado con otro. Me saludó con la mano. Se levantaban.
—¿Qué diantres te trae por la carretera según pela? —me preguntó Elpidio.
Encendí el cigarrillo y bebí por la botella. Dorina cobraba a Obdulio. Pude darme cuenta de que Obdulio, haciéndose el distraído, esperaba mi respuesta a la pregunta del peón caminero.
—Fui a bañarme a La Charca.
—Pues si el agua te llegaba a las corvas ya tuviste suerte.
Obdulio y su compañero salieron sin decir nada. El motor del balilla arrancó al momento. Me acerqué a la puerta con disimulo. El balilla tomó la carretera hacia La Nava. La cara de Obdulio se asomó un momento por la ventanilla.
—¿Dónde van ésos? —le pregunté a Elpidio.
—Es la segunda vez que los veo hoy. A lo mejor también quieren bañarse en La Charca. O pescar ranas.
Dorina, que limpiaba la mesa, regresó al mostrador con la balleta.
—No pasan de la altura de La Nava —dijo—. Al menos allí dejan el coche.
—¿Cómo anda tu padre?
—Baldado. Con la ciática. Si lo quieres ver está arriba en la cama.
—Otro día. Voy con prisa.
Acabé de beber el orange.
—Toma la copa, no me hagas ese feo.
—Tómatela tú por mí que tengo el estómago escocido.
—Parra, no le hagas ese desprecio a un caminero. El anís limpia el organismo y, con perdón, espanta las pulgas.
Me tomé la copa.
—Llevo un día cabal —confesó Elpidio—. Esperando un camión de gravilla desde las seis de la mañana aquí metido.
—¿Van a bachear?
—Doce kilómetros comarcales a ciento veinte baches kilómetro. Echa la cuenta. Para eso hacía falta un destacamento. ¿Por qué no lo pones en los papeles?
—Igual lo pongo y te hacen coger el pico.
—Yo con escardar.
La guzzi no arrancaba y Elpidio tuvo que empujarme.
Fui zozobrando los seis kilómetros temeroso de que la cabra sufriera un colapso.
Desde el alto de Las Eras la mancha urbana parecía un aluvión de cascotes calcinados: las puntas de la catedral sumergidas en la neblina ardiente, las torres de San Marcelo y San Isidoro con las veletas muertas, las choperas de Papalaguinda enrarecidas en la línea del horizonte, entre negros penachos de las chimeneas de la Azucarera. Un cristal opaco se extendía en la superficie de las sucias aguas del Bernesga, casi quietas en el retén del puente de San Marcos, convertidas en dobles y escuálidos regueros bajo el puente de la estación.
Sobre las ocho menos cuarto aparcaba frente al periódico. El benemérito Argüello salía del Astorgano e iba a reintegrarse a su garita. Me saludó alzando la zurda. Nunca he conocido un sordomudo con menos complejo. Al segundo día de estar en el periódico los del Astorgano conocían perfectamente sus señas: un dedo en alto un tinto, dos dedos una cerveza, tres dedos una copa de aguardiente, guiñar el ojo derecho tres veces seguidas sírveme rápido que tengo mucha prisa. El que falle la lengua no quiere decir que el cerebro no funcione.
En la redacción sólo quedaba don Baudilio, que a las nueve tenía vísperas en la catedral. El coro es media vida para un sochantre.
Sentado en su rincón amontonaba calderilla y billetes sobre la mesa, caídas las gafas hasta la punta de la nariz y con el lapicero garabateando en una cuartilla.
—¿Estamos solos?
—Solos y mal avenidos, Parrita.
—¿Qué pasa?
—Afrodisio y Rovira se tiraron los trastos porque Rovira quiere cambiar el permiso.
—Y no le gusta.
—Primero dijo que no, después que a lo mejor y luego que ya vería. Benito te ha llamado dos veces por teléfono.
—¿Dejó algún encargo?
—Que esperes, que volverá a llamar.
Me senté en mi mesa. Encendí un cigarrillo.
—No sé qué pasa —dijo don Baudilio preocupado—. La hucha hoy no me cuadra. Me faltan por lo menos siete pesetas.
Repasaba sus números y volvía a contar la calderilla.
—Corte por lo sano —le animé.
