18
Esta es una historia que nunca le contamos a Christopher Plover.
Algunos días podías sentir la llegada de un portal. Para todos los demás el día podría ser soleado y claro, pero para nosotros cinco el aire se sentía pegajoso y cargado como antes de una tormenta. Podías notar el mundo preparándose para algo, acercándose a un punto de desacuerdo. Entonces nos mirábamos unos a otros de manera conspirativa y nos dábamos un tirón de orejas —esa era la señal acordada— y a partir de ese punto no serviríamos para nada más. La locura se apoderaba de nosotros, y no parábamos quietos, incapaces de quedarnos sentados o leyendo ni de seguir el hilo de nuestras lecciones. Nada más importaba hasta que alguien desaparecía y la tensión se rompía por fin.
Otros días Fillory pillaba a todos con el pie cambiado. No lo veías venir en absoluto. Puede que ni siquiera estuvieras de humor para eso, pero de repente allí estaba, y lo único que podías hacer era ceder a su hechizo cuando te separaba de este mundo.
Fue uno de esos días, de la segunda clase, cuando ocurrió: un sábado haragán en que el sol del verano parecía ir consumiendo toda la energía del mundo, dejándonos apáticos e inmóviles. No podíamos jugar, no podíamos estudiar, no podíamos dejar de bostezar. Hasta el esfuerzo de salir y visitar al pez de colores gigante y de ojos saltones en el estanque bordeado de piedras de la parte posterior de la casa habría sido inimaginable.
Fiona y yo estábamos en la biblioteca, que era una sala agradable, de dos pisos de alto, con dos escaleras móviles que cuando se enrollaban una en la otra a alta velocidad producían un estruendo muy satisfactorio. Pero como biblioteca era en buena parte inútil. Los libros estaban guardados en vitrinas: podías ver sus lomos a través de rejillas metálicas, como una ciudad prohibida oculta en la selva, pero no podías llegar a ellos. Por lo que yo sabía nadie podía: las llaves se habían perdido.
Había solo un libro en la biblioteca que podía leer; de alguna manera había escapado de quedar encarcelado con el resto de ellos. Era un catálogo de conchas marinas, un volumen inmenso. Apenas podía levantarlo y su lomo sonaba como una pistola cuando lo abrías. Las fotografías eran en blanco y negro, pero más o menos una de cada cincuenta páginas había sido teñida a mano a todo color, y aquellas conchas daban una sensación de especial intensidad. Una sensación filoriana.
Esa mañana Fiona y yo estábamos hojeando el libro. Las páginas eran gruesas y pegajosas en el calor; estaban hechas de un papel brillante especial que era casi gomoso, como las hojas de alguna planta tropical enorme. Como de costumbre, debatíamos los méritos estéticos de las diversas conchas, y las posibles propiedades venenosas de sus diversos residentes, hasta que Fiona se detuvo de repente. Había deslizado su mano bajo la siguiente página, esperando que fuera una página coloreada, pero sus dedos solo encontraron aire vacío. Era como si el libro se hubiera vuelto hueco de repente.
Fiona me miró y se tiró de la oreja. La página se pasó sola, como si una ráfaga de aire le hubiera dado la vuelta desde debajo. Desde Fillory.
El portal estaba situado justo en la enorme página del libro. De manera muy apropiada daba a la orilla del mar; reconocí de inmediato la costa norte de Whitespire, donde había un puente largo y elegante que conducía a una isla vecina. Estábamos mirando al suelo de arena blanca desde arriba y el impulso de lanzarse de inmediato era casi embriagador. Mientras observaba, Fiona no resistió ese impulso; olvidando a Martin, olvidando nuestro pacto, se subió a su silla y luego a la mesa y se dejó caer a través de la página tan limpiamente como si estuviera saltando de una roca alta a un estanque.
Yo no lo hice. Me aparte con un esfuerzo titánico, sintiendo que estaba dejando la piel atrás, y corrí a buscar a mi hermano.
Estaba solo en una habitación de huéspedes. Se suponía que estaba trabajando en un esbozo de un jarrón para una clase de dibujo, pero cuando llegué estaba simplemente observando con desgana mientras el viento empujaba una persiana y luego la absorbía otra vez. Se levantó en cuanto entré. No hicieron falta palabras. Él sabía por qué había venido.
Yo estaba seguro de que el portal estaría cerrado, pero cuando entramos corriendo en la biblioteca juntos todavía estaba allí, esperándonos, o al menos esperándome a mí. Desde cierta distancia, la vista de la playa a través del libro abierto era una imposibilidad de perspectiva, un trampantojo. Hacía cosas extrañas a mi percepción profunda.
