Capítulo seis
Datalore
El viento pasó sobre nosotros con una masa de aborregadas nubes que seguían avanzando hasta que el cielo se abrió por completo. Así sin más, como si nada hubiese pasado entre nosotros, mi padre y yo comenzamos a hablar. Me contó que había mantenido una interesante conversación con el padre Travis, y me quedé petrificado. Pero habían hablado sobre Texas y el ejército; el padre Travis no nos había delatado. Fueran cuales fueran las sospechas que mi padre compartió con Edward aquella noche, se habían esfumado, o las había reprimido. Pregunté a mi padre si había hablado con Soren Bjerke.
¿Y el bidón de gasolina?, pregunté.
Pertinente.
Ahora que el padre Travis se había caído de la lista de sospechosos, comencé a meditar sobre los casos que mi padre y yo habíamos desempolvado.
¿Los Lark? Quiero decir, señalé a mi padre, ¿Bjerke ha interrogado al hermano y a la hermana?
Ha hablado con Linda.
Mi padre apretó los labios formando una línea recta. Se había jurado a sí mismo que no me involucraría, ni me confiaría nada, ni colaboraría conmigo. Sabía a dónde me conduciría, en qué me podría meter, pero no sabía ni la mitad. Sin embargo, había algo que yo no entendía entonces y sí comprendo ahora: la soledad. Yo tenía razón en que solamente estábamos los tres. O nosotros dos. A nadie más, ni a Clemence, ni siquiera a mi madre, le preocupaba mi propia madre tanto como a nosotros. Nadie más pensaba en ella día y noche. Nadie más sabía lo que le estaba pasando. Nadie más estaba tan desesperado como nosotros dos, mi padre y yo, por recuperar nuestra vida. Por volver a lo de antes. De modo que mi padre no tenía elección, no en realidad. Tarde o temprano iba a tener que hablar conmigo.
Debería hacerle una visita a Linda Wishkob, dijo. Se negó a contestar a Bjerke. Pero tal vez… quieras acompañarme.
Linda Wishkob era poderosamente fea. Su cara pálida y cuneiforme acababa de despejar el mostrador de la oficina de correos. Nos miró con ojos saltones y necios; sus labios rojos y húmedos eran dos virutas carnosas. Su cabello, una gorra de pelo castaño y lacio, se agitó cuando sacó los objetos conmemorativos. Se los mostró a mi padre. La mujer me recordaba a un puercoespín de ojos saltones, incluso en las pequeñas y gruesas garras de uñas largas. Mi padre eligió un juego de cincuenta estados de la Unión y le preguntó si podía invitarla a tomar un café.
Tengo café aquí en la trastienda, respondió Linda. Puedo tomármelo gratis. Observó a mi padre con recelo, aunque conocía a mi madre. Todo el mundo sabía lo que había sucedido, pero nadie sabía qué decir ni qué no decir.
No importa el café, prosiguió mi padre. Me gustaría charlar con usted. ¿Por qué no pide a alguien que la sustituya? No está muy ocupada.
Linda abrió sus labios húmedos para protestar, pero no se le ocurrió ninguna buena excusa. En unos minutos arregló las cosas con su supervisor y salió de detrás del mostrador. Abandonamos la oficina de correos y cruzamos la calle hasta Mighty Al’s, un lugar tan diminuto como una lata de sardinas. No me podía creer que mi padre se dispusiera a interrogar a alguien en el estrecho local de Mighty’s, que tenía seis mesas desparejadas y amontonadas unas con otras. Y estaba en lo cierto. Mi padre no le hizo ninguna pregunta a Linda; en su lugar mantuvo una irrelevante conversación sobre el tiempo.
Mi padre era capaz de ganar a cualquiera hablando del tiempo. Al igual que en todas partes, en ocasiones era el único tema de conversación donde la gente de aquí se sentía a gusto para expresarse con comodidad, y mi padre era capaz de seguir y seguir con gran seriedad, aparentemente para siempre. Cuando la meteorología actual se agotaba, quedaba siempre el tiempo que había hecho según los registros históricos, el tiempo que uno mismo había conocido o que había experimentado algún pariente, o incluso del que se había oído hablar en las noticias. Catástrofes climatológicas de todo tipo. Y cuando ya se había agotado todo el repertorio meteorológico, quedaba aún todo el tiempo que podría hacer en el futuro. Incluso le oí especular sobre el tiempo que haría en el más allá. Mi padre y Linda Wishkob hablaron del tiempo durante un buen rato, y después la mujer se levantó y se marchó.
Le has apretado las tuercas a base de bien, papá.
El menú del día de la pizarra anunciaba: «Sopa de hamburguesa, todo cuanto puedas comer». Íbamos por nuestros segundos tazones de sopa humeante: carne picada, macarrones procedentes de las ayudas del Gobierno, tomate en lata, apio, cebolla, sal y pimienta. Estaba especialmente sabroso ese día. Mi padre también había pedido un poco de café de Mighty’s, que llamaba «elección estoica». Siempre sabía a quemado. Cuando nos acabamos la sopa, se lo fue bebiendo con gesto inexpresivo.
Quería hacerme una idea de cómo se sentía, explicó mi padre. La han presionado mucho, la verdad.
Yo no estaba muy seguro de sobre qué había ido esa conversación con Linda Wishkob pero, por lo visto, se había producido algún intercambio del que yo no me había percatado.