—No sé si no habré mezclado dinero de la hucha con el de los pensionistas. Desde que soy habilitado de pasivos de la benemérita la aritmética se me complica más que la teología en el diocesano. Tendré que mirarlo en casa.
Estuve tomando notas para el reportaje de San Roque en Las Rozas.
—¿Afrodisio preguntó por mí?
—Sólo vino un rato y todo lo echó en la pelotera con Rovira.
Alcancé el «Vespertino», del que había varios ejemplares apilados en una silla.
—Vaya un día —suspiró don Baudilio.
Había guardado el dinero en diversos sobres y lo metía en una diminuta caja de caudales.
—Ya tiene uno ganas de un buen recle que, aunque no lo parezca, va uno para viejo.
—Usted se conserva.
—Desde que murió mi hermana no tanto. Hasta del puchero tengo que encargarme. Y luego la hernia, que cuando se me sale me quedo como paralítico. Menos mal el braguero.
—¿Por qué no la opera?
—Mira, Parrita, un ministro de Dios tiene que aguantar con lo que Dios le manda. La hernia es mi penitencia. Peor son los dolores morales.
—Pero molestan menos.
—Según y cómo. Yo la muerte de mi hermana la llevo como una cruz calamitosa. La casa antes era una patena y ahora hasta ratones. Los garbanzos, un día con otro, o se queman o se quedan crudos.
Sonó el teléfono, aparté el periódico y lo cogí. La voz de Benito me entró como un anzuelo en la oreja.
—Te llamo desde el Palomo. Tienes que venir en seguida.
—¿Por qué no te acercas tú hasta aquí? Acabo de llegar y estoy molido.
—Aquí estamos más tranquilos. Tengo una noticia que va a dejarte seco.
—Espérame.
—No tardes.
Colgué y me quedé pensativo unos segundos. La urgencia de Benito aseguraba algo que él solo no podía aguantar.
—Me marcho —le dije a don Baudilio.
—Hasta mañana, Parrita. Yo le diré a Argüello que cierre.
Un eco de campanas acompañaba el aleteo de la bandada de grajos que vuelan desde las torres de la catedral hacia el río, donde van a refrescarse en el atardecer. Las plumas negras vibraban tras el salto desde los hastiales y las gárgolas, entre roncos graznidos, como si la bandada necesitara orientarse en su afán común con mutuas imprecaciones.
Por Escalerilla y Plegaria llegué a la plaza de las Tiendas. El coro de Educación y Descanso derramaba las polifónicas repeticiones de la Barca de Oro por los balcones abiertos de la Casa de las Carnicerías.
Entré al Palomo sin que Pistolo, el decano de los vendedores del periódico, pudiera verme. Arrumbado en la enorme chaqueta de pana y los desproporcionados pantalones, permanecía sentado en la acera con el manojo de periódicos bajo el brazo fumando un cigarro. Su cantinela desafiaba con éxito los armónicos del coro.
Benito Calamidades bebía una cerveza en la barra. Tenía la sariana al hombro y la camisa remangada. Sus ojos enrojecidos y brillantes denotaban el efecto del alcohol. Cuando me zurro de prisa se me enciende la linterna, acostumbraba a decir. Estaba claro que aquella tarde se había zurrado.
—Vamos a sentarnos ahí atrás —me indicó—. ¿Qué tomas?
—Cerveza.
—Chaval, ponnos dos botellines.
Nos sentamos en una mesa apartada. El Palomo languidecía en la penumbra del atardecer con sus paredes taurinas dominadas por las moscas. Bajo la cornamenta de la cabeza disecada del semental Yerberito pendía el cartelillo con la broma de la casa: quien los haya olvidado puede reclamarlos.
—Te veo con más de una y todavía es temprano —le dije a Benito.
El chaval nos sirvió y regresó al mostrador. Benito encendió un cigarrillo con la mano titubeante.
—Estuve en el depósito. Con Cirilo el forense no había medio de hablar. El inspector Valero me dijo que allí la prensa no pintaba nada, que me fuera. Había dos guardias armados para espantar a cualquier curioso. Pero he tenido suerte, Parra, una condenada suerte que ahora empiezo a pensar que mejor hubiera sido no tenerla.
—Abrevia.
—¿Conoces a Manolín?
—No.
