8 de abril
Esta tarde casi he tropezado con Ikuko. Iba yo en dirección oeste, por Shijo, varias manzanas más allá de los grandes almacenes Fujii Daimaru, cuando la vi salir de una tienda, a unos metros por delante, pero ella se dio la vuelta y se alejó en dirección contraria. Consulté mi reloj: eran las cuatro y media. A juzgar por la hora, debería haber ido en dirección este, hacia casa, pero supongo que me vio venir e intentó evitarme. Debió de sorprenderse, puesto que rara vez me aventuro fuera del distrito de Higashiyama, y casi nunca voy al centro de la ciudad.
Apreté un poco el paso y, cuando estuve bastante cerca de ella, caminé más despacio y la seguí, pero ni la llamé ni ella miró atrás. Los dos seguimos andando, a cierta distancia uno del otro. Entretanto, yo había mirado el escaparate de la tienda de donde ella acababa de salir, un escaparate lleno de accesorios de señora (guantes de encaje y nailon, pendientes de todas clases, colgantes y objetos por el estilo), y entonces reparé en algo que me sorprendió: Ikuko llevaba unos pendientes de perlas.
¿Cuándo había adquirido el gusto de llevar pendientes con el kimono? ¿Los había comprado en la tienda, llevándoselos puestos, o tenía la costumbre de ponérselos cuando yo no la veía? En ocasiones, durante el mes pasado, la he visto ponerse una de esas prendas elegantes llamadas chabaori, y hoy la llevaba. Hasta ahora siempre se había negado a seguir la última moda, pero he de admitir que ese estilo no le sentaba nada mal. Recordé algo que escribió Ryûnosuke Akutagawa sobre la atractiva palidez del reverso de las orejas de una mujer china. Las orejas de mi esposa, vistas desde atrás, eran así. Realzaban las perlas, y éstas las realzaban a su vez. El efecto era encantador. Pero no podía creer que aquello había sido idea suya.
Como de costumbre, tenía unos sentimientos encontrados de celos y gratitud. Era mortificante pensar que otro hombre había descubierto ese exótico aspecto de su belleza que a mí se me había pasado por alto. Supongo que los maridos no son tan observadores, porque miran a sus esposas de una manera invariable.
Ikuko cruzó la avenida Karasuma y siguió adelante. Además del bolso, llevaba un paquete largo y estrecho, probablemente de la tienda que acababa de dejar. Yo no acertaba a imaginar qué contenía. Al pasar por Nishinotoin, a fin de que ella supiera que no la perseguía, crucé la calle por donde pasa el tranvía hacia el norte, y la adelanté, haciendo que me viera. Entonces tomé el tranvía de la línea Nishijo-Horikawa en dirección este.
Ella llegó a casa como una hora después que yo. Ya no llevaba los pendientes, y supuse que los tenía guardados en el bolso. Conservaba el paquete, pero no lo abrió en mi presencia.
10 de abril
Quisiera saber si el diario de mi marido revela algo sobre su estado de salud. ¿Hasta qué punto le preocupa? Por supuesto, no tengo manera de descubrir en qué piensa, pero desde hace un mes por lo menos observo que le ocurre algo. Últimamente el color de su cutis está peor que nunca, ceniciento de veras. A menudo titubea cuando sube y baja la escalera. Siempre ha tenido una memoria poderosa, pero se está volviendo muy olvidadizo y, a veces, cuando habla por teléfono, no recuerda el nombre de alguien y parece aturdido. En ocasiones, cuando deambula por la casa, se detiene de repente y cierra los ojos, o se agarra a una columna.
Aunque escribe todas sus cartas al estilo antiguo, en papel enrollado y utilizando pincel, su caligrafía se está volviendo torpe. (Es de esperar que la caligrafía de un hombre se perfeccione con la edad). Sólo veo la escritura de los sobres, pero a menudo incluso en eso se equivoca, tanto en la fecha como en la dirección. Y comete unos errores muy extraños. Por ejemplo, en vez de «marzo» pone «octubre», o bien escribe mal el número de la casa. Cierta vez me sorprendí al ver en un sobre el nombre del destinatario: a pesar de que era su propio tío tenía dos errores. En otra ocasión, en vez de escribir «abril», escribió «junio» y entonces, para corregirlo, eliminó unos trazos del ideograma y acabó dejando «agosto». Cuando se trata de fechas y direcciones, se las corrijo discretamente, pero cuando se equivocó en el nombre de su tío, no supe cómo subsanar el error, por lo que le advertí, como de pasada, que el nombre estaba equivocado. Con toda evidencia, se inquietó, pero procuró parecer sereno. «Ah, sí», me dijo, y dejó la carta sobre la mesa sin corregirla de inmediato. Con los sobres no hay ningún problema, puesto que yo los examino cuidadosamente, pero no sé qué errores encontraría en el interior.
Tal vez sea ya de conocimiento público que se está comportando de una manera rara. El otro día fui a ver al doctor Kodama, el único a quien puedo consultar sobre este asunto, y le pedí que persuadiera a mi marido para que se haga una revisión.
—De eso quería hablarle precisamente —replicó él.
Parece ser que mi marido estaba tan preocupado que fue a ver al doctor Soma y entonces, muy asustado por lo que ese hombre le había dicho, acudió al doctor Kodama.
El médico me explicó que, como no es especialista, no puede efectuar un diagnóstico categórico.
—De todos modos —siguió diciendo—, me ha alarmado ver lo alta que tiene la presión.
—¿A cuánto está? —le pregunté.
El doctor Kodama titubeó un momento.
—No sé si debo decirle esto. Al intentar tomársela, el instrumento casi se rompe. Subió hasta lo más alto de la escala. Y aun así siguió subiendo, de modo que tuve que pararlo. No puedo decirle lo elevada que es.
Le pregunté si mi marido lo sabía.
—El doctor Soma ya se lo ha advertido, pero él no le ha hecho caso. Le he dicho con toda franqueza que su estado es peligroso.
(Escribo esto porque no creo que importe si lo lee, puesto que el doctor Kodama ya le ha informado).
Supongo que yo soy la culpable de lo que le ocurre. De no haber sido por mis exigencias, él no habría llegado a semejante depravación. Cuando hablé con el doctor Kodama, no pude evitar ruborizarme. Por suerte, él no conoce la verdad de nuestras relaciones sexuales. Parece creer que soy tan pasiva que mi marido es el único responsable de sus excesos. Probablemente él diría que ha llegado a esa situación porque quería proporcionarme placer. No voy a negarlo pero, por mi parte, he hecho todo lo posible para cumplir con mi deber hacia él, he aguantado cosas muy difíciles de soportar. Toshiko me llamaría «una esposa modélica». Creo que, en cierto modo, lo soy.
Pero de nada sirve tratar de determinar la culpa, pues ya es demasiado tarde. Cada uno tentó al otro, nos estimulamos mutuamente, luchamos con desesperación, sin cuartel, y por fin, impulsados por una fuerza irresistible, hemos llegado a esto.
No sé si debería mencionarlo, ni lo que podría suceder si él leyera estas páginas, pero la verdad es que mi marido no es el único con problemas de salud. Yo no estoy mucho mejor. Empecé a notar que algo iba mal hacia finales de enero. Claro que hace años, cuando Toshiko tenía unos diez, empecé a expulsar algo de sangre al toser, y el médico me advirtió que mostraba síntomas de tuberculosis. Sin embargo, como aquello resultó ser una afección benigna, no me preocupé por estos nuevos síntomas. (Y también la primera vez hice caso omiso de los consejos del médico). No es que no temiera morir, sino que mi instinto no me dejaba insistir en ello. Cerré los ojos al terror de la muerte y cedí ciegamente al impulso sexual. Aunque a mi marido le sorprendió semejante temeridad, no tardó en avenirse a mis deseos. Supongo que, de haber sido desafortunada, habría muerto entonces. Pero, a pesar de mi imprudencia, me sobrepuse.
Y así, este año, a finales de enero, tuve una premonición de enfermedad. De vez en cuando siento una sensación de calor y picor en el pecho. Un día de febrero, como ya me sucediera en el pasado, escupí un poco de flema con motas escarlata que contenían un filamento de sangre. No era gran cosa, pero me sucedió dos o tres veces. De momento parece haber cesado, pero no sé cuándo ocurrirá de nuevo. Estoy segura de que tengo fiebre, pues noto una pesadez en el cuerpo y tengo la cara y las manos calientes, pero no pienso tomarme la temperatura. (Cierta vez lo hice, y era de 37,6°. No me la he vuelto a tomar desde entonces). También he decidido no consultar a un médico, aunque tengo sudores nocturnos.
Tal vez lo que me ocurre no sea más grave de lo que fue la vez anterior, pero no se trata de algo que una pueda tomarse a la ligera. Por suerte, como me dijo mi médico en una ocasión, tengo el estómago fuerte. Según él, las personas con trastornos del pecho suelen adelgazar, y era asombroso que yo no perdiera el apetito. Lo que más me preocupa es que a menudo el pecho me duele intensamente, y por la tarde me siento exhausta. (Para contrarrestar esa sensación me aprieto más fuerte contra Kimura-san. No puedo superarla sin él). Antes el pecho no me dolía tanto ni me sentía tan cansada. Es posible que empeore gradualmente, y este dolor de pecho parece ser grave. Por otro lado, el desorden de mi vida es mayor que antes. Tengo entendido que el exceso de alcohol es sumamente perjudicial si se padece esta enfermedad, y teniendo en cuenta la cantidad de coñac que he tomado continuamente desde comienzos de enero, es un milagro que mi enfermedad no se haya desarrollado. De ser así, si me recupero será un milagro. Ahora que pienso en ello, quizá me he emborrachado tan a menudo porque tenía la sensación latente de que, en cualquier caso, no me queda mucho tiempo de vida.
13 de abril
Había pensado en la posibilidad de que mi mujer cambiara de horario, y eso es exactamente lo que ha hecho. Ahora que las vacaciones de Kimura han terminado, ya no pueden reunirse por las tardes. Durante unos días ella ha permanecido en casa en vez de irse enseguida después de comer. Sin embargo, ayer, alrededor de las cinco, apareció Toshiko, como si lo hubieran acordado previamente, e Ikuko empezó a prepararse para salir. Yo estaba en mi estudio, pero no tardé en percatarme de lo que sucedía.
Al cabo de unos minutos ella subió las escaleras y me dijo a través de la puerta:
—Me marcho, pero no tardaré en volver.
—De acuerdo —me limité a decirle, como de costumbre.
—Toshiko está aquí —añadió, deteniéndose al pie de la escalera—. Podéis cenar juntos.
—¿Y tú qué harás? —le pregunté, un tanto irritado.
—Cenaré cuando regrese. Espérame si quieres.
Le dije que no se apresurase por mí.
—Ya me las arreglaré. Podrías cenar fuera.
De repente sentí curiosidad por ver cómo iba vestida. Me levanté, salí al pasillo y miré escaleras abajo. Ella ya había llegado al pie, pero pude ver que ya se había puesto los pendientes de perlas. (Tal vez habría esperado a ponérselos de haber supuesto que yo saldría de mi estudio para mirarla). También se estaba poniendo unos guantes blancos de encaje. Pensé en el paquete del otro día: seguramente contenía esos guantes. A ella parecía incomodarle que la viera así. Toshiko le estaba diciendo lo bien que le sentaban los guantes.
Poco después de las seis y media la asistenta me dijo que la cena estaba servida. Al bajar encontré a Toshiko esperándome.
—Todavía estás aquí —le dije—. Puedes comer tú sola.
—Mamá me ha dicho que coma contigo —me dijo, y entendí que ella quería hablarme de algo.
Es cierto que no suelo cenar a solas con mi hija, puesto que en general Ikuko está presente. Últimamente mi mujer sale con mucha frecuencia, antes o después de la cena, pero siempre está en casa a la hora de cenar. Quizás esto explicaba mi tristeza al ver un hueco en la mesa. Hasta ahora nunca me había sentido así. Y la compañía de Toshiko no hacía más que aumentar mi sensación de soledad. Se mostraba demasiado amable conmigo, y, conociéndola como la conozco, no creo que eso fuese casual.
—A ver, papá —me dijo cuando nos sentamos a la mesa—. ¿Sabes adónde va mamá?
