22
Quentin no durmió esa noche. Lo intentó, porque parecía importante, porque dormir era algo que hacías por la noche, pero eso nunca iba a ocurrir. Después de un par de horas temblando y mirando al techo, con la cabeza dándole vueltas y sacudiéndose como una secadora con un zapato en el tambor, renunció y se vistió y subió por la escalera al último piso. Eran las tres de la mañana. Se quedó de pie delante de la puerta roja durante una buena media hora, con un temblor nervioso en la rodilla y apretando tanto la mandíbula que le dolía.
Entonces empezó a cubrirse con conjuros, a potenciar sus reflejos y a hacer cualquier cosa que se le ocurría que pudiera resultarle útil. Iba a volver a entrar.
Las salvaguardas probablemente estaban fuera de lugar. Alice había sido más fuerte que él cuando era humana, y ahora estaba completamente en otra escala de potencia. Ahora estaba conectada a la línea principal. Pero él tenía que acercarse. ¿La había invocado de alguna manera al lanzar el hechizo? ¿La había atrapado y recluido en esa extraña casa-espejo? El hechizo había ido fatal, aunque al mismo tiempo extrañamente bien. No sabía cómo había ocurrido, pero eso era lo que él quería. Pensaba que estaba haciendo una tierra, pero era mejor. Ella había vuelto, esta vez como la serpiente del edén de Quentin. Ese era el momento.
Sabía que Alice lucharía con él. Sabía que no era eso lo que ella quería. ¿Y qué quería? Perseguirlo, o reírse de él o torturarlo o matarlo. Sin embargo, lo que ella necesitaba era ser humana otra vez. Y él también la necesitaba: necesitaba volver a verla, ella era la única persona con la que se había sentido completamente a gusto. Sabía que debería esperar y comer y dormir y hablarlo con Plum, pero se dijo que era difícil saber de cuánto tiempo disponía. Los caprichos de un niffin eran casi la definición de lo perverso. Si ella se marchaba, Quentin podría no verla nunca más. Decidió terminar con eso.
Y, además, Plum intentaría convencerlo de que no lo hiciera.
La casa estaba tranquila. Quentin no se sentía ni siquiera remotamente cansado. Mirando la puerta roja trató de evocar a la Alice que conocía. ¿De verdad recordaba cómo era ella? Quizás en realidad estaba persiguiendo un fantasma, el fantasma de un fantasma, un producto de su propia memoria. Habían pasado siete años: eso era más que el tiempo que la había conocido como humana. Quizá todo lo que quedaba de ella era su Alice de fantasía personal. Si podía traerla, ¿quién sería?
Quentin iba a descubrirlo. Abrió la puerta roja, pero no cruzó el umbral. La otra sala continuaba allí, la sala espejo, con sus ventanas de espejo. Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y esperó.
Llevaba allí sentado diez minutos cuando Alice pasó flotando, despacio, de perfil, con las piernas arrastrándose ligeramente tras ella, tan silenciosa y malevolente como un tiburón en un acuario. Ella no lo vio, o si sabía que estaba allí, no se molestó en volver la cabeza.
Una vez que Alice se perdió de vista, Quentin se levantó, esperó cinco minutos más y franqueó el umbral. Todo continuaba como horas antes: el mismo silencio profundo apagado; sin viento exterior que agitara las ventanas de espejo. Nada se movía. O casi nada: había un enervante parpadeo en la comisura de su ojo, como un televisor que se deja encendido sin sonido. Era el espejo del aseo, donde continuaban cayendo copos de nieve.
Se quedó de pie en lo alto de la escalera, moviendo los brazos y rebotando en las puntas de los pies. Ni siquiera tenía un atisbo de plan. ¿Cómo conviertes un monstruo en una persona? Alice tardó mucho tiempo en volver a aparecer, y Quentin ya estaba empezando a preguntarse si debería llamarla por su nombre cuando oyó un ruido ahogado y entrecortado en la habitación de abajo, como alguien dando patadas a algo pequeño y pesado como una alfombra. Al cabo de un minuto ese fino resplandor azul empezó a filtrarse por la escalera. Fuera lo que fuese que Quentin había estado a punto de decir o lanzar desapareció de su cabeza. Se levantó y caminó con piernas rígidas hasta la puerta. No podía detenerse. Era como si tuviera piernas biónicas y hubiera otra persona controlándolas.