Mi padre finalmente permitió que Cappy viniera a casa. Era una tarde de calor bochornoso, por lo que estábamos en casa jugando a Bionic Commando, haciendo el menor ruido posible, con el ventilador encendido. Como siempre, mi madre estaba durmiendo. Llamaron a la puerta suavemente. Abrí y me encontré a Linda Wishkob, con sus ojos saltones, su uniforme azul y su rostro sudoroso, abotargado y desprovisto de todo maquillaje. Aquellas uñas largas al final de los dedos rollizos me resultaron de pronto siniestras, a pesar de estar pintadas con un inocente tono rosa.
Esperaré a que se despierte, dijo Linda.
Me sorprendió que pasara delante de mí y entrara en el salón. Saludó a Cappy con la cabeza y se sentó detrás de nosotros. Cappy se encogió de hombros, y como hacía tiempo que no jugábamos a nuestro juego y no íbamos a dejarlo por cualquier motivo sin importancia, continuamos. Durante años, nuestro pueblo había luchado para resistirse a una formación imparable de seres ávidos e inestables. Nuestro ejército se había visto reducido a unos pocos guerreros desesperados, desarmados y hambrientos. Rozábamos el cercano sabor de la derrota. Sin embargo, en lo más hondo de las entrañas de nuestra comunidad, los científicos habían logrado perfeccionar un arma ofensiva sin precedentes. Nuestro brazo biónico se extendía, aplastaba, se flexionaba, fintaba y se plegaba sobre sí mismo. Perforaba armaduras y sus sensores térmicos eran capaces de detectar al adversario mejor defendido. El brazo biónico combinaba en sí mismo la fuerza de un ejército entero y debía ser manipulado por un único soldado capaz de superar la prueba. Yo era ese soldado. O Cappy era ese soldado. El Comando Biónico. Nuestra misión nos llevaba a través de la tierra de los mil ojos, donde la muerte nos aguardaba a la vuelta de cada esquina y en cada ventana. Nuestro destino: el cuartel general enemigo. El inexpugnable corazón de la fortaleza de nuestro enemigo más odiado. Nuestro desafío: imposible. Nuestra determinación: inquebrantable. Nuestro valor: infinito. Nuestro público: Linda Wishkob.
Nos observó con tal silencio que nos olvidamos de su presencia. Apenas respiró ni movió un músculo. Cuando mi madre abandonó su habitación y fue al cuarto de baño de la planta de arriba, tampoco la oí, pero Linda sí. Se dirigió con paso pesado a los pies de la escalera y, antes de que yo pudiera decir o hacer nada, pronunció el nombre de mi madre. Después, comenzó a subir los peldaños. Dejé de jugar y me levanté de un salto, pero el cuerpo rechoncho de Linda ya había llegado arriba y saludaba a mi madre como si su silueta escuálida no estuviese alejándose de ella, tambaleante, desorientada, tras verse descubierta y sentirse invadida. Linda Wishkob no pareció percatarse del nerviosismo de mi madre. Con una especie de sencillez ajena a esa turbación, la siguió sin más hasta el dormitorio. La puerta permaneció abierta. Oí cómo crujía la cama. El ruido de Linda arrastrando una silla. Y después sus voces, en cuanto comenzaron a hablar.
***
Unos días más tarde, al fin descargó una lluvia fuerte y constante, y me quedé en casa por segunda vez ese verano, jugando a mis juegos, dibujando viñetas. Angus había estado trabajando en su segundo retrato de Worf, pero Star le había llamado para pedirle que tomara prestado un desatascador en casa de Cappy. Ahora estaban en casa de Angus, seguramente bebiéndose la cerveza Blatz de Elwin mientras sacaban porquería pringosa de una apestosa cañería. Mis dibujos me aburrían. Pensé en mirar el manual de Cohen, pero la lectura de los casos y de las notas de mi padre me había generado cierta desesperación. En un día como ese, podría haber subido a mi habitación, cerrado la puerta con llave y hojeado mi carpeta escondida de DEBERES. La presencia de mi madre en la planta de arriba había acabado con ese hábito mío. Estaba pensando si debería ir con gran esfuerzo a la casa de Angus bajo la lluvia, o si sería mejor sacar los libros tercero y cuarto de Tolkien que mi padre me había regalado por Navidad; pero no estaba seguro de hallarme lo bastante desesperado como para realizar cualquiera de las dos opciones. La lluvia era ese tipo de precipitación gris e intensa que no acaba nunca y que transforma la casa de uno en un lugar frío y triste, aunque el alma de tu madre no se esté muriendo en la planta de arriba. Pensé que tal vez arrasaría todas las plantas del jardín, pero, claro, aquello le daría igual a mi madre. Le subí un sándwich, pero estaba durmiendo. Bajé la colección de Tolkien. Acababa de comenzar a leer bajo una lluvia torrencial cuando, emergiendo del martilleante aguacero, semejante a un hobbit empapado, Linda Wishkob nos hizo una nueva visita.
Se dirigió directamente al piso de arriba, sin mirarme apenas. Llevaba un pequeño paquete en las manos, seguramente un trozo de su pan de plátano —compraba plátanos negros con los que elaboraba ese pan y era conocida por eso—. Un sinfín de murmullos, que me resultaban misteriosos, llegaban de la planta de arriba. La razón por la que mi madre decidió hablar con Linda Wishkob podría haberme inquietado o alertado, o al menos sorprendido. No lo hizo. Pero a mi padre sí. Y esta vez, cuando llegó a casa y se enteró de que Linda se hallaba arriba, me dijo con voz suave: Vamos a tenderle una trampa.
