V

¿Qué sabía Jackie de su nuevo marido?

No gran cosa. Ella se había enamorado de una imagen que se parecía enormemente a su padre. Pero su padre, al contrario que John Kennedy, tenía un único amor: su hija. La quiso mal, la trataba como a una amante suntuosa, nunca supo reformar su vida para que hubiera auténtico espacio para ella, pero la quería. Jackie lo sabía, y se había construido a sí misma a partir de ese amor trastornado. Su padre fue su rampa de lanzamiento. Por él ella quiso ser perfecta, la primera de clase y un objeto de deseo para los hombres. Gracias al amor de Black Jack, adquirió esa fuerza inquebrantable, esa voluntad que le permitió llevar su vida tal como ella la entendía, provocando que algunos la consideraran dura, ávida, brutal. Nada debía resistírsele. Jackie sabía exactamente lo que no quería.

Pero no sabía lo que quería. Reaccionaba, pero no actuaba conforme a sus deseos. Porque le había faltado el amor de una madre que confiere identidad, fe profunda en uno mismo, la raíz del ser propio. Habría bastado con que hubiera tenido una madre cariñosa para ser una mujer equilibrada, fuerte, pendiente de su bienestar y del de los demás. Pero su madre la criticaba siempre. Su hija, hiciera lo que hiciese, siempre se equivocaba. Pensaba que llevaba vestidos demasiado cortos, que tenía el pelo demasiado rebelde, que sus pretendientes no tenían suficiente dinero ni suficiente abolengo. Nunca alababa los éxitos de Jackie, pero le reprochaba mil pecadillos. Era tan dura con Jackie y Lee como tierna con los hijos que tuvo de su matrimonio con Auchincloss. Nunca le perdonó a Jackie que fuera hija de su padre. En cuanto al hecho de que su hija se hubiera casado con el soltero más codiciado de Estados Unidos, la dejaba totalmente fría. Lamentó el alboroto que se creó alrededor del enlace y declaró que era un atentado contra su vida privada. Cuando le preguntaban si tenía noticias de Jackie, contestaba moviendo la mano como si espantara una mosca: «¡Oh, ella está muy bien!», y se ponía a hablar de sus otros hijos.

John Kennedy también había carecido del amor de una madre. En su libro,6 Nigel Hamilton pinta la infancia y la adolescencia del futuro presidente con tonos bastante sombríos.

Cuando Rose Kennedy hablaba del nacimiento de John, su segundo hijo, recordaba perfectamente el coste del ginecólogo y de la enfermera que le ayudó, pero confesaba que no sabía qué quería decir la palabra «feto». Rose tuvo hijos porque una mujer casada, católica, debe tener hijos. El placer no tenía nada que ver con el asunto. El sexo era un deber conyugal penoso, y más aún debido a la brutalidad y la falta de calidez de su esposo; el sexo era sucio, repugnante. Y su resultado, los hijos, una lata. Después del nacimiento de Rosemary, la tercera, Rose, asqueada por las infidelidades de Joe Kennedy, abandona el domicilio conyugal. Deja a su marido y a sus hijos y se refugia en casa de su padre. Al cabo de tres semanas, el sentido del deber y los sermones paternos la devuelven al hogar. Pero inmediatamente demuestra aversión por todos sus habitantes. Sin expresar nunca nada, como una buena católica, estoica y resignada: debe querer a los hijos y al marido, porque lo dicen los Evangelios. No obstante, multiplica los viajes al extranjero para estar lo más lejos posible de su familia.

El pequeño John tiene problemas de salud. A los tres años le envían a un sanatorio, donde pasa tres meses. Es un crío adorable, divertido, estoico. La enfermera que le cuida queda encantada con él, y cuando le dan el alta, les suplica a sus padres que le permitan acompañarle y convertirse en su niñera.

