1 de enero

Este año me propongo escribir libremente sobre un tema del que hasta ahora no me había atrevido jamás a hacer ninguna mención en estas páginas. Siempre he evitado comentar mis relaciones sexuales con Ikuko, pues temo que ella pueda leer a hurtadillas mi diario y sentirse ofendida. Me atrevería a decir que sabe con precisión dónde lo guardo, pero he decidido no seguir preocupándome por ello. Desde luego, la rancia educación que recibió en Kioto le ha dejado un gran poso de moralidad chapada a la antigua, y la verdad es que más bien me enorgullezco de ello. Me parece improbable que se dedique a hojear los escritos íntimos de su marido. Sin embargo, no lo puedo descartar por completo. Si ahora, y por primera vez, mi diario se centra principalmente en nuestra vida sexual, ¿será ella capaz de resistirse a la tentación? Es una mujer sigilosa por naturaleza, amante de los secretos, que practica siempre la ocultación y finge no saber nada. Y lo peor del caso es que para ella todo eso no es más que pudor femenino. A pesar de que dispongo de varios lugares en los que esconder la llave del cajón cerrado donde guardo este cuaderno, es muy posible que una mujer como ella los haya registrado todos. Y, además, no le costaría nada hacerse con un duplicado de la llave.

Acabo de anotar que he decidido no preocuparme, pero tal vez haya dejado de hacerlo mucho tiempo atrás. Quizás en mi fuero interno haya aceptado que ella lo lea, e incluso haya confiado en que lo haga. En tal caso, ¿por qué cierro el cajón y escondo la llave? Tal vez sea para satisfacer esa necesidad que tiene ella de espiar. Por otro lado, si lo dejo donde es probable que lo encuentre, quizá crea que escribo pensando en que ella me va a leer y sea reacia a confiar en que digo la verdad. Incluso podría pensar que oculto el auténtico diario en alguna otra parte.

¡Ah, Ikuko, mi amada esposa! No sé si vas a leer estas páginas. Sería inútil que te lo preguntara, pues seguramente me responderías que tú no haces esas cosas. Pero en el supuesto de que lo hicieras, créeme, por favor, si te digo que lo anotado aquí no es ninguna invención, que cada palabra es sincera. No voy a insistir más, pues sólo conseguiría resultar más sospechoso. Que el propio diario sea testigo de la verdad que contiene.

No voy a limitarme, por descontado, a las cosas que a ella le gustaría leer. No debo evitar las cuestiones que serán desagradables, incluso dolorosas, para ella. El motivo de que me sienta obligado a escribir sobre esas cuestiones es la extremada reticencia de Ikuko, su «refinamiento», su «feminidad», su presunto pudor, todo cuanto hace que le avergüence hablar conmigo de cualquier cosa de naturaleza íntima, o que le impide escucharme en las infrecuentes ocasiones en que intento contarle alguna anécdota subida de tono. Incluso ahora, después de más de veinte años casados, con una hija ya lo bastante mayor para casarse, Ikuko está dispuesta a poco más que realizar la cópula en silencio. Jamás susurra palabras tiernas y amorosas cuando yacemos abrazados. ¿Es eso propio de un verdadero matrimonio?

Me impulsa a escribir la frustración de no tener jamás la oportunidad de hablarle acerca de nuestros problemas sexuales. A partir de ahora, tanto si lee estas páginas como si no, supondré que lo hace y que le estoy hablando de una manera indirecta.

Ante todo, quiero dejar claro que la amo. Esto es algo que le he dicho no pocas veces, y creo que ella se percata de que es cierto. Pero mi vigor físico no está a la altura del suyo. Este año cumpliré cincuenta y seis (ella debe de tener ahora cuarenta y cinco), una edad en la que uno no está especialmente decrépito, pero de todos modos me fatigo con facilidad cuando hacemos el amor y una vez a la semana o cada diez días es suficiente para mí. Hablar con franqueza sobre este tema es lo que a ella más le desagrada, aunque lo cierto es que, a pesar de la debilidad de su corazón y de que su salud es más bien frágil en general, mi mujer se muestra anormalmente vigorosa en la cama.

Eso es lo único que rebasa mi comprensión, y no sé cómo tomármelo. No se me oculta que soy un marido inadecuado, y no obstante… Supongamos que ella tuviera una relación con otro hombre. (La mera sugerencia escandalizará a Ikuko y me acusará de llamarla inmoral, pero sólo estoy planteando un caso hipotético). Eso sería más de lo que yo podría soportar. Me basta imaginar semejante cosa para sentirme celoso. Pero lo cierto es que, por consideración a su salud, ¿no debería ella esforzarse un poco por reducir sus excesivos apetitos?

Lo que más me irrita es el declive constante de mi energía. Desde hace algún tiempo, el acto sexual me deja exhausto, y durante el resto de la jornada estoy demasiado cansado para pensar… Con todo, si me preguntara si me disgusta hacerlo contestaría que no, todo lo contrario. En modo alguno le respondo con desgana, y jamás el sentido del deber es un acicate de mi deseo. Para bien o para mal, la amo apasionadamente, y al decir esto he de hacer una revelación que ella juzgaría de repugnante. Debo decir que posee cierto don natural, del que es por completo inconsciente. De haber carecido yo de experiencia con muchas otras mujeres, tal vez no habría sabido reconocerlo, pero estoy acostumbrado a ese placer desde mi juventud, y sé que pocas mujeres tienen la adecuación física de mi esposa para el acto sexual. Si la hubieran vendido a uno de aquellos burdeles elegantes del viejo barrio de Shimabara, habría causado sensación, habría llegado a ser una gran celebridad y todos los libertinos de la ciudad se habrían arracimado en torno a ella. (Quizá no debería mencionar esto, pues, como mínimo, podría perjudicarme. Pero ¿cuál será su reacción cuando lo sepa? ¿Le agradará, se sentirá avergonzada o tal vez insultada? ¿No es probable que finja enojo cuando, en su fuero interno, se siente orgullosa?). Tan sólo pensar en ese don suyo provoca mis celos. Si, por casualidad, otro hombre lo supiera, y supiera también que soy un cónyuge indigno de ella, ¿qué sucedería?

Esta clase de pensamientos me trastornan, aumentan mi sentimiento de culpabilidad hacia ella, hasta que el remordimiento se vuelve intolerable. Entonces hago cuanto puedo por mostrarme más ardiente. Le pido que me bese los párpados, por ejemplo, puesto que soy especialmente sensible al estímulo en ese lugar. Y, por mi parte, hago cualquier cosa que a ella parezca gustarle —besarle las axilas o lo que sea— a fin de estimularla y, de ese modo, excitarme todavía más. Pero ella no reacciona y opone una testaruda resistencia a esos «juegos antinaturales», como si estuvieran fuera de lugar en una relación sexual convencional. Por más que intente explicarle que esta clase de excitación preliminar no tiene nada de malo, ella se aferra a su «recato femenino» y se niega a ceder.

Por otro lado, Ikuko sabe que me inclino por cierto fetichismo de los pies y que admiro los suyos, tan extraordinariamente bien formados, hasta tal punto que nadie diría que son los de una mujer de mediana edad. Aun así, o precisamente a causa de ello, casi nunca me permite verlos. Ni siquiera en plena canícula se descalza. Si quiero besarle el empeine, exclama: «¡Qué asco!» o «¡No deberías tocar semejante parte!». En resumen, me resulta más difícil que nunca tratar con ella.

Que comience el nuevo año dejando constancia de mis quejas parece un tanto mezquino por mi parte, pero creo que es mejor poner estas cosas por escrito. Mañana será la «primera noche» del nuevo año, y sin duda ella querrá que seamos ortodoxos y sigamos la ancestral costumbre. Insistirá en la observación solemne del rito anual.

4 de enero

Hoy ha sucedido algo curioso. Últimamente tenía muy descuidado el estudio de mi marido y, esta tarde, cuando él había salido a dar un paseo, me dispuse a adecentarlo. Allí, en el suelo, delante de la estantería en la que yo había puesto un florero con narcisos, estaba la llave. Tal vez haya sido tan sólo un accidente, pero no puedo creer que se le haya caído por puro descuido. Eso habría sido muy impropio de él. Lleva un diario desde hace muchos años, y jamás había hecho nada parecido.

Por supuesto, hace largo tiempo que conozco la existencia del diario. Lo guarda en el cajón del escritorio y esconde la llave en algún lugar entre los libros o debajo de la alfombra. Pero eso es todo lo que sé, y no tengo interés en saber más. Jamás se me habría pasado por la cabeza abrir ese cuaderno. Pero lo que me duele es que él sea tan suspicaz. Al parecer, no se siente seguro si no se toma la molestia de encerrarlo y ocultar la llave.

En ese caso, ¿por qué habrá dejado la llave tan a la vista? ¿Acaso ha cambiado de idea y ahora quiere que lo lea? Tal vez comprende que, si me lo pidiera, yo me negaría a hacerlo, así que me está diciendo: «Puedes leerlo en privado: aquí está la llave». ¿Significa eso que cree que no la he encontrado? ¿O quizá lo que dice es que: «A partir de ahora reconozco que lo estás leyendo, pero seguiré fingiendo que no lo haces»?

En fin, no importa. Al margen de lo que él piense, jamás lo leeré. No tengo el menor deseo de comprender su psicología más allá de los límites que yo misma me he fijado. No me gusta permitir que los demás sepan lo que pienso, y tampoco me interesa curiosear en lo que ellos piensan. Además, si él quiere mostrármelo, se me hace cuesta arriba creer que lo escrito sea cierto. Y tampoco creo que me resultara agradable leerlo.