¿Qué?
Tú serás el cebo.
Vaya, gracias.
Contigo hablará, Joe, le caes bien. Le cae bien tu madre. De mí recela. Escúchalas allí arriba.
¿Por qué quieres que hable?
Necesitamos toda la información posible. Necesitamos saber todo lo que pueda decirnos sobre los Lark.
Pero ella es una Wishkob.
Adoptada, no lo olvides. Acuérdate del caso, Joe, el caso que sacamos.
No creo que sea relevante.
Bonita palabra.
Pero al final accedí y, por suerte, mi padre había comprado helados. Era la comida favorita de Linda.
¿Incluso en los días de lluvia?
Sonrió. Es una mujer de sangre fría.
Así que cuando Linda bajó las escaleras, le pregunté si le apetecía un bol de helado. Me preguntó de qué sabor. Le respondí que tenía el de rayas. Napolitano, dijo y aceptó un bol. Nos sentamos en la cocina y mi padre cerró la puerta con indiferencia, alegando que mi madre necesitaba descansar y lo bueno que había sido que Linda nos visitara y lo mucho que a todos nos había gustado su pan de plátano.
Las especias le dan un sabor excelente, dije.
Solo le puse canela, explicó Linda y su ojos saltones se hincharon de gusto. Canela de verdad, que compro en tarros, no en latas. De una sección de productos importados en Hornbacher, en Fargo. No lo que se encuentra por aquí. A veces le añado ralladura de limón o peladura de naranja.
Se mostraba tan feliz de que nos gustara su pan de plátano que pensé que tal vez mi padre no me necesitara para hacerla hablar, pero entonces dijo: ¿A que estaba muy bueno, Joe? Y yo respondí que me lo había comido en el desayuno y que había tenido que robar un trozo porque mis padres se lo quedaban todo para ellos.
Os traeré dos hogazas la próxima vez, dijo Linda, encantada de la vida.
Me llevé una cucharada de helado a la boca e intenté que mi padre le tirara de la lengua, pero él solo me miró arqueando las cejas.
Linda, comencé, he oído… Me estaba preguntando. Supongo que es una pregunta personal.
Adelante, dijo, y sus rasgos pálidos se sonrosaron. Quizá nadie le hacía preguntas personales. Pensé con rapidez y se me soltó la lengua.
Tengo amigos, ya sabe, cuyos padres o primos fueron adoptados. Adoptados fuera de la tribu, y eso es muy duro, bueno, eso he oído. Pero supongo que nadie habla de lo que supone ser…
¿Adoptado?
Linda mostró sus diminutos dientes de ratón con una sonrisa tan sencilla y alentadora que me tranquilicé, y de pronto descubrí que de verdad quería saber. Quería conocer su historia. Cogí un poco más de helado. Le dije que me gustaba mucho su pan de plátano y que eso me había sorprendido, porque la verdad es que, por regla general, yo odiaba el pan de plátano. Lo que quiero decir es que de repente me olvidé de mi padre y comencé a hablar con Linda de manera sincera. Miré más allá de sus ojos saltones, sus siniestras manos de puercoespín y su cabello ralo, y solo veía a Linda, quería conocerla, y por eso —supongo— me lo contó.
La historia de Linda
Nací en invierno, comenzó, pero hizo una pausa para terminarse el helado. Cuando apartó el bol, comenzó en serio. Mi hermano nació dos minutos antes que yo. La enfermera acababa de envolverle en una cálida mantita de franela azul cuando mi madre exclamó: «Dios mío, hay otro» y allá que aparecí yo, medio muerta. Después, me dispuse a morir en serio. Pasé de un tono levemente rosado a un apagado color gris azulado cuando la enfermera intentó colocarme en una cuna calentada con lámparas. Se lo impidió un médico, que le señaló mi cabeza, mi brazo y mi pierna deformes. Interponiéndose entre la enfermera y la recién nacida, el médico se dirigió a la madre, le explicó que el segundo bebé tenía una malformación congénita y le preguntó si él debía emplear medios extraordinarios para salvarlo.
La respuesta fue no.
No, deje que se muera. Pero mientras el médico le daba la espalda, la enfermera me limpió la boca con un dedo, me sacudió boca abajo y me envolvió fuertemente en otra manta, esta rosa. Respiré muy hondo.
Enfermera, dijo el médico.
Demasiado tarde, respondió la enfermera.
Me dejaron en la unidad de neonatología con un biberón atado a la cara mientras el condado decidía cómo conducirme hasta algún tipo de situación transitoria. Era todavía demasiado joven para ser admitida en cualquier institución del Gobierno, y los señores George Lark se negaban a tenerme en casa. La conserje de noche del hospital, una mujer de la reserva llamada Betty Wishkob, pidió permiso para cogerme en brazos durante su tiempo de descanso. Mientras me arrullaba, de espaldas a la ventana de observación, Betty —mamá— me cuidó. Mientras me daba el biberón, mamá tomaba mi cabecita en la palma de su fuerte mano y la moldeaba y redondeaba. Nadie en el hospital sabía que ella me atendía por las noches, ni que cuidaba de mí y que había tomado la decisión de quedarse conmigo.
