21
Plum lo observó dar unos pasos lentos, cautos e incrédulos hacia la puerta y luego deteniéndose otra vez, mientras el polvo se asentaba y se apagaba el zumbido. Se sentía agotada, temblorosa, como si hubiera hecho una carrera con el estómago vacío, pero no podía apartar la vista de la puerta roja.
—Lo logramos —dijo Quentin con solemnidad—. Ha funcionado de verdad. Hemos hecho una nueva tierra.
La puerta tenía un pomo de latón situado en el centro. Quentin lo tocó y luego puso la mano en él, con cautela, como si esperara una corriente eléctrica, o como si pensara que su mano podría atravesarlo. Pero era sólido. Hizo girar el pomo y empujó (error), luego tiró de la puerta hacia él. Se abrió con facilidad.
Un viento frío entró en la sala. Refrescó la frente sobrecalentada de Plum, pero congeló algo en su interior.
—Quentin —dijo.
Él no se movió, y ella se acercó para colocarse a su lado en el umbral.
—¿Vas a entrar?
Como si estuviera despertándose de un sueño, Quentin la miró.
—Dentro de un momento. —Levantó la mano—. Estaba seguro de que iba a tener una cicatriz aquí por la moneda de Mayakovsky. Como en En busca del arca perdida. Sentía como si quemara. Pero no hay nada.
Plum no sabía de qué estaba hablando, pero no dijo nada. No parecía el momento.
La tierra no se asemejaba al Bosque de los Cien Acres. Ni siquiera era un huerto. Ni siquiera era exterior. Mirar a través de la puerta fue como mirar a ese espejo en Brakebills, después de que el reflejo de Darcy se hubiera desvanecido: era exactamente como la sala donde estaban, salvo por el hecho de que ellos no estaban allí. Y estaba todo al revés.
—A través del espejo —dijo Quentin.
No era lo que ella esperaba. Quentin cogió una cuchara de mango largo de la mesa de trabajo y la lanzó por lo bajo a través del umbral. La cuchara resonó y se deslizó por el suelo en la otra sala. Parecía bastante segura.
—¿Qué es esto? —dijo ella.
—Creo que es nuestra tierra.
—Pero ¿por qué tiene ese aspecto? ¿Así se suponía que debía ser?
—No lo sé.
—¿Era esto lo que estabas esperando? Pensaba que ibas a hacer un huerto. ¿Es esto lo que estabas tratando de hacer?
—No. —Quentin frunció el ceño.
—¿Por qué hacer una tierra que parece exactamente igual que aquella en la que estás?
—Es una buena pregunta.
Quentin cruzó el umbral y entró en la otra sala. Ella lo observó. Tenía que reconocérselo, no parecía en absoluto alucinado. Solo examinaba la escena.
—Clásico —dijo él—. Está completamente al revés. Es tierra opuesta. Te ha de gustar el respeto a la tradición. —Extendió los brazos—. Entra si quieres, creo que es seguro.
Plum entró. La verdad es que era sumamente raro. Era como si la casa hubiera adquirido un gemelo siamés, pegado a ella por la puerta. Plum estaba pugnando con una sensación de anticlímax.
—Más o menos ha funcionado —dijo Plum—. O sea, ¿hemos hecho una tierra, no?
Quentin asintió.
—O una casa al menos. Seamos cuidadosos, Plum, esto me da mala espina.
Era una casa muy, muy tranquila. La casa original estaba mágicamente insonorizada, así que también era silenciosa, pero esa era diferente. Esa casa estaba sónicamente muerta; era como si las paredes estuvieran cubiertas de las hueveras que usaban para insonorizar los estudios de música.
Y había algo más. La estancia daba una sensación claustrofóbica. Plum no pudo identificarlo hasta que estuvo literalmente mirándolo a la cara.
—Mira las ventanas —dijo—. Todas las ventanas. No son ventanas; son espejos.
Era como si los ojos de la casa se hubieran quedado ciegos.
—Eh. Me pregunto qué son los espejos.
Sí. Buena pregunta. Había uno en el aseo del rellano. Plum se preparó para algún efecto de película de terror y luego asomó la cabeza.
