La gente serpiente

Cuando Delphine le hacía la pregunta evidente, la respuesta de Roy solía ser: «Bebo para llenar el vacío». Delphine odiaba esa frase. En una ocasión, le empujó sobre una silla y le gritó: «Oye, tengo una noticia para ti. Todo el mundo hace todo para llenar el vacío». Verdad o mentira, Roy se sintió reconfortado al pensar que su vacío personal era algo universal. Se sintió menos especial, sobre todo en lo que atañía al enorme y oscuro hueco que le había dejado su amor perdido, pero también sintió una afinidad con las demás almas vacías. Desde ese momento, uno de sus lemas preferidos cuando apuraba un trago era brindar por el gran vacío. Durante el largo periodo de sobriedad que disfrutó tras la muerte de Eva, tomó el comentario de Delphine como una precepto esencial. Todo cuanto hacía en su vida tenía como fin rellenar el vacío. Por desgracia, nada funcionaba tan bien como el alcohol.

—Nada puede colmar el dolor del abismo —declaró una noche a sus compañeros de canto.

Los hombres estaban sentados en viejas cajas de madera y sillas chirriantes bajo los vestigios de una pérgola que una parra había medio tirado abajo con su creciente peso. Fidelis los mantenía siempre ocupados, cantando una canción tras otra y ensayando. Cuando estaba atareado en otra cosa, como en ese momento, los hombres se dejaban llevar por el chismorreo o incluso por ciertos monólogos autocompasivos.

—Nada puede rellenar la nada —prosiguió Roy con su sermón—, salvo el amor o el alcohol o un enorme fervor religioso. Y yo ya no tengo el amor de Minnie ni la ausencia de imaginación para creer en el Dios de los luteranos o los católicos. Tampoco poseo la profundidad suficiente para inventarme mi propia versión cochambrosa del Señor Todopoderoso.

Todos los presentes asintieron, pero nadie respondió por miedo a que se lanzara a otro debate interminable.

—Nada —continuó, mientras se tiraba de la nariz—. Dios ha creado el aguardiente por una sola razón. Dejó un agujero dentro de nosotros. Sí, dejó un agujero cuando nos moldeó con arcilla. Una taza. Y después sintió lástima por todos nosotros y nos dio bebidas espirituosas para verter en la taza. ¿Por qué creéis que se llaman «espirituosas»? —lanzó una mirada virulenta a su alrededor—. Pensadlo bien.

Todos deberían haberse dado cuenta en ese momento de que Roy se encaminaba hacia una recaída.

Poco a poco, primero con pequeños sorbos de cerveza y luego con tragos cada vez mayores, Roy se propuso llenar de nuevo el vacío con su sustancia favorita. Mentía a menudo a su hija, fingiendo que trabajaba con Paso-y-Medio, cuando en realidad empinaba el codo allá en la selva de los vagabundos o sentado en los escalones de atrás de la sala de billar (ya le habían prohibido la entrada) o estaba en otra parte, en cualquier lugar donde no lo echaran a patadas, poniéndose borracho perdido.

Con la esperanza de poder ocultárselo a Delphine, así como de evitar otra serie de visitas de los indisciplinados muertos, el Roy borracho se mantenía alejado de la granja. Los espíritus de la lastimera familia Chavers le dejaban en paz siempre y cuando evitara el escenario de su desaparición. Todavía era capaz de mantenerse sobrio dos o tres días por semana, y durante esos días se quedaba junto a Delphine y se mostraba quizá demasiado obsequioso. Cocinaba copiosos desayunos y hacía su propia colada. Fregaba suelos. Fueron sus ausencias y luego su celo doméstico, una combinación extraña que Delphine no había visto nunca en él, lo que la mantuvo en la ignorancia tanto tiempo. Sólo descubrió la verdad cuando volvió de Chicago y se puso a buscar trabajo.

Delphine se precipitó a la tienda de Paso-y-Medio a la mañana siguiente. Afuera, en la fina capa de cemento y tierra batida de la entrada, un surtido de mantequeras, cuyas paletas habían sido desgastadas por manos femeninas, yacían escoradas unas junto a otras. Esquivó palanganas y un viejo escurridor de hierro, tarros desconchados y ollas abolladas o deformes. Observó una selección de rastrillos desdentados, azadas romas, escobas usadas hasta el borde de la paja. El despliegue de chatarra en la calle, que Paso-y-Medio no siempre se molestaba en guardar por la noche, estaba destinado supuestamente a atraer a los clientes. Pero la mercancía formaba, al contrario, una barrera en la que tropezaba la gente o que la obligaba a bajar de la acera y sortear el caos. Delphine entró con la esperanza de poder ocupar el antiguo puesto de Tante, pero tuvo que dar un paso atrás cuando la trapera se inclinó sobre la madera ajada del mostrador.

—¿El antiguo puesto de Tante? Le di trabajo porque ese viejo saco de huesos me dio pena. ¿Cómo es que vosotras, las grandes damas de la carnicería, acudís siempre a mí?

Delphine se cruzó de brazos.

—Entonces, ¡olvídelo! Seguro que yo le vendría muy bien aquí, pero no voy a suplicar para vender su casposa porquería.

—¡Eso ya está mejor!

Paso-y-Medio sonrió para sí y se introdujo un palillo en la boca. Los cigarrillos escaseaban y eran cada vez más caros. Con los paquetes de tabaco de liar Bull Durham se hacían cigarrillos muy ásperos y Paso-y-Medio comenzó a masticar palillos en lugar de fumar junto a las valiosas telas, porque las lanas, sobre todo, absorbían el mal olor. Empezó a destrozar el palillo con los dientes. De vez en cuando abría los ojos como platos para observar a Delphine con aire intrigante. Al fin habló.

—No necesitas el trabajo. Sólo tienes que alejarte de ese viejo y maldito borracho. Deja que se pudra en el alcohol. Podrías irte a cualquier sitio, lejos de él. Todo el mundo siente lástima por ti.

—¿Y usted qué sabe? —preguntó Delphine, ahora fuera de sí.

—Yo sé muchas cosas —respondió Paso-y-Medio—. Le eché de aquí a patadas ayer sin ir más lejos, borracho perdido.

—¡Ya no bebe!

—Escondes la cabeza. Es un viejo borracho, Delphine. Ésos no cambian nunca.

—Sí que cambian —replicó Delphine—. Él ha cambiado al final. Esta vez ha cumplido su palabra. Debería verle.

—Le he visto y también le he olido.

—¡Y una mierda! —espetó Delphine, aunque sabía que decía la verdad.

La invadió un inmenso y lánguido desánimo cuando cayó en la cuenta de que no había prestado atención a las señales de Roy. ¿Por qué era tan realista en todo salvo en lo que atañía a su padre? Abandonó la tienda sin decir una palabra más, volvió a casa caminando y se metió en la cama para recuperar el sueño perdido en Chicago. Cuando despertó, el nubarrón cayó de nuevo sobre ella. Con la cabeza embotada y todavía aturdida, se dirigió a la cocina con paso titubeante para hacerse un par de huevos fritos.

—Así que el viejo ha recaído —masculló a la espumadera. La preocupación por su padre se transformó rápidamente en la vieja y agotadora ira de antaño—. ¿Y para qué me preocupo, maldita sea? —estalló furiosa, pinchando los huevos con el tenedor directamente de la sartén. Su solitaria avidez y su nerviosismo la incomodaron. Dejó el tenedor para hacerse una promesa—. ¡No iré a buscarle! ¡Mejor echaré un vistazo a Markus a ver cómo está!

Rápidamente y con decisión, preparó una cazuela de la misma sopa de albóndigas que había alimentado a Markus cuando estuvo a punto de morir enterrado. Envolvió la cazuela de sopa en una toalla y se dirigió en coche a la casa de los Waldvogel. Durante el trayecto, se dio cuenta de que sólo le quedaban diez dólares, de que ya no podía contar con que Roy aportara algo de dinero y de que no había manera de llegar a fin de mes. Decidió que, si no encontraba un empleo esa misma semana, vendería el coche. Esa opción aplacó su miedo.

Flotaba un intenso aroma a ajo en el aire de la carnicería. Fidelis debía de estar elaborando un lote de salchichas italianas, pensó Delphine, que después comenzó a reparar en ciertos detalles. La nata no estaba guardada. «Cuidado —señaló cuando Franz surgió de la cámara frigorífica lateral—. Se va a estropear.» Nadie había limpiado las huellas de los dedos en el cristal delantero de la vitrina. Delphine cogió un trapo y lo hizo ella misma, y luego arrojó el paño.

—¿Dónde está Markus?

Franz le señaló las habitaciones del fondo y Delphine abandonó todo lo que estaba tristemente descuidado en la tienda para dirigirse hacia allí, preocupada al encontrar a Markus todavía en la cama, pero aliviada al comprobar que no estaba peor. Por supuesto, no se había quitado la ropa con la que había viajado a Chicago, incluidos los calcetines.

—¡Dios mío, apestan!

Delphine consiguió quitarle los calcetines.

—Me siento bien. ¡Sólo que no me tengo en pie! ¡Me caigo!

Markus se echó a reír. Era un paciente cuya alegría aturdía, feliz de estar en casa. Delphine tuvo la tentación de quedarse a su lado. El chico tenía el rostro impaciente, y su cabello claro de un vivo color melocotón partía en todas las direcciones con encrespados rizos. Delphine hurgó en la escasa reserva de ropa limpia y encontró un pijama limpio, raído y desparejado. El chico se lo llevó al pecho y caminó, tambaleante y algo mareado, hasta el cuarto de baño para ponérselo. Delphine alisó las sábanas y arregló la cama. Mientras ahuecaba la almohada, notó un objeto puntiagudo en medio de las plumas baratas. Introdujo la mano y sacó un paquete lleno de recuerdos de Ruthie: las cartas y el grillo metálico. Delphine se puso a examinar los objetos y comprendió que eran algo muy íntimo y volvió a guardarlos en la almohada. Markus regresó, se metió en la cama y cerró los ojos para luchar contra el mareo.

—Tómate esta sopa —dijo Delphine. El nombre que aparecía al final de las cartas le azoraba el corazón. Debió de estar enamorado de Ruthie Chavers, como sólo saben amar los niños, para guardar ocultas sus cartas en la almohada. Delphine ayudó a Markus a incorporarse y después intentó darle de comer una cucharada de sopa del tazón de barro cocido que sujetaba.

—No soy un bebé —refunfuñó Markus.

Le quitó la cuchara de la mano, tragó la sopa y alargó la otra mano para coger el tazón. Comió solo, despacio y con cuidado, sorbiendo el caldo y conservando un momento cada albóndiga en la boca, como agradecido, para saborearlas. Mientras le observaba, Delphine respiró hondo y sintió que la paz descendía entre ellos. El aire no se movía y los ruidos de la tienda llegaban amortiguados y remotos. En el suelo, la perra suspiró levemente en sueños. La cuchara tintineó contra el borde del cuenco. El muchacho tragaba con cuidado. Delphine pensó que la ingestión de la curativa sopa por el enfermo y hambriento muchacho, así como la mirada que ella le dedicaba, podían prolongarse indefinidamente y que no le importaría lo más mínimo. Sintió pena cuando el chico se llevó el tazón a los labios para apurar las últimas gotas del caldo y le devolvió la cuchara. Delphine la agitó en el aire.

—¿Más?

Con un somnoliento gesto negativo de la cabeza, tendió también el cuenco a Delphine y se deslizó otra vez bajo el agujereado edredón. Cerró los ojos con un enorme suspiro de placidez. En cuestión de segundos respiraba profundamente. Su tez clara se sonrosó de oreja a oreja. Sus pestañas eran largas y levemente rojizas, y su pelo claro se erizaba contra la desgastada almohada. Delphine permaneció sentada en la silla, contemplándole, con el tazón vacío en el regazo. Le alisó el pelo hacia atrás, pero no se atrevió a darle un beso o arroparle hasta que no estuvo dormido.

Cuando se disponía a salir, Delphine oyó a unos clientes comentar que había quedado vacante un puesto de contable en el aserradero. Sería agradable trabajar con el aroma a serrín fresco en lugar del de la sangre cruda, se dijo mientras salía. Roy todavía no había vuelto cuando entró en casa, y tal vez fuese mejor. Cerró la puerta con llave, apagó las luces y se durmió. A la mañana siguiente, se puso su vestido de trabajo, un sombrero algo raído y su viejo abrigo. No quería mostrarse con sus mejores galas —aquellas prendas que le había regalado Cyprian—, dado que no sería adecuado. Fuese lo que fuese lo que habían oído contar en el aserradero, Delphine quería dar la imagen de una mujer absolutamente respetable, pero no una que, digamos, no pudiera permitirse un sombrero con una pequeña pluma verde. Una persona sencilla, que inspirara confianza. No una persona que tuviera por mejor amiga a una asesina o que hubiera convivido con un acróbata de una compañía de variedades o cuyo padre fuera un viejo borracho que se iba de la lengua. Delphine quería que la gente dijera de ella que era lista como una ardilla, pero también seria y responsable.

El viento primaveral era un quejido suave y continuo que hacía revolotear trozos de papel y caer al suelo las agujas de aguanieve. Los cielos mostraban un color malva claro y los árboles se asomaban con un delicado gris y sin hojas. La luz matinal estaba impregnada de una frescura húmeda. Delphine se fue animando conforme caminaba, puesto que siempre le había gustado esa época del año, antes de que empezaran a brotar las hojas nuevas, cuando el viento soplaba sin sentido. Clarisse, con sus ademanes teatrales, tenía la reacción opuesta. Siempre se había sumido en un misterio grave y paradójico y acudía al colegio vestida de negro. Se perfilaba los ojos con el hollín de una cerilla quemada y se ponía colorete en las mejillas, a veces dibujando círculos de tal modo que le daban un grotesco aspecto de tísica. Para Delphine, la vacilación de marzo era reconfortante. Marzo era pura expectación y concentración de fuerzas. Todavía fresco pero más caluroso día tras día, era un mes pródigo en esperanza. Mientras caminaba por la calle casi desierta, los pensamientos de Delphine se volvieron serenamente optimistas. Y eso le vino muy bien, porque, cuando la criatura surgió tambaleante ante ella, de alguna manera estaba preparada para lo que vio.

Grisáceo, desnudo y calvo, más fantasmagórico y animal que humano, la silueta salvaje dobló la esquina del autoservicio como una exhalación. Después, salió súbitamente del callejón, chillando, y se tiró al suelo, aferrado al barro helado. Por el grito ronco que soltó, Delphine reconoció a su padre. Se arrastraba hacia ella de rodillas y luego se puso en pie de golpe como si lo movieran unos hilos. Voló contra un escaparate como una bola de cardo ruso. Cayó en remolino desde el peldaño de entrada hasta estrellarse en el canal de un desagüe. Delphine echó a correr hacia él, pero su padre la vio y, con un sobresalto aterrado, retrocedió titubeante. Después, dio media vuelta y echó a correr como un loco de un lado al otro de la calle. Sus piernas y brazos estaban en los huesos, pero su barriga asomaba redonda y blanca como la de un sapo. Sus genitales eran diminutos adornos morados que colgaban debajo. No se molestaba en ocultarlos ni parecía ser consciente lo más mínimo de que iba totalmente desnudo. Sólo deseaba correr. No importaba adónde. Y cuando sufría los delirios del alcohol, Delphine sabía que era rápido y astuto. Siempre resultaba muy difícil atraparlo.

