ella y con john Storrow
para comer en el parque del pueblo después de la declaración.
-¿Ha hablado con Kyra
Devore por teléfono?
¡Ay, Mattie, no pares,
no pares!"-. Es el nombre que me dio cuando se presentó.
La
-Ya llegaremos a ese punto, pero ahora mismo estoy interesado en su conversación
telefónica con Kyra Devore. ¿Cuándo tuvo lugar?
cuyos juegos
preliminares consistían en darnos el uno al otro fresas cubiertas
con
-Que se había dado su primer baño de espuma.
-¿También le dijo que había tosido?
Me quedé mirándolo en silencio. En ese momento comprendí por qué la gente detesta a los abogados, sobre todo cuando han sido víctimas de uno que es muy bueno en su trabajo.
-¿Quiere que le repita la pregunta, señor Noonan?
-No -respondí mientras me preguntaba de dónde había sacado esa información.
¿Acaso esos cabrones habían pinchado el teléfono de Mattie? ¿0 mi teléfono? ¿0 ambos? Ahora entendía de verdad lo que significaba tener quinientos millones de dólares. Con esa pasta uno podía pinchar un montón de teléfonos.
-Me contó que su madre le había soplado burbujas en la cara y que ella había tosido. Pero estaba...
-Gracias, señor Noonan, ahora pasemos a...
-Déjelo terminar -dijo Bissonette. Tuve la impresión de que ya había participado más en el procedimiento de lo que tenía previsto, pero no parecía importarle. Era un hombre de aspecto so ñoliento con la cara de un galgo triste, pero parecía digno de confianza-. No estamos en un tribunal y usted no es el fiscal. -Tengo que pensar en el bienestar de la niña -respondió Durgin. Parecía pomposo y humilde al mismo tiempo, una combinación tan buena como un plato de maíz en grano con salsa de chocolate-. Y me tomo muy en serio esta responsabilidad. Si le he ofendido, señor Noonan, le pido disculpas.
No me molesté en aceptar sus disculpas; eso nos habría hecho quedar a los dos como farsantes.
Iba a añadir que Ki se reía cuando me lo contó. Dijo que ella y su madre habían tenido una batalla de burbujas. Cuando su madre volvió a ponerse al teléfono, también se reía.
Durgin había abierto la carpeta que había dejado Footman y la hojeaba rápidamente mientras yo hablaba, como si no me estuviera escuchando.
-Su madre... Mattie, como la llama usted.
-Sí. Mattie, como la llamo yo. ¿Cómo se ha enterado usted de una conversación telefónica privada?
-Eso no es asunto suyo, señor Noonan. -Sacó una hoja de la carpeta y la cerró. Levantó el papel durante unos instantes, como 286
si fuera un médico estudiando una radiografía, y noté que era una hoja mecanografiada a un espacio-. Volvamos a su primer encuentro con Mary y Kyra Devore. Fue el Cuatro de julio, ¿no?
Le conté la historia, y cuando hube terminado, Durgin puso el magnetófono delante de sí. Las uñas de sus dedos regordetes eran tan brillantes como sus labios.
-Suponga que conducía
en la dirección contraria, en dirección norte y no sur.
¿Incluso
así la habría visto con tiempo de sobra para frenar?De hecho, esa pregunta era más justa que las demás. Alguien que hubiera llegado allí desde la dirección contraria, habría tenido menos tiempo para reaccionar. Sin embargo...
Durgin enarcó las cejas. -¿Está seguro?
-Sí, señor Durgin. Puede que hubiera tenido que frenar más a fondo, pero...
-A cincuenta kilómetros por hora. -Sí, a cincuenta kilómetros. Ya le he dicho que es el límite de velocidad. -... en ese tramo concreto de la carretera 68. Sí, ya me lo ha dicho. Y de acuerdo con su
experiencia, ¿diría
usted que la mayoría de la gente acata el límite de velocidad en
esa
parte de la carretera? -No he pasado mucho tiempo en el TR desde 1993, así que no puedo... -Vamos, señor Noonan; ésta no es una escena de una de sus novelas. Limítese a
responder a mis preguntas, o nos pasaremos toda la mañana aquí. -Lo estoy haciendo lo mejor que puedo, señor Durgin. El abogado suspiró. -Usted es propietario de una casa en la zona del lago Dark Score desde los años ochenta,
¿no es cierto? Y el
límite de velocidad delante de la tienda Lakeview, el correo, y el
taller de Dick Brooks,
lo que comúnmente se llama la zona norte del pueblo, no ha
-Así es -admití.
pero supongo que muchos
conductores no lo hacen.
-¿Cinco?-No, no creo que tantos. -Pero no sabe cuántos exactamente, ¿no? -No. -Porque Kyra Devore estaba alterada. -De hecho estaba muy serena para... -¿Lloró en su
presencia? -Bueno... sí. -¿La hizo llorar su madre? -Eso es injusto. -En su opinión, ¿tan injusto como permitir que una niña de tres años camine por una
carretera de mucho
tráfico la mañana de un día de fiesta? ¿0 quizá no tan
injusto?
-¿Cuántos coches
pasaron desde el momento en que usted rescató a la niña y la llevó
al
sacado de la carpeta-
¿un jeep Scout de 1982?
Mattie había conducido a por lo menos setenta y cinco kilómetros por hora, pero le dije a Durgin que no podía decírselo con seguridad. Me pidió que lo intentara -"sé que no está familiari zado con el nudo del ahorcado, señor Noonan, pero estoy seguro de que podría hacer uno si se esforzara"- y yo me negué tan cortésmente como pude.
Volvió a coger el papel.
-Señor Noonan, ¿le sorprendería saber que dos testigos, Richard Brooks júnior, el propietario del taller, y Royce Merrill, carpintero retirado, aseguran que la señora Devore conducía a mucho más de cincuenta kilómetros al pasar delante del sitio donde estaba usted?
-No lo sé -respondí-. Yo estaba pendiente de la niña.
-Le sorprendería saber que Royce Merrill calcula que Mary Devore conducía a noventa kilómetros por hora.
-Eso es ridículo. Si hubiera sido así, al frenar habría derrapado y volcado en la cuneta.
-Las marcas del patinazo tomadas por el agente Footman indican una velocidad de por lo menos setenta y cinco kilómetros por hora -dijo Durgin.
No era una pregunta, pero me miró con gesto provocador, como si me desafiara a luchar un poco más y a hundirme más profundamente en el barro. No dije nada. Durgin entrelazó sus blancas y regordetas manos y se inclinó hacia mí. El gesto provocador había desaparecido.
-Señor Noonan, si usted no hubiera llevado a Kyra Devore al arcén, si no la hubiera rescatado, ¿no podría haberla atropellado su propia madre?
Esta era la pregunta, más capciosa, ¿y cómo debía responderla? Bissonette no me ayudó con ningún gesto; parecía empeñado en establecer un contacto visual significativo con la bonita asisten te. Recordé el libro que Mattie estaba leyendo al mismo tiempo que Bartleby, el escribiente: Silent Witness, de Richard North Patterson. A diferencia de los de Grisham, los abogados de Pat 290
terson casi siempre parecían saber lo que hacían. "Protesto, señoría, está pidiendo al testigo que haga conjeturas."
Me encogí de hombros.
-Lo siento, abogado, no puedo responder. Me he dejado la bola de cristal en casa.
Una vez más, vi un brillo perverso en los ojos de Durgin. -Señor Noonan, le aseguro que si no responde a mi pregunta aquí tendrá que regresar de Malibú o de Fire Island o de donde sea que vaya a escribir su próxima novela para responderla más adelante.
Volví a encogerme de hombros.
-Si tengo que hacerlo, lo haré. Ya le he dicho que estaba pendiente de la niña. No sé a qué velocidad conducía la madre ni si Royce Merrill tiene buena vista, ni siquiera si el agente Footman midió las marcas de patinazos correctas. Le aseguro que hay muchas marcas de neumáticos en esa parte de la carretera. Pero supongamos que conducía a setenta y cinco kilómetros por hora. Incluso a ochenta, si lo prefiere. Tiene veintiún años, Durgin. A esa edad, los reflejos de una persona están mejor que nunca. Seguramente habría sorteado a la niña, y con facilidad.
-Creo que ya es suficiente.
-¿Por qué? ¿Porque no ha conseguido lo que quería? -Bissonette me dio otro puntapié en el tobillo, pero no le hice caso-. Si lo que le interesa es el bienestar de Kyra, ¿por qué habla como si estuviera de parte de su abuelo?
Durgin esbozó una sonrisita ominosa, de esas que parecen decir: "Muy bien, tío listo, ¿quieres jugar?" Acercó el magnetófono a su cuerpo.
-Ya que menciona al abuelo de Kyra, el señor Maxwell Devore de Palm Springs, hablemos un poco de él, ¿de acuerdo? -Éste es su espectáculo.
-¿Alguna vez ha hablado con Maxwell Devore? -Sí.
-¿Personalmente o por teléfono? -Por teléfono.
Iba a añadir que el viejo había conseguido mi número de te 291
léfono a pesar de que no estaba en la guía, entonces recordé que Mattie había hecho lo mismo y decidí no tocar ese tema. -¿Cuándo fue eso?
-El sábado pasado por la noche. La noche del Cuatro de Julio. Me llamó mientras yo miraba los fuegos artificiales.
-¿Y el tema de conversación fue la pequeña aventura de esa mañana?
Mientras formulaba la pregunta, Durgin se metió la mano en el bolsillo y sacó una cinta magnetofónica. El ademán tuvo algo de teatral; en ese momento parecía un mago enseñando las dos caras de un pañuelo de seda. Y era un farol. Yo no podía estar seguro... y sin embargo lo estaba. Devore había grabado nuestra conversación, no me cabía duda -el zumbido de fondo había sido demasiado alto, hasta el punto de que en cierto momento de la conversación yo había reparado en él-, y yo estaba convencido de que realmente estaba en la cinta que Durgin introducía en el magnetófono... pero era un farol.
-No lo recuerdo -dije.
La mano de Durgin quedó paralizada en el acto de cerrar la tapa transparente del magnetófono. Me miró con sincera incredulidad... y con algo más. Pensé que ese algo más era una mezcla de sorpresa y furia.
-¿No lo recuerda? Vamos, señor Noonan. Estoy seguro de que los escritores están entrenados para recordar conversaciones, y ésta tuvo lugar hace apenas una semana. Dígame de qué hablaron.
-De verdad no lo recuerdo -le dije con voz impasible y sin inflexiones.
Por un momento, Durgin me miró casi con miedo. Luego sus rasgos se alisaron. Una uña pulida iba y venía sobre las teclas señaladas como rew, f f, play y rec.
-¿Cómo comenzó el señor Devore la conversación? -preguntó.
-Dijo hola -respondí en voz baja y oí un breve sonido amortiguado detrás de la Stenomask. Puede que el viejo carraspeara; pero también es posible que fuera una risita contenida.
Unas manchas rojas comenzaron a brotar en las mejillas de Durgin.
-¿Y después de hola? ¿Qué dijo entonces? -No lo recuerdo.
-¿Le preguntó sobre lo sucedido por la mañana? -No lo recuerdo.
-¿No le dijo usted que Mary Devore y su hija estaban juntas, señor Noonan? ¿Que estaban cogiendo flores? ¿No es eso lo que dijo a ese abuelo preocupado cuando le preguntó por un incidente que fue la comidilla del pueblo el Cuatro de julio?
-Alto -dijo Bissonette. Levantó una mano por encima de la mesa y luego tocó la palma con los dedos de la otra, haciendo la "T" de un árbitro-. Tiempo.
Durgin lo miró. El rubor de sus mejillas se intensificó y tensó los labios lo suficiente para mostrar las puntas de unos dientes pequeños y cubiertos de coronas.
-¿Qué quiere? -Prácticamente gruñó, como si Bissonette hubiera pasado por allí para hablarle de los Testigos de Jehová o tal vez de los Rosacruces.
-Quiero que deje de acosar a este hombre y quiero que la alusión a las flores se borre del acta -dijo Bissonette.
-¿Por qué? -preguntó Durgin.
-Porque pretende incluir en actas algo que este testigo no ha dicho. Si quiere suspender el procedimiento durante unos minutos, podemos llamar al juez Rancourt, pedirle su opinión...
-Retiro la pregunta -dijo Durgin y me miró con rabia contenida-. Señor Noonan, ¿quiere ayudarme a hacer mi trabajo? -Lo que quiero es ayudar a Kyra Devore, si puedo respondí. -Muy bien. -Asintió con la cabeza como si no hubiera diferencia entre una cosa y otra-. Entonces, por favor, dígame de qué hablaron usted y Maxwell Devore.
-No lo recuerdo. -Le busqué la mirada y la sostuve-. Tal vez usted pueda refrescarme la memoria.
Hubo un momento de silencio, como los que descienden a veces cuando hay mucho dinero acumulado en una partida de póquer precisamente después de que se hayan hecho las últimas apuestas y de que los jugadores enseñen las manos. Hasta el viejo piloto de cazas guardó silencio, y sus ojos no parpadearon encima de la Stenomask. Entonces Durgin apartó el magnetófo 293
no con el canto de la mano (el rictus de su boca sugería que sentía tanta simpatía por ese aparato como yo por el teléfono) y volvió al tema del Cuatro de Julio. No me interrogó sobre la cena del martes con Mattie y Ki ni volvió a mencionar la conversación telefónica con Devore, aquella en la que yo había dicho cosas desagradables y fácilmente reprobables.
Continué respondiendo preguntas hasta las once y media, pero de hecho la entrevista terminó cuando Durgin apartó el magnetófono con el canto de la mano. Yo lo sabía y estoy seguro de que él también.
-¡Mike! ¡Mike, aquí!
Mattie agitaba la mano desde una de las mesas del merendero situado detrás del escenario para la banda del parque del pueblo. Estaba radiante. Le devolví el saludo y caminé hacia ella; en el camino, pasé entre unos niños pequeños que jugaban a pillarse, sorteé a una pareja de adolescentes que se hacían arrumacos sobre la hierba y esquivé un disco de playa poco antes de que un pastor alemán diera un salto y lo cogiera con destreza.
Mattie estaba acompañada de un pelirrojo alto y esquelético, pero apenas si tuve ocasión de fijarme en él, pues ella me salió al encuentro cuando todavía estaba en el camino de grava y me abra zó; y no fue un abrazo puritano, de esos que se dan empujando el trasero hacia fuera. Luego me besó en la boca con suficiente fuerza para aplastarme los labios contra los dientes, y al separarse produjo un fuerte sonido de succión. Se apartó un poco y me miró con manifiesta satisfacción.
-¿Ha sido el beso más grande de tu vida?
-El más grande en cuatro años -respondí-. ¿Te conformas con eso?
Si no retrocedía unos pasos en los segundos siguientes, tendría una demostración física de lo mucho que me había gustado. -No tengo más remedio. -Se volvió hacia el pelirrojo con una expresión curiosamente desafiante-. ¿He cometido una imprudencia?
-Seguramente -respondió él-. Pero al menos no os han visto los viejos del taller. Mike, soy John Storrow. Me alegro de conocerte personalmente. ¿Te parece bien que nos tuteemos y dejemos a un lado las formalidades?
-Me parece una excelente idea.
Me cayó bien en el acto, quizá porque lo vi vestido con un elegante traje neoyorquino de tres piezas, distribuyendo platos de papel sobre la mesa del merendero mientras su cabello peli rrojo se agitaba al viento como algas rojas. Tenía la piel clara y pecosa; la clase de piel que nunca se broncea, sino que se quema y luego se pela en grandes clapas que parecen eccema. Cuando nos estrechamos la mano, la suya parecía sólo nudillos. Debía de tener treinta años como mínimo, pero aparentaba la edad de Mattie y supuse que tendrían que pasar cinco años antes de que pudiera beber en un bar sin que le pidieran el carné de conducir.
-Siéntate -dijo-. Tenemos una comida de cinco platos, cortesía de Castle Rock Variety: bocadillos, que por alguna razón aquí los llaman "emparedados italianos"... palotes rellenos de mozzarella... patatas fritas con ajo... y chocolatinas Twinkies.
-Son sólo cuatro -observé.
-He olvidado el plato líquido -dijo y de una bolsa de papel marrón sacó tres botellas de cerveza-. Comamos. Mattie lleva la biblioteca desde las dos a las ocho los viernes y los sábados, y éste es un mal momento para que falte al trabajo.
-¿Qué tal fue la tertulia literaria de anoche? -pregunté-. Veo que Lindy Briggs no te ha devorado viva.
dijo Storrow mientras retiraba la envoltura de papel del emparedado con cautela, usando sólo las puntas de los dedos. así que conté que había leído un par de ensayos críticos y que me habían dado algunas
se llamara Romeo. -Lo siento. Dijo que tenía que regresar a Lewiston de inmediato. -De hecho, es mejor que crean que somos un grupo pequeño, al menos por el momento.
Cuando terminé, cogí mi emparedado y reviví viejos tiempos; había olvidado lo buenos que están los emparedados italianos: dulces, agrios y aceitosos, todo al mismo tiempo. Naturalmente, nada que sepa tan bien puede ser saludable; es una regla sin excepciones. Supongo que podría formularse el mismo postulado sobre los abrazos de las jovencitas con problemas legales.
-Muy interesante -afirmó John-. Sí; muy interesante. -Sacó un palote de mozzarella de la bolsa manchada de grasa, lo partió y miró con una mezcla de horror y fascinación los grumos de queso que había dentro.
Maine, se llama "salsa de queso") y se lo comió. -¿Qué tal? -pregunté. -No está mal. Aunque deberían estar más calientes.
-Si Durgin tenía la grabación, ¿por qué no la puso? -preguntó Mattie-. No lo entiendo.
John estiró los brazos, hizo crujir los nudillos y la miró con benevolencia.
-Tal vez nunca lo sepamos con certeza -respondió. Pensaba que Durgin iba a abandonar el caso: se notaba en 296
cada signo de su lenguaje corporal y en cada inflexión de su voz. Las perspectivas eran optimistas, pero era conveniente que Mattie no se hiciera demasiadas ilusiones. John Storrow no era tan joven como parecía y quizá tampoco tan crédulo (eso esperaba yo), pero era joven. Y ni él ni Mattie conocían la anécdota del trineo de Scooter Larribee. Ni habían visto la cara de Bill Dean mientras la contaba.
-¿Queréis oír algunas conjeturas? -preguntó. -Claro -respondí.
John dejó el emparedado en la mesa, se limpió los dedos y los usó para enumerar sus ideas.
-Primero, la llamada la hizo él, y en esas circunstancias el valor de una conversación grabada es discutible. Segundo, no habló exactamente como el Capitán Canguro, ¿no?
-No.
-Tercero, tus invenciones te comprometen a ti, Mike, y no demasiado, pero en absoluto a Mattie. A propósito, me encanta lo que dijeron acerca de que Mattie le tiró espuma a la cara a Kyra.
Si ésa es su mejor baza, les convendría abandonar el caso de inmediato. Por último, y seguramente ésta es la verdad, creo que Devore tiene "la enfermedad de Nixon".
-¿La enfermedad de Nixon? -preguntó Mattie.
-La cinta que tenía Durgin no es la única. Estoy seguro. Y tu suegro teme que si presenta una de las cintas obtenidas mediante el sistema que ha instalado en Warrington's, sea cual fuere, lo obliguemos legalmente a presentarlas todas. No os quepa duda de que yo lo haría.
Mattie parecía atónita.
-¿Qué puede haber de malo en esas cintas? Y si lo hay, ¿por qué no las destruye?
-Es posible que no pueda -respondí-. Tal vez las necesite para otros fines.
-De hecho no tiene importancia -dijo John-. Lo importante es que Durgin se echó un farol. -Golpeó suavemente la mesa con el canto de la mano-. Creo que va a abandonar el caso. Estoy convencido.
-Es demasiado pronto para asegurar algo así -me apresuré a 297
decir, pero al ver la cara de Mattie (más feliz y radiante que nunca), supe que el daño estaba hecho.
-Cuéntale lo que has hecho -dijo Mattie a John-. Después me iré a la biblioteca.
-¿Dónde dejas a Kyra mientras trabajas? -pregunté.
-En casa de la señora Cullum. Vive a tres kilómetros al norte de Wasp Hill Road. Además, en julio Ki va a clases de catecismo. Le encantan; sobre todo por las canciones y por los cuentos sobre Noé y Moisés. Un autobús escolar la deja en casa de Arlene y yo la recojo a las nueve menos cuarto. -Esbozó una sonrisa triste-. A esa hora, casi siempre está dormida en el sofá.
John continuó hablando durante unos diez minutos. No llevaba mucho tiempo con el caso, pero ya había puesto manos a la obra. Un sujeto de California estaba recogiendo datos sobre Ro ger Devore y Morris Ridding ("recoger datos" sonaba mucho mejor que "fisgonear"). John estaba particularmente interesado en las relaciones de Max Devore con su hijo y quería saber si este último sabía algo de lo que ocurría con su sobrina en Maine. John también se había puesto en campaña para descubrir todo lo posible sobre las actividades de Max Devore desde su regreso al TR. Con este fin había contratado a un detective privado que le había recomendado Romeo Bissonette, mi "abogado de alquiler".
Mientras hablaba y hojeaba una libretita que había sacado del bolsillo interior de la chaqueta, recordé lo que había dicho sobre la estatua de la justicia durante nuestra conversación telefónica: "Añádale unas esposas en sus gruesas muñecas y una mordaza a juego con la venda de los ojos, viólela y arrástrela por el barro." Tal vez ésa fuera una forma exagerada de explicar lo que hacíamos, pero tuve la impresión de que, como mínimo, estábamos dándole una buena sacudida. Imaginé al pobre Roger Devore en el estrado, tras recorrer cuatro mil kilómetros sólo para que lo interrogaran sobre sus preferencias sexuales. Tuve que recordarme que su padre, y no Mattie o John Storrow, sería el verdadero responsable de su situación.
-¿Hay alguna posibilidad de que tengas una entrevista con Devore y su principal asesor legal?
-No lo sé con seguridad. El anzuelo está en el agua, la oferta 298
sobre la mesa, la carne en el asador; escoge la metáfora que prefieras, o si quieres, mézclalas todas.
-Le has puesto el cascabel al gato -dijo Mattie con solemnidad. -Les has arrojado el lazo -añadí.
Cambiamos una mirada y reímos. John nos miró con tristeza, luego cogió su emparedado y empezó a comer otra vez. -¿Es imprescindible que te reúnas con él en presencia de su abogado? -pregunté.
-¿Te gustaría ganar el caso y más tarde descubrir que Devore puede reiniciarlo basándose en la conducta poco ética del abogado de Mary Devore? -replicó John.
-¡No lo digas ni en broma! -exclamó Mattie.
-No bromeaba dijo John-. Sí; es imprescindible que su abogado esté presente. Pero no creo que tenga posibilidades de hacerlo en este viaje. Ni siquiera he visto al viejo y os aseguro que estoy muerto de curiosidad.
-Si crees que verlo te hará feliz, asiste al partido de softball del martes próximo -dijo Mattie-. Él estará allí con su sofisticada silla de ruedas, riendo, aplaudiendo e inhalando oxígeno cada quince minutos.
-No es mala idea -repuso John-. Tengo que pasar el fin de semana en Nueva York, pero es posible que vuelva el martes. Hasta es posible que me traiga mi guante de béisbol.
Comenzó a recoger la basura, y una vez más pensé que parecía a un tiempo remilgado y encantador, como Stan Laurel con delantal. Mattie le hizo una seña para que se sentara y continuó con la tarea.
-No habéis comido los Twinkies -dijo con un dejo de tristeza. -Llévaselos a la niña sugirió John.
-De eso nada. Yo no le permito comer esas cosas. ¿Qué clase de madre crees que soy?
Mattie vio nuestra expresión, tomó conciencia de lo que acababa de decir y echó a reír. John y yo la imitamos.
El viejo Scout de Mattie estaba aparcado detrás del monumento a los caídos, que en Castle Rock es un soldado de la Primera 299
Guerra Mundial con una generosa ración de mierda de pájaro en un casco parecido al molde de un pastel. Junto al coche de Mattie había un Taurus flamante, con una calcomanía de Hertz en el parabrisas. John dejó su maletín -reconfortantemente delgado y no demasiado ostentoso- en el asiento trasero.
-Si puedo regresar el martes, te llamaré -dijo a Mattie-. Y también te llamaré si consigo una entrevista con tu suegro a través de Osgood.
-Yo compraré los emparedados italianos -dijo Mattie. Sonrió. Luego le cogió un brazo con una mano y uno de los míos con la otra. Parecía un sacerdote recién ordenado preparándose para casar a su primera pareja.
-Si habláis por teléfono, recordad que hay escuchas en una o en las dos líneas. Si es necesario, encontraos en el mercado. Mike, es probable que debas pasar por la biblioteca local para retirar algún libro.
