Capítulo dos
Sola entre nosotros
Yo tenía tres amigos. Todavía sigo en contacto con dos de ellos. El otro es una cruz blanca en Montana Hi-Line. Quiero decir que allí está marcada su partida física. En cuanto a su espíritu, lo llevo siempre conmigo bajo la forma de una piedra redonda y negra. Me la dio cuando se enteró de lo que le había pasado a mi madre. Se llamaba Virgil Lafournais, o Cappy. Me dijo que se trataba de una de esas piedras que se encuentran a los pies de un árbol alcanzado por un rayo y que era sagrada. Un huevo de Pájaro Trueno, lo llamaba. Me la regaló el día que volví al colegio. Cada vez que ese día algún niño o profesor me dirigía una mirada extraña, de lástima o curiosidad, tocaba la piedra que Cappy me había regalado.
Ya habían transcurrido cinco días desde que encontráramos a mi madre sentada delante de casa. Me había negado a ir al colegio antes de que le dieran el alta del hospital. Ella estaba deseando marcharse y se sintió aliviada de volver a casa. Aquella mañana me había dicho adiós desde la cama de matrimonio de su dormitorio en la planta de arriba.
Cappy y el resto de tus amigos te echarán de menos, dijo.
Debía volver a clase, aunque solo faltara una semana para las vacaciones de verano. En cuanto se encontrase mejor, nos prepararía una tarta, dijo, y sándwiches de salsa boloñesa. Siempre le había gustado prepararnos comida.
Mis otros dos amigos eran Zack Peace y Angus Kashpaw. En aquellos tiempos, los cuatro nos juntábamos en cuanto podíamos, aunque se sobreentendía que Cappy y yo éramos uña y carne. La madre de Cappy había fallecido cuando él era un niño, dejando a Cappy, a su hermano mayor, Randall, y a su padre, Doe Lafournais, destinados a una vida de hábitos de soltero y a un hogar donde reinaba el caos por la ausencia de una mujer. Aunque Doe salía con mujeres de vez en cuando, nunca volvió a casarse. Trabajaba de conserje en las oficinas tribales al mismo tiempo que ejercía, cada cierto tiempo, de presidente tribal. Cuando lo eligieron por primera vez en 1960, cobró justo el dinero suficiente para poder reducir su empleo de conserje a media jornada. Cuando estaba demasiado cansado como para presentarse a otro mandato, ampliaba el número de horas trabajando de vigilante nocturno. Hasta los años setenta, los agentes federales no empezaron a invertir dinero en el gobierno tribal, y solo entonces comenzamos a aprender a gestionar nuestras cosas. Doe seguía siendo presidente, de forma discontinua. Funcionaba de la siguiente manera: la gente votaba a Doe cuando se cabreaba con el presidente de turno. Pero en cuanto Doe ocupaba el cargo, comenzaban las habladurías, las quejas, los chismorreos, el inexorable acoso y derribo consustancial a la política en la reserva y destino de todo aquel que se acerca demasiado a la luz de cualquier foco. Cuando la cosa se ponía muy mal, Doe decidía no seguir en el cargo. Recogía sus pertenencias del despacho, incluidos los artículos de papelería de presidente de la tribu que siempre encargaba y pagaba de su propio bolsillo: «Doe Lafournais, presidente tribal». Durante algunos años, tuvimos mucho papel para pintar. Inevitablemente, su sucesor sufría el mismo sino. Al final, los arrepentidos y suplicantes votantes de Doe trataban de persuadirle hasta que el hombre volvía a presentarse. 1988 fue un año sin mandato para Doe, por lo cual salimos mucho a pescar. Pasamos la mitad del invierno en la casa de hielo, pescando lucios y tomando cervezas a escondidas.
La familia de Zack Peace estaba separada por segunda vez. Corwin Peace, su padre, era un músico en permanente gira. Carleen Thunder, su madre, dirigía el periódico de la tribu. Vince Madwesin, su padrastro, era el agente de la policía tribal que había tomado declaración a mi madre. Zack les llevaba más de diez años a su hermano y a su hermana, porque sus padres se habían casado muy jóvenes, se habían divorciado, luego se dieron una nueva oportunidad y descubrieron que habían hecho bien en divorciarse la primera vez. Zack tenía grandes dotes para la música, como su padre, y siempre llevaba su guitarra a la casa de hielo. Decía que se sabía mil canciones.
En cuanto a Angus, procedía de un barrio de la reserva de extrema pobreza. La tribu había conseguido dinero para levantar un complejo de viviendas protegidas: unos edificios amplios y de color ocre, de estilo urbano, de apartamentos en las afueras del pueblo. Estaban rodeados de morones cubiertos de maleza, desprovistos de árboles o arbustos. El dinero se había agotado antes de construir las escaleras, así que la gente utilizaba rampas de contrachapado o se aupaba para entrar en sus casas, y salía de ellas de un salto. Su tía Star había instalado a Angus, sus dos hermanos, los dos hijos de su novio y a un despliegue siempre cambiante de hermanas embarazadas y primos juerguistas o en desintoxicación en una vivienda de tres habitaciones. La tía Star administraba una cantidad épica de locura. Tampoco ayudaba que, además de carecer de escaleras, el edificio mismo fuera una pesadilla de bajo presupuesto. El constructor se había ahorrado el aislamiento, de modo que en invierno Star tenía que dejar el horno encendido por la noche con la puerta abierta y el grifo del agua un poco abierto, para que no se helaran las tuberías. Unos trapos rellenaban las rendijas existentes entre las paredes y las ventanas, porque las placas de yeso se habían desprendido de los marcos de las baratas dobles ventanas combinadas de aluminio. En poco tiempo, las ventanas se rompieron y los cristales se desencajaron. Nada funcionaba. Las cañerías regurgitaban. Me convertí en un experto en sellar el retrete con cera y cinta americana. Star siempre nos sobornaba con pan frito para que arregláramos cosas de la casa o improvisáramos una antena parabólica con un tapacubos o algo similar.
En realidad, en cuanto se juntó con Elwin, su gran amor, conseguimos armar una antena parabólica. Star tenía un televisor de primera calidad, que se había comprado con la sustancial suma de dinero que había ganado en el bingo por única vez en su vida. Con la ayuda de Elwin, chapuceamos a lo MacGyver un viejo aparato y conseguimos señales de Fargo, Minneapolis e incluso de Chicago o Denver. Colgamos la antena parabólica en septiembre de 1987, justo a tiempo para los estrenos de la temporada de todos los programas de la televisión. Mejoramos la recepción hasta tal punto que a veces sintonizábamos los programas emitidos fuera de algunas ciudades, algo siempre cambiante según las condiciones climatológicas y el magnetismo de los planetas. Teníamos que rastrearlos, pero no creo que nos perdiéramos un solo capítulo de Star Trek. No la versión antigua, sino La nueva generación. Nos encantaba La guerra de las galaxias y teníamos nuestras frases favoritas, pero vivíamos en La nueva generación.
Por supuesto, todos queríamos ser Worf. Todos queríamos ser klingons. La solución de Worf ante cualquier problema era atacar. En el capítulo «Justicia», descubrimos que Worf no sentía placer en sus relaciones sexuales con mujeres humanas porque eran demasiado frágiles y tenía que refrenarse. Nuestra gran broma cuando había alguna chica guapa era: «Oye, refrénate un poco». En «La tentación de Q», la chica klingon ideal se tiraba a Worf y era monstruosamente apasionada. Worf era inflamable, noble y atractivo, incluso con un caparazón de tortuga en la frente. Después de Worf, nos gustaba Data porque se burlaba de los hombres blancos al mostrar curiosidad por las tonterías que decía o hacía la tripulación, y porque cuando la guapísima Yar se emborrachó, él se declaró completamente operativo e hizo el amor con ella. Wesley, con quien se podría pensar que nos identificaríamos, un genio de nuestra misma edad y con una madre negligente que deja que el chico se meta en líos, no nos interesaba porque era un inútil niñato de ciudad y llevaba jerséis ridículos. Por supuesto estábamos enamorados de la betazoide Deanna Troi, sobre todo cuando la serie dejó que se soltara la melena. Los monos que llevaba mostraban un gran escote, su cinturón rojo en forma de V señalaba ya saben dónde, y su voluminosa cabeza y su pequeño cuerpo lleno de curvas nos volvían locos. El comandante Riker estaba enamorado de ella, pero era como un palo y en absoluto convincente. Mejoró un poco cuando la barba disimuló sus mejillas infantiles, pero aun así queríamos ser Worf. En cuanto al capitán Picard, era un hombre mayor, aunque un hombre mayor francés, así que nos gustaba. También nos caía bien Geordi, porque siempre le dolía algo debido al visor que llevaba, y eso le proporcionaba cierto halo de nobleza también.
