Capítulo séptimo

 

 

 

Hemos estado toda la noche limpiando la casa. Todas, las niñas y yo. Estamos muertas…

 

Y Devon llama. Por fin, una llamada de mi hijo. Una que recibo entre lágrimas; ya he ido dos veces a la comisaría, y no me han dejado verle. No sé si eso es legal, pero, claro, somos ciudadanos de tercera.

 

“Mamá… Estoy bien”.

 

Y me llama mamá. Eso me llena. Es mi niño. Nunca ha dejado de serlo. Que me diga mamá me llena de orgullo, sin importar lo que haya podido hacer. Le pregunto que qué necesita, y tarda en decírmelo, porque está avergonzado.

 

“Necesito dos mil dólares para la fianza… pero, si no los puedes conseguir, no importa”.

 

¿Está loco? Debo conseguirle ese dinero.

 

“Puedes enviar a Linda a hablar con Ray. Él te puede dar el dinero”.

 

Linda… Joder, Linda también sabe de ese maldito mundo adonde se mueve Devon. Me lo imaginaba. Y Ray… No sé quién es, pero, si la policía está de por medio, si han perseguido a mi hijo, es que el tal Ray sólo puede responder a lo peor de la calle.

 

“Linda y Ray estuvieron enrollados. Él se portará bien”.

 

Y una mierda. No pienso enredar más esto. No dejaré que Linda vaya a quién sabe dónde para hablar con sólo Dios sabe quién.

 

—Nadie va a salir de casa —digo, tajante.

 

Me revuelvo. Me calmo viendo a Rooney, dormidito. Es el contrapunto a toda esta mierda. Allí, de rodillas, me tomo un momento para rezar, para pedir que mi hijo Rooney no entre en ese maldito mucho adonde Devon ha perdido los papeles.

 

Luego me compongo. Me levanto. Tomo fuerzas. Cojo mi celular, y llamo:

 

 

 

…El teléfono al que llama fuera de línea en estos momentos. Deje su mensaje después de oír la señal.

 

 

 

“Soy Camila… Necesito hacer una película, por favor. Si están en la ciudad, por favor, llámenme. Haré lo que sea. No pondré peros. Podrán filmar lo que quieran”.

 

Y lloro. Lloro en la alcoba. Sola. En silencio, para que Rooney no despierte.

 

En un santiamén, sin que me dé cuenta, Alice está ahí, a mi lado. Me coge la mano, con cariño. No llora, pero seguro que le duele el corazón tanto como a mí.

 

—Tienes exámenes, mi amor —le digo. —Descansa, por favor; ya has hecho mucho.

 

Es su futuro. No podemos pisotearlo con nuestros problemas. Ella tiene que sacar grandes notas. Su beca está pendiente de un hilo, de eso mismo, de su paz para estudiar.

 

—Puedo quedarme aquí un momento, mamá —me dice. Me acaricia la cabeza. Joder, una cría me acaricia la cabeza. ¡Qué grande es este mundo… y cuánto puede llegar a sorprenderme aún!

 

Tanto, como que vuelven a tocar a la puerta. Esto es una jodida montaña rusa de emociones. El vilo nos quiere comer. Voy a abrir, y la familia entera, que ya no volverá a ser la misma, me mira la gesta, nerviosa. Teme, como yo, lo que pueda haber del otro lado.

 

…Del otro lado hay unos negratas. Tienen mala punta. Justo, la pinta de los barrios bajos.

 

—¿Dónde está Devon, señora? —me preguntan,

 

—Ahora mismo no está en casa —explico, sin más detalles.

 

—Está en el trullo —dicen. Hay dos en la puerta. El resto, de siete, se reparten por el jardín y su coche, un Cadillac de poca monta, pero con las llantas doradas. —Espero que no largue nada, o se va a meter en problemas. ¿Le ha dejado algo?

 

Dudo. Hago memoria, y entonces saco el fajo de billetes que me dio, a las prisas. Ni me acordaba de él. Supongo que vienen a buscar eso.

 

…Estúpida, e inocente. Los tipos miran el fajo, y no lo cogen.