-Aunque no podrás hacerlo hasta que renueves tu ficha-dijo Mattie con una mirada tímida.
-Pero ni una visita más a la caravana de Mattie, ¿entendido? Yo respondí que sí, Mattie respondió que sí, y John Storrow nos miró sin acabar de creérselo. Me pregunté si había visto algo en nuestra cara o cuerpo que no debería estar allí.
-Han adoptado una estrategia que no funcionará -dijo-. No debemos darles la oportunidad de que la cambien. No podemos correr el riesgo de que hagan insinuaciones sobre vosotros dos o sobre ti, Mike, y Kyra.
La expresión de horror de Mattie hizo que una vez más aparentara doce años.
-¡Mike y Kyra! ¿A qué te refieres?
-A una posible acusación de abusos sexuales presentada por personas tan desesperadas que recurrirán a cualquier cosa. -Eso es ridículo -protestó ella-. Si mi suegro pretende jugar sucio...
John asintió.
-Sí, tendríamos que devolverle la pelota. El caso se publicaría en los periódicos de costa a costa del país, e incluso podrían llegar a emitir el juicio por televisión. Entonces, que Dios se 300
apiade de nosotros. Debemos evitarlo a toda costa. No es bueno para los adultos ni para los niños, que tarde o temprano sufren las consecuencias.
Se inclinó y besó a Mattie en la mejilla.
-Lo lamento -dijo y parecía lamentarlo sinceramente-. Los casos de custodia son así.
-Me lo habías advertido. Pero la sola idea de que alguien haga algo semejante porque no encuentra otra forma de ganar... -Deja que te haga otra advertencia -replicó John y su cara se volvió todo lo severa que permitían sus facciones jóvenes y afables-. Estamos ante un hombre muy rico que tiene las cosas difíciles. Es como trabajar con dinamita vieja.
-¿Todavía estás preocupada por Ki? -pregunté a Mattie-. ¿Todavía tienes el pálpito de que corre algún peligro?
Noté que consideraba la posibilidad de eludir la pregunta -quizá debido a la característica reserva de los yanquis-, y que finalmente decidió no hacerlo. Tal vez hubiera llegado a la conclu sión de que las evasivas eran un lujo que no podía permitirse. -Sí. Pero no es más que un pálpito.
John arrugó el entrecejo. Supongo que a él también se le había ocurrido la idea de que Devore podría recurrir a tácticas ilegales para conseguir lo que quería.
-Vigila a la niña -dijo-. Yo respeto los pálpitos. ¿Crees que el tuyo se basa en algo concreto?
-No -respondió Mattie y me dirigió una rápida mirada, como pidiéndome que mantuviera la boca cerrada-. La verdad es que no. Abrió la puerta del Scout y arrojó dentro el bolso donde llevaba los Twinkies, que finalmente había aceptado llevarse. Luego se volvió hacia nosotros con una expresión casi furiosa.
-No sé cómo seguir ese consejo. Trabajo cinco días a la semana y en agosto tendremos que poner al día las fichas de los libros, así que serán seis. Ahora mismo Ki come en la escuela de catecis mo y cena en casa de Arlene Cullum. La veo por la mañana. El resto del tiempo... -supe lo que iba a decir antes de que lo hiciera; era una vieja expresión- está en el TR.
-Podría ayudarte a buscar una au pair-dije, pensando que me saldría muchísimo más barata que John Storrow.
-No -dijeron Mattie y John a un unísono tan perfecto que cambiaron una mirada y rieron. Pero incluso mientras reía, Mattie parecía tensa y desdichada.
-No dejaremos ningún rastro que puedan explotar Devore y sus abogados -dijo John-. Quién me paga a mí es una cosa. Quién paga a la niñera de Kyra es otra muy distinta.
-Además, ya he aceptado demasiada ayuda de tu parte -añadió Mattie-. Más de la que me habría gustado. No quiero exigirte más sólo porque tengo premoniciones.
Se subió al Scout y cerró la puerta.
Puse las manos en la ventanilla abierta. Ahora estábamos al mismo nivel y el contacto visual era tan intenso que resultaba desconcertante.
-Mattie, no tengo nada mejor en que gastar el dinero. De veras.
-He aceptado que pagues los honorarios de John porque su intervención tiene que ver con Ki. -Puso una mano sobre la mía y me dio un pequeño apretón-. Pero el resto tiene que ver conmigo,¿deacuerdo?
-Sí. Pero tienes que informar a la niñera y a la gente que dirige esa escuela de catecismo que hay un proceso de custodia en marcha y que Kyra no debe irse con ninguna persona, aunque sea conocida, sin tu consentimiento.
-Ya lo he hecho -respondió con una sonrisa-. Me lo aconsejó John. Manténte en contacto, Mike.
Me levantó la mano, la besó con fuerza y se marchó.
-¿Qué opinas? -le pregunté a John mientras el Scout dejaba una estela de humd en su camino hacia el puente de Prouty, que cruza Castle Street y acaba en la carretera 68.
-Opino que tiene suerte de tener un benefactor bondadoso y un buen abogado respondió John. Después de una pausa, añadió-: Pero te diré una cosa: a mí no me parece una chica afortunada. Tengo la sensación... no sé...
-¿De que está rodeada por una nube que no te permite verla tal cual es?
-Es posible. Puede que sea eso. -Se pasó las manos por la rebelde mata de cabello rojo-. Sólo sé que es algo triste.
Yo sabía exactamente a qué se refería... pero en mi caso había algo más. Quería acostarme con ella, tanto si estaba triste como si no, tanto si eso estaba bien como si no. Quería sentir sus manos en mi cuerpo, tirando, apretando, acariciando. Quería oler su piel y saborear su pelo. Quería sentir sus labios en mi oreja, su respiración haciendo vibrar los pelillos mientras me decía que hiciera lo que quisiera, lo que quisiera.
Regresé a Sara Risa poco después de las dos y entré pensando sólo en mi estudio y en la IBM. Había vuelto a escribir... a escribir. Todavía no me lo creía. Trabajaría (no es que lo sintiera como un trabajo después de un descanso de cuatro años) hasta las seis de la tarde aproximadamente, luego nadaría un rato e iría al Village Café para degustar una de las especialidades ricas en colesterol de Buddy.
En cuanto crucé la puerta, la campanilla de Bunter comenzó a sonar con insistencia. Me detuve en el vestíbulo, con la mano paralizada en el pomo de la puerta. La casa estaba caliente e ilu minada, no había una sombra en ninguna parte, pero se me puso carne de gallina, como si fuera medianoche.
-¿Hay alguien aquí? -grité.
La campanilla dejó de sonar. Hubo un momento de silencio y luego una mujer gritó. El sonido parecía proceder de todas partes; surgía del aire soleado y moteado de polvo como el sudor de una piel caliente. Fue un grito de ira, de rabia, de dolor... pero principalmente, creo, de horror. Y yo también grité; no pude evitarlo. Ya me había asustado bastante en la oscuridad de la escalera del sótano, al oír los golpes de un puño invisible contra los paneles de material aislante, pero esto era mucho peor.
El grito no se detuvo de súbito. Se desvaneció igual que se había desvanecido el llanto del niño; se desvaneció como si la persona que gritaba fuera arrastrada rápidamente por un pasillo largo.
Finalmente desapareció.
Me apoyé contra la estantería con una mano sobre la camiseta y el corazón galopando debajo. Me costaba respirar y mis múscu 303
los tenían esa extraña sensación explosiva que uno experimenta después de un susto importante.
Pasó un minuto. Mi ritmo cardíaco se redujo gradualmente y la respiración también. Erguí los hombros, di un paso vacilante, y tras comprobar que las piernas me sostenían, di otros dos. Me detuve junto a la puerta de la cocina, y paseé la vista por el salón. Encima de la chimenea, el alce Bunter me miró con sus ojos de cristal. La campanilla que tenía al cuello estaba quieta y silenciosa, iluminada por un deslumbrante haz de luz. Sólo se oía el tictac del estúpido gato Félix de la cocina.
Lo que más me atormentaba en ese momento era la sensación de que la mujer que había gritado había sido Jo, de que Sara Risa estaba habitada por el fantasma de mi esposa y de que ella estaba sufriendo. Muerta o no, sufría.
-Jo? -pregunté en voz baja-. ¿Jo, estás...?
Volví a oír un llanto, el sonido de un niño asustado, al mismo tiempo que la boca y la nariz se me llenaban del sabor metálico del lago. Aterrorizado, me llevé una mano a la garganta y comencé a hacer arcadas; entonces me incliné sobre el fregadero y escupí. Ocurrió lo mismo que la vez anterior: en lugar de arrojar un gran chorro de agua, apenas si salió un poco de saliva. La sensación de estar atragantándome con agua desapareció como si nunca hubiera estado allí. Permanecí donde estaba, cogido al mármol de la cocina e inclinado sobre el fregadero, como un borracho que termina su juerga vomitando la alegría embotellada de la noche anterior. También me sentía así: demasiado confuso y mareado, demasiado aturdido para entender lo que pasaba. Por fin me erguí nuevamente, cogí el paño de cocina que colgaba de la manija del lavavajillas y me sequé la cara. Había té en el frigorífico y yo necesitaba más que nunca un vaso grande, con mucho hielo. Pero cuando iba a abrir la nevera, mi mano se quedó paralizada. Los imanes de frutas y verduras volvían a formar un círculo y en el centro las letras decían lo siguiente:
me ahgo 304
Ya es suficiente, pensé. Me largo de aquí. Ahora mismo. Hoy mismo.
Sin embargo, una hora después estaba en el sofocante estudio con un vaso de té helado sobre el escritorio (hacía rato que los cubitos se habían derretido). Vestido sólo con el bañador y per dido en el mundo que estaba inventando, el mundo en el que un detective privado llamado Andy Drake procuraba demostrar que John Shackleford no era el asesino en serie al que habían bautizado con el alias de Gorra de Béisbol.
Así es como seguimos adelante: un día por vez, una comida por vez, un dolor por vez, una respiración por vez. Los dentistas hacen un tratamiento de conducto por vez; los astilleros reparan un casco de barco por vez. Si escribes libros, redactas una página por vez. Volvemos la espalda a lo que sabemos y a lo que tememos. Estudiamos catálogos, miramos partidos de fútbol, contamos los pájaros que hay en el cielo y no nos apartamos de la ventana al oír unos pasos detrás. A veces las nubes parecen cosas diferentes -peces, unicornios y jinetes-, pero de hecho son sólo nubes, y concentramos nuestra atención en la comida siguiente, el dolor siguiente, la respiración siguiente, la página siguiente. Así es como seguimos adelante.
cAPsTUIO0 16
1 libro era bueno, ¿vale? El libro era excelente.
Me daba miedo cambiar de habitación, y mucho más empacar la máquina de escribir y mi delgado, recién empezado manuscrito e irme con ellos a Derry. Hubiera sido tan peligroso como sacar a un recién nacido a una tormenta. Así que me quedé, reservándome el derecho de marcharme si los acontecimientos se volvían demasiado alarmantes (así como los fumadores se reservan el derecho a dejar el hábito si su tos se vuelve demasiado insistente), y pasó una semana. Durante ese período pasaron cosas, pero hasta que me topé con Max Devore en la Calle el viernes siguiente -17 de julio- lo más importante que había ocurrido era que continuaba trabajando en la novela que, si la acababa, se titularía Mi amigo de la infancia. Tal vez siempre pensemos que lo que hemos perdido es lo mejor... o que podría haber sido lo mejor. No lo sé a ciencia cierta; lo que sí sé es que mi vida real esa semana giró en torno a Andy Drake, John Shackleford y una figura sombría que se vislumbraba en el fondo: Raymond Garraty, el amigo de la infancia de John. Un hombre que a veces llevaba una gorra de béisbol.
Durante esa semana hubo otras manifestaciones en la casa,
;07
pero menos impresionantes; nada parecido al grito que me había helado la sangre. A veces sonaba la campanilla de Bunter y a veces los imanes de frutas y verduras volvían a formar un círculo. Sin embargo nunca con palabras en el centro; esa semana no. Una mañana me levanté y encontré el azucarero volcado, lo que me hizo recordar la anécdota de Mattie sobre la harina. En el azúcar derramada no había nada escrito, pero había un garabato
... como si alguien hubiera tratado de escribir algo y no lo hubiera conseguido. En tal caso, simpatizaba con él. Yo sabía lo que era eso.
Mi declaración ante el temible Elmer Durgin había tenido lugar el viernes 10. El martes siguiente, caminé por la Calle en dirección al campo de softball de Warrington's, con la esperanza de ver a Max Devore. Eran las seis de la tarde cuando comencé a oír los gritos, los aplausos y el sonido dé los bates al golpear las pelotas. Un sendero marcado con señales rústicas (uves dobles marcadas a fuego dentro de flechas de roble) conducía a una caseta de baño abandonada, un par de cobertizos y un pequeño mirador semioculto detrás de plantas trepadoras. Finalmente llegué a una cuesta que se alzaba sobre el centro del campo. Las bolsas de patatas fritas, las envolturas de chocolatinas y las latas de cerveza que cubrían el suelo sugerían que algunas personas miraban el partido desde allí. No pude evitar pensar en Jo y en su amigo misterioso, el tipo de la chaqueta marrón, el individuo corpulento que le había rodeado la cintura con un brazo y había abandonado el campo de juego con ella, riendo, en dirección a la Calle. Durante el fin de semana, un par de veces había sentido la tentación de llamar a Bonme Amudson, con la esperanza de que ella conociera a ese hombre y me dijera su nombre, pero no lo había hecho. No remuevas el avispero, me había dicho. No remuevas el avispero, Michael.
Esa tarde tenía todo el descampado para mí solo, y me pareció que estaba a la distancia perfecta de la base meta, habida cuen 3o8
ta de que el hombre que solía aparcar su silla de ruedas al otro lado de la valla me había llamado mentiroso y que yo le había sugerido que se metiera mi número de teléfono allí donde no brilla el sol.
No debería haberme preocupado, pues ni Devore ni la encantadora Rogette habían acudido a ver el partido.
Sin embargo, vi a Mattie detrás de la valla, junto a la primera base. John Storrow estaba con ella, vestido con tejanos, un polo y una gorra de los Mets que cubría la mayor parte de su melena roja. Antes de percatarse de mi presencia, siguieron mirando el partido y conversando como viejos amigos durante unos instantes, el tiempo suficiente para que yo envidiara la situación de John y me sintiera un poco celoso.
En ese momento alguien lanzó una pelota en arco hacia el centro, allí donde la única valla era el bosque. El centrocampista retrocedió, pero era obvio que la pelota iba a pasar muy por en cima de su cabeza. Se dirigía hacia donde estaba yo, aunque bastante más a la derecha. Corrí en esa dirección sin pensar, abriéndome paso entre los arbustos que había entre el césped del campo y los árboles, con la esperanza de no estar corriendo entre ortigas. Cogí la pelota con la mano izquierda y reí cuando algunos de los espectadores me vitorearon. El centrocampista me aplaudió golpeando el guante con la mano derecha. Entretanto, el bateador recorrió las bases con serenidad, consciente de que había conseguido un home run con todas las de la ley.
Le devolví la pelota al centrocampista, y mientras regresaba a mi puesto original entre los envoltorios de chocolatinas y las latas de cerveza, eché otro vistazo al campo y vi que Mattie y John me miraban. Si algo confirma la idea de que los seres humanos somos sólo otra especie animal -una con un cerebro algo más desarrollado y con una idea mucho más jactanciosa de nuestra importancia en el mundo- es nuestra habilidad para comunicarnos con gestos cuando es necesario. Mattie cruzó las manos sobre el pecho, inclinó la cabeza a la izquierda, enarcó las cejas: "Mi héroe." Yo levanté las manos hasta los hombros y luego las palmas hacia el cielo: "Tonterías, señora, no ha sido nada." John agachó la cabeza y puso los dedos en la frente, como si le doliera:
"Eres un cabrón con suerte". Después de estos comentarios, señalé hacia la red y formulé una muda pregunta encogiéndome de hombros. Mattie y John me respondieron con otro encogimiento de hombros. Un segundo después un niño que parecía una peca gigante en explosión, vestido con un jersey Michael Jordan que le llegaba a las pantorrillas como si fuera un vestido, corrió a mi encuentro.
-Un hombre me ha dado cincuenta centavos para que le diga que más tarde lo llame a su hotel -dijo señalando a John-. Dijo que usted me daría cincuenta centavos si había respuesta.
-Dile que lo llamaré a eso de las nueve y media -respondí-. Pero no tengo cambio. ¿Aceptas un dólar?
-Claro. -Lo cogió, se volvió para marcharse, pero en el último momento dio media vuelta. Me sonrió, enseñándome unos dientes con un intervalo entre el primero y el segundo acto. Con los jugadores de softball al fondo, parecía un dibujo de Norman Rockwell-. El hombre también dijo que ha atajado la pelota por pura chiripa.
-Dile que la gente decía lo mismo de Willie Mays. -¿Willie qué?
Ah, la juventud. Ah, las tradiciones.
-Tú limítate a decírselo, amiguito. Él lo entenderá. Permanecí allí otro rato, pero puesto que el partido empezaba a desmadrarse y que Devore no aparecía, regresé por donde había venido. Vi a un pescador subido a una roca y a dos jóvenes que paseaban cogidos de la mano por la Calle en dirección a Warrington's. Me saludaron y yo les respondí. Me sentía solo y contento al mismo tiempo. Supongo que es una clase rara de felicidad.
La gente comprueba si hay mensajes en el contestador automático cuando regresa a casa; ese verano, yo comprobaba si había mensajes en la puerta del frigorífico. Como solía decir Bulwin kle Moose: ini-mini-chili-vini, los espíritus van a hablar. Esa noche no lo hicieron, aunque los imanes de frutas y verduras habían cambiado de posición para trazar una línea sinuosa, como una serpiente o quizá la letra S durmiendo la siesta:
Poco después llamé a John, le pregunté dónde había estado Devore y él me dijo en palabras lo que ya me había dicho, más económicamente, con gestos:
-Es el primer partido que se pierde desde que volvió. Mattie trató de interrogar a algunas personas para averiguar si estaba bien y le dijeron que, que ellos supieran, sí.
-¿Qué has querido decir con que "trató" de interrogar a algunas personas?
-Que varias se negaron a hablar con ella. "Le hicieron el vacío", como diría alguien de la generación de mis padres. -Cuidado, amiguito, la generación de tus padres está a un paso de la mía, pensé pero no lo dije-. Finalmente, una de sus antiguas amigas le habló, pero parece haber una hostilidad general hacia Mattie. Ese tal Osgood será muy mal vendedor, pero como distribuidor de la pasta de Devore está haciendo un excelente trabajo para separar a Mattie de los demás habitantes del pueblo. ¿Es un pueblo, Mike? No acabo de entenderlo.
-Sólo es el TR -respondí-. No hay otra forma de definirlo. ¿De verdad crees que Devore está sobornando a todo el mundo? Eso no coincide con la tradicional idea de la inocencia y la bondad de los habitantes de las zonas rurales, ¿no?
-Está regalando dinero y usando a Osgood, quizá también a Footman, para hacer circular rumores. Y la gente de por aquí parece tan honesta como los políticos honestos.
-¿Los que son fieles al que les paga bien?
-Sí. Ah, he visto a uno de los principales testigos de Devore en el caso de la niña fugitiva. Royce Merrill. Estaba con algunos amigos junto a la caseta del campo donde se guarda el equipo. ¿No lo viste? -Respondí que no-. Ese tipo debe de tener ciento treinta años -prosiguió John-, lleva un bastón con un puño de oro del tamaño del culo de un elefante.
-Es el bastón del Boston Post. Se lo dan a la persona más vieja de la región.
-Pues no me cabe duda de que el tipo lo merece. Si los abogados de Devore lo llevan al estrado lo haré picadillo.
La alegre confianza de John me producía cierta inquietud. -Estoy seguro -dije-. ¿Cómo se tomó Mattie el hecho de que sus amigos le hicieran el vacío?
Recordé que me había contado que detestaba las noches de los martes, que odiaba pensar en que los partidos continuaban como siempre en el campo donde ella había conocido a su marido.
-Se lo tomó bien -respondió John-. Creo que de todos modos ya los daba por perdidos. Yo tenía mis dudas al respecto (recordaba que a los veintiún años uno se empeña en luchar por las causas perdidas), pero no dije nada-. Mattie se ha sentido sola y asustada, hasta creo que en el fondo había empezado a hacerse a la idea de que tendría que renunciar a Kyra, pero ahora ha recuperado la fe. Sobre todo gracias a ti. Conocerte ha sido un golpe de suerte para ella.
Quizá fuera así, pero recordé que Frank, el hermano de Jo, una vez me había dicho que la suerte no existía; sólo existían el destino y las decisiones sabias. Luego evoqué la imagen del TR cruzado por cables invisibles, conexiones que aunque no se vieran eran fuertes como el acero.
John, después de hacer mi declaración olvidé hacerte la pregunta más importante. ¿Ya se ha fijado una fecha para la vista por la custodia?
-Buena pregunta. Bissonette y yo hemos hecho averiguaciones. A menos que Devore y sus abogados estén tramando una jugada astuta, como presentar el caso en otro distrito, aún no se ha fijado ninguna fecha.
-¿Pueden presentar el caso en otro distrito?
-Es posible, pero no sin que nosotros lo averigüemos. -¿Y eso qué significa?
-Que Devore está a punto de darse por vencido -se apresuró a responder John-. Por el momento, no veo otra explicación. Mañana por la mañana regresaré a Nueva York, pero me mantendré en contacto. Si pasa algo por aquí, llámame.
Le prometí que lo haría y luego me fui a la cama. Ninguna visitante femenina compartió mis sueños. Fue un alivio.
A última hora de la mañana del miércoles, cuando bajé a servirme otro vaso de té helado, Brenda Meserve estaba tendiendo la ropa en la terraza. Lo hacía como seguramente le había enseñado 312
su madre: los pantalones y las camisas en la parte de fuera, y la ropa interior en la de dentro, de modo que cualquiera que pasara junto a la casa no se enterara de lo que uno llevaba más cerca de la piel.
-Recoja la ropa a eso de las cuatro -lijo mientras se preparaba para marcharse. Me miró con la expresión sabihonda y cínica de una mujer que ha estado "cuidando" de hombres ricos durante toda su vida-. No vaya a olvidarse y a dejarla fuera toda la noche; la ropa mojada por el rocío no parece limpia hasta que vuelve a lavarse.
Le respondí con docilidad que me acordaría de recoger la colada. Luego le pregunté sintiéndome como un espía que pretende sonsacar información a un miembro de una embajada- si le parecía que todo marchaba bien en la casa. .
-¿Qué quiere decir? -preguntó enarcando las cejas en un gesto de asombro.
-Bueno, he oído ruidos raros un par de veces. Por la noche. -Es una casa de troncos, ¿no? Cogida con alfileres, como quien dice. Un ala se apoya sobre la otra. Seguramente eso es lo que ha oído.
-¿0 sea que no hay fantasmas? -pregunté como si estuviera desilusionado.
-Yo nunca he visto ninguno -respondió con el escepticismo de un contable-, pero mi madre decía que por aquí había muchos. Decía que el lago entero estaba encantado, habitado por los mic macs que vivían aquí hasta que el general Wing los desterró, por los fantasmas de todos los hombres que murieron en la guerra civil. De esta zona salieron más de seiscientos, señor Noonan, y regresaron menos de ciento cincuenta... por lo menos vivos. Mi madre decía que en esta parte del Dark Sobre también vivía el fantasma del niño negro que murió aquí. El pobrecillo era uno de los Red-Tops, ya sabe.
-No, no lo sé. He oído hablar de Sara y los Red-Tops, pero no de esto. -Hice una pausa y añadí-: ¿Se ahogó?
-No; cayó en la trampa de un animal. Estuvo atrapado casi todo un día, pidiendo ayuda a gritos. Finalmente lo encontraron. Le salvaron el pie, pero no deberían haberlo hecho, porque la 313
infección le llegó a la sangre y el niño murió. Ocurrió en el verano de 1901, y supongo que por eso se marcharon, estaban demasiado tristes para quedarse. Pero mi madre decía que el niño se había quedado, que seguía en el TR.
Me pregunté qué diría la señora Meserve si le contaba que el niño me había recibido al llegar de Derry y que desde entonces había reaparecido en varias ocasiones.
-Después pasó lo del padre de Kenny Auster -prosiguió-. Conoce esa historia, ¿no? Es una historia terrible.
La mujer parecía contenta, o bien de conocer una historia tan terrible o de tener la oportunidad de contarla.
-No -respondí-. Sin embargo, conozco a Kenny. Es el dueño del galgo irlandés llamado Arándano.