¡Qué curiosísimo! El espejo continuaba allí, y seguía siendo un espejo, pero dentro de la sala del espejo estaba nevando: viento y nieve, bordeando una auténtica tormenta. La nieve estaba empezando a amontonarse en el suelo, en los toalleros, en el borde del lavabo. Se posó en su pelo y sus pestañas. Pero solo en el espejo: se tocó el pelo en un acto reflejo, pero estaba seco. La nieve no era real. Quentin apareció tras ella.
—Iik —dijo, con cara de póquer.
Estaba claro que el hechizo les estaba afectando de maneras diferentes.
Caminaron por la casa, señor y señora de su extraño nuevo territorio. Todo estaba allí, más o menos, salvo cuando no estaba. Los muebles, las cortinas, la cubertería, la cristalería. Las puertas eran puertas comunes. Pero no había ordenadores ni teléfonos. Los libros estaban allí, pero las páginas estaban en blanco. No había toallas en el cuarto de baño ni ropa en los armarios. Nadie vivía ahí. El agua salía de los grifos, pero solo fría. Estaban en desacuerdo sobre si una de las alfombras orientales estaba invertida de izquierda a derecha; Quentin estaba seguro de que lo estaba, pero Plum lo recordaba de manera diferente, y ninguno de los dos tenía ganas de volver y comprobarlo con el original.
La fatiga y la decepción estaban colocando a ambos al borde de la histeria.
—Es como un armario gigante —dijo Plum—. Podríamos almacenar cosas aquí. Tendríamos más espacio de armario que nadie en Nueva York.
—No vamos a guardar cosas aquí.
—Pon un par de pantallas planas allí, Xbox, butaca: una madriguera masculina.
Habían llegado al último piso otra vez cuando oyeron un pesado clunk procedente del piso de abajo. El dormitorio de Plum.
—Supongo que es el otro zapato —dijo Quentin—. Baritas fuera, Harry.
Plum resopló —caritativamente, porque era buena persona—, pero comprendió a Quentin. Ella se puso a la defensiva: un bonito hechizo de bloqueo duro. Si lo cargabas podías mantenerlo hasta que lo necesitaras; solo haría falta una palabra clave para soltarlo. Fuera lo que fuese lo que estaba preparando Quentin, soltó un gañido alto.
Sin embargo, cuando llegaron allí, el dormitorio estaba vacío, salvo que la silla de escritorio de Plum ahora estaba caída sobre el respaldo, con las patas pequeñas en el aire, como si se estuviera haciendo la muerta: «Ah, me han dado.» Despacio, Quentin la levantó y la puso de pie.
—Se ha caído la silla —dijo con alegría.
—Muy bien, muy bien.
Era como si se estuvieran retando mutuamente a ver quién perdía los nervios primero. Bajaron abajo al primer piso. Otra cosa: fotografías en color se habían desvaído al blanco y negro.
—Me pregunto… —empezó Quentin, pero un clunk idéntico al de antes lo cortó. Sonó por encima de sus cabezas en esta ocasión. La silla otra vez—. Eh. —Ninguno de ellos quería mirar—. Me pregunto qué hay fuera.
—Yo no —dijo Plum—. Y te desafío a no mirar.
Por un segundo ambos pensaron que había algo en la cama de Quentin, pero él tiró de la colcha y era solo una almohada. La situación estaba aterrorizando a Plum. Algo se hizo añicos abajo en la cocina, sonó como si a alguien se le hubiera caído una copa de vino.
Obedientemente, ambos bajaron al trote, Quentin primero. Vaya, había una única copa de vino, hecha pedazos, justo en medio del suelo. Mira ahí.
—Habrá sido el viento —dijo Plum.
Ahora era ella la que lo estaba haciendo. Su psiquiatra diría que utilizaba el humor para evitar sentimientos más profundos. Y tendría razón.
Dieron vueltas rebuscando sin sentido; ambos esperaban toparse con algo que hiciera la tierra emocionante y mágica y romántica, como esperaban que fuera, pero no lo encontraron. A Plum no le gustaba esa tierra. Era como si hubieran marcado el número equivocado. No era lo que habían pedido.