Delphine persiguió a su padre por la calle principal hasta que el hombre atajó por detrás de la iglesia luterana. Lo persiguió alrededor del edificio, con la intención de atraparlo en el patio del pastor. Al pasar por el medio de un arriate de resplandecientes forsitias, estuvo a punto de chocar con la señora Orlen Sorven, que levantó los brazos pidiendo socorro. Sus bramidos quedaron atrás. Roy saltó por encima de una cancela amarilla y aceleró hasta el pequeño parque junto al río. Allí, saltó por encima de las mesas del merendero y rodeó los columpios a toda velocidad. Por suerte no había niños en edad de quedar impresionados, aunque una mujer tapó los ojos de un crío y se quedó boquiabierta.

—Es inofensivo —gritó Delphine.

Con la lengua fuera, Delphine subió la serpenteante colina tras él. Desde allí, Roy se lanzó como una flecha hasta el parque de bomberos y giró hacia el norte, seguramente para trepar al depósito de agua. Delphine le pisaba los talones. Tenía juventud y resistencia, pero sus respetables tacones de buscadora de empleo dificultaban sus movimientos. Cuando, de vuelta a la calle principal y mientras lloraba aterrorizado ante lo que le mostraba su cerebro, Roy la esquivó de nuevo corriendo alrededor de los surtidores de gasolina, Delphine se quitó los zapatos de mala gana. Los dejó junto a un surtidor y se lanzó tras su padre con los pies descalzos, disgustada ante la idea de estropear su último par de medias. Delphine se abalanzó sobre su padre cuando éste se precipitaba hacia la escuela primaria del pueblo. Lo aplastó contra el suelo y entonces el profesor de educación física salió corriendo con una toalla alrededor del cuello y logró sentarse encima de Roy después de soltar la toalla. Las piernas de Roy estaban cubiertas de suciedad y heces. Una vez capturado, Roy se volvió manso como un corderito. Delphine se quitó el abrigo. Con la ayuda del profesor de educación física, deslizaron los brazos de Roy por las mangas y le abrocharon el abrigo. Los niños y los maestros observaban la escena atónitos desde las ventanas, mientras Roy se levantaba oscilante y se dejaba llevar, pasito a pasito, hasta su casa.

Una vez en casa, Delphine dio de beber a su padre un poco de agua con azúcar y una pizca de sal, y le metió en la cama. Lo envolvió en una sábana y, aunque el hombre odiaba estar encerrado, le ató la tela por detrás con un imperdible y tumbó a su padre de costado. Llamó al doctor Heech, que aceptó ir a verle después de atender a sus pacientes. Cuando estuvo segura de que Roy estaba profundamente dormido, regresó a pie al aserradero para descubrir que el puesto «acaba de ser cubierto esta misma mañana, lo sentimos muchísimo. Por cierto, ¿podría usted asegurarse de que su padre no vuelva a dormir sobre la pila de madera? Nos da miedo que arroje una cerilla encendida a las plataformas y prenda fuego. Es un riesgo, entiéndalo usted».

—Si cogiéramos un buen cuchillo muy afilado y te abriéramos en canal —declaró el doctor Heech, dibujando una línea con el dedo a lo largo del estómago de Roy desde la entrepierna hasta el esternón—, y si apartáramos tu estómago y tus tripas para sacar tu hígado... digamos que si lo arrancáramos para enseñarte el pobre, maltratado y palpitante órgano, sin duda descubriríamos que le has causado unos daños tremendos.

El doctor Heech sacudió sus débiles y plateados rizos, se palpó las cejas y, por respeto hacia el hígado, casi susurró. Continuó dirigiéndose a Roy con un tono sombrío y etéreo.

—Este lastimoso, inocente y fiel compañero. Lo que le has hecho es imperdonable. Licuado en algunas partes, hediondo seguramente, aquí petrificado, allí confitado. Con tan sólo palparlo suavemente... —frunciendo el ceño con expresión ausente, Heech hundió los dedos en el costado de Roy y los cerró sobre un bulto en el fondo del abdomen, provocando un chillido en Roy y luego un sollozo—. Puedo notar que este hígado tuyo está kaput.

—Deja mi hígado en paz —gimió Roy, apartando la mano del médico—. Dios sabe que lo he intentado.

El doctor Heech suspiró con desdén y se volvió hacia Delphine.

—He oído que te echaste una carrera de cincuenta metros esta mañana.

—Más bien quince kilómetros —corrigió Delphine—. ¿Vivirá?

—Desafía todas las leyes de la física —respondió Heech—, de modo que sería un necio si me atreviera a hacer un pronóstico. La verdad es que no sé cómo mantiene la llama encendida en semejante naufragio —Heech bajó los ojos hacia Roy. De pronto su contemplativa paciencia se transformó en rabia y rugió—: ¡Por Dios que vas a vivir! He dedicado demasiados esfuerzos a tus viejos y malditos huesos como para que te mueras antes de mostrar verdadera bondad hacia Delphine —amenazó al rostro demacrado de Roy con el dedo—. ¡No te vas a morir ahora! ¡Eso sería una falta de respeto! No lo consentiré.

»Retírale la bebida poco a poco —le dijo a Delphine—. No necesito decirte cómo hacerlo. Y dale esto para la tos —le entregó un frasco con un jarabe de un intenso color cereza. Después, le puso la mano en el hombro durante un momento y le dijo, asegurándose de que Roy lo oyera—: Cuando palme por fin, entiérralo en una simple caja de madera. No te esmeres con su funeral. Gástate el dinero en ti.

«No es que la gente no sea amable —reflexionó Delphine—, pero cuando dicen que no, ¿lo dicen porque realmente no hay trabajo o porque soy yo?» No lo sabía y siguió buscando, y al final, para su gran alivio, porque ya no le quedaban más que dos dólares en el bolso, consiguió un empleo temporal. Tensid Bien, el puntilloso anciano que probaba las galletas Sunshine y que debía de saber que a menudo Delphine le daba una loncha más de mortadela por sus diez centavos, intercedió por ella. La contrataron para archivar documentos en el juzgado, en las oficinas del condado. Por tanto, sus días se tornaron tan mustios como el viento que soplaba fuera. Trabajaba en el cuarto de los archivos en la parte trasera del edificio, junto a un cúmulo de cajas repletas de viejos acuerdos territoriales y una multitud de denuncias. Nadie venía a alterar realmente el tedio; una secretaria respondía a las llamadas de teléfono y preparaba los documentos en curso en la elegante máquina de escribir negra. Dado que la mujer se consideraba demasiado importante como para tomarse las molestias de conversar con una simple administrativa, Delphine apenas le dirigía la palabra y, al cabo de un tiempo, fue incapaz de recordar siquiera el nombre de la secretaria. Delphine veía raras veces a algún funcionario del condado en carne y hueso —por lo visto estaban demasiado ocupados en los asuntos del condado en otra parte—. Era un trabajo soporífero. Cuando llegaba a casa, administraba a Roy el jarabe y el aguardiente de las botellas que llevaba consigo y que no dejaba nunca al alcance de su padre. Cuando Roy dormía, se calmaba su tos y su respiración se volvía tan suave que ya no roncaba. Delphine preparaba algo de cenar y se iba a dormir a su vez.

El sueño lo envolvía todo, suave y monótono. La pelusilla blanca caía de los álamos y se amontonaba en la hierba. Delphine caminaba despacio por el agradable viento y el silencioso verdor de la primavera, adormilada como su padre. Notó cómo se alejaba del tedioso trajín cotidiano conforme abandonaba su cálido lecho y cruzaba la asombrosa claridad para internarse en las oscuras habitaciones llenas de papeles secos donde trabajaba. Era una especie de hibernación que podía durar —llegó a pensar— toda la vida. Cogió gusto al hastío y la monotonía, y no habría renunciado a ello por nadie en el mundo. Pero estaba Markus; y detrás de él, o delante, no sabría decirlo, imponente en el trigo nuevo y rebosante de la fuerza de muchos hombres, estaba también Fidelis.

Solía corresponder a Markus la tarea de trocear el repollo en la enorme trituradora, una gruesa tabla de madera con forma de paleta, equipada con una afilada hoja, fácil de colocar sobre la palangana de madera que Fidelis utilizaba para mezclar y fermentar el chucrut. Había obligado a Markus a trocear el repollo durante horas después del colegio, pero, al advertir la palidez de su rostro y la lentitud de sus movimientos, incluso un mes después del viaje a Chicago, Fidelis se apiadó de su hijo y lo envió a la cama. Después de cenar, Fidelis terminó la tarea. Sacó una cabeza de repollo de una caja y comenzó a cortarla despacio contra el filo de la cuchilla. Utilizando exactamente la presión adecuada, la fue reduciendo rápidamente bajo su mano hasta que no quedó de ella más que el grosor de una hoja entre su mano y el metal. Desechó la hoja a un lado, cogió otra cabeza, muy prieta y de un verde blanquecino, se puso a la faena, paró a la mitad del camino, detenido por la súbita sensación de haber recordado una tarea importante que había dejado a medias. Ésa era al menos la convicción que tenía de lo que le preocupaba. El problema era que no conseguía recordar de qué se trataba. Cogió de nuevo el repollo, pero esa impresión no hizo más que acentuarse en su mente. Al final, se desazonó tanto que terminó arrojando el delantal y salió a la calle.

Allí, en el prado cubierto de escarcha primaveral, delante de la casa y bajo la luna creciente que refulgía en un cielo negro y fresco, recordó que no se trataba de ninguna tarea, pero desde luego sí de algo que había dejado inacabado. La cuestión era, se preguntaba ahora, si sería posible terminarlo o no. Si lo retomaba, ¿duraría para siempre? Además, ¿tendría el valor de hacerlo? ¿Se atrevería a ir a verla?

Delphine estaba leyendo, un tanto traspuesta, una voluminosa novela del Club del Libro del Mes que había sacado de la pequeña biblioteca que dirigían algunos profesores en el sótano del juzgado. La trama era intimista, británica y de un romanticismo inofensivo, una novela de ésas que estaba segura que no la dejarían triste durante días. Siempre le había gustado leer, sobre todo desde que había perdido a Clarisse. Pero ahora se había vuelto una lectora compulsiva. Desde que había descubierto el fondo de libros en el sótano de su lugar de trabajo, permanecía enganchada a una sucesión de personajes y acontecimientos. Leyó a Edith Wharton, a Hemingway, a Dos Passos, a George Eliot y, para confortarse, a Jane Austen. El placer de este estilo de vida —de ratón de biblioteca, podría decir, una vida dedicada a la lectura— había convertido su aislamiento en algo enriquecedor e incluso subversivo. Habitaba un personaje reconfortante o aterrador tras otro. Leyó a E. M. Foster, a las hermanas Brontë y a John Steinbeck. El hecho de dejar a su padre drogado sobre la cama junto al hornillo de la cocina, de no tener hijos ni marido y de ser pobre revestía menos importancia en cuanto leía un libro. Sus frustraciones se diluían entre las páginas. Vivía con una energía inventada.

Cuando llegaba al final de una novela, y la soltaba y abandonaba ese universo de mala gana, se consideraba a sí misma a veces como un personaje en el libro de su propia vida. Examinaba todos los entresijos, las posibilidades y la extrañeza de su relato. ¿Qué haría después? ¿Marcharse del pueblo? Su padre moriría sin ella, un cabo fallido y suelto de la trama. La vida de los Waldvogel continuaría tranquilamente en ausencia de su mirada, sin el interrogante de su presencia. Arrancaría una nueva historia: la historia de Delphine. ¿Podría soportarlo? Tal vez viviera su propia peripecia aquí mismo, después de todo. Algo iba cambiando en ella según leía esos libros. Una serie de vidas desfilaba ante sus ojos y, sin embargo, ella se mantenía a salvo de la zozobra. El deseo de interpretar las situaciones en un escenario podría satisfacerse de forma poco costosa, en casa, sin las molestias generadas por los demás miembros de la compañía. Su afán de hacer las maletas se fue desvaneciendo y se instaló en ella una especie de conformismo. No había temido exactamente la palabra «conformismo», pero siempre la había asociado con un confuso sentimiento de fracaso. Ser inconformista siempre había parecido mucho más enriquecedor. Ser ambiciosa y luchar. Suponía una visión romántica de la vida. En realidad, estaba descubriendo que la vida era mejor si se vivía de un modo tranquilo. Siempre y cuando pudiera leer, no se cansaba nunca del devenir de sus días. No le importaba vivir con el pobre y decrépito Roy en los confines dejados de la mano de Dios de un pueblo olvidado, bajo un cielo que castigaba o bendecía a su antojo. Conformismo. En su mente, la mismísima palabra parecía tan rotunda y sólida como la pequeña casa de Roy, que consideraba suya. El horizonte se extendía en todas direcciones. Podía divisarse la suave y antigua línea al asomarse al umbral. Al oeste se reflejaba, cada noche más tarde, una llamarada en las nubes grávidas. Madejas de fuego e infinitos campos negros.

Después de observar la puesta de sol, encendía las lámparas y se entregaba a la lectura de su último libro. Antes de sumergirse en las palabras, se sentaba y contemplaba las paredes de su habitación silenciosa. Era su pequeño ritual nocturno: leía, cabeceaba, se espabilaba, se refrescaba y, todavía un poco aturdida, se preparaba una taza de té bien cargado y empezaba de nuevo. A veces, leía hasta las tres o las cuatro de la madrugada, porque sabía que al día siguiente podría echar una cabezadita detrás del archivador. Cada noche, contemplaba con detenimiento lo que la rodeaba, encantada con los detalles del marco de su vida. La luz rosácea de la lujosa lámpara que Paso-y-Medio le había regalado de forma inexplicable destellaba en las paredes de un tono dorado claro. Delphine había colgado fotografías de bosques recortadas de calendarios, que había enmarcado con fragmentos de madera de abedul. Cuando hundía la mirada en esas frondosas reproducciones, entraba en un estado de sosegado y familiar abandono. Una radio, que Roy había adquirido a Paso-y-Medio y arreglado, emitía una música de orquesta relajante y metálica. No tenía calefacción, pero se tapaba hasta la cintura con el edredón que Eva le había confeccionado. Recorría a veces con el dedo los puntos ceñidos que su amiga había cosido y pensaba extrañamente que esos puntos bien podían haber sido dados en su propia piel mientras Eva tiraba de la aguja. El recuerdo de Eva le sobrevenía varias veces al día. Conservaba todavía la huella de la personalidad de su amiga y, de ese modo —otro consuelo—, le gustaba pensar que la mantenía viva en la memoria.