-Sí. Hace chapuzas y trabajos de carpintería, igual que su padre. Normal Auster trabajó como encargado de mantenimiento de muchas de las casas de la zona, y poco después de que termi nara la Segunda Guerra Mundial, ahogó al hermano pequeño de Kenny en el jardín trasero. En esa época vivían en Wasp Hill, justo donde se bifurca el camino y una parte va hacia el antiguo amarradero y la otra hacia la dársena. Pero no ahogó al crío en el lago. Lo arrojó al suelo, debajo de la bomba de agua, y lo dejó bajo el chorro hasta que el niño murió.
Me quedé mirándola, mientras a nuestras espaldas la ropa se agitaba en el tendedero. Pensé que el sabor mineral que en dos ocasiones había sentido en la boca y en la garganta podría haber sido tanto de agua del pozo como de agua del lago; al fin y al cabo, toda procedía del mismo sitio. Recordé el mensaje del frigorífico: "me ahgo".
-Dejó al bebé bajo el chorro de la bomba de agua. Tenía un Chevrolet nuevo y vino con él hasta el camino Cuarenta y dos. También trajo un rifle.
-¿No irá a decirme que el padre de Kenny Auster se suicidó en mi casa?
Ella negó con la cabeza.
-No. Lo hizo en la terraza de los Bricker. Se sentó en la hamaca y se voló los sesos de su maldita cabeza de infanticida. -¿Los Bricker? No los...
-No los conoce. No ha habido ningún Bricker en el lago desde los años sesenta. Eran de Delaware. Gente muy fina. Vivían en la casa que después ocuparon los Washburn, aunque éstos tam bién se han ido. La casa está vacía. De vez en cuando, el imbécil de Osgood trae a alguien a verla, pero nunca la venderá al precio que pide. Recuerde lo que le digo.
Yo había conocido a los Washburn; había jugado al bridge con ellos un par de veces. Eran personas simpáticas, aunque probablemente la señora Meserve, con su extraño esnobismo provin ciano, no las habría calificado de "finas". Su casa estaba a poco más de un kilómetro al norte de la mía subiendo por la Calle. Pasado ese punto, no hay mucho más: la cuesta hacia el lago es muy empinada y el bosque se convierte en una jungla de malezas y moreras. La Calle llega hasta la punta de la bahía Halo, en la orilla norte del lago Dark Score, pero una vez que el camino Cuarenta y dos gira otra vez hacia la carretera sólo la usan las personas que van a recoger moras en el verano y los cazadores en el otoño.
Normal, pensé. Buen nombre para un tipo que había ahogado a un bebé bajo el chorro de la bomba del jardín trasero. -¿Dejó alguna nota? ¿Alguna explicación?
-No, pero la gente dice que su fantasma también está en el lago. Supongo que en todos los pueblos pequeños hay fantasmas, pero yo nunca he visto ninguno; puede que no sea lo bastante sensible. Lo único que sé sobre su casa, señor Noonan, es que huele a humedad por mucho que la ventile. Supongo que es por los troncos. Las construcciones de troncos no van bien con los lagos. La madera absorbe la humedad.
La señora Meserve había dejado el bolso en el suelo y ahora se agachó para recogerlo. Era el bolso de una mujer de campo, negro, sin adornos (salvo por las arandelas doradas que sujetaban las asas) y utilitario. Si hubiera querido, podría haber llevado allí una buena selección de cacharros de cocina.
-Aunque me gustaría, no puedo quedarme aquí charlando todo el día. Todavía tengo que ir a otra casa antes de terminar la jornada de trabajo. Ya sabe que en esta parte del mundo, el vera no es la época de cosecha. Acuérdese de descolgar la ropa antes 315
de que anochezca, señor Noonan. No deje que se moje con el rocío.
-Lo recordaré.
Lo recordé, pero cuando salí a descolgarla, vestido con mi bañador y empapado en sudor después de varias horas de trabajar en un horno (tenía que hacer reparar el aire acondicionado, tenía que hacerlo), vi que algo había cambiado. Mis tejanos y camisas colgaban alrededor de los postes. La ropa interior y los calcetines, que la señora Meserve había ocultado decorosamente antes de marcharse en su viejo Ford, ahora estaban en la parte exterior del tendedero. Era como si mi huésped invisible -o uno de mis huéspedes invisibles- me dijera ja, ja, ja.
Al día siguiente fui a la biblioteca y antes que nada renové mi carnet. La propia Lindy Briggs cogió mis cuatro pavos e introdujo mi nombre en el ordenador, no sin antes decirme cuánto había lamentado la muerte de Jo. Tal como me había ocurrido con Bill, noté un dejo de reproche en su voz, como si yo fuera el culpable del indecoroso retraso con que debían darme las condolencias. Y supongo que lo era.
-¿Tienen alguna historia del pueblo, Lindy? -pregunté cuando ella dejó de hablar de mi esposa.
-Tenemos dos -respondió y se inclinó hacia mí sobre el mostrador; una mujer menuda con un vestido de estampado chillón, el pelo gris recogido en un moño y los ojos brillantes danzando detrás de las bifocales. Luego añadió con tono confidencial Ninguna de las dos es buena.
-¿Cuál es mejor? -pregunté imitando su tono.
-Tal vez la de Edward Osteen. Solía venir por aquí en verano a mediados de los cincuenta y se quedó a vivir permanentemente cuando se retiró. Escribió Dark Score Days en el sesenta y cinco o el sesenta y seis. Lo hizo imprimir él mismo, porque ninguna editorial se lo aceptaba. Ni siquiera las de la zona. -Suspiró-. Los lugareños compraron el libro, pero no debe de haber vendido muchos ejemplares, ¿no?
-Supongo que no -respondí.
-No era un buen escritor y tampoco un buen fotógrafo. Las pequeñas fotografías en blanco y negro que ilustran el libro lastiman los ojos. Sin embargo, cuenta algunas anécdotas entretenidas.
Sobre las luchas contra los micmacs, el caballo adiestrado del general Wing, el tornado de 1880, los incendios de los años treinta... -¿Menciona a Sara y a los Red-Tops?
Lindy asintió con una sonrisa.
-Ha decidido investigar la historia de su casa, ¿no? Me alegro mucho. Osteen encontró una vieja foto de la banda y la puso en el libro. Calculaba que se había tomado en la Feria de Fryeburg, en 1900. Ed decía que le hubiera encantado oír un disco de la banda.
-Y a mí también, pero no grabaron ninguno. -De repente recordé unos versos del poeta griego George Seferis: "¿Son las voces de nuestros amigos muertos / o es sólo el gramófono?"-. ¿Qué ocurrió con el señor Osteen? Su nombre no me suena.
-Murió un par de años antes de que usted y Jo compraran la casa del lago -respondió-. De cáncer.
-¿Ha dicho que había dos historias?
-La otra seguramente la conoce. Es La historia del condado de Castle y de Castle Rock. Se publicó para el centenario del condado y es muy aburrida. El libro de Osteen no está muy bien escrito pero no es aburrido. Hay que reconocerle ese mérito. Encontrará los dos ejemplares allí. -Señaló unos estantes con un cartel de "Historia de Maine"-. No están en préstamo. -Su expresión se animó-. Pero estaremos encantados de recibir las monedas que desee echar en la máquina de fotocopias.
Mattie estaba sentada en el otro extremo del mostrador, junto a un niño que llevaba una gorra de béisbol con la visera hacia atrás. Le enseñaba a usar el lector de microfichas. Me miró, son rió y esbozó con los labios las palabras "buena jugada". Supuse que se refería al golpe de suerte que había tenido en Warrington's, cuando había atajado la pelota. Me encogí de hombros modestamente y me dirigí a los estantes de Historia de Maine. Ella tenía razón, de chiripa o no, había sido una buena jugada.
-¿Qué buscas?
Yo estaba tan absorto en las dos historias, que la voz de Mattie me sobresaltó. Me volví y le sonreí y entonces me di cuenta de dos cosas: primero, que el perfume de Mattie era suave y agrada ble; segundo, que Lindy Briggs nos miraba desde el mostrador y que ya no sonreía.
-Información sobre la zona donde vivo -respondí-. Anécdotas del pasado. El encargado de mantenimiento ha despertado mi interés. -Luego añadí en voz más baja-: La maestra nos mira. No te vuelvas.
Mattie pareció sorprendida y también algo preocupada. Más tarde descubriríamos que tenía razones para preocuparse. Con voz grave pero lo bastante alta para que llegara al mostrador me preguntó si podía guardar alguno de los dos libros. Le devolví los dos, y mientras lo hacía, me susurró con voz de conspiradora: -El abogado que te representó el viernes ha contratado a un detective privado para John. Dice que han descubierto algo interesante sobre el tutor ad litem.
La seguí a los estantes de Historia de Maine, esperando no meterla en líos, y le pregunté si tenía idea de qué era eso interesante que habían descubierto. Negó con la cabeza, me obsequió con una sonrisita profesional de bibliotecaria y se marchó.
En el camino de regreso a la casa pensé en lo que había leído, pero no era mucho. Osteen era mal escritor y mal fotógrafo, y aunque sus historias eran pintorescas no me habían proporcionado mucha información. Mencionaba a Sara y a los Red-Tops, pero se refería a ellos como el "octeto de dixieland", y hasta yo sabía que eso no era cierto. Aunque los Red-Tops tocaran dixieland, eran principalmente un grupo de blues (los miércoles y sábados por la noche) y un grupo de gospel (los domingos por la mañana y por la tarde). En su resumen de dos páginas sobre la estancia de los Red-Tops en el TR, Osteen dejaba claro que nunca había oído las canciones de Sara interpretadas por otro cantante.
Su historia confirmaba que un niño había muerto de septicemia después de caer en una trampa, una anécdota similar a la que 318
me había contado Brenda Meserve; pero ¿por qué no iba a ser así?: con toda seguridad Osteenla había oído de labios del padre o del abuelo de la señora Meserve. Él también decía que el niño era el único hijo de Son Tidwell y que el verdadero nombre del guitarrista era Reginald. Al parecer, los Tidwell procedían del barrio de los prostbulos de Nueva Orleans, las legendarias calles llenas de burdeles y tabernas que a principios de siglo se conocían con el nombre de Storyville.
En la historia del condado de Castle, mucho más académica, no se mencionaba a Sara y a los Red-Tops, y en ninguno de los dos libros se hablaba del hermano de Kenny Auster, que supues tamente había muerto ahogado. Poco antes de que Mattie se acercara a hablar conmigo, a mí se me había ocurrido una idea descabellada: que Son Tidwell y Sara Tidwell eran marido y mujer y que el niño (a quien Osteen no mencionaba) había sido hijo de la pareja. Encontré la fotografía de la que me había hablado Lindy y la estudié con atención. En ella había por lo menos una docena de negros posando rígidamente en grupo delante de lo que parecía una exhibición de ganado. En el fondo había una anticuada noria. Era muy probable que la foto hubiera sido tomada en la Feria de Fryeburg, y a pesar de que estaba vieja y descolorida, tenía una fuerza primitiva, elemental, que todas las demás fotos de Osteen juntas no alcanzaban a igualar. Seguramente habréis visto fotografías de los bandidos del Oeste en la época de la Depresión que tengan el mismo aspecto de espectral verosimilitud: caras serias sobre corbatas y cuellos apretados, ojos que no están del todo ocultos entre las sombras del ala de los antiguos sombreros.
Sara estaba en el centro y en primera fila con un vestido negro y una guitarra. No sonreía, pero sus ojos se veían risueños, y pensé que, al igual que los ojos de algunos retratos, parecían se guirte allí donde te movieras. Estudié la fotografía y recordé su voz maliciosa en mi sueño: "¿Qué quieres saber, cielo?" Supongo que yo quería información sobre ella y los demás: quiénes habían sido, qué relación mantenían cuando no estaban cantando o tocando, por qué se habían marchado y adónde. Las manos de Sara se veían con claridad, una en las cuerdas de la guitarra, la otra en los trastes, donde ese día de feria del año 1900 tocaba un acorde 39
de do. No llevaba ningún anillo en sus largos dedos de artista. Eso no significaba necesariamente que ella y Son Tidwell no estuvieran casados, desde luego, e incluso si no lo hubieran estado, el niño que había caído en la trampa podría haber sido hijo ilegítimo de la pareja. Sin embargo, Son Tidwell tenía la misma mirada risueña. El parecido entre ambos era asombroso, lo que me indujo a pensar que habían sido hermanos y no pareja.
De camino a casa pensé en todas estas cosas y en los cables que podía percibir aunque no fueran visibles, pero sobre todo pensé en Lindy Briggs: en la forma que me había sonreído y en cómo, poco después, no había sonreído a la brillante y joven bibliotecaria con su certificado de bachillerato obtenido por correo. Eso me preocupaba.
Pero una vez que llegué a la casa, mi única preocupación volvió a ser mi novela y sus personajes: sacos de huesos a los que día a día les iba creciendo carne.
Michael Noonan, Max Devore y Rogette Whitmore interpretaron su pavorosa escena de comedia la tarde del viernes. Pero antes, sucedieron dos cosas que merecen contarse.
La primera fue una llamada de John Storrow el jueves por la noche. Yo estaba sentado delante del televisor mirando un partido de béisbol sin sonido (el botón para quitar el sonido que en la actualidad tienen casi todos los mandos a distancia es probablemente el mejor invento del siglo xx). Pensaba en Sara, Son y el pequeño Tidwell. Pensaba en Storyville, un nombre que sin duda fascinaría a todos los escritores. Y en lo más profundo de mi mente pensaba en mi esposa que había muerto embarazada. -¿Diga?
-Mike, tengo excelentes noticias -dijo John, a punto de estallar de alegría-. Romeo Bissonette es un nombre ridículo, pero el detective que me consiguió no tiene nada de ridículo y se llama George Kennedy, como el actor. Es eficaz y rápido. Hasta podría trabajar en Nueva York.
-Si ése es el mejor cumplido que se te ocurre, deberías salir de la ciudad más a menudo.
Él prosiguió como si no me hubiera oído:
-Kennedy trabaja oficialmente para una empresa de seguridad; las otras tareas las hace en secreto. Es una pena, créeme. Obtuvo la mayor parte de la información por teléfono. No me lo puedo creer.
-¿Qué no puedes creer?
-Nuestra suerte. -Una vez más usó ese tono de satisfacción perversa que a mí me resultaba a un tiempo inquietante y reconfortante-. Elmer Durgin ha hecho las siguientes cosas desde fines del mes de mayo pasado: terminó de pagar su coche, terminó de pagar una casa en los Rangeli Lakes; saldó una deuda de por lo menos noventa años de pensión alimenticia...
-Nadie paga una pensión alimenticia durante noventa años. Eso es imposible.
-No lo es si tienes siete hijos -respondió John y soltó una carcajada. Recordé a Durgin, con su regordeta cara de autosatisfacción, su boca con forma de arco de cupido, sus lustrosas uñas de remilgado.
-No tiene siete hijos -dije.
-Los tiene -respondió él sin dejar de reír. Parecía un maníaco-. ¡De veras! ¡Siete hijos de edades comprendidas entre tre-tres y ca-ca-torce! ¡Qué ocu-ocupada tie-tiene a su popolla! -más carcajadas y ahora yo reía con él; me había contagiado como si se tratara de las paperas-. Kennedy va a e-enviarme fo-fotos por fax de toda la fa-familia.
A estas alturas estábamos desternillándonos, riendo juntos a larga distancia. Imaginé a John Storrow sentado solo en su despacho de Park Avenue, asustando con sus chillidos a las señoras de la limpieza.
-Pero eso no tiene importancia-dijo cuando consiguió volver a hablar con coherencia-. Ya te has dado cuenta de lo más importante, ¿no?
-Sí -respondí-. ¿Cómo ha podido ser tan imbécil?
Me refería a Durgin, pero también a Devore. Creo que John me entendió, que ambos hablábamos de los dos.
-Elmer Durgin es un picapleitos de un pueblo de mala muerte perdido en los grandes bosques del oeste de Maine, eso es todo.
¿Cómo iba a saber que aparecería un ángel guardián con recursos suficientes para desenmascararlo? A propósito, también se ha comprado una lancha hace dos semanas. Una fueraborda. Todo ha terminado, Mike. El equipo local marca nueve carreras en la novena etapa y el premio es nuestro.
-Si tú lo dices... -Pero mi mano, como si tuviera vida propia, hizo una pequeña expedición, se cerró en un puño y golpeó con suavidad la madera maciza de la mesa de centro.
-Además, el partido de softball no fue una pérdida de tiempo. John seguía soltando risitas como si fueran globos de helio. -¿No?
-Ella me gusta. -¿Ella?
-Mattie -dijo pacientemente-. luego-: ¿Mike? ¿Sigues ahí?
-Sí -respondí-. Se me había resbalado el teléfono. Lo siento. El teléfono no se había resbalado ni un centímetro, pero creo que mentí con bastante naturalidad. Y si no lo había hecho, ¿qué? Tratándose de Mattie, yo (por lo menos para John) estaba fuera de toda sospecha. Como los criados en las novelas de Agatha Christie. Él tenía veintiocho años, tal vez treinta. La idea de que un hombre doce años mayor pudiera sentirse sexualmente atraído por Mattie no debía de habérsele cruzado por la cabeza, aunque quizá lo hiciera durante un par de segundos antes de que él la descartara como ridícula. Igual que Mattie había descartado la idea de que Jo pudiera estar liada con el hombre de la chaqueta marrón.
-No puedo tirarle los tejos mientras esté representándola -prosiguió John-, no sería ético. Y tampoco prudente. Pero después... quién sabe.
-Sí -oí decir a mi voz como ocurre cuando nos pillan completamente abstraídos y tenemos la impresión de que el que habla es otro. Alguien en la radio o en un tocadiscos. ¿Son las voces de nuestros amigos muertos, o sólo el gramófono? Pensé en las manos de John, con dedos largos, delgados y sin anillos. Como las manos de Sara en la vieja fotografía-. Quién sabe.
Nos despedimos y yo seguí mirando el partido de fútbol sin Mattie Devore. -Una pausa y
sonido. Pensé en levantarme a buscar una cerveza, pero tenía la sensación de que el frigorífico estaba demasiado lejos; de hecho, sería como hacer un safari. Sentía una especie de dolor sordo, pero le siguió una emoción mejor: supongo que podría definirse de melancólico alivio. ¿John era demasiado mayor para ella? No, no lo creía. Tenía la edad perfecta. El príncipe azul número dos, esta vez vestido con un traje de tres piezas. Era probable que la suerte de Mattie con los hombres estuviera cambiando, y en tal caso yo debería alegrarme. Me alegraría. Y también debía sentirme aliviado, porque tenía que escribir un libro en vez de pensar en sus zapatillas blancas destellando bajo el vestido rojo en la penumbra o en la brasa de su cigarrillo danzando en la oscuridad.
Sin embargo, me sentí verdaderamente solo por primera vez desde que había visto a Kyra caminando por la línea blanca de la carretera 68, vestida con su bañador y sus chanclas.
-""Patético hombrecillo", dijo Strick1and" -le dije a la habitación vacía.
Las palabras salieron de mi boca involuntariamente, y cuando lo hicieron, la televisión cambió de canal. Pasó del partido de béisbol a una reposición de Todo queda en la familia y luego a Ren & Stimpy. Miré el mando a distancia, que seguía en la mesa de centro donde yo lo había dejado. La televisión cambió de canal otra vez y en esta ocasión me encontré mirando a Humphrey Bogart e Ingrid Bergman. En el fondo había un avión y no necesité coger el mando y subir el volumen para saber que Humphrey le decía a Ingrid que debía subirse a él. La película favorita de mi esposa, que indefectiblemente lloraba al final.
-¿Jo? -pregunté-. ¿Estás ahí?
La campanilla de Bunter sonó una vez; muy débilmente. Había habido varias presencias en la casa, no me cabía duda... pero esa noche, por primera vez, estaba completamente seguro de que Jo estaba conmigo.
-¿Quién era él, cariño? -pregunté-. ¿Quién era el tipo de la chaqueta marrón?
La campanilla de Bunter no se movió. Pero ella estaba en la habitación. Lo intuía; era algo así como una respiración contenida. Recordé el mensaje desagradable y burlón que había encon 323
trado en el frigorífico después de cenar con Mattie y Ki: "Mentiroso de las rosas azules ja ja."
-¿Quién era él? -Mi voz sonaba quebrada, al borde de las lágrimas-. ¿Qué hacías aquí con otro hombre? ¿Estabas...? Pero no me atrevía a preguntarle si me había mentido, si me había engañado. Era incapaz de preguntarlo, aun sabiendo que la presencia que intuía tal vez existiera -afrontémoslo- sólo en mi cabeza.
La tele dejó de emitir Casablanca y allí estaba ahora el abogado favorito de todos, Perry Mason. El enemigo de Perry, Hamilton Burger, interrogaba a una mujer aparentemente desolada. De repente se subió el sonido, sobresaltándome.
-¡No soy una mentirosa! -gritó una antigua actriz de televisión. Por un instante me miró directamente a los ojos y me quedé sin aliento al reconocer los ojos de Jo en la cara en blanco y negro-. ¡Jamás he mentido, señor Burger! ¡Jamás!
-¡Yo afirmo que lo ha hecho! -replicó Burger-. Yo afirmo que usted...
El televisor se apagó. La campanilla de Bunter dio una única y vigorosa sacudida y quienquiera que estuviera allí se marchó. Pero yo me sentía mejor. "No soy una mentirosa... Jamás he mentido, jamás."
Si quería, podía creerle. Si quería.
Me fui a la cama y esa noche no soñé.
Me había tomado la costumbre de empezar a trabajar temprano, antes de que el calor en el estudio se hiciera insoportable. Desayunaba un zumo de naranja y una tostada y luego me sentaba ante la IBM hasta el mediodía, mirando cómo la bola de caracteres Courier giraba y bailaba mientras las páginas se deslizaban por el rodillo y salían escritas. La vieja magia, tan extraña y maravillosa. Aunque lo llamaba "trabajo", nunca lo había sentido como tal; más bien era como saltar en un extraño trampolín mental. Y esos saltos me liberaban durante un tiempo del peso del mundo.
A mediodía hacía un alto, iba al emporio de la grasa de Buddy 324
Jellison a comer algo poco saludable, y regresaba al trabajo durante una hora más. Después nadaba un rato y dormía una larga siesta sin sueños en el dormitorio del ala norte. Apenas si había entrado en el ala sur de la casa; si a la señora Meserve le extrañaba, nunca dijo nada.
El viernes 17 me detuve frente a la tienda Lakeview para poner gasolina. También hay surtidores en el taller de Brooks, donde el litro costaba un par de centavos menos, pero allí había malas vi braciones. Ese viernes, mientras ponía gasolina con la manguera programada en el sistema automático, mirando hacia las montañas, el Dodge de Bill Dean se detuvo al otro lado del pasillo central. Bill se apeó y me sonrió.
-¿Qué tal va todo, Mike? -Muy bien.
-Brenda me ha contado que -Así es -respondí.
Tenía intención de preguntarle cuándo iban a reparar el aire acondicionado, pero la pregunta se quedó donde estaba: en la punta de la lengua. Todavía me sentía demasiado ansioso ante mi recién redescubierta capacidad para atreverme a hacer cambios en el sitio donde trabajaba. Tal vez sea una estupidez, pero a veces las cosas marchan bien sólo porque uno cree que marchan bien. Es una definición de la fe tan acertada como cualquiera.
-Bueno, me alegro. Me alegro mucho.
Aunque sus palabras sonaron sinceras, por alguna razón se me antojó que no era el Bill de siempre. Al menos no era el Bill que me había dado una calurosa bienvenida poco tiempo antes.
-He estado investigando un poco sobre la historia de mi zona del lago -comenté.
-¿Sara y los Red-Tops? Recuerdo que siempre sintió curiosidad por ellos.
-Sí, pero no sólo por ellos. Me interesan también otras historias. El otro día la señora Meserve me habló de Normal Auster, el padre de Kenny...
Bill siguió sonriendo, y apenas si se detuvo un instante en el acto de desenroscar la tapa del tanque de gasolina, pero aun así tuve la clara impresión de que se había quedado paralizado por dentro.
está escribiendo como un poseso.
-No escribirá sobre ese asunto, ¿no, Mike? Porque aquí hay mucha gente a la que no le gustaría y se lo tomaría mal. Le dije lo mismo a Jo.
-¿A Jo? -Sentí el impulso de ponerme entre los dos surtidores y cruzar el pasillo central para cogerlo del brazo-. ¿Qué tiene que ver Jo con esto?
Me miró largamente y con cautela. -¿No se lo dijo?
-¿De qué habla?
-Iba a escribir algo sobre Sara y los Red-Tops para uno de los periódicos locales.
Bill escogía las palabras con cuidado. Recuerdo perfectamente ese detalle, tan bien como el ardiente calor del sol en mi cuello y nuestras sombras perfectamente claras en el asfalto. Bill comen zó a poner gasolina y el ruido del surtidor también era perfectamente claro.