Abundo en tantos detalles porque nos separamos por culpa de la serie. Hacíamos dibujos, historietas e incluso intentamos escribir algún capítulo. Hacíamos como si tuviéramos un conocimiento especial. Empezábamos a crecer y estábamos ansiosos por saber cómo acabaríamos. En La nueva generación, no éramos escuchimizados, pobres, acosados, huérfanos de madre, ni estábamos asustados. Éramos guays porque nadie más sabía de lo que hablábamos.
El primer día que volví a la escuela, Cappy me acompañó a casa. Hoy en día no es habitual ver andar a la gente en la reserva, salvo en los caminos peatonales creados para fomentar el ejercicio físico. Pero a finales de los años ochenta, los jóvenes todavía iban a pie a los sitios, y como Cappy y yo vivíamos a menos de un kilómetro y medio del colegio, aunque en direcciones contrarias, a menudo lanzábamos una moneda para decidir a casa de quién de los dos iríamos. La suya estaba más animada, ya que Randall, su hermano mayor, siempre tenía a sus amigas en casa, pero la mía tenía una televisión y una consola, por lo que podíamos jugar a Bionic Commando, un juego del que éramos auténticos fans.
Cappy me había dado la piedra del Pájaro Trueno en el pasillo del colegio, y me habló de ella en el camino de vuelta a casa. Me contó que cuando la encontró, el árbol todavía humeaba. Fingí que le creía. Sin decir nada, estaba claro que Cappy solo me acompañaba hasta casa, pero que no iba a entrar. Yo no le habría dejado pasar de todas maneras. Mi madre no quería que nadie la viese. Aunque mi padre pensaba cogerse una excedencia y había llamado a otro juez jubilado, estaba terminando algún papeleo en el despacho. Ya me había informado de que durante ese día estaría pendiente de ella, pero que mi madre se alegraría cuando yo llegase a casa.
Mientras nos acercábamos por el camino, Clemence salió por la puerta principal y me dijo que la había llamado una vecina para decirle que Mooshum estaba en el jardín. Por las prisas que tenía, supuse que se habría dejado los pantalones en casa. Subió al coche y dio media vuelta a toda velocidad. Cappy se volvió hacia su casa en cuanto llegamos a la mía, y yo recorrí la estrecha acera para entrar por la puerta trasera. Cuando doblé la esquina, divisé los arbolitos con sus pequeñas ramas y hojas marchitas, alineadas sobre el pavimento, a punto de morir. Dejé los libros en el suelo y los recogí, uno por uno, y los puse a buen recaudo en un costado del jardín. En ese momento me dio por sentir lástima por ellos y, al mismo tiempo, fui consciente de que me daba pavor entrar en casa. Nunca había sentido algo así antes. Después, intenté abrir la puerta y descubrí que estaba cerrada con llave.
Me quedé tan desconcertado al principio que le propiné una patada a la puerta, pensando que estaría atascada. Pero la puerta trasera realmente estaba cerrada con llave. Y la puerta principal se cerraba de forma automática. Seguramente a Clemence se le había olvidado aquello. Saqué la llave del escondrijo y entré despacio, sin hacer ruido, sin dar un portazo ni soltar los libros de golpe encima de la mesa como habría hecho normalmente. Cualquier otro día, mi madre no habría llegado a casa todavía y yo habría experimentado el tipo de euforia que siente todo muchacho al entrar en la casa de sus padres sabiendo que será solo para él durante dos horas. Que puede prepararse el bocadillo que le dé la gana. Que si tienen televisión, podrían estar poniendo alguna reposición para que la viera después de clase. Que podría haber galletas o alguna otra golosina en casa, que su madre hubiera escondido, pero no demasiado bien. Que podría husmear entre los libros de su padre y las estanterías del dormitorio de su madre en busca de algún libro, como Hawai de James Michener, donde podría encontrar consejos interesantes, pero inútiles al fin y al cabo, sobre los juegos amorosos preliminares de los polinesios. Pero no tengo más remedio que detenerme aquí. Era la primera vez, que yo recordara, que se había cerrado con llave la puerta trasera de casa, y tenía que buscar la llave debajo de los peldaños de atrás, donde siempre colgaba de un clavo y que solo utilizábamos cuando los tres regresábamos de largos viajes.
Y esa misma era la sensación que yo experimentaba en ese momento: que ir al colegio había sido un largo viaje del que acababa de regresar.
El ambiente en casa parecía desolado, rancio y extrañamente apagado. Me di cuenta de que eso se debía a que desde que encontramos a mi madre sentada en el coche nadie había cocinado, frito u horneado ni preparado ningún alimento. Mi padre tan solo había hecho café, que bebía día y noche. Clemence había traído cazuelas con guisos, que permanecían en el frigorífico, a medio comer. Llamé a mi madre en voz baja y subí las escaleras hasta la mitad, hasta que reparé en que la puerta del dormitorio de mis padres estaba cerrada. Bajé de nuevo despacio hasta la cocina. Abrí el frigorífico, me serví un vaso de leche fría y bebí un trago largo. Estaba terriblemente agria. Tiré la leche, enjuagué el vaso, lo llené y apuré el agua ferruginosa de la reserva hasta quitarme el mal sabor de la boca. Después, me quedé allí con el vaso vacío en las manos.
Una puerta entornada permitía ver una parte del mobiliario del comedor: una mesa de madera de arce moteada, rodeada por seis sillas. Estaba separada de la sala de estar por una estantería baja. El sofá se encontraba justo al otro lado de un pequeño cuarto atestado de libros: la guarida de mi padre, también conocida como su despacho. Con el vaso en la mano, percibí el inmenso silencio que reinaba en nuestra pequeña casa como el que sigue a una enorme explosión. Todo se había detenido. Incluso el tictac del reloj. Mi padre lo había desenchufado cuando regresamos a casa del hospital la segunda noche. Quiero un reloj nuevo, dijo. Me quedé allí de pie, observando el viejo reloj cuyas manecillas se habían detenido sin sentido a las 11.22. El sol entraba por el oeste dibujando parches dorados en el suelo de la cocina, pero era un resplandor siniestro, como la luz penetrante que asoma por detrás de una nube cuando avanza desde poniente. Me invadió una sensación de angustia y pavor, un sabor a muerte como leche agria. Dejé el vaso en la mesa y salí corriendo escaleras arriba. Irrumpí en la habitación de mis padres. Mi madre se hallaba sumida en un sueño tan profundo que cuando intenté acostarme a su lado, me golpeó en la cara. Fue un codazo que me alcanzó en la mandíbula y me dejó casi sin sentido.
Joe, susurró con voz trémula. Joe…
Mamá… La leche está cortada.
Bajó el brazo y se incorporó.
¿Cortada?
Nunca había dejado que se cortara la leche en el frigorífico. Se había criado sin refrigeración y se enorgullecía de lo limpia que tenía su preciada nevera. Se tomaba muy en serio lo de mantener en perfectas condiciones lo que allí guardaba. Incluso había comprado fiambreras de Tupperware en una fiesta. ¿La leche está cortada?
Sí, respondí. Está cortada.
¡Hay que ir a la tienda!
Su serena reserva había desaparecido: un gesto de angustia y horror le empañó el rostro. Los moratones se habían hecho visibles y sus ojos aparecían rodeados de sombras oscuras, como los de un mapache. Sus sienes latían con un color verde enfermizo. Su mandíbula era índigo. Sus cejas siempre habían sido muy expresivas, con ironía y amor, pero ahora estaban tensas y denotaban ansiedad. Dos líneas verticales, tan negras como si las hubieran pintado con un rotulador, le dividían la frente. Sus dedos tiraban del borde del edredón. ¡Cortada!
Ahora venden leche en la gasolinera de Whitey. Puedo acercarme allí en bici, mamá.
¿En serio? Me miró como si le acabara de salvar la vida, como a un héroe.
Le llevé el bolso y me dio un billete de cinco dólares.
Compra más cosas, dijo. Comida que te guste. Algún capricho. Se le trababa la lengua al hablar y me di cuenta de que seguramente le habían dado alguna medicina para ayudarla a dormir.