—Es un primo de Venancio, el de los coloniales. Está de mozo en el depósito. Un manta que tuvo meninges. Lo conozco desde que andábamos con el aro por el barrio. Cirilo lo tuvo de ayudante en la autopsia. Le vi con el mandilón antes de que el inspector me diera el corte. Como sé que para por Casa Saturio le eché allí el guante. La broma me ha costado bastante saliva y esta media borrachera que para qué voy a engañarte.
Calamidades bebía la cerveza como si le devorara una sed de siglos.
—Manolín dice que Cirilo y el inspector Valero tuvieron cierta pelotera antes y después de la autopsia. Que si Cirilo se quejaba de que alguien había tocado el cadáver en el tiempo que llevaba en el depósito, que iba a hablar con el juez. El caso es que de alguna manera el inspector achantó a Cirilo y todo lo que hay por el medio se va a quedar en agua de borrajas.
—¿Y qué hay exactamente por el medio?
—Pues posiblemente algo que explica que el Cribas no murió en el incendio. Una herida en la cabeza, que el cadáver tenía cuidadosamente vendada, con un casquete de gasas y esparadrapo que Cirilo ni siquiera levantó mientras hizo la autopsia. Manolín sí la vio. Y una herida así bien puede hacerse con un gancho de matarife o con un cachetero. ¿O no era el caserón un matadero de burros inocentes? El cadáver llegó sin vendas al depósito y Manolín fue de los que ayudó a entrarlo. Todo casa de tal forma que hasta da miedo pensarlo.
Bebí un trago y observé las manos temblorosas de Benito. Cogí un cigarrillo y lo encendí.
—Como si estuviera viendo la escena. Los matarifes están en plena labor —dije pensativo—. El Cribas anda paseando la curda y se mete a dormir en el caserón por alguna gatera de las que sólo él conoce. Les pilla con las manos en la masa. Se ponen nerviosos y le atizan un golpe en la cabeza. Cuando quieren darse cuenta tienen un cadáver entre los burros degollados. ¿Y cuál es el remedio para salir lo más rápidamente del apuro? Prenderle fuego al caserón. La historia es tan burda que puede ser cierta.
—Sobre todo sospechando la catadura de los profesionales —afirmó Benito.
—De tal catadura puedo yo decirte algo.
—¿Qué sacaste en La Nava?
—Bedoya está muy nervioso. Fernandito también. Han hecho buenas ventas pero les deben dinero. Los burros eran suyos, puedo jurarlo.
Benito liquidó la cerveza, dejó el vaso vacío sobre el mármol de la mesa y limpió los labios con la mano.
—Tiras una piedra al agua y a todos los que están a la orilla se les mojan los pantalones. Estas cosas me ponen nervioso.
—Cuando volvía de La Nava me paré en la Venta de Amada. Allí estaba Obdulio el Mechas y otro tipo. Iban hacia La Nava y ya habían merodeado por allí antes, según me contó Dorina.
Calamidades movió la cabeza preocupado.
—¿Te vieron?
—Qué remedio.
—Esto se nos complica, Parra, nos ha salido demasiado rápido. El inspector Valero me fichó en el depósito y ésos andan avisados. El gitano les confirmaría que husmeabas.
—Bedoya tiene suficiente con sus preocupaciones.
—Pero les habrá confirmado tu visita. Ya saben que intentamos meter el morro. Y eso no me gusta un pelo. ¿Cómo era el que iba con Obdulio?
—Un tipo muy alto con bigotes. Vestía un traje de mahón. Llevaban un balilla.
Benito hizo bailar el vaso vacío sobre el mármol.
—Rosendo Cachafeiro, no me digas más. Para ése no tenemos ni media torta. En el matadero municipal le tienen más miedo que al sacamantecas. Si Obdulio es el ángel de la guarda de don Sebastián Riello, Rosendo es la sombra de Obdulio. Y a ésos no vamos a asustarlos, Parra, tienen cuerda para atar el paquete más peligroso.
—Pero don Sebastián sí puede resentirse.
—Don Sebastián pica muy alto. Tanto que a ti y a mí nos daría vértigo. Verás cómo nos meten mano por fuera parte. A este asunto, Marquines, lo propio era echarle el telón.
Benito llamó al chaval para que nos trajese otras cervezas. De un trago dejó su vaso medio vacío.