Mi marido puede escribir y pensar lo que le plazca, y yo haré lo mismo. Este año doy comienzo a mi propio diario. Una mujer como yo, que no abre su corazón al prójimo, por lo menos tiene que hablar consigo misma. Pero no cometeré el error de dejarle sospechar lo que me propongo. He decidido esperar a que él salga de casa antes de ponerme a escribir, y ocultar el cuaderno en cierto lugar en el que mi marido jamás se le ocurrirá pensar. En realidad, uno de los atractivos que el diario tiene para mí es que, aunque sé exactamente dónde encontrar el suyo, él ni siquiera imaginará que también yo llevo un diario, y eso me proporciona una deliciosa sensación de superioridad.

Anoche tuvo lugar el primer acontecimiento del nuevo año… pero ¡cómo me avergüenza poner por escrito una cosa así! Mi difunto padre solía decirme: «La discreción ante todo». ¡Ah, si él supiera, cuánto lamentaría la manera en que me he degradado!… Como de costumbre, mi marido experimentó la culminación del placer y, como de costumbre, yo me quedé insatisfecha. Luego me sentí despreciable. Él siempre me pide disculpas por su insuficiencia, y no obstante me ataca porque soy fría. Lo que quiere decir al llamarme fría es que, según él, soy demasiado «convencional», estoy «inhibida» en exceso, en una palabra, soy demasiado aburrida. Al mismo tiempo, dice que soy muy activa en la faceta sexual, hasta un punto que es del todo anormal; sólo en ese aspecto no soy pasiva ni reservada. Pero se queja de que durante veinte años nunca he estado dispuesta a desviarme del mismo método, de la misma postura. Y, sin embargo, mis calladas insinuaciones jamás le pasan desapercibidas; es sensible a la menor indirecta, y sabe de inmediato lo que quiero. Tal vez ello se deba a que teme la excesiva frecuencia de mis solicitudes.

Mi marido me considera prosaica y poco romántica. «No me quieres ni la mitad de lo que yo te quiero», me dice. «Me consideras una necesidad, y defectuosa, por cierto. Si me amaras de veras, deberías ser más apasionada, deberías acceder a cualquier cosa que te pida». Según él, yo tengo en parte la culpa de que no pueda satisfacerme plenamente, pues si intentara excitarle un poco él no sería tan incapaz. Dice que no hago el menor esfuerzo por cooperar con él… que, por hambrienta que esté, lo único que hago es cruzarme tranquilamente de brazos y esperar a que me sirvan. Cree que soy una mujer insensible y rencorosa.

Supongo que mi marido no es irracional al pensar eso de mí, pero mis padres me educaron en la creencia de que una mujer debe ser reservada y modosa, y, ciertamente, jamás agresiva hacia el hombre. No es que yo carezca de pasión, sino que en una mujer de mi temperamento la pasión se encuentra en lo más profundo de su ser, está a demasiada profundidad para que se manifieste. En el momento en que intento que aflore, empieza a desvanecerse. Mi marido no parece capaz de comprender que mi pasión es como una llama pálida y secreta, no resplandeciente.

He empezado a pensar que nuestro matrimonio fue un terrible error. Es probable que existiera una pareja mejor para mí, y también para él. Lo cierto es que no podemos ponernos de acuerdo sobre nuestros gustos sexuales. Me casé con él porque mis padres deseaban que lo hiciera, y durante los años transcurridos he creído que el matrimonio es siempre así. Pero ahora tengo la sensación de que acepté a un hombre totalmente inadecuado para mí. Tengo que aguantarle, por supuesto, ya que es mi legítimo esposo, pero hay ocasiones en las que me siento incómoda sólo con verle. No exagero, y no se trata de una sensación nueva para mí. La experimenté la primera noche de nuestro matrimonio, durante la luna de miel —hace tanto tiempo—, cuando me acosté con él por primera vez. Todavía recuerdo que me estremecí al verle la cara cuando se quitó las gafas de miope. Las personas que usan gafas siempre parecen un poco raras sin ellas, pero la cara de mi marido parecía de improviso cenicienta, como la de un muerto. Entonces se inclinó, acercándose a mí, y noté que sus ojos me perforaban. Le devolví la mirada sin poder evitarlo, parpadeando, y en cuanto vi aquella piel suave y brillante como el aluminio, me estremecí de nuevo. Aunque no lo había notado durante el día, vi que los pelos del bigote y la barba le despuntaban bajo la nariz y alrededor de los labios (tiende a ser velludo) y también eso me causó una vaga repugnancia.

Tal vez se debió a que nunca hasta entonces había visto tan de cerca el rostro de un hombre, pero incluso hoy no puedo mirarle con atención durante largo tiempo sin experimentar la misma repulsión. Apago la lámpara que está al lado de la cama para no verlo, pero es entonces, precisamente, cuando él la quiere encendida y desea examinar mi cuerpo con detenimiento, con tanto detalle como le sea posible. (Intento rechazarle, pero él insiste tanto, sobre todo en la contemplación de mis pies, que he de dejarle que los mire). Nunca he tenido relaciones íntimas con otro hombre, y me intriga saber si todos tienen unos hábitos tan desagradables. ¿Son esas innecesarias caricias juguetonas y pegajosas lo que una ha de esperar de todos los hombres?

7 de enero

Hoy Kimura nos ha hecho una visita para felicitarnos por el Año Nuevo. Yo había empezado a leer Santuario, de Faulkner, y regresé a mi estudio en cuanto hubimos intercambiado los saludos. Él habló con mi mujer y Toshiko durante un rato en la sala de estar, y entonces, alrededor de las tres, se las llevó al cine, a ver Sabrina. Regresó con ellas a las seis, se quedó a cenar y, tras la sobremesa, se marchó hacia las nueve.

Durante la cena, todos, excepto Toshiko, tomamos un poco de coñac. Últimamente Ikuko parece beber algo más. Fui yo quien la inicié, pero a ella le gustó desde el principio. Si la estimulas a hacerlo, beberá una cantidad considerable. Es cierto que nota los efectos del alcohol, pero de una manera furtiva, secreta, sin que se trasluzca. Reprime su reacción tan bien que a menudo la gente no se da cuenta de lo mucho que ha bebido. Esta noche Kimura le ha servido dos copas y media de coñac, en una copa de jerez. Ella se ha puesto un poco pálida, pero no parecía embriagada. En cambio, Kimura y yo hemos enrojecido. Él no aguanta muy bien el licor, la verdad es que no lo aguanta tan bien como Ikuko. Pero ¿no ha sido esta noche la primera vez que ha permitido que otro hombre la persuadiera a beber? Él le había ofrecido una copa a Toshiko, quien la rechazó y le dijo: «Dásela a mamá».

Desde hace algún tiempo observo que Toshiko se muestra reservada con Kimura. ¿Es porque cree que él tiene demasiadas atenciones hacia su madre? Esa idea también me ha pasado por la cabeza, pero he llegado a la conclusión de que siento celos y he intentado descartarla. Tal vez estaba en lo cierto, a fin de cuentas. Aunque mi mujer suele mostrarse fría con los invitados, sobre todo con los hombres, con Kimura es bastante cordial. Ninguno de nosotros lo ha mencionado, pero se parece a James Stewart, que resulta ser el actor favorito de Ikuko. (He observado que no deja de ver ninguna de sus películas).

Naturalmente, procuro que Kimura nos visite con frecuencia, porque le considero un posible candidato a la mano de Toshiko, y le he pedido a mi esposa que observe qué tal se llevan los dos. Sin embargo, Toshiko no parece en absoluto interesada por él, y hace cuanto puede para no quedarse a solas en su compañía. Cada vez que viene a verla, incluso cuando van al cine, siempre le pide a su madre que los acompañe.

—Lo estropeas todo al ir con ellos —le digo a Ikuko—. Déjalos solos.

Pero ella se muestra disconforme y dice que, como madre, tiene la responsabilidad de acompañarlos. Cuando le replico que esa manera de pensar es anticuada, que debería confiar en ellos, admite que tengo razón, pero dice que Toshiko quiere que los acompañe. Suponiendo que así sea, ¿no se deberá a que la muchacha sabe que a su madre le gusta Kimura? De alguna manera, no puedo evitar la sensación de que han llegado a un acuerdo tácito al respecto. Es posible que Ikuko no lo sepa y crea que tan sólo hace de carabina, pero creo que en realidad ama a Kimura.

8 de enero

Anoche estaba un poco bebida, pero mi marido lo estaba mucho más. Me pidió una y otra vez que le besara los párpados, algo en lo que no había insistido últimamente, y yo había ingerido el coñac suficiente para hacerlo. Eso no habría tenido mayores consecuencias, de no haberle visto por descuido lo único que no soporto: su cara sin gafas. Al besarle cierro los ojos, pero anoche los abrí antes de terminar, y su piel como de aluminio apareció ante mí como un primer plano en cinemascope. Me estremecí y tuve la sensación de que yo misma palidecía. Por suerte, no tardó en ponerse de nuevo las gafas y, como de costumbre, empezó a examinar mis manos y pies. No dije nada y apagué la lámpara. Él extendió la mano, en busca del interruptor, pero yo empujé la lámpara y la alejé de él.

—¡Espera un momento! —me rogó—. Déjame que te mire otra vez. Por favor…

Tanteó en la oscuridad, pero no pudo encontrar la lámpara y, finalmente, abandonó el intento… Su abrazo fue mucho más largo que de costumbre.

Siento un profundo desagrado hacia mi marido, pero le amo casi con la misma intensidad. Por mucho que él me repugne, jamás me entregaré a otro hombre. De ninguna manera podría abandonar mis principios, que me obligan a la fidelidad. Pese a lo mucho que me exaspera su manera morbosa y repulsiva de hacer el amor, es evidente que sigue enamorado de mí y siento que, de alguna manera, he de responder a su afecto.