Nuestra casa había sido construida en los años cuarenta y era un sólido bungalow. En ella había vivido hacía tiempo el director de la Oficina de Asuntos Indios, un burócrata presuntuoso, acicalado, de estatura anormalmente baja y profundamente aborrecido. La vivienda había sido vendida a la tribu en 1969 y destinada a oficinas hasta que se planificó su demolición para ser sustituida por los actuales locales. Mi padre la compró y la trasladó a un pequeño terreno en las afueras del pueblo, que había pertenecido a Shamengwa, el difunto tío de Geraldine, un hombre apuesto en un antiguo marco de foto. Mi madre echaba de menos su música, pero su violín estaba enterrado con él. Whitey había utilizado el resto del terreno de Shamengwa para levantar la gasolinera al otro extremo del pueblo. Mooshum poseía la vieja parcela que se encontraba a unos seis kilómetros de distancia, donde vivía el tío Whitey, el cual se había casado con una mujer más joven: una antigua stripper alta, rubia y de piel curtida. Él ponía la gasolina, cambiaba el aceite, inflaba los neumáticos y realizaba chapuzas poco fiables. Su mujer llevaba las cuentas, abastecía las estanterías de la pequeña tienda con frutos secos y patatas fritas y le decía a la gente por qué podía o no repostar. Había comprado recientemente un gran frigorífico para conservar la leche. Tenía otro más pequeño para botellas de zumo de naranja y uva. Se llamaba Sonja, y me gustaba como a cualquier chico le puede gustar su tía, pero mis sentimientos hacia sus pechos tenían otra dimensión: perdía la cabeza por ellos sin remedio.
Cogí mi bicicleta y una mochila. Tenía una bici destartalada con cinco marchas y ruedas todoterreno, un portabidón y un garabato plateado en el cuadro: Storm Ryder. Tomé la carretera secundaria llena de baches, crucé la carretera principal, rodeé una vez la gasolinera de Whitey y derrapé hasta detenerme, con la esperanza de que Sonja me estuviera mirando. Pero no, estaba dentro contando palitos de Slim Jims. Lucía una enorme, resplandeciente, radiante y blanca sonrisa. Levantó la vista y me la dirigió a mí cuando entré. Era como una lámpara de rayos ultravioletas. Llevaba el cabello recogido como un algodón de azúcar, formando una corona ondulante y amarilla, de la que colgaba una sedosa coleta de más de medio metro, que le caía por la espalda. Como siempre, vestía un conjunto espectacular: en esta ocasión, un chándal azul celeste con ribetes de lentejuelas y la cremallera de la sudadera bajada hasta las tres cuartas partes. Me quedé sin aliento al ver la camiseta, un tejido más claro y transparente, como alas de hadas. Llevaba unas impolutas deportivas blancas y esponjosas, y unos pendientes de cristal en las orejas, tan grandes como chinchetas. Cuando vestía de azul, como ocurría a menudo, sus ojos azules despedían fulminantes y prodigiosos rayos.
Cielo…, me dijo. Dejó los Slim Jims y me abrazó. En ese momento no había nadie en la gasolinera ni en la tienda. Olía a Marlboros, a Aviance Night Musk y a su primer trago de la noche.
Yo era muy afortunado: era un chico al que las mujeres adoraban. No era algo que yo hubiera buscado, y de hecho aquello preocupaba a mi padre. El hombre hacía valientes tentativas por contrarrestar esos mimos femeninos realizando actividades masculinas conmigo: jugábamos a la pelota, lanzábamos balones de fútbol americano, acampábamos al aire libre y salíamos a pescar. Pescábamos a menudo. Me enseñó a conducir cuando cumplí ocho años. Temía que tantas cucamonas acabasen por ablandarme, aunque él mismo había sido bastante mimado, podía darme cuenta de ello, y mi abuela le había consentido (y a mí también) muchísimo durante los años anteriores a su muerte. Aun así, yo supuse una tregua en la historia reproductiva de nuestra familia. Mis primos Joseph y Evelina estaban en la universidad cuando yo nací. Los hijos de Whitey de su primer matrimonio eran ya adultos y la relación de Sonja con su hija, London, resultaba tan tormentosa que la llevó a asegurar no querer tener más hijos jamás. No había nietos en la familia (de momento, gracias a Dios, decía Sonja). Como ya he dicho, nací muy tarde, en el estrato envejecido de la familia y de padres a quienes a menudo se tomaría por abuelos. Había que añadir además esa carga adicional de ser una sorpresa para mis padres, con todas las repentinas esperanzas que aquello llevaba consigo. Todo recaía sobre mí: lo malo y lo bueno. Pero una de las mejores cosas, una que yo apreciaba sobremanera, era lo cerca que me permitía estar de los pechos de Sonja.
Podía quedarme pegado a sus senos todo el tiempo que ella me abrazara. Siempre me cuidaba mucho de no tentar a mi suerte, aunque sentía un cosquilleo en las manos. Eran voluptuosos, delicados, firmes y redondos. Unos pechos capaces de partirte el corazón. Los llevaba muy realzados bajo sus camisetas con escotes de vértigo y de tonos pastel. Todavía lucía una fina cintura y sus caderas incendiaban levemente los ánimos dentro de unos ajustados y desgastados vaqueros. Sonja se masajeaba el cuerpo con aceite para niños, pero se había pasado toda la vida tomando el sol sin descanso, y su bonita nariz sueca mostraba marcas de quemaduras solares. Era una amante de los caballos; Whitey y ella tenían un viejo caballo pinto, un impresionante mestizo cuarto de milla y árabe, un appaloosa roano, tuerto y con mirada fantasmal, llamado Espectro, y un poni. De modo que junto con el olor a whisky, perfume y tabaco, solía desprender unos suaves aromas a heno y tierra, así como la fragancia a caballo, algo que en cuanto se ha olido una vez siempre se echa en falta. Los hombres estaban destinados a vivir con el caballo. Whitey y ella tenían además tres perras, todas muy fieras, y cuyos nombres estaban inspirados de algún modo en Janis Joplin.
Nuestro perro había muerto hacía dos meses y todavía no teníamos otro. Abrí la mochila y Sonja guardó en el interior la leche y los otros productos que había cogido. Rechazó mis cinco dólares y me miró desde sus delicadas y depiladas cejas color castaño claro. Se le anegaron los ojos. Joder, dijo. Que me pongan delante a ese tipo. Y me lo cargo.
No supe qué decir. Los pechos de Sonja hacían que mi mente se quedara casi en blanco.
¿Qué tal está tu madre?, preguntó, mientras negaba con la cabeza y se secaba las mejillas.
Intenté concentrarme; mi madre no estaba bien, así que no podía responder «bien». Tampoco podía contarle a Sonja que media hora antes me había temido que mi madre hubiera muerto y me había abalanzado sobre ella, recibiendo un golpe suyo por primera vez en mi vida. Sonja encendió un cigarrillo y me ofreció un chicle Black Jack.
No está bien, contesté. Está nerviosa.
Sonja asintió. Le llevaremos a Pearl.
Pearl era una perra larguirucha de patas largas, cabeza ancha de bull terrier y fauces con aspecto de torno. Tenía manchas de dóberman, el grueso pelo de un perro pastor y algo de loba. Pearl no ladraba mucho pero cuando lo hacía, se alteraba una barbaridad. Caminaba de un lado a otro y mordía el aire en cuanto alguien violaba las fronteras invisibles de su territorio. Pearl no era una perra de compañía, y yo no estaba seguro de querer tenerla en casa, pero mi padre sí lo estaba.
Es demasiado vieja para ir a buscarte cosas, me quejé a mi padre cuando llegó a casa esa noche.
Estábamos sentados en la planta de abajo mientras comíamos un guiso recalentado que nos había traído Clemence, una vez más. Mi padre se había preparado su habitual cafetera de café poco cargado y se lo bebía como si fuera agua. Mi madre estaba acostada, desganada. Mi padre dejó el tenedor en el plato. Del modo en que lo hizo (era un hombre al que le gustaba comer e interrumpir una comida suponía una renuncia para él, aunque en esos días no comía mucho), pensé que estaba enfadado. Pero aunque recientemente sus gestos se habían vuelto bruscos y a menudo apretaba los puños, no levantaba la voz. Habló muy despacio, con tono sosegado, y me explicó por qué necesitábamos a Pearl.
Joe, necesitamos un perro guardián. Sospechamos de un hombre. Pero se ha desvanecido. Lo que significa que podría estar en cualquier parte. O puede que él no lo haya hecho y que el verdadero agresor siga por la zona.
Le solté lo que me pareció una pregunta de serie policiaca de televisión.
¿Qué pruebas tienes para afirmar que fue ese tío quien lo hizo?
Mi padre consideró la posibilidad de no contestar, me di cuenta de ello. Pero al final lo hizo. Le costaba pronunciar algunas de las palabras.
