III

Jack Bouvier se felicitó un poco demasiado pronto.

Ese mismo año, 1947, Jackie le pide a su madre que le organice su presentación en sociedad. Janet Auchincloss, encantada, se pone en marcha. Aunque Jackie se burla con ganas de las convenciones y los vestidos para el baile, está dispuesta a hacer lo mismo que todas las chicas «normales» de buena familia. Y con un fascinante vestido de tul blanco, escote barco y falda con vuelo abre su primer baile. Está deslumbrante. Y siempre tan curiosamente distinta a las demás bellezas de la velada. Estas la miran y se preguntan qué es ese matiz que la hace tan particular, tan espectacular. ¿Es encanto, carisma, estilo? Las madres se inquietan, los padres se levantan, sus hijos mariposean y sus hijas se enfurruñan. Jac-line revolotea, brilla y resplandece. En esa época tiene un sentido del humor devastador, y no se priva de hacer comentarios graciosos y letales. Cuando alaban su vestido tan encantador, tan original, ella contesta, divertida: «59 dólares en el rastro de Nueva York», y las madres que se han arruinado en Dior o en Givenchy para engalanar a su progenie se miran, indignadas.

A Jackie le trae sin cuidado. Se fijó en ese vestido porque no disponía de medios para vestirse en un gran modisto; el escote barco disimula su pecho anodino y el vuelo de la falda da cierta apariencia curvilínea a su cuerpo andrógino. A Jackie no le interesa la moda. Ella corre por el campo, trepa a los árboles, se despelleja las rodillas, siempre con el mismo pantalón corto. Domina la dualidad a la perfección: deportista y refinada, poco femenina y elegante, estrella y discreta, segura de sí misma y tímida, graciosa y reservada. Es como si le faltara una conexión interior para que todos esos extremos se unieran y formaran una personalidad.

Su primera fiesta es un éxito total. El cronista social Igor Cassini la corona como «debutante del año», y escribe: «Es una morena magnífica con los rasgos clásicos y delicados de una porcelana de Sajonia. Posee soltura, una voz dulce e inteligente, todo lo que debería tener una debutante. Sus orígenes se remontan a la Vieja Guardia5 [...] Actualmente, estudia en Vassar».

Vassar, la universidad más prestigiosa de la costa Este, solo para jovencitas. Jackie llega allí ungida con su título de debutante del año. Pero lo que ella había tomado como un juego empieza a pesarle. Las chicas tienen celos. Los chicos la cortejan. Los cronistas de sociedad la acosan, le piden fotos, entrevistas. Jackie se niega, se refugia en su cuarto, en sus libros, pero sigue siendo una celebridad en el campus. Lo cual la contraría mucho. Aunque la haya complacido que la coronaran, no quiere cambiar de ningún modo su estilo de vida. Pretende mantener la misma distancia, el mismo anonimato, la misma libertad absoluta de hacer lo que le plazca. Que la devoren con los ojos una noche le gusta mucho, le divierte, le halaga, pero a condición de poder desaparecer seguidamente por su huequecito de ratita. Estar constantemente a la vista no le apetece en absoluto.

Ser la estrella o no serlo. Esta ambigüedad perseguirá a Jackie toda su vida. Lo hace todo para que la miren y se fijen en ella, la valoren. Cuando entra en una sala, solo la ven a ella, y lo sabe. En sus «momentos lentejuelas» no duda de nada y por fin consigue gustarse; la mirada de los demás le da seguridad. Y luego, de repente, aparece el pánico y solo desea una cosa: que suenen las doce campanadas de medianoche, recuperar sus harapos y su calabaza, y huir lo más lejos posible. Jackie se pasará la vida en un escenario, soñando con ser tramoyista.