Cuando Rose habla de su familia —ahora tiene cinco hijos—, dice «mi empresa». Eso no es una madre, es un directivo. Tiene una carpeta para cada uno de sus hijos. Dentro de cada una hay una serie de fichas en las que apunta el peso, las medidas, los problemas de salud. Les pesa, les mide dos veces al mes. Está obsesionada con su ropa, y al final de cada jornada verifica que los dobladillos aguantan, que las mangas no se deshilachan, que los cuellos están rectos, y sobre todo, sobre todo, que todos los botones están en su sitio. Los botones son una obsesión para Rose. Disimula su decepción conyugal y su depresión crónica bajo la fachada de la disciplina militar. Nunca se inclina para hacerles un mimo, darles un beso o consolarles de un disgusto, ni siquiera para rozar la cabeza de un niño. Ella cumple con su deber, rellena las fichas, reglamenta, dicta normas, pero no tiene ningún contacto físico ni con sus hijos ni con sus hijas. Ella y su marido duermen en habitaciones separadas. Aunque acepta cumplir con el deber conyugal, en cuanto Joe ha terminado le exige que vuelva a su cama. Todo contacto físico le repugna. Se baña en perfumes densos para olvidar su propio olor corporal.

Joe se consuela muy fácilmente: acumula amantes y hace fortuna estafando a todo el mundo. Es el hombre de negocios más turbio de la costa Este. La clase dirigente le rechaza y se niega a recibir a ese tipo amoral y libidinoso. A él eso no le molesta en absoluto. Continúa manoseando a todas las mujeres que tiene cerca, llega incluso a acariciarlas y a meterles la mano bajo las bragas en un restaurante. Rose Kennedy, que está al tanto de todas sus aventuras, pone su destino en manos de Dios.

Los niños se educan con amas de llaves que cambian constantemente (están mal pagadas) y con un padre que, cuando está presente, solo les enseña una cosa: a competir. La vida es una selva, les explica, solo sobreviven los más fuertes y cualquier método es bueno para ganar, incluidos los deshonestos.

Cuando ve a su madre preparar el equipaje para un nuevo viaje, John (tiene cinco años) se planta al lado del baúl abierto y le suelta: «¡Todos dirán que eres una madre estupenda, siempre a punto de marcharte y de abandonar a tus hijos!».

Él se refugia en los libros. Le apasiona la historia. Está continuamente enfermo, en la cama, y la lectura se convierte en la única distracción posible. Tiene un carácter abierto, curioso y plantea mil preguntas sobre todas las cosas. Aunque Rose no lea para él, filtra a conciencia todos los libros que franquean el umbral de su casa. Todo lo que sea demasiado atrevido o demasiado descarado está prohibido en su biblioteca. Una palabra fuera de tono o una pregunta molesta implican un correctivo. «Yo había adoptado la costumbre de tener siempre una percha a mano», alardeará Rose más adelante. Esas son las únicas ocasiones en las que toca físicamente a sus hijos.

El pequeño John se refugia cada vez más en sus sueños. Parece ausente. Por ejemplo, si le exigen que respete los horarios, él siempre llega tarde. Rose le amenaza con excluirle de las comidas o de las excursiones a la playa. Él se encoge de hombros con indiferencia. ¡Me da igual!, parece decir. No comerá o se quedará en casa. Siempre va desaliñado. Lleva el pelo alborotado y tiene la habitación patas arriba. Sale en zapatillas, se arranca los botones y se rasga los pantalones. No soporta la ropa limpia y planchada. No es raro que vaya al colegio con un zapato rojo y otro azul. En resumen, se rebela ante la neurosis materna y se mantiene alejado de la tensión que reina entre sus padres.

Es una casa donde se respira resentimiento. Joe le reprocha a su mujer su frigidez. Rose odia la desmesura sexual de su marido y se lo hace pagar de forma subrepticia. Mantiene una apariencia impecable: delgada, esbelta, vestida por los mejores modistos, cubierta de joyas. Muestra una sonrisa fija, glacial. Y, bajo ese hielo, bulle un odio que no expresa jamás.

Rose se obsesiona cada vez más con los botones y los ojales de sus hijos. Para ella es una forma de controlar la realidad. Los botones le dan seguridad. Hacen que olvide a su marido y la escandalera de sus siete hijos. Mañana y noche abrocha, desabrocha, cuenta los botones que faltan, los reemplaza, los recose, busca el hilo más fuerte del mercado. «Botones, botones, botones», se la oye murmurar, sola en el cuarto de la ropa. Esa palabra atormenta al pequeño John, que huye en cuanto ella se acerca. Y, sin embargo, años más tarde, le pondrá a su hija Caroline el apodo de Buttons. ¡Botones! «Buttons, ¿dónde estás?», le oirán llamarla por los pasillos de la Casa Blanca...