«A Eva le gustaría esta habitación», pensaba. Había un pequeño escritorio de madera tallada, muy femenino, donde Delphine pagaba las facturas. Un enorme baúl de marinero de pino amarillo, un tanto combado y cerrado con un candado, reforzado con herrajes, guardaba otros dos edredones que sólo sacaba en las noches más gélidas. Una pequeña alfombra ovalada de retales proporcionaba calor, según creía, al centro del sencillo suelo de tarima. No había decidido si la figurita de un perro, colocada en una mesa desvencijada y situada bajo una ventana, era fea o elegante. No importaba. Todos esos viejos trastos se bañaban en la suave luz de la lámpara de pantalla rosa. Bajo esa luz, Delphine los contemplaba con una cálida satisfacción y cerraba los oídos al crujido helado y subterráneo de la tierra.

Sí, allí abajo seguían los Chavers. No sus huesos, sino algún vestigio de su desesperación. Medio dormida, Delphine hablaba a veces con ellos e intentaba explicarles: «No lo sabía. Nunca lo habría consentido. Lo siento tanto. Marchaos».

Cuando oyó que alguien llamaba a la puerta, se sobresaltó y pensó enseguida en Ruthie. Después se recompuso. Nunca recibían visitas. Aunque el pueblo crecía, pocos se aventuraban en esa dirección, y desde luego ninguno de noche. Delphine miró por la ventana antes de abrir la puerta y descubrió a Fidelis encorvado en su gabán de lana. Estaba envuelto en gruesas bufandas para resguardarse del cortante viento primaveral y calzaba botas para protegerse del barro. Por alguna razón, había venido caminando. El corazón de Delphine dio un vuelco, temiendo que le hubiese pasado algo a Markus, y se precipitó a abrir la puerta. Fidelis entró con una ráfaga de aire nocturno y Delphine cerró rápidamente la puerta tras él.

—¿Markus? —preguntó.

—Está durmiendo —respondió Fidelis mientras se desabrochaba las gruesas botas—. No está enfermo, er ist sehr müde.

Dejó las botas detrás, encima de unos papeles de periódico junto a la puerta.

—Papá duerme en la cocina —explicó Delphine—, así que pasa, vamos a sentarnos aquí.

Obediente, se dirigió hasta la silla con sus calcetines de lana. Eran grises, con talones y puntas de un rojo vivo, con un aspecto infantil que habría gustado a Delphine si ésta no hubiese reprimido ese pensamiento antes incluso de que cobrara forma. Sin preguntarle si quería o no, Delphine puso agua a calentar para preparar una infusión de menta y regresó para sentarse con él mientras esperaba a que hirviera. Fidelis le contó que había recibido una carta de Alemania. Los chicos habían comenzado el colegio y formaban parte de un grupo juvenil del Gobierno, en el que, según afirmaba Tante, resultaba muy difícil entrar. Su hermana le daba a entender que había tenido que emplear parte del dinero que Fidelis había mandado con ella para sobornar a varios agentes del Gobierno con el fin de que aceptaran a los muchachos, a pesar de las rigurosas pruebas que habían logrado superar con éxito. En cuanto a Tante, había empezado por realizar demostraciones con su máquina de coser americana. Hasta que se dio cuenta de que era inferior al modelo alemán.

—Ya es suficiente —interrumpió Delphine—. No me interesa tu hermana.

Comenzó a bombardearle con preguntas sobre los chicos en casa. Si comían bien, si se lavaban. Y el negocio. Si la gente a la que había concedido crédito pagaba sus deudas. Algunos. No lo suficiente. Si los proveedores le hacían buenos precios. Por sus respuestas era patente que no tenía tiempo para conseguir arañarles unos mejores márgenes de beneficio. Delphine arrugó el ceño.

—Un uno o un dos por ciento por aquí o por allá significaría nuestra salvación o nuestra ruina —lanzó—, ¡ya lo verás!

Dio una palmada en el brazo de la silla para disimular su desliz. «¿Nuestra?» ¿Qué estaba diciendo?

—Una infusión; no hay otra cosa, ya sabes —dijo, riéndose del gesto decepcionado de Fidelis, y añadió—: además, bebes demasiado.

Se levantó, fue a la cocina, sorteó a Roy, que dormía, y puso una hojas de menta en el agua que hervía en la pesada tetera marrón. Sacó dos tazas y echó un terrón de azúcar en el fondo de cada una. Trajo la tetera y las dos tazas en equilibrio a la sala de estar y las dejó junto al perro de porcelana.

—¿Habías visto alguna vez un perro como éste? —preguntó a Fidelis.

Tenía unas largas orejas negras que caían, manchas negras y blancas, un hocico puntiagudo y estaba sentado al acecho sobre un cojín de porcelana verde.

Fidelis levantó el perro y lo giró en todas direcciones, casi jugueteando.

—No creo que exista en el mundo otro perro igual —sentenció al final, dejando el objeto en su sitio.

Delphine no dijo nada. Estaba asombrada por el tono frívolo de su voz. Había un aire torpe y seductor en él. Le resultaba perturbador oírle hablar de algo que no estuviese relacionado con el negocio. Abordó temas de conversación menos arriesgados y, durante un tiempo, consiguieron deslizarse por una superficie cómoda para ambos. Hasta que Fidelis preguntó sin previo aviso si sabía ya si Cyprian iba a volver.

—¡No! —exclamó Delphine, con voz ahogada al verse arrojada contra su voluntad a un terreno tan personal.

Fidelis se recostó y la miró a los ojos. La luz rosada suavizaba sus rasgos y confería a todo su ser una incongruente dulzura. Había colgado la chaqueta en el respaldo de la silla y estaba ahora en mangas de camisa. La luz resaltaba el tono cobrizo del vello de sus antebrazos y Delphine contempló algo turbada sus muñecas de fuertes huesos. Fidelis echó un vistazo al suelo oscuro de la cocina y acercó su silla un poco más a la de ella.

—Le he dado a Cyprian tiempo suficiente —declaró con voz ronca.

La declaración sonó ridícula. Pero cuando se inclinó hacia delante, Delphine percibió el aroma a especias que desprendía: pimienta blanca y roja, un poco de jengibre y comino. Y su olor viril, la lana y el lino de su camisa. El intenso tónico para el afeitado. Sabía que se frotaba los dientes con ceniza de puros para blanquearlos y luego los cepillaba con bicarbonato. Sabía que se enjabonaba las patillas con las antiguas pastillas de jabón francés y perfumado a lila de Eva, fabricadas a mano. Conocía todos estos detalles suyos porque había cuidado de su hogar mientras su esposa agonizaba. Después, había cuidado de sus hijos. Se había repetido a sí misma durante todo ese tiempo que todas esas cosas nada tenían que ver con él, con Fidelis, pero ahora estaba ahí, lejos de la intimidad de su familia. Y, sin embargo, conocía todas sus costumbres mientras que él apenas había visto el interior de su casa. Sabía muy poco de ella. Nada tan personal como el tipo de jabón que utilizaba. ¿Y cómo debía interpretar aquello de darle tiempo a Cyprian?

—¿«Dado»? ¿Qué quieres decir con que le «has dado»?

—Tiempo —dijo Fidelis— para volver.

—Pues sí —admitió Delphine.

Comenzó a entrever lo que quería decir. Unas enormes ganas de buscarle las cosquillas y contrariarle se apoderaron de ella. Quería poner las cosas difíciles a Fidelis. ¿Por qué no? ¿Por qué podía presentarse en su casa y adueñarse tan fácilmente de la pequeña habitación dorada, su nido íntimo, así por las buenas? De modo que se echó a reír, como si hubiese dicho algo sumamente gracioso, y después se serenó y tomó un sorbo de té.

—¿Acaso pensaste que me había abandonado? —jamás desvelaría el motivo de su separación. Nunca confesaría que se había marchado mucho antes de lo que se imaginaba la gente—. Típico de un hombre pensar eso.

Es posible que estuviera bajo la influencia de una de sus novelas románticas, en las que los personajes discutían acaloradamente sobre cuestiones como el amor, pues de pronto se sintió encandilada de estar en la situación en que se hallaba: tener a Fidelis ante ella, intentando abrir su corazón mientras estaba convencida de que al fin ella sabía leer su mente. ¡Así que la había estado esperando!

—Fidelis.

Sacudió la cabeza y los rizos de su cabellera morena azotaron sus hombros. Levantó los ojos hacia los de él con una lenta comprensión. Sin embargo, cuando le clavó la mirada, Fidelis mostraba una pasión tan desesperada que Delphine olvidó su pequeña artimaña.

Después, durante meses, parecía que se había producido una enorme colisión, como si dos glaciares, movidos por una fuerza lánguida, impactaran al fin el uno contra el otro hasta fundirse. Ambos estaban aturdidos, se comportaban con lentitud con los demás, con cierto atolondramiento. Delphine continuó con su trabajo en el juzgado, pero redujo el número de horas y regresaba a la tienda todas las tardes para atender a los clientes. Volvió para estar cerca de Fidelis. Como antes, atendía la cocina y, si le quedaba tiempo, se encargaba de la colada de los chicos, no de la de Fidelis. Desde que Delphine se había marchado, el carnicero se había puesto a planchar sus propias camisas con precisión de soldado.

Le encontró una tarde en plena faena cuando llegó a la carnicería. Ese día, toda la casa estaba en silencio por alguna razón. Entró en el lavadero helado de suelo de cemento, donde el agua que salía de un grifo en la pared caía en una doble pila de lavar de esteatita. Fidelis estaba allí de pie, helado en la curva de su camiseta interior, moviendo los brazos sobre la tabla de madera cubierta de un paño acolchado. Había comprado una moderna plancha eléctrica y hacía un pliegue en el hombro almidonado y chisporroteante de una manga.

Contemplarle con toda su fuerza mientras realizaba una tarea de mujer llenaba a menudo a Delphine de una leve energía eléctrica, y le rozó el brazo por encima del codo. Su mano todavía llevaba puesto el guante. Fidelis dejó la plancha. Tomó su mano en la suya y fue quitándole el guante, dedo a dedo, mirándola a los ojos con una serena gravedad. Cuando le hubo quitado el guante, levantó la mano de Delphine en sus dos manos y la observó intensamente. Acarició los nudillos, cubiertos de cicatrices blancas y, al fin, tímidamente, llevó la mano a sus labios. Apoyó la boca en el pliegue donde los dedos se unían con la palma.

Después, se movió con demasiada brusquedad, de un modo que a Delphine no le gustó, con un amplio y arrogante movimiento del brazo para intentar atraerla hacia él. Esquivó su torpe gesto y salió de la habitación, percibiendo todavía el embriagador olor a chamuscado de la ropa recién planchada. Era la primera vez que se tocaban, o se besaban, aunque fue algo más que un beso y, sin embargo, no había llegado a ser un beso. Más tarde, de camino a casa, Delphine volvió a pensar en sus ojos mientras le quitaba el guante hasta que se encontró de pronto en casa. Se dio cuenta de que había recorrido a pie toda la larga carretera como en trance, sin ver nada de lo que había a su alrededor. No recordaba cómo había llegado hasta la puerta. En cambio, aunque no podía dejar de pensar en él de esta nueva forma, le evitaba. Pues, cuando estaban cerca el uno del otro, el escenario aparecía desnudo, los decorados desmontados y no quedaba más que la fuerza de su mutua atracción. Era demasiado para dejar que todo sucediera de golpe. Se fueron acercando mediante una serie de imperceptibles movimientos sucesivos.

Unas semanas más tarde, aún no se habían besado ni habían dejado que sus bocas se rozaran. Pero un día en el despacho polvoriento y atestado de papeles, Fidelis se arrodilló ante Delphine y acarició el interior de sus muslos hasta la parte de arriba de las gruesas medias de seda, palpó el punto exacto donde estaban enganchadas a unas ligas metálicas y recorrió con la punta de los dedos las franjas de tela hasta arriba, debajo de la falda. Le apartó las piernas tanto que Delphine se sintió incómoda, sentada en la silla de cuero; y después Fidelis le besó el interior de las rodillas. Delphine le agarró del pelo con las dos manos y tiró con tanta fuerza que debió de dolerle, pero se limitó a mirarle y a contemplar su rostro inmóvil entre sus piernas. Lo apartó con todas sus fuerzas y se ajustó la falda.

—¡Dios santo! —exclamó—. ¿En qué estás pensando?

—No lo sé.

Fidelis se levantó de un solo movimiento brusco y contenido y se limpió el pantalón con grandes e inútiles palmadas.

—Cuando estoy cerca de ti, se me ocurren estas cosas.

Intentó recobrar la dignidad, se cruzó de brazos y luego los descruzó, se sentó y hurgó por todo el escritorio en busca de un cigarrillo. Al no encontrar ninguno, levantó las manos como queriendo decir: «¿Lo ves? No consigo nada de lo que yo quiero». Y Delphine terminó por echarse a reír.

Muchos días eran incapaces de soportar la tensión que existía entre ellos y se ignoraban por completo. Fijaron una fecha a cuatro meses vista para casarse. Al principio, pensaban que era una espera muy larga y luego a Delphine le pareció un tiempo demasiado corto y se planteó aplazar la boda. Fidelis compró la licencia de matrimonio en el juzgado, le enseñó los papeles como si tal cosa y ambos rubricaron sus nombres con una presteza desapasionada, como si estuvieran firmando unos documentos del banco. Trabajaban bien juntos —rápidos, respetuosos y eficientes—. Delphine se hizo cargo de nuevo de la contabilidad y los pedidos, y comenzó a poner orden en el despacho polvoriento y atestado de papeles.

Una tarde en que Markus y Franz comían en la cocina, Delphine arrastró a Fidelis y le empujó en el hombro.

—Díselo —le ordenó.

Franz se detuvo, petrificado, con la mano delante de la boca, esperando la noticia de su padre. Markus siguió comiendo, masticando tranquilamente. Asintió con la cabeza y dijo:

—Ya sé lo que vais a decir —tomó otro bocado e hizo la otra pregunta importante—. ¿Significa eso que Emil y Erich van a volver a casa?

—Les he escrito y enviado dinero —declaró Fidelis con seguridad—. Tante se hará cargo de los preparativos.

—Díselo —insistió Delphine, sacudiéndole el brazo.

Fidelis reunió fuerzas, pero, antes de poder abrir la boca siquiera, Franz se le adelantó.

—Ya lo entiendo —dijo Franz—. Os vais a casar —pinchó con el tenedor media manzana asada y se la llevó a la boca antes de morderla—. Pues, ya que estamos anunciando cosas, voy a entrar en el ejército del aire. Me voy a alistar.

—¡Si no hay ninguna guerra! —la voz grave de Fidelis casi chirriaba, tal era su vehemencia. Todavía mantenía esperanzas. Pero Franz no pareció darse cuenta.