En Vassar adopta un aire de modestia y buen tono e intenta que la olviden. La estrechez esnob de la universidad la asfixia, y se refugia en sus estudios y en la literatura francesa. Siempre está rodeada de chicos, pero ninguno cruza el umbral de su intimidad. «Cuando la acompañabas —recuerda uno de sus amigos—, ella le decía al taxista: “No pare el contador, por favor”. Así quedaba claro que no pasarías de la puerta. Tenías suerte si te daba un beso en la mejilla». Probablemente la sexualidad aterra a Jackie. No es que no le gusten los hombres, pero le da demasiado miedo dejarse llevar. Convertirse en un objeto. Depender del placer que le da un hombre. Ella quiere controlarlo todo para no sufrir nunca. Los libros, los estudios son menos peligrosos. Sabe que es inteligente y que domina el terreno. Además, sueña con ser una nueva Madame Récamier o Madame de Maintenon, tener un salón donde recibir tanto a premios Nobel como a campeones de natación. Todo le interesa. Cuando escucha a alguien, parece tan fascinada que su interlocutor se cree irresistible. Es entonces cuando extiende la mano, trata de besarla, y la belleza huye. «Con Jackie nunca conseguías tu objetivo», recuerda uno de sus pretendientes. Ella no pertenece a nadie, a ningún grupo, a ningún club. Ella va de flor en flor. Recita en voz alta poemas de Baudelaire para sí, va a bailar el fox-trot al Plaza de Nueva York, y pasa como una exhalación a visitar a su padre que cada vez protesta más y se queja de que ya no la ve nunca. Incluso le da consejos virtuosos sobre la forma como debe comportarse una joven con los chicos. Jackie se ríe a carcajadas y le refresca la memoria. Pero Black Jack se aferra a su teoría como a un clavo ardiente: no te entregues jamás a un hombre o te despreciará. Él querría que su hija fuera virgen eternamente, que todo el mundo la adule pero que nadie la toque. Prefiere que se consagre a sus estudios. Precisamente, replica Jackie, los estudios van muy bien, estoy en el cuadro de honor de Vassar y he tenido las mejores notas en las dos asignaturas más difíciles. Soy capaz de recitar de memoria Marco Antonio y Cleopatra de Shakespeare.

Jack Bouvier vuelve a la carga. Lo que él sueña es que Jackie se instale en Nueva York, cerca de su piso, y se dedique solo a él. Pero su hija es como una ráfaga de aire y nadie puede retenerla.

Cuando Jackie le propone que arregle el apartamento, él se indigna. Le recuerda a su madre con su manía de decorarlo todo. Él siente de nuevo aquel viejo odio y Jackie pierde la serenidad. Vuelve a tener siete años y oye a sus padres discutir de noche en su dormitorio. Entonces ella también se pone violenta, chilla, patalea, y sus visitas terminan con un portazo. Ya no soporta el amor excluyente de su padre, ese control sobre ella. ¡Que la deje tranquila! No necesita a nadie. ¡Quiere estar sola, sola, sola! Después de esas peleas llora como una niña. Ese amor demasiado vehemente la desgarra, pero no puede prescindir de él.

Ve a su madre con regularidad en Merrywood, donde Janet Auchincloss sigue viviendo su fantasía de advenediza, sin cansarse de la pequeñez de sus ambiciones. Lo que pasa en el mundo no le interesa. Apenas sabe que ha habido una guerra en cierta parte de Europa. Y si lo sabe, es porque lo ha oído decir. O porque eso la ha molestado en un momento u otro. Ella sigue decorando sus casas insaciablemente, organiza tés y recepciones con las mismas personas tan distinguidas y biempensantes que Jackie bosteza de aburrimiento. Pero ahí está tío Hughie, siempre es bueno y cariñoso, y sus hermanastros y hermanastras que le gustan mucho.

En julio de 1948, a los 19 años, Jackie se embarca hacia Europa con unas amigas y una acompañante. Siete semanas agotadoras de viaje. Como es costumbre en Estados Unidos, «ven Europa» como quien hojea un catálogo: Londres, París, Zúrich, Lucerna, Interlaken, Milán, Venecia, Verona y Roma, y de vuelta a París y a Le Havre. Jackie cruza museos y paisajes al galope. En Londres, durante una garden-party en Buckingham Palace, hace cola para estrecharle la mano a Winston Churchill a quien admira. Le admira tanto que vuelve a ponerse a la cola para darle la mano otra vez.