Ojalá hubiera conservado en mayor medida su vigor de antaño… ¿Por qué se ha reducido tanto su vitalidad? Según él, la culpa es mía, porque soy demasiado exigente. Dice que las mujeres pueden tolerarlo, pero no los hombres que trabajan con el intelecto, a quienes esa clase de excesos pronto hacen mella. Me azora al decirme esas cosas, pero sin duda sabe que no tengo la culpa de mis necesidades físicas. Si realmente me quisiera, debería aprender a satisfacerme. No obstante, confío en que recuerde que no puedo soportar esos innecesarios hábitos juguetones que, lejos de estimularme, dan al traste con mi buena disposición de ánimo. Mi naturaleza siempre me inclina hacia las costumbres tradicionales, y quiero realizar el acto ciegamente, en silencio, bajo gruesos edredones, en el dormitorio a oscuras. Es un terrible infortunio para un matrimonio que los gustos de cada uno estén tan enfrentados en este aspecto. ¿No habrá alguna manera de que lleguemos a un acuerdo?

13 de enero

Hoy Kimura vino hacia las cuatro y media y nos trajo unas huevas de mújol que le habían enviado sus padres desde su ciudad natal. Después de charlar con Toshiko e Ikuko durante una hora más o menos, Kimura se levantó para marcharse. En ese momento yo bajé de mi estudio y le pedí que se quedara a cenar. Él aceptó enseguida, diciendo que estaría encantado, y se puso cómodo. Volví arriba, mientras Toshiko preparaba la cena. Mi mujer permaneció en la sala de estar con él.

No teníamos nada especial que ofrecerle, excepto las huevas que él mismo había traído y un poco de sushi de carpa que Ikuko compró ayer en el mercado de Nishiki, por lo que empezamos a tomar coñac y a picar esas cosas. A Ikuko no le gustan los dulces, sino lo que suele agradar a los bebedores, y en especial el sushi de carpa, mientras que a mí me gusta tanto lo dulce como lo salado, aunque el sushi de carpa no me hace mucha gracia. En casa sólo lo come mi mujer. También a Kimura, que es de Nagasaki, le gustan las huevas de mújol, pero no el sushi de carpa.

Hasta hoy Kimura nunca nos había hecho un regalo, y con ese gesto parece haber buscado que le invitáramos a cenar. Me pregunto qué se propone. ¿Cuál de ellas le atrae, Ikuko o Toshiko? Si yo estuviera en su lugar y hubiera de decir cuál de las dos me parece más atractiva, no tengo la menor duda de que, a pesar de su edad, elegiría a la madre. Pero no sé qué pensará Kimura. Tal vez su verdadero propósito sea ganarse la voluntad de Toshiko. Puesto que ella no parece nada entusiasmada, puede que esté tratando de mejorar sus posibilidades congraciándose con Ikuko…

Pero ¿qué es lo que yo pretendo, ya que estoy en ello? ¿Por qué he invitado de nuevo a Kimura a cenar esta noche? Debo admitir que mi propia actitud ha sido bastante extraña. Hace cosa de una semana, el día 7 por la noche, ya estaba un poco celoso… tal vez más que un poco… de Kimura. (Creo que este sentimiento se inició hacia finales de año). Sin embargo, ¿no es cierto que he gozado de ello en secreto? Tales sentimientos siempre me han proporcionado un estímulo erótico y, en cierto sentido, son tan necesarios como agradables para mí. Esa noche, estimulado por los celos, logré satisfacer a Ikuko. Me doy cuenta de que Kimura está resultando indispensable en nuestra vida sexual. No obstante, quisiera advertirla, aunque no tenga ninguna necesidad de hacerlo, de que no vaya demasiado lejos con él. No es que no deba existir un factor de riesgo; y, en realidad, cuanto mayor sea el peligro, tanto mejor. Quiero que ella me vuelva loco de celos. Deseo que me haga sospechar que ha ido demasiado lejos. Quiero que haga eso.

De todos modos, ella debe darse cuenta de que lo que le pido, por difícil y escandaloso que pueda parecer, redundará en beneficio de su propia felicidad.

17 de enero

Kimura no ha vuelto, pero ahora Ikuko y yo tomamos coñac todas las noches. Basta insistir un poco para que ella consuma una cantidad sorprendente. Me gusta ver cómo se esfuerza por mantenerse sobria y pálida y por parecer fría. En esas ocasiones hay en ella algo tan seductor que desafía la descripción.

Por supuesto, mi propósito es hacer que se embriague y entonces acostarme con ella, pero ¿por qué no cede con elegancia? Cada vez se vuelve más perversa y no me permite que le toque los pies. Eso sí, ella hace lo que quiere.

20 de enero

Hoy he tenido dolor de cabeza durante todo el día. No ha sido exactamente una resaca, aunque anoche debí de beber mucho.

El señor Kimura parece preocupado al verme beber tanto, y no le gusta que tome más de dos copas de coñac.

—¿No cree usted que ya es suficiente? —me pregunta, tratando de disuadirme.

Mi marido, en cambio, sigue ofreciéndome más. Al parecer conoce mi debilidad por el alcohol, y desea darme todo cuanto quiero. Pero ya he alcanzado más o menos mi límite. Hasta ahora me las he arreglado para beber sin que se notara lo embriagada que estaba, pero lo paso mal a causa de los efectos secundarios. Debo tener más cuidado.

28 de enero

Esta noche Ikuko ha perdido el sentido. Estábamos sentados a la mesa, cenando con Kimura, cuando de repente ella se puso en pie y salió de la estancia. No regresó, y Kimura me preguntó si podría ser que se encontrase mal. Como sé que a veces, cuando ha bebido más de la cuenta, se encierra en el lavabo, le dije que creía que no tardaría en volver. Pero su ausencia se prolongó tanto que Kimura notó mi preocupación y fue en su busca.

Al cabo de un momento llamó a Toshiko desde el pasillo y le pidió que acudiera. (Esta noche, una vez más, la muchacha había cenado a toda prisa, retirándose lo antes posible a su habitación).

—Me temo que ocurre algo malo —le dijo—. No encuentro a tu madre por ninguna parte.

Pero Toshiko dio con ella, la halló sumergida en la honda bañera de madera. Se sujetaba con ambas manos al borde de la bañera, apoyaba la cabeza en ellas y tenía los ojos cerrados. Ni siquiera se movió cuando Toshiko intentó despertarla.

—Mamá, no te duermas en un sitio como éste —le dijo Toshiko, pero ella no le respondió.

Kimura volvió corriendo a decírmelo.

—Tenemos un problema, profesor —me dijo.

Fui a ver lo que le ocurría a mi mujer. Lo primero que hice fue tomarle el pulso: era débil, sólo de cuarenta pulsaciones por minuto. Me desvestí, me metí en la bañera, la alcé y la llevé al vestidor adjunto, donde la tendí en el suelo de madera. Toshiko la envolvió en una gran toalla de baño.

—Voy a prepararle la cama —dijo.

Kimura, sin saber qué podía hacer, estaba inquieto e iba de un lado al otro del vestidor. Cuando le pedí que me ayudara, pareció aliviado.

—Se enfriará si no la secamos enseguida —le dije—. ¿Te importaría echarme una mano?

La secamos entre los dos con toallas limpias. (A pesar de la emergencia, no me olvidé de «utilizar» a Kimura. Él le secó el torso y yo lo hice de cintura para abajo. Puse cuidado en secarla bien entre los dedos de los pies, y le pedí a Kimura que hiciera lo mismo con los de las manos. Mientras realizábamos esta tarea, no dejaba de observar sus movimientos y la expresión de su rostro).

Toshiko trajo una camisa de dormir, pero en cuanto vio a Kimura, que me estaba ayudando, se apresuró a salir en busca de la botella de agua caliente. Le pusimos a Ikuko la camisa de dormir y la llevamos a la habitación.

—Podría tratarse de anemia cerebral —dijo Kimura—. Tal vez sería mejor que no le aplicásemos la botella de agua caliente.

Los tres discutimos si era necesario o no llamar al médico. Yo estaba dispuesto a recurrir al doctor Kodama, aunque no me hacía gracia que ni siquiera él viese a mi mujer en un estado tan vergonzoso. A pesar de todo, como Ikuko tiene el corazón débil, finalmente le pedí que viniera.

El doctor Kodama confirmó que el trastorno era anemia cerebral.

—No hay ningún motivo de alarma —añadió, sin embargo.

Entonces le puso una inyección de Vitacanfor. Cuando el médico se marchó eran las dos de la madrugada.

29 de enero

Puedo recordar todo lo que sucedió anoche hasta el momento en que empecé a encontrarme mal y abandoné la sala. Incluso recuerdo vagamente que fui a darme un baño y perdí el sentido en la bañera. No estoy segura de lo que ocurrió después. Al amanecer, cuando me desperté y miré a mi alrededor, vi que estaba en la cama. Alguien debía de haberme llevado hasta ella. Durante todo el día he notado tal pesadez de cabeza que no he tenido ganas de levantarme. He dormido a ratos, me despertaba y, poco después, volvía a sumirme en el sueño. Ahora, por la tarde, como me encuentro algo mejor, puedo escribir estas líneas. Tengo intención de volver a dormirme enseguida.

29 de enero

Mi mujer no se ha levantado desde el incidente de anoche. Era alrededor de medianoche cuando Kimura y yo la llevamos al dormitorio, las doce y media cuando llamé al doctor Kodama y las dos de la madrugada cuando éste se marchó. Le acompañé a la puerta, y vi que la noche era clara y estrellada, pero muy fría. La estufa del dormitorio suele mantenernos cómodos hasta la mañana con una sola palada de carbón, que le echo antes de acostarnos. Pero anoche acepté la sugerencia que me hacía Kimura y dejé que echara a la estufa suficiente combustible para mantener la habitación bien caliente.

—Bueno, si no puedo hacer nada más, me marcharé —dijo entonces.

Yo no podía permitir que se fuera a aquellas horas.

—¿Por qué no pasas la noche aquí? —le pregunté—. Podría buscarte un sitio donde dormir.

—No se moleste, señor, se lo ruego —replicó—. No vivo lejos de aquí.