 

—Eso no es lo que buscamos. En fin, que ya hablamos, vieja —se despiden. —Esperaremos a que salga, y entonces volvemos.

 

Sé lo que hay detrás. Linda me lo quiere explicar, pero no hace falta. Si Devon tiró algo por el retrete, si esa gente lo quiere, y no está, mi hijo está en la mierda.

 

 

 

*   *   *

 

 

 

“Hola, Camila. Hemos vuelto. He oído tu mensaje. Espero que vayas en serio. Te esperamos mañana, adonde siempre”.

 

Es una bendición. Viene en el mejor momento. Por fin, vuelven. Mis hijos están a salvo. Porque sé que puedo ir a pedir a otras familias, pero las correrías de Devon se han dado a conocer en todos los barrios y nadie va a sacar su dinero para ayudarle. De hecho, supongo que toda esa gente que conozco también tienen hijos que se meten en líos, o simplemente no tienen dinero que prestar, sobretodo si es dinero a fondo perdido, como suena que será todo aquello que me presten.

 

Duermo, algo más tranquila. Por fin puedo hacerlo. Mi hijo, mañana, estará en casa.

 

Duermo, porque el cuerpo no me puede más. La mente tampoco. Caigo muerta, y ni un huracán podrá despertarme.

 

Eso sí, un huracán no, pero sí Tweedledee y Tweedledum. Mis sueños son placenteros, justo hasta que aparecen ellos. Me persiguen. Huyo de ellos… pero me acaban encontrando, me tiran sobre unos colchones podridos y entonces despierto, horrorizada.

 

Linda me abraza. También se ha despertado. Duerme en mi cama, para no dejarme sola.

 

—Tranquila, mamá. Duerme.

 

Pero ya nadie va a conseguir eso. Lo intento, pero los ojos, aunque quieren cerrarse, no obedecen. Estoy muerta de miedo.

 

 

 

*   *   *

 

 

 

Llego, subo. Vas… No hay más vueltas que darle. Vas. Quisieras que cada paso sea eterno, que el espacio y el tiempo se alarguen. Sin embargo, aunque dude toda una vida, siempre llega el momento en que toco a la puerta.

 

Me abren.

 

“Camila… No estaré yo. Estará un amigo. Es decir, un colega. Del negocio, ya sabes. Él arreglará contigo”.

 

Es suficiente. No conozco al director, ni al par de cámaras. Bueno, uno es cámara. El otro es fotógrafo. Con ellos hay un señor mayor, vestido como un galán. Le noto que lo ha sido, que alguna vez fue guapo. Y mantiene esos aires, impecablemente vestido, con reloj de oro. Eso sí, ya tiene ochenta años. Lo sé. No pinta otra edad. Está calvo, aunque le blanquean la cabeza nos hilachos blancos con los que lucha a golpe de peine.

 

—Yo soy Mark —se presenta el nuevo director, —y éste son Billy y Anderson —y da a conocer a los que, con sus medios, van a inmortalizar el momento. —Él es Antony —señala al anciano, que me besa la mano, como en una corte de otros tiempos. —Será tu pareja, ¿OK?

 

No hay más que explicar. Algunos pormenores. Al menos, el apartamento está limpio. No es un cuchitril. Supongo que, por eso, pagarán mejor. Hay más gente, y más medios.

 

Empezamos. No es más, sino empezar. El anciano no va a la cama, sino a un sofá auxiliar del mismo dormitorio. Allí lee el periódico, mientras lo que yo hago es llegar, casi a hurtadillas, e ir indagando su pantalón, perfectamente planchado, en busca de sus atributos varoniles. Los destapo. Es decir, le bajo la cremallera. Lo que brota es un pene malogrado, envejecido. No puede ser de otra manera. Empero, al estar tumbado lo noto en forma, vivo. Quieren que me lo meta en la boca. Ya sé cómo es el ritual. Y lo hago. Entretanto, el señor, el tal Antony, no deja de leer el periódico. Parece que va a otra cosa.

 

El cámara va a “visitarlo”. Va a su cara. Yo no sé qué pasa detrás del periódico, pero la cámara va y viene, y me atropella de cerca, a los morros. Son primeros planos, que sigo con la vista. Sí, en la película también debe salir que nada ocurre por casualidad, que los actores saben que la cámara está ahí. De hecho, se supone que saben quién eres, más allá de la pantalla. Saben quién es cada espectador. Es parte del juego.