Jackie se marcha de Europa exhausta pero muy contenta. Promete volver y quedarse más tiempo. La oportunidad se le presentará muy pronto. En cuanto vuelve a Vassar, se entera de que tiene la posibilidad de cursar el segundo año en el extranjero. Escoge la Sorbona de París, presenta la solicitud y espera.

¿Francia le atrae? ¿O es la perspectiva de marcharse de Vassar que odia? ¿O más bien la de alejarse todo lo posible de la tensión familiar? Black Jack hace una cura de desintoxicación tras otra pero no deja de beber. Está arruinado y es una carga para su hija. Un día que ella opta por ponerse un vestido con un collar de perlas en lugar de la cadena de oro que él le ha regalado, él estalla, le arranca el collar que se desparrama por el suelo y grita hasta que Jackie acepta ponerse la cadena.

Su madre, por su parte, supervisa sus amistades y vive esperando el «buen partido» con quien Jackie debe casarse. Vive en un mundo cada vez más obsesivo e incómodo. Dirige un ejército de veinticinco criados y va detrás de ellos para comprobar que no quede nada por hacer, que todo reluzca, que no cometan ningún atentado al buen gusto. Todo tiene que estar ordenado, colocado, impecable. Las puertas de los armarios tienen que estar cerradas, hay que tirar las botellas medio llenas, los trapos de cocina tienen que estar inmaculados, las flores abiertas y los cojines de los sofás esponjosos. Janet exige que el suelo de la cocina «brille tanto como el de una sala de baile». Jackie se ahoga en el mundo de su madre y las dos se pelean a todas horas.

¿Cómo conseguir que sus padres acepten la idea de que se marche un año a Francia? No es una tarea fácil, pero Jackie es astuta. Con su madre es fácil, le basta con sacar a relucir el matiz esnob de su proyecto: París, Francia, la Sorbona...Y el asunto queda solucionado. Con Black Jack empleará la táctica de insinuar algo peor. Empieza por comunicarle que ya no soporta más Vassar, que quiere dejar de estudiar y ser maniquí. Jack se pone furioso. ¿Maniquí, su hija? Ni pensarlo. ¡Con todo el dinero que él se ha gastado en sus estudios! ¡Con el interés que ha puesto para convertirla en una princesa altiva y culta! Jackie le deja despotricar un rato, y luego apunta que quizás podría pensarlo mejor y seguir estudiando, pero... en Francia. Y su padre acepta, aliviado.

Para Jackie ese año en Francia es la etapa más feliz de su vida. Empieza perfeccionando el idioma con una estancia de seis semanas en Grenoble, la ciudad de su antepasado quincallero. Luego se instala en París con una familia francesa, pues se niega a vivir en una residencia para jovencitas norteamericanas.

La condesa Guyot de Renty, en cuya casa vivirá Jackie, ocupa con sus dos hijas un amplio apartamento en el distrito decimosexto y alquila habitaciones a estudiantes. Jackie se siente en casa inmediatamente. Para empezar la llaman Jac-line. Además se entiende muy bien con las Renty. Y además es totalmente libre. Libre de hacer lo que le plazca. De vestirse como quiera, de volver a la hora que quiera. Allí no hay nadie que haga comentarios reprobatorios, que la critique, que exija nada de ella. Jac-line crece, florece. Por fin es feliz, alegre, despreocupada.

No obstante, la Francia de 1949 no es un país próspero. Todavía hay cartas de racionamiento para el pan y la carne y, aunque su madre le envía paquetes de azúcar y de café, las estrecheces están a la orden del día. En el apartamento, sin calefacción central, hay un solo cuarto de baño para todo el mundo, el agua caliente escasea, el calentador es demasiado viejo. Un día explota mientras Jacqueline se está bañando y rompe los cristales. Ella no se inmuta.