Tras ayudarme al traslado de Ikuko a la habitación, permaneció a la espera, intranquilo, de pie entre las dos camas, ya que no había ninguna silla sobrante. Por cierto, Toshiko desapareció en cuanto él entró en el dormitorio.

Kimura insistió en volver a casa, y finalmente se marchó, como yo esperaba que hiciera. Desde hacía largo rato cierto plan se estaba formando en mi mente, y necesitaba intimidad para llevarlo a cabo. Una vez me aseguré de que él se había ido y de que Toshiko no entraría de nuevo, fui a la habitación y le tomé el pulso a Ikuko. Era normal, y el Vitacanfor parecía haber surtido efecto. Mi mujer parecía sumida en un sueño profundo. Claro que tal vez lo fingía, pero pensé que esa posibilidad no debía obstaculizar mi propósito.

Empecé por cargar la estufa para que calentara todavía más, hasta que el fuego rugió. Entonces, lentamente, retiré el paño negro que había colocado sobre la pantalla de la lámpara de pie. Moví sigilosamente la lámpara de al lado de mi mujer, situándola de tal manera que ella yaciera en el interior del círculo luminoso. El corazón me latía con fuerza. Me excitaba al pensar que por fin esa noche podría llevar a cabo lo que tanto había soñado. Salí un momento del dormitorio sin hacer ruido, desconecté la lámpara fluorescente de mi despacho, volví al dormitorio y la coloqué sobre la mesilla de noche. Esto era algo en lo que había pensado tiempo atrás. El pasado otoño sustituí mi vieja lámpara de escritorio por una fluorescente, porque preví que más tarde o más temprano tendría una oportunidad como ésta. En aquel entonces Toshiko y mi mujer se opusieron al cambio, diciendo que afectaría a la radio, pero repliqué que mi vista se estaba debilitando y que me resultaba difícil leer a la luz de la vieja lámpara. Si bien eso es cierto, había otro motivo: el deseo de ver a Ikuko desnuda bajo ese blanco resplandor. Ésa había sido mi fantasía desde que empecé a tener noticia de que existía la luz fluorescente.

Todo salió tal como yo lo había esperado. Retiré la ropa de cama, le quité con cuidado la camisa de dormir y puse a Ikuko boca arriba. Yacía allí completamente desnuda, bajo la luz de las dos lámparas cuya brillantez era similar a la del día, y entonces me puse a examinarla con detalle, como si estuviera estudiando un mapa. Durante un rato, mientras contemplaba el hermoso cuerpo, sin mancha alguna, me sentí desconcertado. Era la primera vez que podía contemplar a placer, sin ningún obstáculo, la desnudez total de mi mujer.

Supongo que la mayoría de los maridos están familiarizados con todos los detalles físicos de sus esposas, incluso con cada una de las arrugas de las plantas de sus pies. Pero Ikuko nunca me ha dejado examinarla de esa manera. Claro que, al hacer el amor, he tenido ciertas oportunidades, pero jamás por debajo de la cintura, nunca más de lo que ella me ha permitido ver. Sólo mediante el tacto he podido representarme la belleza de su cuerpo, y por ello ardía en deseos de contemplarla bajo esa luz brillante. Lo que vi superó con creces mis expectativas.

Por primera vez la veía de cuerpo entero y podía explorar sus secretos ocultos durante tanto tiempo. Ikuko, nacida en 1911, no tiene la clase de figura alta, occidental, tan frecuente entre las jóvenes de hoy. Ha sido buena nadadora y ha jugado al tenis, y está bien proporcionada para ser una japonesa de su edad. Sin embargo, no tiene unos senos bien desarrollados ni tampoco unas nalgas destacables. Por otro lado, aunque sus piernas son largas y elegantes, difícilmente se las podría considerar armónicas. Las pantorrillas son protuberantes y los tobillos no tan delgados como debieran. Pero, más que las piernas esbeltas, de aspecto extranjero, siempre me han gustado las piernas un poco arqueadas de la anticuada mujer japonesa, como las de mi madre y mi tía. Y en lugar de unos senos y unas nalgas muy desarrollados, prefiero los suaves abultamientos de las deidades que hay en el templo Chugu. Yo había supuesto que el cuerpo de mi mujer debía de tener esa forma, y resultó que estaba en lo cierto.

Lo que superaba cuanto yo había imaginado era la pureza absoluta de su piel. La mayoría de la gente tiene por lo menos un pequeño defecto, alguna manchita oscura, una marca de nacimiento, un lunar o algo por el estilo, pero aunque examiné su cuerpo con el mayor esmero, no encontré absolutamente nada. Le di la vuelta, colocándola boca abajo, e incluso contemplé la cavidad entre las blancas redondeces de sus nalgas… ¡Qué extraordinario resultaba que una mujer llegara a los cuarenta y cinco años de edad y hubiera sido madre sin que su piel presentara la menor imperfección! Nunca hasta entonces había podido contemplar aquel cuerpo espléndido, pero tal vez fuese mejor así. Sorprenderte, al cabo de más de veinte años juntos, por la primera constatación de la belleza física de tu esposa… no hay duda de que eso es tanto como dar comienzo a un nuevo matrimonio. La etapa de la desilusión ha quedado muy atrás, y ahora puedo amarla con el doble de la pasión que sentía.

Volví a ponerla boca arriba y durante un rato permanecí allí en pie, devorándola con los ojos. De pronto me pareció que sólo fingía estar dormida. Al principio lo estaba de veras, pero se había despertado y, entonces, sorprendida y horrorizada por lo que estaba sucediendo, había tratado de ocultar mediante el fingimiento la turbación que experimentaba. Tal vez aquello no era más que una fantasía, pero quería creerla. Me cautivaba la idea de que aquel cuerpo exquisito, de piel blanca, al que podía manipular sin miramientos, como si careciera de vida, estuviera vivísimo y fuese consciente de cuanto yo le hacía. Pero en el caso de que realmente estuviera dormida, ¿no es peligroso que escriba sobre las libertades que me he tomado con ella? Apenas tengo duda alguna de que lee este diario, en cuyo caso mis revelaciones podrían inducirla a abandonar la bebida… No, no lo creo, pues dejar de beber confirmaría que lo lee. De lo contrario, ella no sabría lo que había sucedido mientras permanecía inconsciente.

Durante más de una hora, desde las tres de la madrugada, me entregué al placer de contemplarla. Por supuesto, eso no fue lo único que hice. Quería descubrir hasta dónde me dejaría llegar, en el caso de que sólo fingiera estar dormida, y me proponía azorarla de tal manera que no le quedara más remedio que seguir fingiendo hasta el final. Uno tras otro, puse a prueba todos los caprichos que ella tanto detesta, todas las travesuras que ella considera molestas, repugnantes y vergonzosas. Finalmente cumplí mi deseo de prodigarle caricias con la lengua en los hermosos pies, y lo hice con total libertad. Probé cuanto me pasó por la imaginación, cosas, según decía ella, «demasiado vergonzosas para mencionarlas».

En un momento determinado, curioso por ver cómo reaccionaría ella, me incliné para besarle un lugar especialmente sensible y las gafas se me cayeron sobre su vientre. Ella abrió un momento los párpados, como si se hubiera despertado con un sobresalto. También yo me sobresalté, y me apresuré a apagar la lámpara fluorescente. Entonces vertí agua en una taza, añadí agua caliente de la tetera que estaba sobre la estufa, mastiqué una tableta de Luminal y media de Quadronox y transferí la mezcla directamente de mi boca a la de ella. Ikuko la engulló como en un sueño. En ocasiones una dosis tan pequeña no surte efecto, pero yo sabía que así ella tendría una excusa para fingirse dormida.

En cuanto me cercioré de que efectivamente lo estaba (o por lo menos que lo fingía), me dispuse a realizar el último de mis deseos. Puesto que los preliminares, minuciosos y sin estorbos, me habían llevado a un grado máximo de excitación, pude llevar a cabo el acto sexual con un vigor que me dejó asombrado. No era el de siempre, tímido y flojo, sino un hombre lo bastante potente para satisfacer la lujuria de Ikuko. Pensé que, a partir de entonces, tendría que hacerla beber más a menudo.

Y sin embargo, aunque ella tuvo varios orgasmos, aún parecía estar sólo despierta a medias. En ocasiones abría un poco los ojos, pero miraba en otra dirección. Movía las manos lenta y lánguidamente, con los movimientos soñolientos de un sonámbulo. Pronto ocurrió algo que nunca había sucedido hasta entonces: empezó a buscar a tientas como si quisiera explorarme el pecho, los brazos, las mejillas, el cuello, las piernas… Hasta entonces ella nunca había tocado ni mirado, si podía evitarlo, parte alguna de mi anatomía.

Fue entonces cuando pronunció el nombre de Kimura. Lo dijo en una especie de murmullo delirante, débil, muy débilmente, pero lo dijo con toda certeza. No estoy seguro de si deliraba de veras o si sólo era un subterfugio. ¿Soñaba que estaba haciendo el amor con Kimura o me estaba diciendo cuánto anhelaba hacerlo? Tal vez me advertía que si la emborrachaba de nuevo volvería a soñar con Kimura, y por lo tanto no debía someterla a esas vejaciones.

Esta tarde, alrededor de las ocho, Kimura ha telefoneado para preguntar por Ikuko.

—Debería haber pasado un momento para ver cómo sigue —me dijo.

—No le ocurre nada preocupante —le informé—. Le he dado un sedante, y está dormida.

30 de enero

Son las nueve y media de la mañana y no me he levantado de la cama desde anteanoche. Hoy es lunes, y mi marido ha salido de casa hace media hora. Antes de marcharse, entró de puntillas en el dormitorio, pero fingí que dormía. Escuchó un momento mi respiración, volvió a besarme los pies y salió. La anciana asistenta entró para ver cómo estaba, y le pedí que me trajera una toalla caliente. Tras un breve lavado de cara, le pedí leche y un huevo pasado por agua. Cuando le pregunté por Toshiko, me dijo que estaba en su habitación. Pero la muchacha no acudió a verme.