Ese era el resultado de temer por tu vida. Se detuvo delante de la puerta, respirando de manera agitada, sin entrar, todavía no. ¿Qué iba a hacer? Quería gritarle: «¡Despierta! Recuerda quién eres. ¡Necesito hablar con Alice!» Pero el problema con los monstruos es que no puedes hablar con ellos del tema, porque ellos no reconocerán que son monstruos.
Ella llegó elevándose a través del suelo. Quentin se apartó de un salto de la puerta, salió de la habitación y bajó por la escalera como un atleta. Oyó una risa extrañamente familiar. Era de Alice, pero fría, musical, mecánica, como alguien dando golpecitos en una copa de vino. Ella bajó flotando por la escalera tras él, y él retrocedió a la versión de espejo del dormitorio de Plum. Captó un atisbo de ella, no era realmente Alice, no del todo. Se desdibujó durante un segundo, como un holograma de sí misma en baja resolución. Su pelo flotaba ingrávido en torno a su cabeza.
Y ella nunca dejó de sonreír. Nunca. Labios azules, dientes azules. Quizás era divertido ser un niffin. Quizá todos estaban equivocados al respecto.
Ella lo siguió a la planta baja, a través del comedor y otra vez a la escalera, abajo, arriba, luego otra vez al segundo piso. Ella no se apresuraba, aunque cuando él se apresuraba también lo hacía ella, como si esas fueran las reglas del juego. Podría haber sido cómico si no lo estuviera persiguiendo un demonio azul que podía consumirlo en llamas con solo tocarlo, y tal vez hasta sin tocarlo. En ocasiones, Alice prestaba atención a las paredes y los suelos y los techos, otras veces los atravesaba sin ninguna resistencia.
Tal vez lo más extraño de ese duelo surrealista era que Quentin estaba empezando a disfrutarlo. Por más distorsionada o transmutada que ella estuviera, seguía siendo Alice. Ella era magia pura ahora, pura rabia y poder, pero él siempre había amado su poder y su rabia. Eran dos de las mejores virtudes de Alice. El niffin no era Alice, pero tampoco era no-Alice.
A ese ritmo, Quentin podía permanecer por delante de ella eternamente, siempre y cuando evitara quedar acorralado. Era como si él fuera un fantasma, pensó Quentin de manera vertiginosa, y ella Pac-Man, o al contrario (aunque no, Pac-Man podía comerse a los fantasmas cuando se ponían azules. No importa. Concentración). Quentin se preguntó cuánto tiempo pasaría hasta que Alice perdiera la paciencia y fuera a por él. Era como nadar con tiburones, salvo que él sabía lo que querían los tiburones. En cambio, no podría imaginar ni en un millón de años lo que quería Alice.
Había momentos en que deseaba lanzarse contra ella, a sus brazos, y dejar que ella lo quemara en un instante. Qué idea más estúpida.
Al cabo de media hora igual, Quentin volvió a cruzar la puerta roja, de vuelta a casa. Eso no iba a ninguna parte. Se sentó al borde de la mesa de trabajo, boqueando un poco después de tanto subir escaleras. Seguía vivo, pero no estaba haciendo ningún avance. De una manera o de otra lo estaba haciendo mal.
Continuaba allí cuando llegó Plum alrededor de las siete con café.
—Joder —dijo ella—. ¿Estás jugando a pillar con esa cosa?
—Con Alice —le corrigió él automáticamente—. Supongo que sí.
—¿Cómo está yendo?
—Muy bien —dijo Quentin—. No estoy muerto.
—¿Y Alice…?
—Sigue muerta.
Plum asintió.
—No quería sonar crítica ni mucho menos —dijo—, pero ¿quizá deberías dejarla en paz? ¿Dejar de tentar al destino? Me siento rara solo de estar en la misma casa con eso. Con ella.
—Quiero aprender de ella.