—Pero la habrá —sostuvo Franz—. Espera y verás. La estoy viendo venir y cuando estalle, yo...

Hizo un gesto con la mano como si pasara rozando sobre la mesa, igual que un avión que despegara. Con un zumbido, propulsó la mano en la lejanía salvaje y azul y después sonrió a todos, asintiendo con la cabeza para promover el consentimiento de los demás. Afligido, Fidelis se encogió de hombros y salió de la cocina.

—¿Tienes que alegrarte tanto? —preguntó Delphine, molesta con Franz por estropear el anuncio de su matrimonio y también aterrada de repente por sus ansias bélicas.

—Pues yo me alegro —dijo Markus—. Es como si ya vivieras aquí.

—Ah, eso —comentó Franz—. Que haga lo que quiera.

—¡Sabes a lo que me refiero! —apremió Delphine—. ¿Puedes ir a sentarte un momento con él, al menos?

—Papá no querrá eso —Franz cogió una nuez del cuenco que había sobre la mesa y la partió con los dedos, como hacía Fidelis. Lanzó el fruto al aire y lo atrapó con la lengua—. ¡Pilotaré un Spitfire! No nos acercaremos nunca a territorio alemán. Lucharé contra otros pilotos, no contra el pueblo de papá. Él lo sabe.

—¡No tienes ni idea de lo que significa la guerra! —Delphine intentaba no alzar la voz para que no se marchara. Pero la deliberada ignorancia del chico la enardecía—. Olvídate de que me caso con tu padre. Sé realista, Franz. Podrían mandarte a infantería.

—¿A mí? —dirigió una mirada incrédula y compasiva a Delphine—. A un bombardero, tal vez. Pero no. Seré piloto de caza.

Hizo unos ruidos con la boca, fingiendo ametrallar a Markus, que chasqueó los labios en defensa propia.

—¡Dios mío! ¡Qué desalmado eres! —exclamó Delphine, vencida.

—¿Qué quieres? El matrimonio es cosa vuestra —dijo Franz. Se enfurruñó—. Lo que yo piense no importa.

—Claro que importa —dijo Delphine, con tono conciliador.

—Pues, entonces, creo que me marcharé —dijo Franz—. No te lo tomes a mal, pero no quiero pensar en ello.

Se levantó y se alejó con paso indolente y las manos en los bolsillos de su pobre y raída cazadora de piloto de imitación. Cuando salió de la vista de Delphine, soltó un sonoro exabrupto y levantó el polvo de una patada. Se le humedecieron los ojos. Después, se mofó de sí mismo con sarcasmo. Nunca se había sentido tan infeliz en toda su vida.

Cada vez que Franz pasaba delante del lugar donde Mazarine y él solían desviarse de la carretera para adentrarse en su rincón particular debajo del pino, recordaba aquel árbol. Una mortificación le oprimía el corazón. Después, pensaba durante horas en el pino; sus costillas se tensaban y su pecho se cerraba al aire exterior. Le costaba respirar. Sin embargo, su respiración surgía de pronto en enormes, profundos y sorprendentes suspiros. La comida se le quedaba seca en la garganta y fue perdiendo peso a toda velocidad. Los huesos le sobresalían de las muñecas y sus pómulos se volvieron más afilados. Tampoco conseguía dormir bien. Sus sueños no eran más que temerarias pesadillas. Torrentes de agua le arrastraban lejos de Mazarine o la arrojaban a ella por unos acantilados o unas alcantarillas, fuera de su alcance. Las cosas no hicieron más que empeorar cuando se hizo patente que el rechazo de Mazarine Shimek iba en serio y que se negaba a volver con él. Mazarine, con su ropa nueva, que él no había tocado nunca.

Llevaba ahora en clase una suave falda escocesa de un color tostado; incluso Franz era capaz de constatar que estaba cosida perfectamente. El dobladillo envolvía sus piernas y hacía un perfecto frufrú al andar; el vuelo oscilaba suavemente cuando se giraba. Los tonos de la falda plisada eran los mismos marrones y dorados de la luz que antes caía sobre ellos debajo del enorme pino. Llevaba blusas impecables, que conseguían tensarse, de algún modo, en su cuello de cisne. La tela se cerraba en su pecho con preciosos y lustrosos botones de nácar. Ahora llevaba el pelo recogido en una trenza, anudada con una gruesa cinta de raso —a veces azul, a veces amarilla—. No podía evitar hacer una lista con todos esos detalles: era lo único que le quedaba de ella. Pero Mazarine no le devolvía esa atención. No le hablaba y menos aún permitía que él le llevara los libros para atarlos en la bicicleta y llevarla a dar una vuelta, como si fuera una muchacha mucho más joven. Aquello era lo que más echaba de menos. Incluso más que tocarla, lo que más anhelaba era sentir su peso tambaleante entre sus brazos sobre la bicicleta. Cuando él pedaleaba y ella se reía mientras procuraba mantener el equilibrio. Cuanto más se alejaba de él, más seguro estaba de que amaba a Mazarine. Hasta la muerte, pensó con locura, más allá de la muerte.

¡Qué necio! Se golpeaba las sienes con los puños. Por la noche imaginaba y descartaba distintas maneras para obtener su perdón, para volver a atraerla junto a él. Se abandonaría a su merced. La acecharía. Le suplicaría. Le compraría una rosa de invernadero y se la dejaría sobre su cama por la noche. Ella le necesitaba, ¿no? Todo el mundo podía darse cuenta de lo desdichada que era. Bastaba con fijarse en lo reservada que se había vuelto, cruzando los pasillos del colegio con rostro serio. Con ver cómo su fina elegancia se había convertido en una preocupante delgadez. Cómo se peinaba el pelo que siempre había llevado suelto y ondulado en cada uno de sus movimientos, y que ahora encerraba en una rígida y gruesa trenza.

Lo único que le distraía de verdad era el campo de aviación. Franz observaba a veces a los otros hombres que trabajaban a su alrededor y se preguntaba si también ellos habrían tenido ese tipo de sentimientos alguna vez. Lo dudaba mucho: ninguno de ellos tenía aspecto de haber estado enamorado de algo que no fuesen sus aparatos. Al principio sintió desprecio por tales limitaciones. Después, le parecieron lógicas. A decir verdad, arreglar un motor quisquilloso suponía un alivio. Y por ello, cada vez que Fidelis le dejaba escapar de la tienda, Franz trabajaba en aeroplanos. Y como pago, Pouty Mannheim empezó a enseñarle a volar.

Cada vez que se elevaban en el cielo, Franz experimentaba la misma exultante liberación física de la tierra que le había seducido la primera vez que, desde el prado de detrás de su casa, había contemplado el despegue de una avioneta y su elevación por encima del cortavientos. Sólo que era todavía mejor estar dentro del aeroplano. Y mejor aún ahora que sabía exactamente cómo manejar el aparato, interpretar el viento y las señales de las nubes pequeñas y grandes. En su octavo vuelo, Pouty le dio la oportunidad de tomar los mandos. Durante semanas, practicaron el despegue y el aterrizaje, y poco a poco fueron añadiendo el repertorio de un aviador ambulante y principiante con desplomes, tirabuzones, sencillos toneles y suaves rizos. Cuando Pouty le dejó al fin pilotar solo la avioneta, Franz experimentó una liviandad asombrosa. El aeroplano voló en un equilibrio delicado y emocionante con él solo a bordo. Apuntó hacia el silo del pueblo, una imperceptible señal en el horizonte, mantuvo el morro del aparato en esa dirección y realizó un lento tonel por fases. A continuación, un tonel más complejo, un rizo y un complicado tirabuzón. La tierra se inclinó sobre él. «Concéntrate o muere.» Las cosas resultaban sencillas del revés. Cuando aterrizó, se sentía totalmente en paz. Después de aquello, pensó que tal vez fuera capaz de sobrevivir a la pérdida de Mazarine, siempre y cuando pudiera pasarse la vida en el aire.

No hubo invitados, ni tarta, ni flores. Después de casarse con Fidelis y de que Franz se marchara a pasar las primeras pruebas para ingresar en el ejército del aire, Delphine continuó repartiendo su tiempo entre la carnicería y su casa, donde cuidaba a Roy. Conservó parte de su trabajo en el archivo, siguió leyendo novelas y procuró mantener la misma rutina de siempre todo cuanto pudo. Aun así, el pasado con sus horrores, complejidades y situaciones inconclusas se inmiscuía en su vida. A pesar de estar casada, el telón de fondo de su nueva vida parecía inacabado, como un decorado caótico. Ojalá pudiera archivar su pasado de la misma manera que archivaba papeles en el juzgado. Fue entonces cuando Cyprian regresó.

Estaba sentado en las escaleras principales de la casa de Delphine una tarde, con un sombrero en la cabeza. Fijaba la carretera con los ojos entrecerrados y asintió con la cabeza, tranquilo y contenido, cuando el coche de Delphine entró en el patio. Después, se quitó el sombrero y Delphine observó que estaba totalmente calvo. Resultaba todavía más atractivo y exótico, como un ser salido del mundo prehistórico y enfundado en un pantalón, una camisa y unos zapatos. Su cabeza invitaba a imaginarle desnudo. A Delphine le dio un vuelco el corazón al verle. Para serenarse, tomó una profunda y jadeante inspiración al tiempo que detenía el coche y asimilaba su presencia detrás del parabrisas. De modo que estaba aquí. Delphine sonrió, un reflejo involuntario, antes de acordarse de Clarisse, y entonces cayó en la cuenta de que podría averiguar lo que había sido de su amiga. La sonrisa se torció pero no desapareció de su rostro. A pesar de todo, se alegraba de ver a Cyprian.

Mientras abría la puerta del coche, bajaba de un salto y casi corría hacia él, Delphine experimentó con sorpresa una repentina y desagradable punzada. ¿Estaría observando Fidelis? Miró en derredor de manera irracional. Intentó sacudirse esa incómoda sensación de encima, como si fuese una capa, pero el malestar persistía. Su recibimiento fue tímido y se detuvo delante de Cyprian bajo los oblicuos rayos del sol en el albor del atardecer, balanceándose de una pierna a otra, con la esperanza de que no entrara en casa con ella. De nuevo, la invadió el sentimiento de que estaba haciendo algo malo, aunque no hubiese nada de malo en ello, pero tenía la intimidante certidumbre de Fidelis. Ser consciente de que ahora era sensible a los celos de un hombre la irritó. Debajo del porche y entre las inmóviles hierbas, los mosquitos empezaron a zumbar. Cyprian ladeó la cabeza y espantó a los insectos con el sombrero. Se sentaron en los escalones del porche.

—Enciende un cigarrillo, anda, para alejar a los chupasangres —aceptó un cigarrillo de Cyprian y dejó que se fuera consumiendo entre sus dedos—. No pienso hablar contigo —aseguró Delphine con un hilo de voz al fin— hasta que me cuentes lo que ha pasado con Clarisse.

—No sabía lo de Hock —explicó Cyprian.

—Yo sé lo que le pasó al maldito Hock. Te he preguntado lo que le ha pasado a ella.

—Lo único que me dijo fue: «Iré donde mi trabajo sea necesario, y donde me valoren».

—Eso suena muy de Clarisse —observó Delphine—. Apuesto a que se fue al Sur, a Nueva Orleans... no, más lejos. Al Yucatán o incluso más al sur, a Brasil. Me lo imagino.

Suspiró y se estremeció. No podía imaginarlo. Echar de menos a Clarisse seguía siendo un hábito cotidiano, como tomar café o encender la radio. Ya no se paraba para sufrir o preguntarse por Clarisse, ni para darle vueltas. Simplemente la echaba de menos y luego se le pasaba y se dedicaba a otra cosa. Se dijo que eso se debía a la benevolencia del paso del tiempo. Miró fijamente a Cyprian.

—Así que no sabías lo de Hock. ¿Hasta cuándo?

—Hasta que me lo contó.

—¿Y eso cuándo fue?

—Enseguida, en el trayecto a Minneapolis.

—¿No se te ocurrió entonces que alguien os podría relacionar a los dos y pensar que eras cómplice?

—Por supuesto que sí —admitió Cyprian—, y ése es uno de los motivos por los que la dejé.

—¿Por qué has vuelto?

Cyprian giró el sombrero en la mano varias veces: era un fedora de fieltro blando y color arcilla con una ancha cinta marrón de enorme grosor. De aspecto caro. Apretó el ala entre los dedos, con cuidado, y buscó las palabras adecuadas.

—Sólo estoy de paso —dijo al fin—. Pero tenía que saber si le amas.

—Claro que le amo.

—¡Y un cuerno!

Se volvieron el uno hacia el otro de golpe, y sus fieras miradas se cruzaron; se quedaron mirándose fijamente a los ojos. La exasperación de ambos era tan similar que les pareció ridícula a los dos al mismo tiempo. Apartaron los ojos; ninguno estaba dispuesto a que el otro le viera suavizarse o sonreír. Delphine jugueteó con el cigarrillo, afilando la ceniza en las tablas de madera de los escalones y agitándolo lentamente a su alrededor para levantar una barrera de humo.

—Así que has vuelto sin saber si te detendrán por asesinato y sólo para comprobar si amo a Fidelis.

Cyprian tardó en responder, después inclinó la cabeza.

—Como he dicho, tengo otros motivos.

Se encogió de hombros y enarcó las cejas. Sus ojos eran bruscamente hermosos.

—Pasa, entonces —dijo Delphine al fin—. Roy está en la cama. Le vendrá bien una buena carcajada.

Cyprian se caló el sombrero antes de quitárselo de nuevo y siguió a Delphine por el porche vacío hasta la casa. Dentro de la vivienda, sujetó el sombrero sobre su abdomen mientras entraba en la cocina donde dormía Roy. Cyprian se sentó junto a la cama y esperó a que Roy se despertara. Durante un largo tiempo, Roy permaneció inmóvil, con las manos quietas encima del edredón y los ojos cerrados. Al fin, entreabrió los ojos, asimiló la presencia de Cyprian y los cerró de nuevo con un estudiado pestañeo. A Delphine le sorprendió alegrarse de esa triquiñuela, ese atisbo de lo que había sido Roy, y acercó una silla a su vez.

—Oye, papá —murmuró con suavidad—. Tienes visita.

Roy no abrió la boca, mientras decidía si abandonaba el estado consciente o comulgaba con los vivos. Frunció el ceño y movió las mandíbulas en leves movimientos, como si masticara. Al fin, se sobresaltó con toda intención y abrió los párpados para desvelar unos enormes ojos redondos de un tono azul lechoso que los escudriñaban.

—¡Cyprian! ¡Cyprian el Calvo!

Cyprian cogió la mano, huesuda, espectral y cubierta de manchas por la edad, de Roy. Una vez que hubo decidido unirse a los vivos, Roy recobró la vitalidad ante las perspectivas.

