IX

A finales del año 1961, Jackie ya no es solamente la joven esposa de un hombre célebre: se ha convertido en una mujer célebre casada con el presidente de Estados Unidos.

Todo empezó en París. El 31 de mayo de 1961, John y Jacqueline Kennedy llegan a la capital en viaje oficial. El presidente De Gaulle ordena que disparen cien salvas de honor cuando bajan del avión. A partir de ese momento, Jackie es la estrella. Los parisinos solo tienen ojos para ella. Las banderolas del trayecto de Orly a París celebran su belleza, y los franceses vitorean: «¡Jackie, Jackie!». Jacqueline se siente de pronto como una reina que regresa a su país. Es en París donde vivió la etapa más feliz de su vida. ¡Es en París donde se viste (¡a escondidas!), es la literatura francesa la que le gusta! Las calles de París, los cafés, los museos... ¡París, París! John Kennedy casi se siente de sobra. «¡Hola, soy el tipo que acompaña a Jackie!», dice con humor. Todos están pendientes de ella. Los franceses, normalmente muy críticos, se rinden ante su encanto. El destino le ha guiñado el ojo a Jackie: París, que ya le había regalado libertad e independencia en 1951, la consagra como reina en 1961.

El general De Gaulle no siente especial pasión por el presidente norteamericano, al que compara con un aprendiz de peluquero. «Peina los problemas, pero no los desenreda». Por el contrario, la mirada chispeante de Jackie le conquista. Ella le susurra que ha leído sus Memorias. ¡Y en el francés original! Él se yergue y se guarda las gafas. Jackie será más que una embajadora con encanto, servirá de intermediaria entre JFK y el general, ya que el diálogo entre ellos no era fácil.

Sus modelos, sus peinados, su sonrisa, su estilo deslumbran a los parisinos, que la hacen suya, dispuestos a darle la nacionalidad francesa. El general De Gaulle, de quien se conocen pocas confidencias, la describe como «una mujer encantadora y fascinante, con unos ojos y un pelo extraordinarios». La escucha y descubre que Jackie es capaz de hablar de todo. De poesía, de arte y de historia. «Su esposa conoce mejor la historia de Francia que la mayoría de las francesas», murmura al oído de John. «Y de los franceses», replica Kennedy.

Más adelante, el general hablará de Jackie con André Malraux. En La Corde et les Souris,14 André Malraux describe la conversación que mantuvo con De Gaulle, cuando éste volvió de los funerales de JFK en Washington.

—Usted me habló de la señora Kennedy —dice Malraux—, y yo le dije: «Jackie pone en práctica un juego muy inteligente y, sin meterse en política, le ha dado a su marido prestigio de mecenas que no habría conseguido sin ella: pienso en ese banquete para los cincuenta premios Nobel...

—O en su honor...

—... que fue cosa de ella». Pero usted añadió: «Es una mujer valiente y muy bien educada, sin embargo usted se equivoca respecto a su destino: es una estrella y acabará en el yate de un petrolero».

—¿Yo le dije eso? Vaya... En el fondo más bien habría creído que se casaría con Sartre. ¡O con usted!

—¿Se acuerda de las pancartas en Cuba: «¡Kennedy, no! ¡Jackie, sí!»?

—Charles —dijo Madame De Gaulle—, si hubiéramos ido nosotros ¿habría habido pancartas con: «¡De Gaulle, no! ¡Yvonne, sí!?».

Jackie y Malraux cultivarán una amistad que nunca se pondrá en duda. Ella le recibe en la Casa Blanca y organiza cenas en su honor. Le fascina la inteligencia de Malraux, y a él le conmueve el encanto y la belleza de Jackie. Con Malraux se siente a gusto. Puede hablar y sobre todo escuchar. Él le informa sobre las reflexiones del general, que quedarán grabadas para siempre en la memoria de ella. «Sí, en Francia han asesinado a pocos reyes... pero siempre a los que han querido reunificar a los franceses». «Incluso la peor desgracia pierde fuerza». O: «¡Cuánta cobardía hay en la modestia!». O esa otra frase que tanto debía de consolarla: «¡La ilusión de la felicidad está hecha para los cretinos!». Malraux le habla de su proyecto de revocar las paredes de todos los edificios de París y de las críticas que le ha supuesto. Propone volver a verla en su próximo viaje a Washington y Jackie le promete dejarlo todo para reunirse con él: juntos recorrerán los museos, y él le explicará cada cuadro...