—Menuda gente lleva mi carro —dijo después pensativo.
—Estamos metidos en faena, Benito. Aunque abandonemos ellos ya cuentan con nosotros. ¿No sale todo según sospechábamos?
—Sí, pero del dicho al hecho. Lo del Cribas pone las cosas demasiado serias. Parra, te digo que aquí peligra la vida del artista. Una cosa es oler el bacalao y otra ponerse a cortarlo.
—Si no vamos a hacer nada. Nos quedaremos esperando acontecimientos.
—Pero en la primera del patio de butacas.
—¿Y eso qué tiene de malo?
—Que era mucho mejor ver la función desde general. O, si me apuras, ni verla. A mí, digas lo que digas, no me cabe la camisa en el cuerpo.
Bebí un trago. La penumbra del Palomo nos velaba en el rincón. Algunos paisanos se acodaban en el mostrador con las siluetas matizadas en el tenue contraluz.
—¿Tú has oído hablar de Melquíades el Chepa? —me preguntó Benito bajando la voz en un tono de pensativa confidencia—. A lo mejor te acuerdas de chaval de una camioneta de gasógeno que la llamaban la Hilaria. Era suya. Hacía portes. Melquíades la tenía al punto para traer y llevar lo que buenamente cayese. No sé cuántas veces cruzaría el puerto con aquella carrilana. Don Sebastián tenía entonces un almacén de piensos, ahí en el Caño Badillo, y le hizo una contrata a Melquíades para los portes del salvado. Bajaba a Medina, a Zamora, y cargaba sacos que daba miedo ver a la Hilaria. En los fielatos nunca hubo problemas. Pero un día le echó el alto la pareja cerca de Benavente. Lo llevaron al cuartelillo con la Hilaria, le abren los sacos y descubren un pastel del que Melquiades juraba estar en la inopia. La carga que estaba metiendo era salvado y harina en una mezcla suficiente como para hacer hogazas, o cernerla, y hacer un pan como unas hostias, que don Sebastián surtía a la panificadora de su cuñado Lorente, el de las pastas y bizcochos. Total, que si las guías venían trabucadas, que si no se sabe qué atropos, que si el señor Riello o el Santísimo. A Melquiades le confiscaron la Hilaria y luego el Gobernador de Zamora la donó a Auxilio Social. El pobre desgraciado se tiró tres o cuatro meses en la trena dando más voces que el Bautista. Cuando sale se va directo al almacén de piensos, trinca a don Sebastián por el cuello y le mete la cabeza en una tina. ¿Tú te has fijado que tiene el ojo izquierdo de cristal? Pues el Chepa tuvo la mala suerte de que a la tina le sobrase una punta como un dedo. Y lo dejó tuerto. No sé los años que le salieron, pero a Melquiades aquí nadie lo ha vuelto a ver.
Benito vació su vaso. Me miró guiñando instintivamente el izquierdo, como si un tic se le hubiese apoderado de él.
—Sólo te lo cuento para que sepas con quién nos la jugamos.
—Te veo con muchas ganas de tirar la toalla.
—Hazme caso, Marquines.
—Mañana, cuando se te haya ido el humo de las copas, hablaremos.
—En frío y en caliente voy a pensar lo mismo. Don Sebastián ordena y manda en el matadero municipal. La carne de burro y la de choto van por el mismo embudo, y eso apenas es un cacho del negocio.
—Razón de más.
—Mientras más arriba lleguemos mayor será el batacazo.
A una seña de Benito el chaval regresó con otros botellines.
—¿Piensas seguir dándole?
Un gesto torpe de la mano de Benito estuvo a punto de derramar los vasos.
—Vamos a cenar y luego la corremos. Quiero convencerte. A un soltero como tú y a un viudo como yo ya no pueden dolerles prendas. Me dijeron que en el Tuerto hay una gallega nueva como las perlas. Si nos damos prisa igual la encetamos.
La voz de Calamidades era pastosa, los ojos se le empañaban.
—Tengo una cita.
—Pues llévame contigo. ¿No va a haber un saldo para mí en el teatrillo de Rosita?
—Seguro, pero eso tienes que buscarlo tú.
Llamé al chaval para que nos cobrase.