—Ah, si pudiéramos tomarnos una cerveza —exclamó—. Un sorbito de aguardiente. ¿Podrías arreglártelas para mojarme el gaznate?

—Papá...

—Sí, sí, sin duda, sé que hay pruebas concluyentes de que podría matarme —Roy hizo aspavientos con la mano como si quisiera apartar cualquier advertencia—. Pero una minúscula cantidad de nada podría resultar beneficiosa, funcionar como una vacuna, si quieres.

—Hemos reducido a una o dos cucharaditas cada dos o tres horas —explicó Delphine—. Supongo que no te hará daño tomarte tu cucharadita ahora.

—¡Así se habla! —exclamó Roy. Dio unas palmadas en el brazo de Cyprian—. ¿Te gustaría acompañarme? ¡Ofrécele una cucharadita a este hombre! —Roy señaló el pequeño cajón de los cubiertos con un amplio movimiento del brazo.

—Puede tomarse un vaso, papá.

Desenganchó un juego de llaves de su cinturón y llevó un vaso hasta el coche. Abrió el maletero con una llave y, con otra, una caja de herramientas cerrada con candado, que guardaba allí. Sacó de la caja una botella de brandi rosa. Llenó el vaso hasta la mitad, lo dejó en el techo del coche, cerró todo de nuevo con llave y llevó el vaso de brandi junto a la cama de Roy. Vertió un pequeño chorro del vaso en el tapón de una botella y luego en una cucharilla.

—¡Salud!

Roy abrió la boca y la cerró sobre la cuchara.

Cyprian inclinó el vaso hacia el anciano.

—¿En qué andas metido ahora? —el tono de Roy era cordial, pero sus ojos brillaban, repletos de repentinas lágrimas—. ¿Andas buscando un empleo y una esposa? ¿Has venido aquí como un perro que vuelve al lugar que le dio de comer una vez?

Cyprian tomó un largo trago de brandi y Roy continuó con sus especulaciones.

—Siempre hay mucho trabajo en las granjas de por aquí, claro, pero eso es a la vez un trabajo despiadado y temporal. Y hablo por experiencia. Está la próspera calle principal, con todas esas tiendas pegadas unas a otras y con dinero a porrillo. Trabajar de empleado. Tal vez puedas aprender el oficio de barbero. Oly Myhra se está haciendo viejo. Su poste necesita una mano de pintura. ¡Ja ja! ¡Su poste necesita una mano de pintura! Mi poste... —dio un codazo a Cyprian— lleva sin pintar veintiséis años. ¿Y el tuyo?

Cyprian miró a Delphine. La mujer enarcó las cejas, pero mantuvo un gesto impasible.

—El mío está recién pintado —dijo Cyprian—. ¿Qué sabes del resto del coro?

—Mannheim sigue en el aire —dijo Roy—. Y Fidelis se ha casado con la mujer que abandonaste, es decir... —y señaló a Delphine con la cabeza con gesto cariñoso—, su Real Obstinación. Una vez más, me ha traído de vuelta del borde del abismo a base de cuidados. Me había arrojado de cabeza al alcohol, ¿sabes?, y me había vuelto un motivo de vergüenza para ella. Aun así, quiere a su anciano padre. Y consiguió que dejara la bebida. ¿Qué tal otra cucharadita?

—¡Hala, a darse la gran vida! —dijo Delphine.

Roy cerró los ojos y abrió la boca. Delphine introdujo la cucharilla.

—No la abandoné —aclaró Cyprian, mientras dirigía una mirada elocuente a Delphine—. Le regalé un anillo de compromiso. Uno muy bonito, pero lo rechazó.

—¡Cuidado! —advirtió Delphine—. Sé muy bien dónde fue a parar ese anillo.

—Ah —suspiró Roy. Había quitado la cuchara de la mano de Delphine y la relamía como un niño feliz—. Los desengaños amorosos se vuelven más difíciles de superar con los años. El tiempo, a pesar de las quimeras del filósofo, no cura todas las heridas. Cuando me caí, me desplomé duramente —precisó Roy con orgullo—. Caí hasta el centro de la Tierra.

—Ya te has aprovechado lo suficiente de tu martirio amoroso —cortó Delphine—. Estoy harta. Era mi madre, ¿sabes?, yo soy la que se ha llevado la peor parte en todo esto. ¡Y la que ha acabado cuidándote, maldito borracho, todos estos años!

—¡Y anda que no hemos tenido nuestros buenos ratos! —exclamó Roy. Siempre se mostraba alegre y de buen ánimo cuando Delphine le acompañaba en sus bromas—. Creo que el amor sagrado que he sentido todos estos años es un amor que me ha arrastrado directamente al vórtice, al ombligo del universo, y allí he visto cosas, amigos míos. ¡Qué cosas!... —Roy arrastró la voz con la mirada perdida, como si experimentara de nuevo esa visión—. Sobre todo... —sacudió la cabeza, sobresaltado—. He visto desaparecer mucha bebida.

—Papá ha confundido el ombligo del universo —corrigió Delphine— con el hoyuelo del culo de una botella de aguardiente.

—Bueno, en cualquier caso, estoy aquí —dijo Cyprian con gesto de aclarar las cosas de una vez por todas— para cumplir con un compromiso.

—¿Un qué?

Roy abrió la boca de par en par, entusiasmado.

—Eso es —prosiguió Cyprian—. En realidad no estoy buscando un empleo. Formo parte de una gira cultural. Ahora viajo con el Hombre Serpiente —metió la mano en el bolsillo y sacó un fajo de entradas de cartón rosa—. ¿Cuántas queréis?

—¿El Hombre Serpiente? —preguntó Delphine, un poco dolida, incluso tal vez algo celosa—. Podrías haber escrito. ¿También hace de mesa humana?

—No producía el mismo efecto —explicó Cyprian— con dos hombres, aunque hemos preparado otros números de equilibrismo. Tiene una pitón y la saca al escenario en una maleta de cuero con ruedas. Tiene toda una colección de reptiles —Cyprian hizo una pausa—. Y un arácnido.

—¿Cómo se llama? —preguntó Delphine.

—Tom el Coloso.

—Un buen nombre para un artista.

—No, ése es el nombre de la araña. Mi compañero se llama Vilhus Gast.

«Así que se trata de eso», pensó Delphine.

—¿Cómo es? —preguntó.

—Bueno, se parece mucho a mí —respondió Cyprian—. Un artista, ya sabes. Viene de Lituania y es judío. Yo supuse una enorme curiosidad para él al principio. Me lo llevé a casa —Cyprian se echó a reír—. Menuda sorpresa que se llevó.

—Y eso ¿por qué?

—Quiero decir que lo cierto es que no hay judíos en la reserva. Nunca había conocido a ninguno cuando era niño, como tampoco él había conocido a ningún indio. Sólo que él sabía de nuestra existencia y dijo que creía que éramos una de las tribus perdidas de Israel, condenada a errar, al igual que su pueblo. Siempre en el filo de las cosas. Acosados y perseguidos, decía. «Vale, de acuerdo —le respondí—. Pues recorramos los caminos juntos.» Así que montamos este espectáculo y desde entonces lo estamos representando.

Delphine y Markus llegaron temprano al gimnasio de la escuela a la noche siguiente y se sentaron en primera fila, en chirriantes sillas de madera plegables. Habría rumores. Reconocerían a Cyprian y comentarían con asombro y tal vez burla lo de su cabeza afeitada. La gente, los clientes, las viejas compañeras de colegio, todos volverían la cabeza para mirar a Delphine. Si se sentaba atrás del todo, tendría que soportar su disimulada o explícita curiosidad. Al sentarse en primera fila, les daba la espalda. Podrían mirarla boquiabiertos y cuchichear a placer. Delphine los ignoraría. Tenía la intención de disfrutar del espectáculo.

El telón se abrió. Cyprian y su compañero aparecieron descalzos y enfundados en unas ajustadas mallas negras sobre unas inmensas pelotas de goma de color rojo. Mientras movían las piernas, daban vueltas el uno alrededor del otro; luego, aceleraron hasta que, bajo una lluvia de aplausos, saltaron muy alto e intercambiaron el sitio en los balones que no cesaban de girar. Vilhus Gast tenía una estatura y una complexión muy parecidas a las de Cyprian, aunque mostraba unos rasgos anodinos y llevaba un tupé de muy mala calidad que se deslizaba al compás de sus movimientos.

De pronto, Gast se detuvo y permaneció totalmente inmóvil y en equilibrio, con las manos levantadas como una bailarina, y Cyprian comenzó a botar con la pelota entre sus pies. Con el gigantesco esfuerzo de un felino, Cyprian tomó impulso sobre el balón y saltó en el aire, hasta descender boca abajo en la posición exacta para cerrar sus manos sobre las de Vilhus. Los dos hombres se balancearon, cada uno de sus poderosos músculos bien delineado, y estuvieron a punto de volcar. De forma sorprendente, lograron enderezarse y recobrar el equilibrio.

Gast comenzó a mover el balón de delante hacia atrás y viceversa por todo el escenario. Bajo los vítores y aplausos, fingió tener dificultades para sostener a Cyprian en lo alto. Ambos se mantuvieron en equilibrio sobre un brazo, una pierna, y, después, ocurrió algo maravilloso y terrible a la vez. El poco atractivo tupé que llevaba Vilhus Gast fue resbalando poco a poco de su cabeza. Para delicia de los niños y ante los gritos de las mujeres, el espantoso peluquín resultó ser una araña gigante. Con cautela, la criatura aterradora fue subiendo despacio por el brazo de Gast, se abrió camino hasta el codo de Cyprian y entonces, conforme éste bajaba, la araña fue ocupando su cráneo desnudo para permanecer allí. Los hombres se pusieron en pie, hicieron una cabriola y extendieron los brazos para recibir los aplausos enloquecidos, los gritos y silbidos del público. Después, Gast soltó de una caja colocada en un pequeño atril otra araña más pequeña pero igual de peluda. El público enmudeció. Gast la hizo subir por su brazo acariciándola con una pluma y después la ayudó a pasarse al cuello de Cyprian. La criatura avanzó delicadamente por la barbilla de Cyprian y luego por la boca. La araña se arremolinó en el labio superior para formar un espeso bigote negro, bajo el cálido soplo de su nariz.

Junto con las arañas, Cyprian se atavió también con un chaqué y unas lustrosas botas de cuero negro. Sus piernas mostraban todavía una cómica desnudez. Era Adolf Hitler aquejado de múltiples flatulencias. Cada vez que tronaba una tuba entre bastidores, el musculoso trasero de Cyprian asomaba entre la cola de su elegante chaqueta, se meneaba, se retorcía y actuaba con vida propia, distinta al gesto absurdamente severo e hipnotizante del führer, cuyos intentos por animar al público que no paraba de rugir fracasaban siempre. Cada vez que exigía el saludo nazi, la tuba soltaba un rugido y su trasero se meneaba de forma explosiva. Las arañas permanecían agarradas a la cabeza de Cyprian de algún modo. El público descubrió que podía hacer que el führer se tirara un pedo al realizar el saludo ellos mismos. Extendían el brazo entre carcajadas hasta que la tuba no fue más que un largo bramido y Hitler salió disparado por todo el escenario como una pulga en una plancha ardiendo. El telón se cerró entre los gritos y aullidos. El primer número había terminado.

Las risas no se habían apagado cuando el telón volvió a abrirse. Una maleta de cuero de dos metros y medio o tres con varias asas aparecía apoyada sobre cuatro caballetes. Cyprian y Gast aparecieron en el escenario con turbantes ornados de gemas en la cabeza y vestidos con extrañas y finas gasas transparentes que se hinchaban alrededor de sus piernas, flotaban en el aire bajo sus brazos y ondeaban tras ellos al andar. Un disco de una sonoridad metálica emitía una música exótica y sensiblera mientras los dos hombres abrían la maleta y mostraban algo vivo, cubierto de manchas y muy quieto, pero con una vibrante energía que cortó el aliento del público. Los hombres atrajeron suavemente la serpiente fuera de la maleta hasta sus brazos y anunciaron la Danza de la Muerte. Enroscaron y desenroscaron la serpiente alrededor de ellos conforme el reptil iba despertando e intentaba atraparlos con su cola y atraerlos hacia él. El baile era improvisado, elegante y de una serena sensualidad. Cada persona del público, convencida de que la pitón pretendía devorar a los dos artistas, observaba fascinada. Cyprian y Vilhus Gast hicieron bailar a la pitón hasta el pasillo central. El público fue autorizado a tocar la seca y tersa piel. Todos contemplaron la cabeza incongruentemente pequeña, un maléfico gajo de músculos. Sus ojos brillantes, gélidos y asesinos, les provocaban escalofríos, por lo que se alegraron cuando Cyprian y Vilhus guardaron de nuevo la serpiente en la maleta de cuero, echaron los cierres y sacaron dos afilados y relucientes serruchos con los que se disponían a convertir la pitón en rodajas.

—¿Hay algún carnicero en la sala? —gritó Cyprian.

Entregaron los serruchos a Pete Kozka para que los comprobara. Éste aseguró que estaban afilados y a punto. Los artistas serraron a la pitón. El animal se meneaba de forma espantosa en el interior de la maleta y la cola se agitaba nerviosamente por el extremo que había quedado abierto. A continuación, prendieron fuego a una sustancia olorosa y se pusieron a salmodiar unas sílabas solemnes, realizaron algunas señales sobre un tarro de cola escolar y pegaron los trozos de la pitón. El espectáculo continuaba. Guardaron la serpiente e hicieron malabarismos con lagartijas. Mostraron una enorme iguana inmóvil, que pestañeaba tanto como una escultura de piedra. De nuevo sacaron a Tom el Coloso, el talentoso arácnido, que había interpretado el papel de tupé de Vilhus Gast. Lo pasearon por el pasillo dentro de un enorme tarro redondo de cristal para que todos pudieran contemplarlo con ojos horrorizados y maravillarse. Sostuvieron en equilibrio en la nariz y en sus calvas tazas, platos y sus zapatos de punta encorvada. Realizaron unas acrobacias más antes de salir dando brincos, ante los frenéticos aplausos y gritos de «¡Otro! ¡Otro!». Aparecieron de nuevo convertidos en supuestos hermanos gemelos de Hitler montados en dos monociclos que pedaleaban a la vez que expelían ventosidades y saludaban, y de los que a punto estuvieron de caerse cuando sus sonoras flatulencias se tornaron en algo realmente escandaloso. Hicieron juegos malabares con esvásticas incendiadas, hachuelas, cuchillas de carnicero y cuchillos; también con manzanas a las que daban grandes bocados hasta que no quedaron más que los corazones. Tuvieron un éxito monumental.

Durante semanas después de que Cyprian y el Hombre Serpiente se hubieran marchado, Markus no hablaba de otra cosa. La gente paraba a Delphine por la calle. La trataban con una tímida admiración. Le mostraron la deferencia debida a alguien que conoce o tiene acceso a un gran artista. Se dirigían a ella con respeto. Querían saber todos los detalles y secretos.