Cuando Martin se acercó, el libro se movió en la mesa y trató de cerrarse por sí mismo; parecía afrentado, como si lo hubiéramos sorprendido en un estado de desnudez. Pero Martin estaba preparado para eso. Lo señaló con tres dedos y gritó una frase que no comprendí; podría haber sido el idioma de los enanos, tenía aquellas fricativas rasposas que usan los enanos. Hasta entonces no había comprendido que Martin había estado estudiando magia. Quizá no había estado simplemente enfurruñado en la biblioteca de Whitespire al fin y al cabo.
El libro tembló, tensándose entonces para cerrarse. Martin y el libro, Martin y Fillory en sí, estaban luchando, y era una visión espantosa, porque yo los amaba a los dos.
Martin lo agarró con las dos manos y tiró, gruñendo, tratando de romperlo por la mitad: supongo que pensaba que así no podría cerrarse. Pero era demasiado grueso, y la encuadernación era demasiado fuerte, con lo cual lo que logró fue obligarle a abrir las mandíbulas como un hombre luchando con un caimán y lo sujetó. Se subió a la mesa y, lentamente, con torpeza, metió los pies y luego las piernas y las caderas a través de la puerta en la página.
Al hacerlo, el libro empezó a gruñir de una manera espantosa, como si el error de ello, la violación, le doliera físicamente. Cuando Martin ya había pasado por completo, pensé que el libro se cerraría de golpe, pero en cambio se abrió otra vez, flácido e infeliz de que lo hubieran forzado a ingerir una comida que no quería.
Avergonzado, me colé con rapidez y caí en la playa. Al mirar atrás vi a Jane apareciendo en el umbral de la biblioteca, y nuestros ojos se encontraron en el hueco entre mundos, pero era demasiado tarde para ella. El libro había tenido suficientes Chatwin por un día; se cerró sobre mi cabeza. El portal desapareció.
La marea estaba alta y el viento era suave. El mar estaba plano como una cama hecha. Daba la impresión de que eran las once de la mañana.
Martin ya estaba a medio camino de las dunas. Había tenido mucho tiempo para pensar en lo que haría en Fillory, si alguna vez tenía la ocasión. Estaba allí en tiempo prestado, y no iba a desperdiciarlo.
—Eh —grité tras él—. ¡Espéranos!
Fiona también lo estaba observando, pero ella no lo estaba siguiendo. La broma había ido demasiado lejos para ella.
—No va a ir a Whitespire —dijo en voz baja.
—¿No? ¡Martin! —grité—. ¿Qué estás haciendo?
—Creo que deberías ir con él —dijo Fiona—. Alguien debería ir con él.
Martin había hecho una pausa en la cima y nos estaba considerando.
—Bueno, ven, pues —dijo—, si quieres venir.
Lo hice. Fiona se quedó donde estaba.
Nada ocurrió del modo en que lo contó Plover después. Todo ese asunto con Sir Manchas Peligrosas en El bosque volante es invención suya, pura ficción. En realidad, solo estábamos Martin y yo. Yo fui el único testigo.
El territorio era boscoso detrás de las dunas. El paso de Martin era imperturbable, una caminata decidida, y yo tenía que saltar cada pocos pasos para mantenerme con él.
—¿Adónde vamos?
—No voy a volver —dijo.
—¿Qué?
—No voy a volver a Inglaterra, Rupes. Lo odio, odio Inglaterra, y allí todos me odian. Ya lo sabes. Y si regreso a casa nunca volveré aquí otra vez, los dos lo sabemos. Viste el libro, casi me cortó las piernas. Si los carneros quieren que me vaya van a tener que echarme y cuando lo intenten juro que tendrán que luchar.
No tenía sentido discutir con él. Había un poco de nuestro padre en Martin, y justo entonces sonó como nuestro padre maldiciendo a los alemanes, algo que hacía con frecuencia y sin mesura.
—¿Qué vas a hacer?
—Cualquier cosa —respondió—. Todo. Lo que tenga que hacer.
—Pero ¿qué?
—Hay algo que quiero intentar. He tenido una idea sobre un intercambio.
—Un intercambio. ¿Con quién? ¿Qué tienes que cambiar?
—¡Me tengo a mí! —gruñó—. Para lo que sirva. —Y entonces, menos enfadado, en la voz de Martin el niño pequeño, quien existiría durante solo aproximadamente una hora más, añadió—. ¿Vendrás conmigo?
—Muy bien. ¿Adónde vamos?
—Vamos a ver a alguien. Quién sabe, podría ser que pudieras hacer un trato con él tú también.