Supongo que estoy lo bastante bien para levantarme, pero he decidido quedarme aquí tranquilamente y escribir en mi diario. Es una buena oportunidad para pensar en lo que ha sucedido. En primer lugar, ¿por qué cometí la tontería de beber tanto el sábado por la noche? Supongo que mi estado físico ha tenido algo que ver con ello. Por otro lado, el coñac no era el Tres Estrellas que solemos tomar, sino una marca nueva que mi marido había traído, una botella de Courvoisier, «el coñac de Napoleón». Era tan delicioso que tardé en descubrir que había tomado demasiado. Puesto que no me gusta que me vean cuando estoy embriagada, tengo la costumbre de encerrarme en el lavabo en cuanto me siento inestable, y esa noche tuve que volver a hacerlo. ¿Cuántos minutos estuve allí? No, ¿no sería más bien una hora, o incluso dos? No me sentía en absoluto mareada. En realidad, tenía una sensación eufórica.

Mi mente estaba confusa, pero no totalmente desconectada de la realidad. Recuerdo algunas cosas inconexas, como que sentía tal fatiga en la espalda y las piernas por haber estado acuclillada sobre el inodoro de estilo japonés antiguo que, sin darme cuenta, me incliné hacia delante, apoyándome en ambas manos. Mi cabeza bajó hasta tocar el suelo. Entonces, con la sensación de que me saturaba el olor del lavabo, me levanté y salí. Tal vez quería lavarme para eliminar el olor, o tal vez, sencillamente, no quería reunirme con los demás mientras aún me sentía inestable. Sea como fuere, parece ser que fui directamente al baño y que me quité la ropa. Digo que «parece» porque eso permanece en mi mente como los acontecimientos de un sueño lejano, aunque la verdad es que no tengo ni idea de lo que sucedió después. (Es posible que avisaran al doctor Kodama, porque tengo un trozo de esparadrapo en el brazo derecho, por lo que debieron de ponerme una inyección).

Cuando volví en mí estaba en la cama y la luz de la mañana temprana se filtraba en la habitación. Debían de ser alrededor de las seis, pero no puedo decir que a partir de entonces estuviera consciente. Ayer, durante todo el día, tuve un terrible dolor de cabeza y la sensación de que mi cuerpo se hundía pesadamente. Una y otra vez me despertaba y al poco volvía a dormirme, aunque en realidad nunca estaba del todo despierta ni dormida y pasaba continuamente de un estado al otro. Me latía la cabeza, pero me hallaba en un mundo extraño que me hacía olvidar el dolor.

Debió de tratarse de un sueño, pero ¿es posible que un sueño fuese tan vívido, tan idéntico a la realidad? Al principio me sorprendí al alcanzar la culminación de un placer agudísimo, una clase de satisfacción sensual que iba mucho más allá de lo que podía esperar de mi marido. Pero no tardé en saber que el hombre que estaba en la cama conmigo no era mi marido, sino Kimura-san. ¿Se había quedado a pasar la noche en casa para cuidar de mí? ¿Adónde había ido mi marido? ¿Era correcto que me comportara de una manera tan inmoral?

Sin embargo, el placer era demasiado intenso para que meditara en esos interrogantes. Nunca en más de veinte años de matrimonio mi marido me había proporcionado una experiencia semejante. ¡Qué aburrido y monótono había sido siempre, triste, rancio, dejándome un regusto ingrato! Comprendí que jamás, hasta ese momento, había conocido la verdadera relación sexual. Kimura-san me había enseñado… A pesar de todo, también me percataba de que, por lo menos en parte, estaba soñando. De alguna manera estaba segura de que el hombre que me abrazaba sólo parecía ser Kimura-san, y que en realidad se trataba de mi marido.

Supongo que esa noche me llevó allí desde el baño, me acostó y entonces, puesto que yo estaba todavía inconsciente, se divirtió conmigo como le vino en gana. En cierto momento, cuando me besaba toscamente en las axilas, me desperté sobresaltada. Se le habían caído las gafas encima de mí; abrí los ojos en el instante en que noté su gélido contacto. Me había desnudado del todo y estaba tendida boca arriba, completamente desnuda, bajo una luz de horrenda brillantez. Provenía de dos lámparas: la de pie y otra, fluorescente, que estaba sobre la mesilla de noche. (Es posible que lo que me despertara fuese el resplandor). Yacía allí sin comprender lo que ocurría. Él tomó sus gafas y se las puso, y entonces dejó de acariciarme los brazos y empezó a besarme más abajo, por debajo de la cintura. Recuerdo haberme contraído instintivamente mientras tanteaba a mi alrededor en busca de una manta. Él observó que había empezado a moverme y me cubrió con el edredón de plumas y la manta. Entonces apagó la lámpara fluorescente y cubrió la otra con alguna tela.

En el dormitorio no tenemos ninguna lámpara fluorescente, por lo que tuvo que traerla de su estudio. Sentí que me ruborizaba al pensar en cómo debía de haber gozado explorando mi cuerpo bajo una luz tan brillante. Debió de haber visto lugares que ni siquiera yo he visto jamás de tan cerca. Estoy segura de que permanecí desnuda durante horas. Él cargó la estufa hasta que el calor en la habitación era insoportable, a fin de que no sintiera frío y me despertara. Me enoja y avergüenza pensar en lo que hizo conmigo, aunque mientras lo hacía lo que más me molestaba era el dolor pulsátil de la cabeza. Él masticó unas tabletas (probablemente somníferos), tomó un sorbo de agua y me las administró de boca a boca. Las tragué obedientemente, para librarme del dolor. Pronto empecé a perder de nuevo la conciencia y me dormí a medias.

Y entonces tuve la ilusión de que abrazaba a Kimura-san. Pero ¿es acaso «ilusión» la palabra apropiada? ¿No sugiere algo nebuloso que flotaba en la atmósfera y que desaparecería de un momento a otro? Lo que vi y sentí no era tan intangible, no era sólo la ilusión de abrazarle. Incluso ahora la sensación pervive en mis brazos y muslos. Es totalmente distinta a la del abrazo de mi marido. Los jóvenes y fuertes brazos de Kimura-san me estrechaban con fuerza contra su cuerpo firme y flexible. Recuerdo que su piel parecía de un blanco deslumbrador, no era la tonalidad habitual de la piel de un japonés.

Me avergüenza confesarlo, aunque estoy segura de que mi marido ni siquiera sospecha la existencia de este diario, y mucho menos lo lee, pero pensé: «¡Ojalá pudiera él hacerme sentir de esta manera! ¿Por qué no puede ser así?»… No obstante —lo que no deja de ser curioso—, de algún modo sabía desde el principio que estaba soñando, o mezclando el sueño con la realidad. Sabía que lo que ocurría realmente era que mi marido me estaba violando, y que él sólo imaginaba que era Kimura-san. Pero lo asombroso del caso era que yo seguía sintiendo una satisfacción que nunca podría relacionar con mi marido.

Si es el Courvoisier lo que me ha producido esa ilusión, me gustaría tomarlo a menudo. Le estoy agradecida a mi marido por la experiencia. No obstante, me pregunto qué grado de verdad contenía mi sueño con la presencia de Kimura-san. ¿Por qué se me ha aparecido así, puesto que siempre le he visto completamente vestido? ¿Es el auténtico Kimura-san diferente del que he imaginado? Alguna vez me gustaría averiguar, y no sólo en mi imaginación, cómo es él realmente.

30 de enero

Hoy Kimura me ha telefoneado a la escuela, poco después del mediodía, y me ha preguntado cómo estaba mi esposa. Le dije que cuando salí de casa aún dormía, pero que parecía encontrarse bien, y le propuse que viniera esta noche a tomar una copa.

—¡Una copa! —exclamó—. No voy a beber después de lo que ocurrió la otra noche. Si me permite que le diga una cosa, señor, creo que usted y su esposa deberían abstenerse un poco del alcohol. Pero pasaré a ver cómo sigue.

Llegó a las cuatro en punto. Por entonces Ikuko estaba levantada, y tomó asiento en la sala. Kimura dijo que no podía quedarse, pero yo insistí.

—Tomemos una copa para compensar lo sucedido la última vez —le dije—. No tengas tanta prisa.

Ikuko también sonreía. Desde luego, no mostraba la menor señal de desaprobación. Y lo cierto es que el mismo Kimura parecía deseoso de quedarse. Estoy seguro de que no sospechaba lo que había ocurrido la otra noche en nuestro dormitorio, después de que él se marchara (hasta la mañana siguiente no devolví la lámpara fluorescente a mi estudio). Tampoco tenía manera de saber que era objeto de las fantasías de mi mujer y que la había embelesado. Sin embargo, ¿por qué me daba la impresión de que deseaba que ella bebiera de nuevo? Si sabía algo, ¿era por intuición o porque ella le había insinuado algo? Sólo Toshiko pareció disgustada cuando los tres nos pusimos a beber. Se apresuró a terminar la cena y salió.

También esta noche Ikuko abandonó la estancia, se escondió en el lavabo y luego fue a bañarse y perdió el sentido en la bañera. Normalmente solemos calentar el agua de la bañera cada dos días, pero ella le había dicho a la asistenta que, por el momento, lo hiciera a diario. Puesto que la anciana no vive en casa, llena la bañera antes de marcharse, y uno de nosotros enciende el calentador de gas. Esta noche Ikuko ya lo había encendido, a tiempo de que el agua estuviera caliente cuando la usara.

Todo sucedió exactamente igual que la otra noche. Vino el doctor Kodama y le puso una inyección de alcanfor. Toshiko se escabulló en algún momento. Kimura me ayudó a trasladar a Ikuko y luego se marchó. También mis propias acciones fueron las mismas que las de la otra vez. Lo más extraño de todo fue que ella volvió a pronunciar el nombre de Kimura… ¿Estaba teniendo el mismo sueño, la misma ilusión que la vez anterior? ¿Debería yo interpretarlo, tal vez, como una especie de burla?