Al autor del crimen o al sospechoso… al agresor… se le cayó una caja de cerillas. Las cerillas eran del campo de golf. Las regalan en recepción.
Así que empiezan por los golfistas, dije. Eso significaba que el agresor podía ser indio o blanco. Ese campo de golf fascinaba a todo el mundo: se había puesto de moda. En teoría, el golf era cosa de ricos, pero nosotros poseíamos un campo de césped descuidado y pequeños pozos de agua naturales. Y una tarifa de iniciación especial. La gente se pasaba los palos y todo el mundo parecía haberlo probado; salvo mi padre.
Sí, el campo de golf.
¿Por qué se le cayeron las cerillas?
Mi padre se frotó los ojos con la mano y de nuevo le costó hablar.
Quería, intentó, tuvo dificultades para encender una cerilla.
¿La cerilla de una caja?
Sí.
Ah. ¿Consiguió prenderla?
No… la cerilla estaba mojada.
¿Y qué pasó?
De pronto se me humedecieron los ojos y me incliné sobre mi plato.
Mi padre cogió de nuevo el tenedor. Engulló rápidamente grandes bocados del conocido mejunje de Clemence de macarrones con salsa de tomate y hamburguesa. Vio que yo había dejado de comer, a la espera de algo, y se recostó en la silla. Apuró otro trago en su taza favorita de porcelana blanca. Se limpió los labios con la servilleta, cerró los ojos, los abrió y me miró fijamente.
De acuerdo, Joe, estás haciendo muchas preguntas. Estás intentando poner las cosas en orden en tu cabeza. Estás procesando todo esto. Yo también. Joe, el autor de la agresión no pudo encender la cerilla. Fue a buscar otra caja. Algún modo de encender un fuego. Y mientras él se fue, tu madre consiguió escapar.
¿Cómo?
Por primera vez desde que habíamos arrancado esos arbolitos el domingo anterior, mi padre sonrió, o al menos era alguna versión de una sonrisa, diría yo. No denotaba el menor regocijo. Si tuviese que clasificar esa mueca, diría que era una sonrisa al mejor estilo Mooshum. Una sonrisa como cuando se recuerdan tiempos perdidos.
Joe, ¿te acuerdas de cómo solía enfurecerme cuando tu madre cerraba el coche con las llaves dentro? Tenía, todavía tiene, la costumbre de dejar las llaves puestas. Cuando aparca, recoge los papeles o las compras del asiento del copiloto, después deja las llaves en el salpicadero, se baja y cierra el coche. Se olvida de que ha dejado las llaves dentro del vehículo hasta que tiene que volver a casa. Entonces rebusca en el bolso y no encuentra las llaves. Oh, no, exclama, ¡otra vez no! Sale, repara en las llaves en el salpicadero, con el coche cerrado, y me llama por teléfono. ¿Te acuerdas?
Sí. Yo también casi sonreí mientras describía aquella costumbre suya, y todo el follón en que nos metía. Sí, papá. Te llama por teléfono. Tú sueltas una palabrota suave, luego coges el juego de llaves de repuesto y te das un largo paseo hasta las oficinas tribales.
Una palabrota suave. ¿De dónde has sacado eso?
Caray, no lo sé.
Sonrió otra vez, extendió la mano y me dio un golpecito en la mejilla con los nudillos.
En realidad nunca me importó mucho, prosiguió. Pero un día, pensé que tu madre podría quedarse tirada si yo no estuviera en casa. No solemos salir a muchos sitios. Nuestra rutina es bastante aburrida. Pero si yo no estuviera en casa, ni tú tampoco para poder llevarle las llaves en bicicleta…
Eso nunca ha pasado.
Ya, pero imagina que estás en el jardín. No oyes el teléfono. Me dije: ¿y si se queda colgada en algún sitio de verdad? Y pensando en ello, hará unos dos meses, pegué un imán a una de esas pequeñas cajas metálicas que vende Whitey con caramelos de menta. Me había fijado en alguien que tenía un llavero como ese. Guardé una llave en la caja y la pegué en el interior de la carrocería, justo encima de la rueda izquierda. Así fue cómo logró escapar.
¿Qué?, exclamé. ¿Cómo?
Consiguió llegar hasta el coche y sacar la llave. El tipo fue a por ella. Ella se encerró en el coche y luego arrancó y se marchó.
Respiré hondo. No podía evitar sentir una punzada de su miedo recorriéndome el cuerpo y flaqueé.
Mi padre comenzó a comer de nuevo, y esta vez estaba decidido a terminarse el plato. El asunto de lo que le había pasado a mi madre estaba zanjado. Volví al tema de la perra.
Pearl muerde, dije.
Bien, contestó mi padre.
Entonces todavía anda detrás de ella.
No lo sabemos, dijo mi padre. Cualquiera pudo haber cogido esas cerillas. Un indio. Un hombre blanco. Cualquiera pudo haberlas perdido. Pero seguramente ha sido alguien de por aquí.
No se puede decir si una persona es india por sus huellas dactilares. No se puede saber por su nombre. Ni siquiera puede afirmarse por una denuncia de la policía local. No se puede saber por una fotografía de ficha policial. Por un número de teléfono. Por el punto de vista del Gobierno. La única forma de poder decir si un indio lo es consiste en estudiar la biografía de esa persona. Debe tener antepasados lejanos que hayan firmado algún tipo de documento o que hayan sido inscritos como indios por el Gobierno de los Estados Unidos, alguien identificado como miembro de una tribu. Y después, hay que analizar la pureza de la sangre de ese individuo, cuánta de su sangre india pertenece a una misma tribu. En la mayoría de los casos, el Gobierno llamará india a esa persona si la proporción de esa sangre es de un cuarto —por regla general ha de ser de una misma tribu—. Pero esa tribu tiene que haber sido reconocida por las leyes federales. Dicho de otro modo, ser indio es, de alguna manera, una maraña de trámites burocráticos.
Por otra parte, los indios reconocen a los otros indios sin necesidad de su linaje federal, y ese conocimiento, como el amor, el sexo o tener o no un hijo, nada tiene que ver con el Gobierno.
Tardé varios días en descubrir que ya circulaban rumores de que había sospechosos —básicamente cualquiera que se comportara de forma extraña, llevara tiempo desaparecido o fuera visto saliendo por la puerta trasera de su casa con pesadas bolsas de basura negras—. Lo averigüé al ir a la casa de mis tíos para recoger una tarta el sábado por la tarde. Mi madre había dicho a mi padre que pensaba que debería levantarse, asearse y vestirse. Todavía tomaba calmantes, pero el doctor Egge le había dicho que hacer reposo en la cama no la beneficiaría. Necesitaba realizar una actividad moderada. Papá anunció que prepararía la cena siguiendo una receta. Pero no era capaz de hacer el postre. De ahí lo de la tarta. El tío Whitey estaba sentado a la mesa con un vaso de té helado. También estaba allí Mooshum, encorvado y frágil, vistiendo calzoncillos largos de color marfil con una bata de cuadros por encima. Se negaba a vestir de calle los sábados, porque mantenía que necesitaba un día con ropa cómoda para prepararse para el domingo, cuando Clemence le obligaba a enfundarse un pantalón de traje, una camisa blanca y planchada, y a veces hasta una corbata. Él también sujetaba un vaso de té helado, que fulminaba con la mirada.
Pis de conejo, espetó.
Eso es, papá, respondió Clemence. Es una bebida para viejos. Te sentará bien.
Ah, té de labrador de los pantanos, observó el tío Whitey, mientras agitaba el líquido con satisfacción. Es bueno para todo lo que te aqueja, tío.
¿Cura la vejez?, replicó Mooshum. ¿Te quita años?
Todo menos eso, contestó Whitey, quien sabía que podría tomarse una cerveza en cuanto llegara a casa y dejara de hacer el paripé de beber té con Mooshum, que añoraba los viejos tiempos, cuando Clemence le servía un trago de whisky suave. La mujer se había convencido de que eso le hacía daño y siempre intentaba quitárselo.
Esto sienta mal, hija mía, dijo a Clemence.
Pero te limpia el hígado, repuso Whitey.
Oye, Clemence, sírvele un poco de té a Joe.
Clemence me sirvió un vaso de té helado y fue a contestar al teléfono. La gente la llamaba sin cesar para preguntar, para chismorrear en realidad, por su hermana.
Quizá el pervertido no sea indio en realidad, comentó el tío Whitey. Llevaba una maleta india.
¿Qué maleta india?, pregunté.
Las bolsas de basura de plástico negras.