-Creo que mencionó que lo publicarían en la revista Yankee. Es posible que me equivoque sobre ese punto, pero no lo creo. Yo me había quedado sin habla. ¿Por qué no me había contado que tenía intención de escribir sobre la historia local? ¿Porque había pensado que de ese modo invadiría mi territorio? Eso era ridículo. Me conocía bien... ¿0 no?
-¿Cuándo tuvieron esa conversación, Bill? ¿Lo recuerda? -Por supuesto -respondió-. El mismo día que vino a recoger los búhos de plástico. Yo saqué el tema porque la gente me había contado que Jo iba por ahí interrogando a los vecinos. -¿Fisgando?
-Yo no he dicho eso -dijo con sequedad-. Lo ha dicho usted. Era verdad, pero estaba seguro de que lo había querido decir. -Continúe.
-No tengo mucho más que añadir. Le dije que en el lago y en el TR hay gente quisquillosa, como en todas partes, y le aconsejé que no les buscara las cosquillas. Me respondió que lo enten día. Puede que lo hiciera y puede que no. Lo único que sé es que siguió haciendo preguntas. Escuchando historias de viejos tontos, con más años que sentido común.
-¿Cuándo ocurrió todo eso?
-En el otoño del noventa y tres, y en el invierno y la primavera del noventa y cuatro. Se paseó por todo el pueblo; hasta fue a ver a Motton y a Harlow con un cuaderno y un pequeño magnetófono. Eso es todo lo que sé.
Me percaté de algo sorprendente: Bill mentía. Si alguien me lo hubiera dicho antes de ese día, yo habría reído y respondido que Bill Dean era incapaz de mentir. Y supongo que no lo hacía por costumbre, porque se le daba muy mal.
Sentí la tentación de desenmascararlo, pero ¿de qué hubiera servido? Necesitaba pensar, y no podía hacerlo allí: mi mente era un torbellino. Si le daba tiempo, el torbellino se detendría y yo comprendería que no era nada importante, pero necesitaba ese tiempo. Cuando descubres información inesperada sobre un ser querido que lleva muerto algún tiempo, sientes como si la tierra se abriera bajo tus pies. Creedme, es así.
Bill había desviado la vista, pero luego volvió a mirarme. Parecía a la vez ansioso y podría haberlo jurado- asustado. -Hizo preguntas sobre el pequeño Kenny Auster y a eso me refería cuando hablé de buscarle las cosquillas a la gente. No es un buen tema para un artículo en una revista o en un periódico. Normal se volvió loco, eso es todo. Nadie sabe por qué. Fue una tragedia horrible, sin sentido, y todavía puede afectar a algunas personas. En los pueblos pequeños, las cosas están como conectadas bajo la superficie.
Sí, con cables invisibles.
-Y el pasado muere más lentamente. Lo de Sara y su grupo es diferente. Sólo eran... vagabundos... venidos de muy lejos. Si Jo se hubiera limitado a hablar de ellos, no habría habido ningún problema. Bueno, que yo sepa, no lo hubo. Porque nunca vi nada de lo que escribió. Si es que finalmente lo hizo.
Tuve la impresión de que esta vez decía la verdad. Pero supe algo más, lo supe con la misma seguridad con que había sabido que Mattie tenía puestos unos pantalones cortos blancos cuando me había llamado en su día libre: Bill había dicho que Sara y los demás eran vagabundos, venidos de muy lejos, pero había dudado en mitad de la frase y usado la palabra "vagabundos" en lugar de la primera que se le había ocurrido: la palabra que no había 327
dicho era "negros". "Sara y los demás eran negros venidos de muy lejos."
En ese momento recordé un antiguo cuento de Ray Bradbury; "La tercera expedición", de Crónicas marcianas. Los primeros viajeros espaciales que llegan a Marte descubren que están en Green Town, Illinois, y encuentran allí a sus amigos y familiares más queridos. Pero de hecho esos amigos y familiares son monstruos, y por la noche cuando los viajeros creen estar durmiendo en la cama de sus familiares muertos mucho tiempo antes, en un lugar que podría ser el paraíso- los matan a todos.
-¿Está seguro de que Jo estuvo aquí fuera de temporada, Bill? -Sí. Y varias veces. Una docena o más. Llegaba y se marchaba en el mismo día, ¿sabe?
-¿Alguna vez la vio acompañada por un hombre? ¿Un tipo corpulento y moreno?
Bill reflexionó unos instantes, y yo traté de disimular que contenía el aliento. Finalmente negó con la cabeza.
-Las veces que la vi estaba sola. Pero no la vi en todas sus visitas. A veces me enteraba de que había estado aquí después de que se hubiera marchado. La vi en julio de 1994; iba en el coche en di rección a la bahía Halo. Nos saludamos con la mano. Esa noche fui a la casa para ver si necesitaba algo, pero se había ido. No volví a verla. Cuando nos enteramos de que había muerto poco después, ese mismo verano, Yvette y yo nos quedamos de piedra.
Fuera lo que fuese lo que investigaba, pensé, no debió de escribir nada al respecto, o yo habría encontrado el manuscrito. ¿Sería realmente así? Había hecho muchos viajes al lago sin molestarse en tratar de pasar inadvertida, y en uno de ellos incluso acompañada por un extraño. Sin embargo, yo me había enterado de esas visitas por pura casualidad.
-Éste es un tema espinoso -dijo Bill-. Pero ya que hemos empezado a hablar de él, será mejor que lleguemos hasta el final. Vivir en el TR es como dormir con cuatro o cinco personas en la misma cama porque hace mucho frío. Si todo el mundo se queda quieto, no hay ningún problema. Pero si alguien no deja de moverse o de girarse, nadie duerme en paz. En estos momentos, usted es esa persona inquieta.
Esperó mi respuesta. Cuando pasaron unos veinte segundos sin que yo dijera palabra (Harold Oblowski habría estado orgulloso de mí), movió los pies con inquietud y continuó.
-Por ejemplo, en el pueblo hay gente que está preocupada por su interés por Mattie Devore. No quiero decir que haya algo entre ustedes, aunque algunos aseguran que sí, pero si quiere quedarse en el TR, usted mismo se está complicando las cosas. -¿Porqué?
-Ya se lo dije hace poco más de una semana. Esa chica es un problema.
-Si no recuerdo mal, Bill, me dijo que la chica tenía problemas. Y yo sólo quiero ayudarla a resolverlos. Y eso es lo único que hay entre nosotros.
-Pues yo recuerdo que le dije que Max Devore está chalado -prosiguió-. Si lo hace enfadar, todos pagaremos por ello. -El surtidor se cerró con un ruidito seco y Bill sacó la manguera. Luego suspiró, levantó las manos y volvió a bajarlas.
-¿Cree que me resulta fácil decirle estas cosas? -¿Cree que me resulta fácil escucharlas?
-De acuerdo, estamos empatados. Pero Mattie Devore no es la única habitante del TR que pasa apuros económicos, ¿sabe? Hay muchos otros. ¿Lo entiende?
Supongo que vio que yo lo entendía perfectamente, porque encorvó los hombros.
-Si me pide que me haga a un lado, que no presente batalla y permita que Max Devore le quite la niña a Mattie, olvídelo -dije-. Y espero que no sea eso lo que pretende. Porque yo no puedo admitir que un hombre le pida eso a otro.
-De cualquier modo no se lo pediría -replicó él con un dejo casi desdeñoso-. Sería demasiado tarde, ¿no? -De repente pareció ablandarse-. Por favor, hombre, estoy preocupado por usted. Me da igual lo que piensen los demás, ¿vale? -Mentía otra vez, pero en esta ocasión no me importó porque advertí que se mentía a sí mismo-. Pero tenga cuidado. Cuando dije que Devore estaba loco, no hablaba en sentido figurado. ¿Cree que aceptará lo que digan en los tribunales si no es lo que él quiere? En los incendios de 1933 murieron tres hombres, todos buena gente.
Uno era pariente mío. Se quemó medio condado, y Max Devore empezó el incendio. Fue su regalo de despedida del TR. Nunca lo probaron ni lo probarán, pero fue él. En ese entonces era joven, pobre como una rata y no tenía a la ley en el bolsillo. ¿Qué cree que es capaz de hacer ahora?
Me dirigió una mirada inquisitiva, pero yo no respondí. Sin embargo, Bill asintió como si lo hubiera hecho.
-Piénselo. Y recuerde una cosa, Mike: si no le apreciara, no le hablaría con tanta sinceridad.
-¿Ha sido sincero de verdad, Bill?
Fui vagamente consciente de que un turista que había bajado de un Volvo y se dirigía a la tienda nos miraba con curiosidad. Más tarde, cuando repetí mentalmente la escena, comprendí que debíamos parecer dos hombres a punto de pelearse a puñetazos. Recuerdo que me dieron ganas de llorar, que sentí tristeza, asombro y la clara sensación de haber sido traicionado. Pero también recuerdo que estaba furioso con ese viejo desgarbado de camisa inmaculada y dentadura postiza. Así que es probable que estuviéramos en un tris de pelearnos a puñetazos y que en su momento yo no me percatara de ello.
-Todo lo sincero que he podido -respondió, dio media vuelta y se dirigió a la tienda para pagar la gasolina.
-Mi casa está encantada -dije.
Se detuvo en seco, de espaldas a mí y con los hombros encorvados como para eludir un golpe. Luego se volvió lentamente. -Sara Risa siempre ha estado encantada, Mike. Usted ha inquietado a los fantasmas. Tal vez debería volver a Derry para permitir que vuelvan a tranquilizarse. Quizá sería lo mejor. -Hizo una pausa, como si se repitiera mentalmente sus últimas palabras para averiguar si de verdad las pensaba-. Sí. Creo que sería lo mejor.
Cuando regresé a Sara llamé a Ward Hankins. Luego me atreví por fin a telefonear a Bonnie Amudson. Una parte de mí deseaba que no estuviera en la agencia de viajes de Augusta de la que era copropietaria, pero estaba. Mientras hablaba con ella, el fax 330
empezó a imprimir copias de las páginas del calendario de mesa de Jo. En la primera, Ward había escrito a mano: "Espero que te sirvan de algo,"
No había ensayado lo que iba a decirle a Bonnie, pues supuse que hacerlo sería como una invitación al desastre. Le dije que antes de morir, Jo estaba escribiendo algo -quizá un artículo o varios- sobre el lugar donde teníamos nuestra casa de campo y que a algunos lugareños les había molestado su curiosidad. Algunos de ellos seguían enfadados. ¿Había hablado del tema con Bonnie? ¿Le había enseñado algún borrador?
-No -respondió Bonnie, sinceramente sorprendida-. Solía enseñarme las fotos que hacía y más muestras de hierbas de las que a mí me apetecía ver, pero nunca me enseñó nada escrito por ella. De hecho, recuerdo que una vez dijo que dejaría la literatura para ti y que ella...
-Se dedicaría a picotear un poco aquí y allí, ¿no? -Sí.
Era un buen momento para terminar la conversación, pero, por lo visto, los muchachos del sótano no estaban de acuerdo. -¿Jo se veía con alguien, Bonnie?
Silencio al otro lado. Con una mano que me pareció que estaba a por lo menos seis kilómetros de mi hombro, cogí las páginas de la cesta del fax. Había diez: de noviembre de 1993 a agos to de 1994. Con anotaciones por todas partes hechas con la letra clara de Jo. ¿Teníamos fax antes de que ella muriera? Ni siquiera lo recordaba. Eran tantas las cosas que no recordaba.
-¿Bonnie? Si sabes algo, dímelo, por favor. Jo está muerta, pero yo no. Si hay algo que deba perdonarle, lo haré, pero no puedo perdonar lo que no entien...
-Lo siento -interrumpió ella con una risita nerviosa-. Es que no te había entendido. "Verse con otro" suena como algo tan impropio de Jo, de la Jo que conocí, que al principio creí que te referías a un psicólogo o algo así. Pero no es así, ¿verdad? ¿Me preguntas si estaba liada con alguien? ¿Si tenía un amante?
-Sí, me refería a eso.
Estaba revisando las páginas de fax, y aunque mi mano todavía no estaba a la distancia normal de mis ojos, se aproximaba más 331
CAP =T Ul+o 17
Devore estaba loco, desde luego, como una regadera, y no podría haberme cogido en un momento peor, pues yo me sentía más débil y asustado que nunca. Creo que a partir de ese momento todo sucedió siguiendo un orden divino. Desde ese momento hasta la terrible tormenta de la que todavía se habla en esta parte del mundo, los hechos se precipitaron como una avalancha.
Me sentí bien durante el resto de la tarde del viernes -mi conversación con Bonme había dejado muchas preguntas sin respuesta, pero de todos modos me había producido el efecto de un es timulante-. Me preparé unas verduras salteadas -para redimirme de mi último atracón de grasas en el Village Cafe- y las comí mientras veía las noticias de la tarde. Al otro lado del lago, el sol descendía hacia las montañas e inundaba el salón con sus reflejos dorados. Cuando Tom Brokaw se despidió de los espectadores, decidí dar un paseo por la Calle, en dirección norte. Llegaría lo más lejos posible, aunque asegurándome que regresaría a casa antes de que anocheciera, y en el camino pensaría en las cosas que me habían dicho Bill Dean y Bonnie Amudson. Pensaría como solía hacerlo cuando me encontraba con un obstáculo en el argumento de alguna de mis novelas.
Bajé la escalinata de traviesas, todavía sintiéndome bien (confundido, pero bien), torcí por la Calle e hice una pausa para mirar a la Dama Verde. Aunque el sol del ocaso caía directamente sobre ella, era difícil verla como lo que era: un abedul y un pino marchito detrás, este último con una rama extendida como un brazo que señala algo. Era como si la Dama Verde me dijera: "Ve al norte, joven, ve al norte." Bueno, yo no era muy joven que digamos, pero podía ir hacia el norte. Al menos durante un rato.
Sin embargo, me demoré un momento, estudié con inquietud la cara que veía entre los arbustos y no me gustó nada la forma en que la brisa hacía sonreír con malicia a la parte que parecía una boca. Quizá comenzara a sentirme mal entonces, pero estaba demasiado abstraído para notarlo. Eché a andar hacia el norte, preguntándome qué había escrito Jo, ya que a esas alturas comenzaba a creer que, en efecto, había escrito algo. ¿Por qué, si no, había encontrado mi vieja máquina de escribir en su estudio? Decidí que registraría esa habitación, que la registraría a conciencia y... "Socorro, me ahogo."
La voz procedía del bosque, del agua, de mí mismo. Me asaltó una súbita oleada de vértigo, que levantó y esparció mis pensamientos como hace el viento con las hojas secas. Me detuve. No me había sentido tan mal, tan marchito, en toda mi vida. Sentía una opresión en el pecho. Mi estómago se cerró como una flor en una helada. Los ojos se me llenaron de un agua fría que no se parecía en nada a las lágrimas, e intuí lo que iba a pasar a continuación. "No", quise decir, pero la palabra se negó a salir de mis labios.
En cambio, sentí el sabor del agua del lago, con todos sus misteriosos minerales, y de súbito los árboles temblaron ante mis ojos como si los viera a través de un líquido cristalino. Entretan to, la opresión del pecho se había localizado, tomando la forma de unas aterradoras manos. Me empujaban hacia abajo. -¿Nunca dejará de hacer eso? preguntó, casi gritó, alguien. En la Calle no había nadie más que yo, pero oí esa voz con absoluta claridad-. ¿Nunca dejará de hacer eso?
Lo que oí a continuación no fue una voz, sino unos pensamientos extraños en mi cabeza. Golpeaban contra las paredes de 336
mi cráneo, como mariposas nocturnas atrapadas en la pantalla de una lámpara... o dentro de un farolillo de papel.
socorro me ahogo socorro me ahogo socorro me ahogo el hombre de la gorra azul me golpeóel hombre de la gorra azul no me deja escapar socorro me ahogo perdí las moras en el camino me sujeta su cara brilla y es mala Oh jesús déjame déjame déjame escapar déjame libre déjame libre POR FAVOr DÉJAME LIBRE para ya DÉJAME LIBRE ella grita mi nombre grita muy FUERTe
Presa del pánico, me doblé, abrí la boca y de ella salió un chorro frío de...
Nada en absoluto.
El horror pasó y al mismo tiempo no pasó. Todavía sentía náuseas, como si hubiera comido algo que hubiera agredido violentamente mi cuerpo, como veneno para hormigas o una seta venenosa de las que en los libros de Jo aparecían recuadradas en rojo. Di una docena de pasos tambaleantes, haciendo arcadas secas con una garganta que todavía se sentía húmeda. Allí donde la cuesta descendía a la orilla había otro abedul que arqueaba su vientre blanco con elegancia hacia el agua, como si quisiera ver su reflejo a la favorecedora luz del ocaso. Me agarré al árbol como un borracho a una farola.
La opresión de mi pecho comenzó a aliviarse, pero me dejó un dolor tan real como la lluvia. Permanecí sujeto al árbol, con el corazón desbocado, y entonces tomé conciencia de que algo apes taba, de que algo producía un inmundo olor a podrido, peor que el de un pozo séptico que hubiera hervido todo el verano al sol. Al mismo tiempo, intuí la proximidad de la presencia que despe 337
día ese hedor, alguien que debía de estar muerto pero no lo estaba. "Ay, para ya, déjame libre", traté de decir, pero las palabras no salieron. Luego el olor desapareció. Ya no olía nada más que el aroma habitual del lago y el bosque. Pero veía algo: un niño en el lago, un pequeño ahogado tendido boca arriba. Tenía los carrillos inflados y la boca laxa, abierta. Tenía los ojos en blanco, como los de una estatua.
Una vez más mi boca se llenó del implacable sabor a hierro del lago. "Socorro, déjame ir, socorro me ahogo." Grité mentalmente, grité a la cara muerta, y entonces comprendí que me miraba a mí mismo desde abajo, que miraba hacia arriba a través de los destellos rosados del agua del ocaso a un hombre blanco con tejanos y un polo amarillo, agarrado a un abedul tembloroso e intentando gritar, con su cara líquida en movimiento y sus ojos momentáneamente cubiertos por una perca que persigue a un gusano apetecible; yo era al mismo tiempo el niño negro y el hombre blanco, ahogado en el agua y ahogándose en el aire, ¿es eso?, ¿es eso lo que pasa?, golpea una vez para sí, dos veces para no.
No escupí nada más que un hilo de saliva y, aunque parezca increíble, un pez saltó y se arrojó sobre el escupitajo. Saltaban sobre cualquier cosa al atardecer; la luz mortecina debía de vol verlos locos. El pez volvió a caer al agua a unos dos metros de la orilla, formando un remolino plateado, y todo desapareció: el sabor de mi boca, el olor nauseabundo, la cara ahogada del niño negro; un negro -porque así debía de llamarse a sí mismo- que con toda seguridad se había apellidado Tidwell.
Miré a la derecha y vi una frente gris de roca proyectándose sobre un montículo de estiércol y paja. Pensé: Ahí, ahí mismo, y a modo de confirmación el nauseabundo olor a podrido me asaltó otra vez, aparentemente desde la tierra.
Cerré los ojos sin soltarme del árbol; me sentía débil y enfermo. Fue entonces cuando oí la voz de Max Devore, el loco, a mi espalda.
-Eh, chulo, ¿dónde está tu puta?
Me volví y ahí estaba él, con Rogette Whitmore a su lado. Fue la única vez que lo vi, pero me bastó. Creedme, una vez fue más que suficiente.
Su silla de ruedas no parecía una silla de ruedas. Más bien parecía un híbrido de sidecar y cápsula espacial. Tenía media docena de ruedas cromadas a ambos lados y otras ruedas más grandes (creo que cuatro) en la parte posterior. No parecían estar al mismo nivel y advertí que cada una de ellas tenía sus propios muelles de suspensión. Devore podría viajar con comodidad incluso en un terreno mucho más escarpado que el de la Calle. El compartimiento que contenía el motor estaba encima de las ruedas traseras. Las piernas de Devore estaban ocultas tras un morro de fibra de vidrio, negro con rayas rojas, que no habría estado fuera de lugar en un coche de carreras. Encima de esta estructura había un artilugio parecido a mi antena parabólica, que debía de ser un dispositivo informático antichoques. 0 acaso un piloto automático. Los reposabrazos eran anchos y estaban llenos de mandos. Acoplado al lateral izquierdo de la silla había un tanque de oxígeno verde de aproximadamente un metro de largo. Una manguera conectaba con un fuelle, y el fuelle con una mascarilla que estaba en el regazo de Devore y que me recordó a la Stenomask del viejo piloto de caza.
Esa tarde la mujer que había visto en la puerta del bar Sunset de Warrington's llevaba una blusa blanca de manga larga y unos pantalones negros tan ceñidos que sus piernas parecían espadas envainadas. Su cara estrecha y sus mejillas hundidas acentuaban su semejanza con la mujer de El grito de Edward Munch. Su pelo blanco colgaba alrededor de la cara como una capucha holgada. Tenía los labios pintados de un rojo tan brillante que parecía sangrar por la boca.
Era vieja y fea, pero una maravilla comparada con el suegro de Mattie. Esquelético, con los labios morados y la piel de alrededor de los ojos y las comisuras de los labios de un color púr pura oscuro, Devore parecía lo que un arqueólogo podría encontrar en la cámara funeraria de una pirámide, rodeado de sus mujeres y animales disecados, adornado con sus joyas favoritas. Unas hebras de pelo blanco colgaban todavía de su cuero cabelludo descamado; pequeñas matas sobresalían de sus orejas enormes, que parecían haberse derretido como esculturas de seda dejadas al sol. Llevaba pantalones de algodón blanco y una ondulante 339
camisa azul. Si hubiera añadido a ese atuendo una boina negra, habría tenido el aspecto de un pintor francés del siglo xix al final de su larga vida. Sobre su regazo había un bastón de madera negra con el extremo cubierto con la funda roja de un manillar de bicicleta. Los dedos que lo cogían parecían fuertes, pero se estaban poniendo tan negros como el bastón. Era obvio que tenía problemas circulatorios, y no quise ni imaginar el aspecto que tendrían sus pies y sus pantorrillas.
-La puta se ha marchado y lo ha dejado, ¿no?
Quise contestar, pero de mi boca salió un gemido ronco, nada más. Todavía estaba agarrado al abedul. Me solté y traté de enderezarme, pero mis piernas seguían débiles y tuve que sujetarme otra vez.
Devore empujó un interruptor de palanca y la silla se acercó unos tres metros, reduciendo a la mitad la distancia que nos separaba. Al avanzar, la silla apenas emitía un suave murmullo; mirarla era como mirar una maligna alfombra mágica. Sus múltiples ruedas subían y bajaban independientemente y destellaban a la luz mortecina del sol, que empezaba a adquirir una tonalidad rojiza. Cuando el viejo se aproximó, me produjo una sensación extraña. Su cuerpo se estaba pudriendo, pero lo rodeaba una fuerza ineludible e intimidante, como la de una tormenta eléctrica. La mujer caminaba a su lado, mirándome en silencio con expresión divertida. Sus ojos tenían una tonalidad rosada. En ese momento supuse que eran grises y que habían captado la luz del ocaso, pero ahora creo que la mujer era albina.
-Siempre me han gustado las putas -dijo-. ¿Verdad, Rogette? -Sí, señor -respondió ella-. Cuando están en su lugar.
-¡A veces su lugar era en mi cara! -exclamó con una firmeza desproporcionada, como si ella le hubiera llevado la contraria-. ¿Dónde está ella, joven? Me pregunto sobre qué cara está senta da en estos momentos. ¿En la de ese abogado listillo que le buscó usted? Lo sé todo sobre él, hasta el insuficiente en conducta que sacó en tercer curso de la primaria. Yo me aseguro de informarme bien; es el secreto de mi éxito.
Me erguí con un esfuerzo sobrehumano. -¿Qué hace aquí?
-Dar un paseo, igual que usted. No hay ninguna ley que lo prohíba, ¿no? La Calle pertenece a cualquiera que quiera usarla. Usted no lleva mucho tiempo aquí, joven chulo, pero sí lo sufi ciente para saberlo. Es nuestra versión del parque del pueblo, donde los cachorros buenos y los perros malos pueden caminar lado a lado.
Devore cogió la mascarilla de oxígeno con la mano libre, inspiró profundamente y la dejó caer sobre su regazo. Sonrió; una indescriptible sonrisa de complicidad que dejó al descubierto unas encías del color del yodo.
-¿Tiene un buen polvo? Me refiero a esa putita suya. Debe de ser buena para haber tenido a mi hijo prisionero en esa piojosa caravana donde vive. Y entonces aparece usted, antes de que los gusanos hayan terminado con los ojos de mi hijo. ¿Le apesta el coño? -Cállese.