Es tan feliz que se adapta a todo. En invierno trabaja metida en la cama, con todos los jerséis, chales y calcetines que ha traído puestos. Por la mañana se enfunda un pantalón, un abrigo grueso y se va a clase. Recorre París a pie o en metro, visita constantemente el Louvre, se instala en las terrazas de los cafés, asiste a conciertos, óperas, ballets. Aprovecha y disfruta. Habla con todo el mundo, hace mil preguntas y no se cansa de aprender. Mantiene esa actitud de fascinación cuando escucha a alguien, que convierte a su interlocutor en la persona más importante del mundo. Sigue teniendo esa voz de niña pequeña que sorprende o enerva. Seduce a los hombres que se pelean por salir con ella, llevarla a un local de jazz o a bailar a una boîte por la noche. Frecuenta el Flore, el Deux Magots o la Coupole, con la esperanza de ver a Sartre o a Camus. Y lee. Durante horas. Sigue siendo misteriosa y no permite que nadie se le acerque fácilmente, aunque sea sencillo estar con ella. Ninguno de sus pretendientes alardeará de haber sido su amante, y sin embargo, siempre está acompañada. No es que espere al príncipe encantador, pero sabe que el día que ella esté preparada o que él valga realmente la pena, se entregará. No tiene miedo de los hombres. Al contrario, coquetea con ellos, les engatusa, les hace hacer lo que ella quiere. De momento no ha conocido a nadie que le parezca suficientemente importante. Para que no la tomen por una mosquita muerta, habla de sus numerosos pretendientes sin citar nunca un nombre, o habla con desenvoltura de «la cosa». Pero las personas inteligentes adivinan que miente.

«Era reservada, no superficial, pero difícil de interpretar», recuerda la condesa de Renty. Con mucho magnetismo pero siempre a la defensiva. Prohibido acercarse demasiado...

Al final del curso universitario se va de viaje con Claude de Renty, una de las hijas de la condesa. Juntas exploran Francia y hablan mucho. De todo, menos de chicos. «Sobre eso Jacqueline siempre era muy vaga. Tenía mucha fuerza de carácter pero también debilidades que no aceptaba. Como todo el mundo, por otro lado. Si no apreciaba o no admiraba a un hombre, le dejaba de lado inmediatamente». Cuando ella misma no estaba a la altura de los retos que se ponía, se criticaba con dureza. Trataba con severidad a todo el mundo, pero ante todo a sí misma.

De todos modos prefiere la compañía de hombres mayores. Ellos, como mínimo, tienen algo que contar. Y además, le dan seguridad. Ella es quien decide y a ellos les asombra que les haya elegido como acompañantes.

Cuando termina el año de universidad, Jackie vuelve a Estados Unidos de mala gana. Le gustaría mucho quedarse, pero... Ella no tiene la determinación de Edith Wharton que, habiendo optado por quedarse en París, declaró: «Preferiría morirme de hambre o de frío aquí, que volver a nuestras casas bien caldeadas, nuestros baños relucientes, y afrontar ese vacío que allí reina en todas partes, el vacío de las personas y los lugares». Jackie presiente ese vacío; sabe lo que le espera en América, sabe que acaba de vivir un año excepcional en una ciudad y una vida hechas para ella. Aunque se burle de la falta de comodidades, del racionamiento, del frío. En París aprende todos los días alguna cosita que la estimula y la introduce en un mundo nuevo. Si hubiera tenido un poco más de confianza en sí misma, en esos dones que intuía, habría seguido el ejemplo de Edith Wharton.

Jackie regresa, pero se niega a volver a Vassar. Demasiado esnob, demasiado asfixiante, demasiado limitado. Se matricula en la universidad de Washington para preparar el diploma de literatura francesa. Se presenta a un concurso organizado por Vogue para convertirse en periodista. Primer premio: un año de prácticas, seis meses en París, seis meses en Nueva York. Los candidatos han de escribir cuatro artículos sobre moda, una semblanza, el boceto de un número de la revista y un ensayo sobre muertos célebres a quienes les hubiera gustado conocer. Jackie decide ganar el concurso. Comprende inmediatamente que si lo consigue será la solución de todos sus problemas. El prestigio de la revista le servirá de pasaporte para vivir la vida que le gusta. Obtendrá su libertad sin que nadie pueda poner peros.