—No tengo la menor idea —respondí—. Y tampoco tengo ningún interés en saberlo.
—Pues va a Osaka —dijo ella en un tono terminante, y aguardó para ver mi reacción.
—¿A Osaka? —repetí con brusquedad, pero me contuve—. ¿Cómo es eso? —añadí, con la mayor serenidad posible.
Toshiko me explicó que desde Sanjo hasta Kyobashi hay cuarenta minutos de tren, y desde esa estación a la casa donde va mi mujer cinco o seis minutos a pie.
—¿Quieres que te dé más detalles? —me preguntó, y parecía totalmente dispuesta a hacerlo.
Intenté cambiar de tema.
—Bueno, no importa —le dije—. ¿Cómo es que sabes tantas cosas?
—Yo le ayudé a encontrar ese sitio —dijo ella fríamente—. Kimura-san pensaba que en Kioto los verían, y me preguntó si conocía algún lugar no demasiado lejos, así que recurrí a una amiga mía que es muy mundana, la clase de chica que está enterada de esas cosas.
Mientras hablaba, vertió coñac en una copa y me la ofreció. Desde hace algún tiempo he dejado de beber, pero ella depositó la botella de Courvoisier sobre la mesa. Tomé un sorbo para ocultar mi turbación.
—¿Qué piensas ahora, si no soy demasiado fisgona? —quiso saber.
—¿A qué te refieres?
—Supongamos que mamá insiste en que todavía no te ha traicionado. ¿Le creerías?
Le pregunté si su madre le había dicho tal cosa.
—No, pero lo sé por Kimura-san —respondió ella—. Dice que mamá todavía te es fiel, pero yo no me tomo en serio esa tontería.
Toshiko me sirvió otra copa. La acepté sin vacilación y la apuré. Noté que me estaba embriagando.
—Haz lo que gustes —le dije—. Tú verás si te lo tomas en serio o no.
—¿Y tú cómo te lo tomas? —me preguntó.
—Confío en Ikuko. Nadie tiene que defenderla ante mí. Aunque Kimura dijera que se ha acostado con ella, no le daría crédito. No es la clase de mujer que me engañaría.
—¿Ah, no? —Toshiko soltó una risita apagada—. De todos modos, incluso suponiendo que no se haya acostado con ella, tal como tú lo entiendes, hay formas más indecentes de satisfacer…
—Basta ya —repliqué con brusquedad—. No seas tan descarada. ¡Tú misma hablas como una zorra mundana! ¡Vete a casa! No te necesito aquí.
—¡Pues me marcho! —dijo ella, tirando al suelo el cuenco de arroz. Y salió.
La agitación debida a que Toshiko me había cogido desprevenido tardó largo rato en disminuir. Cuando pronunció «Osaka», sentí una opresión en el pecho, una sensación que duró largo rato. Sin embargo, eso no significa que nunca hubiera sospechado lo que sucede. Tal vez la verdadera conmoción se debió a que me veía enfrentado a algo ante lo que había intentado cerrar los ojos.
Acababa de enterarme de que se reunían en Osaka, pero ¿dónde? ¿En un pequeño hotel, tal vez uno de mala fama? No podía apartar de mi imaginación la clase de lugar que era, la estampa de los dos juntos… «Recurrí a una amiga mía que es muy mundana»… Pensé en un apartamento de una sola habitación, barato y atestado. Los imaginé en una cama alta, de estilo occidental y, curiosamente, descubrí que deseaba que estuvieran ahí, y no sobre el suelo blando, cubierto de esteras de paja entretejida, de una habitación puramente japonesa. «Algún método antinatural en extremo», «formas más indecentes». Los veía en toda clase de posiciones, en una maraña de brazos y piernas…
Empezaron a asaltarme las dudas. ¿Por qué me había revelado Toshiko lo que ocurría? ¿Lo había hecho a instancias de Ikuko? Es posible que ésta hubiera escrito lo mismo en su diario, y entonces hubiese temido que yo no lo leyera, o no admitiera haberlo hecho. Quizás había utilizado a Toshiko para obligarme a reconocer que esta vez se había entregado por completo. Eso era lo que más me preocupaba. Cuando Toshiko dijo que ella no se tomaba en serio esa clase de tonterías, ¿no era Ikuko quien había puesto tales palabras en sus labios? Y ya que hemos llegado a esto, me doy cuenta de mi error al revelar que «muy pocas mujeres igualan sus dotes físicas para hacerlo». Me pregunto durante cuánto tiempo ha sido capaz de resistir la tentación de experimentar con otro hombre.
Uno de los motivos por los que no había dudado de ella hasta ahora era que nunca se ha negado a acostarse conmigo. Incluso cuando era evidente que acababa de ver a Kimura, nunca se ha mostrado reacia a que le hiciera el amor. Por el contrario, me induce a hacerlo, y entendí que esta actitud significaba que no se acostaba con él. Pero había pasado por alto su sensualidad innata. Al contrario que la mayoría de las mujeres, Ikuko acoge con beneplácito la repetición del acto sexual, y puede realizarlo un día tras otro. Sin duda, a cualquier otra mujer le resultaría insoportable repetir el acto con un hombre al que detesta tras haber dejado al que ama. No obstante, aunque quisiera rechazarme, su cuerpo respondería de buena gana a mi abrazo.
Anoche ella regresó a las nueve. A las once entré en el dormitorio y la encontré ya acostada. Mostró un ardor increíble, hasta tal punto que me vi obligado a adoptar el papel pasivo. Su efusión, su afán, su interés fueron absolutamente satisfactorios. Sus actitudes seductoras, la audacia de su técnica, su manera de tomar la iniciativa, paso a paso, hasta el éxtasis supremo… todo esto demostraba hasta qué punto se ha abandonado al amor.
15 de abril
Observo que mi cerebro se deteriora sin cesar. Desde enero, cuando resolví satisfacer a Ikuko, he perdido el interés por todo lo demás. Mi capacidad de pensar se ha reducido tanto que no puedo concentrarme ni cinco minutos. Tengo la mente llena de fantasías sexuales con mi mujer. He sido durante muchos años un lector voraz, fueran cuales fuesen las circunstancias de mi vida, pero ahora me paso el día entero sin leer una sola línea. Y sin embargo, debido a la costumbre adquirida, sigo sentándome ante mi escritorio. Tengo la vista fija en las páginas de un libro, pero apenas leo nada. Es evidente que padezco un trastorno visual que me dificulta en extremo la lectura. Veo las letras dobles y he de repasar la misma línea una y otra vez.
Finalmente he sido embrujado y convertido en un animal que vive de noche, un animal que sólo sirve para copular. Durante el día, cuando estoy encerrado en mi estudio, experimento una fatiga y un hastío intolerables, y al mismo tiempo se apodera de mí una inquietud terrible. Salir a dar un paseo me distrae un poco, pero ando con dificultad debido al vértigo. Siento como si estuviera a punto de caerme hacia atrás. Aunque salga, no me aventuro a ir muy lejos de casa. Apoyado en el bastón, voy renqueando por Hyakumamben, Kurodani y el templo Eikan, me mantengo alejado de las calles concurridas y paso la mayor parte del tiempo descansando en bancos públicos. Tengo las piernas tan débiles que pronto me siento exhausto.
Hoy, cuando regresé, Ikuko estaba en la sala de estar, hablando con la señorita Kawai, la modista. Iba a tomar con ellas una taza de té, pero Ikuko exclamó: «¡No entres precisamente ahora. Vete arriba!». Eché un vistazo, de todos modos, y vi que se estaba probando un vestido de corte occidental. Insistió tanto que subí a mi estudio. Más tarde me llamó para decirme que se ausentaría un rato. Al parecer, se marchaba con la señorita Kawai.
Desde la ventana del piso superior las vi alejarse juntas. Era la primera vez que veía a Ikuko vestida a la manera occidental. Sin duda, cuando empezó a llevar accesorios con el kimono se estaba preparando para esto. Pero, a decir verdad, la ropa occidental no le sienta muy bien. Yo habría dicho que, en comparación con la señorita Kawai, rechoncha y amorfa, Ikuko resultaría atractiva con esa clase de prendas. Pero la señorita Kawai está acostumbrada a ellas y las lleva con naturalidad. Tampoco los pendientes y los guantes de encaje de mi mujer le sentaban tan bien como cuando llevaba kimono. Entonces tenían un aire de exotismo, pero hoy, con el vestido de corte occidental, parecían artificiales e inadecuados. Había una falta de armonía entre el vestido, los accesorios y la figura de Ikuko.
En los últimos tiempos está de moda llevar prendas japonesas a la manera occidental, pero Ikuko hace lo contrario. Es evidente que está hecha para usar kimono, y tiene los hombros demasiado caídos para la ropa occidental. Peor aún, tiene las piernas arqueadas; son bastante esbeltas y bonitas, pero con una curvatura excesiva desde la rodilla al tobillo. Los tobillos, por encima de los zapatos, son muy gruesos. Además, su porte, su manera de andar, los movimientos de los hombros y el tronco, los gestos de las manos, el ladeo de la cabeza… todo en ella es dócil y femenino al estilo tradicional japonés, un estilo que es apropiado para el kimono.
De todos modos, tanto su figura esbelta y flexible como la desgarbada curvatura de sus piernas despiertan en mí una curiosa voluptuosidad. Es algo que estaba oculto a mi vista cuando llevaba kimono. Mientras la veía alejarse y contemplaba con admiración la distorsionada belleza de sus piernas por debajo de la falda de tweed, pensaba en lo que me espera esta noche.
16 de abril
Esta mañana fui de compras al mercado de la calle Nishiki. Llevaba semanas sin hacerlo, pues había dejado que la asistenta se encargara de todo, pero me ha parecido que al actuar así soy injusta con mi marido, como si me tomara a la ligera mis deberes de ama de casa. Y así hoy he ido a comprar. (Pero debía hacer algo más importante que ir de compras. Me esperaba la dura tarea de satisfacer a mi marido, por lo que ni siquiera tenía tiempo de ir a Nishiki).
En la verdulería habitual compré guisantes, habas y bambú. Este último me recordó que la temporada de las flores de cerezo ha terminado, se ha ido antes de que yo hubiera pensado siquiera en ella. ¿No fue el año pasado cuando Toshiko y yo fuimos juntas a ver las flores, caminando a lo largo del canal desde el pabellón de Plata hasta el templo Honenin? A estas alturas las flores ya deben de haber caído. ¡Pero qué inquieta e insegura ha sido esta primavera! Los dos o tres últimos meses se han ido en un abrir y cerrar de ojos, como en un sueño.
A las once estuve de regreso, subí a cambiar las flores del estudio, a colocar unas mimosas que madame había cortado en su jardín y nos había enviado. Al parecer, mi marido acababa de levantarse, pues entró cuando yo estaba arreglando las mimosas. Normalmente es muy madrugador, pero desde hace algún tiempo se levanta tarde.
—¿Te has levantado ahora? —le pregunté.
Él me preguntó si era sábado, y entonces comentó:
—Supongo que mañana estarás todo el día fuera.
Lo dijo con voz soñolienta, como si todavía estuviera medio dormido, pero me di cuenta de que estaba preocupado. Musité una respuesta vaga.
Hacia las dos de la tarde oí a alguien en la entrada, y me encontré con un hombre desconocido que dijo ser un masajista de shiatsu de la clínica Ishizuka. Parecía muy improbable que alguno de nosotros hubiera llamado a semejante persona, pero la asistenta me informó de que ella había ido a buscarle, por orden de mi marido. Eso era muy extraño. A él siempre le ha desagradado la idea de que le toque un desconocido, y ésta es la primera vez que permite que se le acerque un masajista. La asistenta me dijo que se había quejado de tener los hombros tan rígidos que apenas podía volver la cabeza, y ella le dijo que conocía a un maestro de shiatsu que obraba maravillas. ¿Por qué no lo probaba? Sus manos parecían mágicas, y, tras una o dos sesiones, se olvidaría de que había tenido ese problema. Mi marido parecía sufrir un dolor intenso, y le pidió a la asistenta que llamara al masajista.
El hombre tendría unos cincuenta años y su aspecto era bastante siniestro, delgado y con gafas oscuras. Pensé que tal vez era ciego, pero me equivocaba. La asistenta se molestó cuando me referí a él llamándole masajista.