—Vamos a acabar éstas por lo menos —me pidió reteniéndome con la mano cuando iba a levantarme—. ¿A cuál pescaste del elenco?
—Secreto.
—Mira que siempre te gustaron las artistas.
Manolo Pistolo nos flanqueaba la puerta. Le estaba vendiendo el periódico a un paisano y contaba la vuelta acercando la palma de la mano a los ojos miopes, poniendo la calderilla a medio centímetro de los cristales de las gafas.
—¿Dónde van estos alipendes? —preguntó con su acento socarrón.
—De retirada.
—Antes tendrán que subvencionar una a este mandado.
Puso el fajo de periódicos sobre el mostrador. Benito le dio un tirón de las solapas.
—Te sobra pana o te falta chicha.
—La ropa holgada y la mujer preñada. Si te enseño los marianos verías felpa para un regimiento. ¿A qué dijisteis que invitabais?
—Danos cerveza, chaval —pidió Benito.
—La mía la cruzas con gaseosa —advirtió Pistolo.
—¿Vendes el papel o andas por ahí embobado con las mozas?
Pistolo había cogido un palillo y se hurgaba los dientes.
—Escucha ésta —dijo escupiendo a un lado—. Una moza entró en el baño, y al desnudarse decía: ni con jabón ni con paño, con tu amor me lavaría. Y el mozo que la miraba, atento en la cerradura: por lavar yo te lavaba, con mi propia escorredura. ¿Qué?
—Se ve que te pican las ganas.
Benito volvió a tirarle, riendo, de las solapas.
—Voy a deciros la del Ghandi.
Un paisano que estaba a nuestro lado comentó con sorna:
—Esa está más vista que el tebeo, Pistolo, hay que ampliar el repertorio.
Pistolo no se inmutó.
—Dicen de Ghandi, y no es bulo, que ayunaba en su aposento, y que se limpiaba el culo, con las del racionamiento.
Tomó al vaso y bebió un trago. Las gafas de pasta amarilla sujetas por las patillas a la nuca con un hilo de tanza se le iban nariz abajo. Los ojos de Pistolo surgían como dos faros apagados entre la niebla de las legañas.
—Esta es solo para los amigos, nos confió bajando la voz. Tras la Gilda andan corridos, con escándalo y furor, y la persiguen salidos, el obispo, las obispas y el señor gobernador.
—Esa sí me gustó —le animó Benito.
—Si las sotanas fueran de bronce buenas campanadas sonarían. No hay mayor badajo que el de los tonsurados. ¿Ya sabéis lo que le pasó al vicario de Cedinos?
—¿Qué le pasó?
—Que tenía ladillas y liendres y estaba el pobre hecho unas pascuas con la picazón. Hasta en la misa no podía dejar de rascarse. Entonces dos beatas se le ofrecieron para hacerle una limpieza y él, con vergüenza y lo que se diga, supo agradecerlo. Allí en la misma sacristía me lo ponen en porreta y se las van matando a la luz de un candil. Pero fijaros cómo estaría el pobre vicario que del cipotazo apagó la llama y dicen que les decía a las beatas: la vela, la vela, no me la suelten que con la mecha yo mismo las anego. Para este caso se me ocurrió la siguiente: Al vicario de Cedinos, le picaban las ladillas, y dos beatas pardillas, cazaban sus gamusinos. Y hay que ver, señor vicario, qué gusto da tal calvario.
—Este Pistolo es mundial —dijo un paisano.
—A mí lo que menos me gusta en la vida —confesó Pistolo— es tener que madrugar para ir al rosario de la aurora. Siempre le digo a la mi Julia que nací pagano. Pero al Paquito como lo tenemos con el paralís, pues, como ella dice, hay que interceder o impetrar, que debe ser lo mismo. Por lo sagrado igual sacamos al crío.
Anuncié mi retirada. Benito pagó y se echó la sariana al hombro.
—Vende el papel, que de eso comemos.
—Todos estos señores van a llevar hoy el «Vespertino». Al que le cuadre lo lee y al que no para envolver el bocadillo.
Las voces del coro seguían rizando sin desmayo la Barca de Oro. Benito quedó atrapado por dos amigos que salían de La Gitana y le propusieron tomar unas copas y echar una partida en los billares del Industrial.
—Si caes por el Yucatán te veo luego —me dijo a modo de despedida.