Trabajará durante semanas como una posesa. «Jackie estaba tan decidida a ganar que hizo un curso de dactilografía en la universidad George Washington —cuenta David Heymann—, y dedicó un tiempo considerable a su ensayo. Escogió a Serge Diaghilev, Charles Baudelaire y Oscar Wilde como las personas a quienes le habría gustado conocer. Su tenacidad valió la pena. Ganó el concurso entre mil doscientos ochenta candidatos de doscientas veinticinco universidades acreditadas».

Jackie está radiante. ¡Ha ganado! ¡Ha quedado la primera! Ella que, en el fondo, nunca se considera lo bastante... Bastante brillante, bastante inteligente, bastante culta. El mundo le pertenece: será escritora. O periodista. Conocerá a personas ilustres que le enseñarán todo lo que tiene ganas de saber. Escribirá, la leerán, la entenderán, la respetarán. Podrá, por fin, ser libre. Ganarse la vida. No dependerá nunca más de su padre, ni de su madre, ni de su padrastro. Seis meses en París, una nueva oportunidad de vivir en ese país donde se siente tan bien, donde se ha labrado una familia, amigos. La convocan en las oficinas de Vogue de Nueva York, le presentan al equipo de la revista, le hacen una foto, la felicitan.

Y sin embargo, Jackie rechazará ese premio. Cuando su sueño se hace realidad gracias a enconados esfuerzos, renuncia.

Su madre, si bien valora el triunfo de su hija, detecta enseguida el peligro. Presionada por el bondadoso tío Hughie, que no considera «correcto» que su hijastra vuele con sus propias alas, Janet rápidamente da marcha atrás. Ha comprendido que si Jackie se marcha a Francia, la habrá perdido. Le arrebatarán a su hijita. O más bien que existe el peligro de que su hija se sienta a gusto con una vida nueva en la que ella, Janet Auchincloss, ya no tendría ni papel, ni influencia. Si Jacqueline Bouvier aceptara la proposición de Vogue tendría acceso a una vida original y llena de riesgos también, pero totalmente extraña al mundo de su madre. Una vida que se parecería más a la de los Bouvier... Por su parte, Black Jack ha aplaudido con entusiasmo este proyecto pensando únicamente en su interés: en París y después en Nueva York, Jackie se aleja de los Auchincloss y se acerca a él.

De manera que Janet hará todo lo posible para que Jackie renuncie. Empieza diciéndole que una joven de buena familia no acepta becas —eso es para los pobres y los necesitados—, que ella no necesita hacer esas prácticas, que debe dejar esa posibilidad a alumnas menos afortunadas, más meritorias. Y además, ¡convertirse en periodista de Vogue! ¡Qué trabajo tan banal para una antigua alumna de Vassar! ¡Vivir sola en París, a su edad! Cuando se trataba de estudiar, Janet no se opuso, pero ahora la situación es diferente. Y Jackie se deja manipular. Ella, que no respeta a su madre y cuya vida le parece vacía y vana, cede ante su opinión. Plegará su voluntad ante la de Janet y el qué dirán.

Tiene miedo. No de irse a un país extranjero, ni de ejercer un oficio que desconoce. Todo lo contrario, a Jackie le encantan los retos y demostrarse a sí misma que es una ganadora. Le gusta asombrar al mundo, entronizarse como una gran amazona. No, se trata de un miedo secreto y subterráneo, que paraliza a Jackie en este preciso momento de su vida: miedo de hacer como Jack Bouvier, llevar una vida no conforme a las reglas, y acabar de forma trágica. Jackie se enfrenta entonces a una elección terrible: escuchar a su padre —Francia, un oficio de saltimbanqui, la libertad, la ruptura con su entorno familiar, cierta provocación—, o a su madre: la seguridad, el conformismo, las normas sociales. Jackie duda, sopesa y luego, aterrada ante la idea de parecerse a su padre, hace caso a su madre y rechaza la proposición de Vogue.