Me incliné hacia delante. Así que ¿se ha marchado? Pero ¿de dónde? ¿Quién es? ¿Cómo se llama?
Clemence volvió y le fulminó con la mirada.
Ahwee, dijo el tío Whitey. Me parece que no debo hablar.
Ni tomar un vasito de nada de whisky. Ni mear en el fregadero, tal y como haré hasta que deje de servirme tés de los pantanos. Los riñones de un hombre se desbordan, señaló Mooshum.
¿Meas en el fregadero?, pregunté.
Cuando me dan té, siempre.
Clemence entró en la cocina y volvió con tres vasos de chupito apilados. Los dejó en la mesa y llenó dos hasta una cuarta parte. Llenó el tercero hasta la mitad y lo apuró de un trago. Yo me quedé atónito. Nunca había visto a mi tía vaciar un vaso de whisky como un hombre. Sujetó el vaso vacío con delicadeza durante un momento, mirándonos, antes de depositarlo con un pequeño chasquido y salir.
¿Qué ha sido eso?, preguntó el tío Whitey.
Eso ha sido mi hija cuando se rebasa el límite de su paciencia, respondió Mooshum. Me compadezco de Edward cuando vuelva del trabajo. El whisky habrá surtido efecto para entonces.
A veces el whisky afecta a Sonja también, apuntó el tío Whitey, pero tengo mis trucos.
¿Qué clase de trucos?, preguntó Mooshum.
Viejos trucos indios.
Enséñaselos a Edward, ¿quieres? Va perdiendo terreno.
La tarta empezó a impregnar el ambiente con un aroma dulce y ámbar. Esperaba que mi tía no se hubiera enfadado tanto como para olvidarse de la tarta.
El campo de golf. ¿Fue allí dónde sucedió? Miré directamente a Whitey a los ojos, pero bajó la mirada y bebió.
No, no ocurrió allí.
¿Dónde fue?
Whitey levantó los ojos, permanentemente tristes y enrojecidos. No iba a decírmelo. Fui incapaz de sostenerle la mirada.
El pulso de Mooshum, tan trémulo que derramó el vaso de té sobre la mesa, se hizo más firme. Levantó el chupito y tomó un buen sorbo. Le brillaban los ojos. No había escuchado nuestra conversación. Todavía tenía la mente fija en las mujeres.
Ay, hijo mío, háblanos a Oops y a mí de tu hermosa mujer. La Roja Sonja. Descríbenos la escena. ¿Qué hace ahora?
Whitey me quitó los ojos de encima. Cuando sonreía, mostraba el hueco del diablo entre los incisivos. La Roja Sonja había sido el nombre de bailarina exótica de mi tía no hacía mucho tiempo. Llevaba una sugerente armadura de bárbara, compuesta por trozos de tachuelas de plástico. Jirones de pañuelos le colgaban de las caderas. El tejido transparente parecía haber sufrido las fauces o garras de hombres desesperados o lobos domesticados. Zack había encontrado la fotografía en una revista de Minneapolis y me la había regalado. La guardaba en el fondo de mi armario, en una carpeta especial que había elaborado y en la que había escrito «DEBERES».
Estos días, Sonja está trabajando en la caja, explicó mi tío, el whisky añadía su suave brillo. Siempre está haciendo cuentas. Ahora está comprobando los pedidos que debemos hacer para la semana que viene.
Mooshum cerró los ojos, retuvo el whisky detrás de la lengua y asintió, mientras se la imaginaba, inclinada sobre las cuentas. Yo también pude verla de pronto, con los pechos cabalgando como nubes por las largas columnas de ordenadas cifras.
¿Y qué va a hacer, continuó Mooshum con gesto soñador, cuando ya tenga las cuentas del día claras, cuando acabe?
Dejar el mostrador y salir fuera con un cubo de agua y la larga escobilla. Limpia los cristales todas las semanas.
Mooshum no llevaba su vistosa dentadura y desplegó una sonrisa hundida. Cerré los ojos y vi la esponja rosa de la escobilla chorreando el detergente jabonoso por el cristal. Sonja se había puesto de puntillas. Randall, el hermano mayor de Cappy, decía que las chicas estaban tan atractivas cuando se ponían de puntillas que le encantaba sentarse a mirarlas en los pasillos de la biblioteca del instituto. El hermano de Cappy había colocado todos los buenos libros en los anaqueles de arriba. Mooshum suspiró. Me imaginé a Sonja presionando la hoja de goma contra el cristal, arrastrando el polvo y la suciedad con el líquido y dejándolo todo con una claridad resplandeciente.
Clemence entró de nuevo, interrumpiendo mi ensoñación, y oí el crujido de la puerta del horno. Después, el ruido de la bandeja deslizándose cuando retiró dos tartas del horno. Oí cómo sacaba las tartas fuera de la casa para que se enfriaran. La puerta del horno retumbó con un fuerte sonido metálico y la puerta acristalada se abrió con un chirrido antes de cerrarse de golpe. Enseguida se filtró por el cristal un suave y fresco aroma a tabaco. No sabía que mi tía fumara, pero había empezado después del hospital.
La fragancia que desprendía el recién adquirido hábito de Clemence despejó a los dos hombres.
Se volvieron hacia mí y el rostro de mi tío Whitey se tornó serio cuando me preguntó por mi madre.
Esta noche va a salir de su habitación, anuncié a Whitey. Será mejor que me lleve esa tarta a casa. Mi padre está haciendo la cena.
Mooshum me observó fijamente, con un atisbo de brillo severo en la mirada, y supe que le habían contado algo, al menos, de lo ocurrido.
Eso está bien, dijo. Ahora escúchame con atención, Oops. Tiene que salir. No dejes que se quede allí sentada. No la dejes sola demasiado tiempo.
Las sombras de un día primaveral y despejado se extendían por la carretera como el agua. Más allá de la apacible ciénaga, los motores de los coches rugían en un continuo vaivén hasta la ventanilla de la tienda de vinos y licores. Desde jardines invisibles, ocultos tras hileras de sauces y cerezos silvestres, se oían los gritos cortados y vibrantes de varias mujeres que llamaban a sus hijos para que volvieran a casa. Un coche aminoró la marcha a mi lado y Doe Lafournais me señaló con la cabeza el asiento del copiloto vacío. Doe tenía un rostro tranquilo, una nariz aguileña y unos ojos amables. Tenía unos brazos fornidos y se mantenía fuerte cuando no estaba en la oficina gracias a un trabajo duro y constante: además de ser presidente y portero, había construido su casa con sus propias manos, y él y sus hijos también la habían echado a perder con sus propias manos. El lugar era un cúmulo de capas de cachivaches sobre más cachivaches, ahora interesantes. Siguió adelante cuando le dije que no con la cabeza y que ya le vería más tarde —esa noche iría a echarle una mano a Randall con la cabaña de sudación—. Clemence había metido la tarta dentro de una caja de cartón poco profunda. El vapor que desprendían las manzanas calientes brotaba por los resquicios de la corteza. El atardecer no refrescaba, pero no me importaba. Estaba dispuesto a sudar con tal de comerme esa tarta. Tomé el desvío hasta casa y Pearl surgió de entre las lilas. Soltó un solo y hondo ladrido al reconocerme y, después de olisquear el aire a mi alrededor, me acompañó aproximadamente a un metro de distancia hasta la puerta trasera de casa. Allí me dejó y dio media vuelta para volver a tumbarse bajo su arbusto.
Mi padre me abrió la puerta. La cálida cocina olía a un intenso experimento.
Llegas justo a tiempo, dijo, y dejó la tarta en la encimera. Vamos a dejar que esto sea una sorpresa. El plato fuerte. Enseguida baja, Joe. Ve a lavarte.
Mientras me encontraba en el pequeño aseo que daba al despacho, oí las escaleras que crujían. Me quedé allí mientras me lavaba y secaba las manos lentamente. La verdad es que no tenía muchas ganas de ver a mi madre. Suena terrible, pero era la verdad. Aunque entendía perfectamente por qué me había golpeado, me molestaba tener que fingir que no había sucedido o que no importaba. El codazo no me había dejado un moratón visible y mi pómulo solo estaba un poco dolorido, pero no dejaba de palparme la zona y tener una y otra vez la sensación de estar herido. Cuando acabé de lavarme, doblé la toalla, tal vez por primera vez en mi vida, y la colgué con cuidado en el toallero.