Miró por encima del hombro, para asegurarse de que Fiona no nos había seguido, luego rápidamente dibujó un cuadro en el aire con los dedos. La forma se convirtió en una ventana, una ventana que daba a un paisaje de marismas, y Martin pasó por encima del alféizar y a través de la ventana. La velocidad con la que lo hizo me sorprendió profundamente. Habíamos visto magia practicada por hechiceros de Fillory, pero ninguno de nosotros la había estudiado, al menos que yo supiera. Sin embargo, Martin debía de haber estado practicando en secreto durante meses, llevando una vida entera que nos había ocultado. Una vida secreta dentro de una vida secreta.
Lo seguí.
—¿Dónde estamos?
—Pantano del Norte —dijo—. Vamos.
El suelo allí era cenagoso, pero Martin, siempre un explorador intrépido, eligió su camino para atravesarlo con confianza. Yo traté de pisar donde él pisaba, pero perdí el equilibrio y apoyé una mano en el suelo; la saqué cubierta de mugre negra. Pronto nuestros zapatos estaban llenos de agua, y el pantano los estaba chupando como si le gustara el sabor. Yo no iba vestido para eso; era afortunado de tener al menos zapatos.
Después de un cuarto de hora así me subí a una roca redonda, un oasis de solidez, y me detuve. Por delante había solo charcos negros y juncos y más charcos negros y luego agua abierta.
—¡Mart! ¡Para!
Se volvió y me saludó. Luego echó un último vistazo a su alrededor al horizonte, juntó las manos delante de él, como una plegaria, y se zambulló de cabeza en un charco.
El agua apenas parecía lo bastante profunda para alcanzar sus tobillos, pero lo tragó por completo y con tanta facilidad como si fuera un océano. Observé la superficie acomodarse y cerrarse otra vez encima de él y alisarse de nuevo.
Solo entonces me asusté en serio.
—¡Mart! ¡Martin!
Dejé mis zapatos en la roca —que yo sepa siguen allí— y avancé hacia el punto donde él había desaparecido. Metí el brazo en el charco hasta el hombro. No tenía fondo. Respiré profundamente y hundí la cabeza.
Noté un zumbido en el oído interno. Traté de equilibrarme, pero caí de bruces. Hubo un momento de náusea y confusión ingrávida, luego estaba tumbado boca arriba en el suelo húmedo boqueando como un pez. Gradualmente todo empezó a enderezarse.
Estaba tumbado en la parte inferior del pantano; el reverso de la llanura fangosa por la que estaba caminando un momento antes. La gravedad estaba invertida. Si miraba hacia abajo estaba mirando hacia arriba, a través de los charcos, al cielo azul de Fillory. Si levantaba la mirada solo había oscuridad arriba. Era de noche en el mundo debajo del Pantano del Norte, y ante mí, por una llanura de barro negro y charcos llenos de sol, había un castillo de hadas hecho de piedra negra. Sus torres apuntaban abajo en lugar de arriba, pero igual que todo lo demás, incluido yo.
Eso era nuevo. Martin nos había llevado a algún sitio completamente extraño. Fillory era una tierra de maravillas, pero ese lugar tenía una cualidad extraña que solo puedo describir como incorrecta. Era un lugar que no debería haber existido, algún lugar fuera del borde del tablero, donde no tenías que poner una pieza de juego. No se trataba de una aventura ordinaria, de otra leyenda en progreso. Ya sabía que Plover nunca se enteraría de ello. Esto estaba ocurriendo fuera de los libros.
Podría haber dado la vuelta, pero sabía que si lo hacía nunca más volvería a tener un hermano. También sabía que lo que le estaba ocurriendo me ocurriría a mí también. Yo tenía diez años, me quedarían dos años más, tres a lo sumo. No quería que el juego terminara todavía. Seguiría detrás de Martin a distancia de seguridad, pensé, y observaría lo que hacía. Quizás él había encontrado una forma de salir del laberinto.
Me levanté, combatiendo el vértigo. Martin estaba esperándome delante de la puerta grande del castillo. Estaba empapado y sonriendo, aunque con cierta tristeza. Me encaminé hacia él, esquivando los charcos.
—Esto es —dijo— igual que decían en los libros, pero es diferente cuando realmente lo ves.
—¿Quién lo decía? Martin, ¿qué es esto?
—¿Qué es lo que parece? —dijo presuntuosamente—. Bienvenido al castillo de Blackspire.
—Blackspire.
Por supuesto que lo era. Era igual que Whitespire, piedra sobre piedra, pero las piedras eran negras, y las ventanas estaban vacías y oscuras. Era Whitespire boca abajo y hacia atrás y en medio de la noche: el aspecto que debía de tener cuando todos estábamos dormidos y soñando. Martin se quitó su suéter empapado y lo dejó caer en la piedra suave.
—Pero ¿quién vive aquí?
—No estoy seguro. Al principio pensé que podrían ser versiones invertidas de nosotros. Sabes: Nitram, Trepur, esa clase de cosas. ¿Cómo es Fiona hacia atrás? No me sale de memoria. Y tendríamos que luchar a muerte contra nuestros números opuestos. Pero estoy empezando a pensar que no es eso en absoluto.