«La pitón, ¿se ha comido a alguien alguna vez?»

«¿La araña de debajo de la nariz de Cyprian le ha hecho estornudar alguna vez? ¿Y qué pasaría entonces?»

«¿Dónde aprendió a hacer esos malabarismos? ¿Y a montar en monociclo?»

«¿Volverá? ¿Algún día?»

Delphine no podía responder a ninguna de esas preguntas, salvo a la última. Y sólo contestó por instinto, aunque resultó que tenía razón.

—No —respondió—, no volverá.

Y jamás volvió.

Roy parecía conforme con la idea de pasarse la mayor parte del día en la cama al lado de la estufa, coqueteando con el sopor, impregnado de sueño y bañado en el agradable deber que eso representaba. Dado que el doctor Heech le había prescrito un prolongado descanso a fin de aliviar el hígado e impedir que la tos se convirtiera en una neumonía, al principio tanto Roy como Delphine consideraban que cada hora de su pérdida de conciencia tenía un poder sanador. Sin embargo, al cabo de un tiempo, Delphine comprendió que se trataba de algo más. Supo que ese sueño era diferente para Roy; no era reparador sino una forma de preparación final. Dormía con gran seriedad. Como si estuviese ensayando. Delphine comenzó a temer que muriera mientras estaba en el trabajo, y lo primero que hacía al volver a casa todas las tardes y todas las mañanas al levantarse era poner la mano en su rostro. Además de ese apabullante sueño, apenas comía. Tragaba unas pocas cucharadas de sopa, se recostaba y dejaba que el sueño se apoderara otra vez de él. Tenía que vigilarle. El hombre menguaba. Se volvía cada vez más débil y callado. Pidió las fotografías de Minnie, su madre, y las colocó en la estantería donde se alineaban las especias y la harina para poder verlas desde la cama.

Delphine pidió a Roy que le hablara de Minnie, pero sorprendentemente su padre poseía muy poca información para ser un hombre que existía de forma tan extravagante en un prolongado estado de sufrimiento autodestructivo. Delphine ni siquiera tenía una tumba que poder visitar, y Roy se negaba a explicar por qué era así o dónde estaba enterrada. Sólo se avenía a decir que Minnie era la única que había quedado para contar la historia.

«¿Qué historia?», preguntaba siempre Delphine, pero Roy mantenía la boca cerrada.

Ahora que la codeína le había soltado la lengua de algún modo y se aburría, Delphine pensó que podría tener más suerte con sus preguntas. Se sentó una noche junto a su cama y alimentó el fuego de la estufa en silencio, un tanto ensimismada. Poco a poco fue tomando conciencia de que estaba esperando algo, sin saber exactamente qué. Tal vez Roy fuera a morir esa noche. Sus pensamientos se habían vuelto un tanto indolentes y miraba a su padre con un cariño displicente. Pobre Roy. Tenía un aspecto agotado y su piel se había vuelto frágil, flácida y casi translúcida. Le habían aparecido manchas amoratadas en los antebrazos, hematomas que parecían haber emergido provocados por profundos e invisibles golpes internos. Era como si por fin mostrara todos los embates que la vida le había dado. Delphine decidió de pronto que no permitiría que se llevara a la tumba todos los secretos que ella tenía todo el derecho del mundo a conocer.

—Está bien, quiero respuestas. ¿De dónde era? —preguntó Delphine mientras señalaba la fotografía de Minnie.

—Era de por allí —indicó el sur con un confuso movimiento de la mano—. Después vino aquí.

Como siempre, se dijo Delphine, no le diría nada. Pero cuando ella lo miró fijamente y le dijo «Más, quiero saberlo todo», su padre pareció pensárselo mejor y habló con más energía.

—A decir verdad, al principio era de muy, muy allá arriba.

Roy levantó los ojos hacia el norte hasta ponerlos en blanco; después, observó a su hija detenidamente, frunciendo el ceño. Era posible que se percatara de que tenía en Delphine en ese preciso momento a una audiencia perfecta. Su gesto embotado por el sueño se disipó en su rostro. Como si un cable eléctrico acabara de conectarse, el viejo Roy volvió a ser el mismo que contaba historias en los bares y que ayudó a morir a Eva Waldvogel al hablarle del lenguaje secreto de los lobos. Delphine se inclinó para oírlo todo y aguantó la respiración hasta que Roy comenzó a hablar con una intensidad tan ferviente que supo que por fin conocería la verdad.

—¿Quieres saber? Por supuesto que quieres saber. Voy a contártelo. Así que, adelante, toma nota. Escribe estas cosas para la posteridad o posterioridad, como prefieras. Minnie... No era una mujer corriente ni común. No era una persona con la que te cruzabas y nada más. Era inolvidable, Minnie. Tenía algo... La sangre de sus antepasados también, y esa sangre tampoco era una sangre cualquiera, sino que descendía de la gran nación de los indios del norte llamados crees o ojibwes, que se mezclaron con los franceses, de cuyos reyes provenía. Eso es. Su bisabuelo era hijo bastardo del mismísimo Rey Sol, o eso decía. Y había huido al otro lado del océano para llevar una vida honesta curtiendo pieles. Mientras que por el sur era prima segunda por adopción del viejo Caballo Loco, o podría haberlo sido, aunque estuvo a punto de ser eliminada de forma trágica. Te pongo en antecedentes para que veas que, por todos lados y en todas direcciones, cocían, hervían y se agolpaban linajes reales en la sangre de esta mujer, tu madre. Y no empieces, no, a distraerme con preguntas. Deja que continúe con el relato. Déjame hablar. Pues no he contado nunca a nadie lo que vas a escuchar ahora, y por una buena razón. Es una historia tan triste y tan increíble que ni siquiera a mí me gusta pensar en ella. Es mejor olvidarla. Es la historia de la persona en que se convirtió tu madre a los ocho años de edad y de por qué, desde ese día, se transformó en alguien que nunca pudo ser domesticada por personas como el viejo Roy Watzka, ¡desde luego yo no pude!

Roy se incorporó, pidió con un gesto más almohadas para sujetarse la espalda y bebió un sorbo de agua en el que Delphine había mezclado un poco de jengibre para aliviar el dolor de estómago y ayudar a que la sangre fluyera más veloz hacia el corazón.

—Imagina una misa de Navidad en una pequeña y acogedora iglesia construida en el corazón de la región de las praderas —Roy separó los dedos ante él. Entrecerró los ojos y clavó la mirada en el dorso de la mano como si fuese esculpida en una bola de cristal—. Una banda de indios lakotas de Minneconjou, a los que los profanos llamarían sioux, desharrapados, hambrientos y ateridos, llaman humildemente a la puerta de aquel lugar de culto cristiano. Están huyendo, son en su mayoría mujeres y niños, y algún que otro guerrero extenuado y medio enloquecido tras tantos esfuerzos y derrotas. El jefe se muere en un carromato que arrastran dos caballos famélicos, antaño ponis de guerra. Han visto cómo Toro Sentado ha sido traicionado y cómo la supervivencia diaria de su pueblo ha sido enviada al infierno con balas de fusiles. Tienen la convicción de que pueden resucitar a los muertos con danzas y cantar a los muertos hasta que éstos los oigan y se levanten para vivir de nuevo. Son gente extremadamente solitaria, desde luego, y yo sé mucho de soledad. Puedes creerme. Quieren ver los rostros de sus seres queridos. Es Navidad en las praderas, no lo olvides. Estas pobres gentes llegan pidiendo limosna, un poco de misericordia. ¿Y la consiguen? —Roy revivía la escena en su cabeza con una mirada ausente—. ¿Tú que crees?

—Bueno, tal y como lo presentas —respondió Delphine—, no.

—No —dijo Roy—. Ésa es la pura verdad. Los echaron a patadas —se le aceleró la respiración, su lengua de contador de historias ardía—. Entre ellos se encuentra una muchacha de los indios que te he mencionado antes, aquellos indios del norte que se habían mezclado con los franceses. Su padre era un cree que había sido enviado por su gente para aprender esa nueva danza que trae de vuelta a los muertos. Debía regresar después y contar a los ancianos de su tribu si funcionaba: hasta entonces no había constatado ninguna resurrección. En ese periplo, había llevado consigo a su hija favorita, la más pequeña. Dejó a los demás atrás. Esta muchacha y su padre viajan primero al campamento lakota de Hunkpapa, de donde la gente se trasladaba al poblado del jefe Hump, más al sur. Se unen allí a un grupo de Minneconjou y se adentran más en las tierras baldías con los que quedan de sus partidarios, que, llegados a este punto, no pretenden más que volver a casa. Muy pronto se quedan sin nada, sin comida ni otros pertrechos para resguardarse salvo los escarpados riscos de un lugar llamado Medecine Root Creek. Es allí donde reciben a un comandante del ejército del célebre y vergonzante Séptimo de Caballería: el comandante Samuel M. Whitside. En Porcupine Butte, éste les convence para que le sigan bajo la bandera blanca de la rendición hasta un campamento militar próximo a un lugar con un nombre en lengua lakota impronunciable para mí y llamado en inglés Wounded Knee.

Roy hizo una larga pausa con los ojos clavados en el rincón más oscuro de la habitación y se pasó la lengua por los labios como si buscara alguna palabra que se hubiera quedado atrapada allí como una miga de pan. En un sobresalto de energía, se espabiló y continuó.

—Acampado en aquel lugar hacia el que se dirigen, hay un ejército de hombres que se ha declarado a sí mismo un refugio para los lakotas, los sioux si lo prefieres, en caso de que la desesperación los llevara a acercarse allí. Con su jefe, el viejo Bigfoot, muriendo de neumonía en el camastro de ese carromato y sin nada para comer, muerto de hambre, este pequeño grupo pide protección. Entregan las armas y montan el campamento allí donde les indican. El padre de Minnie tiene un reseco trozo de pan bannock en el bolsillo, su último alimento, y lo comparte con una mujer que los ha acogido en su carpa. Lleva a un bebé atado a su cuerpo y no hay ningún hombre a la vista. Después de comer el pan, ya no les queda nada. Pero la mujer había recogido algo que les había lanzado un miembro de la congregación en aquella iglesia. Se trata de un muñeco de pan de jengibre de una sola pierna, duro como una piedra. Se ofrece a compartirlo con ellos. Lo reparte, migaja por migaja. Lo comen y se quedan dormidos en la carpa. A la mañana siguiente, la mujer llena un cazo con nieve y lo pone a calentar sobre un pequeño fuego de ramitas. La mujer saca del corpiño un puñado de raíces y pone a cocer una en el recipiente de nieve derretida. Se ocupa del puchero con la raíz como si fuese algo especial, lo vigila con gran mimo mientras hace callar a su bebé, comprueba la intensidad de la infusión con el dedo, saca la raíz y la examina de vez en cuando. Por fin retira la cazuela del fuego y deja que la infusión se enfríe lo suficiente. Después, indica a Minnie que se la beba. Y justo cuando la niña bebe la infusión, suena un disparo fuera de la carpa.

»Bueno, puedes leer sobre ello en los libros de Historia si lo deseas, aunque raramente se ha relatado o creído la magnitud de esta barbarie. El padre de Minnie sale corriendo de la carpa y es abatido en el acto, pues aquel disparo accidental desencadena el estruendo. ¡Un enorme fogonazo que se extiende como el fuego! ¡Humo y azufre! Las balas desgarran la lona y Minnie sale disparada de la carpa con esta mujer que le tira del brazo hasta la bandera blanca de la paz y de la rendición. Se quedan debajo mientras las balas pasan silbando a su alrededor. La mujer todavía lleva el bebé aferrado a su pecho, mientras sigue mamando, envuelto en un chal anudado a su cuerpo. ¡De nuevo retumba aquel estallido! Son los cañones de Hotchkiss que apuntan directamente contra el campamento de mujeres y niños y de la bandera blanca de la rendición. Esta señora sigue amamantando, incluso tras recibir una bala mortal y derrumbarse con el bebé, que sigue bebiendo y que se halla ahora cubierto con la sangre de su propia madre. Minnie se acurruca junto a su padre justo a tiempo de oír sus últimas palabras, un mensaje, y notar cómo la vida se desvanece de su cuerpo. Minnie se levanta y camina de frente, en medio del caos, desconcertada. Baja con dificultad por un barranco donde ve imágenes que jamás podrá borrar de su memoria. Presencia cómo soldados adultos a caballo arrollan a mujeres y luego les disparan a bocajarro mientras éstas sujetan en alto a sus hijos. Se arrastra fuera del cauce seco del río y debajo de una alambrada. Desde allí observa cómo otro soldado persigue a caballo a un escuálido niño que se tambalea llorando. Otro arranca a una niña muerta su blusa bordada. Los soldados dejan a Minnie en paz, tal vez porque lleva un vestido y un abrigo de granjera y no una manta, o quizá porque reparan en su cabello castaño o su tez más clara que la de los lakotas o porque advierten sus ojos franceses. Abandona aquel infierno y avanza dando tumbos detrás de otros que también huyen. Camina por la nieve, siguiendo las huellas de los demás hasta que queda demasiado rezagada como para poder distinguirlos. Sus huellas la salvan. Las va pisando y no deja de caminar hasta que alcanza una misión dirigida por un viejo sacerdote llamado Jutz. Eso es todo lo que sucede. No puedo contarte nada más.

Delphine miró a Roy fijamente, en un arranque de escepticismo. De pronto sonó un enorme ruido en su cabeza. Era demasiado, y muy típico de Roy ofrecerle esta extraña y espantosa información para después dejarla a medias en cuanto la escena se hubiera desplegado en su cabeza. Le sonaba haber oído hablar del lugar que había mencionado, pero había olvidado desde hacía mucho tiempo el cómo y el porqué de lo que allí había sucedido. No había conocido a ningún indio en persona, salvo a Cyprian, con quien, si debía creer a Roy, podría estar emparentada.

El recelo con que Delphine acogió el relato de aquellos acontecimientos decepcionó a Roy, que esperaba alguna muestra de reconocimiento por sus esfuerzos, y se desinteresó del asunto cuando Delphine continuó mirándole parpadeando y dándose golpecitos en los labios con el dedo, mientras decidía si creer o no la historia. Roy calló, se volvió y contempló la fotografía desenfocada de Minnie. Se le humedecieron los ojos y su rostro se distendió.

Al cabo de un rato, Delphine comprendió que era inútil retomar el asunto y preguntarle nada más. Unas cuantas preguntas importantes quedaban sin respuesta. Sencillas y poco dramáticas. ¿Cómo era Minnie? ¿Se había alegrado de tener una hija? ¿La había amado? ¿Había amado a Roy? ¿Había conocido él, de verdad, una felicidad tan plena con Minnie? ¿Por qué había utilizado la pérdida de su alegría como pretexto para destrozar la vida de su hija, sin hablar de la suya propia? ¿Moriría ahora feliz, al vivir de los recuerdos, o se debía al alcohol? ¿Decía la verdad?

