El equilibrista

En una pequeña población en el nacimiento del río Misisipi, en una habitación alquilada con el único fin de hacer el amor, un hombre y una mujer, desnudos en la cama, tomaron un descanso, presos de la angustia. Durante varios meses antes de ese momento, mantenían una relación muy cordial, incluso eran amigos. Se habían conocido haciendo teatro en el pueblo de Argus, en Dakota del Norte. De manera inevitable, ambos se preguntaron si había algo más y decidieron marcharse juntos. ¿Serían capaces de ganarse la vida con un espectáculo ambulante? ¿Estaban enamorados? El hombre extendió la mano y Delphine Watzka, la mujer, enarcó sus cejas perfiladas con lápiz como si quisiera evaluarlo. El hombre desvió la mano bruscamente.

—Tienes —observó el hombre— unos abdominales muy fuertes.

Le acarició el vientre suavemente con los nudillos y después con la punta de los dedos. Delphine giró hasta colocarse boca arriba, se destapó y se golpeó el estómago.

—Mis brazos son fuertes, mis piernas son fuertes. Mis abdominales son fuertes. ¿Por qué no habrían de serlo? No me avergüenzo de haberme criado en una maldita granja. Soy fuerte me mires por donde me mires. Aunque no sé muy bien qué hacer con ello...

—Tengo una idea —dijo el hombre.

La mujer pensó por un momento que ese hombre, que respondía al nombre de Cyprian Lazarre y que poseía una fuerza y una flexibilidad increíbles, iba a poner su idea en práctica inmediatamente. La mujer deseó que su propósito venciera su falta de coraje. Pero no resultó exactamente así. El entusiasmo por el plan que tenía en mente se adueñó de él y, en lugar de lanzarse sobre Delphine con pasión, se arrodilló con el cuerpo erguido sobre el hundido colchón y la contempló, pensativo. Unas ronchas de piel soldadas entre sí le cruzaban el hombro en forma de abanico. Tenía treinta y dos años, y su cuerpo era duro como una piedra de sílex, con una musculatura perfecta gracias a la práctica habitual de muchos ejercicios de gimnasia. A la mujer se le antojó que se parecía a una de esas estatuas encontradas en las ruinas de la antigua ciudad de Troya, incluso en los daños causados por la guerra y el tiempo.

Junto con un primo y un amigo, Cyprian se había alistado en el cuerpo de Marines de Estados Unidos, había sobrevivido al periodo de instrucción y tal vez al capítulo más peligroso de la guerra, la exposición a la gripe española, para terminar tirándose de cabeza en la cuarta oleada en el bosque de Belleau, donde acabó quemado en medio de los grandes trigales. Durante ese último año de la Gran Guerra, el cloro le había cegado, el cañón agrietado de una ametralladora estuvo a punto de arrancarle la mano, la disentería le arrebató su hombría, le abandonó el sentido del humor, y lamentó amargamente su excesivo entusiasmo. Volvió a casa antes siquiera de caer en la cuenta de que, como indio ojibwe, aún no era ciudadano de Estados Unidos. Durante toda su lenta convalecencia, no pudo votar.

Con un impulso se incorporó, y luego saltó de la cama. Había una silla en la diminuta habitación. Con los ojos encendidos por su actuación, agarró el respaldo curvo, giró sobre la parte anterior de la punta de los pies para afianzarse en el suelo de tarima y entonces se lanzó a hacer el pino. La silla se tambaleó un poco, pero enseguida se estabilizó.

—¡Bravo! —susurró para sí.

De espaldas a la mujer, con la cabeza abajo, las nalgas esculturales y los pies puntiagudos, era la imagen misma de la virilidad. Delphine se alegraba de no poder ver la parte delantera. También esperaba que nadie en la calle, delante de esta pensión, tuviera la ocurrencia de levantar la mirada hacia la ventana sin cortinas de la segunda planta, justo cuando oyó un grito fuera. Cyprian no le hizo el menor caso.

—Éste será el final —anunció—. Estaré a tres metros del suelo y ¡tú me sujetarás en el aire con tus abdominales!

Un nuevo grito retumbó abajo en la calle, seguido de un vocerío.

—¿Ah, sí?