Rogette Whitmore echó la cabeza atrás y soltó una carcajada. La risa sonó como el chillido de un conejo que ha caído en las garras de un búho, y me puso la carne de gallina. Por lo visto, ella estaba tan loca como él. Gracias a Dios que eran viejos.
-Ha herido su sensibilidad, Max-dijo la mujer. -¿Qué quiere?
Respiré hondo y volví a sentir un sabor pútrido. Hice arcadas. Traté de evitarlo, pero no pude.
Devore se irguió en su silla y respiró hondo, como si quisiera imitarme. En ese momento parecía Robert Duvall en Apocalipsis, caminando por la playa y diciéndole a todo el mundo cuánto le gustaba el olor al napalm por la mañana. Su sonrisa se ensanchó. -Un lugar muy bonito, ¿no le parece? Un buen sitio donde detenerse a reflexionar, ¿verdad? -Miró alrededor-. Sí, fue aquí donde ocurrió.
-Donde se ahogó el niño.
Me pareció que la sonrisa de Rogette Whitmore temblaba momentáneamente, pero la de Devore no lo hizo. Cogió la mascarilla transparente de oxígeno con su mano ancha y unos dedos que, más que agarrar, tanteaban. Vi pequeñas burbujas de mucosidad pegadas en el interior de la mascarilla. El viejo volvió a inhalar y se la quitó.
-En este lago se han ahogado más de treinta personas y eso que seguramente no estamos informados de todos -dijo-. ¿Qué importancia tiene un niño más o menos?
-No lo entiendo. ¿Aquí murieron dos niños Tidwell? El crío al que se le infectó la herida y el otro...
-¿Le preocupa su alma, señor Noonan? ¿Su alma inmortal? ¿La mariposa de Dios atrapada en un capullo de carne que pronto apestará como el mío?
No respondí. Ya no estaba tan sorprendido por lo que acababa de pasarme. La sorpresa dejó paso al increíble magnetismo personal de Devore. Jamás en mi vida había percibido la proximi dad de una fuerza tan poderosa. No tenía nada de sobrenatural, y poderosa es la palabra precisa. Estoy seguro de que en otras circunstancias yo habría echado a correr. Si permanecí allí no fue por valentía; sino porque todavía sentía las piernas débiles y tenía miedo de caerme.
-Voy a darle una oportunidad para salvar su alma -dijo Devore y levantó un dedo huesudo para ilustrar el concepto de "una"-. Márchese, chulo. Márchese ahora mismo con lo puesto. No se moleste en hacer el equipaje, no se detenga ni siquiera para asegurarse de que ha apagado los fuegos de la cocina. Márchese. Abandone a la puta y a la hijita de la puta.
-Quiere que las deje en sus manos.
-Sí. Yo haré lo que deba hacer. Las almas son para los que se dedican a las humanidades, Noonan. Yo era ingeniero. -Váyase a tomar por culo.
Rogette Whitmore volvió a emitir el chillido de conejo.
El viejo, que estaba sentado con la cabeza encorvada, me sonrió con la expresión de una criatura escapada del reino de los muertos.
-¿Está seguro de que quiere ser usted, Noonan? A ella no le importa, ¿sabe? A ella le da igual usted que yo.
-No sé de qué habla. -Volví a respirar hondo y esta vez el aire tenía el sabor normal. Me aparté unos pasos del abedul, y me pareció que mis piernas también habían vuelto a la normalidad-. Y no me importa. No conseguirá quedarse con Kyra en el resto de su asquerosa vida. No permitiré que lo haga.
-Permitirá muchas cosas, amigo -replicó Devore sonriendo y enseñándome sus encías yodadas-. Antes de que termine el mes de julio verá tantas cosas que deseará haberse arrancado los ojos en junio.
-Me voy a mi casa. Déjeme pasar.
-Váyase, ¿cómo iba a detenerlo? -preguntó-. La Calle es de todos.
Cogió la mascarilla de oxígeno y volvió a inhalar. Luego la dejó caer sobre su regazo y apoyó el brazo izquierdo en el reposabrazos de la silla de ruedas que podría haber pertenecido a Buck Rogers.
Di un paso hacia él, y antes de que me enterara de lo que estaba pasando, el viejo me salió al encuentro con la silla de ruedas. Podría haberme atropellado y haberme hecho mucho daño -no me cabe duda de que me habría roto una o las dos piernas-, pero se detuvo unos milímetros antes de llegar a mí. Yo di un salto hacia atrás, pero sólo porque él me lo permitió. Rogette Whitmore reía otra vez.
-¿Qué le pasa, Noonan?
-Salga de mi camino. Se lo advierto. -La puta lo ha puesto nervioso, ¿no?
Di un paso hacia la izquierda con la intención de sortearlo, pero en menos de un segundo, él giró la silla y me cerró el paso. -Lárguese del TR, Noonan. Es un buen conse...
Corrí hacia la derecha, esta vez del lado del lago, y lo habría eludido con facilidad de no ser por el puño pequeño y duro que me golpeó en la mejilla izquierda. La zorra de pelo blanco lleva ba un anillo, y la piedra me hizo un corte debajo de la oreja. Sentí el escozor y el calor de la sangre. Me giré y la empujé con las dos manos. Ella cayó sobre el sendero cubierto de agujas de pino lanzando un chillido de furia y sorpresa. Un segundo después, algo me golpeó en la nuca. Por un instante lo vi todo anaranjado. Me tambaleé hacia atrás, sacudiendo los brazos como en cámara lenta, y volví a ver a Devore. Se había girado en la silla y tenía la cabeza echada hacia adelante y el bastón con el que me había golpeado todavía en alto. Si hubiera sido diez años más joven, me habría fracturado el cráneo en lugar de limitarse a crear un momentáneo resplandor anaranjado.
Me topé con mi viejo amigo el abedul. Me llevé una mano a la oreja y miré con incredulidad la sangre que cubría las yemas de mis dedos. Me dolía la cabeza en el sitio donde acababa de pegarme.
Rogette Whitmore se levantó con esfuerzo, se sacudió las agujas de pino de los pantalones y me miró con una sonrisa furiosa. Sus mejillas se habían teñido de rubor y sus labios excesivamente ro jos trazaban una mueca tensa que permitía ver sus dientes pequeños. A la luz del sol del ocaso sus ojos parecían arder.
-Fuera de mi camino -dije, pero mi voz sonó pequeña y débil. -No -respondió Devore mientras dejaba su bastón sobre el morro de la silla. Entonces vi en él al niño al que no le había importado lastimarse las manos para conseguir el trineo que quería. Lo vi con claridad-. No, cobardica. No pienso salir de su camino.
Volvió a empujar la palanca plateada y la silla de ruedas avanzó silenciosamente hacia mí. Si me hubiera quedado donde estaba, me habría atravesado con su bastón igual que los duques per versos eran atravesados por la espada en los cuentos de Alejandro Dumas. Probablemente se habría fracturado los frágiles huesos de la mano derecha y se habría dislocado el brazo derecho en la colisión, pero a ese hombre nunca le habían preocupado esos detalles; él dejaba las pequeñeces para la gente insignificante. Si la sorpresa o la incredulidad me hubieran hecho vacilar, el viejo me habría matado, estoy seguro. Pero di un salto a la izquierda. Mis zapatillas resbalaron sobre la cuesta cubierta de agujas de pino, luego perdí el contacto con la tierra y empecé a caer.
Caí al agua en una postura poco conveniente y demasiado cerca de la orilla. Mi pie izquierdo dio contra una raíz sumergida y se torció. El dolor fue impresionante, fuerte como el rugido de un trueno. Abrí la boca para gritar y se llenó con el agua del lago; esta vez el sabor frío y metálico era real. Escupí, tosí y me alejé nadando del sitio donde había caído mientras pensaba el niño, el niño está muerto aquí abajo; ¿y si extiende un brazo y me coge?
Me volví de espaldas sin dejar de manotear y de toser, consciente de que los tejanos se me adherían a las piernas y a la entrepierna, pensando absurdamente en mi cartera. No me preocupa 344
ban las tarjetas de crédito ni el carnet de conducir, pero tenía dos buenas fotografías de Jo, y se estropearían.
Devore había estado en un tris de caer por la cuesta, y por un instante pensé que todavía corría ese riesgo. El morro de la silla sobresalía en el mismo sitio donde yo había caído (vi las huellas de mis zapatillas a la izquierda de las raíces parcialmente descubiertas del abedul), y aunque las ruedas traseras seguían en el suelo, la tierra quebradiza caía desde detrás de ellas en pequeñas avalanchas secas que rodaban por la cuesta hasta llegar al agua, creando pequeños remolinos entrelazados.
Rogette Whitmore sujetaba el respaldo de la silla, tiraba de él, pero era demasiado pesado para ella; si Devore quería salvarse, tendría que hacerlo solo. De pie en el lago, con el agua hasta la cintura y la ropa flotando a mi alrededor, deseé que se cayera. Después de varias intentonas, los dedos morados de su mano izquierda se asieron a la palanca plateada. Un dedo tiró de ella hacia atrás y la silla retrocedió con una última lluvia de piedras y polvo. Rogette Whitmore saltó hacia un lado para que no le pillara los pies con la silla. Devore manoteó otro mando, giró la silla para mirar hacia donde yo estaba, a unos dos metros del abedul arqueado, y condujo la silla hasta llegar al borde de la Calle pero a una distancia prudencial de la cuesta. Rogette Whitmore nos daba la espalda; estaba inclinada con el trasero apuntando en mi dirección. Si pensé en ella -y no recuerdo que lo hiciera-, seguramente supuse que estaba recuperando el aliento. Devore parecía estar en mejor estado que nosotros dos, pues ni siquiera se llevó la mascarilla de oxígeno a la boca. La luz del atardecer le iluminaba la cara, dándole el aspecto de una calabaza de Halloween que había sido empapada en gasolina e incendiada.
-¿Le gusta nadar? -preguntó y rió.
Miré alrededor, esperando ver alguna pareja de paseo o quizá a un pescador que buscara un sitio donde arrojar el sedal por última vez antes de que anocheciera... y al mismo tiempo no de seaba ver a nadie. Me sentía furioso, humillado y aterrorizado, pero, por encima de todo, avergonzado. Me había arrojado al lago un viejo de ochenta y cinco años... un hombre que ahora parecía decidido a quedarse y continuar burlándose de mí.
Eché a andar en el lago hacia la derecha, en dirección a mi casa. El agua me llegaba a la cintura, estaba fría y resultaba casi refrescante ahora que me había acostumbrado a ella. Mis zapati llas chapoteaban sobre las piedras y las ramas de árboles sumergidas. Todavía me dolía el tobillo que me había torcido, pero a pesar de todo soportaba mi peso, aunque no podía estar seguro de que continuara haciéndolo cuando saliera del lago.
Devore jugó una vez más con los mandos de la silla, que giró en redondo y se deslizó suavemente por la Calle, siguiéndome el paso con facilidad.
-No le he presentado formalmente a Rogette, ¿no? -dijo-. Cuando estaba en la universidad, era una excelente atleta, ¿sabe? El softball y el hockey eran sus especialidades, y todavía conser va su destreza. Rogette, demuéstrale tus habilidades a este joven caballero.
Rogette Whitmore adelantó a la silla de ruedas por la izquierda y por un instante quedó oculta tras ella. Cuando volví a verla, vi también lo que tenía en la mano. No se había agachado para recuperar el aliento. Sonriente, caminó hasta el borde de la cuesta con el brazo izquierdo flexionado sobre el estómago, aguantando las piedras que había cogido del borde del camino. Escogió una del tamaño aproximado de una pelota de golf, levantó la mano y me la arrojó. Con fuerza. La piedra zumbó junto a mi sien izquierda y cayó en el agua a mi espalda.
-¡Eh! -grité más sorprendido que asustado. A pesar de todo lo que había precedido a este incidente, no terminaba de creérmelo. -¿Qué te pasa, Rogette? -preguntó Devore con tono burlón-. Antes no lanzabas como una chica. ¡Asegúrate de dar en el blanco! La segunda piedra pasó cuatro centímetros por encima de mi cabeza. La tercera podría haberme partido los dientes. La atajé con un grito de furia y miedo, y sólo más tarde me di cuenta de que me había magullado la palma de la mano. En ese momento sólo era consciente de la cara perversa y risueña de Rogette, la cara de una mujer que se ha gastado dos dólares en la caseta de tiro al blanco de un parque de atracciones y está empeñada en ganar el oso de peluche más grande aunque tenga que pasarse la noche entera intentándolo.
Y lanzaba con rapidez. Las piedras caían como granizo a mi alrededor y algunas creaban pequeños géiseres en el agua rojiza a mi derecha o a mi izquierda. Comencé a retroceder andando, pues tenía miedo de volverme y nadar, miedo de que me arrojara una piedra muy grande a la nuca en cuanto le diera la espalda. Sin embargo, tenía que salir fuera de su alcance. Entretanto, Devore emitía una ronca sonrisa de viejo con su horrible cara contraída como la maliciosa cara de una muñeca hecha con una manzana.
Una de las piedras me alcanzó en la clavícula y rebotó en el aire. Yo grité y ella también:
-¡Jai! -Como un karateca que acaba de dar una buena patada. Era obvio que debía batirme en retirada. Me volví, nadé hacia aguas más profundas y la muy puta estuvo a punto de desnucarme. Las dos primeras piedras que arrojó después de que yo empezara a nadar pasaron de largo, como si la mujer estuviera afinando la puntería. Durante unos instantes, tuve tiempo de pensar lo estoy consiguiendo, estoy fuera de su área de... entonces sentí un golpe en la coronilla. Lo sentí y lo oí al mismo tiempo: hizo lclonc!, como en los tebeos de Batman.
La superficie del lago pasó del naranja intenso al rojo intenso y luego al rojo escarlata. Oí el sonido lejano del grito de aprobación de Devore y la extraña risa chillona de Rogette Whitmo re. Tragué otra bocanada de agua con sabor a hierro y estaba tan aturdido que tuve que recordarme que debía escupirla. Sentía los pies demasiado pesados para nadar; las malditas zapatillas pesaban una tonelada. Bajé las piernas y no encontré el fondo; ya no hacía pie. Miré hacia la costa y vi que tenía un aspecto maravilloso, brillando bajo el sol del ocaso como un escenario iluminado con focos anaranjados y rojos. Debía de estar a unos seis metros de la orilla. Devore y Rogette Whitmore estaban junto al borde de la Calle, mirándome. Parecían papá y mamá en un cuadro de Grant Wood. Devore se había puesto la mascarilla otra vez, pero vi que sonreía tras ella. Rogette Whitmore también sonreía.
Me entró más agua en la boca y escupí la mayor parte, pero la que tragué bastó para provocarme tos y arcadas. Comenzaba a hundirme y luché para salir a la superficie, no nadando sino cha poteando histéricamente, gastando nueve veces la energía necesa 347
ria para mantenerme a flote. El pánico hizo su aparición, corroyendo mi perplejidad con sus pequeños y afilados dientes de rata. Tomé conciencia de un silbido agudo en mis oídos. ¿Cuántos golpes había recibido mi pobre cabeza? Uno del puño de Rogette... uno del bastón de Devore... una piedra... ¿o habían sido dos? Dios, ya no lo recordaba.
Contrólate, por el amor de Dios. No permitirás que te venza de este modo, ¿no? No dejarás que te ahogue como se ahogó el niño.
No, si podía evitarlo. Pataleé y me llevé la mano izquierda a la cabeza. A unos centímetros de la nuca, palpé un chichón que todavía seguía hinchándose. Al apretarlo, tuve la sensación de que iba a desmayarme y a vomitar al mismo tiempo. Las lágrimas se deslizaban por mis mejillas. Cuando me miré los dedos, apenas si vi rastros de sangre, pero es difícil precisar el estado de una herida cuando uno está en el agua.
-¡Parece una marmota a la que ha sorprendido la lluvia, Noonan!
Ahora la voz de Devore parecía muy lejana.
-¡Hijo de puta! -grité-. ¡Haré que le encierren por esto!
El viejo miró a Rogette, ella le devolvió la mirada con una expresión idéntica, y ambos comenzaron a reír a carcajadas. Si en ese momento alguien me hubiera puesto una ametralladora en las ma nos, los habría matado sin vacilar y habría pedido un segundo cargador para ametrallar los cadáveres. Pero puesto que no tenía ninguna ametralladora a mano, comencé a nadar como un perro hacia el sur, en dirección a mi casa. Ellos me siguieron andando por la Calle; él en su silenciosa silla de ruedas, ella andando a su lado, solemne como una monja, y deteniéndose de vez en cuando para coger una piedra.
Yo no había nadado lo suficiente para sentirme cansado, pero lo estaba, supongo que por culpa del miedo. Finalmente respiré en el momento equivocado, tragué más agua y me dejé atrapar por el pánico. Comencé a nadar hacia la orilla, empeñado en llegar a un sitio donde pudiera ponerme en pie. De inmediato, Rogette Whitmore empezó a arrojarme más piedras; primero aquellas que sujetaba entre el brazo izquierdo y el estómago, luego las
que había apilado sobre el regazo de Devore. Ya había hecho sus ejercicios de calentamiento y no lanzaba como una chica; su puntería era mortal. Las piedras salpicaban a mi alrededor. Esquivé otra -lo bastante grande para abrirme la frente si me hubiera alcanzado-, pero la siguiente me dio en el bíceps produciendo un largo arañazo. Ya era suficiente. Me volví y una vez más nadé hacia el interior del lago, respirando agitadamente y esforzándome por mantener la cabeza fuera del agua a pesar del. creciente dolor en la nuca.
Cuando estuve fuera de su alcance me volví a mirarlos. Rogette se había acercado al borde de la cuesta, decidida a ganar cada palmo de distancia. Demonios, cada centímetro. Devore había aparcado su silla de ruedas detrás de ella. Los dos sonreían y tenían la cara tan roja como la de los diablillos del infierno. En veinte minutos más oscurecería. ¿Conseguiría mantener la cabeza fuera del agua durante otros veinte minutos? Suponía que sí si no volvía a dejarme llevar por el pánico, pero no resistiría mucho más. Me imaginé ahogándome en la oscuridad, alzando la vista y viendo a Venus poco antes de sumergirme por última vez, y la rata-pánico volvió a hincarme los dientes. La rata-pánico era peor que Rogette y sus piedras, mucho peor.
Aunque quizá no fuera peor que Devore.
Recorrí la orilla con la vista, tratando de ver si había alguien en la Calle, allí donde ésta salía del cobijo de los árboles doce palmos o doce metros. Ya no me sentía avergonzado, pero no vi a nadie. ¿Dónde estaba todo el mundo? ¿Habían ido a Mountain Wiew, en Fryeburg, a comerse una pizza, o al Village Café a tomar un batido?
-¿Qué pretende? -le grité al viejo-. ¿Quiere que le diga que no me meteré en sus asuntos? ¡De acuerdo, no lo haré!
Devore rió.
-¿Tengo cara de haber nacido ayer, Noonan?
Bueno, en realidad no esperaba que mi táctica funcionara. Aunque yo hubiera sido sincero, él no me habría creído.
-Sólo queremos averiguar hasta dónde es capaz de nadar -dijo Whitmore y me lanzó otra piedra, que trazó un largo y lento arco en el aire y cayó a un metro y medio de donde yo estaba.
Quieren matarme, pensé. Están decididos a hacerlo.
Sí. Y lo peor era que podían hacerlo impunemente. En ese momento, se me ocurrió una idea descabellada, viable e inviable al mismo tiempo. Imaginé a Rogette Whitmore pinchando una nota en el tablón de anuncios que estaba en la puerta de la tienda Lakeview:
¡SALUDOS A LOS MARCIANOS DE TR-90!
No podía creérmelo, ni siquiera en la situación en que me encontraba... y sin embargo, casi lo creía. Por lo menos debía reconocer que tenía la suerte de un demonio.
Estaba cansado y mis zapatillas pesaban más que nunca. Traté de quitarme una de ellas y sólo conseguí tragar más agua. La pareja seguía observándome desde la Calle, donde de vez en cuan do Devore cogía la mascarilla de su regazo y hacía una inspiración revitalizadora.
No podía esperar hasta que oscureciera. El sol se pone temprano en el oeste de Maine -y supongo que en todas las zonas montañosas-, pero el crepúsculo es largo. Cuando en el oeste oscureciera lo suficiente para moverme sin que me vieran, la luna ya habría salido en el este.
Imaginé mi esquela en el New York Times: POPULAR NOVELISTA DE SUSPENSEROMÁNTICO SE AHOGA EN MAZNE. Debra Wrnstock les proporcionaría una foto del autor tomada de La promesa de Helen, de inminente publicación. Harold Oblowski haría todos los comentarios de rigor, y también se acordaría de poner una modesta (aunque no minúscula) esquela en Publishers Weekly. La pagarían a medias con Putnam y...
Me hundí, tragué más agua y escupí. Comencé a dar puñeta 350
El señor WILLIAM DEVORE, el marciano favorito de todos, dará a cada residente del TR CIEN DÓLARES si no usan la Calle el VIERNES POR LA TARDE, 17 de JULIO, entre las SIETE y las NUEVE. ¡Mantened alejados también a nuestros "AMIGOS VERANEANTES"! y recordad: ¡¡OS BUENOS MARCIANOS son como IOS TRES MONOS: no VEN nada, n0 ESCUCHAN nada y no DICEN nada!
zos en el lago otra vez y me obligué a parar. Oía la risa aguda de Rogette Whitmore en la orilla. Puta, pensé. Maldita puta esquelé... "Mike", dijo Jo.
Su voz estaba en mi cabeza, pero no era la misma que me invento cuando imagino su parte en un diálogo imaginario o cuando simplemente la echo de menos y necesito hablar con ella duran te un rato. En ese momento, algo cayó a mi derecha con mucha fuerza. Cuando miré en esa dirección no vi nada, ni un pez, ni siquiera una ondulación en el agua. Lo que vi en su lugar fue la plataforma flotante, anclada a unos cien metros de distancia en el agua del color del ocaso.
-No puedo nadar tan lejos, cariño -gemí.
-¿Ha dicho algo, Noonan? -gritó Devore desde la orilla. Con gesto burlón, se llevó una mano a una de sus enormes orejas que parecían hechas con grumos de cera-. ¡Casi no se le oye! ¡Parece agitado!
Más risas chillonas de Rogette Whitmore. Él era Johnny Carson; ella, Ed McMahon.
"Puedes conseguirlo. Te ayudaré."
Comprendí que la plataforma era mi única posibilidad: no había otra a ese lado de la orilla, y estaba por lo menos diez metros más allá del mejor tiro -hasta el momento- de Rogette Whit more. Comencé a nadar a lo perro en esa dirección, sintiendo ahora los brazos tan pesados como los pies. Cada vez que advertía que mi cabeza estaba a punto de sumergirse, hacía una pausa, tijereteaba con las piernas en el agua, me decía que debía tranquilizarme, que estaba en buena forma física y que lo hacía muy bien; me decía que si no me asustaba, todo iría perfectamente. La vieja puta y el viejo cabrón reanudaron la marcha, pero cuando vieron hacia dónde me dirigía las risas y las provocaciones cesaron. Durante mucho, mucho tiempo, la plataforma flotante no me pareció más cercana. Me dije que era porque la luz se estaba desvaneciendo -el color del agua pasaba del rojo al púrpura y a un gris oscuro, casi negro, parecido al de las encías de Devore-, pero esta idea me resultaba cada vez menos convincente a medida que me quedaba sin aire y que mis brazos se volvían más pesados. Cuando todavía estaba a unos treinta metros de la plataforma, 351
me dio un calambre en la pierna izquierda. Caí hacia un lado como un velero empantanado, y traté de cogerme el músculo agarrotado, pero me entró.más agua en la boca. Traté de escupirla, hice una arcada y me hundí mientras mi estómago seguía tratando de arrojar el agua y mis dedos de llegar a la zona acalambrada, que estaba encima de la rodilla.
Me ahogo, pensé con sorprendente calma ahora que estaba ocurriendo. Así es como sucede; así.
Entonces una mano me cogió por la nuca, y el dolor producido porel tirón de pelos alrededor de la laceración en el cuero cabelludd, donde Rogette Whitmore me había alcanzado con su mejor lanzamiento, me devolvió a la realidad en un instante; fue mejor que una inyección de epinefrina. Otra mano me atenazó la pierna izquierda y sentí una breve pero agradable oleada de calor. El calambre desapareció y salí a la superficie nadando -nadando de verdad, no a lo perro- y en cuestión de segundos llegué a la escalera de la plataforma flotante. Aspiré grandes bocanadas de aire mientras me preguntaba si ya estaría a salvo o si mi corazón iba a estallarme en el pecho como una granada. Finalmente mis pulmones comenzaron a cobrarme la deuda de oxígeno, y me tranquilicé. Esperé un par de minutos y subí a la plataforma y a lo que ahora parecía las cenizas del ocaso. Estuve un rato de cara al oeste, inclinado con las manos en las rodillas, chorreando sobre las tablas. Luego me volví, dispuesto a insultar a los dos viejos. Pero allí no había nadie para oír mis insultos. La Calle estaba vacía. Devore y Rogette Whitmore se habían ido.