—¿Qué has aprendido hasta ahora?
—No mucho. Le gusta jugar. Ya podría haberme matado a estas alturas, pero no lo ha hecho.
—¡Joder! ¡Quentin!
Ambos miraron la puerta roja como si fuera una tele, o un agujero en el hielo a través del que estuvieran pescando.
—Es raro pensar que ella mató a mi tío bisabuelo Martin —dijo Plum—. Pero da la impresión de que tenía buenas razones. ¿Está viva de verdad allí dentro?
—No lo sé. Da la sensación.
—Vale. Te lo dejaré a ti. —Plum hizo una pausa en el umbral—. Solo… sé que te vas a obsesionar con esto, así que trata de que los árboles no te oculten el bosque. Si no hay esperanza, has de prometerme que la dejarás ir.
Ella tenía razón, por supuesto. ¿De dónde había salido para ser más prudente que él a los veintiún años?
—La dejaré ir. Te lo prometo. Pero todavía no.
—Te dejaré solo.
—No estoy solo —dijo Quentin—. Alice está aquí.
Más tarde, Quentin trató de luchar con ella. Él mismo había visto a Alice enfrentarse a Martin Chatwin con un arsenal completo de magia que nunca había conocido antes, pero eso ocurrió hacía mucho tiempo. Ahora Quentin sabía un par de cosas de guerra y escudos. Podía lanzar un misil mágico como los mejores. Era una maldita crisis de los misiles mágicos de un solo hombre.
Y Alice estaba jugando con él. Para ella se trataba de un juego. Quentin contaba al menos con esa ventaja: él no estaba jugando. Le ponía enfermo luchar con alguien a quien quería amar, pero en ese momento Alice no estaba en condiciones de amar.
Buscó el hechizo de escudo más grueso y perverso que conocía y, de un modo rudimentario, le agregó un par de mejoras para endurecerlo. Respirando profundamente, dio un paso hacia la puerta del armario y, lo más deprisa que pudo, lanzó seis veces seguidas el hechizo, uno detrás de otro, seis escudos mágicos colgando invisibles en el aire delante de él, o casi invisibles. Mirar a través de los seis escudos a la vez teñía el aire de un tono un poco rosáceo.
Más de seis habrían empezado a interferir unos con otros y se habrían reducido los efectos. Además, no creía que pudiera hacer otro más de todos modos.
Luego los misiles. Los había preparado con antelación, con todos los adornos: peso triple, carga eléctrica, capaz de perforar armaduras, brutalmente envenenados. Ni siquiera se habría atrevido a preparar el hechizo en la Tierra, mucho menos a lanzarlo, si la casa no hubiera estado protegida tan a conciencia. Si Quentin fallaba, atravesarían las paredes como si fueran de papel, además distaban mucho de ser legales en las calles. Desde un punto de vista técnico, iba a lanzarlos en otra dimensión, así que quizá se salvaría en terrenos jurisdiccionales.
Alice se levantó para recibirlo: hora de comer. Quentin se fijó en que ella nunca llegó a tocar el suelo, aunque cuando vio que él se daba cuenta dio una patadita con las piernas, casi de ballet, una broma; como diciendo, ¿recuerdas cuando caminaba con estas cosas? Seguro que sí. ¿Recuerdas cuando las abría para ti, cariño?
Quentin trató de matarla. Sabía que no podía, pero pensó que ella podía sentirlo, y mientras ella fuera un niffin esa era casi la única interacción que podían tener. Quentin lanzó los misiles mágicos, fuerza plena y con creces; casi le arrancaron las yemas de los dedos. Eran cosas verdes y ardientes propulsadas hacia Alice como pececitos.
Sin embargo, a unos tres metros de ella frenaron hasta una velocidad lenta. Alice los miró, complacida, como si Quentin hubiera preparado galletas. ¡No tenías que haberte molestado! Bajo su mirada, los misiles perdieron su poder de convicción. Formaron una línea, una fila india, y obedientemente rodearon la cintura de Alice en un aro verde chispeante, burbujeante y brillante.