—Se enfadará si le llama así —me dijo—. ¡Es un maestro!
En cuanto entró en el dormitorio, el «maestro» le pidió a mi marido que se tendiera, y se subió a la cama para hacerle el masaje. Llevaba una bata de médico blanca y limpia, pero daba la impresión de que era sucio. No me gustaba verle allí, en la cama. Creo que es muy natural sentir aversión por los masajistas.
—Muy rígido, ¿verdad? —decía el hombre, con un aire de engreimiento ridículo—. ¡Vamos a eliminar esa tortícolis en un periquete!
La sesión de masaje duró un par de horas. Hasta las cuatro.
—Con una o dos sesiones más se sentirá mejor —le dijo a mi marido—. Volveré mañana.
—¿Cómo te encuentras? —le pregunté, cuando el masajista se hubo marchado.
—Algo mejor, pero ha sido una experiencia muy penosa. Me duele todo el cuerpo a causa de los apretones.
Le recordé entonces que el hombre volvería al día siguiente.
—Bueno, dejémosle que lo intente una o dos veces más —replicó él.
Parecía sufrir una rigidez atroz.
—Supongo que mañana estarás ausente todo el día —observó de nuevo.
Me resultaba difícil decirle: «Ahora también me voy», pero no podía evitarlo.
A las cuatro y media me puse mi nueva ropa occidental y los pendientes, y entré un momento en el dormitorio, tan sólo para darle a entender que me iba y enseñándole adrede los pendientes.
—¿Saldrás a dar un paseo? —le pregunté, para ocultar mi turbación.
—Sí, yo también voy a salir —respondió, tendido boca arriba, todavía extenuado tras el shiatsu.
17 de abril
Un día tan decisivo para mi marido lo es también para mí, y tal vez lo que anoto aquí servirá para recordarlo durante el resto de mi vida. Me gustaría dejar constancia de todo lo que ha sucedido, con detalle, sin ocultar nada. Sin embargo, es mejor que no me apresure. De momento lo prudente es evitar los detalles sobre dónde y cómo he pasado el tiempo.
Sea como fuere, había trazado mis planes para el domingo con mucha anticipación, y los llevé a cabo exactamente como me lo había propuesto. Una vez más fui al encuentro de Kimura en nuestro hotel de Osaka y gocé de unas horas de felicidad con él. Hoy el placer ha sido extraordinario, quizá más que en cualquiera de los otros domingos que hemos pasado juntos. Hemos hecho el amor de todas las maneras imaginables. Me he entregado a él por completo y he hecho todo lo que quería. Me he contorsionado en posturas fantásticas que habrían sido impensables con mi marido. ¿Cuándo he adquirido semejante pericia y libertad? No salía de mi asombro, aunque sé que se lo debo todo a Kimura.
Cuando nos reunimos allí siempre nos abandonamos al amor. Lamentamos la pausa más pequeña y nunca desperdiciamos un momento en charla ociosa. Pero hoy Kimura me miró de repente con fijeza.
—¿En qué piensas, Ikuko? —me preguntó. (Hace ya algún tiempo que me llama por mi nombre).
—En nada —respondí.
Pero en aquel preciso momento experimenté algo desconocido hasta entonces: el rostro de mi marido apareció en mi mente. No podía imaginar por qué motivo.
—Se trata de tu marido, ¿no es cierto? —inquirió Kimura cuando me esforzaba por eliminar aquella imagen—. Yo también estoy preocupado por él.
Siguió diciendo que le resultaba violento ir a nuestra casa, y lo cierto era que debía hacernos pronto una visita. Había escrito a su familia, pidiéndole que nos enviara huevas de mújol. ¿Aún no las habíamos recibido?
Eso fue todo lo que nos dijimos, y una vez más nos sumimos en nuestro mundo de amor. Pero ahora me preguntaba si habría tenido una premonición.
Cuando regresé a casa, mi marido estaba ausente. La asistenta dijo que el maestro de shiatsu había vuelto y le había tratado de nuevo, por lo menos durante media hora más que el día anterior. Me comunicó lo que el hombre le había dicho a mi marido, que la rigidez en los hombros era una señal de presión arterial elevada, pero que los médicos no sabían tratar ese problema, ni siquiera los médicos de las selectas facultades de medicina.
—Será mejor que lo deje en mis manos —le había dicho—. Le garantizo que le curaré. No soy sólo especialista en shiatsu, sino que también utilizo la acupuntura y la mogusa. Si el masaje no surte efecto, usaré las agujas. En un solo día le aliviará el vértigo. Aunque tenga la presión alta, no debe tomársela a cada momento. Mientras haga eso, no hará más que subir. Mucha gente con veinte, veinticuatro o veinticinco de máxima vive perfectamente sin necesidad de ningún cuidado especial. Lo mejor que puede hacer es no preocuparse. Un poco de alcohol y tabaco no le harán ningún daño. Lo superará, ya lo verá —le aseguró—. Puede estar seguro de que la presión alta no va a matarle.
Según la asistenta, mi marido estaba muy entusiasmado con el masajista. Le pidió que, a partir de ahora, acudiera cada día, y dijo que dejaría de ir al médico.
A las seis y media volvió de su paseo, y a las siete cenamos juntos. La asistenta preparó la cena con los ingredientes que compré ayer en Nishiki. Tomamos sopa de brotes de bambú, habas hervidas a la sal y guisantes con cuajada de soja Koya. Había además media libra de filetes de ternera. Mi marido debería seguir una dieta vegetariana, pero, a fin de tener la energía necesaria para satisfacerme, come carne a diario, sukiyaki, carne a la parrilla, asados, toda clase de platos. Lo que más le gusta es el filete medio hecho, sanguinolento, y parece sentirse intranquilo si no lo come. En general, yo misma aso los filetes a la parrilla cuando estoy en casa, puesto que es difícil controlar el tiempo justo para que estén en el punto deseado.
Vi que habían llegado las huevas de mújol, y había un plato de ellas sobre la mesa. Mi marido aprovechó esta circunstancia para proponerme que bebiera con él, y sacó la botella de Courvoisier, pero no bebimos mucho. El otro día, cuando se peleó con Toshiko, casi vació la botella. Con una copa cada uno terminamos lo que quedaba. Entonces él subió a su estudio. A las diez y media le dije que el baño estaba preparado. Cuando él terminó, me bañé por segunda vez el mismo día. Me había bañado en Osaka, pero lo hice de nuevo para mantener las apariencias. No es la primera vez que ocurre.
Cuando entré en el dormitorio encontré a mi marido ya acostado. Nada más verme, encendió la lámpara de pie. Ahora le gusta que el dormitorio esté en penumbra, excepto cuando hacemos el amor. El endurecimiento de las arterias parece afectarle la vista, y sufre de visión doble y hasta triple. A veces la tensión es tan fuerte que ha de cerrar los ojos. Por esta razón sólo enciende del todo la lámpara fluorescente en esa ocasión especial. Ahora tiene una bombilla más potente, por lo que la iluminación es muy intensa.
Cuando él me miró bajo aquel resplandor súbito, parpadeó asombrado. Después de bañarme, me había puesto los pendientes. Me metí en la cama y me coloqué de tal manera que él me viera las orejas adornadas. Una cosa tan trivial, la novedad más sencilla, basta para excitarle. Dice que soy una obsesa del sexo, pero estoy segura de que no existe otro hombre tan obseso como él. Desde la mañana hasta el anochecer eso es lo único que le interesa. Nunca deja de reaccionar a la menor indirecta, y cada vez que ve una oportunidad, la aprovecha.
En un instante se metió en la cama, me abrazó y me cubrió las orejas de besos. Yací allí con los ojos cerrados, dejándole hacer lo que quisiera, y esa sensación, la de ser excitada por un marido de quien ya no puedo decir que le amo, no era del todo ingrata. Incluso mientras pensaba en lo torpes que eran sus besos comparados con los de Kimura, la extraña y cosquilleante sensación de su lengua no me parecía sencillamente desagradable. Lo era, desde luego, pero también tenía una especie de dulzura, y podía gozar de su sabor. Es cierto que detesto a ese hombre desde el fondo de mi corazón, pero cuando pienso en lo enamorado que está de mí, me siento impulsada a llevarle hasta un paroxismo de deseo. Puedo mantener totalmente separados el amor y la lujuria. Por un lado, le trato fríamente, incluso le encuentro repulsivo; por otro lado, tales son mis ganas de seducirle que, antes de darme cuenta, me seduzco a mí misma. Al principio muestro una serenidad glacial, enfrascada en encontrar las maneras de excitarle más. No sin malicia le veo jadear como si se estuviera volviendo loco, y me embriaga la habilidad de mi técnica. Pero al final también yo jadeo de la misma manera, tan excitada como él.
Esta noche he repetido con mi marido, una tras otra, todas las cosas que había hecho con Kimura por la tarde. Qué diferente ha sido… Al principio, incluso sentía lástima de mi torpe esposo. No obstante, mientras así pensaba, me iba excitando tanto como lo había estado por la tarde. Le rodeé con mis brazos, estrechándole con tanta fuerza como si estuviera estrechando a Kimura. (Supongo que él diría que esto es una demostración de mi excesiva susceptibilidad a la excitación sexual). Le abracé una y otra vez, hasta que llegué al borde del orgasmo. En ese momento él se puso a temblar; entonces perdió por completo la vitalidad y acto seguido se desplomó encima de mí.
Supe enseguida que se trataba de algo grave. Cuando le hablé, él sólo respondió con un sonido sordo e ininteligible. Noté un líquido cálido en la mejilla: tenía la boca abierta y babeaba.
18 de abril
Recordé lo que el doctor Kodama me dijo que hiciera en un caso de emergencia como aquél. Despacio, trabajosamente, empecé a separarme del cuerpo inerte que tenía encima. (Parecía como si le presionara un peso enorme. Procurando moverle lo menos posible, liberé la cabeza. Pero primero le quité las gafas. Aquella cara pálida, con los ojos semicerrados y los músculos flojos, nunca me había parecido tan repulsiva). Me levanté de la cama y lentamente, con gran cuidado, le coloqué boca arriba. Entonces le alcé la cabeza y la apoyé en la almohada. Estaba completamente desnudo (lo mismo que yo, salvo por los pendientes), pero como sabía que él necesitaba un reposo absoluto, lo único que hice fue cubrirle con su kimono nocturno.
Todo el lado izquierdo de su cuerpo parecía paralizado. Miré la hora que era: pasaban tres minutos de la una. Apagué la lámpara fluorescente y utilicé sólo la pequeña lámpara que estaba junto a la cama, cubriéndola con un paño. Telefoneé a Toshiko y al doctor Kodama y les pedí que vinieran enseguida. También le dije a Toshiko que despertara al vendedor de hielo y trajera dos bloques. Pese a mi decisión de mantener la calma, me temblaba la mano que sostenía el teléfono.
Toshiko llegó a casa al cabo de unos cuarenta minutos. Yo estaba en la cocina, buscando una bolsa para el hielo. Mi hija entró, dejó el hielo en el escurridero y me miró fijamente para observar mi expresión. Entonces se dio la vuelta con aire de indiferencia y empezó a picar uno de los bloques. Le expliqué la situación de su padre. Ella no mostró ninguna emoción, y se limitó a asentir en ocasiones mientras seguía picando el hielo, como si alarmarse fuese inútil. Entonces fuimos al dormitorio y le aplicamos a mi marido la bolsa de hielo en el lado que no estaba paralizado. No intercambiamos una sola palabra innecesaria, ni siquiera nos miramos… Procurábamos no mirarnos.
El doctor Kodama llegó a las dos. Le pedí a Toshiko que permaneciera al lado de la cama y fui a recibirle. Camino de la habitación, me apresuré a explicarle al médico las circunstancias del ataque que había sufrido mi marido, incluyendo algo que no le había mencionado a Toshiko. Una vez más me ruboricé.