—Bueno, gracias a Dios. ¿Y cómo es?
—No lo sé —dijo—. ¡Descubrámoslo!
Tiró de una de las grandes puertas y esta se abrió en silencio en bisagras aceitadas. El gran salón interior estaba iluminado por luz de teas. Lacayos pálidos y en silencio con librea negra permanecían pegados a las paredes.
—Exacto. —Martin no parecía desconcertado en absoluto. Creo que ya había superado el miedo. Alzó la voz; estaba cargado de una especie de valentía desesperada—. ¿Está en casa vuestro señor?
Los lacayos inclinaron la cabeza, en silencio como piezas de ajedrez.
—Bien. Decidle que el Rey Supremo ha llegado, y su hermano. Lo esperaremos en su sala del trono. Y encended algunos malditos fuegos, hace frío aquí dentro.
Dos de ellos se retiraron, hacia atrás, mostrando adecuada deferencia. O quizá todos caminaban hacia atrás en el castillo de Blackspire.
Estábamos muy fuera de lugar, lejos del guión e improvisando. Todo lo que habíamos hecho hasta ese momento en Fillory era como un juego, un ensayo, buena diversión y luego riendo hasta el cuarto de los niños. Pero Martin estaba entrando en una clase de juego más oscuro. Era un doble juego: estaba tratando de salvar su infancia, de preservarla y capturarla en ámbar, pero para hacer eso estaba recurriendo a cosas que participaban del mundo de más allá de la infancia, cuyo contacto le dejaría aún menos inocente de lo que ya era. ¿En qué lo convertiría eso? No sería un niño ni un adulto, ni inocente ni sabio. Quizás un monstruo era eso.
Yo no quería seguirlo. Quería quedarme atrás y ser un niño durante un tiempo más. Pero tampoco podía soportar perderlo.
Martin se adentró en el castillo, ambos conocíamos el camino. Yo arrastraba los pies, pero él caminaba como si se dirigiera a su propia fiesta de cumpleaños. Iba a poner un punto final, de una forma o de otra, y no podía esperar. Estaba tan aliviado que casi estaba brillando.
—No me gusta esto, Mart. Quiero volver.
—Pues márchate —dijo—. Pero no hay vuelta atrás para mí. Esta es mi última posición. Estoy rompiendo las normas, Rupe. O bien los quiebro o ellos me quebrarán a mí. Ya no me importa, no desde que Ember y Umber decidieron castigarme sin ningún motivo.
—¿Qué normas? —Estaba al borde de las lágrimas—. ¡No lo entiendo!
Martin nos condujo a un camerino situado a un lado de la sala del trono, una cámara donde arriba, en el castillo de Whitespire, en el mundo de luz y aire, dignatarios extranjeros que visitaban Fillory estarían a nuestra disposición. Había fuego allí, y yo estaba agradecido por el calor. Allí había también ropa seca, en colores de Blackspire, y Martin empezó a desnudarse. Yo me quedé con mi ropa húmeda puesta.
—Te contaré cómo se me ocurrió —dijo—. Estaba pensando ¿no es curioso que seamos reyes y reinas aquí? Somos niños. Ni siquiera somos de aquí. No hay nada especial en nosotros, o al menos no lo vemos. Pero hemos de tener algo especial, ¿no? Algo que no pueden conseguir en Fillory.
—Supongo.
Completamente desnudo, sin vergüenza, calentó su piel pálida desnuda delante del fuego. Estaba más feliz de lo que lo había visto en meses.
—¿Qué es? No tengo ni idea. Mi humanidad, supongo. Pero sea lo que sea, no significa nada para mí, así que voy a ver cuánto vale para ellos. La he puesto en venta, en el mercado abierto, y ahora he encontrado un comprador. Estamos aquí para ver cuánto podemos sacar por ello.
—No lo entiendo. ¿Vas a comprar tu camino de regreso a Fillory?
—Oh, no lo estoy haciendo así. No estoy pidiendo favores. Lo que quiero es poder, suficiente poder para que ni siquiera Ember y Umber puedan mandarme a casa.
—Pero Ember y Umber son dioses.
—Entonces quizá seré también un poco dios.
—Pero ¿y si…? —Tragué saliva; no era más que un simple niño—. Si vendes una parte de ti mismo, ¿ya no serás Martin?