No le contó nada más. Cuando Delphine le preguntó por qué había amado tanto a Minnie, qué era lo que la convertía en un ser tan maravilloso como para contemplar aún sus fotos borrosas después de tantos años, o incluso cómo era su carácter, sus respuestas se tornaron tan evasivas y generales que no le desvelaron nada. O tal vez se mostraba egoísta, quizá esos recuerdos eran todo lo que le quedaba y era incapaz de renunciar a ellos, ni siquiera para dárselos a ella.

No obstante, había cosas que Roy necesitaba contar.

Día tras día, a medida que se iba deteriorando, su voz se fue debilitando hasta no ser más que un inaudible murmullo. Para oírle, Delphine tenía que inclinarse hacia él, en el círculo de su aliento que ya no desprendía el hedor agrio a alcohol al que había estado acostumbrada toda su vida sino un olor infantil, a leche fresca. Tenía la mirada grave de un búho apabullado. Quería hablar todo el tiempo y su discurso resultaba a menudo confuso: los tiempos colisionaban, faltaban los datos principales y los personajes cobraban verdadera importancia pero de forma inconexa. Parecía haber perdido la capacidad de mantener el hilo de un relato, como si su vida entregada a la bebida hubiera aniquilado una de cada dos células en su cerebro y su mente saltara como un disco rayado. Pero en algunas ocasiones muy puntuales, se expresaba con absoluta lucidez desde un rincón ignoto de su mente. Delphine nunca sabía predecir con seguridad lo que se avecinaba de una frase a la siguiente.

—Deja de mirarme —le gruñó una tarde con el ceño fruncido.

Delphine le daba la espalda y se volvió para mirarle.

—Bueno, quiero decir —suspiró— que dejes de hacer como si me estuvieras mirando. No sé cuál de las dos cosas. Nunca he cantado tu partitura, ¿sabes?, Chavers. ¡Cierra el pico, maldita sea! —suspiró despacio y después pareció reconocer a Delphine—. Estoy harto de que dé golpes en el suelo. Nunca ha dejado de hacerlo, ¿sabes? De dar puñeteros golpes. Supongo que me está esperando al otro lado. Él y toda su maldita familia. ¡Yo no sabía que estaban allí!

La voz de Roy sonaba como el lloriqueo asustado de un niño de cuatro años.

—Ya sé que no lo sabías, papá, estabas borracho perdido —dijo Delphine, algo molesta.

No quería que su padre se deslizara por el camino mental de la autocompasión y del reproche fácil. Ya había oído sus lamentaciones muchas veces. Pero entonces dijo algo diferente. Su gesto se volvió muy serio y luego astuto y confiado a la vez.

—Habría podido justificar a Porky, aunque me hubiese llevado la vida entera.

—¿Qué? —Delphine clavó la mirada en el azul difuso, vidrioso y desvaído de sus ojos—. ¿Justificar?

Roy le agarró la mano y habló con voz apremiante.

—Le pedí que subiera la cerveza de jengibre del sótano. Y, mientras lo hacía, que buscara una bebida de la buena. ¡Y que se llevara un par de velas para poder leer las etiquetas en francés! Es posible que el viejo Chavers buscara el vino de los reyes.

Incómodo, Roy se removió, hizo una mueca de dolor, cerró los ojos y siguió hablando con los ojos cerrados, tal vez para no ver el efecto que surtían sus palabras en Delphine.

—¿Quién iba a saber que la mujer y la cría estaban allí abajo con él?

Delphine se inclinó y le sacudió levemente, pero el cuerpo de su padre se desplomó como el de un perro viejo. Delphine le soltó y el hombre siguió lloriqueando.

—Ruthie, la chiquilla, no recuerdo lo que pasó, pero es posible que yo cerrara la trampilla. ¡Es posible que yo cerrara la trampilla! Recuerdo lo que le grité allí abajo. «¡Oye, Chavers, podrás salir cuando dejes de tapar mi voz en los ensayos!» Sabes, siempre estaba sacando pecho y ganando terreno poco a poco sobre mi voz.

Roy se calló y observó, embelesado, el aire que los separaba.

—Desapareciste durante tres semanas. Una larga curda —observó Delphine con gesto severo. La invadió poco a poco una oleada de nauseabunda incredulidad.

—Más —dijo Roy con un hilo de voz.

Enmudeció durante un largo tiempo, en que el viento retumbó en los arces americanos y los cristales de las ventanas temblaron levemente. Después, soltó una fuerte y áspera tos y habló con voz clara.

—Volví para coger el alcohol del sótano y fui a buscarlo. Los vi. Después de aquello, estuve siempre borracho hasta que llegasteis. Tú y Cyprian.

Levantó la mirada hacia ella con ojos llorosos, en una llamada desesperada; después, los cerró al ver el gesto de su hija y desvió el rostro. Se tapó la cabeza con la manta.

Delphine se levantó y salió de la casa al porche delantero. Se sentó en el primer escalón y se abrazó a sí misma. De vez en cuando, espantaba a los mosquitos de un manotazo o sacudía la cabeza para quitarse las semillas que caían de los árboles como una suave nevada. Eran diminutas y delicadas perlas encerradas en una vaina marrón y transparente, fina como el papel. Se limpió las semillas de la falda. De vez en cuando notaba el zumbido de un mosquito que acababa de picarla, pero no quería entrar en casa otra vez. Decidió que, en cuanto Roy muriera, vendería la casa. Abandonaría la carnicería y a Fidelis, y se iría a vivir a la ciudad. A Chicago. Buscaría un empleo en el teatro aunque sólo fuese vendiendo entradas. «¡No pensaré en Markus! ¡Ni en Ruthie!» Se llevó los dedos a la sien, apretó los puños y se masajeó la frente con los nudillos. Se imaginó el apartamento en el que viviría, pequeño y funcional, cerca de un parque donde podría dar pequeños paseos, de una biblioteca y tal vez de un museo de arte. Lo aprendería todo, se atiborraría el cerebro de conocimientos y se convertiría en profesora. Escribiría en un periódico. Se imaginó delante de una máquina de escribir con un cigarrillo consumiéndose cerca de su codo. Llevaba una impecable blusa blanca y una ajustada falda gris, y tacones. O no, se le había caído un zapato. Estaba meditando.

Se imaginó en plena reflexión.

«Nunca lo haré —se dijo—. Nunca lo pensaré en serio. Ahora mismo no estoy pensando. Sólo estoy fantaseando. Es algo muy diferente a jugar en la libre extensión de tu propia mente.» Tuvo la aguda percepción de que algo se le escapaba, claro como la plata. No logró recordar el último pensamiento que había tenido en mente, sólo su agudeza. «¿A quién le importa, de todos modos? —continuó—. A lo hecho, pecho. Roy es su propio castigo. No debo sentirme culpable por sus pecados de borracho. Y sí, soy una mujer casada. Se me dan bien los negocios y cumplir mi parte del trato. Se me da bien cuidar a niños que ni siquiera son míos.» Notó cómo su mente tartamudeaba, buscando una manera de escapar del sentimiento de culpa y horror. Cerró los ojos y vislumbró los esqueletos en el sótano. Uno desapareció y se transformó en una niña pulcramente vestida con una boca astuta y unos ojos vivarachos. Llevaba un pequeño sombrero redondo y aguardaba de pie con los puños en las caderas y el ceño fruncido. Entreabrió los ojos, como si reparara en que Delphine la estaba observando. Con la barbilla alzada, la niña soltó una risa burlona, un tanto desagradable. Su risa rezumaba un sarcasmo agrio y, cuando se apartó, Delphine descubrió sinuosas serpientes que le caían de los hombros y por los brazos y en la parte de atrás de sus piernas.

—Déjame sola —masculló Delphine.

«Estás sola —se mofó la niña serpiente—. Más sola de lo que te imaginas. Tu marido viene de un país extranjero y no tienes hijos. Tu padre se muere y no conoces el rostro de tu madre. Eres diferente de todos los que viven en este pueblo. Crees que eres más lista que ellos, que lees más. La verdad es que sólo sientes lástima por ti misma. Pobre Delphine. Pobre niña polaca. ¡Pobre mujer de un carnicero!»

«Pobrecita yo, pobrecita yo.» Delphine se echó a reír y le sentó tan bien que no dejó de reírse, ni siquiera cuando Roy llamó con voz alborozada para reclamar su cucharadita de whisky.

La enfermera a domicilio del condado encontró a Roy Watzka muerto, sentado y con los ojos abiertos y clavados en las fotografías borrosas e indescifrables de Minnie, que se hallaban delante de él en la encimera, debajo del armario donde guardaba la harina. La mujer dejó el maletín en el suelo de la cocina, lo abrió, se colocó el fonendoscopio y buscó algún latido del corazón. No encontró ninguno, de modo que se quitó el instrumental y lo guardó en el maletín. Retiró el capuchón de un bolígrafo y escribió la hora precisa del día y un par de frases sobre el estado del cuerpo y sus propias conjeturas respecto a las causas del deceso. Anotó la mirada fija, espeluznante y serena del difunto, que acrecentaba la legendaria naturaleza de su amor. La enfermera le colocó las piernas y los brazos, le cerró los ojos y lo recostó antes de ponerse en contacto con Delphine. Mientras esperaba, utilizó el teléfono para propagar la noticia de la mirada fija de Roy por todo el pueblo.

El entierro fue muy concurrido. Acudieron las mujeres de los banqueros y los terratenientes, aquellas que tal vez anhelaban una devoción semejante hasta la muerte. En la iglesia hubo delicados ramos de flores, muchos vaivenes de pañuelos y un chasquido general de la lengua ante las fotografías colocadas bocabajo en el ataúd sobre el corazón de Roy, tal y como él había dispuesto. Se sirvió después una cena en el salón parroquial, un gimnasio que la noche anterior había sido el escenario de un partido de baloncesto.

Delphine se presentó en el local en cuanto enterraron a Roy y permaneció en una esquina del gimnasio. La sala olía ligeramente a excitación rancia, sudor antiguo y palomitas de maíz. Las mesas dispuestas para la cena del funeral estaban adornadas con pequeñas macetas de flores —violetas africanas, helechos, brotes de boniatos—, tomadas prestadas de los alféizares de los hogares de las parroquianas. Se sirvió pollo en salsa de nata, maíz y espinacas con nata, puré de patatas con mantequilla y nata y un poco de nata corriente para el café. Pasteles y galletas se ofrecían en pequeñas blondas de papel blanco. La cena fue servida por un grupo interconfesional, que por primera vez pareció a Delphine más amable que curioso, más dispuesto a agradar que a papar moscas, motivado de algún modo por un sentimiento un poco más sincero. Aun así, sus solícitas atenciones abrumaron a Delphine con una simple claustrofobia.

En medio de ese torbellino de comida y compasión, Delphine se encontró de repente con Mazarine Shimek.

—Ven conmigo —dijo a la muchacha. Y abandonaron la iglesia para detenerse en una pequeña y esponjosa parcela de césped detrás de la cocina de la parroquia.

—Si todavía fumara, me fumaría algo ahora —confesó Delphine mientras se apartaba el pelo de la cara.

Había ido a la peluquería a cortarse las puntas y a peinarse, pero los rizos se mofaban del cepillo y asomaban por doquier. Algo más que tenía en común con Mazarine, cuyo cabello insumiso poseía vida propia.

Mazarine le dijo que lo sentía mucho.

—Yo también —murmuró Delphine, pero en realidad se hallaba muy cansada, y desesperadamente enfadada. Estaba furiosa por el modo en que su padre había desperdiciado por completo tanto su vida como el cariño que ella sentía por él. En cuanto Roy falleció, Delphine revivió el estúpido y desesperado amor que había sentido por él cuando era niña. Las lágrimas la habían sofocado de repente e intentó contenerlas. Se había preparado durante años para perderle y, cuando la sacaba de quicio, incluso había deseado que llegase ese día. No sabía explicar por qué sentía una conmoción tan profunda y ciega que la removía por completo. «No es dolor —se dijo—, no es miedo a la soledad, ni siquiera es agotamiento o alivio. Es algo existencial.» Y tras sostener esa idea, enderezó la espalda y sacó valor de esa palabra. Mazarine aguardaba a su lado con una mano en el muro de ladrillo, paciente y humilde.

—Quiero contarte algo —declaró Delphine, recobrando la voz. Sin saber qué era lo que deseaba decirle, se dio cuenta de que tenía algo importante que comunicar a la joven, algo que la muerte de su padre, por muy adornada que estuviese con florituras románticas, hacía evidente—. Todos terminamos muriendo —se sorprendió diciéndole a Mazarine—. Franz te quiere. Tú le quieres. ¿Por qué no le escribes? ¿Por qué no se lo dices?

Mientras arreglaba la casa unos días más tarde, Delphine oyó unos pasos familiares y abrió la puerta. Un haz de luz iluminó la hierba y Fidelis dio un paso adelante, arrastrando los pies y golpeando la suela de los zapatos en el suelo al entrar. Delphine sacó unas cervezas y se sentó con Fidelis, el cual cogió la mecedora de madera que estaba delante de su butaca de lectura.

—Voy a quedarme con la casa —anunció Delphine—. Algunos días vendré aquí.

Fidelis abrió y cerró el puño, sin decir nada. Permanecieron así sentados en silencio durante un tiempo, mientras escuchaban el susurro del viento en los aleros de la casa. Tres ramas se entrechocaban y golpeaban el tejado. De pronto, Fidelis se puso de pie y de un solo movimiento levantó a Delphine de su silla y la llevó en brazos hasta el dormitorio.

Con el talón cerró la puerta con cuidado y depositó a Delphine sobre la fría y resbaladiza colcha dorada. No se había imaginado que la llevaría allí y ahora la mujer estaba tumbada ante él, bañada por la luz de la lámpara de la mesilla, y le observaba con la serenidad de una gata, con los ojos del mismo color que el tejido que tenía detrás. El pequeño reloj de cristal encima de la cómoda hacía tictac con una simple insistencia. Sobre la cama colgaba una pintura de torpe factura que representaba unas olas rompiendo contra las rocas. Un pañuelo de terciopelo naranja cubría la mesilla de noche. La sangre rugía en los oídos de Fidelis. La madera de la cama había sido repasada recientemente con cera de abeja. Cuando se inclinó sobre ella, Fidelis percibió un aroma a sol en las sábanas. Respiró un olor a tierra en su piel cálida cuando Delphine se acercó a él, apenas una fracción de segundo, pero enseguida se apartó con brusquedad. Se sentó en el borde de la cama.

—Mira —dijo Delphine, y entonces notó cómo el corazón le latía demasiado deprisa—.Tengo que decirte algo —su boca se secó y sabía a óxido. Buscó algo más que decir, nerviosa, deseando de pronto no haber tomado la decisión de contarle lo de Roy. Lo había meditado, lo había imaginado todo y escrito en su mente. Se estremeció y se obligó a soltarlo sin ambages; le daba lo mismo que sonara como una réplica de teatro mal interpretada—. ¡Soy la hija de un asesino!