El examen del doctor Kodama fue muy minucioso. Pidió una linterna y la utilizó para comprobar los reflejos oculares del paciente. Entonces solicitó un palillo y Toshiko le trajo un par de la cocina. «Ilumine un poco más la habitación», me dijo, y encendí la lámpara fluorescente. El médico deslizó lentamente la punta del palillo por las plantas de los pies, del talón a los dedos, y repitió ese movimiento varias veces. (Más tarde me dijo que lo hacía con el fin de buscar el reflejo de Babinski. Cuando uno de los pies reacciona doblándose hacia atrás, eso indica que se ha producido una hemorragia cerebral en el otro lado. En este caso debía concluir que una parte del cerebro había quedado bloqueada, en algún lugar del lado derecho).
A continuación retiró la delgada manta con la que yo había cubierto a mi marido y le alzó el kimono de noche hasta el abdomen. (Por primera vez el doctor Kodama y Toshiko comprobaron que mi marido había estado desnudo. A ambos pareció repugnarles la estampa del paciente, tendido bajo aquel crudo resplandor, y yo me sentí más azorada que nunca. Era difícil creer que sólo una hora antes aquel cuerpo había estado encima del mío. A pesar de la frecuencia con que él me había contemplado desnuda, e incluso me había fotografiado, nunca hasta entonces le había mirado de esa manera. Desde luego, podría haberlo hecho si hubiera querido, pero siempre he procurado evitarlo. Cuando él estaba desnudo, intentaba acercarme al máximo y le abrazaba para no ver la totalidad de su físico. Él ha examinado cada centímetro de mi cuerpo, hasta los poros de mi piel, pero yo nunca he conocido el suyo tan bien como conozco el de Kimura. No he querido conocerlo. Sospecho que sólo me haría detestarle todavía más. Experimenté una sensación extraña al pensar que toda mi vida había dormido al lado de un ser tan deplorable. ¡Y dice de mí que tengo las piernas arqueadas! Él las tiene mucho más).
El doctor Kodama extendió las piernas de mi marido, dejando entre ellas una separación de medio metro más o menos, para que se le vieran bien los testículos. Entonces, con el palillo, le restregó ambos lados del escroto, tal como había hecho con las plantas de los pies. (Más tarde me explicó que así comprobaba los reflejos de los músculos suspensores de los testículos). Restregó un lado y luego el otro, cada uno varias veces. El testículo derecho hizo un lento movimiento de arriba abajo, pero el izquierdo no pareció moverse. (Toshiko y yo procuramos desviar nuestras miradas. Finalmente, mi hija salió de la habitación). A continuación el médico le tomó la temperatura y la presión arterial. La temperatura era normal. Pero la presión era de diecinueve con tendencia a subir. Al parecer, había descendido un poco a causa de la hemorragia.
Durante hora y media el doctor Kodama permaneció al lado de la cama para ver cómo evolucionaba el paciente. Durante ese tiempo le extrajo cien centímetros cúbicos de sangre y le puso una inyección de Neofirina, vitaminas B1 y K y un concentrado de glucosa al cincuenta por ciento.
—Volveré por la tarde —dijo el médico—, pero sería una buena idea llamar al doctor Soma para que lo examine.
Eso era algo que me había propuesto hacer de todos modos. Le pregunté si debería informar a sus familiares.
—Creo que puede esperar un poco —respondió.
El doctor Kodama se marchó hacia las cuatro de la madrugada. En la puerta le pedí que nos enviara una enfermera lo antes posible.
Como la asistenta llegó a las siete, Toshiko se marchó a su casa de Sekidencho, diciendo que volvería por la tarde.
En cuanto Toshiko se hubo ido, llamé a Kimura. Le dije lo que le había ocurrido a mi marido y añadí que, por el momento, probablemente sería mejor que no viniera a casa. La noticia le alteró y dijo que quería venir a verle aunque sólo fuese un momento, pero le expliqué que su presencia podría trastornarle, pues a pesar de la parálisis y la pérdida del habla, aún parecía parcialmente consciente.
—Entonces me quedaré en la entrada —dijo Kimura—. No subiré a su habitación.
Alrededor de las nueve de la noche mi marido empezó a roncar. Es un viejo hábito suyo, pero hoy era diferente, el sonido era alarmante de veras. Hasta entonces había tenido una vaga conciencia, pero ahora parecía haber entrado en coma. Telefoneé de nuevo a Kimura para decirle que, si seguía como estaba, podía venir a verle sin ningún peligro.
El doctor Kodama telefoneó a las once.
—Me he puesto en contacto con el doctor Soma —me dijo—. Iremos juntos a ver al paciente a las dos.
Kimura llegó poco después de las doce y media, entre una clase y otra de la mañana del lunes. Entró en la habitación del enfermo y permaneció una media hora sentado al lado de la cama. Yo también me quedé. Kimura se sentó en la silla y yo en la otra cama (mi marido yacía en la mía). De vez en cuando intercambiábamos algunas palabras. Entretanto los ronquidos de mi marido eran cada vez más fuertes, hasta que llegaron a parecer atronadores. (De repente me pregunté si no estaría fingiendo. Vi que Kimura observaba mis recelos, e incluso los compartía, pero, como es natural, ninguno de los dos lo mencionó). Él se marchó a la una. Llegó la enfermera, una chica bonita, de veinticuatro o veinticinco años, llamada Koike. También llegó Toshiko. Por fin estaba libre, y fui a la cocina para comer. Era mi primera comida desde ayer.
A las dos llegaron juntos los doctores Soma y Kodama. Mi marido tenía fiebre desde la mañana, y había llegado a 38,2 °C. El doctor Soma parecía coincidir en general con el diagnóstico del doctor Kodama. Comprobó una vez más el reflejo de Babinski, pero no el otro (al parecer, llamado reflejo escrotal). No creía que fuera aconsejable extraer demasiada sangre. Y le dio al doctor Kodama más consejos, en lenguaje técnico.
Cuando los doctores ya se habían ido, se presentó el masajista de shiatsu para otra sesión, y Toshiko le despidió, con una observación sarcástica sobre lo mucho que sus tratamientos habían ayudado a su padre. Dijo eso porque, anteriormente, el doctor Kodama había comentado que el masaje largo y drástico podría haber causado el ataque de mi marido. (Supongo que trataba de consolarme).
La asistenta se deshizo en excusas, y dijo que presentarnos a ese hombre había sido un error terrible.
Poco después de las tres, Toshiko me aconsejó que me acostara un rato, y pensé que era una buena oportunidad para dormir un poco. El dormitorio estaba ocupado y había muchas idas y venidas en la sala de estar. La habitación de Toshiko estaba libre, pero a ella no le gusta que nadie la utilice. Tiene cerradas con llave las puertas del armario, las estanterías cubiertas con cristal protector y los cajones del escritorio. Casi nunca he entrado en esa habitación. Así pues, subí al piso de arriba, extendí el futón en el suelo y me acosté para dormir. Supongo que la enfermera y yo nos turnaremos aquí. Pero la verdad es que mi estado de ánimo no era el adecuado para conciliar el sueño. (Quería poner al día mi diario, que me había subido discretamente, asegurándome de que Toshiko no me viera). Tras escribir durante hora y media, finalicé la anotación del día 17. Entonces escondí el diario detrás de la estantería y bajé a la sala, como si acabara de despertarme. Todavía no eran las cinco.
Mi marido ya había salido del coma. De vez en cuando abría un poco los ojos y miraba a su alrededor. Me dijeron que llevaba unos veinte minutos haciendo eso. El coma, iniciado a las nueve de la mañana, había durado más de siete horas. La señorita Koike me dijo que tenía entendido que, si duraba más de veinticuatro horas es peligroso, por lo que mi marido evolucionaba bien. Pero el lado izquierdo de su cuerpo aún parecía paralizado.
Hacia las cinco y media se puso a farfullar, como si quisiera hablar. No podía entender lo que intentaba decir, pero no pronunciaba tan mal como antes. Movió un poco la mano derecha, señalándose la parte inferior del abdomen. Supuse que quería orinar y le di la ampolla, pero no salió ni una gota. Parecía estar muy irritado. Cuando le pregunté si tenía ganas de orinar, hizo un gesto de asentimiento, por lo que volví a intentarlo… de nuevo sin resultado. Debía de ser doloroso, puesto que la orina se había acumulado durante tanto tiempo. Llegué a la conclusión de que tenía la vejiga paralizada. Tras llamar al doctor Kodama para que me diera instrucciones, envié a la asistenta en busca de un catéter, y la señorita Koike lo utilizó para extraer la orina. Comprobé que la había en gran cantidad.
A las siete le dio al enfermo un poco de leche y zumo de frutas con una botella especial. La asistenta se marchó a su casa a las diez y media. Dijo que no podía quedarse durante la noche debido a su familia. Toshiko me preguntó si la necesitaba para algo, y supe lo que me daba a entender: «No hay ningún motivo por el que no debería quedarme, salvo que podría ser inconveniente para ti». Le dije que podía hacer lo que le viniera en gana, pues su padre no corría un peligro especial y parecía mantenerse estable. Si empeoraba, podría ponerme en contacto con ella.
—Sí, supongo que sí —replicó, y a las once se marchó a Sekidencho.
Mi marido parecía amodorrado, sin dormir profundamente.
19 de abril
A medianoche la señorita Koike y yo estábamos sentadas en la habitación del enfermo y guardábamos silencio. Habíamos apartado la lámpara para que no molestara a mi marido, y pasábamos el tiempo leyendo periódicos y revistas. Intenté que fuese a descansar un poco, pero ella no quería. Hacia las cinco de la madrugada, cuando ya empezaba a amanecer, por fin subió al piso superior.
El sol empezaba a filtrarse a través de las persianas y parecía perturbar el sueño de mi marido. De repente observé que tenía los ojos abiertos y miraba en mi dirección. Parecía buscarme, y no sé si realmente podía verme sentada allí, a su lado. Intentaba decirme algo. Lo único que reconocí, o creí reconocer, fue una sola palabra. Tal vez era sólo mi imaginación, pero parecía decir «Ki-mu-ra». Lo demás era sólo una especie de sonido gorjeante, pero esa palabra parecía inequívoca. Quizá también habría dicho el resto de la frase con más claridad de no haber sido tan embarazosa. Tras repetirla dos o tres veces, se interrumpió y cerró los ojos.
La asistenta llegó a las siete, y poco después lo hizo Toshiko. La señorita Koike bajó al cabo de una hora.
A las ocho y media le dimos el desayuno al enfermo: un cuenco de arroz hervido, una yema de huevo y zumo de manzana. Yo le di de comer con una cuchara. Parecía querer que fuese yo, en vez de la señorita Koike, quien cuidara de él.
Poco después de las diez expresó deseos de orinar. Le puse la ampolla, pero no salía nada. Cuando la señorita Koike intentó aplicarle la sonda, él se mostró contrariado e hizo un gesto como para decir: «¡Quita ese trasto de aquí!». Lo único que pudimos hacer fue colocarle de nuevo la ampolla, y diez minutos después aún no había ningún resultado. Parecía muy irritado. La señorita Koike sacó de nuevo el catéter y habló con él como si tratara de razonar con un niño.
—Comprendo que esto no le guste, pero luego se sentirá mucho mejor. Vamos, déjeme que se lo ponga, por favor. Le aliviará enseguida.
Él trataba de decirnos algo, de indicarlo con las manos, y las tres, Koike, Toshiko y yo, le preguntábamos una y otra vez qué era lo que quería. Comprendimos que se dirigía a mí, y estaba diciendo: «Si hay que usar el catéter, hazlo tú. Que Toshiko y la enfermera se vayan». Finalmente Toshiko y yo le persuadimos de que la enfermera era la única que podía hacerlo adecuadamente.
A mediodía le di el almuerzo. Era más o menos lo mismo que había tomado para desayunar, pero parecía tener un apetito bastante bueno.
Kimura llegó a las doce y media. Hoy sólo he hablado con él en la entrada. Le he dicho que mi marido ha salido del coma, que parece mejorar gradualmente y que ha musitado algo que parecía ser su nombre: «Kimura».
A la una nos ha visitado el doctor Kodama y ha dicho que el paciente está haciendo unos progresos satisfactorios. Aún debíamos tener mucho cuidado, pero si su recuperación proseguía a aquel ritmo, todo iría bien. La presión arterial sistólica era de 16,5, la diastólica de 11. La temperatura había bajado a 37,2°. Hoy ha vuelto a comprobar el reflejo de Babinski y el escrotal. Durante esta última prueba me pregunté con inquietud si mi marido la toleraría, pero lo hizo, y permaneció mirando el vacío con los ojos vidriosos y sin expresión. El doctor Kodama también le ha puesto una inyección de dextrosa, neofirina y vitaminas.