9 de febrero

Hoy Toshiko me ha preguntado si podría vivir fuera de casa. Dice que desde hace tiempo deseaba un lugar tranquilo donde estudiar y que ha encontrado uno conveniente. Se lo ha sugerido una francesa ya mayor que fue su profesora en Doshisha y que todavía le da clases particulares. El marido de esa señora es japonés y está postrado en cama a causa de una parálisis, y ella lo mantiene enseñando francés. Pero desde la enfermedad de su marido la mujer no puede dedicarse demasiado a la enseñanza, y Toshiko es la única alumna que acude a su casa. Ésta no es grande, pero la pareja no tiene hijos y no necesitan la casita del jardín que mide ocho tatamis y que sirvió como estudio de su marido. Si Toshiko desea quedársela, la señora se sentirá más segura cada vez que tenga que ausentarse, dejando al enfermo solo.

Parece ser que nada les satisfaría más que tener a Toshiko como inquilina. Hay teléfono, y podrían colocarle un supletorio. También puede llevar su piano si quiere (es posible reforzar las tablas del suelo con ladrillos). Incluso podrían construir muy fácilmente un pasadizo, a fin de que tuviera acceso directo al lavabo y el baño sin tener que pasar por la habitación del enfermo. Todo eso se podría realizar con poco gasto. Cuando la señora está ausente no suele haber llamadas telefónicas. En cualquier caso, Toshiko no tendría que prestar atención a tales cosas: ellos se ocuparían de que nadie la molestara.

Por otro lado, el alquiler será muy barato. Toshiko me ha dicho que le gustaría intentarlo durante una temporada.

Tal vez esté molesta porque Kimura-san viene a beber con nosotros cada tres o cuatro días (ya hemos dado cuenta de otra botella de Courvoisier), y porque me he desvanecido en la bañera en cada ocasión. Estoy segura de que ha reparado, con la consiguiente curiosidad, en que la habitación de sus padres a menudo está muy brillante en las primeras horas de la mañana. Pero no puedo saber si ése es el verdadero motivo de que quiera marcharse o si tiene otra razón y la oculta.

—Ve tú misma y pregúntaselo a papá, a ver qué te responde —le he dicho—. Si a él le parece bien, no pondré ninguna objeción.

14 de febrero

Hoy Kimura me ha dicho algo inesperado cuando Ikuko estaba en la cocina. Me ha preguntado si había oído hablar de una cámara fotográfica llamada Polaroid. Parece ser un invento norteamericano, una cámara que revela y hace copias de las fotos. La utilizan para tomar las fotos fijas que muestran en la televisión al final de los combates de sumo, como una ayuda para explicar los detalles de la llave vencedora. Según él, es una cámara muy fácil de manejar, tan fácil como una cámara corriente, y también fácil de transportar. Si se utiliza un flash estroboscópico es posible tomar fotos sin necesidad de trípode.

Kimura me ha dicho que las cámaras Polaroid son todavía muy escasas en Japón, e incluso hay que importar especialmente la película (papel de copia superpuesto al negativo). No obstante, un amigo suyo tiene una de esas cámaras y abundante película.

—Si quiere probarla, se la puedo prestar —me ofreció.

Mientras él hablaba, se me ocurrió una idea. Pero ¿cómo ha adivinado que me satisfaría conocer esa cámara? Es algo que me deja perplejo. Parece notablemente enterado de lo que sucede en nuestra casa.

16 de febrero

Hace poco, alrededor de las cuatro de esta tarde, ha ocurrido algo inquietante. Escondo mi diario en un cajón de la cómoda que está en la sala (un cajón que nadie utiliza), metido bajo capas de papeles viejos, el cordón umbilical de Toshiko con su correspondiente certificado, cartas de mis padres, etcétera. No me gusta sacarlo cuando mi marido está en casa, pero en ocasiones quiero anotar algo antes de que se me olvide o, sencillamente, siento el impulso de escribir. Así pues, aprovecho furtivamente unos minutos cuando él está encerrado en su estudio, sin esperar a que salga de casa. El estudio se encuentra encima de esta sala. No puedo oírle, pero de alguna manera percibo lo que está haciendo: si lee, si escribe en su diario o si está sentado y sumido en sus pensamientos. Supongo que él siente lo mismo acerca de mí. En el estudio reina siempre un silencio total, pero de vez en cuando es un silencio peculiar, o así me lo parece, como si él contuviera la respiración y se concentrara en la sala de abajo. Tales momentos tienden a producirse cuando estoy escribiendo. No creo que se trate sólo de mi imaginación.

A fin de no hacer el menor ruido, utilizo un pincel de escritura en lugar de una pluma, y he doblado unas hojas de delicado papel de arroz, formando un pequeño cuaderno de notas al estilo japonés. Pero esta tarde me he enfrascado de tal manera en el diario que he bajado un instante la guardia, algo que jamás había hecho con anterioridad. En ese momento, tanto si ha sido a propósito como si no, mi marido ha bajado en silencio las escaleras. Ha cruzado la sala sin detenerse, ha ido al lavabo y ha regresado de inmediato a su estudio. Digo que ha bajado «en silencio» porque ésa ha sido mi impresión. Es posible que no haya intentado suavizar sus pisadas, y tal vez le habría oído de no haber estado tan absorta. Sea como fuere, no le he oído hasta que ha llegado al pie de la escalera. Estaba inclinada sobre la mesa, escribiendo, pero me apresuré a ocultar el diario y el estuche del pincel. (No uso una piedra para hacer tinta. El estuche, una antigüedad china que me regaló mi padre, también contiene tinta). Así pues, logré que no me sorprendiera en el acto de escribir.

Sin embargo, al meter el cuaderno bajo un cojín, arrugué algunas de sus delgadas hojas. Me pregunto si habrá oído ese ligero crujido, tan característico del papel de arroz.

En lo sucesivo, deberé tener más cuidado. Pero suponiendo que ya haya adivinado que llevo un diario: ¿qué podría hacer yo al respecto? Aunque cambie el escondite, lo cierto es que no hay ningún lugar seguro de veras en esta pequeña sala. Lo único que puedo hacer es procurar no salir de casa cuando él esté aquí. Desde hace varios días, siento tal pesadez de cabeza que no he salido tan a menudo como de costumbre, y he dejado que Toshiko o la asistenta se encarguen de la mayor parte de las compras en Nishiki. Pero Kimura-san me ha preguntado si me gustaría ir a ver Rojo y negro en el cine Asahi. Sí, me gustaría mucho. Entretanto, tendré que pensar en un plan.

18 de febrero

Anoche, y por cuarta vez, oí a mi mujer pronunciar el nombre de Kimura. A estas alturas, es evidente que finge estar dormida. ¿Por qué lo hace? Tal vez se propone informarme de que no está realmente dormida, pero ¿cómo podría yo interpretar semejante cosa? ¿Me está diciendo: «Quiero pensar que mi pareja es Kimura-san y así volverme apasionada de veras. Al fin y al cabo, lo hago por ti»? ¿O bien: «Estoy intentando estimularte despertando tus celos. Al margen de lo que suceda, soy una mujer absolutamente fiel»?

Hoy, finalmente, Toshiko se ha trasladado a la casita del jardín en la vivienda de madame Okada. Aún no le han instalado el supletorio, pero el trabajo de reforzar el suelo y construir un pasadizo está casi terminado. Como éste parece ser un día de mala suerte, Ikuko le ha pedido que espere hasta el 21, que es un día propicio. Toshiko se ha negado.

El piano será trasladado a comienzos de la próxima semana. Con la ayuda de Kimura, Toshiko ya ha llevado allá la mayor parte de sus pertenencias. (Cuando Ikuko se levantó, tras la reunión de anoche, apenas quedaba algo por hacer). Parece ser que madame Okada vive en el distrito de Tanaka-Sekidencho, y hay un paseo de cinco o seis minutos desde aquí. Kimura tiene una habitación alquilada cerca de Hyakumamben, perteneciente a Tanaka-Monzencho, por lo que está bastante más cerca de Tanaka-Sekidencho que nosotros.

Hoy, nada más llegar a casa, me ha llamado desde el pie de la escalera, pues quería verme un momento, y entonces ha subido a mi estudio.

—Le he traído lo prometido —me ha dicho, tendiéndome la cámara Polaroid.

19 de febrero

No puedo imaginar qué es lo que piensa Toshiko. Parece querer a su madre y, al mismo tiempo, odiarla. Pero de lo que no hay duda es de que odia a su padre. Se diría que interpreta mal nuestra relación conyugal y cree que es él, no yo, quien tiene una naturaleza lujuriosa. Parece creer que él me obliga a satisfacer sus exigencias sexuales, aunque la verdad es que soy demasiado débil para eso y que él es un adicto a los placeres groseros y perversos a los que me arrastra contra mi voluntad. (Debo admitir que he tratado de darle esa impresión). Ayer, cuando vino a recoger sus últimas cosas, entró en mi dormitorio para advertirme.

—¡Vas a dejar que papá te mate! —me dijo bruscamente, y se marchó.

Esa actitud era extraordinaria en ella, pues la muchacha es tan reticente como yo. Parece preocuparle de veras que se agrave mi problema pulmonar y detesta a su padre por ello. No obstante, la manera en que me hizo esa advertencia parecía curiosamente desdeñosa, llena de rencor y malevolencia. No puedo creer que le haya impulsado a decirlo el cariñoso sentimiento de una hija inquieta por su madre. ¿No está ofendida en el fondo por el hecho de que, aunque tiene veinte años menos que yo, ni su cara ni su figura son tan atractivas como las mías? Desde el principio dijo que Kimura-san le desagradaba, tal vez porque le recordaba a James Stewart. Es posible que haya ocultado a propósito sus sentimientos verdaderos y finja que él le desagrada. Me pregunto si no me guarda una hostilidad secreta.