Después de cada parto, Rose se va de viaje y contrata una nueva niñera. Le encanta ir a París, allí recorre las casas de alta costura y las joyerías, compra los perfumes más caros y más embriagadores. Gasta fortunas. Es una forma, según explica, de vengarse de su marido: le hace pagar sus infidelidades. John llora a mares siempre, junto a las maletas abiertas. Hasta el día que comprende que cuanto más llora él, más se encierra y le ignora ella. Empieza a odiarla pero sin demostrarlo. Cuando ella pasa, él se tapa la nariz, no soporta el olor de su perfume. Puesto que ella no le quiere, John se volcará en los demás. Sus profesores le adoran, las madres de sus amiguitos le miman, es el jefe de la pandilla. Y huye de casa.

Durante esa época, Joe tiene una aventura tórrida con Gloria Swanson. Está tan orgulloso de ser el amante de una estrella que, años después, alardeará ante sus hijos de sus proezas en la cama, dando detalles de la anatomía de miss Swanson y describiendo profusamente sus partes genitales y su sexualidad insaciable. «¡Solo la satisfacía yo, y cuando la abandoné se le secaron los ojos de tanto llorar!».

Pronto todo el mundo está al corriente de su aventura hollywoodiense, y ponen en cuarentena a la familia Kennedy. Dejan de invitar a los niños, que han de jugar entre ellos, conscientes de ser «ovejas negras». Al mismo tiempo, en casa el absentismo paterno llega a su punto álgido. Joe está casi siempre en Hollywood. Rose viaja cada vez más y más lejos, más y más a menudo, durante más y más tiempo.

Envían a los niños a un internado. John desembarca a los doce años, sin ropa. Su madre se ha olvidado de hacerle el equipaje. Él se siente solo, abandonado. Reclama los pantalones. Echa de menos a sus hermanos y hermanas. Su casa, donde están sus referentes. Él es el intelectual de la familia, irónico, sarcástico, siempre llega tarde, siempre mal vestido, es camorrista e independiente. En el internado solo es un crío entre tantos, cuyos padres se olvidan de visitar. Entonces John se pone enfermo y va a que le mimen a la enfermería. «Estábamos acostumbrados a que estuviera enfermo a menudo —explicará Rose—, lo que nos preocupaba eran las malas notas». En cuanto se recupera, arma jaleo. Tiene un coeficiente intelectual muy alto, pero es incapaz de concentrarse. Sus profesores le animan a trabajar, él quiere que le quieran, que le demuestren ternura y afecto.

Cuando por fin su padre va a verle, descubre asombrado a un adolescente de 16 años, delgado y desaliñado, que se relaciona con una panda de gamberros que se portan mal. Joe Kennedy se indigna y se entrevista con todos los maestros. John se quejará de que su padre invierta más tiempo hablando con sus profesores que con él. Vuelve a enfermar. Esta vez es muy grave. Le diagnostican leucemia. Todo el colegio acude a su cabecera. Se rumorea que quizás muera. Se convierte en un héroe. Pero su madre no se molesta en desplazarse: está en Miami, en su nueva propiedad, y no concibe renunciar al sol por la frágil salud de su hijo.

Esta nueva prueba fortalecerá a John y le hará aún más individualista, más independiente, cínico y divertido. Más insolente también. Decide hacer solo lo que le gusta: estudiar historia y devorar el New York Times al cual se ha suscrito y sus libros. Profesa un auténtico culto por Winston Churchill, y lee y relee La crisis mundial, apoyado en sus cojines. Tiene una memoria fantástica y aprende de memoria artículos largos para ejercitarla y desarrollarla. Se burla de su enfermedad y sus médicos se rascan la cabeza para entender su dolencia. «¿Y si no hubiera tenido nunca nada? —le plantea a su amigo Lem Billing en una carta—, sería divertido, ¿no? Paso noches enteras imaginándome esa situación». Sufre retortijones de estómago muy dolorosos y le hacen lavados hasta seis veces al día. «¡Pronto estaré limpio como una fuente! —bromea—, ¡el agua sale tan clara que todos beben un vaso y la saborean, y mi trasero me mira con mala cara!».