He intentado en la medida de lo posible que no se difundiera la noticia del ataque, pero en la escuela ya lo saben. Esta tarde ha habido varias llamadas telefónicas y visitas. Han empezado a enviarle flores, fruta y cosas por el estilo. Ha venido madame, quien se ha mostrado tanto más solidaria al saber que se trata de la misma dolencia de su marido. Nos ha traído unas lilas de su jardín. Toshiko las ha puesto en un florero y las ha colocado en una mesilla de noche junto a la cama del enfermo.
—Mira, papá, estas flores son del jardín de madame —le ha dicho.
También nos han enviado unas mandarinas, que a él tanto le gustan. Las he licuado en la mezcladora y le he dado el zumo.
A las tres lo he dejado todo a cargo de Toshiko y la señorita Koike y he subido a la habitación de mi hija. Tras escribir en mi diario, he intentado dormir un poco. Como es natural, por entonces estaba muy fatigada, y he dormido profundamente unas tres horas.
Esta noche Toshiko se ha ido de casa a las ocho, poco después de cenar. La asistenta se ha marchado a las nueve y media.
20 de abril
La una de la madrugada. La señorita Koike se ha retirado a descansar y me he quedado a solas con mi marido. Éste dormitaba desde el anochecer, pero, unos diez minutos después de que la enfermera se hubiera marchado, empecé a pensar que en realidad podría estar despierto. Yacía en la penumbra, pero le oía moverse y farfullar. Le miré sigilosamente y vi que, tal como había imaginado, tenía los ojos abiertos. Estaba mirando en mi dirección, pero más allá de mí. Parecía mirar fijamente las lilas dejadas allí por Toshiko. La lámpara estaba cubierta, de modo que sólo iluminaba una pequeña parte de la habitación. En ese pequeño círculo de luz, apenas suficiente para leer el periódico, las lilas tenían un tenue brillo. Mi marido parecía contemplar inexpresivamente la pálida silueta de las flores, como si estuviera sumido en sus pensamientos. Por alguna razón, me molestó. Ayer, cuando Toshiko le dijo que eran del jardín de madame pensé, aunque no sabría decir qué le impulsó a hacerlo, que no debería haberlo mencionado en aquel momento. Supongo que él la oyó. Y aunque no fuese así, esas flores deben de haberle recordado el arbusto de lilas en el jardín de Sekidencho, y entonces habrá pensado en la casita de Toshiko y en todo lo que sucedió allí de noche.
Puede que sólo fuese mi imaginación, pero mientras le miraba a los ojos pensé que esa clase de fantasías anidaban en sus vacuas profundidades. Me apresuré a apartar la lámpara de las flores.
Siete de la mañana. Saqué el florero de lilas de la habitación y lo sustituí por unas rosas en un cuenco de cristal.
Una de la tarde. Visita del doctor Kodama. La temperatura ha bajado a 36,8°. La presión arterial vuelve a subir: sistólica, 18,5; diastólica, 14. Para corregirla, una inyección de neohipotonina. El doctor Kodama ha vuelto a efectuar la prueba del reflejo escrotal. Le acompañé a la puerta, y salí con él para consultarle algunas cosas. Le dije que la parálisis de la vejiga continuaba, por lo que esta mañana la señorita Koike había tenido que usar de nuevo el catéter y que mi marido se incomodaba cada vez que lo hacía; le dije también que el más ligero inconveniente le ponía nervioso, pero lo que más le irritaba era que las manos, las piernas y la boca no respondieran a su voluntad.
El doctor Kodama dice que deberíamos darle Luminal para serenarle y facilitarle el sueño.
Hoy Toshiko no se ha presentado hasta las cinco de la tarde. Alrededor de las diez he empezado a oír roncar a mi marido, no esos ronquidos anormales de anteayer, sino su manera habitual de roncar cuando duerme. Al parecer, la inyección de Luminal ya había surtido efecto. Toshiko le contempló un momento la cara, y observó que parecía descansar bien. Se marchó poco después, y la asistenta no tardó en hacerlo también. Le dije a la señorita Koike que fuese a acostarse.
Hacia las once de la noche sonó el teléfono. Era Kimura.
—Discúlpame por molestarte a esta hora —me dijo.
¿Le había informado Toshiko de que yo estaba sola?
Preguntó cómo le iba a mi marido. Se lo dije, y añadí que dormía profundamente, gracias a la sedación.
—¿Podría pasar por tu casa un momento? —me preguntó. ¿Para qué querría verme?
—De acuerdo, si esperas en el jardín hasta que salga por la parte trasera —le respondí en voz muy baja, acercando la boca al teléfono—. No toques el timbre. Si no salgo, será porque es inconveniente. En ese caso, vete a casa, por favor.
Al cabo de un cuarto de hora oí el ligero sonido de unas pisadas en el jardín. La ruidosa respiración de mi marido era tan regular como de costumbre. Hice entrar a Kimura por la puerta trasera, y hablamos durante media hora en la habitación de la asistenta.
Cuando regresé al lado de mi marido, seguía roncando apaciblemente.
21 de abril
Una de la tarde. Visita del doctor Kodama. Presión arterial sistólica, 18; diastólica, 13,6. Ha bajado un poco, pero no estará fuera de peligro hasta que la diastólica sea de diecisiete, con una diferencia por lo menos del cincuenta por ciento entre ambas lecturas. Pero por fin la temperatura ha vuelto a la normalidad. Esta mañana ha podido orinar en la ampolla. Tiene buen apetito. Come todo lo que le doy, aunque de momento sigue una dieta blanda.
A las dos dejé a la señorita Koike junto al enfermo y me fui a la cama. Tras escribir en mi diario, dormí hasta las cinco. Cuando bajé, Toshiko había llegado. A las cinco y media, cuando aún faltaba otra media hora para la cena, le pusimos otra inyección de Luminal. El doctor Kodama nos aconsejó que se la pusiéramos siempre a esa hora, puesto que tarda cuatro o cinco en hacer efecto, pero advirtió a la señorita Koike que no le dijera que se trata de un sedante: debe dejarle pensar que es un medicamento para reducir la presión arterial.
A las seis, cuando vio la bandeja de la cena, mi marido empezó a farfullar. No podía entender lo que decía, pero lo repitió dos o tres veces. Le di arroz hervido, pero él repitió lo mismo, como si no quisiera tomar lo que le daba. Pensé que tal vez no le gustaba que yo lo hiciera, y entonces lo intentó Toshiko y a continuación la señorita Koike. Pero no era eso lo que él pretendía. Entretanto, yo había empezado gradualmente a entenderle. Por increíble que parezca, estaba diciendo: «biiisteec». Y mientras lo decía me miró con una expresión suplicante, y cerró los ojos de nuevo. Supuse qué era lo que estaba pensando, pero la señorita Koike probablemente no lo imaginaba, y quizá Toshiko tampoco. Hice un discreto gesto negativo con la cabeza, dándole a entender que debería esperar, que ahora no debía pensar en tales cosas. No sé si me comprendió. Sea como fuere, no insistió más y abrió la boca dócilmente para sorber la cucharada de arroz que yo le ofrecía.
Toshiko se marchó a las ocho, y la asistenta una hora más tarde. A las diez mi marido se quedó profundamente dormido y empezó a roncar. Le dije a la señorita Koike que subiera a descansar.
A las once oí ruido de pisadas en el jardín. Le hice pasar por la puerta trasera y entramos en la habitación de la asistenta. Se marchó a las doce. Los ronquidos continuaban.
22 de abril
No hay apenas cambios en el estado del enfermo. La presión arterial es un poco más elevada que ayer. Duerme bastante bien gracias al sedante, pero durante el día tiene la mente turbia y a menudo está de mal humor. Aunque el doctor Kodama dice que necesita por lo menos doce horas de sueño profundo, lo más probable es que no duerma más de seis o siete. Parece ser que el resto del tiempo tan sólo dormita. Según mi experiencia, sólo está dormido cuando ronca, pero ahora hay ocasiones en que incluso sus ronquidos me parecen sospechosos. Mañana, con permiso del médico, empezaremos a administrarle Luminal dos veces al día, una por la mañana y otra por la tarde.
Toshiko y la asistenta se marcharon a la hora de costumbre. A las diez empezaron los ronquidos. A las once oí pisadas en el jardín.
23 de abril
Ha pasado casi una semana desde que mi marido sufrió el ataque. A las nueve de la mañana, cuando la señorita Koike llevaba la bandeja del desayuno a la cocina, vio que estábamos solos e intentó hablar.
—Di-a-rio, di-a-rio —decía.
En comparación con la palabra que pronunció ayer, «biiisteec», ésta era muy clara. Repitió la palabra «diario»; era evidente qué le preocupaba.
—¿Quieres escribir en tu diario? —le pregunté—. ¡Aún es demasiado pronto para que puedas hacer eso!
Él hizo un gesto negativo con la cabeza.
—¿No? —le dije—. ¿Entonces no se trata de tu diario?
—El tuyo… —replicó.
—¿El mío? —exclamé.
Él hizo un gesto de asentimiento.
—¿Qué… qué estás haciendo… en tu diario? —inquirió.
Fingí que su pregunta me enojaba.
—Sabes muy bien que jamás he llevado un diario.
Él sonrió débilmente y asintió, como si dijera: «¡Sí, claro! Comprendo». Era la primera vez que me sonreía, incluso de una manera vaga, pero su sonrisa era bastante misteriosa.
La señorita Koike desayunó en la sala de estar, y hacia las diez regresó al dormitorio. Entonces, sin decir una sola palabra, inició los preparativos para inyectarle el Luminal en el brazo.
—¿Qué es esto? —preguntó él con recelo. Nunca le habían puesto una inyección a esa hora de la mañana.
—Todavía tiene un poco alta la presión —le dijo ella—. Voy a darle algo para bajarla.
Una de la tarde. Visita del doctor Kodama. Hacia las dos, al oír los ronquidos de mi marido, he subido a descansar. Cuando he bajado, a las cinco, los ronquidos ya habían cesado. Según la señorita Koike, había dormido menos de una hora, y después permaneció adormilado. Parece ser que todavía no puede descansar muy bien durante el día, ni siquiera con un sedante. Después de la cena le hemos puesto la segunda inyección.
A las once en punto he oído pisadas en el jardín.
24 de abril
Hoy ha sido el primer domingo tras el ataque de mi marido. Han venido dos o tres visitantes, pero no les he permitido pasar. El doctor Kodama no ha venido a verle. No hay ningún cambio en su estado.
Toshiko llegó hacia las dos, mucho antes de lo habitual. Últimamente ha venido al atardecer y sólo se ha quedado unas pocas horas. Hoy, de pie al lado de su padre, que estaba profundamente dormido, ha comentado mirándome a la cara:
—He pensado que podrías tener muchas visitas —no le contesté, y ella siguió diciendo—: ¿No tienes que ir de compras, mamá? ¿Por qué no sales a tomar un poco el aire, hoy que es domingo?
Me pregunté si eso había sido idea suya o si él le había pedido que me lo sugiriese. Por supuesto, a él no le habría resultado difícil decirme algo. ¿Prefería que Toshiko lo hiciera por él, o ella actuaba así debido a sus sospechas?… De improviso le vi en nuestro hotel de Osaka, esperándome con impaciencia, en aquel mismo momento. ¿Y si realmente estuviera allí? Pero me dominé, pues, al fin y al cabo, era demasiado improbable. Sin embargo, no podía quitármelo de la cabeza. En cualquier caso, estaba claro que no tenía tiempo de ir a Osaka. Una ausencia tan prolongada era imposible. Tendría que esperar por lo menos hasta el próximo domingo.
Pero otra cosa ocupaba mi mente, y le dije a Toshiko que iría a hacer unas compras al mercado de Nishiki y que estaría de regreso al cabo de una hora. Eran las tres cuando salí de casa.