Aunque procuro no salir de casa, más tarde o más temprano habré de hacerlo, y es posible que un día mi marido regrese a una hora en la que normalmente estaría dando clase. Me he devanado los sesos pensando en qué voy a hacer con este diario. Si es inútil esconderlo, por lo menos me gustaría saber si él lo lee furtivamente. Y así he decidido usar alguna clase de marca reveladora. Quizá sería mejor que fuese algo que sólo yo conozca y que él no pueda reconocer; pero tal vez dejará de espiarme si observa que estoy enterada de lo que se propone. (Aunque me temo que eso es muy dudoso). Sea como fuere, no es nada fácil encontrar la clase de señal apropiada. Puede que tenga éxito una vez, pero difícilmente podré repetirlo sin riesgo. Por ejemplo, puedo poner un mondadientes entre las páginas, de modo que se caiga al abrir el cuaderno. Este sistema puede ser útil la primera vez, pero luego, cuando él observe entre qué páginas se encuentra el mondadientes, lo colocará de la misma manera. Mi marido es muy astuto para estas cosas. Además, sería muy difícil inventar un nuevo método en cada ocasión.

Tras mucho pensarlo, he cortado a ojo un trozo de cinta adhesiva, de marca Scotch, número 600 (la he medido y era de cinco centímetros y tres milímetros) y he unido con ella las dos tapas del cuaderno. Seleccionando una zona, he cerrado con esa cinta el anverso y el reverso. (Desde la parte superior del cuaderno hasta la cinta hay ocho centímetros y dos milímetros y desde la inferior siete con cinco. Será preciso cambiar cada vez tanto la longitud como la posición de la cinta). Para mirar el interior del cuaderno él tendrá que retirar la cinta. Desde luego, mi marido podría cortar otro trozo del mismo tamaño y sustituir el anterior, dejándolo exactamente tal como estaba, pero sería una tarea muy delicada, y la verdad es que no veo cómo podría él hacerla. Además, cuando retire la cinta, por mucho cuidado que ponga, no hay duda de que producirá un pequeño rasguño en la cubierta. Por suerte es de papel Hosho, grueso y de un blanco satinado, que se estropea con facilidad. Aquí y allá, dos o tres milímetros de la superficie saltarán con la cinta adhesiva. No creo que él pueda leer mi diario sin dejar alguna huella.

24 de febrero

Aunque Kimura no tiene ninguna razón aparente para visitarnos desde que Toshiko se mudó, sigue viniendo a casa con regularidad, cada tres o cuatro días. Yo mismo le telefoneo a menudo. Toshiko viene casi a diario, pero no se queda.

Ya he usado dos veces la cámara Polaroid. He hecho fotos de Ikuko de frente y de espalda, y también he fotografiado cada una de sus partes, desde los ángulos más atractivos: tengo fotos de ella doblada, estirándose, enroscándose, con brazos y piernas contraídos y en toda clase de posturas.

¿Por qué hago esas fotografías? En primer lugar, disfruto haciéndolas. Crear esas poses, manipularla libremente mientras duerme (o finge dormir) me proporciona un gran placer. El segundo motivo es el de pegarlas en mi diario a fin de que ella las vea. Entonces, ciertamente, descubrirá la insospechada belleza de su cuerpo y se quedará asombrada. Una tercera razón es mostrarle por qué deseo tanto mirarla desnuda. Quiero que me comprenda, tal vez incluso que se solidarice conmigo. (Me atrevería a decir que es inaudito que un hombre de cincuenta y seis años esté tan fascinado por su mujer de cuarenta y cinco. Ella haría bien si pensara en eso). Finalmente, quiero humillarla al máximo, para ver hasta cuándo se hará la inocente.

Por desgracia, la lente de esa cámara es bastante lenta y carece de telémetro. Como no se me da bien el cálculo de las distancias, a menudo mis imágenes están desenfocadas. Tengo entendido que existe una nueva película Polaroid muy sensible, pero es difícil de conseguir. La que me trajo el amable Kimura es vieja y su fecha de caducidad ya ha pasado. No puedo esperar que me dé unos buenos resultados. Por otro lado, tener que utilizar el flash resulta molesto.

Dado que con esta cámara sólo puedo realizar el primero y cuarto de los objetivos, por el momento no pegaré las fotografías en estas páginas.

27 de febrero

Aunque hoy es domingo, Kimura-san vino esta mañana a las nueve y media y me preguntó si me gustaría ver Rojo y negro. Dice que ahora le conviene más salir los domingos, porque durante los días laborables está muy atareado ayudando a los alumnos a prepararse para los exámenes de ingreso en la universidad. En marzo dispondrá de más tiempo libre, pero este mes a menudo tiene que quedarse hasta bastante tarde en la escuela y dar clases extras. Incluso cuando está en casa, a veces le visitan estudiantes en busca de asesoramiento. Dicen de él que tiene un ingenio agudo y pericia para discernir las preguntas que caerán en el examen. Creo que comprendo por qué dicen eso. Desconozco su capacidad académica, pero en cuanto a pura percepción, mi marido no le llega a la suela de los zapatos.

Puesto que los domingos mi marido se queda en casa, no me conviene salir, pero Kimura-san había hablado con Toshiko camino de casa. En cuanto llegaron, mi hija me pidió que fuese con ellos. Parecía pensar: «No quiero ir, pero podría ser incómodo que estuvierais los dos solos, así que voy a sacrificarme por vosotros y os acompañaré».

—En domingo, si no vas pronto, no hay manera de encontrar asiento —comentó Kimura-san.

Mi marido también me incitó a ir.

—Estaré en casa todo el día —me dijo—. Anda, ve; yo cuidaré de la casa. Dijiste que querías ver esa película, ¿no es cierto?

No se me ocultaban sus razones para estimularme, pero yo estaba preparada para afrontar la situación y accedí a ir con ellos. Llegamos al cine a las diez y media y salimos poco después de la una. Les pedí a Toshiko y Kimura que se quedaran a comer, pero ellos no quisieron. Aunque mi marido había dicho que estaría en casa todo el día, lo cierto es que salió a dar un paseo hacia las tres y siguió ausente durante toda la tarde. En cuanto se hubo ido, saqué mi diario y lo examiné. La cinta adhesiva no parecía haber sufrido ninguna modificación, y también la cubierta parecía intacta. Pero cuando las miré con la lupa, descubrí dos o tres ligeras imperfecciones que no podían ocultarse: la cinta había sido retirada con pericia. Yo me había asegurado por partida doble, colocando un mondadientes en el interior y contando las hojas hasta el punto en que lo había depositado. Ahora el palillo estaba en un lugar diferente.

Ya no tengo la menor duda de que mi marido ha leído este diario. Así pues, ¿debería abandonarlo? Lo inicié con el único propósito de hablar conmigo misma, porque no me gusta abrirle mi corazón a otra persona. Ahora, ante la evidencia de que alguien más lo ha leído, supongo que debería interrumpirlo. No obstante, ese «alguien» es mi propio marido, y tenemos un acuerdo tácito para comportarnos como si desconociéramos nuestros mutuos secretos. Por ello es probable que, a pesar de todo, siga llevando el diario. Lo utilizaré para hablar con mi marido de una manera indirecta, para expresar cosas que de ningún modo podría decirle a la cara. Pero aun en el caso de que lo esté leyendo, confío en que no me lo revele. Desde luego, no es la clase de persona dispuesta a admitir que hace semejante cosa.

Al margen de lo que haga, quiero que sepa que no leo su diario, y lo afirmo categóricamente. Él debería darse cuenta de que soy muy anticuada, una mujer a la que han educado con esmero, que ni por asomo invadiría la intimidad de nadie. Sé dónde está el diario de mi marido, y en ocasiones lo he tocado. Es incluso posible que, muy de vez en cuando, lo haya abierto para echar un vistazo a su interior, pero jamás he leído una sola línea. Ésta es la verdad pura y simple.

27 de febrero

¡Después de todo, yo tenía razón! Ikuko ha estado llevando un diario. No lo he mencionado antes, pero lo cierto es que tuve un primer atisbo de ello hace unos días. La otra tarde, cuando iba al lavabo, miré hacia la sala de estar y allí estaba ella, inclinada de una manera incómoda sobre la mesa. Un momento antes había oído un leve crujido, como si estrujaran papel de arroz, y no una o dos hojas… parecía como si hubieran escondido apresuradamente bajo un cojín un fajo de grosor considerable, tal vez un volumen encuadernado. En casa no solemos usar papel de arroz, y no era difícil imaginar lo que mi mujer estaría haciendo con ese papel suave y discreto. No he tenido ocasión de investigarlo hasta hoy. Mientras ella estaba en el cine, he registrado la sala de estar y lo he encontrado con facilidad. Pero lo que me ha asombrado es que, con toda evidencia, ella esperaba que lo buscara, y que lo hubiera sellado con cinta adhesiva. ¡Qué ridícula ha sido! El grado de suspicacia de esa mujer es realmente pasmoso. Debería saber que, aunque se trate del diario de mi esposa, no soy un sujeto tan ladino como para leerlo sin permiso. Sin embargo, no pude evitar sentirme irritado, y pensé si sería posible retirar la cinta con tal habilidad que ella no pudiera detectarlo. Quería decirle: «¡Tu cinta es inútil! ¡Eso no mantendrá tu diario a buen recaudo… tendrás que idear un sistema mejor!».

Pero no lo conseguí. Como podría haber imaginado, en estas cosas ella me da quince y raya. Aunque intenté separar la cinta adhesiva con el mayor cuidado, quedó un pequeño rasguño en la cubierta. Entonces comprendí lo necio que había sido. Sin duda ella incluso había medido la cinta, pero yo, sin pensarlo dos veces, la estrujé hasta convertirla en una bolita y volví a sellar el diario con un trozo que me pareció de la misma longitud. No es probable que la engañe.