Luego el aro estalló en todas direcciones. Dos de los misiles azotaron el escudo séxtuple de Quentin y rebotaron. Se estremeció. No habría sobrevivido ni siquiera a uno de ellos.
De pronto Alice estaba al otro lado de la habitación flotando en el aire justo delante de él. Quentin no sabía si se había teletransportado o simplemente había cruzado a gran velocidad hacia él, así de rápida era. Por primera vez parecía cabreada. Enseñó sus dientes de zafiro. ¿Era el hecho de ser un niffin lo que la cabreaba tanto? ¿O siempre había estado así de cabreada? Quizá la rabia ya había estado en su interior, y convertirse en un niffin no había hecho más que revelar esa rabia una vez quemado el escudo de protección.
En todo caso era Alice, Quentin la habría reconocido en cualquier parte; estaba más que viva, estaba zumbando y crepitando de energía. Sus ojos eran los más brillantes, los más enfadados y los más magníficamente divertidos que él había visto nunca. Ella se estiró y puso una mano en el primero de los seis escudos de Quentin. Lo apretó con las yemas de dos dedos azules, luego lo atravesó. El escudo destelló y sucumbió.
El segundo escudo zumbó con ira cuando ella lo tocó. Eso también debería haberla matado; Quentin le había añadido una carga mágica de la que él solo había leído, y en un libro que no debería haber leído. Alice contoneó los dedos con sensual placer. ¡Delicioso! Con ambas manos agarró el tercer escudo y ¡lo levantó! Lo dejó a un lado como si fuera un objeto físico, una vieja fotografía enmarcada quizá, y lo apoyó contra una pared. Era un chiste, la magia nunca funcionaba así, pero si eras un niffin funcionaba como tú querías. Hizo lo mismo con el siguiente, y el siguiente, apilándolos ordenadamente como sillas plegables.
Quentin no se quedó a esperar al final. Ya veía adónde se dirigía. Cediendo el campo de batalla, volvió a entrar por el umbral. Que ella lo siguiera si podía, pero ella no podía. Era duro y suave como el cristal para ella. Alice aplastó la cara y los pechos contra la barrera, como un niño apretando la cara contra una ventana, y lo miró con un ojo absurdo, azul sobre azul.
Lo estaba desafiando, echándole el cebo. ¡Vamos! ¡Deja de estar alicaído! ¿No quieres divertirte? Cuando Alice abrió la boca, Quentin vio un interior brillante, como un negativo fotográfico.
—Alice —dijo Quentin—. Alice.
Cerró la puerta roja. Ya había visto bastante.
Ella era la loca del desván. Tenía una intimidad extraña ese duelo desigual, solo ella y él, uno contra uno. No era como el sexo, pero era íntimo. Quentin se sentía como un buceador a pulmón libre que buscaba profundidades cada vez mayores, obligándose a bajar, con los pulmones ardiendo, luego pateando de manera frenética hacia la superficie con sus enclenques aletas humanas, con la inmensidad azul pisándole los talones.
Quentin registró sus viajes en una libreta en espiral: adónde iba, adónde iba ella, qué había hecho él, qué había hecho ella. No tenía demasiado sentido, porque la actuación era más o menos la misma cada vez, pero le ayudaba a combatir la tristeza. Y se fijó en una cosa: a Alice le gustaba atraerlo a la puerta de la casa, como si lo estuviera retando a abrirla. Ese parecía un reto que era mejor no aceptar.
Pero ¿y si no había ninguna otra oferta? Su pequeño baile era como el final de una partida de ajedrez desastrosamente sangrienta, con solo una dama persiguiendo a un rey asediado por un tablero vacío, rechazando darle jaque mate por puro sadismo. Era difícil saber si estaba pasando algo en la mente de la dama, pero una cosa estaba clara: Alice era mejor que él en este juego. Aparte de todo lo demás, ella lo conocía mejor que él mismo. Siempre había sido así.
Así que esa noche, cerca de medianoche, cuando Plum estaba tranquilamente en la cama, cambió de táctica otra vez. ¿Alice quería que él abriera la puerta de la calle? Iba a ir de cabeza a ello. Dale lo que ella quiere, y a ver qué hace. Quentin todavía no sabía lo que él estaba buscando, pero quizá descubriría lo que buscaba ella.