Malraux mantendrá su palabra. Y Jackie la suya. A menudo la verán dejarlo todo para reunirse con él y pasear por la National Gallery. Él dice frases como: «Los artistas inventan el sueño, las mujeres lo encarnan», o esta otra, mirándola: «No hay nada más misterioso que la metamorfosis de una biografía en una vida de leyenda». Jackie recopila sus palabras como un valioso viático. Él la ayuda a reafirmar la fuerza que hay en su interior, y ella se siente agradecida.

Eso es lo que le falta en la vida que lleva: mentes que la nutran, que la eleven. Algunos periodistas norteamericanos dicen que Jackie no es más que una esnob, intelectual y pretenciosa. Jackie solo es una persona curiosa y hambrienta. Por encima de todo, le gusta aprender.

En Francia, se siente en casa. Recorre las guarderías, algo que no hace nunca en Norteamérica. En todas las ocasiones, una multitud enorme se apiña en las aceras y grita: «¡Viva Jackiiii!». Ella pasea de incógnito en un coche corriente, para volver a ver todos los lugares por donde callejeaba cuando era estudiante. Cuando visita Versalles, se queda sin respiración. En la galería de los Espejos suspira: «¡Esto es el paraíso! ¡Es imposible imaginar nada igual!». Va de salón en salón y exclama: «¡Qué maravilla!», y toma notas para la restauración de la residencia presidencial. Incluso John está deslumbrado. «Habrá que hacer alguna cosa en la Casa Blanca —dice—, todavía no sé qué pero habrá que pensarlo». Jackie se fija en todo. En las telas de las cortinas de Versalles, en la delicadeza de los servicios de mesa, el orden de los platos que se suceden, la danza de los camareros. Se promete a sí misma importar esa sabiduría secular a la Casa Blanca. Su faceta de marquesa del siglo XVIII florece bajo los fastos de la Quinta República.

Su viaje por Europa continúa con los mismos auspicios de gloria. Primero van a Viena, donde Kennedy debe reunirse con Jruschov (justo antes del incidente de bahía Cochinos). Una vez más la muchedumbre grita: «Jackie, Jackie». Jruschov se vuelve hacia ella y le dice: «¡Diría que la aprecian, por lo que veo!». Si bien entre Jruschov y Kennedy el diálogo chirría, el soviético se entiende de maravilla con Jackie. La encuentra «exquisita», promete enviarle un perro que viajó al espacio (promesa cumplida), ¡y cuando le preguntan si puede posar con Kennedy, contesta que le gustaría más posar con su esposa! Luego a Londres, donde Kennedy, abatido tras su encuentro con Jruschov, discute toda la noche con sus consejeros. Jackie, por su parte, le escribe una extensa carta a De Gaulle para agradecerle que haya convertido su viaje a París en un auténtico cuento de hadas. No la enviará nunca, porque le hacen ver que una mujer no debe dirigirse a un jefe de estado como De Gaulle llamándole «mi general». Debe emplear fórmulas más respetuosas. Jackie contesta que, puesto que es así, basta con enviar una carta oficial impecable, desde el punto de vista del gusto y la etiqueta, y se olvida del tema. El bonito viaje ha terminado, su entusiasmo ha sido aniquilado y Jackie empieza a refunfuñar.

Después de esta gira por Europa, John ve a su esposa con otros ojos. Como si la descubriera con interés tras la impresión que ella ha causado en París, y fascinado por su aire majestuoso. Ese hombre apremiado y oportunista comprende que ha subestimado a su mujer. La escucha cada vez más. Respeta su criterio político y la utiliza como una observadora valiosísima. Jackie le sirve incluso de embajadora con las personas que él no sabe abordar o con las que no está cómodo.

Jackie empezó su mandato como decoradora e icono de la moda. A partir de ahora se interesa cada vez más por los problemas del país. «Al fin y al cabo —le comenta a J. B. West—, soy LA señora Kennedy, soy LA First Lady...». Como si lo descubriera ahora. Como si su malestar desapareciera y con el viaje a Europa se hubiera descubierto a sí misma. No es solo una percha o una decoradora. Existe. Ya no necesita a John. Descubre, maravillada, que es inteligente, que la toman en serio. Descubre también que esta nueva mirada que le dedican le da alas... Y poder. Como muchas mujeres demasiado guapas, Jackie se creía tonta. No tenía seguridad en sí misma, y se refugiaba en las apariencias que podía dominar fácilmente.