Aquello ocurrió hace cinco décadas. Tengo cincuenta años. Cuando Betty preguntó si me podía llevar a su casa, hubo un gran alivio y muy poco papeleo, al menos al principio. Así que me salvé y me crie con los Wishkob. Viví en la reserva y fui al colegio como cualquier indio: primero a la escuela dirigida por la misión católica y después a la del Gobierno. Pero antes, a la edad de tres años aproximadamente, me llevaron de allí por primera vez. Todavía recuerdo el olor a desinfectante, y lo que yo llamo «desesperación blanca», en la que apareció una presencia, alguien o algo que sufrió conmigo y me dio la mano. Esa presencia permaneció a mi lado. La siguiente vez que un asistente social decidió encontrar un hogar más idóneo para mí, tenía cuatro años. Me hallaba de pie junto a Betty, sujetándome a su falda verde de algodón. Apreté el fino tejido entre mis dedos y hundí la cara en la fragancia de la cálida tela. Después, me encontraba en el asiento trasero de un coche, que avanzaba a toda velocidad y sin hacer ruido en una dirección interminable. Me desperté sola en otra habitación blanca. La cama era estrecha y las sábanas estaban tan arremetidas que me costó un gran esfuerzo salir. Me senté en el borde de la cama durante lo que me pareció mucho tiempo, esperando.
Cuando eres pequeño, no te das cuenta de que estás gritando o llorando: tus sentimientos y el sonido que sale de tu cuerpo es una misma cosa. Recuerdo que abrí la boca, nada más, y que no la volví a cerrar hasta que estuve de vuelta con mamá.
Todos los días, hasta que tuve más o menos once años, mamá y papá, Albert, intentaban redondearme la cabeza y ejercitarme el brazo y la pierna. Me obligaban a levantar una pequeña bolsa rellena de arena que Betty cosió para convertir en una pesa. Me despertaban la primera y me llevaban a la cocina. La estufa de leña estaba encendida y me tomaba un vaso de leche aguada y azulada. Después, Betty se sentaba en una silla de la cocina y me colocaba en su regazo. Me frotaba la cabeza y luego ahuecaba sus fuertes dedos y me tiraba del cráneo.
A veces verás cosas, me dijo Betty en una ocasión. Tu fontanela quedó abierta más tiempo que la de los demás bebés. Es así como entran los espíritus.
Papá se sentaba frente a nosotras en otra silla, dispuesto a estirarme de los pies a la cabeza.
Estira los pies, Tuffy, ordenaba. Era mi apodo. Ponía mis pies en las manos de papá y me estiraba mientras mamá me sujetaba con fuerza por detrás de las orejas y tiraba a su vez en dirección contraria.
Mi hermano Cedric me había puesto el nombre de Tuffy porque sabía que en cuanto fuera al colegio me pondrían algún mote. No quería que este aludiese a la forma de mi brazo o de mi cabeza. Pero mi cabeza —tan maltrecha al nacer que el médico me diagnosticó retraso mental— se fue modificando gracias a los estiramientos y masajes de mamá. Para cuando fui lo bastante mayor como para mirarme al espejo, pensé que era guapísima.
Ni mamá ni papá me dijeron jamás que estaba equivocada; fue Sheryl quien me dio la noticia al decirme: «Eres tan fea que resultas mona».
Me miré al espejo en cuanto tuve oportunidad y comprobé que Sheryl decía la verdad.
La casa en la que vivíamos todavía huele a madera podrida, cebolla, focha frita, al aroma salado de niños sin lavar. Mamá siempre intentaba que estuviésemos limpios, y papá siempre nos ensuciaba. Nos llevaba al bosque y nos enseñaba cómo rastrear un conejo y preparar una trampa. Arrancábamos taltuzas de sus madrigueras con lazadas y llenábamos cubos y cubos de arándanos. Montábamos un lamentable y encabritado poni, pescábamos percas en un lago cercano, desenterrábamos patatas todos los años para sacar dinero para ir a la escuela. El trabajo de mamá no había durado. Papá vendía leña, maíz y calabazas. Pero nunca pasamos hambre y nunca faltó cariño en el hogar. Yo sabía que me querían por lo complicado que les resultó a mamá y a papá conseguir sacarme de los servicios sociales, aunque yo puse de mi parte con mis interminables gritos. Aquello no significaba que todo fuera perfecto. Papá bebía de vez en cuando y se quedaba inconsciente, tirado en el suelo. Mamá tenía un genio explosivo. Nunca pegaba a nadie, pero a menudo gritaba y despotricaba. Peor aún, era capaz de decir cosas espantosas. Una vez, Sheryl estaba dando volteretas por la casa. Había un estante empotrado en una esquina y en esa balda había un jarrón de cristal tallado al que mamá tenía mucho apego. Cuando le llevábamos ramos de flores silvestres, solía colocarlos en ese jarrón. Yo la había visto lavar el florero con jabón y sacarle brillo con una vieja funda de almohada. De pronto Sheryl golpeó el jarrón con el brazo, tirándolo de la estantería, y este se estrelló contra el suelo con estruendo y se rompió en mil pedazos.
Mamá estaba atareada en los fogones. Dio media vuelta y extendió las manos.
Maldita seas, Sheryl, espetó. Eso era lo único realmente hermoso que he tenido nunca.
¡Lo ha roto Tuffy!, se defendió Sheryl y salió disparada por la puerta.