Hacia los 17 años empiezan a interesarle las mujeres. Como a menudo está en observación en algún hospital, se dedica primero a las enfermeras. Ellas le miman, bromean con él, se quedan un rato junto a su cama; es el ojito derecho del hospital. Pero si son demasiado cariñosas, él se retira bajo las sábanas. Tiene muchas ganas de manosearlas, pero de carantoñas no. No soporta las efusiones en público; para él, el sexo ha de ser breve, brutal, sin maniobras inútiles. Las mujeres demasiado femeninas, demasiado bien vestidas y con perfumes que se suben a la cabeza le repugnan. Prefiere proclamar su desprecio por esas mujeres ávidas de él a dejar entrever su sensibilidad herida.

Cuando vuelve a casa por vacaciones nunca sabe qué dormitorio le tocará. Sus padres no están, las criadas cambian continuamente, sus hermanos y hermanas (ahora son nueve) van y vienen, y él se mete en la primera habitación que queda libre. Como en un hotel. Una habitación totalmente impersonal en cuyas paredes no puede colgar nada, porque no sabe si volverá a ocuparla la próxima vez. Su madre es cada vez más maníaca. Les deja notas pegadas por todas partes: «No llevéis calcetines blancos con ropa de vestir», «Nunca zapatos marrones con traje oscuro», «No digáis Hola sino Buenos días», «Respetad el horario de las comidas», «En la mesa, dejad que las señoras se levanten primero, y luego los chicos», «Comed el pescado con cubiertos de pescado», etcétera. ¡Tiene tanto miedo de olvidarse de algo que se prende recordatorios en la blusa! John siente un placer perverso ridiculizándola y cuando puede comete una incorrección. Llega incluso a levantarse de la mesa como una centella para llegar a la puerta del comedor antes que Rose. Cuando su madre le hace alguna reflexión, él simplemente se excusa...Y al día siguiente vuelve a la carga.

En cuanto a su padre, solo habla de competición, de lucha por la vida, de desprecio hacia los pobres y los débiles, los negros y los judíos. O bien perora sobre los millones de dólares que ha reservado para cada hijo, con la condición de que sean los primeros en todo. Como en sus negocios, es completamente incoherente. Le reprocha a John una factura de lavandería demasiado elevada y luego esconde un billete de cincuenta dólares bajo los platos de sus hijos y les anima a ir con él a jugar al casino. Les manipula y les tienta con un futuro brillante o un buen billete, dependiendo de su humor. Si no le siguen, se pone violento, provoca peleas entre ellos para premiar al más fuerte, estrecha la mano del vencedor e insulta al vencido. Cuando les llega la pubertad, Joe, incapaz de tener una verdadera conversación con sus hijos, les deja sobre la cama revistas pornográficas abiertas, con láminas en color sobre anatomía femenina. Rose se indigna, los chicos se mueren de risa, y Joe está encantado. Es su forma de ser cómplice de sus hijos. John se refugia en su grupo de amigos, y en compañía de uno de ellos perderá su virginidad. En un burdel de Harlem donde, por tres dólares cada uno, tienen derecho a una chica. Los dos salen aterrados, convencidos de haber contraído una enfermedad venérea, y despiertan a un médico en plena noche para que les cure. John hace las mil y una. No soporta la disciplina, y en cuanto surge la posibilidad de hacer una trastada, se presenta como candidato. Gracias a su encanto y a su vitalidad, siempre es el jefe del grupo y dirige de modo excelente a sus «hombres».

Sus padres, sus profesores, le hacen reproches y le hablan de la ejemplar conducta de su hermano mayor. John reconoce entonces que al ser su hermano el que siempre se porta bien, él se ve obligado a distinguirse y hacer el payaso. «Si él no destacara siempre, quizás yo tendría alguna posibilidad de ser mejor». Tendrá ese complejo hasta que muera su hermano. A los 18 años intentará incluso alistarse en la Legión extranjera para desmarcarse totalmente de Joe júnior.

Le encantan las anécdotas divertidas y preferentemente obscenas. Sabe docenas de ellas y su favorita es esa de Mae West ante el presidente Roosevelt:

—Buenos días, señora, dígame, ¿quién es usted? —pregunta el presidente.

—Y usted, querido señor, ¿quién es? —contesta Mae West.

—Franklin Roosevelt...

—Ah, bueno, si tima usted tan bien en la intimidad como tima al pueblo americano, venga a verme en cuanto pueda...