Preparó un par de hechizos con antelación, y lanzó el primero en cuanto pasó la puerta. Creó una imagen razonablemente verosímil de él en cada cuarto de la casa.
El hechizo no confundió a Alice, pero es posible que la cabreara, porque Quentin apenas llegó a la escalera antes de que ella hiciera desaparecer la ilusión con tanta brusquedad que él sintió como si alguien le hubiera frotado el cerebro con un estropajo. ¿Adelante o atrás? En un pánico indigno Quentin amagó hacia la escalera, esquivó a Alice por los pelos arqueando el cuerpo como un torero y se encerró en el aseo del rellano.
Ahora estaba atrapado en serio. Rebuscó en su bolsillo y sacó un rotulador que había guardado allí para un caso de emergencia. Garabateando a toda velocidad escribió una inscripción en suajili en la puerta, luego dibujó un gran rectángulo en torno al marco completo, con adornos complicados en los rincones, todos ejecutados en una línea continua. Era solo una protección para aislarlo contra la magia, porque, razonó con esperanza, Alice ahora estaba hecha de magia. Fue lo único que se le ocurrió.
La puerta se agitó con un impacto, se hinchó visiblemente hacia dentro, con el aire saliendo por los bordes como si hubiera estallado una granada detrás de ella. Resistió, pero enseguida comenzó a doblarse en su marco, y la pintura empezó a saltar. No iba a resistir mucho. No estaba concebida como una barrera mágica, solo quería ser la puerta de un aseo.
Quentin se volvió y su mirada se posó en el espejo del botiquín, en el cual continuaba nevando. Experimentalmente puso una mano a través de él, sin resistencia. Otro portal. Puso un pie en el váter, plantó la rodilla en el lavabo y pasó a través de la estrecha apertura.
Hacía frío en el otro aseo, el otro-otro aseo. Bajó desesperadamente del lavabo y medio cayó al suelo, que estaba resbaladizo con nieve. ¿Dónde estaba ahora? A dos mundos de distancia de la realidad en ese momento, una tierra dentro de una tierra. Otro nivel más abajo.
¿Qué haría cuando la puerta cediera? Podría esquivar a Alice otra vez, retroceder, pero, entonces, ¿qué habría ganado? No quería irse con las manos vacías, otra vez no. El buceador de pulmón libre iba a tocar el fondo, aunque eso significara no volver a subir. Tenía que haber algo interesante allí abajo. A esa profundidad quizás algunas de las reglas empezarían a romperse.
Resbalando y poniéndose en pie, medio caminó, medio patinó en el pasillo y en la imagen especular de la imagen especular del taller. Las luces estaban apagadas allí, y Quentin invocó a toda prisa algo de iluminación: las palmas de sus manos brillaron como linternas. Algo era diferente ahí. Casi podía sentir el aumento de presión de las capas múltiples de realidad por encima de él. Esta realidad era más pesada de alguna manera, como si hubiera pasado por un filtro fotográfico que saturaba los colores y hacía que las líneas negras fueran más gruesas y más oscuras. Esa realidad trataba de colarse en sus ojos y oídos. Quentin no podía quedarse allí mucho rato.
Pero ¿adónde iría? Se inclinó sobre las ventanas y consiguió abrir una.
La calle era reconociblemente su calle, o casi: había una calzada, y farolas, pero no había otras casas. Era como un complejo de viviendas desierto que había sufrido alguna calamidad financiera justo cuando empezó la construcción. Alrededor, en la distancia, la arena fría se deslizaba sedosamente, silbando, sobre más arena fría. Era de noche, y hacía mucho frío, y en lugar de luz las farolas vertían lluvia como si estuvieran llorando. El cielo estaba negro, sin estrellas, y la luna era lisa y plateada: un espejo que reflejaba una tierra fantasmal. Era algo que supuestamente no debería ver. Era el esbozo de un mundo inacabado, un escenario que no estaba terminado.
Cerró la ventana. Ese taller también tenía una puerta roja. La abrió y pasó.