En nuestro pequeño rincón del comedor, mi madre esperaba de pie detrás de la silla, sujetando, nerviosa, el respaldo de madera con las dos manos. El ventilador estaba encendido y mecía su vestido. Contemplaba la comida dispuesta sobre el sencillo mantel verde. La miré y enseguida me avergoncé de mi resentimiento: su rostro todavía presentaba evidentes magulladuras. Me activé. Mi padre había preparado un estofado. El choque de olores que me había golpeado al entrar en la cocina se debía a los ingredientes: nabos encurtidos con tomates en lata, remolacha y maíz, ajo chamuscado, carne de nombre desconocido y una cebolla pocha. El mejunje despedía un hedor penetrante.
Mi padre nos hizo señas para que nos sentáramos. Había patatas, levemente enfriadas, demasiado cocidas que, sin escurrir, se deshacían en una cazuela. Con solemnidad fue llenando nuestros platos hondos. Después, nos quedamos mirando la comida. No rezamos. Por primera vez, echaba en falta algún ritual. No podía comenzar a comer sin más. Mi padre se dio cuenta de ello y habló con gran emoción, mirándonos a los dos.
Se necesita muy poco para ser feliz, declaró.
Mi madre respiró hondo y frunció el ceño. Apartó sus palabras con los hombros encogidos, como si la irritaran. Supongo que ya había oído antes su cita de Marco Aurelio, pero ahora, retrospectivamente, me doy cuenta de que intentaba ponerse una coraza. Para no sentir las cosas. No aludir a lo que había pasado. La emoción de él intentaba aferrarse a ella.
Sin más ceremonia, cogió la cuchara y la sumergió en el estofado. Tragó rápidamente el primer bocado. Me quedé expectante. Ambos miramos a mi padre.
Le he echado semillas de alcaravea, explicó con suavidad. ¿Qué te parece?
Mi madre cogió una servilleta de papel de la pila que mi padre había colocado en el centro de la mesa y se la llevó a los labios. Todavía tenía el rostro desfigurado con profundos arañazos morados y contusiones amarillentas, que iban cicatrizando. El blanco de su ojo izquierdo estaba escarlata y se le caía levemente el párpado, y lo haría en adelante, ya que el nervio había resultado dañado de forma irreversible.
¿Qué te parece?, preguntó de nuevo mi padre.
Mi madre y yo permanecíamos callados, con la mirada conmocionada tras lo que acabábamos de probar.
Creo, comenzó al fin, que será mejor que vuelva a cocinar yo.
Mi padre bajó los ojos y extendió las manos, componiendo la imagen de un hombre que lo había hecho lo mejor que podía. Hizo un mohín, hundió la cuchara en su plato, con una fingida jovialidad que se volvió forzada. Engulló una vez, luego otra. Me quedé horrorizado ante su fuerza mental. Yo me sacié con pan. El ritmo de sus cucharadas aminoró. Mi madre y yo seguramente comprendimos al mismo tiempo que mi padre, que había cuidado de mi abuela durante muchos años y que desde luego sabía cocinar, había fingido su ineptitud. Pero aquel estofado con un deje a cebollas podridas y que producía arcadas, resultaba tan satisfactoriamente infernal que nos levantó el ánimo a todos, al igual que lo había hecho la decisión de mi madre de volver a los fogones. Cuando me llevé la espantosa cena de la mesa y apareció la tarta, mi madre esbozó una leve sonrisa, apenas una pequeña mueca en los labios. Mi padre partió la tarta en tres partes iguales y sirvió un trozo de helado de vainilla Blue Bunny encima de cada uno. Me tocó terminar el de mi madre. Comenzó a tomarle el pelo a mi padre con el guiso.
Exactamente, ¿cuántos años tenían esos nabos?
Más años que Joe.
¿Y de dónde has sacado esa cebolla?
Ese es mi pequeño secreto.
¿Y la carne? ¿Lo atropellaste?
Dios mío, no. Murió en el jardín trasero.
***
No me preocupaba especialmente perderme la cena esa noche, porque sabía que, después de la cabaña de sudación de Randall, Cappy y yo nos pondríamos las botas. Éramos los guardianes del fuego. Suzette y Josey, las tías de Cappy, que habían convertido a los chicos de Doe en sus mascotas, siempre se encargaban de la comida. Las noches de ceremonia, dejaban preparado un festín, perfectamente organizado dentro de dos grandes neveras de plástico a lo largo de la pared del garaje. Más atrás, casi en el bosque, la cúpula de la cabaña de sudación, construida con ramas de árboles jóvenes, dobladas y amarradas entre sí, y cubierta de lonas procedentes de excedentes del ejército, aguardaba muy húmeda, atrayendo un sinfín de mosquitos. Cappy ya había encendido el fuego. Las piedras, los abuelos, estaban ya incandescentes en el centro. Nuestro trabajo consistía en alimentar el fuego, entregar las pipas sagradas y las pócimas, llevar las piedras hasta la puerta en las largas palas y cerrar y abrir las portezuelas. También echábamos tabaco al fuego cuando alguien desde el interior de la cabaña nos lo ordenaba, para subrayar alguna oración o petición especial. En las noches frescas, era un trabajo agradable: nos quedábamos sentados alrededor de la hoguera, charlando, calentitos. A veces asábamos en secreto alguna salchicha o nube en un palo, aunque se tratara de un fuego sagrado, y una vez Randall nos pilló. Nos aseguró que habíamos anulado el carácter sagrado del fuego con nuestras salchichas.
Cappy lo miró y le dijo, ¡pues vaya poder tiene tu fuego si le hemos chupado todo su carácter sagrado con nuestras raquíticas salchichas! No podía dejar de reírme. Randall levantó las manos y se alejó. Ahora hacía demasiado calor para asar nada, además sabíamos que al final comeríamos una barbaridad. Randall nos pagaba con comida y también nos dejaba conducir a veces su destartalado Oldsmobile. Normalmente era un trabajo más bien agradable. Pero esa noche, en vez de refrescar, hacía bochorno. No soplaba la menor brisa. Incluso antes de que se pusiera el sol, empezaron a revolotear a nuestro alrededor enjambres enteros de mosquitos. Sus embestidas nos obligaron a sentarnos más cerca de las llamas, para aprovecharnos del humo, lo cual solo consiguió hacernos sudar más. No paraban de picarnos a través de saladas y ahumadas capas de repelente.
Los amigos de Randall, que tocaban todos el tambor en las powwows o bailaban como él, aparecieron entre risas. Dos de ellos estaban borrachos, pero Randall no se percató de ello. Era maniático con que todo estuviera perfecto: el soporte para las pipas, la colcha con la estrella extendida junto a la entrada, la concha de abulón para quemar salvia, los tarros de cristal con pócimas en polvo, el cubo y el cazo. Parecía que tenía en la cabeza un pequeño medidor capaz de alinear todos estos objetos. A Cappy le sacaba de quicio. Pero a otros les gustaba el estilo de Randall, y tenía amigos en todas partes; solo ese día había abierto un paquete de un amigo de Pueblo que contenía un tarro de pócima y que se encontraba junto con los demás. Estaba canturreando una canción de cargar la pipa mientras la armaba, con tal concentración que no advirtió que tenía la nuca cubierta de mosquitos devoradores. Los espanté con la mano.
Gracias, dijo, distraído. Rezaré por tu familia.
Eso está guay, respondí, aunque me hizo sentir incómodo. No me gustaba que rezaran por mí. Mientras daba media vuelta, sentí cómo las oraciones me iban subiendo por la espalda. Pero así también era Randall, siempre dispuesto a hacerte sentir un poco incómodo con la sincera superioridad de todo lo que estaba aprendiendo de los mayores, incluso de los tuyos, por tu bien. Mooshum había enseñado a Doe cómo levantar esta cabaña y Doe se lo había transmitido a Randall. Cappy advirtió mi gesto.
No te preocupes, Joe. También reza por mí. Y consigue a muchas chicas con su pócima. Así que debe seguir en activo.
Randall tenía un perfil pétreo, una piel suave y una larga trenza. Las chicas, sobre todo las blancas, sentían fascinación por Randall. Una alemana acampó en su jardín un mes entero un verano. Era bonita y había llevado las primeras sandalias Earth que se habían visto nunca en nuestra reserva, de modo que a Randall le tomaron el pelo con ellas. Alguien pudo ver bien la etiqueta, que ponía «Birkenstock», convirtiéndose así en el apodo de Randall.
El calor fue en aumento y engullíamos cazos enteros del agua sagrada de la cabaña de sudación. Envidiaba a los tipos que entraban en la cabaña, porque pasarían tal calor ahí dentro que el de fuera les parecería una brisa fresca al salir. Además el calor más abrasador de esos abuelos debilitaría a los mosquitos. Todos entraron en la cabaña. Cappy y yo llevamos las piedras hasta la portezuela con las palas largas. Randall las cogió de ellas con un par de cuernos de ciervo y las depositó en el hoyo central. Le entregamos todo el material y cerramos la portezuela. Empezaron a entonar sus cánticos y nosotros volvimos a rociarnos de repelente.