Quizá se hubieran ido. Me convenía recordar que no alcanzaba a ver gran parte de la Calle.
Me quedé sentado con las piernas cruzadas en la plataforma hasta que salió la luna, esperando y vigilando cualquier movimiento. Creo que estuve allí media hora, o tal vez cuarenta y cinco minu tos. Consulté el reloj, pero no me sirvió de nada: le había entrado agua y se había parado a las siete y media. A las deudas que Devore tenía conmigo, ahora debía añadir el precio de un Timex Indiglo: son veintinueve dólares con noventa y cinco, cabrón, suéltalos.
Finalmente bajé por la escalerilla, me zambullí y nadé hacia la orilla haciendo el menor ruido posible. Estaba descansado, había dejado de dolerme la cabeza (aunque el huevo que tenía sobre la nuca todavía palpitaba con regularidad) y ya no me sentía confundido ni incrédulo. En cierto sentido, ésa había sido la peor parte: tratar de asimilar no sólo la aparición del niño ahogado, de las piedras voladoras y del lago, sino también la insistente sensación de que nada de lo que ocurría era posible, de que los prósperos magnates de la informática no atentaban contra la vida de los novelistas que se cruzaban por casualidad en su camino.
Pero ¿la aventura de esa noche había sido casual? ¿Mi encuentro con Devore había sido una coincidencia y nada más? La forma en que había aparecido súbitamente a mi espalda me indujo a pensar que esa idea era bastante ingenua. Era más probable que me tuviera vigilado desde el Cuatro de julio... quizá desde la otra orilla del lago, con un potente equipo óptico. Tonterías paranoicas, habría dicho Jo... o al menos lo habría dicho antes de que los dos estuvieran a punto de hundirme en el lago Dark Score como a un barquito de papel en un charco.
Decidí que no me importaba que me estuvieran vigilando desde el otro lado del lago. Tampoco me preocupaba la posibilidad de que me esperaran ocultos entre los árboles de la Calle. Nadé hasta que sentí el cosquilleo de las algas en los tobillos y vi la media luna de mi playa. Entonces me puse en pie y di un respingo al sentir el aire frío en mi piel. Fui cojeando hasta la playa con una mano levantada para protegerme de la lluvia de piedras, pero no hubo lluvia de piedras. Permanecí un momento en la Calle, con los tejanos y el polo chorreando, y miré primero hacia un lado y luego hacia otro. Por lo visto, estaba solo en esa pequeña parte del mundo. Por fin volví a mirar hacia el agua, donde la tenue luz de la luna trazaba un sendero desde la playa hasta la plataforma flotante.
-Gracias, Jo -dije mientras comenzaba a subir los peldaños de traviesas en dirección a la casa.
Cuando estaba a mitad de camino, tuve que detenerme y sentarme. No me había sentido tan agotado en toda mi vida.
c AP.It LFI~o 18
n lugar de dirigirme a la puerta principal, subí por la escalera que conducía a la terraza; todavía me movía despacio y me maravillaba de que mis piernas parecieran el doble de pesadas de lo habitual. Cuando entré en el salón, miré alrededor con el asombro de alguien que ha estado fuera una década y que al regresar encuentra todo tal como lo dejó: el alce Bunter en la pared, el Boston Globe en el sofá, una colección de crucigramas en la mesita auxiliar, un plato con restos de verduras salteadas sobre la barra que había entre el salón y la cocina. Esas pequeñas cosas me hicieron tomar plena conciencia de lo que acababa de suceder: había salido a dar un paseo, dejando tras de mí un desorden normal, y había estado a punto de morir. A punto de ser asesinado.
Comencé a temblar. Fui al baño del ala norte, me saqué la ropa mojada y la arrojé a la bañera.. splat. Luego, todavía temblando, me volví y me miré al espejo que había encima del lava manos. Parecía la parte perdedora de una pelea en un bar. Tenía una herida larga, cubierta de sangre coagulada, en un bíceps. Un hematoma de color morado negruzco se extendía como unas alas sombrías sobre la clavícula izquierda. Había un surco sanguino
355
CAP IT UI,o 18
n lugar de dirigirme a la puerta principal, subí por la escalera que conducía a la terraza; todavía me movía despacio y me maravillaba de que mis piernas parecieran el doble de pesadas de lo habitual. Cuando entré en el salón, miré alrededor con el asombro de alguien que ha estado fuera una década y que al regresar encuentra todo tal como lo dejó: el alce Bunter en la pared, el Boston Globe en el sofá, una colección de crucigramas en la mesita auxiliar, un plato con restos de verduras salteadas sobre la barra que había entre el salón y la cocina. Esas pequeñas cosas me hicieron tomar plena conciencia de lo que acababa de suceder: había salido a dar un paseo, dejando tras de mí un desorden normal, y había estado a punto de morir. A punto de ser asesinado.
Comencé a temblar. Fui al baño del ala norte, me saqué la ropa mojada y la arrojé a la bañera.. splat. Luego, todavía temblando, me volví y me miré al espejo que había encima del lava manos. Parecía la parte perdedora de una pelea en un bar. Tenía una herida larga, cubierta de sangre coagulada, en un bíceps. Un hematoma de color morado negruzco se extendía como unas alas sombrías sobre la clavícula izquierda. Había un surco sanguino
355
lento en la parte superior del cuello, detrás de la oreja, donde la encantadora Rogette me había clavado la piedra del anillo. Cogí el espejo que usaba para afeitarme y lo utilicé para ver en qué estado se encontraba la parte posterior de mi cabeza. "¿Es que en esa cabeza dura no os entra nada?", solía gritarnos mi madre a Sid y a mí cuando éramos pequeños, y ahora agradecía a Dios que mamá hubiera acertado sobre el factor dureza, por lo menos en mi caso. El sitio donde Devore me había dado con el bastón parecía la punta de un volcán recientemente extinguido. El certero tiro de Rogette Whitmore me había dejado una herida que necesitaría puntos si quería evitar una cicatriz. En la parte posterior del cuello, alrededor del cuero cabelludo, tenía una mancha parduzca de sangre diluida. Sólo Dios sabía cuánta más habría salido de esa desagradable abertura roja antes de que la lavara el lago.
Eché un chorro de agua oxigenada en la mano ahuecada, me armé de valor y la arrojé sobre el surco como si fuera loción para después del afeitado. El escozor fue monstruoso, y tuve que morderme los labios para no gritar. Cuando el dolor comenzó a aliviarse un poco, empapé bolas de algodón con más agua oxigenada y limpié el resto de las heridas.
Me di una ducha, me puse una camiseta y unos tejanos y bajé al pasillo para llamar al sheriff del condado. No necesité usar la guía telefónica; los números de la comisaría de policía y del she riff estaban en una tarjeta pinchada en el tablón de anuncios y que decía EMERGENCIAS, junto con los teléfonos de los bomberos, el servicio de ambulancias y un número en el que te daban tres respuestas para el crucigrama diario del Times por un dólar con cincuenta.
Marqué los tres primeros números aprisa; luego empecé a ir más despacio. Había llegado al 955-960 cuando me detuve. Con el teléfono en la oreja, imaginé otro titular, esta vez no en el de coroso Times, sino en el sensacionalista New York Post: NOVELISTA LE DICE AL REY DE LA INFORMÁTICA: "¡MATEN!" El artículo iría ilustrado con una fotografía de un servidor, aparentando más o menos mi edad, y otra de Max Devore, aparentando más o menos ciento seis años. El Post se regodearía contándole a sus lectores
cómo Devore junto con su acompañante, una ancianita que debía de pesar cuarenta kilos empapada, habían atacado a un novelista de la mitad de su edad que, al menos en la fotografía, parecía estar en buena forma física.
El teléfono se cansó de guardar en su rudimentario cerebro sólo seis de los siete números necesarios, emitió un ruidito y volvió a dar tono de llamada. Separé el auricular de mi oreja, lo miré durante unos instantes y luego volví a dejarlo en su sitio.
No suelo comportarme como un miedica ante la atención de la prensa, a veces caprichosa, otras veces odiosa; pero mantengo una actitud cautelosa, como haría ante la proximidad de un ma mífero peludo y malhumorado. Estados Unidos ha convertido a las personas que lo entretienen en extrañas prostitutas de clase alta, y los medios de comunicación se mofan de cualquier "celebridad" que se atreve a protestar por la forma en que la tratan. "¡No te quejes!", dicen los periódicos y los programas de cotilleos de la televisión con una mezcla de triunfalismo e indignación. "¿Creías que íbamos a pagarte una pasta gansa sólo por cantar una canción o bailar una pieza? ¡Te equivocas, capullo! Te pagamos para maravillarnos cuando lo haces bien -sea lo que fuere el "lo" en tu caso particular- y también para gratificarnos cuando la cagas. La verdad es que no eres más que un tentempié. Si dejas de divertirnos, siempre podemos matarte y comerte vivo."
Pero no pueden comerte vivo, desde luego. Pueden publicar fotografías en las que apareces sin camisa y decir que estás gordo; pueden hablar de cuánto bebes, de cuántas píldoras te tomas o de la noche en que sentaste a una actriz en tu regazo e intentaste meterle la lengua en la oreja; pero no pueden comerte vivo. Por lo tanto, lo que me hizo colgar el teléfono no fue la perspectiva de que el Post me llamara llorica o de figurar en el monólogo de apertura del programa de Jay Leno, sino la certeza de que no tenía pruebas. Nadie nos había visto, y yo sabía que en el mundo de Max Devore no había nada más fácil que encontrar una coartada para él y su asistente personal.
Pero había algo más, la guinda del pastel: me imaginé que el sheriff del condado enviaría a George Footman, alias papá, a tomarme declaración sobre cómo el viejo malo había arrojado al 357
pequeño Mikey al lago. ¡Cómo se reirían los tres más tarde! Así que decidí llamar a John Storrow, con la esperanza de que me dijera que hacía lo correcto, lo único sensato. Con la esperanza de que me recordara que sólo los hombres desesperados toman medidas tan desesperadas (pasaría por alto, al menos por el momento, lo mucho que se habían reído los dos viejos, como si estuvieran pasándoselo en grande) y que nada había cambiado con relación a Ki Devore, que el abuelo no tenía ninguna posibilidad de que le concedieran la custodia.
En casa de John respondió el contestador automático y dejé un mensaje: llama a Mike Noonan, no es una emergencia pero siéntete libre para llamar tarde. Luego llamé a su despacho, recor dando los evangelios según John Grisham: los abogados jóvenes trabajan hasta caerse muertos. Escuché el mensaje monocorde del contestador del bufete y siguiendo sus instrucciones marqué las teclas sro, las tres primeras del apellido de John. Después de un clic, oí a John, pero desgraciadamente en otra versión grabada: "Hola, soy John Storrow. Me he ido a Filadelfia a pasar el fin de semana con mamá y papá. Estaré en mi despacho el lunes; el resto de la semana, estaré fuera en un viaje de negocios. Desde el jueves al viernes, es probable que me encuentren en..."
El número que dio comenzaba con 207-955, y en consecuencia era de Castle Rock. Supuse que el del mismo hotel donde se había alojado antes. "Soy Mike Noonan-grabé-. Llámame cuan do puedas. También he dejado un mensaje en el contestador de tu casa."
Fui a la cocina a buscar una cerveza, pero me detuve junto a la puerta del frigorífico y me puse a jugar con los imanes. Devore me había llamado chulo. "Eh, chulo, ¿dónde está tu puta?" Un minuto después, se había ofrecido a salvar mi alma. La cosa tenía gracia. Como si un alcohólico se ofrece a vigilar tu mueble bar. "Habló de ti con afecto había dicho Mattie-. Tu bisabuelo y el suyo cagaban en el mismo agujero."
Me alejé del frigorífico dejando la cerveza dentro y volví al teléfono para llamar a Mattie.
"Hola -dijo otra voz obviamente grabada. Era mi día de suerte-. Soy yo, pero o bien no estoy en casa o no puedo ponerme al 358
teléfono en este momento. Deja un mensaje, ¿vale? -una pausa, un ruido en el micrófono, un murmullo lejano y luego Kyra, con voz tan alta que casi me rompió el tímpano-: ¡Deja un mensaje feliz!" Siguió un coro de risas interrumpido por el pitido del contestador. -Hola, Mattie, soy Mike Noonan -dije-. Sólo quería...
No sé cómo habría terminado la frase, pero no tuve que hacerlo. Se oyó un clic y luego Mattie dijo:
-Hola, Mike.
Su tono triste y derrotado era tan diferente de la voz alegre de la grabación que por un momento guardé silencio. Luego le pregunté qué pasaba.
-Nada -dijo y se echó a llorar-. Todo. Me he quedado sin trabajo. Lindy me ha despedido.
Lindy no había hablado de despido, naturalmente. Había hablado de la necesidad de "apretarse el cinturón". Pero era un despido, y yo sabía que si investigaba los fondos de la Biblioteca de Four Lakes, descubriría que uno de los principales patrocinadores en toda la historia de la institución había sido Max Devore. Y continuaría siéndolo, siempre y cuando Lindy Briggs siguiera sus instrucciones.
-No deberíamos haber hablado delante de ella -dije, pese a saber que aunque yo no me hubiera acercado a la biblioteca, Mattie habría sido despedida de todos modos-. Y deberíamos haberlo previsto.
-John Storrow lo hizo. -Todavía lloraba, pero se esforzaba por dominarse-. Dijo que Max Devore querría ponerme contra las cuerdas antes de la vista de la custodia. Dijo que querría ase gurarse de que, cuando el juez me preguntara dónde trabajaba yo dijera: "Estoy en el paro, señoría." Yo le dije a John que la señora Briggs era incapaz de hacer algo tan ruin, sobre todo a la chica que había dado una charla tan brillante sobre Bartleby. ¿Sabes qué me contestó?
-No.
-Me dijo: "Eres muy joven" Me pareció un comentario muy paternalista, pero tenía razón, ¿no?
-Mattie...
-¿Qué voy a hacer, Mike? ¿Qué voy a hacer?
Era evidente que la rata-pánico se había trasladado a Wasp Hill Road.
Pensé con frialdad: ¿por qué no te conviertes en mi amante? Te contrataría como "asistente de investigación", una ocupación perfectamente lícita a la vista de Hacienda. Te daría ropa, un par de tar jetas de crédito, una casa -podrías despedirte del oxidado cubo de basura de Wasp Hill Road- y dos semanas de vacaciones: ¿qué tal Maui en febrero? Además pagaría la educación de Ki, naturalmente, y te entregaría una sustanciosa bonificación a fin de año. También sería considerado. Considerado y discreto. Una o dos veces a la semana, y nunca antes de que la niña esté dormida. Lo único que tienes que hacer es decir sí y darme una llave. Lo único que tienes que hacer es meterte en la cama cuando yo llegue. Lo único que tienes que hacer es dejarme hacer lo que yo quiera... en la oscuridad, toda la noche, dejarme tocar donde yo quiera tocar, dejarme hacer lo que yo quiera hacer, nunca decir que no, nunca pedirme que pare.
Cerré los ojos. -¿Mike? ¿Estás ahí?
-Claro -respondí. Me toqué el bulto palpitante de la cabeza y di un respingo-. Saldrás adelante, Mattie. Tú...
-¡La caravana no está pagada! -gimió-. ¡Debo dos recibos de teléfono y amenazan con cortármelo! ¡Además, hay problemas con la caja de cambios y con el eje trasero del jeep! Supongo que podré pagar la última semana de las clases de catecismo de Ki, porque la señora Briggs me ha pagado tres semanas de sueldo como finiquito, pero ¿cómo voy a pagarle los zapatos? La ropa le queda pequeña tan rápidamente... tiene agujeros en casi todos los pantalones y en la ro-ro-pa interior...
Empezó a sollozar otra vez.
-Yo cuidaré de vosotras hasta que consigas otro empleo -dije. -No, no puedo permitir...
-Claro que puedes, y lo harás por el bien de Kyra. Con el tiempo, si todavía lo deseas, podrás devolverme el dinero. Si lo prefieres, apuntaremos cada dólar y cada centavo que te deje. Pero yo cuidaré de vosotras.
36o
Y nunca tendrás que desnudarte para mí. Es una promesa y estoy dispuesto a respetarla.
-Mike, no tienes por qué hacer esto.
-Puede que sí y puede que no. Pero voy a hacerlo y no podrás detenerme. -Yo había llamado para contarle lo que me había pasado, para darle al menos la versión humorística, pero da das las circunstancias me pareció la peor idea del mundo-. El caso de la custodia acabará antes de lo que imaginas, y si en esta zona no encuentras a nadie lo bastante valiente para darte trabajo, yo encontraré a alguien en Derry que lo haga. Además, dime la verdad: ¿no crees que sería hora de cambiar de escenario?
Mattie consiguió articular una risita. -Y que lo digas.
-¿Has tenido noticias de John hoy?
-Sí, ha ido a Filadelfia a visitar a sus padres, pero me dejó el número de teléfono. Ya lo he llamado.
John había dicho que Mattie le gustaba, y era probable que a ella también le gustara él. Me dije que la pequeña punzada de dolor que sentía al pensar en ello, sólo era producto de mi imaginación. Por lo menos intenté convencerme de eso.
-¿Qué ha dicho sobre tu despido?
-Lo mismo que me has dicho tú, pero él no me hizo sentirme segura. Tú sí. No sé por qué. -Yo sí lo sabía. Era un hombre maduro y ése es nuestro principal atractivo para las mujeres jóvenes: hacemos que se sientan seguras-. Vendrá el martes por la mañana y le he dicho que comería con él.
Con naturalidad y sin el más mínimo titubeo en la voz, dije: -Tal vez yo también podría ir.
La voz de Mattie se animó ante la sugerencia y, paradójicamente, su rápida aceptación me hizo sentirme culpable.
-¡Sería estupendo! ¿Por qué no lo llamas y le dices que los dos vendréis a comer aquí? Podría cocinar otra vez en la barbacoa. Haré que Ki falte a las clases de catecismo y seremos cuatro. Ella está impaciente porque le leas otro cuento. Le encantó que le leyeras.
-Es una idea excelente -respondí con sinceridad. Si Kyra estaba presente todo sería más natural, no parecería una intrusión
361
por mi parte. Además, ellos no comerían solos. Nadie podría acusar a John de demostrar un interés poco ético por su cliente. A la larga, me lo agradecería-. Creo que Ki ya está preparada para pasar a Hansel y Gretel. ¿Cómo te encuentras, Mattie? ¿Mejor? -Mucho mejor que antes de que llamaras.
-Estupendo. Todo irá bien. -Prométemelo.
-Creo que acabo de hacerlo. Hubo una pequeña pausa.
-¿Y tú estás bien, Mike? Pareces un poco... no sé... raro. -Estoy bien -respondí, y lo estaba, teniendo en cuenta que hacía menos de una hora había estado convencido de que moriría ahogado-. ¿Puedo hacerte una pregunta antes de colgar? Es algo que me está volviendo loco.
-Desde luego.
-La noche que cenamos en tu casa, me dijiste que Devore había comentado que mi bisabuelo y el suyo se conocían. Y muy bien, según él.
-Dijo que cagaban en el mismo agujero. Me pareció una observación muy elegante.
-¿Dijo algo más? Piénsalo bien.
Mattie lo hizo, pero sin resultados. Le dije que me llamara si recordaba algo más de la conversación o si se sentía sola, asustada o preocupada. No quise añadir nada, pero decidí que tendría que tener una conversación sincera con John sobre mi última aventura. Quizá fuera prudente pedir al detective privado de Lewinston -George Kennedy, como el actor- que enviara un par de hombres al TR para vigilar a Mattie y a Kyra. Como había dicho el encargado de mi casa, Max Devore estaba loco. Al principio yo no acababa de creérmelo, pero ahora sí. Si me quedaba alguna duda, lo único que tenía que hacer era tocarme el chichón de la cabeza.
Volví junto al frigorífico y una vez más olvidé abrirlo. Otra vez me puse a jugar con los imanes, moviéndolos, mirando cómo se formaban palabras y luego se dividían o cambiaban. Era una forma peculiar de escribir... pero era como escribir. Lo sabía porque ya estaba en trance.
362
Es un estado semihipnótico que puedes cultivar hasta que eres capaz de entrar y salir de él a voluntad, al menos cuando todo marcha bien. La parte intuitiva de la mente queda libre cuando empiezas a trabajar y se eleva a una altura de unos dos metros (quizá tres en los días buenos). Una vez allí simplemente flota, transmitiendo mensajes de magia negra e imágenes brillantes. En situaciones normales, esa parte está acoplada al resto de la maquinaria y pasa prácticamente inadvertida... salvo en ciertas ocasiones cuando se libera sola y entras en trance de improviso; tu mente hace asociaciones que no tienen nada que ver con el pensamiento racional y se llenan de imágenes inesperadas. En cierto modo, ésta es la parte más extraña del proceso creativo. Las musas son fantasmas y a menudo llegan sin que las invites.
"Mi casa está encantada."
"Sara Risa siempre ha estado encantada... usted ha inquietado a los fantasmas."
"Inquietado", escribí en la puerta del frigorífico. Pero no me convencía, así que formé un círculo alrededor con los imanes de frutas y verduras. Así estaba mejor, mucho mejor. Permanecíunos instantes allí, con los brazos cruzados en el pecho como solía cruzarlos sobre el escritorio cuando no encontraba una palabra o una frase. Luego quité "inquietado" y puse "encantada".
-Está encantada en el círculo -dije y oí el suave tintineo de la campanilla de Bunter, como si aprobara mis palabras.
Retiré las letras y mientras lo hacía pensé en lo extraño que era tener un abogado llamado Romeo...
(puse "romeo" en el círculo...)
... y un detective llamado George Kennedy. (puse "george" en la puerta del frigorífico)
Me pregunté si Kennedy podría ayudarme con Andy Drake... ("drake" en el frigorífico)
... quizá pudiera darme algunas ideas. Nunca había escrito sobre un detective privado y los pormenores...
(fuera "rake", dejo la "d", añado "etalles")
... eso lo cambia todo. Puse un tres invertido y una "I" abajo, formando un tridente. El demonio está en los detalles.
De allí, pasé a otra cosa. No sé exactamente a qué, porque 363
estaba en trance, y la parte intuitiva de mi mente había volado tan alto que ninguna cuadrilla de búsqueda la habría encontrado. Permanecí delante del frigorífico y jugué con las letras, escribiendo fragmentos de pensamientos sin ni siquiera pensar en ellos. Quizá no creáis que eso es posible, pero todo escritor sabe que lo es.
Me sacó del trance una luz que apareció en la ventana. Eché un vistazo y vi la silueta de un coche aparcando junto a mi Chevrolet. Me embargó el pánico. En ese momento habría dado todo lo que tenía por un arma cargada. Porque era Footman; tenía que ser él. Devore lo había llamado al regresar a Warrington's, para decirle: Noonan se niega a ser un buen marciano, así que ajústale las clavijas.
Cuando se abrió la puerta del conductor y se encendió la luz del coche de mi visitante, solté un condicional suspiro de alivio. No sabía quién era, pero estaba claro que no era "papá". Ese tipo parecía incapaz de matar a una mosca con un periódico enrollado... aunque supuse que mucha gente habría pensado lo mismo de Jeffrey Dahmer.
Encima del frigorífico había una colección de productos en aerosol, todos viejos y supongo que perjudiciales para la capa de ozono. Me sorprendió que la señora Meserve no se hubiera des hecho de ellos, pero también me alegró. Cogí el primero que encontré -matacucarachas, una excelente elección-, le quité la tapa y metí el envase en el bolsillo izquierdo de mis tejanos. Luego me dirigí a los cajones situados a la derecha del fregadero. En el primero había cubiertos. En el segundo, lo que Jo llamaba "puñetitas de cocina": cualquier cosa desde termómetros para el pavo hasta esos pinchos que clavas a las mazorcas de maíz para no quemarte los dedos. En el tercero había una amplia selección de cuchillos para carne. Cogí uno, me lo puse en el bolsillo derecho de los tejanos y enfilé hacia la puerta.
El hombre que estaba en el porche se sobresaltó ligeramente cuando encendí la luz y parpadeó como un conejo deslumbrado. Medía aproximadamente un metro sesenta y cinco y era pálido y esquelético. Tenía el pelo muy corto y ojos castaños. Llevaba unas gafas con montura de concha y lentes de aspecto grasiento. Las
manos pequeñas le colgaban a los lados del cuerpo. Con una sujetaba la manija de un maletín de cuero y con la otra un objeto pequeño y blanco. Supuse que no estaba destinado a morir asesinado por un hombre con una tarjeta de visita en la mano, así que le abrí la puerta.