Tiene 22 años, es mayor de edad. Es libre de hacer lo que quiera y obedece a su madre. Esta decisión es un punto de inflexión en la vida de Jackie. Al renunciar dejará pasar su oportunidad. La oportunidad de existir «por su cuenta» y no como la hija o la mujer de otro.

Jackie tiene miedo de no ser como el resto del mundo. Enfrentada a una alternativa crucial, escoge adaptarse. Ella, a quien le gusta tanto ser diferente. Pero esa diferencia tiene un precio. Ya no se trata de intrigar a los demás con su vestido para el baile, su distancia calculada o sus comentarios picantes. Ya no se trata de parecer sino de ser. Esta diferencia la condiciona durante toda su vida. No hay que olvidar que hablamos de Norteamérica en los años cincuenta, donde el conformismo y el puritanismo reinaban sin la menor contestación. Una joven no trabajaba: se casaba con un hombrecito correcto, engendraba hijos y atenuaba su malestar organizando tés, partidos de tenis y fiestas. Fuera del matrimonio, no hay alternativa. Jackie corre el riesgo de que la buena sociedad de Washington la señale con el dedo. Sabe que provocará chismorreos alrededor de una taza de té. ¿Sabéis lo que le ha pasado a la hija de Auchincloss?, murmurarán las acartonadas damas de Washington. ¡Se marcha a trabajar, imaginaos! ¡De pe-rio-dis-ta! ¡En Europa! ¿Os dais cuenta?, ¡una chica de tan buena familia! ¡Quién lo habría imaginado de la hija de Janet!

Hablarán de ella. La despedazarán en la plaza pública. Jackie no puede soportarlo. No por vanidad, ni por miedo al fracaso, sino porque de repente se acuerda de la niñita que señalaban con el dedo en el colegio, cuando sus padres se divorciaron y los periódicos hablaban de ellos... Se siente incapaz de afrontar ese oprobio público por segunda vez. Ese antiguo miedo infantil vuelve a obsesionarla y a paralizarla. De manera que renuncia. Renuncia a lo que le gustaba más de sí misma para plegarse al criterio de su madre, el criterio de los que siempre acaban teniendo razón.

Jackie pagará toda su vida esa decisión. Sabe que ese día, con su falta de audacia, ha faltado a una cita importante consigo misma y no se lo perdonará. Nunca olvidará realmente esa oportunidad fracasada, y se lo reprochará con vehemencia. Se despreciará por no haber tenido el valor de enviarlo todo a paseo, y esa violencia contra sí misma le provocará ira, depresiones y momentos de abatimiento, en los que se alejará de su propia vida puesto que ella no la habrá escogido. Jackie sufre, sin poder analizarla en este momento, la impresión de que la «ha timado» una realidad que ella no respeta y que se burla de sus deseos, de sus necesidades, de sus esperanzas, pero ante la cual se ha doblegado. Se echa la culpa a sí misma y a los demás por ese vacío que no conseguirá llenar.

Durante los años siguientes, hay momentos en que Jackie parece ajena a sí misma. Como si todo lo que le pasa no le concerniera realmente. Actúa como una sonámbula. Algunos testigos recuerdan esa faceta autómata, paralizada y vacía que a veces les sorprenderá descubrir en ella. Es porque Jackie vive la vida de otra, de otra que no es la que ella ha escogido. Después recupera la compostura y vuelve a ser divertida y deslumbrante. Por costumbre. Porque le resulta fácil, también. Como cuando uno se aturde con una copa de vino. Pero cuando está sola frente a sí misma, cae en una depresión melancólica que la hace muy desgraciada, tanto que es capaz de volverse agresiva, malévola, mezquina, arisca. Jackie tendrá esos cambios de humor toda la vida, y su entorno se quejará de esa inestabilidad.

Un día le pidieron a John Kennedy que comparara su carácter con el de su esposa, y dibujó una línea recta para él y una sinuosa para ella.

Jackie nunca lo superará del todo. Tendrá que esperar mucho tiempo para que se le presente una nueva ocasión de recuperar el control de su vida. Y esa segunda oportunidad no la dejará pasar.