Tomé un taxi y fui rápidamente a Nishiki. En primer lugar, para justificar el viaje, compré tortas de gluten de trigo, tofu tostado y unas verduras. Entonces subí a pie por Teramachi hasta Sanjo, y entré en la papelería para comprar diez hojas grandes de papel de arroz y una cartulina. Pedí que cortaran las hojas de acuerdo con el tamaño de mi diario y, una vez envueltas cuidadosamente, las metí en la bolsa de la compra, debajo de las verduras. Fui a la calle Kawaramachi en busca de un taxi, pero no puedo dejar de anotar que le llamé desde el mercado.
—No, hoy no tenía pensado salir —me dijo, vacilante, como si creyera que yo podría sugerirle un encuentro.
No hablamos más que unos minutos.
Llegué a casa poco después de las cuatro (probablemente había estado ausente algo más de una hora), escondí el paquete de papel de arroz detrás del paragüero y fui a la cocina para darle a la asistenta la bolsa de las compras. Mi marido aún parecía dormido, aunque no roncaba.
Lo que me preocupaba era esa pregunta sobre mi diario. ¿Por qué había dicho eso? ¿Había olvidado, en su confuso estado mental, que no debía dar a conocer la existencia del cuaderno? ¿O acaso su atrevimiento era una manera de decirme que ya no veía ninguna necesidad de fingir? ¿Y cuando intenté zafarme del asunto diciéndole que nunca había llevado un diario, su extraña sonrisa significaba que dejara de hacerme la inocente? Sea como fuere, era evidente que quería saber si había continuado mi diario. El paso siguiente sería plantearme su deseo de verlo. Puesto que ya no puede leerlo a mis espaldas, ha empezado a insinuar que le gustaría tener mi permiso para hacerlo. He de estar preparada para cuando me lo pida abiertamente.
Por lo que respecta a las anotaciones hasta el 16 de este mes, estoy dispuesta a mostrárselas cuando guste. Pero nunca debe saber que no se detienen ahí. «Has estado leyendo mi diario en secreto —le diré—, por lo que ya no tiene sentido que lo esconda. Léelo cuanto quieras, aunque no creo que valga la pena. Como verás, se interrumpe el día 16. Desde entonces, he estado demasiado ocupada y no he tenido tiempo para llevar el diario, ni tampoco he hecho nada sobre lo que merezca la pena escribir».
Pero tendré que probarlo mostrándole que, después del día 16, las páginas están en blanco. Utilizaré el nuevo papel de arroz para dividir el cuaderno tras esa fecha, añadir el número apropiado de hojas en blanco y volver a encuadernarlo en dos volúmenes.
Acusaba la falta de mi siesta de la tarde, por lo que subí para descansar alrededor de una hora. Cuando bajé, a las seis y media, llevaba conmigo el diario y lo guardé en el cajón del armario, en la sala de estar. A las diez le dije a la señorita Koike que se fuese a dormir al piso de arriba. A las once oí pisadas en el jardín.
25 de abril
A medianoche le despedí y cerré la puerta de la cocina. Entonces permanecí cerca de una hora en el dormitorio, con el oído atento. En cuanto tuve la seguridad de que mi marido estaba dormido, fui a la sala de estar y me dediqué a encuadernar de nuevo mi diario. Cuando terminé guardé la parte con las anotaciones hasta el día 16 en el cajón del armario y llevé la parte que comienza el 17 al piso de arriba, donde la escondí detrás de los estantes. Empleé una hora en esta tarea. Eran las dos cuando regresé al dormitorio. Él dormía profundamente.
Una de la tarde. Visita del doctor Kodama. Ningún cambio en particular. Últimamente la presión arterial máxima ha oscilado entre dieciocho y diecinueve. El doctor Kodama frunció el ceño y expresó su deseo de que descendiera un poco más. Como de costumbre, mi marido no pareció dormir muy bien durante el día. A las once oí pisadas en el jardín.
28 de abril
A las once, pisadas en el jardín…
29 de abril
A las once, pisadas en el jardín…
30 de abril
Una de la tarde. Visita del doctor Kodama. Dice que el doctor Soma debería examinar de nuevo al paciente a comienzos de la próxima semana. A las once, pisadas en el jardín.
1 de mayo
Hoy ha sido el segundo domingo después del ataque. Toshiko llegó poco después de las dos de la tarde, como el domingo pasado. Escuchó atentamente para asegurarse de que su padre dormía, y entonces, en voz baja, me instó a salir de compras y a tomar un poco el aire.
—¿Tú crees? —le pregunté, vacilante.
—Papá está bien —replicó—. Sólo se ha quedado dormido. Vete, mamá, y, camino de casa, haz un alto en Sekidencho. Tenemos el baño caliente.
Supuse que había algo oculto tras esas palabras.
—Bueno, entonces estaré fuera sólo una o dos horas —le dije a Toshiko.
Eran cerca de las tres cuando salí de casa.
Fui directamente a Sekidencho, donde encontré a Kimura. Madame estaba ausente. Kimura me dijo que Toshiko le había telefoneado para pedirle que fuese a la casa y estuviera allí dos o tres horas, mientras ella visitaba a su padre. El motivo era que había prometido a madame, quien estaba pasando el día en Wakayama, que cuidaría de la casa. En lugar del baño preparado, estaba Kimura.
Por primera vez en varias semanas hemos podido pasar juntos unas horas de asueto. Sin embargo, por alguna razón, nos sentíamos inquietos y no podíamos serenarnos. A las cinco me despedí de él y me apresuré a hacer las compras en un mercado cercano. Temía que mi marido se hubiera despertado.
—Has vuelto temprano —me dijo Toshiko.
Cuando le pregunté cómo había estado su padre, me respondió que había dormido sorprendentemente bien, y que ya llevaba así más de tres horas. Desde luego, roncaba con estrépito.
—Su hija ha cuidado del paciente mientras yo iba a bañarme —dijo la señorita Koike, con la cara rosada y lustrosa, como si acabara de salir de la bañera.
¡Así pues, había ido al baño público! Sin poder evitarlo, pensé que Toshiko se había ocupado de ello. Por supuesto, era a la señorita Koike a quien le correspondía ir. Desde que mi marido está enfermo, sólo hemos calentado el baño de casa dos o tres veces, y la asistenta, la señorita Koike y yo hemos ido al baño público más o menos a días alternos, por la tarde. Toshiko debía de haber sabido eso cuando me dijo que saliera. Ha sido un descuido por mi parte no pensar en ello. Supongo que lo habría hecho, como también habría recordado que la señorita Koike invierte casi una hora en bañarse, pero cuando Toshiko mencionó que el baño estaba preparado en Sekidencho el corazón me dio un vuelco y me hizo olvidar por completo la necesidad de tomar precauciones.
¡Ahora sí que la he hecho buena!, pensé, mientras las dejaba y subía para hacer la siesta.
Saqué el diario de su escondite detrás de la estantería y lo examiné con sumo cuidado. Tal vez debería haberlo sellado con cinta adhesiva, pero no se me había ocurrido llegar a tal extremo de cautela. Así pues, no tenía manera de averiguar si lo habían abierto… pero me dije que sólo estaba imaginando cosas y que había permitido que mis recelos me llevaran demasiado lejos. ¿Cómo podía nadie saber que había dividido mi diario y había escondido la parte en la que ahora escribo en el piso de arriba? Examinar el problema desde ese ángulo me procuró una sensación de alivio.
Pero a las ocho, cuando Toshiko partió hacia Sekidencho, volví a sentirme preocupada. Fui a la cocina y le pregunté a la asistenta si alguien había subido al estudio por la tarde. Ella me sorprendió al decirme que Toshiko lo había hecho. Parece ser que la señorita Koike salió como un cuarto de hora después de que yo lo hiciera, y entonces Toshiko subió al piso superior. Bajó al cabo de unos minutos y volvió al dormitorio. «Parecía hablar de algo con el señor», me informó la asistenta.
—Creía que estaba dormido —le dije.
—Se despertó de repente —replicó la mujer, y añadió que Toshiko subió de nuevo más tarde, pero sólo permaneció arriba un momento. Entonces la señorita Koike regresó del baño público.
—Pero él estaba roncando cuando llegué a casa —objeté.
—No lo hizo mientras usted estuvo ausente —dijo ella—. Se durmió poco antes de su llegada.
Empecé a comprender que mis temores no eran tan infundados como había supuesto. Tal vez debería tratar de consignar lo que Toshiko debe de haber hecho hoy. A las tres, tras conseguir librarse de mí, envió a la señorita Koike al baño público. Entonces, tanto si lo hizo instigada por mi marido como si no, buscó mi diario en el armario de la sala de estar y se lo llevó a su padre. Él observó que las anotaciones finalizan el 16 de abril, y le dijo que debía de existir otro cuaderno escondido en alguna parte… ¡ése es el que deseaba ver! Entonces ella registró las estanterías de su estudio, lo encontró y lo llevó abajo para mostrárselo. Es posible incluso que se lo leyera. A continuación llevó el cuaderno arriba y lo devolvió a su escondite. La señorita Koike regresó, y él, una vez más, fingió que dormía. A las cinco llegué a casa. Eso es lo que ha ocurrido, aunque resulta difícil de creer que haya tenido lugar con tanta facilidad en las dos o tres horas que he estado ausente. Entonces recordé que el domingo pasado, el 24 de abril, también salí a instancias de Toshiko. Es decir, mi hija emprendió esta obra ya el domingo pasado. Por la mañana del sábado, el día 23, cuando estábamos solos mi marido y yo, él me dijo: «Diario…, diario…», es decir, no había duda de que él deseaba leer mi diario. ¿Quién podría decir que la tarde del día 24, cuando salí, mi marido no repitió lo mismo ante Toshiko y Koike? (Tal vez ese día Koike también fue al baño público, pero la asistenta no lo recuerda). Como el enfermo sabe que no voy a hacerle caso por mucho que me lo pida, recurrió a Toshiko. Eso es lo que probablemente habrá sucedido. No recuerdo que haya informado a Toshiko de que llevo un diario, pero tal vez lo sabe por Kimura o por ciertos detalles. Y, además, al oír a su padre mencionar la palabra «diario», habrá caído de inmediato en la cuenta. «Armario…», dice el enfermo señalando la sala de estar. Toshiko busca en el cajón del armario, pero no encuentra ahí el cuaderno. «Ah, ya sé, seguramente estará en el piso de arriba», se dice Toshiko, y sube a buscarlo. Puedo imaginar fácilmente esa escena. De todas maneras, así se supo el domingo pasado que sigo llevando el diario después del día 16, y hoy se ha sabido que éste está dividido cuidadosamente en dos tomos, uno de los cuales se encuentra en la planta baja y el otro en el piso superior. De ser así, se explica que todo eso haya ocurrido en sólo dos o tres horas.
Pero, suponiendo que mis conjeturas sean acertadas, ¿cómo voy a proteger mi diario a partir de ahora? No puedo resignarme a abandonarlo tan sólo porque he cometido un error. No obstante, he de tomar medidas para que no se repita. En lo sucesivo dejaré de escribir arriba a la hora de la siesta. Bien entrada la noche, cuando tanto mi marido como la señorita Koike estén dormidos, efectuaré una nueva anotación y entonces esconderé el cuaderno en un lugar realmente seguro.
9 de junio
Durante largo tiempo he descuidado mi diario. No lo he tocado desde el 1 de mayo, la víspera del día en que otra apoplejía acabara con la vida de mi marido. Eso se ha debido en parte a que su muerte repentina me cargó con toda clase de deberes familiares, y en parte a que he perdido el deseo, o tal vez debería decir el incentivo, de continuarlo. El motivo de la «pérdida de incentivo» no ha cambiado, por lo que es posible que ésta sea la última anotación que hago. Por lo menos, aún no he decidido seguir adelante.
Creo sinceramente que un diario que he logrado redactar durante ciento veintiún días, a partir del 1 de enero, merece que lo lleve a su conclusión, en lugar de abandonarlo sin más. Pero no obro así tan sólo por un sentido del orden. Creo que a estas alturas vale la pena examinar una vez más el conflicto de nuestra vida sexual, y tratar de recordar sus diversas fases. Si comparo su diario con el mío debería ser capaz de comprender lo que sucedió realmente. Por otro lado, había una serie de cosas que yo vacilaba en poner por escrito cuando él vivía. Quisiera añadirlas como una especie de posdata, a fin de concluir esta relación.