Ese es su modo de reaccionar frente a la avidez de poder de su padre, que sueña con entrar en la administración Roosevelt y no lo consigue. Su ídolo es Francisco I porque amaba la vida, las mujeres y la guerra. «Pero él sabe mantener a las mujeres en su sitio; jamás, excepto a su madre y su hermana, les permitirá desempeñar un papel importante, más que al final de su vida. Ambicioso, consentido, desbordante de vitalidad y de fuerza física, era el honor y el héroe de su generación», escribe en una redacción. Tiene 19 años cuando escribe este texto sobre ese héroe con quien se identifica.

En 1937 tiene 20 años y, como todo joven de buena familia, se va de viaje durante el verano. John queda deslumbrado por las catedrales de Francia, descubre el fascismo, el socialismo, el comunismo, todos esos «ismos» que no existen en Norteamérica. Intenta formarse una visión política leyendo los periódicos. Le impresiona la Italia de Mussolini que le parece limpia y bien organizada. Señala que la gente parece feliz. Rusia le intriga. Alemania y el éxito de Hitler le asquean. Le fascina la historia y la cultura francesas. Lee a Rousseau y deduce que influyó en Thomas Jefferson. Confía en el ejército francés, y pronostica que no habrá guerra entre Francia y Alemania, ¡porque la milicia francesa es superior a la alemana! Va a misa todos los domingos influido por el hecho de estar en países católicos. No obstante, la religión le aburre. No cree en los dogmas de la Iglesia, en los milagros de Jesús, en la doctrina de Cristo. Le gusta ser católico porque, en un mundo protestante, eso le distingue de los demás. Pero investirse de la fe católica le parece un incordio. «¡No tengo tiempo para eso!». Se siente totalmente a gusto en Inglaterra, ese país hecho para las élites, donde las mujeres son la última preocupación de los hombres, después del club, los amigos, la caza y la política. «Era muy esnob —recuerda uno de sus buenos amigos—, pero no esnob en el sentido habitual del término. Tenía gustos de esnob. Le atraían las personas con prestancia, con estilo, y odiaba a los que se dejaban llevar o eran demasiado familiares. Él quería ser fuerte, alto, valiente, excepcional. Le horrorizaba todo lo vulgar, banal, rutinario, insignificante. Quería vivir intensamente. En el fondo, no era en absoluto norteamericano en el sentido de que no era un norteamericano medio».

Tiene un grupo de amigos con los cuales es leal, fiel, pero nunca afectuoso. «Habría hecho cualquier cosa para ocultar sus sentimientos. Y no obstante era cordial, hablaba con todos, hacía reír a todo el mundo y siempre estaba dispuesto cuando le necesitaban. Era el mejor amigo del mundo». Le gusta mucho dar. No quiere que nadie le atrape. Plantea mil preguntas a sus interlocutores, ávido de aprender todo lo que ellos saben. Mucho tiempo después de su viaje a Europa, sigue documentándose sobre Hitler y Mussolini, el capitalismo, el comunismo, el nacionalismo, el militarismo y el funcionamiento de la democracia. Más tarde, durante su etapa universitaria, volverá a descubrir Europa, Rusia, Oriente Medio y América del Sur. Quiere saberlo todo sobre el mundo que le rodea.

Su paso por Harvard no deja especial huella en sus profesores. A menudo se ausenta debido a su mala salud y no llega a adaptarse al sistema universitario. Cuando estalla la guerra en Europa, tiene 22 años. Entonces comprende que ha sobrevalorado al ejército francés y se sumerge en los libros para comprender.

Tiene muchísimos amoríos con chicas guapas, brillantes y deportistas. Parece que le gustan, pero no hasta el punto de perder la cabeza. Pasan los años, y sus compañeros le animan a comprometerse, a tener novia. Él no se decide. Y aunque un par de sus conquistas le afectan, se niega a admitirlo y se echa a reír cuando sus amigos reciben cartas de amor y las leen con el corazón palpitante. «Puede que para ti sea romántico, pero para mí es una mierda», afirma. Una de sus amigas recordará más adelante con lucidez: «Era muy calculador en lo que afectaba a su porvenir. Quería que todo sucediera de acuerdo con sus deseos, incluido su matrimonio. Se casaría oportunamente con la persona adecuada, que pudiera adaptarse a sus planes profesionales. Mientras esperaba a esa persona ideal, no salía en serio con ninguna chica. Simplemente no estaba preparado para el matrimonio».