La voz de Delphine sonaba apagada por el cuello de su blusa. Uno de los talentos de Delphine era saber vestirse a toda velocidad. Lo había aprendido al tener que cambiarse de vestuario cuando trabajaba en el teatro de repertorio y todos los actores representaban dos o tres papeles en una misma obra. Estaba vestida, medias y zapatos incluidos, y la colcha ya cubría la cama antes incluso de que Cyprian comprendiera lo que sucedía abajo en la calle. De hecho, seguía hablando y planificando la actuación sin dejar de hacer el pino, cuando Delphine salió de la habitación y bajó rápidamente las escaleras. Se detuvo en la planta baja y se serenó. Con un ademán tranquilo, salió por la puerta principal y se dirigió directamente a la casera, que ya se mostraba absolutamente sofocada.

—¡Señora Watzka!

—Lo sé —suspiró Delphine, con un gesto de tranquila resignación—. En la guerra, sabe, lo gasearon.

Con el dedo se dio golpecitos en la sien mientras la boca de la casera dibujaba una «O» de asombro. Después, Delphine se acercó directamente a las personas que se habían agrupado en la calle.

—¡Por favor! ¡Por favor! ¿Es que no tienen el menor respeto por un hombre que ha luchado contra los boches?

Dispersó a la gente con grandes aspavientos y palmadas, como solía hacer para espantar a las gallinas. Las personas que miraban hacia arriba agacharon de pronto la cabeza, fingiendo que examinaban sus compras. Una de las señoras, con las mejillas levemente arrugadas, los ojos muy redondos y la boca semejante a un pico de carne, se inclinó hacia el oído de Delphine.

—Debería usted convencerle para que descansara, querida. ¡Está en estado de «indiscreción viril»!

El hecho de que Delphine no diera media vuelta enseguida para levantar la vista hacia la ventana demostraba que era a la vez una mujer con una mente muy sagaz y con gran autodisciplina, aunque, en cambio, decidió regresar rápidamente a la habitación.

—Ay, querida —dijo con el tono de una esposa resignada—, y pensar que hacer el pino es la única manera que tiene para mantenerse firme. ¡Y aun así hemos conseguido tener dos encantadores hijos!

Se giró y se dirigió suavemente a la multitud, como si no pasara nada fuera de lo normal, como si no acabara de arrojarlos a un estado de asombro y conjeturas.

—¡No lo olviden, el espectáculo empezará hoy a las cinco de la tarde! ¡En el segundo escenario del recinto ferial!

Por la intensidad del silencio que percibió a su espalda supo que estaría lleno a reventar.

Esa noche, Cyprian hizo girar platos sobre la punta de unos palos en equilibrio: dos en cada brazo, uno en cada hombro, uno en la frente y otro entre los dientes. Colocó una larga fila de platos que hacía girar mientras iba y venía corriendo, a la vez que Delphine tomaba apuestas del público sobre cuánto tiempo lograría mantener los platos en equilibrio. Ese número era el que le reportaba más dinero. Cyprian apilaba objetos en la cabeza, cualquier cosa que el público le proporcionara: cajas de gallinas y más platos. Rechazó una lavadora. Mientras la pila iba creciendo, él bailaba. Montaba en una bicicleta sobre unos cables tendidos de un lado a otro del recinto. Para el número final, dado que era una noche sin viento, subió hasta lo más alto del poste central y se mantuvo en equilibrio, realizó un pino perfecto sujetándose en la bola de arriba. Al verlo —diminuto, perfecto, un alfiler humano contra el cielo oscuro y salvaje de Minnesota— Delphine sintió un escalofrío de compasión. Fue entonces cuando le perdonó su falta de ardor sexual y decidió que le bastaba la desesperada necesidad que sentía por ella.

No es habitual que una joven y recia polaca, procedente de una granja muy pequeña, atraiga a los hombres con tanta facilidad, pero Delphine resultaba fascinante. Poseía una mente muy ágil, demasiado tal vez. De su boca salían palabras que a veces le sorprendían, pero ciertamente había tenido que lidiar a lo largo de su vida con muchos borrachos impredecibles y eso le había agudizado los reflejos. Tenía unos dientes pequeños, regulares y muy blancos, y un hoyuelo encantador a un lado de la boca. Los ojos de un color castaño asombrosamente claro, de un tono miel dorado bajo los rayos del sol, rasgados y expresivos en un rostro curtido. Tenía la nariz prominente y recta, pero sus orejas de soplillo le daban cierto aire de estulticia. A menudo llevaba el cabello en un peinado que se le antojaba del estilo de una condesa española: una caracola en la frente, dos delante de cada descentrada oreja, y el resto recogido en un sofisticado moño. Si miraba fijamente a un hombre a los ojos, enseguida éste se ponía nervioso y apartaba la mirada, pero no podía resistirse a mirarla de nuevo. Sin embargo, poseer ese magnetismo no le hacía la vida más fácil.