Como he dicho, mi marido falleció de repente. Desconozco la hora exacta, pero fue el 2 de mayo, probablemente hacia las tres de la madrugada. Su enfermera, la señorita Koike, dormía arriba, y Toshiko había regresado a Sekidencho. Yo era la única que estaba en la habitación del enfermo. A las dos, puesto que roncaba apaciblemente, fui con sigilo a la sala de estar, donde empecé a efectuar una anotación en mi diario. Hasta entonces, desde el día en que él cayó enfermo hasta el 30 de abril, había escrito sólo por las tardes. Iba al piso de arriba como si fuese a echar la siesta, y aprovechaba la ocasión para anotar lo sucedido el día anterior. Pero el domingo, 1 de mayo, tuve la impresión de que Toshiko y mi marido leían esta parte de mi diario, que yo ocultaba cuidadosamente. Decidí cambiar de hábitos, escribir sólo por la noche y buscar un nuevo escondite. (Sin embargo, como no se me ocurría ninguno bueno, dejé el diario en su lugar habitual y bajé. Esa noche, en cuanto Toshiko y la asistenta se hubieron ido, volví a sacarlo y lo guardé bajo el kimono. Poco después la señorita Koike se fue a la cama. Yo estaba preocupada porque aún no había dado con un lugar seguro donde ocultar el cuaderno. Claro que disponía de toda la noche para pensar en ello. Si era preciso, podía incluso meterlo entre las tablas flojas del techo o en el ropero de la sala de estar…).
Así pues, el 2 de mayo, a las dos de la madrugada, fui a la sala de estar, saqué el diario que llevaba conmigo y me puse a escribir. Poco después reparé con un sobresalto en que la respiración de mi marido, tan ruidosa unos momentos antes, se había vuelto inaudible. No nos separaba más que un delgado tabique, pero yo estaba tan absorta que no me había percatado del silencio. Me di cuenta de ello cuando acababa de escribir estas palabras: «Bien entrada la noche, cuando tanto mi marido como la señorita Koike estén dormidos, efectuaré una nueva anotación y entonces esconderé el cuaderno en un lugar realmente seguro».
Dejé de escribir y agucé el oído, inclinando la cabeza hacia el dormitorio, pero no oí nada, así que me levanté y fui a verle. Estaba tendido boca arriba (solía dormir así, mostrando su rostro grisáceo y sin gafas, que no se ponía nunca desde el ataque. Me resultaba difícil no mirarlo). Parecía dormir tranquilamente, aunque no era fácil asegurarlo porque la pantalla de la lámpara estaba cubierta por un paño y él tenía la cabeza en la zona oscura.
Tomé asiento y le contemplé en la penumbra, pero parecía extrañamente inmóvil, hasta tal punto que retiré el paño de la lámpara y dejé que la luz le iluminara el rostro. Entonces vi que tenía los ojos semiabiertos, la mirada fija, rígida y sesgada. Me dije que estaba muerto, y cuando le toqué la mano, la noté fría. Pasaban siete minutos de las tres, de modo que sólo podía estar segura de que había muerto en algún momento entre las dos y las tres y siete minutos de la madrugada del 2 de mayo. Debía de haber muerto mientras dormía, sin dolor. Durante unos instantes, como una cobarde que contemplara las profundidades de un abismo, retuve el aliento y contemplé aquel rostro grisáceo. Los recuerdos de nuestra luna de miel se atropellaron en mi mente. Entonces me apresuré a cubrir de nuevo la lámpara.
Al día siguiente, tanto el doctor Soma como el doctor Kodama me dijeron que no habían esperado que sufriera tan pronto otro ataque. Según ellos, hasta hace unos diez años, la mayoría de los pacientes sufrían la segunda apoplejía al cabo de dos o tres años, y en algunos casos después de siete u ocho, y ese segundo ataque solía ser fatal. Pero ahora, gracias a los avances de la medicina, las cosas eran diferentes. Había personas que sufrían una o dos apoplejías y luego se recuperaban, y algunas incluso sobrevivían a tres o cuatro. En el caso de mi marido, existía un claro peligro de recaída, porque, al contrario que la mayoría de los hombres cultos, tendía a hacer caso omiso de los consejos de su médico. De todos modos, ellos no habían pensado que ocurriría tan pronto. El paciente aún no tenía sesenta años, y una vez hubiera recuperado la salud, por muy lentamente que lo hiciera, habría seguido en activo durante varios años más, quizá durante unos diez, si todo iba bien. Era realmente inesperado… o eso es lo que dijeron.
Desde luego, no puedo saber si eran sinceros conmigo, pero es posible que lo fueran. Los médicos nunca son muy exactos en la predicción de cuánto vivirá una persona. Por mi parte, tenía la sensación de que el fallecimiento se había producido más o menos como había esperado, y no me tomó por sorpresa. A menudo me equivoco en mis intuiciones, quizá con demasiada frecuencia, pero esta vez había acertado. E imagino que Toshiko también.
Ahora quiero releer nuestros diarios y compararlos, recorriendo las etapas por las que llegamos a esta separación definitiva. Fue él quien, hace muchos años, antes de que nos casáramos, me sugirió que llevara un diario. Tal vez debería empezar por ahí, a fin de estudiar a fondo nuestras relaciones. Pero no soy la clase de persona adecuada para llevar a cabo esa investigación. Sé que hay docenas de diarios polvorientos acumulados en el altillo de su estudio, a los que sólo es posible llegar con una escalera de mano, pero no tengo la paciencia necesaria para leer ese voluminoso registro de sus días. Como él mismo decía, evitaba meticulosamente cualquier mención a nuestra vida sexual. En enero de este año empezó a escribir sobre ese tema con toda libertad y casi de manera exclusiva, y yo empecé a rivalizar con él llevando mi propio diario. Al comparar las anotaciones a partir de esa fecha (y llenar las lagunas), debería ser capaz de ver cómo amaba cada uno, cómo nos entregábamos a nuestras pasiones, cómo nos engañábamos y tendíamos trampas, hasta que uno de los dos fue destruido. No creo que tenga ninguna necesidad de remontarme a épocas anteriores.
En su anotación del día de Año Nuevo dice de mí que soy una mujer «sigilosa, amante de los secretos, que practica siempre la ocultación y finge no saber nada». Eso es del todo cierto. En conjunto, él era mucho más sincero que yo, y he de admitir que su diario contenía muy pocas falsedades. De todos modos, hay algunas. Dice, por ejemplo: «Me parece improbable que se dedique a hojear los escritos íntimos de su marido…, he decidido no seguir preocupándome por ello». Comprendí enseguida que su verdadero motivo era otro, como admitió más adelante: «Quizás en mi fuero interno haya aceptado que ella lo lea».
El hecho de que dejara caer la llave a propósito delante del florero, la mañana del 4 de enero, demuestra que quería que leyera su diario, y ahora confieso que yo lo leía desde hacía tiempo. La verdad es que no tenía por qué haberse tomado la molestia de tentarme. El 4 de enero decía yo: «Jamás lo leeré. No tengo el menor deseo de comprender su psicología, más allá de los límites que a mí misma me he fijado. No me gusta permitir que los demás sepan lo que pienso, y tampoco me interesa curiosear en lo que ellos piensan». Pero eso no era cierto, excepto cuando digo que no me gusta que los demás sepan lo que pienso. Poco después de nuestro matrimonio adquirí el hábito de curiosear en sus cuadernos íntimos. Por supuesto, decía la verdad al afirmar: «Hace largo tiempo que conozco la existencia del diario», aunque era una tontería decir que «jamás se me habría pasado por la cabeza abrir ese cuaderno».
Pero antes él se concentraba en lo que, para mí, eran aburridos asuntos académicos, y por ello me limitaba a hojear el cuaderno de vez en cuando, por la satisfacción de leer a sus espaldas lo que él escribía. Sin embargo, desde que él «decidió no preocuparse por eso», me he sentido atraída por su diario. Ya el 2 de enero, cuando él estaba fuera, dando un paseo, descubrí hasta qué punto habían cambiado sus anotaciones. Pero no fue tan sólo el hecho de que me gusta «fingir que no sé nada» lo que me hizo mantener el secreto. Me percaté de que eso era lo que él quería que hiciera.
Creo que era del todo sincero cuando me llamaba su «querida esposa». No tengo la menor duda acerca de su amor. Al principio también yo experimenté un amor apasionado por él. Es cierto que «la noche de bodas, al ver su cara sin las gafas de miope, sentí un escalofrío», aunque ahora pienso que «acepté a un hombre totalmente inadecuado para mí» y que «había ocasiones en las que me sentía mal con sólo verle». Todo eso es cierto, pero no significa que no le amara. Puesto que recibí «una rancia educación en Kioto», me casé con él «porque mis padres deseaban que lo hiciera, y durante los años transcurridos he creído que el matrimonio es siempre así». No tenía más alternativa que amarle. Él estaba en lo cierto al decir que yo daba gran importancia a mi «anticuada moralidad». Cada vez que empezaba a repugnarme, me avergonzaba de mí misma. Tenía la sensación de que me estaba comportando de una manera indigna con mis padres fallecidos, así como con él. Cuanto más le odiaba, tanto más intentaba amarle, y lo conseguía. Estimulada por el apetito sexual, no podía hacer otra cosa.
Mi único pesar era que él no me satisfacía plenamente. Pero, en vez de considerarle débil, me avergonzaba de mi lujuria. Lamentaba la mengua de su vitalidad y, lejos de culparle, intentaba serle tanto más leal. Pero desde enero me he visto obligada a considerarle de un modo distinto. Aún no tengo claro por qué razón decidió «empezar a escribir libremente». Dijo que lo hacía por «la frustración de no tener jamás la oportunidad de hablarle acerca de nuestros problemas sexuales… debido a su extremada reticencia, su “refinamiento”, su “feminidad”, su presunto pudor». Él quería eliminar todo eso, pero ¿no había también otra razón? Creo que sí, aunque no doy con nada claro en su diario. Es posible que ni siquiera él comprendiera su verdadero motivo.
Sea como fuere, supe que «pocas mujeres tienen la adecuación física de la mía para el acto sexual». Aunque entonces anotó: «Quizá no debería mencionar esto, pues, como mínimo, podría perjudicarme». ¿Por qué decidió correr el riesgo? Dijo que tan sólo pensar en ello le hacía sentir celos, que le preocupaba lo que podría suceder «si otro hombre lo supiera». No obstante, lo mencionó ex profeso en su diario.
Por mi parte, entendí que esa actitud significaba que confiaba en que le daría motivos para dudar de mí. Y más adelante escribió: «He gozado de ello en secreto [de los celos]… Tales sentimientos siempre me han proporcionado un estímulo erótico y, en cierto sentido, son tan necesarios como agradables para mí» (13 de enero). Pero ya lo había colegido así tras leer la anotación de su diario correspondiente al día de Año Nuevo.
10 de junio
El 8 de enero escribí: «Siento un profundo desagrado hacia mi marido, pero le amo casi con la misma intensidad. Por mucho que él me repugne, jamás me entregaré a otro hombre».
Durante veinte años me sentí obligada a reprimir la insatisfacción que me causaba mi marido. Ésa es la razón de que, a pesar de la educación confuciana que me dieron mis padres, me permitiera escribir cosas desagradables acerca de él. Pero, por encima de todo, había empezado a comprender que volverle celoso era la manera de hacerle feliz, y que ése era el deber de una «esposa modélica». Con todo, sólo había dicho: «Siento un profundo desagrado hacia mi marido», y entonces añadí esa frágil afirmación: «Jamás me entregaré a otro hombre». Es posible que amara ya a Kimura sin saberlo. Todo lo que hice, temerosa y de una manera indirecta, fue provocar los celos de mi marido. Y lo hice a regañadientes, impulsada por mi sentido del deber.
Pero mis sentimientos cambiaron cuando leí su anotación del día 13: «Estimulado por los celos, logré satisfacer a Ikuko… quiero que ella me vuelva loco de celos… no es que no deba existir un factor de riesgo, y, en realidad, cuanto mayor sea el peligro, tanto mejor».