—Me pregunto si hay comida aquí y si puedes comerla —dijo Quentin.
Plum se armó de valor y abrió la nevera. Había un bol de uvas verdes dentro, pero se habían convertido en canicas verdes de cristal.
Quentin estaba cogiendo los libros uno tras otro y abriéndolos.
—Tío. Van a estar todos en blanco.
—Quizá. No era lo que esperaba, pero no sé por qué no era lo que esperaba. La sensación era buena cuando lanzaba el hechizo, pero algo ha tenido que ir mal.
Dejó el libro y caminó con audacia hasta la puerta de la calle, pero antes de que tuviera ocasión de abrirla sonó un ruido ahogado en el primer piso. Podía tratarse de una lámpara cayendo sobre una alfombra. Se detuvo con la mano en el pomo.
—Quentin…
—Lo sé —dijo él—. Desde luego que es una tierra, pero no estoy completamente seguro de que sea nuestra tierra.
—¿De quién entonces?
Negó con la cabeza. No lo sabía. Tuvo que contenerse para no empezar a tararear «Esta tierra es tu tierra».
—Bueno, la hicimos nosotros —dijo Plum.
—Lo sé, lo sé. ¿Quieres ir a ver quién ha tirado la lámpara?
—Vamos.
Ella siguió a Quentin por la escalera, pero él se detuvo a medio camino, escuchando.
—¿Por qué siento que estamos sirviendo de señuelo? —Se volvió y pasó al lado de ella, volviendo a bajar por la escalera—. Ahora vuelvo.
—Famosas últimas palabras.
Plum observó que Quentin llegaba al pie de la escalera y se quedaba paralizado, mirando algo que ella no podía ver.
—Mierda.
—¿Qué pasa?
Salvo que ella lo supo en el mismo momento de preguntárselo. Había destellos azules en la barandilla pulida al lado de él. Ella conocía ese azul.
—¡Corre!
Quentin había mantenido una gran calma en Brakebills, una calma impresionante de hecho, cuando la salvó del fantasma por primera vez, y había mantenido su frialdad durante el largo y caótico lanzamiento del hechizo, pero en ese momento perdió los nervios por completo. Subió por la escalera hacia ella, con la cara blanca.
—¡Joder, corre!
Habría pasado por encima de Plum si ella no se hubiera espabilado y hubiera salido disparada delante de él. No debería estar allí. Era como si algo de un sueño la hubiera seguido al mundo real, o quizás era al revés: ella había seguido al sueño. Quentin recorrió mucho terreno con esas piernas largas, superó a Plum en el primer piso, la pasó corriendo en su dormitorio, pero la agarró de la mano y tiró de ella, casi arrancándole el brazo del hombro. Quentin se golpeó la espinilla en una otomana al correr; tuvo que dolerle muchísimo.
—¡Corre, corre, corre! ¡Vamos!
En el rellano del segundo piso Quentin hizo una pausa y lanzó un hechizo escaleras abajo por encima del hombro, algo que destelló con calor en la cara de Plum, luego ambos estaban corriendo hombro con hombro por la escalera y entrando en el taller y abriendo la puerta para salir al mundo real.
Plum cerró de un portazo, luego lanzó el hechizo de bloqueo que tenía preparado por si acaso. Se había olvidado por completo hasta ese momento. El aire tembló delante de la puerta.
Se miraron uno al otro, ambos respirando con dificultad.
—No creo —dijo Quentin jadeante— que… pueda… pasar.
Ahora que Plum lo miró, Quentin parecía más enfermo que asustado. Como si fuera a llorar o a vomitar o ambas cosas. Ella esperaba que no hiciera ninguna de las dos. No deberían haber lanzado el hechizo. Joder, qué estúpido tenías que ser: el encantamiento arcaico genera un horror primigenio, era la historia más antigua. Orgullo desmedido. Eran así de idiotas.
—¿Cómo coño ha llegado aquí? —preguntó Plum.
Quentin no respondió. Su expresión parecía rara: feliz, triste y aterrorizada al mismo tiempo.