A los tres o cuatro meses de edad perdió a su madre. Su desmesurado cariño por un padre dipsomaníaco fue incomprendido, incluso considerado inapropiado, y sin embargo estuvo indefensa ante el zarpazo de su autocompasión. Habrían perdido incluso sus escasas tierras y su hogar muchos años antes si no fuera porque el granjero a quien su padre arrendaba la tierra se negó en redondo a comprarla y lo dejó por escrito en un contrato. Gracias a ello, percibían un pequeño ingreso cada mes, que se diluía en alcohol, a no ser que ella consiguiera agenciárselo. Para escapar de una vida doméstica tan deprimente, Delphine cosió rutilantes trajes, reprodujo los fabulosos monólogos de heroínas trágicas y se lanzó de lleno a participar en las producciones teatrales locales. Conoció a Cyprian mientras éste perfeccionaba su actuación con la simpática compañía teatral del pueblo. Abandonó Dakota del Norte con él, volvió a las colinas y a los bosques de Minnesota, donde las poblaciones se hallaban más cerca unas de otras y eran menos dependientes de la suerte de granjeros empobrecidos. Él le prometió emociones fuertes, y eso empezaba con hacer ese pino que dejaba sus vergüenzas al aire delante de la ventana. También le había prometido dinero, pero de eso había visto poco hasta el momento. Delphine se había unido a la compañía porque creía haberse enamorado de Cyprian, que era la única otra persona en la compañía y, además, aunque eso terminara por ser casi secundario, era apuesto.

Cyprian se llamaba a sí mismo un experto equilibrista. Delphine descubrió muy pronto que mantenerse en equilibrio era realmente lo único que sabía hacer. Literalmente la única cosa que sabía hacer: no sabía lavarse los calcetines, mantener un empleo estable, remendar un descosido, liar un cigarrillo, cantar, ni siquiera beber. No era capaz de quedarse sentado el tiempo suficiente como para leer entero un artículo de periódico. Era incapaz de mantener una mínima conversación ni contar una historia que fuera más allá que un par de frases de un chiste. Parecía incluso demasiado vago para meterse en una pelea. Tampoco sabía jugar largas partidas de cartas, como el cribbage o el pináculo. ¡Aunque se quedaran en un mismo lugar mucho tiempo sería incapaz de hacer crecer la menor planta! Aun así, empezó a enamorarse de él por tres razones: primero, él afirmaba que estaba loco por ella; segundo, aunque todavía no habían hecho el amor con verdadero deseo, se mostraba muy cariñoso y atento; y, por último, era muy vulnerable. Delphine no soportaba herir los sentimientos de un hombre debido al inmenso cariño que sentía por su propio padre. A pesar de la destructiva necedad de su padre cuando llevaba una copa de más, Delphine sentía una eterna devoción por Roy Watzka, que se convirtió, por desgracia, en una especie de paradigma.

Por ejemplo, no esperaba gran cosa de Cyprian, salvo que no se cayera de la silla. Por su parte, al cabo de tan sólo una semana, a Cyprian ya le gustaba pertenecer a Delphine. Se arrebujaba en la cama de las pensiones baratas bajo las sábanas que Delphine había mandado lavar de nuevo, ya que detestaba las chinches. Mientras él cuidaba sus doloridos músculos, Delphine se afanaba en asegurar la supervivencia de ambos. Remendaba lo que había roto durante la actuación, planificaba cuánto tiempo permanecerían en cada pueblo y adónde se encaminarían después, contaba el dinero, si es que lo había, escribía cartas y redactaba anuncios para los periódicos y decidía lo que iban a comer.

A la mañana siguiente del pino en lo alto del poste, anunció que tenían recursos suficientes para permitirse una salchicha con huevos y gachas. Además necesitaban fortalecerse para la larga sesión de ensayos que habían previsto realizar en un prado de vacas. Comieron despacio, voluptuosamente, en unos gruesos y agrietados platos. El dueño de la cafetería ya los conocía ahora y les llevó más azúcar y una tortita que había sobrado. Cyprian dibujó un diagrama. El esquema de un hombre haciendo el pino sobre una silla, un montón de sillas aparentemente apiladas de cualquier manera, pero en realidad dispuestas en un meticuloso equilibrio, y la silla de abajo apoyada en el estómago de una mujer cuyos brazos y piernas, representados por cuatro palos, servían de apoyo, y cuyo rostro con forma de globo sonreía en el fragmento roto de un cartel.