Mamá se puso a llorar, fuera de sí, y se llevó el antebrazo a la cara y a la mejilla. Hice intención de ir a barrer los cristales rotos, pero me ordenó que lo dejara, con una voz tan desconsolada que salí a buscar a Sheryl, que se había escondido en su escondrijo habitual, al otro extremo del gallinero. Cuando le pregunté por qué me había culpado a mí, Sheryl me dirigió una mirada feroz y me respondió: Porque eres blanca. Jamás guardé rencor a Sheryl por nada de lo que dijo o hizo cuando éramos pequeñas, y más tarde hemos llegado a estar muy unidas. Me he alegrado mucho de ello, ya que nunca me casé y necesitaba poder confiar en alguien, cuando hace cinco años se puso en contacto conmigo mi madre biológica.
Viví en un anexo clavado a la diminuta vivienda hasta que fallecieron mis padres. Murieron uno tras otro, como suele suceder con los que llevan casados mucho tiempo. Ocurrió en unos pocos meses. Para entonces, mis hermanos ya se habían marchado de la reserva o se habían construido una casa nueva más cerca de la ciudad. Yo me quedé a vivir allí, sin decir nada a nadie. Con una diferencia: dejaba que el perro —descendiente de aquel que había gruñido a la asistente social— viviese dentro de la casa conmigo. Mis padres habían instalado la televisión en la cocina. La veían después de cenar, sentados muy erguidos en las sillas de la cocina con las manos dobladas sobre la mesa. Pero yo prefería el sofá. Había instalado una chimenea con una pantalla de cristal y unos ventiladores que proyectaban el calor hacia delante en un cálido círculo; y allí me sentaba todas las noches, con el perro a mis pies, para leer o hacer ganchillo en compañía de la televisión.
Una noche sonó el teléfono.
Contesté con un simple «¿Diga?». Hubo un silencio. Una mujer me preguntó si era Linda Wishkob.
Sí, soy yo, dije. Experimenté una extraña punzada de aprensión. Sabía que algo iba a suceder.
Soy tu madre, Grace Lark. La voz sonaba tensa y nerviosa.
Colgué el teléfono en la horquilla. Más tarde, aquel momento me resultaría muy gracioso. Instintivamente había rechazado a mi madre, la había dejado colgada del mismo modo que ella me había dejado colgada a mí.
Como sabes, soy funcionaria del Gobierno. Cuando quiera puedo averiguar la dirección de mis padres biológicos. Podría haberlos llamado o, qué sé yo, podría haberme emborrachado y presentado en el patio de su casa y haberme puesto a despotricar contra ellos. Pero no quería saber nada de ellos. ¿Por qué habría de querer? Todo cuanto conocía era doloroso y siempre he rehuido el dolor —puede ser esa la razón por la que nunca me he casado ni he tenido hijos—. No me importa estar sola, salvo, bueno… Aquella noche, después de colgar el teléfono, me preparé una taza de té y me distraje haciendo crucigramas. Una palabra se me resistió. La pista era doble fantasmagórico, doce letras, y me llevó un tiempo interminable y la ayuda del diccionario para dar con la palabra «doppelganger».
Siempre había identificado las apariciones de aquella presencia como uno de esos espíritus que los cuidados de Betty dejaron entrar en mi cabeza. La primera vez que sucedió fue cuando me apartaron de Betty durante ese breve periodo de tiempo y me encerraron en una habitación blanca. En otras ocasiones, tenía la sensación de que alguien caminaba a mi lado, o estaba sentado a mi lado, siempre un poco más allá de la periferia de mi campo de visión. Uno de los motivos por los que permití que entrara el perro en casa fue para alejar esa presencia, que, con los años, se había convertido en algo angustiado, necesitado y desamparado de un modo que no sabía definir. Nunca antes había asociado la idea de esa presencia con mi gemelo, que se había criado a una hora de coche de distancia; pero aquella noche, la repentina llamada de teléfono combinada con la palabra de doce letras del crucigrama disparó mis cavilaciones.
Betty me había dicho que no tenía ni idea del nombre que le habían puesto los Lark a ese niño, aunque probablemente lo sabía. Por supuesto, al tratarse de un varón y una niña, éramos mellizos y, en teoría, no debíamos de parecernos más que cualquier hermano y hermana. De modo que, la noche en que llamó mi madre biológica, decidí odiar y sentir resentimiento hacia mi hermano mellizo. Había oído su voz por primera vez, temblorosa al teléfono. Él la había oído toda su vida.
Siempre había creído que también detestaba a mi madre biológica. Pero la mujer se había denominado a sí misma, con toda sencillez, madre. Mi mente había registrado perfectamente las palabras que había pronunciado. Durante toda aquella noche y la mañana siguiente, sonaron de forma continua en mi cabeza. Cuando acabó el segundo día, sin embargo, la entonación se fue debilitando. Sentí un gran alivio cuando, al tercer día, enmudecieron. Después, al cuarto día, la mujer llamó de nuevo.
Comenzó disculpándose.
¡Siento molestarte!, continuó, arguyendo que siempre había deseado conocerme pero que había tenido miedo a descubrir dónde estaba. Dijo que George, mi padre, había muerto, que vivía sola y que mi hermano mellizo era un antiguo empleado de correos, que se había mudado a Pierre, en Dakota del Sur. Le pregunté cómo se llamaba.