El tipo esbozó una de esas sonrisitas nerviosas que suelen esbozar los personajes de las películas de Woody Allen. Noté que también llevaba un atuendo al estilo de Woody Allen: una cami sa descolorida con las mangas demasiado cortas, unos pantalones demasiado holgados en la zona de la entrepierna.
Alguien debe de haberle dicho que se parecía a él, pensé. Tiene que ser eso.
-¿Señor Noonan? -¿ Sí?
Me entregó la tarjeta, que decía INMOBILIARIA NEXT CENTURY con letras doradas en relieve. Debajo, en letras negras más modestas, estaba el nombre de mi visitante.
-Soy Richard Osgood -dijo como si yo no supiera leer y me tendió la mano.
La necesidad de responder a ese ademán está profundamente arraigada en los hombres estadounidenses, pero esa noche me resistí al impulso. Él mantuvo la mano tendida durante unos se gundos más, luego la bajó y se secó la palma con nerviosismo en los pantalones.
-Tengo un mensaje para usted del señor Devore. Esperé.
-¿Puedo pasar? -No -respondí.
Osgood retrocedió un paso, volvió a limpiarse la mano en los pantalones y pareció armarse de valor.
-No hay necesidad de ser grosero, señor Noonan.
Yo no estaba siendo grosero. Si hubiera querido ser grosero, le habría dado la bienvenida con una nube de matacucarachas en la cara. -Max Devore y su asistente trataron de ahogarme en el lago esta tarde. Puede que ésa sea la razón por la cual hoy no me sienta particularmente cortés.
Creo que la expresión de sorpresa de Osgood era sincera.
-Debe de estar trabajando demasiado en su última novela, señor Noonan. Max Devore pronto cumplirá ochenta y seis años... si es que llega, lo cual parece dudoso. El pobre hombre apenas si puede caminar de la silla de ruedas a la cama. En cuanto a Rogette...
-Le entiendo -dije-. De hecho, pensé lo mismo hace veinte minutos. Apenas si me lo creo yo, a pesar de que estuve presente. Ahora entrégueme lo que ha venido a traerme.
-De acuerdo -respondió con un tono melindroso, como si dijera: "Muy bien, como usted prefiera."
Abrió la cremallera de un bolsillo del maletín de cuero y sacó un sobre blanco de tamaño normal y cerrado. Lo cogí, esperando que Osgood no oyera los fuertes latidos de mi corazón. De vore se movía con inusitada rapidez para un hombre que iba a todas partes con un balón de oxígeno. La pregunta era: ¿qué clase de movimiento era éste?
-Gracias -dije mientras comenzaba a cerrar la puerta-. Le daría una propina para que se tomara una copa, pero me he dejado la cartera en el dormitorio.
-¡Espere! Se supone que tiene que leer la carta y darme una respuesta.
Enarqué las cejas.
-No sé de dónde sacó Devore la idea de que puede darme órdenes, pero no permitiré que sus ideas influyan en mi conducta. Largo de aquí.
Osgood frunció los labios, creando profundos hoyuelos en las comisuras de la boca, y de repente dejó de parecerse a Woody Allen. Parecía un agente inmobiliario cincuentón que había ven dido su alma al demonio y ahora no podía tolerar que alguien diera un tirón al rabo de su amo.
-Le daré un buen consejo, señor Noonan: tenga cuidado, nadie juega con Max Devore.
-Por suerte para mí, yo no estoy jugando con él.
Cerré la puerta y me quedé en el vestíbulo, con el sobre en la mano, mirando por la ventana al señor Inmobiliaria Next Century. Parecía cabreado y confundido; supuse que hacía tiempo que nadie le daba unos azotes en el culo. Quizá le irían bien, le darían un poco de perspectiva a su vida. Le recordarían que, con 366
Max Devore o sin Max Devore, Richie Osgood nunca mediría más de metro sesenta y cinco, ni siquiera con botas de vaquero. -¡El señor Devore quiere una respuesta! -gritó al otro lado de la puerta.
-Le telefonearé -respondí y lentamente levanté los dos dedos corazón para hacer el gesto que hubiera querido hacer a Max y a Rogette antes-. Mientras tanto, transmítale este mensaje.
Yo casi esperaba que se quitara las gafas y se frotara los ojos para asegurarse de que veía bien, pero regresó al coche, arrojó el maletín dentro y subió. Seguí mirándolo hasta que llegó al cami no y estuve seguro de que se había ido. Luego fui al salón y abrí el sobre. Dentro había una sola hoja de papel, que olía vagamente al perfume que usaba mi madre cuando yo era un niño. En la parte superior, en caracteres impresos con un ligero relieve, bonitos y femeninos, se leía:
Seguía el siguiente mensaje, escrito con letra ligeramente temblorosa:
20.30 h.
Estimado señor Noonan:
Max desea que le transmita nuestra alegría por haberlo conocido, un sentimiento que yo comparto. ¡Es usted una persona encantadora y divertida! Disfrutamos mucho con sus payasadas. Ahora vamos al grano. Max le propone un trato muy sencillo: si promete dejar de hacer preguntas sobre él y abandonar todos los procedimientos legales -en otras palabras, si promete dejarle descansar en paz-, el señor Devore se comprometerá a cejar en su empeño de obtener la custodia de su nieta. Si accede, sólo tiene que decirle al señor Osgood: "Estoy de acuerdo." Él nos transmitirá el mensaje. Max espera regresar a California en su avión privado muy pronto. No puede seguir postergando ciertos asuntos pendientes, aunque ha disfrutado mucho de su estancia aquí y lo ha encontrado a usted particularmente interesante. Quiere que le recuerde que la custodia conlleva responsabilidades, y le ruega que no olvide que se lo ha advertido.
ROGETTE.
Leí la carta una segunda vez y luego una tercera. Iba a dejarla en la mesa, pero la leí por cuarta vez. Era como si no acabara de encontrarle sentido. Tuve que contener mi impulso de correr al teléfono y llamar a Mattie de inmediato. Todo ha terminado, Mattie, diría. Despedirte del trabajo y arrojarme al agua fueron los últimos dos tiros de la guerra. Se ha rendido.
No. No lo haría hasta que estuviera absolutamente seguro. Llamé a Warrington's y me respondió el cuarto contestador automático de la noche. Devore y Whitmore no se habían molestado en grabar un mensaje cálido y agradable; una voz tan fría como la nevera de un motel simplemente dijo que dejara mi mensaje al oír la señal.
-Soy Noonan -dije, y antes de que pudiera continuar oí un ruidito y alguien cogió el auricular al otro lado.
-¿Se divirtió nadando? -preguntó Rogette Whitmore con voz seductora y burlona.
Si no la hubiera visto en persona, habría imaginado a una Barbara Stanwyck con su frío atractivo, acurrucada sobre un sofá de terciopelo rojo y enfundada en una bata de seda de color me locotón, con el teléfono en una mano y un cigarrillo con boquilla de marfil en la otra.
-Si hubiera tenido ocasión de alcanzarla, señora Whitmore, le habría dejado muy claros mis sentimientos.
-Ooooh -respondió-. Siento un hormigueo en los muslos. -Por favor, no me obligue a imaginar sus muslos.
-Sus palabras no me afectan en lo más mínimo, señor Noonan-dijo-. ¿A qué debemos el honor de su llamada?
-No le he dado ninguna respuesta al señor Osgood.
-Max se lo imaginaba. Dijo: "El joven chulo cree en el valor de una respuesta personal. No hay más que mirarlo para saberlo." -Se pone como un basilisco cuando pierde, ¿eh?
-El señor Devore nunca pierde. -Su voz descendió hasta un ángulo de por lo menos cuarenta grados y el tono burlón y divertido 368
P. D.: Me recuerda que usted no respondió a su pregunta: ¿le apesta el coño? Max siente curiosidad por este punto.
cayó cuesta abajo-. Puede cambiar de objetivos, pero no pierde. El que tenía aspecto de
-¿Quiere hacer alguna propuesta?
-Sí, así que escuche con atención: si cualquiera de los dos vuelve a intentar algo remotamente parecido a lo de esta noche, iré a buscar a ese viejo de mierda y le meteré la mascarilla de oxígeno manchada de mocos en el culo, tan profundamente que podrá ventilarse los pulmones desde abajo. Y si me la encuentro a usted en la Calle, señora Whitmore, la usaré de proyectil en un lanzamiento de bala. ¿Me ha entendido?
Yo estaba agitado, asombrado y también disgustado conmigo mismo. Si alguien me hubiera dicho antes que era capaz de hablar de esa manera, me habría reído. Después de un largo silencio, pregunté:
-¿Señora Whitmore? ¿Sigue ahí?
-Sigo aquí -respondió ella. Yo esperaba que estuviera furiosa, pero parecía divertida-. ¿Quién está enfadado ahora, señor Noonan? -Yo -respondí- y no lo olvide, puta lanzapiedras.
-¿Cuál es su respuesta para el señor Devore?
-Acepto el trato. Yo me callo la boca, los abogados también, y él sale para siempre de la vida de Mattie y Kyra. Pero si continúa...
-Lo sé, lo sé, lo hará picadillo. Me pregunto qué pensará de esto dentro de una semana, criatura arrogante y estúpida.
Antes de que pudiera responder -iba a decirle que incluso sus mejores lanzamientos eran propios de una chica-, cortó la conversación.
Permanecí unos instantes con el auricular en la mano y luego colgué. ¿Era un truco? Por un lado parecía un truco; por otro, no. Tenía que informar de esto a John. No había dejado el núme ro de teléfono de sus padres en el contestador automático, pero Mattie lo tenía. Sin embargo, si volvía a llamarla me vería obligado a contarle lo que acababa de ocurrir. Sería mejor que no hiciera más llamadas hasta el día siguiente. Que lo consultara antes con la almohada.
Me metí la mano en el bolsillo y estuve a punto de empalarla con el cuchillo que había ocultado allí. Me había olvidado de él. Lo saqué, entré en la cocina y lo puse en el cajón. Luego saqué del otro bolsillo el aerosol, me volví para dejarlo encima del frigorífico junto a sus viejos hermanos y me detuve en seco. Dentro del círculo de imanes de frutas y verduras se leía lo siguiente:
b vertical ¿Lo había hecho yo? ¿Había estado tan abstraído, tan sumido en mi trance, que había puesto un minicrucigrama en la puerta del frigorífico y no lo recordaba? Y en tal caso, ¿qué significaba?
Puede que lo hiciera otro, pensé. Uno de mis huéspedes invisibles.
-¿Baja diecinueve? -dije mientras tocaba las letras. ¿Era una instrucción o significaba "diecinueve vertical"? Eso sugería otra vez que se trataba de un crucigrama. A veces, en un acertijo te dan una pista que dice simplemente: "véase diecinueve" o "véase diecinueve vertical". Si ése era el significado, ¿qué crucigrama se suponía que debía comprobar?
-Necesitaría una ayudita-dije, pero no hubo respuesta, ni del plano astral ni en el interior de mi cabeza.
370
19a
Finalmente cogí la lata de cerveza que me había prometido y fui a sentarme con ella al sofá. Cogí la revista de pasatiempos Tough Stuf f y eché un vistazo al crucigrama que tema a medias.
Se titulaba "Alcohólicos homónimos" y estaba lleno de chistes estúpidos que sólo los adictos a los crucigramas encuentran graciosos. Actor borracho: Marlon Brandy. Bebida presidencial: Ron Reagan. Vino, lo vio y lo bebió: César. Pero la definición del diecinueve vertical era "señora de la casa", que todos los aficionados a los crucigramas del universo saben que es "ama". E1 i "Alcohólicos homónimos" no había nada relacionado con lo que ocurría en mi vida, al menos en apariencia.
Eché un vistazo a otros de los crucigramas de la revista mirando los casilleros correspondientes a diecinueve vertical. Herramienta para trabajar el mármol (cincel). Cuerpos con igual composición química y distintas propiedades físicas (isómeros). Disgustado, dejé la revista en el sofá. De todos modos, ¿quién me había dicho que tenía que encontrar la respuesta en esa revista de crucigramas en concreto? En la casa debía de haber otras cincuenta, cuatro o cinco en el cajón de la mesita auxiliar donde estaba mi cerveza. Me arrellané en el sofá y cerré los ojos.
"Siempre me han gustado las putas... a veces su lugar estaba sobre mi cara."
"Aquí es donde los cachorros buenos y los perros malos pueden andar lado a lado."
"Aquí no hay un borracho del pueblo, todos nos turnamos." "Aquí es donde ocurrió."
Me dormí y desperté tres horas después con el cuello agarrotado y un dolor terrible en la parte posterior de la cabeza. Se oían truenos más allá de las White Mountains y en la casa hacía un calor espantoso. Cuando me levanté del sofá, advertí que tenía los muslos prácticamente pegados al tapizado. Me dirigí al ala norte, arrastrando los pies como un hombre muy muy viejo, vi mi ropa mojada, pensé en llevarla al lavadero, pero finalmente decidí que si me agachaba me estallaría la cabeza.
-Hacedlo vosotros, fantasmas -murmuré-. Si sois capaces de cambiar de posición los pantalones y la ropa interior en el tendedero, también podréis meter la ropa sucia en el cesto.
371 Me tomé tres pastillas de paracetamol y me metí en la cama. En cierto momento desperté y oí el llanto del niño fantasma. -Basta -dije-. Basta, Ki, nadie te llevará a ninguna parte. Estás a salvo.
Y volví a dormirme.
372
CAP ~T UI,o 19
onaba el teléfono. Yo subí hacia él desde el fondo de un sueño en el que me ahogaba, en el que no podía respirar. Desperté a la luz de la mañana, y cuando puse los pies en el suelo, el dolor de cabeza me hizo dar un respingo. El teléfono dejaría de sonar antes de que yo llegara a él, como ocurre casi siempre en situaciones semejantes. Entonces yo volvería a acostarme y pasaría los diez minutos siguientes preguntándome infructuosamente quién había llamado antes de levantarme otra vez. Ringgg... ringgg... ringgg...
¿Era el décimo timbrazo? ¿El duodécimo? Había perdido la cuenta. Alguien estaba empeñado en hablar conmigo. Esperé que no fueran malas noticias, pero de acuerdo con mi experiencia la gente no insiste tanto para dar una buena noticia. Toqué con cuidado el chichón de la cabeza, aunque todavía me dolía bastante, ya no era un dolor tan intenso y desesperante. Y cuando me miré los dedos, vi que no estaban manchados de sangre.
Crucé el pasillo y cogí el auricular. -¿Diga?
-Bueno, al menos no tendrá que preocuparse por testificar en la vista de la custodia de la niña.
-¿Bill?
373
-Sí.
-¿Cómo lo ha sabido...? -Me asomé a la puerta de la cocina y eché un vistazo al exasperante gato que movía la cola. Eran las siete y veinte de la mañana y ya hacía un bochorno insoportable-, ¿Cómo sabe que ha decidido...?
-Yo no sé nada de sus asuntos. -Bill parecía ofendido-. Él nunca me llamó para pedirme consejo y yo nunca le llamé para dárselo.
-¿Qué pasa?
-¿Todavía no ha encendido el televisor? -Ni siquiera he tomado café.
Bill no se disculpó; era la clase de hombre que cree que la gente que se despierta después de las seis merece cualquier cosa que le ocurra. Sin embargo, yo ya estaba despierto, y tenía una ligera idea de lo que iba a decir a continuación.
-Devore se suicidó anoche, Mike. Se metió en la bañera llena de agua caliente y se puso una bolsa de plástico en la cabeza. Teniendo en cuenta el estado de sus pulmones, no debe de haber tardado mucho en morir.
No, pensé, probablemente no. A pesar del calor húmedo de la casa, temblé.
-¿Quién lo encontró? ¿La asistente? -Claro.
-¿A qué hora?
-En el canal 6 dijeron que poco antes de medianoche.
En otras palabras, aproximadamente a la misma hora que yo había despertado en el sofá y había subido a la cama.
-¿La mujer está implicada?
-¿Quiere decir si le ayudó? En las noticias no dijeron nada al respecto. En la tienda Lakeview ya deben de haberse desatado las lenguas, pero yo todavía no he pasado por allí. Si le ayudó, dudo que tenga problemas. El viejo tenía ochenta y cinco años y no estaba bien de salud.
-¿Sabe si lo enterrarán en el TR?
-Lo enterrarán en California. Dijeron que habría una ceremonia fúnebre en Palm Springs el martes.
Me invadió una sensación extraña al pensar que la fuente de 374
los problemas de Mattie estaría en una capilla llena de flores al mismo tiempo que los amigos de Kyra Devore digerían su almuerzo y se preparaban para jugar con un disco de playa. Será toda una celebración, pensé. No sé lo que pasará en la Pequeña Capilla del Microchip en Palm Springs, pero en Wasp Hill Road habrá baile, risas y gritos de "gracias, Señor" con los brazos alzados hacia el cielo.
Nunca me había alegrado por la muerte de alguien, pero me alegré al enterarme de la de Devore. Lamentaba sentirme así, pero no podía evitarlo. El viejo cabrón me había arrojado al lago, pero antes de que terminara la noche, había sido él quien se había ahogado. Se había ahogado dentro de una bolsa de plástico, sentado en una bañera llena de agua caliente.
-¿Sabe cómo se enteraron tan pronto los de la tele?
No era tan pronto, teniendo en cuenta que habían pasado siete horas entre el descubrimiento del cadáver y las noticias de las siete, pero los reporteros de televisión suelen ser holgazanes.
-Los llamó Whitmore y dio una conferencia de prensa en Warrington's a las dos de la madrugada. Respondió a las preguntas sentada en ese gran sofá de felpilla granate, el mismo que Jo siempre decía que debería estar en un cuadro de una taberna con una mujer desnuda tendida en él, ¿lo recuerda?
-Sí.
-Vi a un par de agentes del condado paseándose por el fondo, y a un tipo de la funeraria Jaquard de Motton.
-Es extraño -dije.
-Sí, seguramente el cadáver seguía arriba mientras Whitmore hablaba... pero ella dijo que se limitaba a seguir las instrucciones de su jefe. Explicó que Devore dejó una cinta grabada dicien do que lo había hecho el viernes por la noche para que no afectara al precio de las acciones de su compañía y que quería que Rogette llamara a la prensa de inmediato y asegurara a la gente de que la empresa era sólida, de que su hijo y el consejo directivo se ocuparían de que todo marchara a la perfección. Luego Rogette habló de la ceremonia en Palm Springs.
-Se suicida y pide que den una conferencia de prensa para tranquilizar a los accionistas.
-Sí. Es muy propio de él.
Se hizo un silencio, durante el cual traté de pensar y no lo conseguí. Lo único que sabía era que quería subir a trabajar, por mucho que me doliera la cabeza. Quería volver a reunirme con Andy Drake, John Shackleford y el amigo de la infancia de este último, el desagradable Ray Garraty. En mi novela había locura; pero una locura comprensible para mí.
-Bill -dije por fin-, ¿seguimos siendo amigos?
-Desde luego -se apresuró a responder-. Pero si nota que algunas personas lo tratan con frialdad, entenderá por qué es, ¿no? Claro que lo entendería. Muchos me culparían de la muerte del viejo. Dado su estado físico, era una idea descabellada y seguramente no la compartiría la mayoría, pero en los días siguientes ganaría credibilidad. Yo lo sabía tan bien como sabía la verdad acerca del amigo de la infancia de John Shackleford.
Niños, érase una vez un ganso que regresó al pueblecito donde vivía cuando era sólo un pollito. Comenzó a poner bonitos huevos de oro en todas partes, y los asombrados habitantes del pueblo se reunieron alrededor de él para recibir su parte. Ahora, sin embargo, el ganso estaba asado y, nunca mejor dicho, alguien tenía que pagar el pato. Yo recibiría algunos palos, pero Mattie muchos más, porque había tenido la osadía de luchar por su hija en lugar de renunciar a ella en silencio.
-Durante las próximas semanas, procure no dejarse ver mucho por el pueblo -dijo Bill-. De hecho, si tuviera asuntos que atender fuera del TR hasta que las cosas se calmen, creo que sería lo mejor para usted.
-Entiendo por qué lo sugiere, Bill, pero no puedo hacerlo. Estoy escribiendo un libro. Si me marcho ahora, es probable que no pueda continuar. Me ha pasado antes, y no quiero que se repita.
-Es bueno, ¿no?
-No está mal, pero eso no es lo importante. Es que... bueno, digamos que este libro es importante por otras razones.
-¿Y no sobreviviría si lo llevara a Derry? -¿Trata de librarse de mí, William?
-Sólo trato de ser precavido, ya sabe, es mi trabajo de encar 376
gado. Y luego no diga que no se lo he advertido: tendrá problemas. Circulan dos rumores sobre usted, Mike. Uno es que está liado con Mattie Devore. El otro es que ha vuelto para escribir una novela que dejará muy mal al TR. Dicen que aireará los trapos sucios.
-En otras palabras, que terminaré lo que empezó Jo, ¿no? ¿Quién ha hecho circular ese rumor, Bill?
Bill guardó silencio. Una vez más pisábamos arenas movedizas, y las arenas parecían más movedizas que nunca.
-El libro en el que estoy trabajando es una novela, Bill dije-. Y está ambientada en Florida.
-¿De veras? -Yo nunca habría imaginado que tres pequeñas sílabas pudieran expresar tanto alivio.
-¿Podría hacer correr la noticia?
-Creo que sí -respondió-. Y si se la cuenta a Brenda Meserve, viajará más aprisa y más lejos.
-De acuerdo, lo haré. En lo que respecta a Mattie... -Mike, no tiene por qué...
-No estoy liado con ella. Nunca ha habido nada parecido. Si he intervenido es por la misma razón que uno interviene cuando va por la calle y ve a un grandullón pegándole a un crío. -Hice una pausa-. Su abogado y ella habían planeado hacer una barbacoa en el jardín el martes al mediodía, y yo pensaba ir. ¿Cree que la gente pensará que estamos celebrando la muerte de Devore?
-Algunos lo harán. Royce Merrill y Dickie Brooks, por ejemplo. Yvette los llama "viejas con pantalones".
-Bueno, a la mierda con ellos -dije-. A la mierda con todos. -Entiendo cómo se siente, pero dígale que no se lo pase por las narices a la gente -dijo, casi suplicando-. Hágalo, Mike. No le costará nada poner la barbacoa detrás de la caravana, ¿no? Si está ahí, los que miren desde el taller sólo verán el humo.
-Le daré el mensaje. Y si decido ir, yo mismo pondré la barbacoa atrás.
-Le convendría no acercarse a esa chica y a su hija -añadió Bill-. Sé que no es asunto mío, pero se lo digo por su propio bien. Entonces recordé un fragmento de mi sueño. La maravillosa sensación de presión y suavidad mientras la penetraba. Los pechos
377
pequeños con los pezones duros. Su voz en la oscuridad, diciéndome que hiciera lo que quisiera. Mi cuerpo respondió casi en el acto.
-Lo sé -respondí.
-De acuerdo. -Pareció aliviado de que no lo riñera; de que no le diera clases, como habría dicho él-. Lo dejo para que pueda ir a desayunar.
-Gracias por llamar.
-No lo iba a hacer, pero Yvette me convenció. Dijo: "Mike y Jo Noonan siempre te han caído mejor que cualquiera de las familias para las que has trabajado. No te distancies de él ahora que ha vuelto a casa."
-Dígale que se lo agradezco -dije.
Colgué el auricular y me quedé mirando el teléfono. En apariencia, otra vez estábamos a partir un piñón... pero yo no creía que fuéramos exactamente amigos. Eso había cambiado cuando yo me había dado cuenta de que Bill me mentía sobre algunas cosas y me ocultaba otras; también había cambiado cuando había advertido cómo había estado a punto de llamar a Sara y a los Red-Tops.
No puedes condenar a un hombre por algo que podría ser fruto de tu imaginación.
Era verdad, y procuraría no hacerlo... pero sabía lo que sabía. Entré en el salón y encendí la tele, pero la apagué poco después. Mi antena parabólica recibía cincuenta o sesenta canales, pero ninguno local. Sin embargo, había un televisor portátil en la cocina, y si orientaba su antena hacia el lago, probablemente cogería la WMTW, la emisora local de la ABC.
Cogí la nota de Rogette, entré en la cocina y encendí el pequeño Sony que estaba bajo los armarios, junto a la cafetera. Emitían Good Morning, America, pero pronto suspenderían la emisión para dar las noticias locales. Entretanto, releí la nota. Esta vez me concentré más en la forma que en el contenido, que era lo que había acaparado mi atención la noche anterior.
"Espera regresar a California en su avión privado muy pronto", había escrito Rogette.
"No puede seguir postergando ciertos asuntos pendientes", había escrito.