Desconcertado por este repentino giro, Fidelis se incorporó un poco aturdido, pensando que quizá se había dejado embrollar y engañar por los vericuetos fonéticos de la lengua inglesa. Tal vez había dicho algo totalmente diferente. Esperó y escuchó mientras Delphine proseguía con la dramática explicación y recreación de lo que Roy había reconocido antes de morir, y de cómo había reaccionado ella a su confesión. Conforme hablaba, atormentándose por lo que su padre tuviera o no en la cabeza y asumiendo toda la culpa y luego rechazándola, Fidelis no pudo evitar que irrumpieran sus propios fantasmas.

Uno tras otro, Fidelis vio los rostros de los hombres a los que había destruido, como en las páginas de un álbum o de un libro funerario de recuerdos. No podía detener su mente y dejar de pasar las páginas, como tampoco podía detener el viento que soplaba en las praderas. Conforme la voz de Delphine le rodeaba más y más, se tumbó en la cama y cerró los ojos ante el banal protocolo, pero las imágenes invadieron la oscuridad y se fueron perfilando con más y más detalle. Abrió los ojos y fijó la mirada en el semblante de Delphine, pero ya no oía una palabra de lo que decía. Vio al quinto hombre que había matado. Un soldado rubio, que se parecía mucho a Pouty Mannheim, había alargado la mano encima de un saco terrero para ¿qué?... una taza de té, tal vez... una taza de hojalata en la mano de un amigo. Después, había abierto la boca e inclinado la cabeza hacia atrás como si se dispusiera a entonar el principio de una canción. La bala le había alcanzado en pleno rostro y Fidelis vislumbraba ahora esa cara, como tantas veces le sucedía. Cabello rubio, un agujero oscuro y rojo, un vacío. Orejas. Vio esa no cara. Seguía viva. La no cara le conocía y no moría nunca. Los demás, lo mismo. Los veía a todos en cuanto se abría el álbum.

A veces, en su cabeza, si se ponía de pie sobre la cubierta y mantenía el libro cerrado bajo las mismas botas de tachuelas que había llevado entonces, funcionaba. Intentó cerrar el libro, ahora también, concentrándose hasta el punto de sudar. El fango embarraba sus botas. Percibió un olor a descomposición y muerte. Había sido despiadado e implacable, y había atraído sobre él y todos los que le rodeaban el fuego vengativo y personal del enemigo. No era de extrañar que los demás hombres le hubieran odiado y temido, salvo Johannes.

—¿Estás bien? —preguntó Delphine, conmocionada.

Fidelis sabía que Delphine le había contado algo que para ella era tremendamente importante, pero era incapaz de recordar gran cosa de lo que había dicho. Debía distraerla. Fidelis cogió el rostro de Delphine entre las manos y se concentró intensamente en sus rasgos.

—Es macht nichts —dijo en alemán, con la esperanza de que Delphine supiera interpretar sus palabras del modo más reconfortante para ella.

Después, serenó su corazón, su respiración y sus pensamientos, y se hundió en ella hasta que su corazón latió con fuerza, su respiración le arrancó los pulmones y sus pensamientos se convirtieron en colores cambiantes que se desgarraban suavemente en un sinfín de fragmentos que caían como gotas de lluvia a su alrededor, semejantes a una luz natural.

Mucho más tarde, mientras se alejaba de la pequeña casa a pie en el corazón de la noche y en el centelleante aire azul, Fidelis supo que algo había cambiado. De arriba abajo por el centro de su cuerpo, sentía la circulación de la sangre por primera vez en su vida, como si agitadas moléculas hirvieran lentamente de la cabeza a los pies. Como si estuviera ebrio, más de una vez estuvo a punto de perder el equilibrio. Le invadieron, en un momento dado, unas extrañas ganas de gritar y voceó al viento lóbrego y retumbante, con infinitos y oscuros rastrojos de paja extendiéndose a su alrededor. El trigo nuevo que crecía. No había nada que le devolviera la voz, ningún eco, tan sólo un horizonte difuso. Se imaginó que el sonido daba la vuelta al mundo y que las apagadas vocales reverberaban en sus hombros antes de que se moviera, y se echó a reír. Fue el grito, el sonido, lo que le reveló más tarde, mientras alcanzaba las afueras iluminadas del pueblo y se acercaba a su propia casa, lo que le había sucedido. Había perdido la quietud, la capacidad de estar absolutamente inmóvil, el don que había poseído antaño de ralentizar los latidos del corazón y de no respirar apenas. Todo estaba trastocado. Ya no podía hacerlo. Se había acabado. Sin embargo, no le importó. Se dijo que ya no necesitaba ese tipo de quietud, de inmovilidad, de ausencia, para sobrevivir.

Las paredes del dormitorio que Fidelis había compartido con Eva estaban enyesadas en un tono arce claro. Al morir Eva, Tante se había llevado su ropa para repartirla entre los necesitados. Había reclamado para sí las figuritas de porcelana de Eva y sus joyas, y había empaquetado todo lo que carecía de valor o era demasiado personal o incluso macabro: los peines de carey de Eva, cartas de su familia, algunos libros acompañados de notas personales intercaladas y estampas de ángeles, vírgenes, santos y mártires católicos. Una vez que todo había sido recogido, Fidelis durmió en la alcoba. Pero era evidente que no hacía más que soportar ese espacio y sólo lo utilizaba porque no tenía otro sitio donde dormir. Allí se quedaba inconsciente y volvía en sí prestando poca atención a lo que le rodeaba. El único y alargado alféizar estaba repleto de piezas mecánicas, botellas de cerveza, tazas desconchadas, ceniceros atestados y plantas muertas.

Un día que había poco trabajo en la tienda, Delphine limpió el dormitorio. Dividió los trastos en varios montones que colocaría en el lugar adecuado o tiraría a la basura. Todavía quedaban algunas pertenencias de Eva: una chaqueta, un zapato olvidado, unos polvos y un cajón con combinaciones que Delphine guardó con cuidado en una caja de cartón. Fidelis había llevado la vieja cama que había compartido con Eva al dormitorio de los muchachos y había adquirido una nueva, de un estilo más sencillo, y una cómoda a juego, ambas teñidas de un intenso color cereza. Delphine había comprado una colcha para la cama, que ahora extendía sobre el lecho. Estaba tejida con hilos de un intenso rojo y violeta, unos tonos hermosos y profundos. Dio un paso atrás y contempló la cama que resplandecía en la habitación. Frotó un poco de aceite de almendras en la madera de la nueva cómoda y sacó brillo al espejo. Cuando sus ojos se cruzaron con su propio reflejo, sin embargo, tuvo que parar y sentarse en el borde de la cama. Respiraba muy rápido, de pánico y no de agotamiento. El miedo le agarrotó el corazón y le oprimió el pecho. ¿Amaba demasiado a Fidelis o en realidad no le amaba en absoluto? Sus ojos parecían atenazados por el deseo. No saldría nada bueno de todo aquello. No tenía ningún control sobre lo que él pudiera hacerle ni tampoco dónde acabaría toda su historia. ¿Y qué pasaría si se muriera algún día? ¡Eso sería el colmo! Le ardía la garganta. Las lágrimas le laceraban los ojos. Hundió el rostro entre las manos y respiró hondo la oscuridad detrás de las palmas. Cuando alzó la mirada, pensó en decirle que no deberían haberse casado. Todavía podía marcharse. Sí, ¡podía salir de su vida! Pero lo único que hizo fue salir del dormitorio a un pasillo algo más largo y recorrerlo hasta la tienda.

Mientras caminaba sobre las baldosas marrones y blancas hacia la puerta de pino teñido que separaba la tienda del resto de la vivienda, tuvo la extraña sensación de que las paredes se habían estrechado levemente y el pasillo era más profundo de lo que recordaba. A lo largo de las paredes colgaban de ganchos de hierro o estaban guardados en armarios todos los objetos que servían para llevar el negocio: delantales manchados, toallas, recipientes de madera repletos de tornillos, pernos y clavos de más. Herramientas para arreglar las cámaras frigoríficas y fabricar nuevas estanterías. Catálogos, folletos y listas de precios. Muestras y marcas de prueba. Impresos de facturas y rollos de papel encerado. A mitad de camino del pasillo, en la zona menos iluminada, Delphine se detuvo y respiró profundamente el aire que olía a sangre seca y papeles viejos. Especias, aceite para el pelo, leche fresca y suelo limpio. Todo estaba allí. Respiró la paz del orden que había logrado establecer. Una fuerte bocanada de placer la embargó. De pronto sonó la campanilla de la puerta en la tienda y Delphine apuró el paso para ocupar su puesto detrás del mostrador.

Los Schmidt ya habían cambiado su apellido a Smith y los Bucher eran ahora el señor y la señora Book. Los alemanes colgaban banderas americanas en la puerta o en las ventanas de sus casas, y se expresaban en el escaso inglés que sabían. En la jocosa cofradía de cantantes se instaló cierto malestar. Detrás de la cocina de Fidelis, los hombres estaban sentados a una tosca mesa de madera en el pisoteado césped debajo del tendedero. Una cubeta de hojalata galvanizada contenía hielo y cerveza fría, mientras la cerveza tibia se guardaba en un barril poco profundo. Fidelis creía que la cerveza fría dañaba el estómago y sólo se tomaba la suya después de que el sol hubiese acariciado largamente la botella. Abrió una mientras escuchaba. Chester Zumbrugge estaba preocupado por si cantar en alemán pudiese interpretarse como un acto de traición.

—No es que pueda considerarse como un verdadero delito. ¡Ni que nos vayan a llevar a los tribunales! No obstante, tenemos que pensar en el sentimiento del pueblo.

—¡Esos boches están machacando a los malditos polacos! —declaró Newhall—. Me da igual lo que digas, son una máquina de guerra.

—Son una banda de malditos carniceros —dijo Fidelis, y los hombres se echaron a reír.

Fidelis intentó partir una nuez con los dedos, pero se le resbaló. Hizo tres intentos hasta conseguir romper la cáscara y lanzarse el fruto a la boca. Partió otra, esta vez con un rápido movimiento. Pero no dijo nada más. Pete Kozka entró en el patio.

—¡Mirad quién está aquí! —exclamó Pouty.

Tendió una cerveza a Kozka con una mano y le estrechó la mano con la otra. Sal Birdy le dio una palmada en la espalda. Newhall asintió con la cabeza, con alegría, y sacó una silla. Habían perdido a Chavers y después al sheriff Hock. Y no hacía mucho a Roy Watzka. Su número iba menguando, por lo que se alegraron cuando uno de sus antiguos compañeros reapareció. Los hombres se aclararon la voz, buscaron el tono y allanaron con un trago de cerveza el camino para cantar. Se inclinaron unos hacia otros, muy concentrados, y se dejaron llevar por la música.

Aguardaba junto a la ventana una mañana

Indolente y despreocupado

Saludé al cartero que sonrió sin avisar

Y me dijo que haría un día soleado

El aire caliente refulgía en el césped

Me entregó el correo sin miramientos

Y desapareció sin sospechar

Que traía una carta con un ribete negro

Ay, madre, madre, ya voy...

—¿Tenemos que cantar esa canción? Me parece macabra y creo que deberíamos cantar cosas más alegres —declaró Newhall.

—¿Como, por ejemplo? —preguntó Zumbrugge—. Dime una sola canción alegre que no sea una soez canción de borrachos.

—Canciones americanas —explicó Fidelis, al tiempo que abría otra botella de cerveza.

Entonaron todas las canciones patrióticas que conocían, y éstas ya se tornaban aburridas ahora que las cantaban una y otra vez en cada reunión. Normalmente les salvaban las canciones que habían heredado de Roy, aprendidas en la selva de vagabundos, y ahora empezaron a cantar la que comenzaba con «Cuando era soltero, tenía los bolsillos llenos de dinero», y enlazaron con una serie de baladas de chicas asesinadas, que interpretaban con una armonía conmovedora y lúgubre a la vez, que les producía una enorme satisfacción y siempre hacía reír a Delphine. Las endechas sobre la Gran Guerra que Roy les había enseñado se agotaron mucho antes que la cerveza y tuvieron que pasar a lo que Kozka llamaba el himno nacional polaco, pero que se había convertido en una canción americana, la canción favorita de las tropas que marchaban: «Saquen un barril». Después, continuaron con una canción que habían aprendido de Cyprian, un vals métis llamado «La canción de la botella», que siempre interpretaban con exagerados ademanes alzando los ojos al cielo con falso estilo francés.

Je suis le garçon le moins heureux dans ce monde.

J’ai ma brune. Je ne peux pas lui parler.

Je m’en irai dans un bois solitaire finir mes jours à l’abri

d’un rocher

Dans ce rocher avec une haie, claire fontaine...

J’avais bon Dieu, j’avais bon.

Ah! mon enfant, j’aimerais ton cœur si je savais être aimé.

Ah! amis, buvons. Caressons la bouteille.

Non. Personne ne peut prédire l’amour.

Soy el muchacho más infeliz del mundo.

Tengo a mi morena, con quien no puedo hablar.

Me marcharé a un bosque solitario donde acabaré mis días

Al abrigo de una roca

Con un seto y una fuente de agua clara...

Dios mío, allí estaré bien.

Ay, hija mía, amaría tu corazón si supiera ser amado.

Ay, amigos, bebamos. Acariciemos la botella.

No. Nadie puede predecir el amor.

Después de que los hombres se marcharan, Fidelis se quedó sentado solo en el patio. A medida que iba cayendo la noche, terminó la cerveza y cantó para sí, ensayando viejas melodías que nadie más conocía, todas en alemán. Salió la luna, como un iridiscente disco dorado que se fue marchitando hasta adoptar un tono plateado antes de recobrar la luminosidad conforme se elevaba en el cielo. La voz de Fidelis se fue difuminando hasta convertirse en un canturreo apagado. El jardín, el jardín lleno de maleza de Eva que Delphine cuidaba a medias, susurraba y crujía a su alrededor. La música de los saltamontes surgía y se apagaba en oleadas. En algún lugar, una rana croaba con voz ronca de deseo. Los cerdos chillaban en el corral del matadero. Pensó en Franz, Markus, Erich y Emil, y recordó el momento en que había estrechado en sus brazos a cada uno de sus hijos. Se dejó llevar. Unos sollozos le atenazaron el pecho y le ardían los ojos. Su voz tembló cuando entonó la canción llena de reproches del enemigo, «Lili Marleen», y sintió una intensa rabia. Eran sus enemigos, y sus hijos lucharían contra ellos y salvarían a sus hermanos. «Lili Marleen.» Incluso la melodía de esa vieja y sensiblera mamarrachada le llenó de vergüenza. Se apoderó de él una necesidad imperiosa de contemplar la cara de sus padres y reprimió ese sentimiento con un largo trago de cerveza.