Linden. Es un viejo nombre de la familia, explicó.
¿El mío también es un viejo nombre de la familia?, pregunté.
No, respondió Grace Lark, el tuyo combinaba con el nombre de tu hermano.
Me contó que George había apuntado mi nombre rápidamente en la partida de nacimiento y que nunca llegaron a verme. Siguió hablando de cómo había muerto George de un ataque al corazón y que ella estuvo a punto de mudarse a Pierre para estar cerca de Linden, pero que no podía vender su casa. Me explicó que no sabía que yo viviera tan cerca; si no, me habría llamado mucho antes.
La ligera y coloquial palabrería debió de provocar una amnesia onírica en mi mente. Porque cuando Grace Lark preguntó si podíamos vernos, si podía invitarme a cenar al club de cenas Vert’s, le respondí que sí y fijamos una fecha.
Cuando al fin colgué el teléfono, me quedé mirando durante mucho tiempo los pequeños leños que ardían en la chimenea. Antes de la llamada, había preparado el fuego con la intención de hacer palomitas de maíz. Lanzaría granos al aire y el perro atraparía las palomitas. Quizá me sentara a la mesa de la cocina para ver una película. O tal vez me quedara junto al fuego para leer la novela que había sacado de la biblioteca. El perro roncaría y se agitaría entre sueños. Aquellas habían sido mis alternativas. Ahora era presa de otra cosa: una mezcla de sentimientos espantosos se apoderó de mí. ¿Cuál debía de elegir para que me abrumase primero? Era incapaz de decidir. El perro se acercó y apoyó la cabeza en mi regazo; permanecimos así hasta que comprendí que una de las reacciones que podía tener era el entumecimiento. Aliviada, no sintiendo nada, saqué al perro, lo dejé entrar otra vez y me fui a la cama.
Así que nos conocimos. Era completamente normal y corriente. Yo estaba segura de que la había visto por la calle, o en la tienda de comestibles, o tal vez en el banco. Resultaría difícil no haber visto a alguien por aquí, alguna vez en la vida. Pero no habría reparado en ella como mi madre porque no advertía en ella ningún rasgo familiar, ningún parecido a mí.
No nos dimos la mano y mucho menos nos abrazamos. Nos sentamos la una frente a la otra en unos bancos de imitación de piel.
Mi madre biológica me miró detenidamente. ¿No eres…? Su voz desfalleció.
¿Retrasada mental?
Se recompuso. Tienes el mismo color de pelo y de piel que tu padre, dijo. George era moreno.
Grace Lark tenía los ojos azules enrojecidos detrás de unas gafas claras, una nariz puntiaguda y una boca pequeña con labios muy finos. Su cabello era el normal para una señora de setenta y siete años: con una recia permanente y de un color gris blanquecino. Tenía la dentadura llena de manchas y llevaba enormes pendientes de perlas, un traje de chaqueta y pantalón de color celeste y unos zapatos ortopédicos de cordones y punta cuadrada.
No había nada en ella que me atrajera. No era más que otra anciana a la que no te apetece acercarte. Me he dado cuenta de que la gente en la reserva no se dirige a mujeres como ella, no sabría explicar por qué. Un instinto mutuo de evitarnos, supongo.
¿Quieres pedir tú?, preguntó Grace Lark, cogiendo la carta. Pide lo que quieras, invito yo.
No, gracias, lo pagaremos a medias, respondí.
Yo había reflexionado sobre esto antes y había llegado a la conclusión de que si mi madre biológica pretendía mitigar su sentimiento de culpa de algún modo, no le saldría tan barato como invitarme a una cena. Así que pedimos y nos bebimos nuestras copas de ácido vino blanco.
Dimos buena cuenta de la cena de pescado y arroz pilaf. A Grace Larke se le llenaron los ojos de lágrimas sobre una copa de helado de arce.
Ojalá hubiera sabido que ibas a ser tan normal. Ojalá no te hubiera entregado, sollozó.
Me asusté ante el efecto que me producían aquellas palabras y pregunté rápidamente: ¿Cómo está Linden?
Se le secaron las lágrimas.
Está muy enfermo, respondió. Su rostro se volvió más agudo y directo. Le fallan los riñones y está con diálisis. Está esperando un riñón. Yo le daría el mío, pero no soy muy compatible y mi riñón está viejo. George ha muerto. Tú eres la única esperanza de tu hermano.
Me llevé la servilleta a la boca y sentí cómo me elevaba, levantándome de la silla, casi hacia el espacio. Alguien flotaba conmigo, de una forma apenas perceptible, y pude notar su agitada respiración.
Ya va siendo hora de llamar a Sheryl, pensé. Debería de haberla llamado antes. Tenía un billete de veinte dólares y, cuando por fin aterricé, dejé el dinero sobre la mesa y salí por la puerta. Llegué hasta el coche, pero antes de poder subir al vehículo, tuve que salir corriendo a la escarpa de hierba y maleza que rodeaba el aparcamiento. Estaba vomitando, entre jadeos y sollozos, cuando noté la mano de Grace Lark acariciándome la espalda.
Era la primera vez que mi madre biológica me tocaba y, aunque me tranquilicé con sus caricias, percibí una nota de necio triunfo en su voz susurrante. Siempre había sabido dónde vivía, por supuesto. La aparté de un empujón, la rechacé llena de odio, como un animal que escapa de una trampa.