378 "Si promete dejarlo descansar en paz", había escrito. Era una maldita nota de suicidio.
-Lo sabías -dije pasando el pulgar sobre las letras en relieve de su nombre-. Lo sabías cuando escribiste esto, y hasta puede que ya lo supieras cuando me arrojaste las piedras. Pero ¿por qué?
"La custodia conlleva responsabilidades -había escrito-. No olvide que se lo ha advertido."
Sin embargo, el caso de la custodia estaba cerrado, ¿no? Ningún juez, aunque estuviera comprado, podría conceder la patria potestad de una niña a un muerto.
Good Morning, America finalmente dio paso al informativo local, donde la principal noticia del día era el suicidio de Max Devore. Aunque la imagen no era clara, vi el sofá granate que había mencionado Bill y a Rogette Whitmore sentada en él con aspecto sereno y las manos cruzadas sobre el regazo. Me pareció que uno de los agentes que se veía al fondo era George Footman, pero había demasiada nieve en la pantalla para asegurarlo.
Rogette Whitmore dijo que en los últimos ocho meses Max Devore había hablado en varias ocasiones de quitarse la vida. Su estado de salud era muy delicado. La noche anterior, Devore le había pedido que lo acompañara a dar un paseo, y ahora ella comprendía que había querido ver su última puesta de sol. Y había sido una puesta de sol gloriosa, añadió. Yo podría haberlo confirmado; la recordaba perfectamente, puesto que había estado a punto de ahogarme bajo la luz del ocaso.
Cuando Rogette comenzó a leer la declaración de Devore, el teléfono volvió a sonar. Era Mattie y lloraba a moco tendido. -Las noticias -dijo-. Mike, ¿has visto...? ¿Sabes...?
Al principio, fue lo único coherente que atinó a decir. Le respondí que lo sabía, que Bill Dean me había llamado y que también había visto el informativo por televisión. Quiso responder, pero no pudo. Culpa, alivio, horror, incluso alegría... identifiqué todas esas cosas en su llanto. Le pregunté dónde estaba Ki. Entendía muy bien cómo se sentía Mattie -hasta oír la noticia esa mañana, estaba convencida de que Max Devore era su peor enemigo-, pero no me gustaba la idea de que una niña de tres años estuviera presenciando el ataque de nervios de su madre.
-Está fuera -respondió-. Ya ha desayunado y ahora está juga... juga... con las... muñe...
Jugando con las muñecas. Bien. Entonces desahógate. Desahógate.
Lloró durante dos minutos, quizá más. Yo permanecí con el teléfono apretado a la oreja, sudando, tratando de ser paciente. "Voy a darle una oportunidad para salvar su alma", me había dicho Devore. Pero ahora estaba muerto y su alma estaba donde fuera que estuviera él. Devore estaba muerto, Mattie era libre, yo había vuelto a escribir. La vida debería de haberme parecido maravillosa, pero por alguna razón no era así.
Por fin, Mattie empezó a recuperar la compostura.
-Lo siento. No había llorado tanto desde la muerte de Lance. -Es comprensible.
-Ven a comer conmigo, Mike, por favor. Ki va a pasar la tarde con una compañera de catecismo y podremos hablar. Necesito hablar con alguien. Dios, me da vueltas la cabeza. Por favor, dime que vendrás.
-Me encantaría, pero creo que no es buena idea, sobre todo si Ki no está presente.
Le conté una versión corregida de la conversación que había mantenido con Bill Dean. Ella me escuchó con atención. Temí que tuviera un arrebato de furia cuando terminara, pero había olvidado un hecho muy sencillo: Mattie Stanchfield Devore había vivido en esa región toda su vida. Sabía cómo funcionaban las cosas allí.
-Sé que la gente olvidará este asunto antes si mantengo la cabeza gacha, la boca cerrada y las rodillas juntas -respondió-, y haré lo posible por acatar las normas, pero la diplomacia tiene un límite. Ese viejo pretendía quitarme a mi hija, ¿es que en esa maldita tienda nadie entiende lo que significa eso?
-Yo lo entiendo.
-Lo sé. Por eso quería hablar contigo.
-¿Por qué no cenamos temprano en el parque de Castle Rock? En el mismo sitio que el viernes. ¿Te iría bien a eso de las cinco?
-Tendría que llevar a Ki...
38o -Bien -interrumpí-. Llévala. Dile que me sé Hansel y Gretel de memoria y que estaré encantado de contárselo. ¿Por qué no llamas a John a Filadelfia y le cuentas lo ocurrido?
-Sí, pero esperaré una hora más. ¡Dios, estoy tan contenta! Sé que no está bien, pero ¡estoy rebosante de felicidad!
-Entonces, ya somos dos. -Hubo una pausa al otro lado y oí una inspiración larga y sollozante-. ¿Mattie? ¿Te encuentras bien? -Sí, pero ¿cómo le dices a una niña de tres años que su abuelo ha muerto?
Dile que el viejo asqueroso resbaló y cayó de cabeza en un cubo de basura, pensé y me tapé la boca con la mano para contener una carcajada histérica.
-No lo sé, pero tendrás que hacerlo en cuanto entre. -¿Por qué?
-Porque te verá. Te verá la cara.
Aguanté exactamente dos horas en el estudio de arriba antes de que el calor me expulsara -el termómetro del porche marcaba treinta y cinco grados a las diez de la mañana-. Calculé que en la planta alta haría por lo menos dos grados más.
Con la esperanza de no cometer un error, desenchufé la IBM y la llevé abajo. Estaba trabajando sin camisa, y mientras cruzaba el salón, la parte posterior de la máquina resbaló en mi barri ga sudorosa y estuve en un tris de dejar caer la antigualla sobre mis pies. Eso me recordó que el día anterior me había torcido el tobillo al caer al lago y dejé un momento la máquina para examinarlo. Estaba colorido -negro, morado y rojo en los bordes-, pero no muy hinchado. Supuse que el agua fría había reducido la inflamación.
Puse la máquina de escribir en la mesa de la terraza, busqué un prolongador, lo enchufé bajo la mirada atenta de Bunter y me senté de cara a la superficie azul grisácea del lago. Temí que me diera uno de mis antiguos ataques de ansiedad: la tensión en el estómago, los latidos en los ojos y, lo peor de todo, la sensación de que tenía un cilicio de hierro alrededor del pecho que me impedía respirar. Pero no ocurrió nada semejante. Las palabras 381
-Está fu juga... juga...
jugandsahógate. Lloró di teléfono api "Voy a dicho Deve fuera que e había vuelt ravillosa, p Por fir -Lo si -Es cc -Ven de con ur te hablar dime que -Me si Ki no Le o manten¡ que tuv olvidad bía vivir cosas al -Sé cabeza haré le límite.
dita ti, Rock
cincc 38
fluían con la misma facilidad que. en el primer piso y desnudo disfrutaba de rachas de aire fresco ue de 9 vez do venían del lago. Me olvidé de Max Devore, de Ma m' ey Me olvidé de Jo NO,,, ~ de de mo. Durante dos horas, estuve en Florida. Se acercaba la e' 1 de John Shackleford, Andy Drake trabajaba c El teléfono d ontrar reloj.
meevolvió a la realidad, pero esta v ez molestó la interrupción. De no ser porll hb hiendo hat ea,aría seguid sa quedar reducido a un ch Era mi h arco en lerm a terraza.
ano, Hablamos de mi madre -a la que se€ q hermano ya no le faltaba un tornillo, sino una ferretería e hermana Francine, que se había f junio Si d habíaracturado 1a cad .
me preguntó cómo estab tenid a y le respondí ue ' q j_
o algunas dificu l peroPero tades para arrancar con el nuevo que ahora estaba encarrilado (en mi familia sólo se m e nan los problemas cuando se han soluciond) él? Tope redi ao, ¿y cómo le ,sponó, cosa que inter una hija de d preté como bien. Siddy oce años, lo que le permite mantener su jerga a lizada. Su nueva asesoría contable comenzaba al princrplo lo hbía re puntar, au aa tenido en ascua había enterad) m s (naturalmen te, yo n o.e estaría eternamen tamo que le hbí h te agradeced o por el aaecho en noviembre. Le respondí u q ee menos que podía hacer. Era la más pura vedd pensaba en qu Sd d ra, sobre t oc eiedicaba mucho más tiempo que yo a n: tra madre, tanto por teléfono como ersonal -Bueno t dj p mente.
,eeo marchar -dijoSid después de ínter cam algunos comentarios más. Cuando habla por teléfono, nunc despide, se limita a decir "bueno, te dejoh hubiera tenidii maro pr car"
como s sonero-. Haz lo que puedas para refresca Mike. El canal del tiempo dice que durante el fin de semana, Nueva Inglaterra hará más calor que en e l ifi -Si aprieta d n emasiado, s'erno. ¿Eh,empre puedo refrescarme en Sid? el la -Eh ¿ qué? , Igual que el "te dejo marchl ar", e " eh, qué„ era una frase q se remontaba a nuestra infancia. Resultaba reconfortante aunque también algo inquietante, e oír.
382
oda nuestra familia viene de Prout's Neck, ¿no? Me refierama paterna.
i madre procedía de otra punta del mundo, de allí donde los res llevan polos Lacoste, las mujeres llevan combinación jo del vestido y todos saben el segundo verso de Dixie de oria. Había conocido a mi padre en Portland, durante una etición de animadoras de la universidad. La familia de mamá de la flor y nata de Memphis, cariño, y no se te ocurra olrlo.
Supongo que sí -respondió Sid-. Sí. Pero no me interrogues e nuestro árbol genealógico, Mike. Todavía no entiendo bien iferencia entre "primo" y "sobrino", como le dije ajo. ¿Se lo dijiste a jo?
Todo pareció detenerse en mi interior, pero no puedo decir estuviera sorprendido. A esas alturas, no.
-Claro.
-¿Qué quería averiguar ella?
-Todo lo que yo sabía, que no es mucho. Podría haberle hado del tatarabuelo de mamá, al que mataron los indios, pero Jo estaba interesada en nuestra familia materna.
-¿Cuándo te interrogó al respecto? -¿Tiene alguna importancia? -Podría tenerla.
-De acuerdo; veamos. Creo que fue aproximadamente cuanoperaron a Patrick del apéndice. Sí, estoy seguro. Fue en feero del noventa y cuatro. Puede que fuera marzo, pero juraría e fue en febrero.
Seis meses antes de su muerte en el aparcamiento del centro mercial. Jo ya avanzaba hacia la sombra de su muerte como una ujer que se dirige hacia una marquesina para resguardarse del 1. Sin embargo, todavía no estaba embarazada. Jo y sus viajes de n día al TR. Jo haciendo preguntas, algunas de las cuales molesaban a la gente, según Bill Dean... pero no había cejado en su mpeño. Sí. Porque cuando ajo se le metía algo en la cabeza, era omo un perro con una trapo en la boca. ¿Habría interrogado al ombre de la chaqueta marrón? ¿Quién era el hombre de la chaueta marrón?
e
383
-Sí, Pat estaba en el hospital. El doctor Alpert decía que estaba bien, pero cuando sonó el teléfono yo me sobresalté. Pensé que podía ser el médico para avisar que había habido complicaciones o algo por el estilo.
-¿Por qué siempre temes lo peor, Sid?
-No lo sé, chico, pero me pasa. En fin, no era el doctor Alpert, sino Johanna. Quería saber si alguno de nuestros antepasados, quizá de tres o cuatro generaciones antes, había vivido donde es tás ahora o en alguno de los pueblos vecinos. Le respondí que yo no lo sabía, pero que tú probablemente sí. Dijo que no quería preguntártelo porque era una sorpresa. ¿Te dio una sorpresa?
-Una muy grande -respondí-. Papá era pescador... -Muérdete la lengua; era un artista, un pintor de paisajes marinos. Mamá siempre lo dice. -Siddy no hablaba del todo en broma.
Joder, vendía mesitas de café y estatuillas de yeso para jardín a los turistas cuando el reumatismo le impidió seguir yendo a la bahía para tender sus redes.
-Lo sé, pero mamá ha editado su matrimonio como si se tratara de una película adaptada para la televisión.
Era una gran verdad. Nuestra propia versión de Blanche Du Bois.
-Papá era pescador en Prout's Neck. Era...
-Papá era un vagabundo -cantó Siddy desafinando horriblemente-, y su hogar estaba allí donde colgaba el sombrero. -Vamos, esto va en serio. Su padre le dejó el primer barco, ¿no? -Eso dice la leyenda -convino Sid-. La Lazy Betty de Jack Noonan, cuyo propietario original había sido Paul Noonan, también de Prout's Neck. El barco quedó en las últimas después del huracán Donna, en 1960.
Dos años después de que yo naciera.
-Y papá lo puso en venta en el sesenta y tres.
-Sí. No sé qué habrá sido de él, pero es verdad que antes le pertenecía al abuelo Paul. ¿Recuerdas todos los guisos de langosta que comimos cuando éramos niños?
-La carne de la costa -respondí sin pensar.
Como le ocurre a casi todas las personas que se habían cria 384
do en la costa de Maine, ni se me cruzaba por la cabeza pedir langosta en un restaurante. Eso es para los que viven tierra adentro. Pero yo estaba pensando en el abuelo Paul, que debía de haber nacido en 1890. Paul Noonan engendró a Jack Noonan, Jack Noonan engendró a Mike y Sid Noonan, y eso era prácticamente lo único que yo sabía, además de que los Noonan habían vivido muy lejos del sitio donde yo estaba ahora, sudando la gota gorda.
"Cagaban en el mismo agujero."
Devore se había equivocado, eso era todo. Antes de usar polos Lacoste y pertenecer a la flor y nata de Memphis, los Noonan estábamos en Prout's Neck. De todos modos, era imposible que el bisabuelo de Devore y el mío hubieran tenido alguna relación; el viejo me doblaba la edad, y eso quería decir que las generaciones no coincidían.
Pero si Devore se había equivocado, ¿qué había estado investigando Jo?
-¿Mike? -preguntó Sid-. ¿Sigues ahí? -Sí.
-¿Te encuentras bien? Porque si es así, no lo parece, ¿sabes? -Es el calor -dije-. Por no hablar de tu costumbre de pensar siempre lo peor. Gracias por llamar, Siddy.
-Gracias por estar ahí, hermano mayor. -Tope -dije.
Fui a la cocina a buscar un vaso de agua fría. Mientras lo servía, oí que los imanes de la puerta comenzaban a moverse. Al volverme, derramé parte del agua sobre mis pies descalzos, pero apenas si lo noté. Estaba tan emocionado como un niño que espera ver a Papá Noel antes de que éste se marche por la chimenea.
Me volví justo a tiempo para ver cómo nueve letras procedentes de distintos puntos del círculo se deslizaban hacia el centro. Formaron la palabra CARLADEAN... pero sólo por un segundo. Una presencia, poderosa pero invisible, pasó junto a mí. No se movió ni un pelo de mi cabeza, pero de todos modos sentí lo que se siente cuando estás en el borde del andén y un tren expreso pasa junto 385
a ti. Dejé escapar un grito de sorpresa, traté de dejar el vaso sobre el mármol, pero lo volqué. Ya no me apetecía tomar agua iría, porque la temperatura de la cocina de Sara Risa había descendido abruptamente.
Exhalé y vi una nubecilla de vapor, como si fuera un frío día de enero. Después de un par de exalaciones más, el efecto se desvaneció, y durante unos cinco segundos la película de sudor que cubría mi cuerpo pareció convertirse en hielo.
CARLADEAN estalló hacia fuera en todas las direcciones; era como mirar la explosión de un átomo en una versión de dibujos animados. Los imanes de letras, frutas y verduras cayeron de la puerta del frigorífico y se esparcieron por el suelo. Por un momento creí percibir el sabor de la furia que había producido la explosión como si fuera pólvora.
Y alguien se manifestó, se liberó ante ella y pasó con un suspiro, con un murmullo triste como el que había oído días atrás: "Ay, Mike. Ay, Mike." Era la voz que había grabado con el dic táfono, y aunque antes no había estado seguro, ahora lo estaba: era la voz de Jo.
Pero ¿quién era el otro? ¿Quién había desparramado las letras?
Carla Dean. No era la esposa de Bill, que se llamaba Yvette. ¿Su madre, quizá? ¿Su abuela?
Caminé lentamente por la cocina, recogiendo los imanes como si fueran los premios de una Búsqueda del Tesoro y volviendo a ponerlos en la puerta de la Kennmore. Nadie me los arrebató de las manos y el sudor de mi cuello y de mi espalda no se heló. La campanilla de Bunter no sonó. Sin embargo, yo no estaba solo, y lo sabía.
CAREADEAN: Jo quería que lo supiera.
Pero alguien no. Alguien había pasado a mi lado como una bala de cañón con la intención de desparramar las letras antes de que yo pudiera leerlas.
Jo estaba allí; un niño que lloraba por la noche estaba allí. ¿Y quién más?
¿Quién más compartía la casa conmigo?
386
1 principo no las vi, pero no era de extrañar; parecía que todo Castle Rock estaba en el parque del pueblo esa bochornosa tarde de sábado. El aire resplandecía con la brumosa luz del ve rano, mientras los niños se remolinaban alrededor de los juegos, unos viejos vestidos con chaleco rojo -supongo que pertenecerían a un club- jugaban al ajedrez y un grupo de jóvenes tendidos sobre la hierba escuchaban a un adolescente que tocaba la guitarra y cantaba una canción pegadiza.
No había gente corriendo ni perros persiguiendo discos de playa. Hacía demasiado calor.
Me volví para mirar hacia el escenario de la banda, donde se preparaba para tocar un octeto de música bailable llamado The Castle Rockers, cuando una personita diminuta me abrazó las piernas a la altura de las rodillas y estuvo a punto de hacerme caer. -¡Te he pillado! -exclamó la personita con alegría.
-¡Kyra Devore! -gritó Mattie con una voz entre divertida e irritada-. ¡Lo harás caer!
Me volví, dejé en el suelo la bolsa manchada de grasa de McDonald's que llevaba en las manos y cogí a la niña en brazos. Me pareció lo más natural del mundo; me pareció maravilloso.
387
No te das cuenta de cuánto pesa un niño saludable hasta que coges a uno en brazos, y hasta que lo haces tampoco tomas conciencia de la vida que corre por ellos como un cable eléctrico. No me emocioné ("No te pongas sentimental, Mike", solía decirme Siddy cuando éramos críos y a mí se me saltaban las lágrimas en la parte más triste de una película), pero pensé en Jo, sí. Y también en el hijo que llevaba en sus entrañas cuando se desplomó en aquel maldito aparcamiento.
Ki chillaba y reía, tenía los brazos abiertos y el pelo recogido en dos graciosas coletas adornadas con pasadores con las figuras de Raggedy Ann y Andy.
La dejé en el suelo. Ki retrocedió un paso, tropezó y cayó sentada sobre la hierba, riendo más que nunca. Entonces tuve un pensamiento perverso, breve pero claro: ojalá el viejo pudiera ver cuánto lo echamos de menos, cuánto nos ha afectado su muerte. Mattie se acercó, y esa tarde estaba tal como yo la había imaginado cuando la había conocido: como una de esas adolescentes privilegiadas que uno ve en los clubes de campo, holgazaneando con las amigas o sentada formalmente a la mesa con sus padres. Llevaba un vestido blanco sin mangas y zapatos planos, con la melena suelta sobre los hombros y un toque de carmín en los labios. Sus ojos tenían un brillo que yo no había visto antes. Cuando me abrazó, aspiré su perfume y sentí la presión de sus pechos firmes y pequeños.
Yo la besé en la mejilla; ella me besó en la mandíbula, produciendo un sonido en mi oído que descendió por mi espalda. -Dime que ahora todo irá mejor -murmuró sin soltarme. -Mucho mejor -respondí, y ella me abrazó con fuerza otra vez y se soltó.
-Más te vale haber traído mucha comida, grandullón, porque estas dos señoras están muertas de hambre, ¿verdad?
-Muertas de hambre -repitió Ki y se echó hacia atrás, apoyada en los codos, soltando una risita deliciosa al cielo radiante y brumoso.
-Vamos -dije, levantándola por la cintura.
La llevé así hasta una mesa cercana, mientras la niña pataleaba, sacudía los brazos y reía. La dejé en un banco, pero ella se 388
deslizó y acabó bajo la mesa, todavía riendo con el cuerpo laxo como si fuera una anguila.
-Muy bien, Kyra Elizabeth. Siéntate y muestra tu otra cara -ordenó Mattie.
-Niña buena, niña buena -dijo Ki mientras se sentaba junto a mí-. Ésa es mi otra cara, Mike.
-Seguro -dije.
En la bolsa había Big Macs y patatas fritas para Mattie y para mí. Para Ki había una caja colorida, con un dibujo de Ronald McDonald y sus compinches.
-¡Mattie, tengo una Happy Meal! ¡Mike me ha traído una Happy Meal! ¡Tienen juguetes!
-Veamos cuál es el tuyo.
Kyra abrió la caja, espió dentro y sonrió; una sonrisa que le iluminó toda la cara. Sacó algo que al principio me pareció una pelusa gigante. Por un pavoroso segundo, evoqué el sueño en el que Jo aparecía bajo la cama con un libro en la cara: "Dame eso. Es para protegerme del polvo", había dicho. Pero había algo más, otra asociación, quizá de otro sueño. No sabía cuál.
-¿Mike? -preguntó Mattie con curiosidad y un ligero dejo de preocupación.
-¡Es un perrito! -exclamó Ki-. ¡Me ha tocado un perrito en mi Happy Meal!
Sí, era un perro. Un pequeño perro de peluche. Y no era negro, sino gris... aunque yo no sabía por qué me preocupaba el color.
-Es un buen premio -observé y cogí el muñeco.
Era suave, lo que era bueno, y gris, lo que era aún mejor. Por alguna razón, el hecho de que fuera gris me parecía bien. Ridículo, pero cierto. Se lo devolví y sonreí.
-¿Cómo se llama? -preguntó Ki haciendo saltar al perrito sobre la caja de la Happy Meal-. ¿Cómo se llama el perrito, Mike? Sin pensarlo dos veces, respondí:
-Strickland.
Supuse que se sorprendería, pero no lo hizo. Estaba encantada.
-¡Stricken! -exclamó aumentando la altura de los saltos del 389
perrito sobre la caja-. ¡Stricken! ¡Stricken! ¡Mi perro Stricken! -¿Quién es Strickland? preguntó Mattie con una sonrisa mientras le quitaba el papel a su hamburguesa.
-Un personaje de un libro que leí hace tiempo -respondí y miré a Ki jugando con el muñéco peludo-. Nadie real.
-Mi abuelo ha muerto -dijo Ki cinco minutos después.
Todavía estábamos en la mesa del merendero, pero casi habíamos acabado de comer. Strickland, el perro de peluche, montaba guardia junto a las últimas patatas fritas. Yo miraba a la gente que pasaba, preguntándome si habría alguien del TR observando nuestra pequeña fiesta, impaciente por regresar a casa para hacer pública la noticia. No vi a ningún conocido, pero eso no significaba nada teniendo en cuenta que hacía tiempo que no visitaba la región.
Mattie dejó la hamburguesa y miró a Ki con expresión ansiosa, pero a mí me pareció que la niña estaba bien; se limitaba a darme una noticia, pero no parecía afectada.
-Lo sé -respondí.
-El abuelo era muy viejo. -Ki cogió un par de patatas fritas con sus deditos regordetes, se las llevó a la boca y un instante después ya las había tragado-. Ahora está con el Jesús. En las clases de catecismo nos hablaron de jesús.
Sí, Ki, pensé. En estos momentos tu abuelo debe de estar enseñándole a jesús cómo usar el Pixel Easel y preguntándole si hay alguna puta a mano.
Jesús caminaba sobre el agua y convertía el vino en macarrones.
-Algo así -respondí-. Es triste que se muera la gente, ¿verdad? -Sería triste que murierais Mattie o tú. Pero el abuelo era muy, muy viejo. -Lo dijo con énfasis, como si pensara que yo no le había entendido la primera vez-. En el cielo, lo pondrán bien otra vez. -Es una buena forma de verlo, cariño -dije.
Mattie arregló las coletas de Ki con cuidado y una expresión entre amorosa y distraída. Estaba radiante a la luz del verano, con la piel tersa y bronceada contrastando con el vestido blanco que 390
sin duda había comprado en las rebajas, y supe que la quería. Tal vez no hubiera nada
de malo en ello. -Pero echo de menos a la abuelita -dijo Ki, ahora con tristeza. Cogió el perro de peluche, trató de meterle una patata en la boca y lo dejó en la mesa otra vez. Su cara pequeña y bonita te nía un gesto pensativo y me pareció ver en ella un ligero parecido con la de su abuelo. Era muy vago, pero perceptible; otro fantasma-. Mamá dice que la abuelita se ha ido a California con los arrestos.