El coro de los maestros carniceros

El monumento a las víctimas del bombardeo de Ludwigsruhe se inauguraba esa misma tarde, y todos los maestros carniceros se habían congregado para cantar, procedentes de los pueblos más apartados y las ciudades aún más lejanas. Corría el año 1954 y toda la carne de los muertos durante la guerra se había convertido en polvo. Durante el mes en que visitaron su pueblo natal, Fidelis había ensayado con los que quedaban, aquellos pocos hombres que habían sobrevivido al conflicto. Mientras ensayaba, Delphine recorrió los cementerios del pueblo, famosos por su belleza, o dio largos paseos por las calles sin encanto, repletas de edificios y comercios cuadriculados levantados gracias al plan Marshall, o entró y salió de joyerías donde se podían conseguir a muy buen precio medallones de oro de imitación pero de exquisita factura, y por último se dirigió al parque donde su marido jugaba de niño y donde se erigía ahora una estatua envuelta en una sábana y atada con cuidado con una cuerda para que las autoridades del pueblo pudieran destaparla de un solo tirón.

Tomó asiento entre el público al lado de Tante, que estiraba el cuello rígidamente hacia los altavoces sin hacerle el menor caso. Lo único que Delphine distinguía de ella era un pie, todavía elegante, calzado en un delicado y fino zapato de tacón de cuero claro. Al otro lado de Tante estaban sentados el hermano y la cuñada de Fidelis y sus dos hijos ya mayores, y a su lado Erich con su flamante esposa. Cuando Fidelis y Delphine planificaron esa visita, tenían previsto que fuera una especie de luna de miel muy retrasada, pero el viaje acabó siendo algo muy diferente. Fidelis había sufrido misteriosos dolores durante la travesía y una radiografía había desvelado una hipertrofia del hígado y un corazón en peligro. Ambos habían padecido un estreñimiento crónico, a pesar de los cubos enteros de fresas que comían para encontrar algo de alivio. Delphine no entendía nada del idioma que oía en rápidas oleadas. Le dolía la boca de tanto sonreír y estaba cansada de asentir amablemente. Su aislamiento la agobiaba. Sin embargo, algunos parientes, por lo visto, se desvivían por ellos: personas del pasado de su marido organizaban meriendas campestres y acampadas, largos paseos por el bosque, fastuosas degustaciones de caza mayor y de setas de la zona, o les regalaban objetos hechos a mano y besaban y abrazaban a Fidelis con una exultante alegría.

Sin embargo, Delphine se sintió desconcertada, presa de una oscura impotencia. ¿Qué clase de gente era ésta? Delphine miró en derredor a la multitud sentada, que aguardaba expectante, y la observó conforme los discursos iban desfilando como olas del idioma, sonido sobre sonido. Las mujeres llevaban pequeños sombreros y trajes grises o marrones sin la menor gracia y pasados de moda, tacones gruesos, medias que parecían de goma y sin guantes. Llevaban vestidos confeccionados con desabridos estampados de flores —morados y marrones—. Sujetaban los bolsos en el regazo, el cuero levemente cuarteado, los colores apagados y relucientes. Delphine se puso la mano por encima de los ojos para observar la escena. El sol aparecía y desaparecía detrás de esponjosas nubes. Todo el mundo proyectaba una sombra afilada y recortada. Las sombras cruzaban el rostro de las mujeres, se posaban con fuerza debajo de sus manos y formaban charcos a sus pies. Había sombras alrededor de sus bolsos y sombras que se deslizaban a lo largo de las patas de las sillas. Proyectadas por el dorso de los banderines de papel, las sombras dibujaban líneas sobre las autoridades del pueblo. Alemania no era más que oscuridad y luz, flores vivas y apagadas gabardinas de verano. Delphine respiró el aroma dulce de una gardenia de invernadero en el pecho de alguna mujer y el olor de la grasa chisporroteante de un puesto móvil de salchichas justo detrás del público. Bajo la recia lengua germana que se derramaba sobre la concurrencia, alcanzó a entender matices y aguzó el oído para escuchar lo que parecía un continuo zumbido, el singular canto de alguna otra multitud.