—Esto nos hará ricos —declaró Cyprian con solemnidad.

Delphine observó la torre de sillas, la línea que representaba sus entrañas debajo y pinchó otra salchicha.

No había vacas en el prado, y las boñigas en el suelo eran redondas y estaban resecas. Delphine las lanzó lejos como si fueran platos y realizó unos estiramientos, tocándose la punta de los pies una docena de veces. Calentó los músculos. Aunque ya eran duros, sus abdominales pronto serían impresionantes. Cyprian le enseñó a desarrollarlos con una serie de ejercicios científicos. Ahora, dado que él tenía que caerse cientos de veces antes de tener su número a punto, Delphine bostezaba tranquilamente cuando el peso desaparecía de su estómago. Un segundo después, se estrellaba a su lado. Ella no se movía hasta que todas las sillas hubieran caído sobre él. Cyprian colocaba las sillas de modo que a Delphine no le pasara nada, siempre y cuando mantuviese esa posición sin moverse. Una y otra vez, mientras él memorizaba en su cuerpo cada fase del número de equilibrio sin dejar de caer, ella sentía cómo se venía abajo el edificio, precipitándose al suelo a su lado. No se movía. En un par de ocasiones, la pata de una silla le rozó lo bastante cerca como para despeinarla un poco, pero, aparte de eso, nunca recibió un golpe.

Hacía un día imponente y Delphine lucía una elegante falda larga y roja que se arremolinaba mientras caminaba delante del público. Realizó cuatro volteretas laterales y acabó sentada en una mesa ancha y baja. Con las piernas cruzadas, cerró los ojos, entrelazó los dedos y se puso a meditar para prolongar el suspense. Justo en el momento en que el público empezaba a impacientarse, dio media vuelta para convertirse en una mesa humana. Entonces apareció Cyprian, sujetando una enorme bandeja de madera con un juego de té. Sobre la cabeza y los hombros portaba un conjunto de seis sillas, que fue quitando una a una. Se sentó en la última y depositó la bandeja sobre el abdomen de Delphine, a quien saludó amablemente con la cabeza. Se sacó de la manga un tenedor, un cuchillo, una servilleta y un arenque, y a continuación se dispuso a servir el plato y a comer el arenque, que cortó en minúsculos trocitos masticando con presteza. Una vez que hubo terminado, se limpió suavemente la boca y se estiró hasta dar la impresión de estar listo para relajarse con un cigarrillo y un buen libro.

En ese momento, frunció el ceño. No parecía estar cómodo. Se fue sentando en una silla tras otra, arrugando el gesto con un disgusto aún mayor, hasta que probó la última silla.

—¿Me permite? —preguntó educadamente a Delphine.

—Adelante —respondió la mujer.

Entonces el hombre apartó el juego de té y colocó la primera silla sobre la bandeja apoyada en el abdomen de la mujer. Ahora necesitaba la colaboración de algún amable miembro del público para que le fuera pasando las sillas. Una a una, con las patas sobre el asiento de madera, Cyprian fue poniendo las sillas en equilibrio. Se elevaban más y más. Al fin consiguió colocar la sexta silla, se sentó en ella y sacó un cigarrillo del bolsillo.

Siempre en ese momento se percataba de que había dejado las cerillas en la mesa, o más bien sobre Delphine. (Siempre había alguien entre el público que le informaba de ello a gritos, orgulloso de tal descubrimiento.) Siempre había alguien que se ofrecía a lanzarle las cerillas, pero Cyprian declinaba educadamente su ayuda y se sacaba del cuello de la camisa una pequeña caña de pescar plegable y soltaba el sedal. El extremo estaba equipado con un flotador, un ostentoso anzuelo y un plomo que en realidad era un imán para poder atraer con facilidad la manipulada caja de cerillas.

Una vez que Cyprian se hizo con las cerillas, encendió el cigarrillo muy despacio, con voluptuosidad. Después, de modo muy teatral, sacó un libro y fingió disponerse a obsequiar al público allí congregado con el contenido del volumen: bromas más o menos subidas de tono, que además le hacían gracia e incluso partirse de risa, lo que provocaba un peligroso tambaleo de las sillas y a la vez satisfactorios gritos de angustia entre el público. Por supuesto, Cyprian no cayó al suelo. En cuanto concluyó la lectura del libro, lo desechó e hizo el pino en la silla más alta. El público rompió en aplausos hasta que, de una forma asombrosa —y ése era el momento en que Delphine desearía contar con un acólito que tocara un redoble de tambor—, bajó de las sillas, de cabeza, desmontando la torre mientras apilaba cada silla en un pie, enganchándolas una tras otra, hasta que acabó debajo de ellas, haciendo el pino sobre el estómago de Delphine.