«Como siempre tomaba partido por los moderados contra los extremistas, la llamaban “la liberal de la Casa Blanca” —recuerda un periodista político—. Y JFK le birló muchas ideas».

Durante la campaña electoral de 1960, Jackie se había enterado de que una empresa de Virginia Occidental, que fabricaba vasos de vidrio, tenía dificultades y se comprometió a ayudarla si John y ella se instalaban en la Casa Blanca. Mantuvo su palabra y exigió que todos los vasos de la sede presidencial provinieran de esa fábrica. Cuando un gran industrial de cristalería de lujo le propuso regalarle un servicio completo, lo rechazó. «¡Y si pudiera lo rompería pieza a pieza para que esa empresa pueda seguir existiendo!». Esa es su forma de hacer política. Quiere ser útil para las personas que realmente lo necesitan. Debido a sus orígenes, Jackie tenía un conocimiento limitado de Estados Unidos antes de llegar a la Casa Blanca. No descubrió realmente su país hasta la campaña presidencial, cuando acompañó a John a las pequeñas ciudades de la Norteamérica profunda. Naturalmente ella no hizo como Evita Perón y no visitó las barriadas pobres, pero estuvo atenta, cuando le interesaba. Era imposible obligar a Jackie a hacer lo que no le apetecía. «¡Antes de entrar en la Casa Blanca me dijeron que tendría cientos de cosas que hacer en tanto que First Lady, y no he hecho ni una sola!». Una vez más criticaban sus descuidos, sin tener en cuenta sus buenas acciones.

John, por su parte, empezó por fin a entender a su esposa y a apoyarla. Arthur Schlesinger confirma que «el presidente Kennedy confiaba más en su esposa en el plano político de lo que generalmente se cree. Y ella tenía reacciones muy atinadas en el plano social».

«Jackie adquirió un interés creciente por los problemas que acosaban a la presidencia —cuenta Sir David Ormsby Gore—. Casi cada día, enviaba a buscar a la biblioteca del Congreso nuevos documentos, obras de referencia, textos históricos y recortes de periódico, para familiarizarse con el contexto de los acontecimientos políticos, y rápidamente formuló ideas y sugerencias que transmitía a su marido. Era su forma de animarle a compartir sus reflexiones y sus preocupaciones con ella, y la verdad es que John tenía más preocupaciones de las que había previsto. Jackie debatía determinadas cuestiones con el presidente y le contradecía a menudo. Afirmando que se trataba de una medida demasiado restrictiva, le convenció, por ejemplo, de que renunciara a la ley McCarran sobre inmigración. Y le animó a firmar el tratado de prohibición de pruebas nucleares con Gran Bretaña y la Unión Soviética. Algunos miembros de su entorno se oponían a ello, porque creían que habría que hacer demasiadas concesiones. Pero Jackie se impuso.

»Ella estaba a favor de la normalización de las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética. En 1963, por ejemplo, había entre los consejeros del presidente una fuerte oposición al proyecto de vender 150 millones de celemines de trigo a los soviéticos. Jackie quería que esa venta se hiciera. Tenía una aguda capacidad de análisis del comportamiento, y una especie de instinto de detective para desenmascarar planes ocultos, y sabía a quién debía presionar y hasta dónde. La venta tuvo lugar seis semanas antes del asesinato del presidente».

Pero, fiel a su papel de mujer en la sombra, Jackie no alardea de sus victorias. Al contrario, sigue haciéndose la ingenua, para no quitar protagonismo a John. Y además hay que recordar que prefiere mil veces el papel de tramoyista al de estrella...

Todos los colaboradores de Kennedy reconocen la importancia del papel de Jackie. El secretario de Defensa Robert McNamara declara: «Es una de las mujeres más subestimadas del país. Tiene una agudeza política excepcional. El presidente le consultaba numerosos problemas. No estoy hablando de discusiones largas y vehementes, pero Jackie estaba informada de lo que pasaba y expresaba su punto de vista sobre casi todo». Y el general Clifton, agregado militar del presidente, añade: «JFK recurría a su esposa para preguntarle su opinión siempre que había una crisis. Lo hablaban entre ellos. Ella no se dirigía a su equipo sino directamente a él, por eso nadie sabía nada».