De repente mis pensamientos se dirigieron a Kimura. El día 7 mi marido había escrito: «[Aunque Ikuko] crea que tan sólo hace de carabina…, creo que en realidad ama a Kimura». Pero eso sólo me había repelido, me había hecho pensar que, al margen de lo que él dijese, yo no podía de ninguna manera ser tan inmoral. Ante aquella frase, «cuanto mayor sea el peligro, tanto mejor», cambié de idea. No estoy segura de si él lo dijo porque, incluso antes de que yo lo hiciera, se percató de que Kimura me gustaba, o si sus palabras fueron el acicate de mi interés. Incluso después de saber que me estaba enamorando de Kimura, seguí engañándome durante tanto tiempo como pude, diciéndome que lo hacía a regañadientes, en beneficio de mi marido. Sí, ya me estaba enamorando, pero me decía que tan sólo trataba de mostrar cierto interés por otro hombre.
La primera noche que perdí el conocimiento (el 28 de enero), ya no me fue posible explicar de ese modo mis sentimientos hacia Kimura, y lo único que pude hacer fue tratar de ocultar mi sufrimiento. Me pasé durmiendo la mañana del 30. Él escribió: «Claro que tal vez lo fingía». Desde luego, no fingía, aunque no puedo decir que permaneciese inconsciente durante todo aquel tiempo. Supongo que él acertaba al pensar que estaba semidespierta, pero en cuanto a si «deliraba de veras» cuando musité el nombre de Kimura, o si «sólo era un subterfugio», yo diría que estaba a medio camino de ambas cosas. Es cierto que «soñaba que estaba haciendo el amor con Kimura», pero en aquel momento tuve la vaga conciencia de que había pronunciado su nombre. ¡Qué vergüenza!, me dije. No obstante, aunque me azoraba que mi marido me oyera, también yo tenía la sensación de que eso era lo mejor que podía haber ocurrido.
Sin embargo, las cosas fueron diferentes la noche siguiente (la del día 30), aun cuando él anotó: «Volvió a pronunciar el nombre de Kimura… ¿Estaba teniendo el mismo sueño, la misma ilusión que la vez anterior?». Esa noche lo hice a propósito. No es que tuviera un objetivo claro, y es posible que, después de todo, me encontrara en un estado de ensoñación, pero esa nebulosidad me ayudó a acallar mi conciencia. «¿Debería yo interpretarlo, tal vez, como una especie de burla?», se preguntó él. Quizá tuviera razón. Intentaba decirle cuánto ansiaba estar en brazos de Kimura en lugar de en los suyos, y cuánto deseaba que él nos uniera a los dos. Eso es lo que quería que él comprendiera.
El 14 de febrero Kimura le habló a mi marido de la cámara Polaroid. «Pero ¿cómo ha adivinado que me satisfaría conocer esa cámara? Es algo que me deja perplejo». También a mí me intriga. No había adivinado que mi marido quería hacerme fotos desnuda. Aunque lo hubiera hecho, no le habría dicho tal cosa a Kimura. En aquel entonces él me llevaba a la cama, cuando estaba borracha, casi cada noche, pero nunca tuve una conversación en privado con él, ni mucho menos le conté nada de nuestra vida sexual. La verdad es que no existía otro tipo de relación, no tuve la oportunidad. Personalmente, me sentía inclinada a sospechar de Toshiko. Ella es la única que pudo darle esa indicación.
El 9 de febrero mi hija pidió permiso para vivir sola, en Sekidencho, diciendo que quería tener un lugar tranquilo para estudiar. No era difícil imaginar que «un lugar tranquilo» significaba un lugar alejado del dormitorio de sus padres. Debía de haber atisbado una noche tras otra el espectáculo llamativamente iluminado, y a causa del rugido de la estufa nosotros no podíamos oír sus pasos.
Supongo que vio a mi marido desnudándome y haciendo toda clase de obscenidades, y también supongo que se lo contó a Kimura. Más adelante mis sospechas se confirmaron más o menos, pero por mi parte ya lo había conjeturado al leer la anotación de mi marido el día 14. Probablemente Toshiko sabía lo que ocurría, e informó de ello a Kimura, incluso antes de que yo lo supiera.
Pero ¿por qué Kimura le habló a mi marido de la cámara especial, como si le estimulara a que me fotografiase desnuda? Todavía no se lo he preguntado, pero quizá trataba de congraciarse con él. Además, debía de haber confiado en que algún día vería las fotos. Probablemente ése fue su principal motivo. Supongo que esperaba que mi marido pasara de la Polaroid a la Zeiss Ikon y le pidiera a él que se encargara del revelado.
El 19 de febrero escribí: «No puedo imaginar qué es lo que piensa Toshiko». Eso no era del todo cierto. Como he dicho, por entonces yo estaba segura de que ella le había contado a Kimura lo que sucedía en nuestro dormitorio, y comprendía también que mi hija estaba enamorada de él. Por esa razón «me guarda una hostilidad secreta». Es cierto que le preocupaba mi salud y que odiaba a su padre por obligarme «a satisfacer sus exigencias sexuales». Pero cuando vio que mi marido nos estaba uniendo a Kimura y a mí, y que nos aveníamos a su extraño capricho, Toshiko también empezó a odiarme. Lo sospeché muy pronto. Mi hija es astuta y sabe que «aunque tiene veinte años menos que yo, ni su cara ni su figura son tan atractivas como las mías». Como sabía que también Kimura se estaba enamorando de mí, decidió actuar como mediadora entre nosotros. Así, con tiempo por delante, podría idear un plan. Todo eso lo vi con claridad. Sin embargo, ni siquiera hoy estoy segura de hasta qué punto ella y Kimura se pusieron de acuerdo. Por ejemplo, no creo que ella se mudara a Sekidencho tan sólo para alejarse de casa: el hecho de que Kimura viviera cerca de allí debió de tener algo que ver con esa decisión. ¿Cuál de los dos tuvo la idea? Kimura dijo que ella había arreglado las cosas (él sólo siguió su iniciativa), pero no tengo la certeza de que fuera así. Me temo que todavía no confío en él.
En el fondo, yo estaba tan celosa de Toshiko como ella lo estaba de mí. Pero procuré que nadie más lo supiera, ni siquiera lo revelé en mi diario. Eso se debió en parte a mi sigilo natural, pero incluso en mayor medida a que me sentía superior a ella, y era una cuestión de orgullo. Sobre todo, temía que mi marido pudiera pensar de mí que tenía motivos para estar celosa, que pudiera tener la sospecha de que Kimura se interesaba por ella. Mi marido escribió: «Si yo estuviera en su lugar y hubiera de decir cuál de las dos me parece más atractiva, no tengo la menor duda de que, a pesar de su edad, elegiría a la madre». No obstante, añadió: «Pero no sé qué pensará Kimura. Tal vez su verdadero propósito sea ganarse la voluntad de Toshiko».
Yo no quería refrescar esa clase de ideas, deseaba que mi marido creyera que Kimura estaba completamente enamorado de mí y dispuesto a cualquier sacrificio. De lo contrario, sus celos se habrían debilitado.
11 de junio
El 27 de febrero mi marido decía: «¡Después de todo, yo tenía razón! Ikuko ha estado llevando un diario… tuve un primer atisbo de ello hace unos días…».
Estoy segura de que lo sabía desde mucho antes y lo leía a mis espaldas. Por supuesto, yo había escrito: «No cometeré el error de dejarle sospechar lo que me propongo». Pero mentía. Lo cierto era que deseaba que él lo leyera. Es verdad que también quería «hablar conmigo misma», pero ésa no era la verdadera razón por la que empecé a llevar un diario. Actuar de una manera tan sigilosa (utilizando papel de arroz y sellando el cuaderno con cinta adhesiva) no era más que mi manera natural de proceder. Aunque me ridiculizó por ello, él hacía lo mismo. Sabíamos que cada uno leía el diario del otro, y aun así levantábamos toda clase de barreras, sin más objeto que dificultar las cosas y volverlas cuanto más inciertas mejor. Preferíamos seguir con la duda, y no me importaban los inconvenientes, puesto que atendía a los gustos de ambos.
El 10 de abril mencioné su enfermedad por primera vez. «Quisiera saber si el diario de mi marido revela algo sobre su estado de salud… desde hace un mes por lo menos observo que le ocurre algo». En realidad, empezó a escribir sobre eso el 10 de marzo, pero creo que lo noté incluso antes, aunque fingí lo contrario. Temía preocuparle, sobre todo porque quizá tendría que enfrentarse al cese de su actividad sexual. Su salud me preocupaba, desde luego, pero la necesidad de satisfacer mi deseo parecía mucho más apremiante. Al utilizar a Kimura para provocarle celos, hice cuanto estaba en mi mano para ayudarle a olvidar el temor a la muerte.
Pero en abril mis sentimientos empezaron a cambiar lentamente. Durante todo marzo había escrito que defendía tenazmente la «última raya», y que hacía cuanto estaba en mi mano para convencer de ello a mi marido. En realidad, el 25 de marzo cayó la última defensa «delgada como una hoja de papel». Al día siguiente inventé una inofensiva conversación con Kimura y la anoté en el diario. Creo que fue a comienzos de abril, hacia el 4 o el 5, cuando tomé una decisión importante. Atraída por la inmoralidad, había ido cayendo cada vez más bajo, pero hasta entonces me había engañado a mí misma, diciéndome que lo hacía tan sólo porque no podía negarle a mi marido lo que quería. Me había dicho a mí misma que me comportaba como una esposa leal, incluso desde un punto de vista moral anticuado. Pero entonces me quité la máscara del engaño y admití sinceramente que estaba enamorada de Kimura.
El 10 de abril escribí: «Mi marido no es el único con problemas de salud. Yo no estoy mucho mejor». Por supuesto, no estaba en absoluto enferma, y era otra cosa lo que ocupaba mi mente. Es cierto que «hace años, cuando Toshiko tenía unos diez, empecé a expulsar algo de sangre al toser, y el médico me advirtió que mostraba síntomas de tuberculosis», pero por suerte «resultó ser una afección benigna», y nunca he vuelto a tener síntomas desde entonces. En cuanto a mis afirmaciones de que «un día de febrero, como ya me sucediera en el pasado, escupí un poco de flema con motas escarlata que contenían un filamento de sangre», que «por la tarde me siento exhausta» y «a menudo el pecho me duele intensamente», y que temía que esta vez «empeore gradualmente»… todo eso fueron patentes mentiras. Trataba de atraerle hacia la sombra de la muerte. Quería hacerle creer que me estaba jugando la vida, y que él debería estar dispuesto a arriesgar la suya.
A partir de entonces escribí mi diario exclusivamente con esa finalidad. Pero no sólo me limité a escribir, sino que en ocasiones fingía los síntomas. Hice todo cuanto pude por excitarle, por mantenerlo agitado, por lograr que su presión arterial fuese cada vez más elevada. (Incluso después de la primera apoplejía seguí haciendo travesuras para mantenerle celoso). Mucho antes, Kimura me había dado a entender que mi marido parecía al borde del desplome. Para mí, y sin duda también para Toshiko, su opinión tenía más peso que la de cualquier médico.
Pero ¿cómo pude ir tan lejos, hasta el punto de llegar a intrigar contra la vida de mi marido? ¿Por qué se me ocurrió un pensamiento tan atroz? ¿Fue acaso porque cualquier persona, por apacible que fuese, si se viera sometida a la presión constante de una mente tan degenerada y viciosa como la de mi marido se pervertiría? Tal vez, en lo más hondo de mi ser, siempre había sido capaz de hacer una cosa así. Es algo en lo que debo meditar. Pero, después de todo, tengo la sensación de que le proporcioné la clase de felicidad que él deseaba.
Mis recelos acerca de Toshiko y Kimura son todavía considerables. Ella dijo que nos había encontrado el hotel de Osaka, gracias a una amiga «mundana» que ella tenía, porque Kimura-san le preguntó si conocía algún sitio. ¿Fue eso realmente todo? Es posible que ella misma haya usado ese hotel con alguien, incluso que lo siga usando ahora.
Según el plan de Kimura, se casará con Toshiko cuando haya finalizado el período de duelo. Ella hará ese sacrificio para salvar las apariencias, y los tres viviremos juntos aquí. Eso es lo que él me dice…
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