—¿Y qué, si no? —dijo sin darle importancia—. ¿Qué tiene de bueno Martin? Todo el mundo lo odia, incluido yo. Preferiría ser otro. Cualquier otro. Incluso si es nadie. —Cogió una camisa seca de una pila de ropa ordenada en una silla—. Supongo que soy como uno de esos invitados a las fiestas de la tía, los que no se van a casa cuando termina, ni siquiera después de que ella apague las luces. Pero ya no tengo ninguna otra casa a la que volver. Cuando miro a Inglaterra ahora, veo un lugar muerto, Rupert. Un erial. No quiero vivir en un erial. Prefiero morir en el paraíso.
La ropa parecía lujosa, y le quedaba a la perfección, como sabía que ocurriría: colores fríos y oscuros, terciopelos negros y pequeñas perlas plateadas como las bolitas de azúcar que se usan para decorar pasteles. Tenía el aspecto de un rey.
—Mart, vamos —dije, aunque sabía por experiencia que rogándole solo conseguiría enfadarlo más—. Déjalo estar. Déjalo como era.
—No.
Me señaló con un dedo. Me sentía más que dos años menor que él entonces: en algún momento Martin había aprendido el secreto de una rabia adulta más rica y más poderosa.
—¡No es como era! ¡No volverá! Cambiaron las reglas que nos afectaban, así que, por lo que a mí respecta, la suerte está echada. —Se apretó más el cinturón—. Si ellos piden disculpas, si ellos muestran algún lamento, entonces quizá. Quizá. Si al menos explican por qué.
»Pero no lo harán. Ellos no. Así que me voy a la guerra, como papá. No pueden darnos Fillory y luego quitárnoslo otra vez. Los carneros han caído bajo, pero yo caeré más bajo. Son malos, pero yo seré peor.
Abrió ambas puertas a la sala del trono.
—Mart, ¿quién vive aquí? —pregunté—. ¿De quién es esta casa?
Entró; yo me quedé en el umbral. Las paredes de la sala del trono estaban llenas de más lacayos, quietos y con los párpados pesados como ranas. Las teas ardían de un modo extraño, no calientes y amarillas, sino chispeando y petardeando.
—¡Aquí estoy! —gritó Martin.
No podía verle la cara, pero percibía la sonrisa en su voz, estaba disfrutando de la rabia y la vergüenza. Creo que había estado conteniéndolas durante mucho tiempo, tratando de no sentir nada en absoluto, y después de tanto aturdimiento cualquier cosa se sentía dulce, hasta el dolor.
—Bueno, ¡vamos! —Abrió mucho los brazos—. Tengo lo que queréis. Venid y quitádmelo.
Creo que supe entonces por qué lo hicieron, por qué Ember y Umber no nos dejarían quedarnos en Fillory. No es porque fuéramos demasiado jóvenes, o demasiado viejos, o demasiado pecadores. No se trataba de que pudiéramos extender su sabiduría en otro mundo, nuestro mundo. No era que estar en Fillory te hiciera feliz, y a su manera un exceso de felicidad era tan peligrosa como un exceso de tristeza. Eso es una mentira, que ni siquiera Ember y Umber nos contaron nunca.
No, se trataba de que Fillory era cruel, tan cruel a su manera como lo era el mundo real. No había diferencia, aunque todos simulábamos que la había. No había nada justo en Fillory, igual que no había nada justo en que los padres de la gente fueran a la guerra, y que sus madres se volvieran locas, y que hombres como Christopher Plover se aprovecharan de niños, y la forma en que nosotros entre todos los animales sufríamos la maldición de anhelar algún sitio mejor, algún sitio que nunca había existido y nunca existiría. Fillory no era mejor que nuestro mundo. Solo era más bonito.
No pensé esas cosas entonces, pero sí que sentí todo eso cuando miré más allá de Martin a los ojos saltones del gran carnero Umber. El carnero en sombra. El castillo de Blackspire era su hogar. Umber era el comprador de Martin.
En honor de Martin hay que decir que lo comprendió al momento.
—Oh, eres tú, ¿no? —dijo—. Bueno, vamos, viejo farsante. Está todo aquí y solo ligeramente sucio. ¿Estás preparado?
—Sí —se oyó la resonante respuesta. No era como la voz de Ember: más alta y calmada y civilizada, incluso urbana—. Estoy preparado.
—Pues adelante. Tómalo. Tómalo todo, maldito cobarde, y dame lo que quiero.
Me rendí entonces. Podría haber intentado una última vez que Martin cambiara de opinión. Podría haber tratado de sacarlo a rastras de esa sala. Podría haber intentado ocupar su lugar, o luchar contra un dios, pero no lo hice. Estaba asustado y huí. Corrí a través de pasillos vacíos del palacio en sombras y no paré hasta que estuve tumbado boca abajo en el barro frío al borde del Pantano del Norte. Nunca volví a ver a mi hermano.