 

Antony, al fin, echa el periódico a un lado. Su gesto es indemne, como si fuese ahora que se da cuenta que hay un moscón en la habitación.

 

Me acaricia la cabeza. Chupo, y él me acaricia. Al menos, eso está bien. Es humillante, a mi modo de ver, pero al menos no es violento.

 

Serás idiota… Son cuarenta años los que nos separan. Claro que el momento es violento. Siempre lo es, cuando te pagan por hacer lo que no quieres.

 

Se pone en pie. El pantalón, en su tela suave, cae por su propio peso, rápido. Tal cual, en cuanto baja aquel tanga, a la misma velocidad caen sus testículos. De hecho, parece que no terminan de hacer nunca, porque cuelgan mucho más debajo de lo que esperaba. Están muertos, por la edad. Parecen globos desinflados. Sólo apretándolos parecen cobrar vida, y lo compruebo porque Antony me los pone en la cara. Alza la pelvis, por encima de mí, y sus malditos testículos me soban los labios. Encima, sobre mi frente, cae su pene, con las fuerzas justas para estar erecto.

 

Arde. El rostro de Antony arde. Se queja. Suda. Creo que le va a dar algo. No sé, un infarto. Se sienta en la cama, me mete el dedo en el trasero, mientras se pierde en mis pechos. Yo lo recibo de pie, al borde del catre. Él, se golpea la cara con el vaivén de mis tetas, lo que él considera mis tetas. No las puede llamar de otra cosa, ni tratarlas de ninguna otra manera. Y se deja “pegar”, porque entiendo el juego y muevo los hombros; la inercia hace el resto, para que mis mamas le den su merecido.

 

Muerde mis pezones, que se hinchan. Deja un escozor, pero no se nota; mis aureolas son oscuras, pardas. Eso les gusta. Da tinte al momento. Y, así pues, el anciano se dedica a buscar mis lunares más escondidos. Los enseña a la cámara, y llega el momento en que me ha puesto de rodillas sobre el catre y, como perrito en mi pose, muestra a la cámara los agujeros prohibidos de mi dignidad.

 

No los he visto venir, pero hay flases. Ya he notado que el señor se para, a veces, y hace poses. Posamos, mejor dicho. Eso mejora la calidad de las fotografías.

 

Entretanto, el cámara ha cambiado la lente y ha puesto una de gran angular. Con ella, la cámara devora mis pechos, y luego mis morros. Seguro que, deformada, con la imagen sacada de quicio como en esos reflejos mágicos de las casas de espejos en los parques de atracciones, mis dimensiones se desbaratan hasta cotas inimaginables.

 

Me coge el cuello, Antony, y me besa. Es el primer beso que recibo en mucho tiempo. Un beso en los labios, de amor. Eso creo.

 

Joder… Ochenta años de beso. Es dulce. Lo siento así… pero se corrompe en cuanto Antony saca la lengua.

 

La tengo que recibir. Forma parte de todo. Sólo pienso en Devon. Lo hago por él. Por mis niños.

 

Me folla. Ya lo hace. Es caliente, y sigue oliendo bien… pero hay un halo entre romántico y fraudulento en todo aquello. Sigue siendo sólo sexo, aunque aquel hombre me bese de vez en cuando.

 

Bueno, no me están tratando tan mal. Creo pensar eso. Empero, en algún momento, el final propio de este tipo de desastres de mi vida como actriz llega cuando vuelvo a ser una puta, no una amante, y Antony vuelve a poner sus testículos al borde de mis labios. Me coge los morros, me hace mirar arriba…

 

“Devon, por ti, hijo mío…”

 

Y me quedo quieta. Antony se queja. Parece que las venas del cuello le van a estallar. Se toca. Se masturba, en su recta final, y se queja como un niño cuando eyacula, para que su semen añejo caiga lentamente, como una masa de pasteles en su molde, sobre la cuenta de mi ojo izquierdo. Poco a poco, como el agua que se acumula en una presa.