Ahora se estaba acercando al corazón de algo, podía sentirlo. Tres niveles más abajo, la cámara más recóndita, la muñeca rusa más pequeña; un trocito de madera con rasgos manchados que apenas llegaba a ser una muñeca. Esa estancia no se parecía a nada en la casa de Plum, pero la reconoció de todos modos. La moqueta silenciosa, ese olor caliente, frutal, una casa extraña en la que solo había estado una vez, y solo durante quince minutos, pero era como si nunca se hubiera ido. Estaba otra vez en Brooklyn, trece años atrás, en la casa donde había llegado para su entrevista de acceso a Princeton.
Estaba escarbando de manera más profunda en su propia mente, retrocediendo en el tiempo y en sus recuerdos. Fue allí donde empezó todo. Quizá si se quedaba podría tener su entrevista por fin. Podía retroceder y conseguir su doctorado. ¿Era de verdad o solo un simulacro? ¿Había otro Quentin más joven esperando al otro lado de la puerta, deprimiéndose más que de costumbre mientras permanecía allí inquietándose bajo la lluvia fría? ¿Y su amigo James, joven y fuerte y valiente? Los lazos se estaban tornando más extraños, las líneas del tiempo formaban un nudo gordiano, la trama se complicaba hasta resultar irreconocible.
¿O se trataba de una segunda oportunidad? ¿Era esa la forma de salvar a Alice? ¿Cambiarlo todo para que nunca hubiera ocurrido, romper el sobre y alejarse? Oyó el sonido de madera crujiendo, muy lejos, en otra realidad. Dos realidades más arriba. La última vez que estuvo allí, Quentin fue a por la licorera. Lección aprendida. Miró a su alrededor: sí, un reloj de pie, igual que en el relato de Christopher Plover. Era muy obvio ahora. Abrió la puerta.
Estaba lleno de monedas doradas brillantes. Cayeron al suelo como un jackpot de Las Vegas. Eran como las monedas de Mayakovsky, pero habría centenares de ellas. Dios, la cantidad de potencia concentrada allí era impensable. ¿Qué no podrías hacer con ellas? Ahora era un gran mago. Podría salvar a Alice. Podría arreglar cualquier cosa. Se llenó los bolsillos con ellas.
Hablando de eso: Alice llegó arrastrándose por el umbral detrás de él, aproximándose a su espalda con la languidez de una nutria. Hora de irse. La esquivó y volvió a cruzar la puerta hacia el otro lado.
En el taller la nieve se estaba convirtiendo en lluvia y el parquet tenía un dedo de nieve fangosa encima, y Quentin casi cayó corriendo por ella, con los bolsillos pesados con el tesoro. Cerró de golpe la puerta del aseo, pero luego buscó el rotulador y se le cayó. No había tiempo. Soltó un hechizo que dobló su velocidad y saltó por encima del lavabo y sintió el cálido picor caliente de demasiada magia demasiado cerca pisándole los talones. Alice era un borrón azul detrás de él, y Quentin no era más rápido que ella pero sí lo bastante rápido, justo para volver por el rellano y cruzar el taller y la puerta roja para salir al mundo real.
Alice no lo había alcanzado. «Hoy no. Hoy no.» Quentin se quedó allí un minuto, tomando aire y soplando y recuperándose, con las manos en las rodillas. Luego hundió las manos en los bolsillos y derramó el oro sobre la mesa. Enséñales lo que ha ganado.
Debería haberlo sabido. Era oro de fantasía, como en los cuentos, la clase de oro que se convierte en hojas muertas y flores secas cuando sale el sol. Eso fue lo que encontró. Las monedas se habían convertido en monedas ordinarias.
Nunca iba a ser tan fácil. Eso no iba a funcionar. Tenía que haber otra manera. Necesitaba dormir.
—Quentin.
Eliot estaba de pie en el umbral, con sus galas de tribunal filoriano como si se hubiera despegado de una pintura de Hans Holbein. Sostenía un vaso de la cocina en una mano, lleno de whisky, y lo levantó para saludar.
—¿Has visto un fantasma o qué? —dijo.