Sheryl fue pura eficiencia.
Voy a llamar a Cedric, que vive en Dakota del Sur. Escúchame bien, Tuffy. Voy a pedirle a Cedric que le quite esa idea de la cabeza a ese tal Linden para que te puedas olvidar de todo este asunto.
Esa es Sheryl. ¿Quién más podía hacerme reír en esas circunstancias? Todavía estaba en la cama a la mañana siguiente. Falté al trabajo por primera vez en dos años.
No te lo estarás pensando en serio, dijo Sheryl. Y cuando no respondí: ¿Verdad?
No lo sé.
Entonces voy a llamar a Cedric en serio. Esa gente te dejó tirada, te dieron la espalda, te habrían dejado en la calle para que te murieses. Eres mi hermana. No quiero que compartas tus riñones. Oye, ¿y si a mí me hace falta uno de tus riñones algún día? ¿Te has parado a pensar en eso? ¡Guarda tu maldito riñón para mí!
Te quiero, dijo Sheryl y le respondí que yo también.
Tuffy, no lo hagas, me advirtió, pero su voz sonaba preocupada.
Después de colgar, marqué el número de la tarjeta que Grace Lark me había metido en el bolsillo y concerté una cita en el hospital para hacerme todas las pruebas.
Mientras estuve en Dakota del Sur, me quedé en casa de Cedric, que era un excombatiente, y de su mujer, que se llamaba Cheryl, con ce. Me sacó pequeñas toallas en las que había cosido siluetas de animales salvajes. Y pequeñas pastillas de jabón que había robado en moteles. Me hizo la cama. Intentó demostrarme que aprobaba lo que hacía, aunque el resto de la familia no lo hiciese. Cheryl era muy cristiana, así que tenía sentido.
Pero para mí esto no era una cuestión de tratar a los demás como me gustaría que me tratasen a mí. Ya he explicado que no busco el dolor y no habría considerado pasar por todo eso a no ser que la alternativa me resultase insoportable.
Toda mi vida, sabiéndolo sin saberlo, había estado esperando que esto ocurriese. Mi hermano mellizo era aquel al que yo no alcanzaba a ver y estaba a mi lado. Estoy segura de que él no sabía que le había visto allí. Cuando los servicios sociales me arrancaron de las manos de Betty y me encontré sola en la blancura, me sujetó la mano, se sentó a mi lado y sufrió conmigo. Y ahora que yo había conocido a su madre, comprendí algo más. En un pueblo pequeño, la gente sabía, al fin y al cabo, lo que ella había hecho al abandonarme. Ella solo podía volver su rabia contra sí misma, y su vergüenza contra otra persona: el hijo al que había elegido. Debió de culpar a Linden y volcar sus mezquinos y retorcidos odios en él. Yo había percibido el desprecio y el triunfo en el roce de su mano y estaba agradecida por cómo habían salido las cosas. Antes de nacer, mi gemelo había tenido compasión para aplastarme, para perfeccionarme al deformarme, de modo que yo sería quien se salvara.
Le diré algo, dijo la médico, una mujer iraní, que me entregó los resultados de las pruebas y dirigía la entrevista. Es usted compatible, pero conozco su historia. Y me parece justo que sepa que el fallo renal de Linden Lark es enteramente culpa suya. Tuvo no una, sino dos órdenes de alejamiento dictadas contra él. También intentó suicidarse con unas dosis devastadoras de paracetamol, aspirina y alcohol. Por eso está sometido a diálisis. Creo que debería usted tener eso en cuenta a la hora de tomar una decisión.
Más tarde ese mismo día, me senté con mi hermano mellizo y me dijo: No tienes por qué hacerlo. No tienes que ser Jesucristo.
Sé lo que hiciste, le dije. No soy religiosa.
Interesante, respondió Linden. Me miró fijamente y añadió: Desde luego no nos parecemos en nada.
Comprendí que no se trataba de ningún cumplido, porque él era atractivo. Pensé que él había sacado lo mejor de los rasgos maternos, pero también la mirada falsa y la boca malévola. Sus ojos recorrían la habitación. No dejaba de morderse el labio, silbar y enrollar la manta entre los dedos.
¿Eres cartera?, preguntó.
Trabajo sobre todo detrás del mostrador.
Yo tenía una buena ruta, dijo bostezando, una ruta fija. Podría haberla hecho hasta dormido. En Navidades, la gente me dejaba tarjetas, dinero, galletas, ese tipo de cosas. Yo conocía sus vidas al dedillo. Sus costumbres. Cada detalle. Podría haber cometido el crimen perfecto, ¿sabes?
Eso me dejó atónita y no respondí.
Lark frunció los labios y bajó la mirada.
¿Estás casado?, le pregunté.
Noooo…, pero puede que tenga novia.
Lo dijo como «pobre de mí», con autocompasión. Mi novia me ha estado evitando últimamente, porque algún pez gordo del Gobierno ha empezado a pagarle para que esté con él. Le ofrece una compensación a cambio de sus favores. ¿Me entiendes?
Me quedé de nuevo sin habla. Linden me contó que la chica que le gustaba era jovencita y trabajaba con el gobernador; sacaba buenas notas y destacaba, una novia del instituto modélica, elegida para hacer prácticas. Una becaria india para dar buena imagen a la Administración, dijo. Incluso yo la ayudé a conseguir el puesto. Lo cierto es que es demasiado joven para mí. Estaba esperando a que se hiciera mayor. Pero este tipo importante la hizo madurar mientras yo estaba postrado en el hospital. ¡Lleva haciéndola madurar desde entonces!