Ese suave murmullo se volvió casi atronador y entonces los carniceros, perfectamente ordenados, abandonaron sus asientos en la primera fila para subir al estrado, se pusieron en formación y entonaron sus canciones. La mayoría de ellos eran hombres corpulentos, pero no todos. Algunos eran delgados y enjutos. Sus voces estallaron sobre el público. El sonido manaba de sus enormes pechos y estómagos. La música brotaba de los cantores con los músculos tensos como un chorro de energía. Aquellos instrumentos —sus voces— levantaban un muro de melodía palpable. Delphine los observaba mientras sus pensamientos divagaban. Muy pronto dejó de oír el canto y sólo percibió las bocas de los hombres que se abrían y cerraban al unísono, en un rugido, a la manera de una reunión de animales en un zoológico. Por alguna razón, vio la fotografía borrosa de su madre, ampliada y parpadeante, que se superponía a esa escena alegre. Pensó en todo lo que había sucedido en ese lugar, los incendios y los desfiles militares, una barbaridad que la superaba, una espantosa extrañeza en la que se habían cometido atrocidades inimaginables. Y, sin embargo, aquí mismo, estaban cantando ahora aquellos carniceros. Y sus canciones resultaban maravillosas al oído. La propia voz de su marido se elevaba en el aire alemán.

La visión de Delphine se desvaneció y la mujer pestañeó, mareada. Un sentimiento de irrealidad se apoderó de ella, un tintineo donde todos los sonidos se fundían hasta no ser más que uno. Después, levantó los párpados de golpe. Vio lo que estaba sucediendo en realidad. Conforme el velo caía, la estatua de madera quemada aparecía bañada por la agradable luz del sol y los maestros carniceros separaban los labios para cantar, humo y cenizas salían de sus bocas como si fueran chimeneas. Perduraban los rescoldos en sus corazones, pensó Delphine, desconcertada. Sus entrañas estaban en llamas. Sus pulmones eran fuelles candentes. Sin embargo, seguían cantando como si no pasara nada. Nadie señalaba con el dedo, ningún niño lloraba. Volutas de oscuridad continuaron manando en espiral de los pechos-hornos de los hombres. El humo se arremolinaba y las cenizas volaban, llevadas por el viento. El canto terminó al fin. Toda la oscura nebulosa que los hombres habían vomitado se desintegró y se esfumó, salvo los residuos rezagados de las sombras. La gente a su alrededor sonrió y asintió con la cabeza. Aplaudió con un estruendo generoso y convulsivo, que se prolongó indefinidamente. Por eso —pensó Delphine, muy cansada, aplaudiendo a su vez con el resto del público—, era normal que las volutas negras se elevaran de las gargantas de los maestros carniceros en el aire resplandeciente del parque. Aquí era un espectáculo muy corriente.

En sueños, Delphine oyó golpes. Sonoros, susurrantes y raudos. Después, hubo golpes más apremiantes, como si hubieran sido asestados justo al otro lado de una pared. Golpes impacientes. Cuando despertó, todavía en Alemania y acostada al lado de su marido en un estrecho colchón de suave lana de oveja, Delphine reconoció enseguida ese sonido. Comprendió que Eva estaba reclamando a Fidelis. Delphine tendría que devolverlo muy pronto. Supo que los golpes eran de Eva porque ya había oído ese mismo sonido antes. Hacía mucho tiempo, esos mismos golpeteos habían retumbado en otro sueño de Delphine y, cuando había despertado, en aquel entonces, en Argus, había comprendido que Eva se moría.

Ahora, conforme Delphine se despertaba por ese rápido traqueteo, supo que Fidelis ocultaba su enfermedad. El tiempo era un ejército que avanzaba a semejanza de los carniceros en el escenario. El tiempo era un coro cuya música se componía de humo y cenizas. Delphine se acercó a Fidelis, le abrazó mientras dormía y sintió el compás regular de su respiración, el flujo de la sangre y el agitado latido de su corazón.

En su última carta desde Europa a Dakota del Norte, Delphine escribió a Markus:

No se encuentra muy bien y creo que deberíamos llamar al médico para que le examine a fondo. Por favor, vigila al nuevo personal y toma nota de la hora a la que llegan al trabajo. Nos dan de comer demasiado bien (Sauerbraten adondequiera que vayamos, o carne de venado y dulces como los que nunca había imaginado) y estoy ansiosa por volver a casa. Dile a Mazarine que le dé un beso a Johannes, si se está quieto el tiempo suficiente, y que le dé a su madre pastillas de carbón para los gases.