Habíamos terminado ya tres rondas y entregado los últimos abuelos. Subimos hasta casa para rellenar el dispensador de agua y, justo cuando salíamos a la terraza de atrás, se produjo una explosión. Ni siquiera oímos a nadie que gritara «puerta» para indicarnos que la abriéramos. El techo de la cabaña de sudación simplemente se hinchó y se levantó mientras los hombres luchaban por salir. Bramaban y movían los brazos frenéticamente en medio de las lonas. Se oían alaridos apagados. De pronto salieron como pudieron: jadeando, chillando y rodando desnudos por la hierba. Los mosquitos se lanzaron en picado, agradecidos. Corrimos con el dispensador de agua. Randall y sus colegas nos señalaron sus rostros retorcidos de dolor y les empapamos la cabeza. En cuanto fueron capaces de ponerse en pie, de golpe, todos se marcharon a sus casas, tambaleándose o a todo correr. Las tías de Cappy llegaron en coche justo en ese momento y vieron a ocho hombres indios desnudos y cegados, que intentaban abrirse paso por el jardín. Suzette y Josey se quedaron en el coche.
Sentados todos en la casa en medio del montón de trastos de soltero, los hombres tardaron mucho en salir de su conmoción y comprender lo que había sucedido.
Creo que fue, dijo Skippy al fin, esa pócima de Pueblo. ¿Te acuerdas de que justo antes de que lanzaras un enorme puñado sobre las piedras diste las gracias a tu colega de allí y luego recitaste una larga oración?
Una oración larguísima, Birkenstock. Después, vertiste un poco de agua…
Vaya, dijo Randall. Mi amigo dijo que era un filtro de Pueblo. Estaba rezando por su situación con una mujer navajo. Cappy, ve a buscarme ese tarro.
No me des órdenes.
Está bien. Por favor, hermanito, ya que puedes ver cómo estamos todos en pelotas y traumatizados, ¿podrías ir a buscar ese tarro?
Cappy salió. Regresó. El tarro tenía una etiqueta.
Randall, dijo Cappy, la palabra «filtro» está escrita entre comillas.
El tarro contenía unos polvos pardos que no nos olieron muy fuerte: no como la raíz del oso, ni el wiikenh ni el kinnikinnick. Randall sujetó el tarro y frunció el ceño. Lo olfateó igual que un fino catador de vinos. Por último, se lamió el dedo, lo introdujo en el frasco y luego se lo llevó a la boca. Le lloraron los ojos al instante.
¡Ay, ay! Sacó la lengua.
Guindillas, exclamaron los demás. Guindilla especial de Pueblo. Observaron a Randall que bailaba por toda la habitación.
Tío, mirad cómo vuelan sus pies.
Habría que darle polvos de Pueblo en la próxima powwow.
Ya te digo, tío. Bebieron largos tragos de agua. Randall estaba en el fregadero con la lengua bajo el grifo.
Randall puso ese filtro en las piedras, dijo Skippy, pero cuando vertió encima cuatro grandes cazos de agua, entonces, joder, ¡el vapor se nos metió en los ojos y nos pusimos a respirar esa mierda! Quemaba un horror. ¿Cómo ha podido hacernos esto Randall, tío?
Todos miraron a Randall con la lengua bajo el chorro de agua.
Ojalá se ponga algo más de ropa, dijo Chiboy Snow.
Nos acordamos de las tías cuando oímos cómo se alejaba su coche. Nos asomamos. Habían dejado atrás dos bolsas de panecillos fritos indios recién hechos. La grasa dibujaba oscuras y delicadas manchas en los envoltorios de papel.
Si nos traéis la ropa, nos dijo Skippy, y ese festín, os pagaré.
¿Cuánto?, preguntó Cappy.
Dos pavos a cada uno.
Cappy me miró. Me encogí de hombros.
Cargamos sus pertenencias dentro de casa y nos pusimos todos a comer. Llegó Randall y se sentó a mi lado. Tenía el gesto arrugado y descarnado como los demás. Tenía los ojos hinchados y rojos. Randall había realizado la mayor parte de sus estudios universitarios, y a veces me hablaba como si fuera un caso de los servicios sociales, y otras me trataba como si fuera su hermano pequeño. Este era uno de esos tratos íntimos y familiares. Sus amigos ya estaban riéndose y comiendo. Se les pasó el enfado con Randall y ahora el ambiente era de diversión.
Joe, comenzó, vi algo allí dentro.
Me llené la boca con carne guisada para tacos.
Vi algo, prosiguió, y parecía sinceramente preocupado. Fue justo antes de que la guindilla lo hiciera volar todo por los aires. Estaba rezando por tu familia y por la mía, cuando de pronto vi a un hombre inclinado sobre ti, tal vez un policía, mirándote, y tenía el rostro blanco y unos ojos muy hundidos. Le rodeaba un aura plateada. Sus labios se movían y hablaba, pero yo no lograba oír nada de lo que decía.
Nos quedamos en silencio. Dejé de comer.
¿Qué debería hacer con eso, Randall?, pregunté con un hilo de voz.
Los dos vamos a hacer una ofrenda de tabaco, dijo. Y tal vez debas hablar con Mooshum. Era de mal agüero, Joe.
***
Mi madre cocinó durante toda la semana siguiente e incluso trabajó al aire libre, sentada en una raída silla de jardín mientras acariciaba el cuello de Pearl y miraba fijamente los matorrales de cerezos silvestres que delimitaban el jardín trasero. Mi padre pasaba en casa el mayor tiempo posible, pero todavía le llamaban para cerrar algunos asuntos. También se reunía a diario con la policía tribal y hablaba con el agente federal asignado al caso. Una vez, viajó a Bismarck y volvió en el día para hablar con Gabir Olson, el fiscal federal y viejo amigo suyo. El problema con la mayoría de los casos de violación donde intervenían personas indias era que, incluso si alguno conseguía llegar a juicio, el fiscal federal a menudo lo desestimaba por un motivo u otro. Normalmente por una avalancha de casos más importantes. Mi padre quería asegurarse de que eso no sucedería.
Los días transcurrieron así en ese falso interludio. El viernes por la mañana, mi padre me recordó que necesitaba mi ayuda. A menudo me ganaba un par de dólares acercándome en bicicleta al despacho de mi padre después de las clases para recoger y echar el cierre al tribunal durante el fin de semana. Barría su pequeña oficina y limpiaba con un vaporizador la superficie acristalada de su escritorio de madera. Colocaba en su sitio los diplomas colgados en la pared y les quitaba el polvo. Universidad de Dakota del Norte. Facultad de Derecho de la Universidad de Minnesota, así como las placas que acreditaban sus servicios en asociaciones jurídicas. Tenía una lista con las plazas en las que estaba autorizado a ejercer que llegaba hasta el Tribunal Supremo de los Estados Unidos. Estaba orgulloso de ello. Al lado, en el gabinete contiguo convertido en despacho, hacía una limpieza a fondo. La sonrisa del presidente Reagan, con mejillas rubicundas, ojos confusos y dientes de actor de serie B desaparecía de la pared con su retrato oficial del Gobierno. Reagan sabía tan poco de los indios que pensaba que vivíamos en «reservas naturales». Había una lámina de nuestro sello tribal y otra del gran sello de Dakota del Norte. Mi padre había enmarcado una copia, que había envejecido para darle un aire antiguo, del Preámbulo de la Constitución de los Estados Unidos, además de la Declaración de Derechos.
Una vez en su despacho, sacudí la alfombra de lana marrón. Ordené y enderecé los libros, que incluían las ediciones posteriores del viejo manual de Cohen que había en casa. Estaba la edición de 1958, publicada en la época en que el Congreso se mostraba decidido a acabar con las tribus indias: siempre la dejaba en la estantería y su rechazo a usarla representaba una silenciosa amonestación a los editores. Estaba la edición facsímil de 1971 y la de 1982: grande, pesada y muy desgastada. Junto a esos volúmenes había un ejemplar compacto de nuestro propio Código Tribal. También ayudaba a mi padre a archivar todo lo que no hubiera guardado Opichi Wold, su secretaria. Opichi, cuyo nombre significaba «petirrojo», era una mujer adusta, bajita y escuálida, con una mirada aguda. Eran los ojos y los oídos de mi padre en la reserva. Todo juez necesita tener un confidente allí. Opichi se enteraba de pequeñas cosas, llámenlo chismes, pero las decisiones de mi padre a menudo se sustentaban en lo que ella averiguaba. Sabía quién sería puesto en libertad provisional sin fianza y quién huiría. Sabía quién traficaba, quién solamente consumía, quién conducía sin carné, quién era maltratador, quién estaba rehabilitado, quién bebía, quién era peligroso o inofensivo para sus propios hijos. Era una mujer que no tenía precio, aunque su forma de archivar los documentos resultaba un tanto enigmática.