¡No olvidemos que ella había permanecido debajo durante todo este tiempo, con las muñecas rígidas, el cuello sujeto en un tornillo de banco, el vientre apretado, las piernas afianzadas con fuerza debajo de la femenina falda roja!

En equilibrio sobre el abdomen de Delphine y con las sillas colgando de sus pies, Cyprian estiró el cuello hasta rozar sus labios. El beso fingía ser apasionado, lo cual provocó un gran clamor en el público y empezó a despertar en Delphine la lenta desazón del resentimiento. Las sillas seguían en equilibrio sobre sus cabezas. Se miraron a los ojos y aquello le resultó fascinante en un primer momento. Pero ¿qué se puede ver de verdad en los ojos de un hombre haciendo el pino con seis sillas en equilibrio colgadas de los pies? Se puede ver que tiene miedo a que se caigan las sillas.

Se unieron a una compañía de variedades y circo ambulante de Illinois en el pueblo de Shotwell, cerca del límite con Dakota del Norte.

—Esto es más lo mío —confesó Delphine a Cyprian, animada por el horizonte que los rodeaba.

El cielo surgía al final de cada calle. Antes había demasiados árboles alrededor de los pueblos. El cielo abierto resultaba acogedor. Además confraternizaron con otros compañeros de juergas. Cyprian ya conocía a algunos de ferias y otros espectáculos, y la primera noche la llevó con él al bar del pueblo. Era un pequeño tugurio frío y húmedo. Se sentaron a una mesa en una esquina, donde ya se apretujaban otras tres parejas, y enseguida les sirvieron un trago de aguardiente. Hasta ese momento, Delphine no había visto nunca beber a Cyprian, aunque a veces le había notado cierto olorcillo en el aliento. Frente a un vaso de aguardiente y una cerveza, intentó apurar el primero de un solo trago y se atragantó. Delphine no dijo nada, simplemente procuró hacer durar su cerveza y vació discretamente su vaso de aguardiente en el suelo. Casi se avergonzaba del absoluto desprecio que sentía por el alcohol.

Después de la primera ronda, dos de las otras parejas se levantaron y salieron a bailar. Quedaron entonces Delphine y Cyprian y los otros dos. Los hombres se habían enfrascado en una discusión muy seria; sin embargo, y dado que las mujeres estaban sentadas a la izquierda de sus parejas, no podían intervenir en el debate ni tampoco entablar conversación una con otra. Delphine fingió observar a los demás bailarines por un tiempo. Cansada, se dirigió al tocador, que era cualquier cosa menos un lugar donde empolvarse la nariz; después, salió afuera para contemplar el atardecer. El cielo estaba encapotado, las nubes mostraban un ribete de un verde alarmante y la luz que asomaba detrás tenía un amenazante tono amarillo. Un hombre que caminaba por la calle anunció que se avecinaba una maldita tormenta.

—¿Y a usted qué más le da? —repuso Delphine sonriendo, algo que siempre hacía con los hombres, porque se sentía feliz de ver un cielo que le recordase a su tierra natal.

—Es que soy granjero.

—Pues debería venir a ver nuestro espectáculo —respondió Delphine—. Lleve a toda su familia.

—¿Acaso alguien se quita la ropa?

—¡Desde luego! —dijo Delphine— ¡Lo hacemos todos!

—¡Madre mía! —farfulló el hombre.

Cuando Delphine regresó al bar, la otra mujer fumaba malhumorada, sentada a la mesa, y los hombres habían desaparecido.

—¿Dónde están? —preguntó Delphine.

—¿Y yo qué coño sé? —respondió la joven.

Sus labios se movían nerviosamente mientras bebía y fumaba, como dos cuerdas flácidas. Esos labios pintados de un brillante color rojo violáceo provocaron un escalofrío a Delphine. La muchacha era fea, concluyó Delphine, y eso la volvía mezquina. Además, había pedido dos tragos más, y Delphine pensó, en un primer momento, que uno sería para ella. Pero la joven apuró los dos vasos, uno tras otro, delante de sus narices.

—¿A ti qué te pasa? —preguntó Delphine

—¿Y yo qué coño sé? —repuso la mujer.