A sus amigos les habla de las infidelidades de su padre, de los maravillosos regalos que le hacía a su madre para hacerse perdonar. Su padre tiene una influencia muy fuerte sobre él, y no en el mejor sentido. Joe ha legado a su hijo su desprecio por las mujeres y el hogar. John se ríe a carcajadas mientras explica que prefiere los senos de las mujeres a su cerebro. Cuando le piden que cuente alguno de sus idilios, es muy breve: ¡pim, pam, pum!, y adiós, señora. Su método de seducción es expeditivo: «Soy impaciente —le dice un día a una chica mientras la abraza con fuerza—. Debo conseguir todo lo que me apetece. No tengo tiempo, ¿sabes?.».

La única cosa que le interesa es conquistar. El instante preciso en que la presa codiciada se turba, se ruboriza, baja los ojos y acepta una cita. Es el momento en que él impone su voluntad y hace que la mujer se doblegue. Cortejar le aburre, hacer el amor ya no le maravilla ni le cautiva. En cuanto a eso de susurrar palabras de amor después... ¡pero si él ya se ha marchado! Nunca se cansará de la conquista, ese momento embriagador que le convierte en amo y le otorga el poder. Este amante rudimentario es un bruto empedernido. Le gusta que se le resistan y vencer dicha resistencia. «Me gusta la caza, la persecución pero no el envite final...».

John es demasiado narcisista para enamorarse. Él se mira el ombligo, supervisa su peso, gasta fortunas para cuidarse el pelo, es feliz cuando engorda un kilo. Las apariencias son muy importantes para él. Sus amigos se burlan de su bronceado perpetuo y le llaman chica; él replica: «No es solo que me guste estar moreno, es que me da seguridad; me da confianza en mí mismo cuando me miro al espejo. Así tengo la impresión de ser fuerte y muy sano, seductor, irresistible».

John no es el macho temible que pretende ser. Ha construido esa fachada de «hombre de verdad» para conseguir que se olviden sus años de enfermedad, sus debilidades, sus problemas de salud que le avergüenzan y que él oculta. Para olvidar también sus penas de niño.

Privado del amor materno, John necesita llenar esa carencia abismal, y todas las mujeres deben pagar por la indiferencia de Rose. Por mucho que acumule víctimas, nunca logrará llenar ese vacío. Y sin embargo, es una centella.

Robert Stack escribe en su autobiografía:7 «He conocido a la mayoría de los grandes galanes de Hollywood y muy pocos tenían tanto éxito con las mujeres como JFK, incluso antes de que entrara en la arena política. Le bastaba con mirarlas para que cayeran». Y la lista de famosas que cayeron es larga: Hedy Lamarr, Susan Hayward, Joan Crawford, Lana Turner, Gene Tierney, etc.

La relación con Gene Tierney terminó de forma muy abrupta. Gene era protestante y divorciada y por ello, aunque a los 29 años John ya tenía edad de sentar la cabeza, era impensable que se casara con ella. De manera que prefirió confesárselo cuando ya llevaban dos años de relación.

—Tú ya sabes, Gene, que nunca podré casarme contigo.

Ella no contestó, pero, al final de la cena, se levantó de la mesa y le dijo con mucha dulzura:

—Adiós, Jack...

—Parece un adiós definitivo —bromeó él.

—Lo es.

No volvió a verle. Pero conservó un buen recuerdo de él. «No era muy romántico, es verdad, pero sabía dedicarte su tiempo y su interés. Constantemente preguntaba: “¿Tú qué opinas?”». ¡Una frase magnífica que reafirma a las mujeres su inteligencia!

John tiene otro problema: su complejo social. Durante toda su infancia los Kennedy han estado mal vistos, por culpa de las actividades sospechosas de Joe Kennedy, de su conducta escandalosa y de sus numerosas amantes. Les han señalado con el dedo, aislado, vilipendiado. Y John, pese a su encanto y a la fortuna de su padre, no consigue impresionar a las grandes familias. No pertenece a los clubs más sofisticados, no le invitan a las fiestas de presentación en sociedad de las jovencitas. Frente a este ostracismo, él desarrollará un espíritu de revancha social. «No me miran, muy bien. ¡Yo les obligaré a mirarme! ¡Seré presidente de Estados Unidos o algo parecido, para que se vean obligados a tratarme con deferencia!». Su ambición partió de ahí, y cuando estudió en Princeton, Harvard o Stanford, en aulas pobladas de hijos de buena familia, no dejó de crecer.