Cuando desembarcaron del USS Bremen en medio de la bulliciosa muchedumbre de Nueva York, Fidelis padeció ese nuevo agotamiento contra el que había luchado durante toda la travesía, durmiendo doce, catorce horas seguidas, y echándose siestas también por la tarde. El cansancio resultaba apabullante: le había invadido progresivamente y ahora estaba fuera de su control. Él lo desconocía, pero su corazón había empezado a fallar diez años atrás. Cuando su hijo pasó delante de él en el bosque de Minnesota, tras preferir la puerta de una cárcel a su padre, Fidelis había padecido los primeros síntomas de la enfermedad debilitante que acabaría por obstruir y, posteriormente, destruir su corazón. Cuando recibió el telegrama en que le anunciaban la herida de Franz, y después la carta acerca de Emil, sintió cómo se le desgarraba el corazón. Rompió las hojas en mil pedazos con un enorme rugido. Cuando Franz volvió a casa, tan sólo para despedirse de la vida, una parte de Fidelis se apagó con él, gritando furiosa con una ira perpleja. Pero para una persona nacida en el fenómeno de la fuerza, la debilidad es una mentira desconocida. Fidelis se negaba a aceptar el hecho de que estaba enfermo. Ignoraba su cuerpo, despreciaba sus necesidades y mantuvo sus viejas costumbres como si fueran a devolverle su fuerza.

Ahora, aunque los pulmones le oprimían y le dolían, encendió un cigarrillo turco, de los que había comprado en Alemania. Mientras exhalaba el humo y aguardaba delante de la aduana para cumplir con los trámites, avanzando lentamente detrás de Delphine, recordó el día en que se encontró haciendo la misma cola muchos años atrás. Rememoró cómo en ese momento le había sobrevenido el recuerdo de su padre: hirviendo las salchichas en el enorme caldero de cobre y hundiendo y sacando las ristras entre el vapor con sus fuertes antebrazos pelirrojos. Fidelis vislumbró de nuevo el gran rostro de su padre encima de todo aquello, sereno, disciplinado y sudoroso. Se secó la frente con un pañuelo de grueso algodón y afianzó los pies a fin de mantenerse de pie sobre sus titubeantes piernas, sintiéndose cada vez más pesado y aturdido. El abrigo hecho a medida que había comprado en Ludwigsruhe resultaba demasiado caluroso para este clima. El pasado y el presente colisionaban. Los días transcurridos entre la primera vez que pisó América y esta última semejaban una infinita baraja de naipes extendida sobre una gran mesa, cada una de un palo y un color predecibles. De pronto desaparecían, recogidas por una mano severa que las juntaba con suaves golpes hasta formar una asfixiante pila. Los días se desplomaron, uno tras otro.

El cigarrillo cayó de sus dedos entumecidos. Siguió con la mirada su curiosa trayectoria mientras, todavía encendido, rebotaba en su zapato. Después, y sin saber cómo, percibió el intenso humo que se consumía justo debajo de su nariz y contempló un suelo de linóleo tostado, manchado y sucio, que se extendía a su alrededor hasta el infinito. Al igual que aquella primera vez que había vuelto a casa tras la guerra, experimentó de nuevo el extraño canto de la luz. Relucía en las notas de una profunda canción en los rincones más alejados del suelo, allí donde no se admitía a nadie y las baldosas todavía conservaban el brillo original de la mañana. Fidelis se maravilló de la música y del suave y familiar canturreo de voces. Se hallaba a cuatro patas, arrodillado en el suelo como un animal. Ésa era la postura en que los animales se desplomaban, pero pensó, con un inmenso cansancio, que aquello era una puerta de llegada y no un matadero. Notó cómo se incorporaba y se limpiaba el polvo del abrigo, dando unos pasos adelante, por lo que fue una sorpresa para él darse cuenta de que no se había movido en absoluto y que seguía con la mirada clavada en el suelo.

Durante toda su vida, el día de la matanza se había repetido cada semana, y Fidelis nunca había faltado a esa cita para afrontar sus tareas de muerte. Ahora había llegado su hora; lo supo en cuanto observó el torbellino del mugriento suelo. ¿Quién estaba allí para actuar del mismo modo con él? Extendió los brazos, tensó las piernas y cayó de bruces. Alguien le dio la vuelta y le puso de costado. Alguien le cogió la mano. Trémulo, el rostro de Delphine apareció en su campo de visión y se inclinó sobre él, y, agachada, la mujer le miró y movió los labios de un modo que le resultaba familiar. Sabía lo que decía y quería responder, pero no podía. Para su sorpresa, su boca se negaba a abrirse. Sus manos no se movían. Nada en él obedecía a sus órdenes. Su corazón se detuvo. Sobrecogido, abrió los ojos estremecidos con una pasmosa y desgarradora angustia. El semblante de Delphine se desdibujó. La luz se fue atenuando y el canto cesó.