Delphine abandonó el bar y volvió a la carretera, donde el cielo cambiaba de tonalidad a la misma velocidad que Delphine solía cambiarse de vestuario en sus tiempos de actriz. Se sintió sola y descorazonada, pero no era la primera vez desde que había dejado a su padre. Quizá tanto espacio la volvía nostálgica. Tal vez fuese la cerveza, pero, desde luego, la ausencia de Cyprian tenía también parte de culpa. Sabía mostrarse muy atento a sus estados de ánimo, y ella, cuando se sentía triste, se lo decía. Solía encontrar alguna manera de animarla. Por ejemplo, la última vez que se había sentido alicaída, él le había robado dinero de la chaqueta, porque siempre guardaba unas monedas en un bolsillo, fácil de abrir, y le había comprado un ramo de doce rosas rojas de invernadero. Eso era algo que nunca había tenido: rosas. Las secó y guardó de recuerdo los pétalos en un pañuelo. También hubo otra ocasión en que le compró un pequeño tarro de mantequilla de cacahuete para tomar con cuchara. Eso había sido un auténtico capricho. Le compró un polo, y también había tenido pequeños detalles con ella que no precisaban dinero. Le cogía unas piedras bonitas junto al lago, y una vez le regaló la punta pequeña y negra de una flecha que, según decía, había utilizado un antiguo ojibwe para cazar un pájaro. La había atado a un cordón y Delphine todavía la llevaba en el cuello. En ese momento, ella pensó que seguramente habría ido a comprarle un regalo. Se alegró al descubrir que faltaban dos dólares en el escondrijo.

En esa ocasión se alojaban en una carpa. Se encaminó hacia su catre de campaña, se acurrucó en la manta y despertó antes del amanecer porque la tormenta había terminado por estallar y había calado las paredes de lona permeable de la carpa. Delphine estaba empapada. Por suerte, sus pertenencias apenas se habían mojado en el centro y pudo tender una cuerda entre dos árboles para que se secaran. Cyprian no había pasado la noche en la carpa. Notó un pinzamiento de malestar detrás de la nuca. Pero, cuando por fin apareció, se mostró tan cariñoso y atento con ella, tan zalamero y necesitado de su afecto que su enfado se desvaneció. Además le regaló una margarita tallada con gran ingenio en chocolate negro. Delphine le dedicó una amplia sonrisa y él la abrazó contra su pecho, tan duro como una armadura.

—Te quiero —dijo Delphine.

No era la primera vez que se lo decía, pero había en ella un enorme nudo de emoción inundado en lágrimas que esas palabras liberaron y desencadenaron. Las lágrimas le escocieron y la mujer retrocedió, mientras reaccionaba.

—¿Dónde demonios te habías metido?

—En ninguna parte —respondió.

No pronunció esas palabras con voz suave o zalamera, sino con dolor, como si realmente hubiera estado en ninguna parte. Le apartó cariñosamente el pelo de la cara y la besó en la frente, justo debajo de la raya del medio. Delphine tenía trenzas a ambos lados del rostro. Parecía y se sentía como una niña. La voz de Cyprian rezumaba una tristeza tan sobrecogedora que se olvidó de la necesidad que tenía de conocer la verdad y se derritió presa de la compasión. El abrazo se hizo más fuerte hasta el punto de que a Delphine se le entrecortó la respiración. No tenía importancia. Estaban sentados debajo de un árbol. Delphine siempre lo recordaría. A pesar de no saber lo que había sucedido, estaban cerca el uno del otro, muy cerca, y ella podía notar cómo cada fibra del indudable amor que sentía por ella cantaba a través de su piel y sus pensamientos. Delphine se encontró muy segura. No quería moverse. Cyprian se durmió bajo el árbol, pero sus miembros no aflojaron el abrazo. Delphine se sentía feliz de ver el mundo despertar a su alrededor, la tierra cobrar vida, campos y campos de trigo verde renacer bajo un poderoso espejo.

Viajaron hasta Gorefield, en Manitoba, antes de que descubriera el significado de «ninguna parte» y por qué le dolía tanto tener que confesarle la verdad. En esta ocasión, se alojaron en la suite nupcial de un lujoso hotel. El mobiliario estaba formado por elaboradas piezas ahusadas y torneadas y las tapicerías parecían extraídas de un museo. Las alfombras eran tupidas y seguramente persas, pero qué iba a saber Delphine. Había derrochado el dinero en esa habitación porque necesitaba averiguar de una vez por todas si eran capaces de enamorarse. De alguna manera, ocurrió. No al principio. Cyprian mantuvo los ojos cerrados mientras retozaban y parecía en estado de profunda concentración. A pesar de tener la sensación de que todo era mecánico, Delphine no quería molestarle. Se mantenía alerta, y un poco aburrida. Las manos de Cyprian abandonaban sus pechos o le pellizcaban los pezones de una forma distraída, incluso dolorosa. Ella deseaba asestarle un golpe en la cabeza y a punto estuvo de rendirse, cuando, con un gruñido de placer, Cyprian alcanzó el orgasmo, o al menos fingió alcanzarlo.