Me sentí incómoda y dije algo para cambiar de tema.
¿Has pensado alguna vez, comencé, que había alguien que caminaba contigo, a tu lado o justo detrás de ti? ¿Alguien que estaba allí cuando cerrabas los ojos y que desaparecía cuando los abrías?
No, respondió. ¿Estás loca?
Era yo.
Le cogí la mano y él la relajó. Permanecimos así en silencio. Al cabo de un rato, retiró la mano de la mía y se la masajeó como si el apretón le hubiese hecho daño.
No tengo nada en contra de ti, dijo Linden. Fue idea de mi madre. No quiero tu riñón. Siento aversión por la gente fea. No quiero un trozo de ti dentro de mí. Prefiero que me pongan en una lista. Sinceramente, eres una mujer que da bastante asco. Vamos a ver, lo siento, pero seguramente ya te lo habrán dicho.
Es posible que no sea una belleza despampanante, repuse, pero nadie me ha dicho nunca que doy asco.
Seguramente tengas un gato, dijo. Los gatos fingen querer a quien sea que les dé de comer. Dudo que tengas marido, o lo que sea, a no ser que te cubras la cabeza con una bolsa. E incluso así, tendrías que quitártela por las noches. Vaya, cariño, lo siento.
Se llevó los dedos a la boca y puso maliciosamente cara de culpa. Se dio una bofetada de mentira. ¿Por qué digo estas cosas? ¿He herido tus sentimientos?
¿Me has dicho esas cosas para que me fuera?, pregunté. Había comenzado a flotar otra vez, como lo había hecho en el restaurante. Tal vez quieras morir. No quieres salvarte, ¿verdad? Yo no te voy a salvar por ningún motivo especial. No me deberás nada.
¿Deberte?
Pareció genuinamente sorprendido. Tenía los dientes tan rectos que estaba segura de que se había hecho una ortodoncia de joven. Se echó a reír, mostrando su espléndida dentadura. Sacudió la cabeza, me hizo un gesto admonitorio con el dedo, con una risotada tan fuerte que parecía abrumado. Cuando me agaché, incómoda, para recoger mi bolso, se rio tanto que por poco se ahoga. Intenté alejarme de él, llegar hasta la puerta, pero en cambio, retrocedí hasta apoyar la espalda en la pared y me quedé atrapada allí, en aquella habitación tan blanca.
***
Mi padre aguardaba en silencio en la mesa, con las manos entrelazadas y la cabeza gacha. Al principio, no sabía qué decir, pero entonces, el silencio se prolongó tanto que dije lo primero que me vino a la cabeza.
Muchas mujeres guapas tienen gatos. ¿Sonja? Vale, sus gatos viven en el establo, pero ella les da de comer. Usted ni siquiera tiene gato. Tiene un perro. Son tiquismiquis. Fíjese en Pearl.
Linda dirigió una sonrisa radiante a mi padre y le dijo que había criado a todo un caballero. Él le dio las gracias y después le dijo que tenía una pregunta.
¿Por qué lo hizo?, preguntó.
Porque ella quería, dijo Linda. La señora Lark. La madre. Para cuando todo el proceso se resolvió, yo aborrecía a Linden. Esa es la palabra. ¡Aborrecer! Pero él quiso congraciarse conmigo. Además era ridículo, porque entonces yo me sentía culpable por odiarle; a ver, en la superficie no era malo del todo. Daba dinero a obras de caridad, y a veces decidía en un arrebato, supongo, que yo necesitaba su caridad. Entonces me hacía regalos, cosas preciosas, flores, pañuelos elegantes, jabones y tarjetas adorables. Me decía lo mucho que lo sentía cuando era cruel, se mostraba encantador conmigo temporalmente, me hacía reír. Además, no puedo explicar el poder que ejercía la señora Lark. Linden se mostraba hosco con ella y la insultaba a sus espaldas. Sin embargo, hacía todo cuanto ella dijera. Él accedía porque ella le obligaba. Y después, como sabéis, yo enfermé.
Sí, asintió mi padre, lo recuerdo. Contrajo una infección bacteriana en el hospital y la trasladaron a Fargo.
Contraje una infección del espíritu, corrigió Linda para puntualizar. Comprendí que había cometido un terrible error. Mi familia verdadera vino a rescatarme y me pusieron de nuevo en pie, prosiguió. Y Geraldine también, claro. También Doe Lafournais me sometió a la cabaña de sudación. Esa ceremonia es tan poderosa. Su voz rezumaba melancolía. ¡Y tan caliente! Randall me dio un festín. Sus tías me vistieron con un vestido de flecos nuevo que habían cosido ellas mismas. Comencé a sanar y me sentí todavía mejor cuando la señora Lark falleció. Supongo que no está bien que lo diga, pero es la verdad. Después de que su madre falleciera, Linden se instaló de nuevo en Dakota del Sur y pronto recayó, o eso me dijeron.
¿Recayó?, pregunté. ¿Qué quiere decir con eso?
Hizo cosas, dijo Linda.
¿Qué cosas?, insistí.
Detrás de mí podía sentir la fuerza de la mirada de mi padre.
Cosas por las que tendrían que haberle detenido, susurró, y cerró los ojos.