En cierto modo, John cae presa del encanto de Jackie por segunda vez, en la Casa Blanca. Sorprendido y finalmente conmovido por esa mujer que es al mismo tiempo un niñita perdida y una luchadora, una mujer avispada y vulnerable, aunque no lo demuestre jamás. En los últimos meses de su vida conyugal ambos se acercan. Durante una misión política en la India que Jackie lleva a cabo completamente sola, a petición de John, expresa el deseo de ver los bajorrelieves de la pagoda negra de Konorak, incluido el que representa «una mujer hecha y derecha haciendo el amor al mismo tiempo con dos hombres ostentosamente excitados». Los funcionarios norteamericanos que la acompañan se escandalizan. ¿Qué van a pensar de esta visita? ¿Es correcto que una First Lady examine esculturas pornográficas?, y advierten al presidente por télex. Su respuesta será lapidaria: «¿Cuál es el problema? ¿Les parece que no tiene edad suficiente?».

A principios de 1963, Jackie está embarazada y decide suspender toda actividad oficial para proteger al bebé. El 7 de agosto del mismo año, sufre unos intensos dolores en el vientre y la llevan de urgencias al hospital. Le practican una cesárea. Es un niño, que recibe el nombre de Patrick Bouvier Kennedy. Patrick porque es el patrón de Irlanda, y Bouvier, en recuerdo de Black Jack... Como Caroline, que se llama Bouvier Kennedy. Jackie no olvida a su padre.

Por desgracia el niño morirá a los tres días. Jackie está desesperada. Pero esta vez, John está a su lado. Esta prueba les acercará más. «Es horrible —dice entre sollozos—, pero lo que sería aún más horrible sería perderte a ti». Jackie recordará durante mucho tiempo esas palabras pronunciadas apenas unas semanas antes del trágico viaje a Dallas. Ella, demasiado débil, no puede asistir al entierro del niño, y es John, completamente solo, quien acompaña a su hijo en su último viaje. Kennedy deposita en el minúsculo ataúd una medalla de san Cristóbal que Jackie le había regalado cuando se casaron.

El 12 de septiembre de 1963 celebran el décimo aniversario de boda. Jackie, como siempre, no expresa en absoluto su dolor y John, por primera vez en su vida, muestra un gesto de cariño en público: le coge la mano. Un íntimo de los Kennedy recuerda aquella velada. «Como regalo de aniversario, John le llevó a Jackie el catálogo del anticuario neoyorquino J. J. Klejman, y le propuso que escogiera lo que quisiera. Él enumeró en voz alta la lista de los objetos y, aunque no mencionó los precios, cada vez que leía una pieza cara, suspiraba: “Tengo que animarla a escoger otra cosa”. Fue muy divertido. Ella se decidió finalmente por una pulsera sencilla. El regalo de Jackie fue una medalla de oro de san Cristóbal, para sustituir a la que él había colocado en el ataúd del pequeño Patrick, así como un álbum encuadernado en cuero rojo y oro, que contenía fotos de los parterres de rosas de la Casa Blanca, antes y después».

Una vez más, Jackie pone buena cara en sociedad, pero tiene el corazón en otra parte. No se recupera de la muerte de su bebé y tiene ideas sombrías que la perturban. En cuanto pronuncian el nombre de su bebé, se queda sin respiración y le cuesta mucho recuperar la calma. Su hermana Lee la telefonea todos los días, y le propone ir a un crucero con ella y Aristóteles Onassis. Lee, divorciada de su primer marido y casada de nuevo con el príncipe Stanislas Radziwill, tiene en ese momento una relación con Onassis. Se le ha metido en la cabeza casarse. Apenas le habla de los problemas de su hermana, él pone su yate Christina a su disposición. Será su invitada y podrá viajar a su gusto. Él se quedará en tierra, para no dar pie a habladurías.

Jackie acepta inmediatamente la invitación e insiste en que Onassis las acompañe. «No puedo aceptar la hospitalidad de ese hombre y pedirle que se quede en tierra. Sería demasiado cruel». John muestra menos entusiasmo. Piensa en las próximas elecciones y se pregunta si es prudente que Jackie se deje ver con un hombre tan controvertido: este playboy profesional, y extranjero por añadidura, es un especulador que se las ha visto varias veces con la justicia americana por asuntos turbios. «Jackie, ¿estás completamente segura de lo que haces? ¿Estás al corriente de la reputación de ese tipo? Ya es bastante malo que tu hermana se muestre con él...».