Inmediatamente después, buscó su aprobación con la mirada, igual que un perrito faldero.

Delphine le dio unas palmaditas en la cabeza. Al cabo de un rato, le obligó a girarse para que estuviera frente a ella. Fue en ese momento cuando se miraron a los ojos y se establecieron entre ellos unos misteriosos lazos afectivos, algo que Delphine no había sentido nunca antes con nadie en el mundo. Abandonaron el tiempo y el espacio y sólo existieron en el sereno poder de sus ojos. No despegaron la mirada. Delphine notó cómo la iba invadiendo una energía erótica y, sin el menor esfuerzo, Cyprian tuvo una erección. Delphine se deslizó sobre él y empezaron a moverse de nuevo. Cuanto más hondo se miraron a los ojos, más desearon disfrutar del cuerpo del otro y más se amaron. Todo aquello duró y duró hasta que terminaron exhaustos. Aun así, cada vez que se miraban a los ojos, volvían a moverse y se sorprendían haciendo algo diferente, descubriendo algo nuevo. Fue una experiencia extraña, de la que no hablaron después y que, por desgracia, no fueron capaces de repetir.

Dos días más tarde, Delphine fue a dar un paseo cerca del río. Cyprian se había escabullido después de la función sin decirle adónde iba. Por lo tanto, se había quedado sola para divertirse y, como eso se le daba bien, no se enfurruñó ni lloriqueó, sino que se dirigió al único lugar de interés del pueblo. Delphine se sentó en un banco frente al río y contempló el curso del agua. Fluía hacia el norte a gran velocidad, y podía oír el rumor del agua rompiendo en la orilla, arrastrando palos y llevando a su paso tierra, hojas y peces.

Era una noche apacible y sólo brillaban unas pocas luces al otro lado del río, lo suficiente para ver a unos pocos metros de distancia. Molesta al oír unas voces y unos pasos, Delphine se escondió detrás de un gran arbusto junto al banco. Quería volver a sentarse en el banco y no tener que hablar con nadie. Pronto aparecieron dos hombres en el claro. En cuanto alcanzaron el banco, se callaron y entonces uno se sentó y el otro se arrodilló delante de él. Delphine se ocultaba un poco más atrás del banco, a un lado. Aunque aquello la intrigó enseguida, no alcanzaba a ver lo que estaba ocurriendo. Más tarde, cuando encajó todas las piezas mentalmente, comprendió que seguramente era mejor no haberlo visto todo. Habría sido un golpe demasiado duro. No sabía que los hombres pudieran unirse de esa manera.

—¡Me cago en Dios! —gimió el hombre sentado en el banco, haciendo una pausa entre cada palabra y profiriendo la última con un gemido. Dejó caer las manos y entreabrió las piernas. El hombre de rodillas estaba totalmente callado. Se produjo un movimiento. Delphine pudo ver que el hombre que había hablado llevaba un traje, porque ahora se daba la vuelta y sujetaba el respaldo del banco mientras se agachaba. El hombre arrodillado se incorporó detrás de él y su camisa blanca refulgió en la oscuridad. Había algo en ese fulgor blanco. Delphine asomó la cabeza en el aire turbio. La camisa desapareció de pronto, los hombres estaban medio desnudos y uno embestía al otro con una fluida ansia.

Los hombres se intercambiaban y se fundían sin cesar. Se revolcaban como peces. A veces se movían con frenesí, con la celeridad de un animal pequeño; otras, aminoraban el ritmo hasta seguir una cadencia más suave. A Delphine ya le resultaba imposible abandonar su escondrijo, aunque tampoco lo deseaba. No lograba ver exactamente cómo hacían el amor, pero sentía curiosidad. Reconstituía el proceso y asentía a cada nuevo descubrimiento. De pronto se dio cuenta de que el hombre que se había quitado la camisa refulgente era Cyprian, y entonces hizo una de esas cosas que a menudo hacía y que le sorprendían. Salió de detrás del arbusto y saludó a los hombres como si tal cosa.

Aterrados, los hombres se apartaron el uno del otro. Sobrecogida por la conmoción, Delphine se volvió malvada. Se sentó en el banco y empezó a hablar.