La desaparición de Martin copó los titulares en toda Inglaterra, relegando incluso noticias de la guerra a segundo plano. Los ingleses adoran una buena tragedia, sobre todo si implica a un niño, y esta fue espectacular, aunque también flor de un día. Enviaron detectives a Fowey desde Penzance y Londres y más lejos. Dockery House estaba patas arriba, desde el desván hasta el sótano, y la casa de Plover también. Circularon noticias. Se soltaron perros. Se excavaron jardines. Se dragaron estanques y fuentes. Hombres de complexión delgada bajaron a pozos abandonados.
Se recuperó una cantidad asombrosa de objetos perdidos: bicicletas, mascotas, llaves, extraños objetos de plata, encontraron a uno o dos pequeños delincuentes, hasta un fagot que había sido robado y luego aparentemente abandonado en una escarpa cuando vieron que era imposible de vender. Como el fagotista que tanto había suspirado por su pérdida ya había fallecido, la policía depositó el instrumento de modo temporal y luego permanente en Dockery House, como a modo de disculpa, una especie de sustituto para el niño que nunca lograron encontrar. Jane, a su manera inescrutable, aprendió a tocarlo bastante bien.
Una nube de sospecha se asentó sobre Christopher Plover, pero con el paso del tiempo se dispersó, como ocurre con las nubes, haciendo una pausa en su camino para ensombrecer a unos cuantos de los individuos menos limpios de la localidad, pero nunca de manera concluyente. La verdad sea dicha, Plover estaba un poco acongojado cuando desapareció Martin, el viejo sinvergüenza. No había pruebas y nunca se hizo ninguna detención. Nosotros los niños sabíamos adónde había ido Martin, por supuesto, más o menos, aunque yo nunca conté a los demás todo lo que sabía. Jamás les expliqué que fue Umber quien aceptó la oferta de Martin. No tenía valor para hacerlo. Les dije que no había seguido a Martin al castillo de Blackspire.
Creo que los adultos pensaban que ocultábamos algo, pero nunca podían poner sus dedos grandes, pegajosos, magreadores en lo que era. Era nuestro secreto compartido.
Pero no todos nos sentíamos igual sobre lo que había hecho Martin. Helen en particular —siempre archicarneriana— era mordaz al respecto, vilipendiando a Martin porque a su juicio había desafiado la voluntad de Ember y Umber. Sin embargo, creo que todos lo comprendíamos, e incluso, en cierto modo, lo admirábamos. Yo sé que lo hacía. Había exigido una gran voluntad y recursos buscar a Umber, cerrar el trato y luego llevar a cabo su plan. Martin era muchas cosas, y solo Dios sabe lo que es ahora, pero el Martin Chatwin de doce años no era estúpido, y no era un cobarde.
Aun así, resultaba difícil reconciliar la huida de Martin a Fillory con el daño que había causado al mundo real. Uno de los secretos que Martin debía de haber aprendido bajo el Pantano del Norte era a no preocuparse por algunas cosas, y eso era algo que daba poder, el poder de vivir como si tus acciones no tuvieran consecuencias. Nos tocó a nosotros ser testigos de las consecuencias, y fueron horribles. Los nervios de nuestra madre siempre fueron frágiles, y la desaparición de Martin la aniquiló de manera permanente. La veíamos cada vez menos, y cuando lo hacíamos, en uno u otro entorno institucional desalentador, nunca dejaba de acusarnos de haberle robado a Martin. Sus propios hijos le parecían siniestros y ajenos. Sabía, de alguna manera, que lo sabíamos. Y tenía razón.
Pero nunca volví a ver a Martin. Siempre lo busqué, aunque con el paso del tiempo me preocupaba cada vez más lo que ocurriría si lo encontraba. Podría o no mostrarse a mí. Nunca comprendí por qué no.
Desde luego tuvo la oportunidad. Nos quedaban más aventuras en Fillory, la mayoría de las cuales terminaron en Un mar secreto y La duna errante. Yo no las rechacé. Incluso después de lo que había visto ese día, incluso con el corazón medio roto, seguía sin poder decir no a Fillory.
Y entonces Fillory nos dijo no a nosotros. Al final de Un mar secreto yo tenía doce años, y después de eso nunca me pidieron que volviera. Uno por uno nos hicimos demasiado mayores. Helen tuvo una aventura final, en compañía de Jane, y las dos chicas regresaron con una caja de botones mágicos de los que Jane aseguraba que podían haberles dado entrada a Fillory para siempre. Sin embargo, Helen consideraba que los botones eran una perversión mágica, pensaba que usarlos sería una blasfemia contra los carneros, y se deshizo de ellos de inmediato y no pudimos convencerla de que divulgara su escondite. Sus argumentos eran muy carnerianos, y todos nos posicionamos contra ella, incluso Jane. Hubo un cisma y después de eso, nosotros, los niños Chatwin, nunca volvimos a estar tan unidos, y nuestra integridad como tribu disminuyó todavía más.