El 7 de diciembre de 1941, los japoneses destruyen la flota americana en Pearl Harbor. El 8 de diciembre, el presidente Roosevelt declara la guerra a Japón. El Congreso aprueba su decisión por unanimidad menos un voto. El 11 de diciembre, Hitler declara que Alemania apoyará a Japón contra Norteamérica. John Kennedy se alista en la Marina y se va a la guerra. Volverá convertido en un héroe, después de que el 2 de agosto de 1943 su barco sea torpedeado por un destructor japonés en el sur del Pacífico, y él salve a diez camaradas suyos. Las noticias que llegan a los télex de las agencias de prensa celebran el valor, la sangre fría y la bravura de John Kennedy.

El hijo del millonario corrupto, constreñido y manipulado por su familia, se ha convertido en un hombre. Cuando piensa en los dos infelices que murieron durante el ataque, se obsesiona con su desgracia y tiene pesadillas. Escribe a las viudas, va a visitarlas y nunca las olvidará. Ha resultado ser un jefe responsable, atento. En ningún momento actúa con arrogancia, ni es jactancioso. Ha redimido la cobardía de su padre que, durante la Primera Guerra Mundial, se negó a alistarse, y fue firme partidario del aislacionismo, antes de dar muestras de su total adhesión a Hitler.

A consecuencia de su hazaña, John queda gravemente herido y vuelve a su país para recuperarse. Su espalda enferma le provoca sufrimientos atroces: hay que operar. Vuelve a tener dolores de estómago y los médicos le diagnostican una úlcera de duodeno. ¡Está delgado como un clavo, y se le marcan los huesos de la mandíbula bajo la piel de la cara, amarilla por culpa de la malaria!

El 13 de agosto de 1944 llega un telegrama a casa de los Kennedy en Hyannis Port: informa a la familia de que Joe Kennedy júnior ha sido abatido durante una misión aérea de reconocimiento. John está en casa ese día. Está sentado en los escalones del porche con sus hermanos y hermanas. Es Joe Kennedy quien les da la noticia, antes de animarles a salir a navegar, a jugar al rugby y a gastar energías. Todos obedecen menos John, que se queda un buen rato inmóvil y se va solo a dar un pequeño paseo por la playa. A los 27 años se convierte en el mayor, aquel en quien la familia deposita todas sus esperanzas.

Los Kennedy no lloran nunca. El patriarca se refugia en su habitación y no vuelve a salir. John en una pequeña iglesia donde puede meditar. Más adelante sabrán que Joe júnior no debía participar en esa última misión, pero que se presentó voluntario para demostrar que los Kennedy tenían la sangre de los valientes, para que su padre estuviera orgulloso de él, orgulloso de ese hijo que encarnaba todas sus ambiciones.

Ahora es en John en quien Joe Kennedy deposita sus sueños de grandeza. Pero John duda. Él quiere escribir. Envía sus artículos a los periódicos y espera que los publiquen. Sus repetidas enfermedades le llevan a pensar que no vivirá mucho tiempo, y también quiere aprovechar la vida al máximo y hacer lo que le gusta. Le contratan como periodista y durante un reportaje en San Francisco sobre el nacimiento de las Naciones Unidas descubre que tiene verdadero interés por la política. Le emociona estar rodeado de políticos y diplomáticos. Esos son los hombres que hacen Historia y tienen el destino del mundo en sus manos. Le fascina sobre todo Winston Churchill a quien sigue a Inglaterra, cuando su héroe está en plena campaña para la reelección. Escucha, hace sus preguntas habituales, pronostica el resultado de la elección, y viaja por todo el país para tomarles el pulso a los ingleses. ¡Es feliz! Ha descubierto la política.