—Te andaba buscando, cariño —dijo.

—Delphine, no sé qué...

—¡Dios mío! —farfulló el otro hombre, buscando su ropa a tientas.

Delphine se cruzó de piernas, encendió un cigarrillo y exhaló el humo lentamente. Mientras seguía hablando, para suscitar respuestas educadas y alimentar la conversación con asépticas trivialidades, le invadió una hilaridad como en un sueño. Contó un pequeño chiste y, cuando los dos hombres se echaron a reír, la realidad quedó distorsionada. Ninguna pregunta tenía sentido, su mente funcionaba en demasiados niveles. Capas y capas de turbia curiosidad. Aun así, no hizo mención a lo que acababa de interrumpir y, en cambio, ejerciendo un poder que le divertía, continuó conversando sobre banalidades de forma irresistible. Los tres gastaron bromas sin cesar mientras se alejaban de la ribera del río. Los hombres se despidieron con un apretón de manos y cada uno se fue por su lado. Caminando muy pensativos el uno junto al otro, Delphine y Cyprian regresaron a su habitación.

«Me preguntó qué pasará cuando estemos en la alcoba», pensó Delphine. Tenía la terca ingenuidad de imaginarse que, ahora que aquello había salido a la luz, Cyprian y ella al fin podrían ser amantes de verdad. También era lo suficientemente lista como para darse cuenta de que eso era una simpleza. No ocurrió absolutamente nada cuando regresaron a la habitación. Todo el asunto parecía demasiado agotador para abordarlo. Se desvistieron hasta quedarse en paños menores, se metieron en la cama y se agarraron de la mano como dos dolientes seres, despiertos y perdidos, incapaces de hablar.

En la profunda oscuridad de la noche, la mente de Delphine se encendió y sus cavilaciones la despertaron. Dejó que la zozobra de sus sentimientos la arrollara y después sacudió a Cyprian hasta que gimoteó. Tenía la intención de decirle algo hiriente por su traición, preguntarle si había olvidado cómo se habían mirado a los ojos. Pensaba preguntarle por qué demonios nunca le había contado que era «de esa manera», gritarle a la cara o sencillamente lloriquear tristemente. Pero en el segundo antes de que la voz saliera de su boca, se formaron otras palabras.

—¿Cómo te mantienes en equilibrio?

Su voz sonaba serena y curiosa y, en cuanto planteó la pregunta, descubrió que realmente quería saber la respuesta. Cyprian también estaba totalmente despierto. No se había dormido del todo. Se tapó el rostro con las palmas de las manos y respiró a través de los dedos.

No era una pregunta fácil de responder. Cuando se mantenía en equilibrio, todo su cuerpo era un pensamiento. Nunca había plasmado el equilibrio en palabras, pero, quizá por la penumbra, porque ella ahora conocía la verdad y porque su voz no transmitía ira, habló con cierto titubeo.

—Algunas personas piensan que es un punto, pero no es un punto. No existe un punto de equilibrio.

Delphine encendió un cigarrillo y exhaló el humo hasta formar una pequeña nube blanca sobre ellos.

—¿Y entonces?

Cyprian era tan torpe con las palabras como ágil en otros ámbitos. Intentar describir lo que sucedía cuando mantenía el equilibrio le causó casi un dolor físico. Aun así, ahondó en sus pensamientos y realizó un desesperado esfuerzo.

—Imagina que tienes un sueño —empezó con gran solemnidad—. En ese sueño, sabes que estás soñando. Si te vuelves demasiado consciente de que estás soñando, te despiertas. Pero si eres sólo lo suficientemente consciente, entonces puedes influir en tu sueño.

—¿Así que eso es el equilibrio?

—Más o menos.

Suspiró, aliviado y exhausto. Delphine reflexionó un instante.

—Y cuando te caes —preguntó al fin—, ¿qué ocurre?

Cyprian recobró el aliento, casi a la desesperada, pero de nuevo —porque, a pesar de lo que era, amaba a Delphine— se devanó los sesos buscando una respuesta. Tardó tanto que Delphine estuvo a punto de quedarse dormida, pero su mente trabajaba con tal furia que despedía chispas azules.

—Cuando caes —explicó, haciéndola sobresaltarse—, debes olvidarte de que existes. Debes golpear el suelo como una sombra. Liviano como el aire.

—Creo que voy a dejarte —dijo Delphine.

—Por favor, no me dejes —suplicó Cyprian.

Y permanecieron tumbados en equilibrio en esa enorme y ancha cama.