Quizá la consecuencia más extraña de la desaparición de Martin fue que Plover empezó a escribir. Fuera lo que fuese que tuviera con Martin y lo que hicieran juntos, cuando eso terminó, empezó la escritura y un día Plover nos sorprendió con un libro. Había encargado una edición personal. Lo tituló El mundo entre los muros. En la cubierta aparecía su propio dibujo poco profesional pero encantador de Martin y el reloj de pie.
Sonará extraño, pero, después de la sorpresa inicial, el libro nunca nos interesó mucho. Le echamos un vistazo rápido, nos reímos de las ilustraciones —Plover tenía las ideas más ignorantes y sentimentales del aspecto de un enano—, pero ya casi conocíamos todo lo que contaba. A la gente le gustaba llamar a los libros de Fillory libros mágicos, pero a nosotros nunca nos lo parecieron. Si has visto magia, entonces los libros de Fillory son, de hecho, imitaciones muy burdas. Las palabras de Plover eran como flores secas, tiesas y arrugadas, aplastadas entre páginas cuando nosotros habíamos tenido las flores auténticas a nuestro alrededor.
Ahora lo único que veo es lo sencillo que lo hizo sonar. Leyendo los libros de Fillory pensarías que todo lo que uno tenía que hacer era comportarse con honor y valentía y todo iría bien. Menuda lección para enseñar a los niños. Qué forma de prepararlos para el resto de sus vidas.
Cada uno de nosotros encontró formas de pasar sin Fillory. El mundo real no estaba coloreado de manera fantástica y brillante como Fillory, pero era muy distraído de todos modos, y si no contenía pegasos ni gigantes estaba absolutamente repleto de chicas que parecían casi tan mágicas y peligrosas. Fillory era dulce, pero este mundo era muy sabroso. Era fácil dejar de lado Fillory cuando cada partido de fútbol y examen de beca y besos furtivos te decían que pararas de luchar, que lo olvidaras, que lo dejaras estar, que lo dejaras atrás. Hablábamos de Fillory cada vez menos entre nosotros, e íbamos cada vez menos a casa de Plover, y todo el asunto empezó a parecer cada vez menos real.
Para entonces los libros habían empezado a venderse y una lluvia de dinero milagrosa empezó a caer sobre nosotros. No lo habríamos dicho en voz alta, ni siquiera a nosotros mismos, pero era como si hubiéramos vendido el propio Fillory; o más bien habíamos vendido su realidad al reducirlo al estatuto de fantasía infantil, a cambio de pagos regulares y asombrosamente grandes en cuentas que estarían bajo nuestro control al cumplir veintiún años. Cuando tenía diecisiete y estaba haciendo un examen de ingreso para el Merton College de Oxford, ya no estaba completamente seguro de que creyera en Fillory.
Jane sí que creía. Nunca dejó de buscar los botones que escondió Helen, y cuando desapareció a los trece años, creo que los encontró. Pero ella sabía que era mejor no tratar de llevarme con ella, y ninguno de nosotros trató de seguirla. Cuando no regresó, solo pude suponer que siguió el mismo camino que Martin.
Ya hace muchos años que ni Helen ni Fiona ni yo mencionamos Fillory entre nosotros, salvo en lo relacionado con nuestras finanzas. No hablamos de Martin ni Jane; a su manera han llegado a parecernos tan fantásticos como el Caballo Confortable. Sin esas cosas hemos tenido muy poco de que hablar, y pagaría cualquier precio por no tener que sufrir ni una más de las charlas de Helen, con acento americano y ojos brillantes, sobre Jesús. Es como si nosotros tres fuéramos los supervivientes de un desastre colosal —como el bombardeo de una ciudad, igual que Londres está quedando destrozado por las bombas ahora— y mencionar siquiera lo que ocurrió sería arriesgarse a volver a llamar a los aviones a destrozarnos otra vez.
Ni siquiera habría escrito esto si no hubiera sido por los sucesos que han ocurrido en Gran Bretaña y en el mundo en los últimos tres años. Me han llevado a extremos de desesperación que nunca habría creído posibles. No hay forma de saber quién triunfará en el presente conflicto, y hay muchas posibilidades de que los alemanes arrasen Inglaterra antes de que esto termine.
Quizá llegará ayuda. Tal vez Martin sea capaz de percibir sucesos de este mundo, desde donde está, y vuelva; si a él no le importa espero que al menos le importe a Jane. Si son incapaces de intervenir en los asuntos de este mundo, quizá podrían hacerlo Ember o Umber. Eso sería una visión bien recibida: mi hermano y hermana perdidos hace tanto tiempo y los dos grandes carneros de Fillory, llenos de poder, marchando sobre Berlín para obligar a Hitler a salir de su búnker como un armiño.