Guardábamos todos los papeles en la habitación contigua, en una sala más amplia donde se alineaban varios archivadores metálicos a lo largo de la pared. Siempre quedaban algunas carpetas encima de los armarios porque mi padre mostraba interés en leerlas de nuevo o anotaba cosas en ellas. Ese día advertí que había dejado fuera dos grandes pilas: unas carpetas de cartón marrones en las que Opichi había escrito a máquina y colocado pulcramente las etiquetas. La mayoría eran apuntes sobre casos, resúmenes y reflexiones, borradores previos a la publicación de la sentencia definitiva. Pregunté si íbamos a archivarlas, porque me parecían demasiadas para terminar antes de la hora de la cena.
Nos las llevamos a casa, dijo mi padre.
Eso era algo absolutamente inaudito. Su despacho en casa era su refugio de todo lo que sucedía en el tribunal tribal. Estaba orgulloso de dejar el torbellino de toda la semana en su sitio. Pero ese día cargamos las carpetas en el asiento trasero. Metimos mi bicicleta en el maletero y volvimos a casa.
Meteré esas carpetas en casa yo mismo después de cenar, anunció de camino. Así me enteré de que no quería que mi madre le viera introducir esos expedientes en casa. Después de aparcar, sacamos la bicicleta y rodeamos la casa. Mientras entraba por la puerta de la cocina, oí un gran estrépito. Y acto seguido, un leve grito, agudo y lleno de angustia. Eché a correr. Mi madre apoyaba la espalda en el fregadero, temblando y con la respiración entrecortada. Mi padre se encontraba a pocos pasos de ella con las manos extendidas, aferrando en vano el aire con forma de mi madre, como si quisiera abrazarla pero sin hacerlo. Entre ambos yacía en el suelo una fuente de estofado chorreante, hecha añicos.
Miré a mis padres y comprendí lo que había sucedido exactamente. Mi padre había entrado —mi madre debía de haber oído el coche, ¿y no había ladrado Pearl?—. También caminaba con paso pesado. Siempre hacía ruido y era, como ya he mencionado, un hombre algo torpe. Me había fijado que en la última semana siempre gritaba alguna tontería al llegar a casa, algo como ¡Ya estoy en casa! Pero quizá se le olvidara. Quizá fuera demasiado sigiloso esta vez. Quizá entrara en la cocina como solía hacerlo y después abrazara a mi madre por la espalda. En nuestra antigua vida, ella habría seguido atareada en los fogones o en el fregadero mientras él echaría un vistazo por encima de su hombro y le hablaría. Permanecerían así juntos, componiendo un pequeño cuadro de feliz regreso a casa. Después, acabaría llamándome para que le ayudara a poner la mesa. Se cambiaría de ropa rápidamente mientras ella y yo daríamos los últimos toques a la cena, y al final nos sentaríamos todos juntos a la mesa. No íbamos a la iglesia. Este era nuestro ritual. Nuestro partir el pan, nuestra comunión. Y todo empezaba con ese momento de confianza, cuando mi padre se acercaba a mi madre por detrás y ella sonreía al oírle sin volverse. Pero ahora estaban mirándose el uno al otro con impotencia ante la fuente rota.
Era el tipo de momento —ahora me doy cuenta— que podría haberse resuelto de varias maneras. Ella podría haberse echado a reír, a llorar, o podría haberse arrojado a sus brazos. O él podría haberse arrodillado, fingiendo el infarto que acabaría con su vida años después. La habría sacudido de su conmoción. Ella le habría ayudado. Después, habríamos recogido los destrozos, preparado unos sándwiches y todo habría seguido adelante. Si nos hubiéramos sentado juntos a la mesa esa noche, creo sinceramente que las cosas habrían seguido como si tal cosa. Pero el rostro de mi madre se ruborizó sombríamente y un escalofrío imperceptible le recorrió todo el cuerpo. Respiró hondo y se llevó la mano a su rostro malherido. Después, pasó por encima de la fuente rota en el suelo y se alejó despacio. Yo quería que gritara, estallara o arrojara algo. Cualquier cosa habría sido mejor que la sensación de suspensión congelada con la que subió las escaleras. Esa noche llevaba un vestido liso y azul. Sin medias. Unos mocasines negros Minnetonka. Mientras subía peldaño a peldaño, mantenía la mirada al frente y se sujetaba firmemente a la barandilla con la mano. Sus pasos eran silenciosos. Parecía como si flotara. Mi padre y yo la habíamos seguido hasta el umbral, y creo que, mientras la contemplábamos, ambos tuvimos la misma sensación de que ascendía a un lugar de absoluta soledad del que tal vez nunca regresaría.
Permanecimos juntos incluso después de que cerrara la puerta del dormitorio con un chasquido. Al final, dimos media vuelta y, sin mediar palabra, regresamos a la cocina para recoger los restos de estofado y de la fuente rota. Juntos tiramos los desechos a la basura. Mi padre se detuvo tras cerrar la tapa del cubo. Agachó la cabeza y, en ese instante, reparé por primera vez en que rezumaba una desolación que terminaría apoderándose de él con una fuerza creciente. Cuando permaneció allí sin pestañear, me asusté de verdad. Puse rápidamente la mano en su brazo. Era incapaz de decir lo que sentía, pero esa vez, al menos, mi padre levantó los ojos.
Ayúdame a meter esas carpetas en casa. Su voz sonaba brusca y apremiante. Empezaremos esta noche.
Y eso hice. Descargamos el coche. Después, preparamos rápidamente un par de sándwiches de cualquier manera. (Preparó uno con más esmero y lo colocó en un plato. Yo partí una manzana y dispuse los trozos alrededor del pan, la carne y la lechuga. Cuando mi madre no respondió tras llamar a la puerta, dejé el plato delante de su habitación). Con la comida en las manos, entramos en el despacho de mi padre y nos llenamos la boca mientras contemplábamos las carpetas con el gesto fruncido. Arrojamos las migas al suelo. Mi padre encendió las lámparas. Se acomodó detrás de su escritorio y me indicó que me sentara en la butaca donde solía leer.
Está ahí dentro, afirmó señalando las gruesas carpetas.
Comprendí que yo le iba a ayudar. Mi padre me trataba como a su asistente. Él estaba al tanto, por supuesto, de mis lecturas a escondidas. Instintivamente, eché un vistazo a la estantería donde guardaba el manual de Cohen. Asintió otra vez, arqueó levemente las cejas y me señaló con los labios la pila de expedientes que tenía junto a mi codo. Nos pusimos a leer. Fue entonces cuando comencé a comprender quién era mi padre, lo que hacía todos los días y lo que había sido su vida.
Durante el transcurso de la siguiente semana, seleccionamos varios casos del corpus de su trabajo. Durante ese tiempo, que se correspondía con la última semana de clase, mi madre fue incapaz de abandonar el dormitorio. Mi padre le llevaba la comida. Yo me sentaba a su lado por las tardes y le leía versos de The Family Album of Favorite Poems hasta que se quedaba dormida. Era un viejo volumen granate con una portada ajada, que mostraba a hombres blancos felices leyendo poemas en la iglesia, a los niños antes de dormir o susurrándolos al oído de su enamorada. No me dejaba que le leyera nada edificante. Tenía que leerle los cuentos en verso de siempre con sus palabras rimbombantes y toscas rimas. «Ben Bolt», «The Highwayman», «The Leak in the Dike». En cuanto su respiración se tornaba regular, me escabullía sigilosamente, aliviado. Ella dormía y dormía, como si compitiera en un maratón de sueño. Comía poco. Lloraba a menudo, un llanto estridente y monótono, que intentaba ahogar en las almohadas y que reverberaba al otro lado de la puerta de la habitación. Yo bajaba las escaleras, iba al despacho con mi padre y seguía leyendo los expedientes.
Leíamos con concentrada intensidad. Mi padre estaba convencido de que en alguna parte de sus informes, notas, resúmenes y decisiones se hallaba la identidad del hombre cuya acción estuvo a punto de cercenar el espíritu de mi madre de su cuerpo.