De todos modos, puedo asegurar que, si bien he abierto su diario y hasta he examinado su contenido, no he leído con detenimiento una sola línea. Por otro lado, a un miope como yo le resulta difícil leer una escritura tan minúscula. Quiero que ella me crea, aunque ya sé que, cuanto más lo niegue, tanto más culpable me considerará. Tal vez, si de todos modos va a culparme, podría haberlo leído. Pero el caso es que no lo hice. La verdad es que temo enterarme de lo que ha escrito acerca de sus verdaderos sentimientos hacia Kimura. ¡Ikuko, te lo ruego, no confieses! ¡Aunque yo no vaya a leerla, no hagas esa confesión! Miente, si es necesario, pero di que lo utilizas sólo por mí, que él no significa nada más para ti.

Esta mañana Kimura vino para llevarse a Ikuko al cine, porque yo se lo había pedido. Hace algún tiempo le comenté mi observación de que rara vez sale de casa.

—Últimamente la asistenta se encarga de hacer todos los recados —le dije—. Eso no es propio de ella… me gustaría que la llevaras a alguna parte durante unas horas.

Como de costumbre, Toshiko fue con ellos. No creo que tuviera ningún motivo especial para hacerlo, aunque resulta difícil interpretar sus acciones. En ciertos aspectos, Toshiko es incluso más complicada que su madre. Me pregunto si está ofendida porque, al contrario que la mayoría de los padres, parezco querer más a su madre que a ella. Si eso es lo que piensa, se equivoca, pues las quiero a ambas por igual. Lo que ocurre es que las quiero de manera diferente… Ningún padre podría sentir exactamente eso por su hija. Es preciso que se lo haga entender así.

Esta noche, por primera vez desde que Toshiko se marchó de casa, los cuatro hemos cenado juntos. Toshiko no tardó en marcharse, e Ikuko tuvo su reacción habitual al coñac. Cuando Kimura se disponía a marcharse, le devolví la cámara Polaroid.

—No tener que revelar los negativos es una gran ventaja —le dije—, pero no me gusta usar flash, ¿sabes? Creo que me arreglaría mejor con una cámara corriente. Me parece que voy a probar con nuestra Zeiss Ikon.

—¿Dará usted la película a revelar? —quiso saber él.

Por mi parte, ya había pensado a fondo en ello.

—¿Podrías revelarla tú? —le pregunté.

Él me miró un poco azorado y me preguntó si no podía hacerlo aquí. Le respondí que sin duda él sabía la clase de fotografías que yo estaba haciendo. Replicó que no estaba seguro.

—No se trata de ese tipo de fotos que no quisiera que nadie viese —seguí diciendo—, pero no estoy en condiciones de revelarlas en casa. Y, además, quiero algunas ampliaciones… y carecemos de un lugar apropiado para utilizarlo como cuarto oscuro. ¿No podrías revelarlas en tu casa? Mira, preferiría que no las manipulara un desconocido.

—Es posible que tengamos un sitio para ese fin, en alguna parte —respondió—. Hablaré con mi casero.

28 de febrero

Kimura vino esta mañana a las ocho, cuando Ikuko aún estaba completamente dormida. Dijo que había hecho un alto en el camino de la escuela. Yo también estaba acostado, pero cuando oí su voz me levanté y fui a la sala de estar.

—¡Todo arreglado! —me informó.

Me pregunté qué era lo que estaba arreglado, y resultó ser el cuarto oscuro. Puesto que últimamente en su alojamiento no usan el baño, puede disponer de esa habitación siempre que lo desee. Será un excelente cuarto oscuro con agua corriente.

Le he dicho que lo acondicione de inmediato.

3 de marzo

A pesar de lo ocupado que está con los exámenes, Kimura se muestra más entusiasmado que yo. Anoche saqué la Zeiss Ikon por primera vez en varios años e hice treinta y seis fotos, todo un carrete. Hoy Kimura ha venido de nuevo, tan desenvuelto como siempre.

—¿Podría verle un momento? —me ha preguntado, y, al entrar en mi estudio, se me ha quedado mirando con una expresión inquisitiva.

La verdad es que aún no me había decidido a confiarle el revelado de la película. Sin duda era la persona apropiada para esa tarea, puesto que ver a Ikuko desnuda no era precisamente una novedad para él. No obstante, incluso él sólo había tenido unos atisbos de esa desnudez, y nunca la había visto en aquella variedad de posturas seductoras. ¿No era probable que las fotografías le excitaran? Ciertamente, eso no era asunto mío, pero ¿no conduciría a algo más? En ese caso, sólo podría culparme a mí mismo.

Además, me he visto obligado a considerar la posibilidad de que le muestre las fotos a Ikuko. Ella se indignaría, o lo fingiría, no sólo porque las he tomado, y sin su conocimiento, sino porque le he pedido a otra persona que las revele. Incluso podría razonar que, después de que su marido la haya exhibido ante Kimura en un estado tan vergonzoso, tiene autorización tácita para cometer adulterio con él.

Había dado rienda suelta a mi imaginación, hasta tal punto que empezaba a experimentar unos celos atroces, una sensación tan intensa, tan voluptuosa, que ansiaba aceptar el riesgo. Le di el carrete a Kimura y le expresé mis deseos de que lo hiciera todo él solo.

—Asegúrate de que no las vea nadie —le dije—. Cuando hayas terminado, elegiré las que quiero que amplíes.

Era imaginable la excitación que él sentía, pero externamente no se le notaba.

—Me encargaré de todo —convino, y se marchó enseguida.

7 de marzo

Hoy, y por segunda vez en lo que va de año, la llave estaba junto a la estantería en el despacho de mi marido. La primera vez fue el 4 de enero. Yo había entrado a limpiar, y la encontré junto al florero con narcisos. Esta mañana, al observar que las flores de ciruelo se habían marchitado, entré para sustituirlas por camelias blancas y vi la llave en el mismo lugar. Pensé que algo tramaba mi marido, pero cuando abrí el cajón y saqué su diario, me sorprendió descubrir que estaba sellado con cinta adhesiva, tal como yo había sellado el mío. Ésa era su manera de decirme: «¡No dejes de abrirlo!».

Para escribir el diario, mi marido utiliza un cuaderno escolar corriente, de cubierta dura y lisa, que no se deteriora tan fácilmente como la del mío. Sentí curiosidad, mera curiosidad, por ver si podía desprender la cinta, y lo intenté. A pesar del cuidado que puse y de la superficie dura de la tapa, no pude evitar algunos leves rasguños. De haber sido a lo largo del borde de la cinta no habría importado, pero las pequeñas imperfecciones quedaron por todas partes y no hubo manera de ocultarlas. Apliqué un trozo de cinta nueva, pero, naturalmente, él lo observará y se convencerá de que he leído el contenido del cuaderno. Sin embargo, como he dicho una y otra vez, juro que jamás he leído una sola línea de su diario. Supongo que en realidad desea decirme esas cosas indecentes que, como bien sabe, no me agrada escuchar, y por ello soy tanto más reacia a leerlo.

Me apresuré a abrir el cuaderno para ver cuánto había escrito. Por supuesto, eso también lo hice únicamente por curiosidad. Pasé las páginas cubiertas por su escritura delicada y nerviosa, como si las líneas fuesen otras tantas hileras de hormigas. Pero hoy he descubierto que ha pegado en las páginas algunas fotografías obscenas. Cerré los ojos y pasé con rapidez esas páginas. ¿De dónde ha sacado tales imágenes y por qué las ha fijado ahí? ¿Acaso quería que yo las viera? Aquella mujer me intrigaba. ¿Quién sería?

Entonces cruzó por mi mente una idea repugnante en extremo. Últimamente, en plena noche, he soñado a veces con una luz cegadora que iluminaba la habitación por un instante, como el destello del flash de una cámara fotográfica. Alguien, mi marido o Kimura-san, parecía fotografiarme. Tal vez era un sueño, o tal vez mi marido, pues sin duda no podía tratarse de Kimura-san, hacía realmente esas fotos. Recuerdo que cierta vez me dijo: «No sabes lo espléndido que es tu cuerpo. Me gustaría fotografiarlo y enseñártelo». Sí, estoy segura de que la mujer fotografiada soy yo.

A menudo, durante ese sueño deslumbrador, tengo la sensación de que me han desnudado. Hasta ahora había pensado que ésa podría ser otra de mis fantasías, pero si soy yo la mujer de las fotos, debe de haber ocurrido realmente. No obstante, ni siquiera me opongo a que me fotografíe, siempre que no sea consciente de ello. Si estuviera despierta, no podría permitir semejante cosa. Pero puesto que verme desnuda le procura tanto placer, supongo que, como esposa obediente, debería dejarle que goce con ello. Antaño una esposa virtuosa se limitaba a satisfacer los deseos de su marido, por indecentes o repugnantes que fueran. Hacía lo que le pedían, sin discusión. Y en mi caso tengo sobrados motivos para consentírselo, puesto que él sólo puede estimularse mediante estas disparatadas travesuras. No se trata tan sólo de cumplir con mi deber. A cambio de ser una esposa virtuosa y sumisa, puedo satisfacer mi fuerte apetito sexual.

Aun así, ¿por qué no se contenta él con mirarme? No entiendo por qué tiene que hacerme fotografías en ese estado y luego pegarlas en el cuaderno, donde puedo dar con ellas. Debería saber perfectamente bien que soy la clase de persona en cuyo corazón conviven la lujuria y la timidez. Por otro lado, me pregunto quién le revela la película. ¿Se ve obligado a dejar que otro hombre mire las fotos? ¿Ha sido sólo una broma pesada que me ha hecho o tiene algún significado? Él siempre se burla de mi «refinamiento»… ¿Intenta ahora que deponga esa actitud fastidiosa?