Pero no han venido. Y estoy empezando a pensar que no van a venir.
Y por eso estoy escribiendo estas palabras. Este libro es una autobiografía, una historia secreta, pero es también un acto de provocación calculada. En este momento estoy con la Séptima División Acorazada en Tobruk, Libia, preparándome para una batalla mañana contra Rommel y sus panzers. Yo, Rupert Chatwin, rey de Fillory, que cabalgué un grifo contra los ejércitos del Rey Susurrante, que vencí al Alma en Pena del Oeste en combate cuerpo a cuerpo y le rompí la espalda, lucharé contra los alemanes en un tanque de defensa obsoleto lleno de piojos y el hedor de mí y mis camaradas en armas, que ya ha perdido aceite en la mitad del norte de África.
Si sobrevivo, enviaré esto a casa con instrucciones para que se publique dentro de seis meses a menos que lleguen noticias mías. La noticia de que Fillory es real saltará a todos los diarios británicos, a menos que aceptéis acogerme a mí y a mi familia. Sí, me dirijo directamente a vosotros: Ember y Umber, Martin y Jane. Si no a mí, al menos salvad a mi mujer y a mi hijo, vuestro único sobrino, es lo único que pido. Seguramente está en vuestras manos. Seguramente podéis encontrarlo en vuestros corazones.
Pero si sigue sin ser suficiente, entonces os ofrezco bienes a cambio. Antes no fui completamente sincero: cuando salí del castillo de Blackspire ese día no me fui con las manos vacías. Blackspire es el gemelo de Whitespire, y sabía dónde estaba la sala del tesoro, y sabía cómo abrirla. Pese a mi temor y dolor, seguía siendo lo bastante egoísta y rencoroso para robar lo que pudiera llevarme. No era un adepto como Martin, pero hasta yo podía reconocer el poder cuando lo veía. Cogí un cuchillo y un hechizo, y creo que son verdaderamente muy poderosos. Son de los viejos mecanismos. El material más fuerte.
Podéis venir y arrebatármelos, pero creo que no lo haréis. Mi propuesta: os los ofrezco libremente si queréis hacer esto.
Por el amor de Dios, Ember y Umber, Martin y Jane, o por el amor de lo que consideréis más sagrado, si estáis leyendo estás palabras llevadnos otra vez a Fillory. Por todas las formas en que os he traicionado os pido perdón. Expiaré mis pecados del modo que queráis, si abrís la puerta otra vez, una última vez. Yo fui rey de Fillory, pero regresaré como vuestro más bajo sirviente si abrís la puerta. Ahora os lo estoy rogando. Cuando vuelva esta página quiero que abráis la puerta.
El libro terminaba ahí.
Plum lo dejó abierto en su regazo. Lo notaba como si pesara una tonelada. No podía mirar a Quentin. No quería compartir ese momento con él. Quizá lo haría enseguida, pero todavía no.
No habían venido. No lo habían salvado, y los bienes robados por Rupert habían permanecido robados, y él había muerto en el desierto. Aunque su esposa e hija —la abuela de Plum— habían sobrevivido de todos modos. El cuchillo: eso fue lo que cogió Betsy. Al principio Plum se preguntó por el hechizo, pero también estaba allí, recortado y metido dentro, al final del cuaderno, en un pergamino desigual ligeramente más pequeño que las páginas que lo rodeaban: una docena de hojas de cerrada escritura en una caligrafía extranjera.
De repente, todo se puso borroso, porque los ojos de Plum estaban anegados de lágrimas. Ella había negado toda su vida que alguna cosa fuera real, pero ya no podía hacerlo más. No después de eso, y no después de lo que la chica del espejo le había mostrado. Había ocurrido realmente. No era solo una historia; era una historia real. La había encontrado a ella, la había arrastrado a sus páginas, y había llegado el momento de que cumpliera con su papel. Fillory había engullido a sus antepasados y los había escupido. Ahora tenía hambre otra vez y venía a por ella, y ella tendría que encontrar una forma de superarlo.
Plum puso la cabeza en sus manos y se le escaparon algunas lágrimas más, allí en el vestíbulo de la estación de tren de Amenia. Después de cinco minutos se levantó y fue al bar a buscar unas servilletas para sonarse la nariz.
—Quentin —dijo cuando volvió—, creo que Fillory era real. —Le costó pronunciar esas palabras. No querían ser pronunciadas—. Sé que suena absurdo, pero creo que Rupert estaba diciendo la verdad. Creo que todo fue real.
Quentin solo asintió. No parecía sorprendido. Si acaso Plum sospechaba que se había secado una lágrima o dos cuando ella no estaba mirando.
—Es real, Plum —dijo—. He estado allí.