Esta nueva pasión no le impide coleccionar conquistas. Allí donde va, las chicas se le ofrecen y él escoge. Tiene 28 años, es soltero, un héroe seductor y rico. John adopta siempre la misma actitud: encantado de estar rodeado de chicas guapas, pero indiferente. Se presta, pero no se entrega. Nunca cambiará. Al final de su vida, una amiga muy cercana le preguntará:

—¿Has estado enamorado alguna vez?

—No —contestará él, y después de un largo silencio añade—: Pero interesado, muchas veces...

La guerra no le ha cambiado en absoluto. No le ha provocado ganas de guardar las maletas y fundar una familia.

A los 29 años, John se presenta a su primera elección como candidato demócrata al puesto de diputado del distrito 11 de Boston. Su campaña está totalmente financiada (y comprada) por su padre. Cuando su hermana Eunice tiene dudas, y le plantea al patriarca si cree en el porvenir de su hijo, Joe Kennedy rechaza la pregunta con un gesto y contesta: «En política lo que cuenta no es lo que eres, es lo que la gente cree que eres». Y anuncia: «Vamos a venderle como si fuera un detergente». Más adelante, cuando su hijo ya ha sido elegido, añade: «¡Con la cantidad de dinero que he invertido, podría haber conseguido que eligieran a mi chófer!».

El padre de John gasta millones en su carrera política, pero él, por su parte, se muestra más bien avaro. Nunca lleva dinero encima y pide préstamos a diestro y siniestro sin devolverlos jamás. Contrae la enfermedad de los millonarios, que creen que la gente les tiene en cuenta solo por su fortuna. Conserva los trajes hasta que se deterioran y sigue paseándose con unas deportivas viejas y descoloridas, por no hablar de las zapatillas. Se vuelve impertinente con sus viejos amigos, se va en mitad de una cena porque se aburre, o les da plantón. ¿La política le ha cambiado o intuye que tendrá una vida corta y no tiene un minuto que perder? Está continuamente enfermo, sale de un hospital para ingresar en una clínica, y sus médicos encadenan diagnósticos que resultan tan erróneos como los anteriores.

Sus amigos no le reconocen. «Yo notaba que le había perdido como persona, y que tendría que contentarme con el hecho de que hubiera sido mi amigo en otra época. ¡De lo contrario había que estar a sus órdenes y eso era impensable!», cuenta uno de sus íntimos. No dispone de un minuto que perder. Tiene que invertir el tiempo que le queda en labrarse una trayectoria política. Aunque para ello deba renunciar a su ideal de honradez, de generosidad y de fidelidad a sus amigos. Lo importante para John es conquistar a sus electores, como en el amor. Una vez que tiene la votación en el bolsillo, se da la vuelta y se va a cazar a otro sitio. Tiene grandes ambiciones. Ya no es el diputado más joven de América. Se está convirtiendo en un político con quien habrá que contar. Sabe que no tiene ideas firmes para vender, pero es un estratega excelente. Lo hace todo «por instinto». Lo importante es ganar, derrotar a los demás candidatos, imponerse para la siguiente elección y, gradualmente, ascender hasta la magistratura suprema: la presidencia de Estados Unidos.

Ha comprendido que encarna un tipo nuevo de político, relajado, sonriente y encantador. Seduce a las masas cuando entra en escena, y abandona el estilo ampuloso de los demás políticos. Da la impresión de ser «auténtico». Se adecua perfectamente a su época, donde la imagen ya es más importante que el mensaje. Él habla el lenguaje del hombre de la calle y vende las ideas que le hacen soñar. En eso, es perfectamente moderno.

Cuando le preguntan cómo ve su porvenir, él contesta que seguirá siendo diputado una temporada y luego verá hacia dónde sopla el viento. ¿Se imagina como senador y más adelante, por qué no, en un puesto más alto? Tiene tanta confianza en sí mismo, tiene tanta energía y tanto humor que se convence de que lo conseguirá.

A partir de ese momento, hará caso omiso de todo el resto para dedicarse de pleno a lo más importante para él: la conquista del poder y de las mujeres. Las mujeres para tirarlas después de usarlas, el poder para devolver al apellido Kennedy su prestigio y su grandeza. Con las primeras se vengará de la indiferencia de su madre y con el segundo hará realidad la ambición de su padre.

Ese es el hombre con quien Jackie se ha casado. El que ha escogido porque se parecía tanto a ese padre que ella adoraba. Con John, está convencida, vivirá un cuento de hadas...