Jackie está decidida. En casos como ese, ni el futuro político de John, ni la presión que ejerce sobre ella consiguen que cambie de opinión.

La estancia a bordo del Christina será idílica. No solo el Christina es el barco de crucero más lujoso del mundo (mide ochenta y ocho metros de eslora y cuenta con una tripulación de sesenta hombres, una auténtica orquesta), además su propietario es uno de los hombres más vividores y más enérgicos que Jackie ha conocido en su vida. Todo la fascina: los bailes, las rosas rojas y los gladiolos rosa, el lujo que resplandece en cada detalle. A bordo hay consultorio médico, salón de belleza, sala de proyección, cuarenta y dos teléfonos, masajista, dos peluqueros. Pero sobre todo, sobre todo, está Ari.

«Onassis era maravilloso —cuenta un invitado—, era muy cortés (sin ser ceremonioso), muy erudito, y estaba muy bien informado de los problemas mundiales. Un hombre muy brillante y de lo más seductor. No tenía nada de guapo, pero era muy encantador y muy astuto». Todas las noches, Jackie se refugia en su camarote para escribirle una extensa carta a su marido. Se telefonean. ¿Jackie se vuelve tan sentimental porque siente el peligro en su interior? Siempre hay que desconfiar de las mujeres que proclaman su amor a larga distancia. A menudo eso esconde un secreto, un problema o un malestar que se quiere tapar con declaraciones apasionadas. Para tranquilizar al otro y asegurarse una misma. Para conjurar el peligro que se siente cerca...

Jackie está embrujada. Escucha a Ari contar su vida, sus años de juventud cuando trabajaba de telefonista en Argentina por cincuenta céntimos la hora, sus inicios en el comercio del tabaco que le convirtieron en millonario, su olfato para el comercio marítimo, su matrimonio con la hija de un rico armador griego y su lenta ascensión social. Él evoca a su madre y su sabiduría oriental. Los dos solos charlan en la cubierta posterior del barco, observando las estrellas fugaces. Ella le hace confidencias. Él escucha. Jackie se siente segura con ese hombre mayor. Siempre le han gustado los hombres con un físico poco agraciado. Ari le parece un pirata de los mares, un filibustero ladino que ha viajado bajo todas las banderas del mundo. Él la sorprende, la hace reír, la cubre de joyas, de regalos, de atenciones. Cumple al instante el menor de sus deseos. Jackie vuelve a ser la niñita que brincaba entre los estantes de los grandes almacenes de Nueva York, mientras su padre la esperaba en la caja y firmaba un cheque para pagar sus locuras. Jackie está lejos de la atmósfera agobiante de Washington, libre de incesantes críticas sobre un mínimo gesto suyo; respira, se consuela de la muerte de su bebé, disfruta su libertad. Es tan feliz que hace caso omiso de los ataques de la prensa norteamericana, que se escandaliza al verla tan alegre y despreocupada. Una foto suya en bikini a bordo del Christina aparece en la portada de un periódico. «¿Este tipo de comportamiento es conveniente en una mujer de luto?», se pregunta un editorialista del Boston Globe. Un diputado declara ante el Congreso que Jackie ha dado muestras de «poca sensatez y falta de comedimiento aceptando la hospitalidad de un hombre que ha sido blanco de las críticas de la opinión pública norteamericana». A ella le da igual. Respira, ríe. Se acostumbra al lujo, devora caviar, acaricia diamantes, baila. Olvida. Y vuelve a Washington de muy buen humor, tanto, que acepta acompañar a John a Tejas en una visita oficial que debe tener lugar en noviembre. Se trata de restaurar la imagen del presidente ante los tejanos. Y Jackie siempre está presente en los momentos difíciles.

«John no tenía ningunas ganas de ir —cuenta Lem Billings, su amigo más antiguo—. ¿Y quién podría censurarle? Quiero decir que un presidente como Kennedy tenía que tener arrestos para ir a una ciudad tan convulsa como Dallas. ¿Quizás tuvo un presentimiento? Pero al final parecía bastante animado. “Jackie les enseñará a esos palurdos tejanos lo que es la moda”, bromeaba muy emocionado...».

«Te seguiré donde quieras durante la campaña», le había prometido Jackie.

Lo único que pidió fue un coche cubierto para no despeinarse. Él exigió un descapotable. «Si queremos que la gente acuda, tienen que saber dónde encontrarnos...».